Ética del poder y moralidad de la protesta - Arturo Andrés Roig - E-Book

Ética del poder y moralidad de la protesta E-Book

Arturo Andrés Roig

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Beschreibung

En momentos en que el mundo vive el fenómeno inédito de la globalización, que nos aúna y hace comunes los problemas, se presenta un profundo conflicto entre moralidad y eticidad que afecta al planeta en toda su dimensión. Sin embargo, el destino de las naciones, los pueblos y las personas depende de la clarificación de las formas de comportamiento, realidad que convierte a la moral en la llave de las ciencias humanas de nuestros días. Estamos, evidentemente, ante una cuestión que exige resolución inmediata y una de las vías para orientarnos es la filosofía práctica, sus interpretaciones y proyecciones, aportes imprescindibles para la comprensión y el reencauzamiento de nuestro mundo.

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Arturo Andrés Roig

ÉTICA DEL PODER Y MORALIDAD DE LA PROTESTA

Respuestas a la crisis moral de nuestro tiempo

Roig, Arturo Andrés

Ética del poder y moralidad de la protesta: Respuestas a la crisis moral de nuestro tiempo. – 1ª ed.– Mendoza: EDIUNC, 2024.

Libro digital, EPUB – (Arturo Roig; 1)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-950-39-0399-5

1. Ensayo filosófico. 2. Filosofía general. 3. Ética. I. Título

CDD 177

Ética del poder y moralidad de la protesta

Respuestas a la crisis moral de nuestro tiempo

Arturo Andrés Roig

COLECCIÓN ARTURO ROIG

Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo

Primera edición digital, Mendoza 2022

ISBN 978-950-39-0399-5

Dirección: Javier Piccolo

Corrección: Gonzalo Córdoba

Diseño y digitalización: María Teresa Bruno y Leandro Vallejos

Tipografía Alegreya ht, de Juan Pablo del Peral

© EDIUNC, 2024

https://ediunc.uncuyo.edu.ar/

[email protected]

v.1.0

Índice

I. Prolegómenos para una moral en tiempos de ira y esperanza

La suerte del saber práctico-moral

Orígenes histórico-críticos de la moral de la emergencia

Subjetividad, emergencia y sociedad civil

II.La primera propuesta de una filosofía para la liberación en Occidente: el regreso a la naturaleza en los sofistas, los cínicos y los epicúreos

III.La conducta humana y la naturaleza

IV.Naturaleza, corporeidad y liberación

El momento de los cínicos: Diógenes de Sínope

El momento estoico: Crisipo y Séneca

El momento latinoamericano: Ignacio Ellacuría

V.Dos palabras sobre corporeidad y lenguaje

VI.La dignidad humana y la moral de la emergencia en América Latina

Preámbulo

La ética del discurso y nosotros

La emergencia como quiebra de totalidades opresivas

Dignidad y necesidades en José Martí

Caracteres de la moral emergente

La moral emergente y la teoría del discurso

Compatibilidades entre la moral emergente y la ética del discurso

VII.Las necesidades y la fundamentación de la ética

VIII.Problemas hermenéuticos para una fundamentación de la ética

Fenomenología del acto moral emergente

La moral emergente y la hermenéutica

IX.Las morales de nuestro tiempo y las necesidades a partir de la lección de Pico della Mirandola y Fernán Pérez de Oliva

La dignidad humana desde Pico della Mirandola hasta el cacique Mayobanex

Dignidad, morales y necesidades de nuestro tiempo

X.Consideraciones para una filosofía popular de la democracia

XI.La política entre el pragmatismo y la justicia social

XII. Ética y salud política de la sociedad argentina

XIII.¿Estado de derecho o estado de impunidad?

XIV.¿Rousseau tenía razón?

XV.El imperativo moral en el general José de San Martín

XVI.Ética y liberación: José Martí y el hombre natural

XVII. Palabras leídas con motivo del décimo aniversario del secuestro y posterior asesinato del profesor Mauricio A. López

XVIII. Mauricio Amílcar López: una vida y una muerte testimoniales

XIX.Palabras de regreso

XX.Acto de bienvenida y desagravio al profesor Roig

Recibimiento

Discurso del profesor Roig

XXI.¿Qué hacer con nuestra trágica herencia?

XXII.Recién comenzamos

XXIII.La fragmentación y nuestro mundo

XXIV.El reclamo de contingencia en Jean-Paul Sartre: un imperativo

Sobre el origen de los materiales publicados

Bibliografía

CAPÍTULO I

Prolegómenos para una moral en tiempos de ira y esperanza

«La ley mata. ¿Quién mata a la ley?» José Martí

La suerte del saber práctico-moral

El antiquísimo divorcio entre el derecho y la justicia y el escándalo que siempre acompaña al derecho injusto explica con creces la pregunta del héroe cubano, como explica, asimismo, una moral de la emergencia y es esta la que intentamos esbozar en estas páginas. Lógicamente se trata de una moral del conflicto, enfrentamiento entre lo subjetivo y lo objetivo, o, como lo enunciamos en el título del libro siguiendo una feliz expresión de Ramón Plaza, entre una moralidad de la protesta y una eticidad del poder.

Estamos, evidentemente, ante una cuestión que ha de ser respondida desde una posición afirmativa respecto del lugar que la filosofía práctica ocupa en el ámbito de las ciencias humanas. Pero el asunto no es tan simple, sobre todo si tenemos en cuenta la suerte corrida por el saber práctico-­moral. En efecto, es posible señalar un movimiento que va de una posición en la que lo moral se nos presenta como una forma de saber reconocida y estimada, a otra en la que se produce una devaluación y hasta podríamos hablar de una degradación o borradura de aquel saber. Los casos de Kant y de Hegel, dentro del ámbito de la filosofía europea, son en tal sentido ejemplares. Como réplica al hegelianismo se habrán de dar luego las grandes respuestas de rescate del saber práctico-moral, con diversos enfoques y distintas políticas epistémicas en Kierkegaard, Nietzsche y Marx. El siglo XX será testigo de una segunda crisis con Heidegger. En fin, con Wittgenstein entre otros y sin que podamos abarcar todos los momentos que ofrece esta riquísima problemática se pone fin a las morales trascendentales. En nuestros días el saber práctico-moral ocupa un lugar de indudable importancia, no solo en Europa y en los Estados Unidos de Norteamérica, sino también en América Latina.

Degradación y restauración de lo moral

Aun cuando no compartimos ni el formalismo ni el rigorismo de la moral kantiana, no podemos dejar de destacar el importante lugar que asignó al saber práctico-moral dentro de su sistema. Hegel, que heredó algunos de los rasgos negativos de su ética —recordemos la patología de los impulsos— no estableció para aquel saber una dignidad equivalente. Conocida es la distinción que establece entre moralidad (Moralität) y eticidad (Sittlichkeit). Pues bien, ¿qué sucede con ambas manifestaciones de lo moral? De una primera lectura surge que la moralidad ocupa un lugar secundario y es despreciada como lo que tiene que ser superado. Amelia Valcárcel (1988) en su hermoso libro sobre la cuestión nos dice que en los escritos hegelianos, en particular en los Lineamientos fundamentales de la filosofía del derecho, la moralidad es algo de relleno y la subjetividad —lugar de la disconformidad y de la protesta— es definida como «un no conformarse nunca con lo que existe» (Valcárcel, 1988). La subjetividad, la loca de la casa, y con ella la moralidad, impulsada por una libertad infinita, es decir, irracional, es felizmente frenada y contenida por el derecho, el que con su poder coercitivo pone las cosas en su lugar. Surge de este modo aquella eticidad superadora, eticidad del poder, espíritu mismo del Estado en donde reina la razón y, por tanto, lo universal.

Ahora bien, ¿qué sucede con la eticidad? Pues que en cuanto es lo universal, a lo que ha de someterse toda particularidad, es manifestación directa del Espíritu, verdadero sujeto de todo devenir que va reencontrándose a lo largo de la historia en un proceso en el cual poco pueden hacer los seres humanos, sino someter su subjetividad y escuchar la voz del filósofo en quien aquel Espíritu se expresa. Filosofía de la historia y eticidad comparten, de este modo, en reunión indisoluble, apoyándose la una en la otra, la función del ordenamiento práctico-moral. Pues bien, habíamos dicho que la eticidad lleva al plano de lo universal a la moralidad con lo que de hecho no la asume sino que simplemente la anula en cuanto poder de emergencia, pero sucede que no menor suerte corre la eticidad por lo mismo que, en última instancia, el verdadero sujeto de la historia no es el ser humano. Por este motivo puede hablarse de una ausencia de la ética como estructura moral objetiva de la conducta humana en Hegel. Rescatar al ser humano como sujeto de la moral, tanto subjetiva como objetiva, habrá de ser la tarea reivindicadora, en contra de Hegel, en Kierkegaard, Nietzsche y Marx.

Pues bien, si el sujeto moral resulta borrado en Hegel la cuestión del saber práctico, paradojalmente, como veremos, no tiene en los escritos de Marx el lugar teórico manifiesto que podríamos esperar. No se encuentra, en efecto, en ellos un desarrollo discursivo de una moral enunciada expresamente, a pesar de que están saturados de juicios de carácter ético, fruto de una auténtica indignación que no podemos dejar de compartir.

Debido a esa presunta omisión hay quienes, afirmando un determinismo en la relación infraestructura/supraestructura han sostenido, sin más, la ausencia de una moral en el pensamiento de Marx, mientras otros, como es el caso de Maximilien Rubel, sostienen la presencia de una doctrina ética, pero dentro de los términos de un amoralismo y un pragmatismo (Rubel, 1970). No hay sin embargo en Marx, a nuestro juicio, ni un rechazo de la moral ni un colocarse por encima de ella. Marx no intenta situarse más allá del bien y del mal, sino que se mete decididamente en el conflicto de ambos términos. Y, por lo que vamos diciendo, es posible hacer explícito, en sus rasgos fundamentales, el saber práctico-moral que hace de supuesto en sus textos, en el sentido indicado. La afirmación de Spinoza, conocida según Rubel, al parecer, a través de d’Holbach y según la cual «no hay nada más valedero para el hombre que el hombre mismo», constituyó, según Rubel, el apotegma que hizo de principio fundamental de la sociedad y desde el cual Marx encaró la reformulación de la doctrina hegeliana de la alienación, eje categorial de su ética. El fuerte sentido emergente de estos planteos se pone de manifiesto, además de lo dicho, en un rescate de la subjetividad como fuente de disconformidad respecto de una existencia opresiva y deshumanizadora, lo que se presenta reforzado, tal como nos lo dice Rubel, con una filosofía de la historia con matices utópicos y hasta mesiánicos. Encontramos de este modo, otra vez, una fuerte correlación entre filosofía de la historia y saber práctico, tanto moral como político.

Quien ha realizado, sin embargo, uno de los esfuerzos más orgánicos y sistemáticos para un rescate de la moral de Marx es Enrique Dussel, filósofo latinoamericano que, según nos dice Raúl Fornet-Betancourt, integra el movimiento reciente de retorno al marxismo nativo en América Latina. Para Dussel, la obra entera de Marx se encuentra animada por un pathos ético indiscutible. El saber práctico-moral en él muestra una estructura que responde a la clásica oposición moralidad-eticidad, pero organizada sobre la base de una inversión de las relaciones vigentes tanto reales como teóricas. Por lo demás, la problemática básica y elemental de la ética se encuentra en el terreno de la economía, de ahí que Marx la considere como una «verdadera ciencia moral» y, más aún, como «la más moral de todas las ciencias». Y con razón, pues es en la relación de producción en donde se juega la cuestión crucial de enajenación/liberación. A su vez, este eje categorial se expresa como objetivación/subjetividad. «Esa objetivación de vida de la víctima —dice Dussel— acumulada en el capital y no recuperada como subjetivación en el obrero es el tema crítico-ético de toda la obra de Marx».

Sabido es —y esto nos lo enseñó Javier Muguerza— que el imperativo categórico kantiano no siempre se mantuvo, a través de sus formulaciones, dentro de un estricto formalismo y que se aproximó a una moral material en la que se puso como valor la persona humana y su dignidad. Pues bien, dentro de los marcos de ese kantismo que hasta permitiría una superación de la lamentable doctrina de la patología de sentimientos y tendencias se coloca la moral de Marx y tiene razón Dussel en considerarlo, bajo este aspecto, como kantiano. Justamente es sobre la afirmación de los seres humanos como fines y no únicamente como medios (tenemos la obligación de jugar como medios para que otros puedan alcanzar o asegurar su dignidad) como se lleva a cabo la denuncia del capitalismo: cuando el capital es convertido en fin y los seres humanos en medios para ese fin se ha hecho del capital un fetiche, un ídolo. La fetichización, como señala Dussel, implica la subsunción del proceso de trabajo, es decir, su alienación. La empresa teórico-crítica de Marx se encuentra, pues, sin duda alguna, en la base misma de la Filosofía de la liberación de Dussel y otro tanto podemos decir de una moral de la emergencia (Dussel, 1998, p. 312-325; Fornet-Betancourt, 1995, p. 298-323; Guadarrama, 1990).

Negación e ideología

Nos vamos a ocupar ahora, como anticipáramos, de dos filósofos nacidos ambos muy poco tiempo después de la muerte de Marx: Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein. En el primero, la cuestión de la moralidad aparece fuertemente determinada en las páginas de El Ser y el Tiempo por la contradicción entre autenticidad e inautenticidad. Lo inauténtico es atribuido al vivir cotidiano de un personaje anónimo, construido como contraimagen, en buena medida, para destacar las excelencias del filósofo y su tarea. En efecto, para ponernos en el nivel de este último debemos separarnos de ese mundo en el que reinan lo impersonal, el se dice, lo insulso, la charlatanería. Lo cotidiano es un estar perdido entre los entes, lugar en el que nos absorben las tareas, reglas, criterios «en fin, la urgencia de ser en el mundo» (Heidegger, 1951, p. 307). Con lo que, evidentemente, tomamos distancia respecto de la moralidad supuesta en ese mundo degradado e inauténtico. Y el derecho, que en cuanto saber racional hacía posible elevar la moralidad al horizonte de la eticidad, no escapa tampoco de ser expresión de lo impropio. Sumergidos en un mismo ámbito los dos niveles, el de la moralidad subjetiva y el de la objetiva que la ordena en relación con el Estado, la filosofía práctico-moral queda al margen de todo interés teórico. Sabido es que la cuestión de la ética fue, sin embargo, tratada más adelante en particular en la conocida Carta sobre el humanismo. De la lectura de este texto decisivo para el tema surge que si bien en El Ser y el Tiempo tal vez —y esto lo decimos con reparos— se hubiera podido intentar avanzar hacia una moral teórica dado que en esa obra la analítica del Dasein debía preceder toda investigación ontológica, no hay tal. El ente cuyo análisis somos en cada caso nosotros mismos, según se dice en las primeras páginas de El Ser y el Tiempo (p. 49), en la mencionada carta queda definitivamente desplazado, si no borrado. Se produce un descentramiento por obra del cual el Ser ahí, el Hombre arrojado en el mundo que hace de punto de partida y de inicio metodológico de la analítica, queda subordinado radicalmente al Ser, el que, como lo ha observado agudamente Eugenio Trías (1969, cap. «Una senda perdida»), juega como verdadera hipóstasis del ser humano. «¿Quién de nosotros —se pregunta Heidegger (1961)— querrá imaginarse que sus ensayos de pensar tengan por hogar el sendero del silencio?» (p. 203). Lógicamente que, desplazado el sujeto del hablar del ente humano al Ser, las dificultades que impedían antes una ética son ahora insuperables. Si la cuestión moral no es ajena al ser humano en cuanto ente y su entidad solo es vista como el lugar desde el cual me pregunto por algo absolutamente trascendente, el Ser, ¿qué sentido tiene preguntar por pautas de conducta social? «¿Puede el pensar continuar substrayéndose a pensar el Ser, que después de haber yacido oculto en prolongado olvido se anuncia en el actual instante mundial por la conmoción de todos los entes?» (p.217). Esta inquietud que le habrá de llevar a una mística, a más de las dificultades teóricas que plantea en relación con el saber práctico moral, concluirá en la postergación de este saber, se trate en sus formulaciones de la etapa precrítica o de la crítica. «El pensar que pregunta por la verdad del Ser —a más de no ser ni teórico ni práctico— no es en sí ni ética ni ontología» (p. 222).

Y aquí tenemos que regresar a aquellas categorías de autenticidad e inautenticidad que juegan en el pensar de Heidegger un papel axial como lo son las de alienación y desalienación (emancipación o liberación) en Marx, por cierto que con otros sentidos, como veremos luego. La vida cotidiana degradada por una analítica cuyo secreto máximo es el de la desocialización de las relaciones humanas reaparece. Y sucede así porque, de hecho, no podemos vivir sin normas morales. Nos habla, en efecto, de la conveniencia de «asegurar los ligámenes constituidos», menciona la necesidad de una «ligazón mediante la Ética» refiriéndose al hombre incorporado en el universo de la técnica, es decir, de los entes; habla de un «estado de desorientación» que «reclama con mayor empeño ser satisfecho el deseo de una Ética» (p. 216). Y aquí venimos a toparnos con una paradoja: se trata de un saber práctico-moral cuya fundamentación ha sido invalidada teoréticamente y cuyos contenidos son inescindibles respecto del ámbito de la vida cotidiana en donde las cosas se resuelven y se valoran en el nivel de los entes y entre los entes; pero sucede que ahora, más allá de las imposibilidades teoréticas y la situación histórico-social, un ordenamiento moral es necesario y hasta imprescindible. El filósofo necesita tener aseguradas sus espaldas para poder entregarse a bucear en las profundidades abisales. Mas, no se trata propiamente de un saber moral, es crudamente un complejo ideológico que incluye orgánicamente pautas que no son ya despreciables e inauténticas, sino congruentes con las inquietudes místico-ontológicas del filósofo. Estamos hablando de esa violenta ideología occidentalista grecogermánica, estructurada sobre los más oscuros sentimientos de superioridad racial y de antijudaísmo, un irracional misticismo telúrico, conjuntamente con una cierta filosofía de la historia que hace de entramado general no confesado y, en fin, acompañada de un nacionalismo de derechas compatible plenamente con los rasgos anteriores. Karl Löwith y Hannah Arendt, sus cercanos discípulos judíos, muestran felizmente las contradicciones visibles en aquel bloque ideológico. El primero, sin desconocer la incuestionable profundidad filosófica del maestro, declaró precisamente que

la filosofía de Heidegger guardaba una estrecha vinculación con el nacionalsocialismo. El propio Heidegger aceptó el diagnóstico —aclara Löwith— y hasta lo reforzó vinculándolo con una especie de filosofía de la historia que, ciertamente, aparece una y otra vez en sus escritos (citado en Ott, 1992, p. 147).

Si la conducta de los seres humanos sumergidos en el mundo de los entes, tal como la describe en El ser y el tiempo, era la de seres inauténticos, esta ideología que integraba la doctrina oficial del Estado alemán no era para el filósofo una simple morale par provision. Esta ideología, con su irracionalidad, hacía de sustento, no digamos «teórico», pero sí, aun cuando caigamos en tautología, ideológico, del acto místico que lo llevó a hipostasiar el Dasein, trasladando toda sujetividad al Ser. Después de todo, los irracionalismos y los misticismos también pueden ser rigurosamente académicos y jugar un papel, esta vez como formas prácticas del saber, a favor de estructuras políticas y de políticas de violencia y muerte (Roig, 2000, p. 11-18; Cerutti-Gulberg, 2000).

Nada más próximo a los contenidos práctico-morales que pueden verse en los textos de Heidegger, ya sea como una moral popular repudiada, ya sea como una ética suspendida por imposibilidades teóricas, ya sea como una ideología a la vez moral y política, que esa filosofía de la historia que «aparece una y otra vez en sus escritos», saber que, una vez más, juega el papel —como saber mítico-práctico— de cohesión entre teoría y praxis.

Nuevos horizontes

Veamos ahora cómo se presenta la cuestión del saber práctico-moral en Wittgenstein. Siguiendo el razonamiento que nos hace en el Tractatus, si el mundo tiene un sentido, el mismo no ha de encontrárselo en él sino fuera de él. Luego, si ese sentido existe no puede ser representado sino tan solo mostrado situándonos fuera del mundo, en cuanto escapa a la esfera de lo representable. En resumen, si denominamos Ética a la preocupación por el sentido de la vida y del mundo, no podría efectivamente haber proposiciones éticas. «La ética como discurso es imposible» (Wittgenstein, 1989, par. 6.421). Estamos ante uno de los clásicos trascendentales, el Bien, desde el que se pretende fundar una moral, como se pretende, asimismo, que puede ser lógicamente deducido de una naturaleza humana. Una vez más, las condiciones del mundo se sitúan fuera del mundo, error metafísico dentro del cual se encuentra aquella ética. Pero si la metafísica no es posible como discurso o su discurso no tiene sentido, tampoco pueden serlo ni tenerlo las morales que invocan un principio trascendental como el mencionado.

Mas, un cambio importante se produce en una segunda etapa del pensar de Wittgenstein, de significación para la cuestión del saber práctico-­moral. La lectura de La rama dorada de Frazer, y posiblemente su trato personal con el célebre antropólogo, le abrió una perspectiva etnográfica que le llevó a descubrir la función social de los mitos y, con ellos, de la metafísica. Esta no fue ya un saber absurdo sin discurso posible, sino el discurso sobre el que una cultura organiza los juegos de lenguaje. Así, pues, la metafísica adquirió un nuevo valor, que en realidad ha tenido siempre, en cuanto pasó a formar parte importante dentro de las prácticas simbólicas. Las metafísicas son metáforas y, en tal sentido, son legítimas. El Supremo Bien es un trascendental construido, fruto de móviles que son la base de lo moral. No se trata, pues, de analizar la forma lógica de las proposiciones metafísicas en cuanto que lógicamente son inconsistentes. Se trata de comprender las causas psicológicas —los motivos— que nos llevan a formular esas proposiciones. La afirmación que leemos en las Investigaciones filosóficas, «El significado de una palabra es su uso en el lenguaje» (Wittgenstein, 1988, p. 61), expresa la profunda revolución respecto del saber práctico-moral en el último Wittgenstein y nos asegura un acceso a la problemática que quedó cerrada y, además, sin salida posible en Heidegger. Digamos que las prácticas terapéuticas que en relación con lecturas psicoanalíticas freudianas ensayó Wittgenstein hicieron imposible o por lo menos dificultaron, por primera vez, aquel maridaje entre filosofía de la historia y ética, típico de los grandes sistemas (Cioff, 1971, p. 180).

Orígenes histórico-críticos de la moral de la emergencia

Necesidad de un inmoralismo

De todo lo que hemos dicho surge la necesidad de redefinir el quehacer filosófico y la propia filosofía desde el saber práctico-moral y concederle a ese saber un lugar prioritario en el proceso mismo de su construcción. A una filosofía así estructurada se refería el célebre sofista Alcidamas —anticipando en varios milenios las palabras de José Martí— cuando definía al saber filosófico como catapulta contra las leyes. La filosofía ha de rescatar su función crítica, la que no es, por cierto, la crítica de los límites de la razón, sino la de las prácticas racionales —o irracionales— puestas en juego en el acto del preguntar filosófico, apuntando a rescatar la potencialidad ética de la que se intentó vaciarla por obra, entre otros, de los llamados posmodernos. Digámoslo con toda claridad: no hay filosofía sin filósofo y la historia de la filosofía es de ella y de los filósofos, a no ser que pongamos en su lugar un sujeto suprafilosófico, como hizo Hegel con el Espíritu, que hable por ellos y ante cuya palabra sin voz no les queda otra cosa que escuchar como aconsejó el oscuro filósofo de la Selva Negra. Ante los mitos y ante los místicos arrebatos religiosos que no discutimos es urgente rescatar el valor humano de la filosofía, lo que no es, por lo demás, tarea fácil si pensamos en el largo proceso de descentramiento del sujeto que ha caracterizado a la modernidad y que ha concluido, en casos extremos, en el anuncio de la «muerte del sujeto» (Roig, 1996; Mahr, 2000, cap. «Die Moral der Emergenz», p. 171-192). Así, pues, estamos ante una doble tensión: por un lado, afirmarnos como sujetos y, en particular, como sujetos de enunciación de discurso crítico, mas, por el otro, volver la crítica sobre la sujetividad alcanzada. No podemos dejar abandonada nuestra imagen identitaria. Y esta exigencia surge gracias a que se ha instalado la sospecha, y no de ahora, como estado de ánimo y como actitud metodológica. El temple crítico que genera, así como el talante que le es compatible, impulsa a preguntas que académicamente resultan disonantes. Una de ellas, la más escandalosa para los que aún siguen sumergidos en formas de filosofía de la conciencia, es la de plantearnos la cuestión de qué y cómo hay que hacer para que la filosofía —no ya los filósofos— no sea inmoral. Esta inquina contra la perversión moral metida hasta en lo impoluto no es ciertamente nueva, no es fruto del actual estado de corrupción que vivimos, sino que forma parte de aquel programa moderno de descentramiento del sujeto. Ahora bien, una filosofía inmoral supone que existe otra, moral. Nietzsche en 1885 decía:

Todos [los filósofos] aparentan haber llegado a sus opiniones por el desarrollo natural de una dialéctica fría, pura y divinamente imparcial. (…) Todos son abogados que no quieren pasar por tales. Las más de las veces también son defensores astutos de sus prejuicios, que bautizan con el nombre de «verdades».

Y más adelante nos confiesa que

Poco a poco he ido dándome cuenta de lo que ha sido hasta el presente, toda la gran filosofía: la confesión de su autor, una especie de libro de «memorias» involuntarias o insensibles; y me he dado cuenta también de que las intenciones morales o inmorales formaban, en toda filosofía, el verdadero germen vital de donde salía siempre la planta entera (Nietzsche, 1947, párr. 5-6).

¿Cuáles son los alcances de estas confesiones? Pues que la filosofía, cuando es realmente tal, no nace de una dialéctica fría; que es, además, inevitablemente parcial y que aun cuando esa parcialidad se manifieste en la defensa de prejuicios no por eso es necesariamente inmoral o fuente de inmoralidad. ¿Se ha caído con esto en un reduccionismo ético? La cuestión depende de qué cosa entendamos como moral y la función que le asignemos. Por de pronto no se trata, simplemente, de las acciones buenas o malas, o de costumbres observables o permisibles. Es algo más. Lo que está aquí en juego es una concepción del ser y de la vida como fuerza emergente enfrentada a estructuras de civilización organizadas sobre valores opresivos, expresados en códigos. De ahí el inmoralismo como principio de apertura al ser y a la vida. Uno de los temas de mayor fuerza es el de la denuncia de la eticidad —usamos el término en el sentido hegeliano— como deshumanización y contra cuyos valores proponía poner en movimiento una moral de acción:

Hay que ser inmoralista —dice— para hacer moral de acción (…) los medios de que se vale el moralista son los más terribles de que jamás se ha echado mano: el que no tiene el valor para la inmoralidad, de hecho servirá para todo lo demás, pero no sirve para moralista.

Y nos recuerda los grandes inmoralismos de la historia, aquellos en los que «el hombre se ha mostrado en toda su pujanza y poderío y ha tomado repentinamente un carácter eruptivo y peligroso» (Nietzsche, 1947b, párr. 395 y 397).

El filosofar latinoamericano ha mostrado aun en sus formas teóricas una clara vocación práctica y no podría ser entendido en la categoría de saber contemplativo. Pues, podríamos agregar ahora que el espíritu de los textos de Nietzsche que hemos transcripto y comentado, como no podía ser de otro modo, es el mismo de escritores nuestros, como fue, y de modo altamente ejemplar, José Carlos Mariátegui. Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana son la expresión más rotunda de ese despertar de potencialidades humanas y su carácter de literatura moral, con toda la enorme dignidad que lo moral adquiere en estos escritores, es de clara evidencia. ¿Influencias europeas en un escritor que alguna vez se declaró europeizante? Sin duda las hay. Extraño sería que no las hubiera en un mundo en el que somos distintos en tantas cosas, menos en la explotación de los pueblos y la destrucción de la naturaleza. Pero, aun cuando aquel célebre libro abra sus páginas invocando a Nietzsche y nos diga que «Mi pensamiento y mi vida constituyen una sola cosa, un único proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de —también conforme un principio de Nietzsche— meter toda mi sangre en mis ideas» (Mariátegui, 1970, Advertencia), y declare todavía no ser un crítico imparcial y objetivo, una muy mala lectura haríamos de este ejemplar ciudadano de nuestra América si nos quedáramos en la enfermiza y estéril búsqueda de influencias. Aquí no hay tal, se trata de una confluencia. Se trata de expresiones ejemplares de un escritor alemán y de un escritor peruano que surgen de una estructura teórico-práctica equivalente y salvadas por cierto las diferencias, que no ignoramos.

Hacia una moral de los motivos

Pues bien, en esta línea vital de pensamiento y acción, estamos ante una doble tensión: una necesaria afirmación de sujetividad y, a su vez y necesariamente, una no menos ineludible construcción de ese sujeto, como sujeto de enunciación de un discurso crítico y, fundamentalmente, autocrítico.

Hora es ya de que comencemos, pues, a dibujar algunos de los rasgos de este saber práctico-moral, esta filosofía que pretende meter su sangre en sus ideas, al que hemos denominado de emergencia.

En consecuencia, no vamos a establecer como líneas del saber práctico-moral la distinción hecha por teóricos norteamericanos y quienes los siguen, entre universalistas y comunitaristas (Guariglia, 1966, p. 244-252) y estamos de acuerdo con Muguerza (2000, p. 136) cuando afirma que «no todo universalismo necesita ser trascendentalista, ni todo comunitarismo necesita ser contextualista» (p. 136).

Sí nos atendremos a otra distinción que nos parece que responde a un criterio más amplio y conforme a nuestros intereses teórico-prácticos. Una de esas concepciones considera lo práctico-moral como un conocimiento fundado del fin al que debe dirigirse la conducta de los seres humanos, así como de los medios necesarios para alcanzar dicho fin, el que junto con los medios apropiados pueden y deben ser deducidos de la naturaleza humana; y frente a esa concepción, otra, con una tradición no menos fuerte, que entiende a aquel saber como el conocimiento del impulso o de los impulsos de la conducta y de la ordenación o, si se quiere, codificación, de esa conducta conforme con ellos.

No se trata, pues, de deducir de una naturaleza humana necesaria un bien supremo y realidad perfecta a la que aspira nuestro ser para lo cual ha sido creado, sino partir de una experiencia moral del motivo o de los motivos o impulsos sobre los que se intentará regular nuestra conducta. Dentro de esta segunda comprensión de lo práctico-moral cabría hablar de una condición humana y, desde ya, digamos que si para Heidegger la realidad humana se pone de manifiesto de modo pleno en lo que él caracteriza como ser para la muerte, no hay muerte si no se da la condición de vida desde la cual se vive culturalmente la muerte.

El conatus de Spinoza

Dentro de esta moral de los motivos se encuentran, en la Antigüedad, el venerable Epicuro y, entre los modernos, Spinoza, a quien necesariamente debemos nombrar primero, a más de Rousseau, Kant, Nietzsche y Marx. Y dentro de nuestro mundo hispanohablante hemos de citar a José Martí, Miguel de Unamuno, José Carlos Mariátegui, de quien ya nos ocupamos, y, en fin, José Ortega y Gasset. Notable es la vitalidad de Baruch Spinoza entre los modernos. Nietzsche (1953), hablándonos de los filósofos con los que ha tenido que conversar a lo largo del camino, comienza citando a Epicuro y Montaigne y, luego, entre otros más, a Goethe y Spinoza (p. 159). Ortega y Gasset (1946) dirá, a propósito de esta cuestión de una moral de motivos y no de fines, que «Kant nos ha disciplinado y ya no caemos en la ruda metafísica de las causas finales, de un fin último que sea una cosa» (tomo I, «Algunas notas», p. 115). El mismo Ortega y Gasset nos recuerda la potente presencia de Spinoza en los grandes escritores alemanes del Sturm und Drang, entre ellos Goethe, y sugiere que

acaso pudiera comprobarse que la gloria refulgente puesta en torno de su nombre [el de Spinoza], el lugar que se le ha asignado entre los excelsos promotores de la cultura débelo (…) al poder de educar poetas que yacía en su visión del universo (cap. «Panteísmo», p. 463).

¿Y qué diremos de la simpatía profunda que hay entre dos escritores cuyo estilo no podía ser más desencontrado, pero cuya pasión bullía en uno y otro con no menor agitación? La lección que le da Spinoza a Unamuno —que de ellos estamos hablando—, «ese pobre judío desesperado de Ámsterdam», autor de «esa formidable tragedia que es su ética», «desesperado poema elegíaco», es justamente la del conatus.

Quiere decirse —comenta Unamuno, de quien son las apasionadas valoraciones que hemos transcripto— que tu esencia, lector, la mía, la del hombre Spinoza, (…) la del hombre Kant y la de cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir (1941, p. 85-86).

En los años 1953 y 1954 hicimos un curso de lectura de la Ética con Ferdinand Alquié, en la vieja Sorbonne. Años más tarde, recordando esas lecciones semanales en nuestros cursos en Quito, a fines de los ochenta, comentamos aquella fundamental noción de conatus, la que luego incorporamos en las páginas de nuestro libro Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano (1981). No estará de más que, puestos más allá del encubridor more geometrico, lo mismo que Unamuno y que Ortega, nos ocupemos aquí, otra vez, del tema.

Pues bien, en el Escolio de Ética IV, 18 se nos habla del «deseo de la propia conservación» (conatus) que hay en todo ser y que despierta lo que para los seres humanos se nos da como el sentimiento de amor a sí mismo. No se trata, sin embargo, de una simple voluntad de perseverar en el ser en cuanto que aquel amor no sería pleno si no fuera también una apetencia que impulsa a una perfección más grande. Perseverar en el ser, mas hacerlo cada día más plenamente. La virtud consiste, pues, en el esfuerzo necesario para nuestra conservación, lo que nos asegura la posibilidad de alcanzar la felicidad. Mas he aquí que este amor de sí mismo no será alcanzado jamás, entre los entes, como cuestión individual. Nuestro entendimiento sería imperfecto si el alma estuviera sola y no conociera nada de ella. En efecto, hay muchas cosas que acuerdan con nuestro ser y que por eso nos son valiosas y que es necesario apetecerlas tanto como a nosotros mismos. Y entre ellas, una, preeminente, que son los otros seres humanos. En este momento, Spinoza enuncia su célebre apotegma Homini igitur nihil homine utilius, «Nada hay más valedero para el hombre que el hombre mismo». Aclaremos en este momento que utilis no se reduce meramente a útil, en cuanto también significa bueno, saludable, valedero. Aclaremos también que no se trata de una mera comunidad de yoes trascendentales, sino de seres humanos concretos que se unen anímica y corporalmente, con lo que el otro es, para el varón la mujer, y para esta el varón, los que han de buscar todos juntos unidos en cuerpo y alma la utilidad común. Y, en fin, los seres humanos que participen de esta razón, de este modo de ver y de vivir y se dejen conducir por ella «no apetecen nada para ellos mismos, si no desean también todo para todos los otros y son de este modo justos, de buena fe y honestos». ¿Qué pasa con el placer? Pues, que lo placentero, que acompaña a la felicidad, no es excluido del deseo de conservación, por lo que el principio supremo, el amor de sí mismo, con los alcances que le da Spinoza, se comporta, además, como criterio ordenador y de sentido.

Ahora bien, otros son los aspectos de importancia en la noción de conatus. Ya habíamos notado en aquel texto que mencionamos que no era un impulso exclusivo del ser humano y, dentro de la humanidad, del varón. El conatus es para Spinoza absolutamente universal, lo que le permite abrirse, tal como vimos, a la corporeidad, ignorada por los racionalistas de la época, mas también a los demás seres, en particular, a los vivos. El conatus tenía como un lejano antecedente un tema fecundo que hemos estudiado en los estoicos, la oikéiosis, en particular en lo que se refiere a los seres vivientes en general.

El a-priori antropológico

Lógicamente que el impulso del que nos habla Spinoza no todos los seres humanos lo llevan adelante en los términos plenos en que él los expone. Hay modos inauténticos de afirmación, motivo por el cual esta ética no es ajena a situaciones conflictivas como sucede con cualquier tipo de propuesta moral, sea ella sobre el concepto de fin o sobre el de motivos. Y no otra cosa ocurre con aquella pauta que habíamos señalado en Kant, anterior al sujeto trascendental y que deriva, según nuestra tesis, del sujeto real histórico kantiano, pauta a la que dimos el nombre de a-priori antropológico, retomada luego por Hegel y enunciada como una exigencia de tenernos a nosotros mismos como valiosos. Frente a los principios de los dos filósofos alemanes el conatus spinoziano tiene la virtud de ponernos de modo expreso sobre la problemática del fundamento de toda moralidad, sin renunciar a lo universal a pesar de su materialidad y sin caer en una hipóstasis del sujeto. Así, pues, el a-priori antropológico expresaba en Kant la existencia disimulada de un sujeto no trascendental sino empírico, histórico; en Hegel, poniendo nosotros entre paréntesis lo ontológico, un sujeto que para conocer el mundo se ponía en un acto de afirmación de sí mismo, comenzando por el reconocimiento del valor de la subjetividad y de su autoconocimiento como hechos históricos. Que esa subjetividad quedara luego negada por una objetividad faraónica, como la llama Ortega, era cuestión que no corría ya por nuestra cuenta.

La moral emergente tiene como trasfondo último aquel perseverar en el ser del que hablaba Spinoza, quien veía en la naturaleza entera, incluyendo en ella lo humano, un nexo unitario, aun cuando en él ajeno a una comprensión histórica. El ser humano —dijo— no es en la naturaleza «un imperio dentro de otro imperio» (1953, Tomo II, cap. «De origine et natura affectorum», p. 241-242). Sobre esa inclinación o sobre ese motivo radical compartido con la totalidad de los entes tomó cuerpo para nosotros la figura del a-priori antropológico que nos permitió distinguir el juego de aquella autoafirmación desde el marco específico histórico-social del ser humano, con lo que, lógicamente, desechamos el escaso margen de lo contingente, tal vez ninguno, característico del marco originario de la idea de conatus, su a-historicismo, así como también el encuadre ontológico desde el cual se hizo el planteo hegeliano.

Ya vimos cómo en los textos de la Ética de Spinoza surge, a pesar de su racionalismo, cierta valoración activa de la naturaleza en general y de la corporeidad en particular, en función de aquel perseverar en el ser, tal como define al conatus.

Pues bien, no comentar en este momento la suerte corrida por esa naturaleza y, en particular, la corporeidad propia de los humanos y, junto con este asunto, la cuestión de las necesidades tal como surge de las páginas de la Crítica de la razón práctica no es posible. Y esto nos parece, además, de inevitable consideración particularmente si deseamos rescatar la valiosa fórmula del imperativo categórico en la que se habla de los seres humanos primariamente como fines, así como la no menos valiosa categoría de dignidad que implica. Digamos, anticipando conclusiones, que el conatus, como principio universal, excede los planteos kantianos y obliga a su reconsideración.

Una patología de lo moral

Todo gira alrededor de un principio que para Kant es el eje absoluto del saber práctico-moral, la autonomía de la razón sobre la cual se funda lo que denomina naturaleza suprasensible. Y, a propósito de los seres humanos, es inevitable hablar de otra naturaleza, la sensible, realidad empírica en la que dependemos —como sucede en la naturaleza en general— necesariamente de leyes respecto de las cuales no somos libres, como les sucede a las restantes cosas y seres naturales (Kant, 1939, cap. 1, par. 1, «De la deducción de los principios de las cosas bajo leyes»).

Debemos, pues, subrayar la absoluta heteronomía de los entes de la naturaleza y con ello la imposibilidad de pensar en alguna idea que pudiera aproximarse a la de natura naturans tomada por Spinoza de la tradición renacentista y que se encuentra implícita en la idea de conatus. Frente a la comprensión de una naturaleza que se mueve en el ámbito de un mecanicismo abiertamente antivitalista, Herder (1959), lector de Spinoza, afirmará que

todo ser viviente goza de su vida; no pregunta ni cavila sobre el por qué de su existencia; su existencia es su mismo fin y su fin la existencia… Este simple, profundo e insustituible sentimiento de la existencia es, pues, la felicidad (Libro VII, cap. 5, p. 253).

Mas, no solo es imposible, según piensa Kant, atribuir a todos los entes un deseo de perseverar en el ser sino que entre el ser humano y la naturaleza se establece un dualismo profundo que acaba afectando a la propia realidad humana. Precisamente en relación con esto han de ser evaluadas las tesis kantianas sobre las necesidades y las inclinaciones, ligadas ambas a aquella corporeidad.

¿Qué es, pues, la necesidad? «No es —nos dice— cosa de la razón práctica» en cuanto no tiene un fundamento a-priori, sino que es cosa meramente física que nos es impuesta por nuestra inclinación y, como lo veremos, las inclinaciones son, salvo algunas, todas patológicas. Así, pues, por un lado, se hacen depender las necesidades de lo puramente fisiológico, con lo que se concluye su radical heteronomía y cuando pretende argumentar por qué no son universales se dice que no habría nada más privado que la variable opinión que se tiene de ellas.

En qué haya de poner cada cual su felicidad —dice— es cosa que depende del sentimiento particular de placer y dolor de cada uno, e incluso en uno y el mismo sujeto, de la diferencia de necesidades según los cambios de ese sentimiento (Kant, 1939, Libro I, cap. 1, par. 2, teorema 2, observación 2 [Que la felicidad depende del sentimiento particular de placer y dolor]).

Así, pues, las necesidades a las que se refiere Kant son las de los humanos satisfechos, no la de los necesitados. Y por eso puede declarar que la felicidad es un principio absolutamente contingente que en distintos sujetos puede y debe ser muy distinta y no puede ser principio de una ley moral. De este modo reduce las necesidades a las de la sociedad burguesa y cae en una total insensibilidad respecto de las necesidades sociales primarias. El hambre, absurdamente, es algo tan contingente como los caprichos de la moda. A esto agreguemos la doctrina patológica de lo que denomina facultad inferior de desear, esto es, el conjunto de inclinaciones humanas de origen manifiestamente orgánico, con lo que el ser humano queda dividido en dos: una parte enferma (patológica) y otra sana; por un lado, las inclinaciones y, por el otro, la razón pura práctica. Pues esta cuestión de lo patológico no es asunto accidental en la Crítica de la razón práctica, la atraviesa de parte a parte a lo largo de todo el texto y es uno de sus ejes teóricos. Si tenemos en cuenta que ya Galeno entendía la pathologiké téjne como el arte de curar enfermedades, no nos puede caber duda alguna de los alcances que Kant le da a este hecho por el cual somos mitad enfermos (aunque algunos, curables), y mitad sanos, aun cuando según parece no todos totalmente.

Mas, como anticipamos, no todas las inclinaciones y deseos son patológicos, hay algunos que se salvan de achaques y gozan de salud. ¿Y cuáles son? Pues todos los que le sirven a la voluntad en su función de poder represivo. En efecto, para mantener su pureza la razón práctica ante un deseo que surge de causas subjetivas ha de poner en juego su derecho de resistencia y ejercer la compulsión o coacción; pero ¿estas dos funciones gozan de la misma pureza que la razón? ¿No corren el riesgo de ser enfermizas? Kant no encuentra difícil la respuesta: «El sentimiento que surge de la conciencia de esa compulsión no es patológico»; pero no basta, todavía hay más: el ser humano «no puede nunca estar enteramente libre de deseos e inclinaciones», por lo que resulta indispensable la constricción moral; y, por si fuera poco, no solo es indispensable la coacción, además la subjetividad —ese mismo monstruo que habrá de combatir Hegel— ha de ser humillada y si bien el desagrado que causa la humillación es patológico, sin embargo, desde el punto de vista de la razón esa humillación aparece como respeto, el que, paradojalmente, no es patológico (Kant, 1939).

Fácil es darnos cuenta en qué sentido estas lamentables dicotomías de lo puro y lo impuro, lo sano y lo enfermo, inciden sobre los alcances del imperativo categórico enunciado atendiendo a la relación medio-fin así como sobre la noción de dignidad. Hannah Arendt en su libro La condición humana (1993) acusa a Kant de haber fundado su moral sobre el principio de Protágoras según el cual el hombre es la medida de todas las cosas. La afirmación de la dignidad humana como aquello que no se vende en cuanto es fin y no solamente medio conduce a la «pérdida de valor intrínseco» de los demás entes, los que son degradados reduciéndolos a «simples medios, despojándolos de su independiente dignidad» (p. 174-175). Pues bien, si nos atenemos al sentido que tiene el principio spinoziano, es posible pensar la naturaleza como un conjunto infinito de infinitas cadenas de medios y fines, que surgen de aquel deseo de perseverar en el ser absolutamente de todo ente y nos permite afirmar que hay modos específicos y analogados de la dignidad en relación con esas cadenas. Con lo dicho, pues, el principio del valor intrínseco del ser humano no es excluyente respecto de la intrinsicidad del valor propio de todo ser vivo. La dignidad sería el modo como los seres humanos practican la oikéiosis, es decir, en la medida en que no supone derechos de destrucción y degradación de la naturaleza.

La doctrina de lo patológico tiende a quebrar la inserción del sentimiento en el deber, lo que es paralelo con la tajante separación de razón y naturaleza, de lo trascendental y lo empírico. Para concluir digamos que los imperativos pueden ser sostenidos sin necesidad de una conciencia trascendental o de una conciencia moral absoluta. Las máximas, en verdad, no son incompatibles con los motivos materiales como pretendía Kant. La patologización de los deseos y de los impulsos, salvo aquellas excepciones que señalamos, supone un proceso de satanización de la corporeidad. En fin, regresando una vez más a la cuestión del a-priori antropológico diremos que no solo parte de una crítica de una razón impura —crítica de las ideologías, psicoanálisis, teoría crítica, arqueología, en el sentido de Foucault, etc.— sino que no supone la contraposición excluyente entre sujeto nouménico y sujeto fenoménico. En Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano afirmamos que hay formas a­ priori de la razón, pero que no son las kantianas, radicalmente ahistóricas, y todos aquellos que añoran la apodicticidad del maestro de Königsberg corren el riesgo de ser sospechados de absolutismo y dogmatismo.

Horkheimer y Adorno, bajo el impacto de dos de los acontecimientos más atroces de la historia humana, Auschwitz e Hiroshima, lanzaron su denuncia contra la razón ilustrada en su conocido y no fácil libro Dialéctica del Iluminismo (1969), y creyeron ver el antecedente moderno más claro de ella en la Ética de Spinoza. El impulso de perseverar en el ser les pareció la «verdadera máxima de toda la civilización occidental» con toda su carga de irracionalidad que ha caracterizado al principio de autoconservación de la conciencia burguesa. Sin negar las conexiones que se pueden establecer dentro del complejo universo del racionalismo moderno, creemos, con Enrique Dussel, que ambos autores han caído en este caso en un reduccionismo que resuelve toda racionalidad en una sola, la razón instrumental, aun cuando reconocen, más adelante, que en toda gran filosofía se encuentra una utopía —y esto lo entendían como un rasgo positivo— encerrada «como en un capullo» (Horkheimer y Adorno, 1969, p. 145).

Hemos de decir ahora que el a-priori antropológico es además un principio constructivo, por cierto que no en el sentido del idealismo trascendental, sino en el del ordenamiento de la conducta, superado definitivamente el antagonismo entre el deber y las inclinaciones. La moral de la emergencia parte, pues, de un expreso rechazo de toda filosofía de la conciencia y, junto con ella, de los trascendentalismos sobre los que ha sido formulada.

Raíces de una posición

No estará de más que digamos dos palabras sobre la crisis del sujeto moderno a la que ya nos hemos referido. Nietzsche, Marx y Freud, y, en nuestros días, Ortega y Gasset como vimos y destacadamente Heidegger, acumularon denuncias contra ese sujeto que había alcanzado su expresión más acabada en el ich denke kantiano. Algunos de los que militaron dentro de la filosofía latinoamericana de la liberación, la crisis la heredaron de lecturas de Heidegger; a estos, entre ellos Enrique Dussel, les «fue posible la superación del Heidegger de Ser y tiempo» gracias al encuentro con la obra de Levinas (Dussel, 1998, p. 359; Guadarrama González y Pereliguin, 1998, p. 209-247); no faltó, por cierto, quien intentara convertirse en un Heidegger paralelo, intérprete americano del ser a partir de un Dasein terrícola (Koza, 1999, p. 199-205). En nuestro caso, aquel rechazo de la filosofía de la conciencia y con ella del trascendentalismo kantiano tuvo su origen, en parte, en la categoría sartreana de existencia, pero principalmente en las lecturas de La ideología alemana, así como en la Introducción general a la crítica de la economía política. En la primera obra, Marx y Engels (1970) nos dicen: «No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia» (p. 26 y 41); y, en la otra obra, Marx (1970) repite, casi con las mismas palabras: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino por el contrario, el ser social el que determina su conciencia» (p. 35-36). Principios ambos con los que se señala el fin de la filosofía de la conciencia, mas siempre dentro de una concepción del ser humano como activo, responsable y capaz, según su condición, de transformar el mundo: «Las circunstancias —citamos otro texto de la Ideología— hacen al hombre en la medida en que este hace a las circunstancias», afirmación radicalmente antideterminista que también podemos ver expresada en las Tesis sobre Feuerbach en donde se critica la teoría materialista del filósofo, acusándole de haber olvidado el que las circunstancias las hacen cambiar los hombres. En La sagrada familia dicen Marx y Engels que «si el hombre es formado por las circunstancias, se deben formar humanamente las circunstancias» (1981, p. 149). Con estas afirmaciones es evidente que el problema de la conciencia no quedaba todavía resuelto, pero sí colocado en el lugar desde el que se debe preguntar por él. No debemos olvidar lo que nos decía Adorno (1973): «Hoy día (…) la determinación de la conciencia por el ser se ha convertido en un medio de escamotear toda conciencia que no esté de acuerdo con la existencia» (p. 221).

Trataremos de avanzar algo más en el señalamiento del perfil del a­ priori antropológico y, en particular, del sujeto que lo ejerce y puede ser considerado, eventualmente, como sujeto de emergencia. En Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano (1981) decíamos que aquel a-priori es el «acto de un sujeto empírico para el cual su temporalidad no se funda, ni en el movimiento del concepto, ni en el desplazamiento lógico de una esencia a otra» (p. 12; Pérez Zavala, 1999, p. 115-154; Mahr, 2000, p. 95-98). No hay, pues, cabida para una estructura trascendental idealista, se trata de un existir fáctico, individual y colectivo a la vez y no ajeno a ciertos trascendentales que surgen de la misma experiencia en un juego al que hemos llamado de a-posterioridad-a-prioridad. La comprensión de la vida humana como empiricidad o existencia fáctica facilita la superación de la contraposición conciencia-­mundo, así como abre las puertas para una presencia de la corporeidad a través del universo complejo de los impulsos, superados los prejuicios kantianos que veían en ellos manifestaciones patológicas. A propósito de la categoría de mundo que acabamos de mencionar y desde la perspectiva de los textos de Marx y Engels que venimos de citar, ese mundo o circunstancia posee una fuerte textura social que no es, precisamente, lo que aparece en el análisis heideggeriano de mundanidad del mundo y de quienes le han seguido en esto.

Al tratar Heidegger el tema citado se plantea la cuestión del «ser de los entes que hacen frente en el mundo circundante». Mas, he aquí que ese mundo no va más allá de la habitación en la que escribe el filósofo. Benjamin y Adorno han señalado el valor metafórico que tiene explicar el mundo sin traspasar los límites del cuarto. Los entes con los que se topa, útiles les llama, no van más allá de la página en la que está escribiendo y, con dificultad, llegan a las puertas de la habitación: la lapicera, la tinta, el papel, la carpeta, la mesa, la lámpara, las ventanas, las puertas, en fin, el aposento. ¿Cómo queda todo encerrado en el cuarto? Pues reduciendo toda relación con los útiles a sus valores de uso y haciendo abstracción de los valores de cambio, reducción que permite que todo quede en la intimidad del boudoir. Se subraya lo íntimo y se desplaza lo público y, en verdad, no podía ser de otro modo, pues, la afirmación del status quo es inherente a esta mirada ontológica así como a los alcances que se le da a la descripción fenomenológica (Buck-Morss, 1981, cap. «Decodificando a Kierkegaard, la imagen del "interior" burgués», p. 235-248; Heidegger, 1951, cap. III, par. 15, p. 80).

Mas, la desocialización se muestra en otras actitudes. También se lo hace degradando ciertos niveles sociales, que quedan afuera, sin tener la suerte de los útiles que quedan dentro. Concretamente nos referimos aquí otra vez a la cuestión de la autenticidad e inautenticidad