La universidad hacia la democracia - Arturo Andrés Roig - E-Book

La universidad hacia la democracia E-Book

Arturo Andrés Roig

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Arturo Roig escribió este libro a partir de una premisa: la pedagogía universitaria no existe aún en nuestro país organizada como disciplina. No hay consideraciones sistemáticas, orgánicas, de las ideas respecto de la reforma que debería producirse. En esta obra el autor se propone hacer un aporte para revertir la situación mediante una propuesta pedagógica para la Universidad Argentina y Latinoamericana, encaradas ambas desde los ideales de una vida democrática. La obra ofrece, también, una historia de la universidad, que es una expresión viva de años de lucha y compromiso, en la tierra natal del autor y en los variados escenarios del continente. La universidad hacia la democracia resulta, entonces, un texto que no solo no podrá ser obviado cuando se intenten balances de nuestros esfuerzos educativos, sino que, además, es de lectura obligatoria para todos los que tengan que ver con la enseñanza en la universidad.

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Arturo Andrés Roig

LA UNIVERSIDAD HACIA LA DEMOCRACIA

Bases doctrinarias e históricas para la constitución de una pedagogía participativa

Con prólogo de Daniel Prieto Castillo

Roig, Arturo Andrés

La universidad hacia la democracia: bases doctrinarias e históricas para la constitución de una pedagogía universitaria / Arturo Andrés Roig. – 2ª ed.– Mendoza: EDIUNC, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-950-39-0401-5

11. Filosofía General. 2. Educación. 3. Pedagogía. I. Título.

CDD 378.001

La universidad hacia la democracia

Bases doctrinarias e históricas para la constitución de una pedagogía participativa

Arturo Andrés Roig

COLECCIÓN ARTURO ROIG

Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo

Primera edición digital, Mendoza 2024

ISBN 978-950-39-0401-5

Dirección: Javier Piccolo

Corrección: Gonzalo Córdoba

Diseño y digitalización: María Teresa Bruno y Leandro Vallejos

Tipografía Alegreya ht, de Juan Pablo del Peral

© EDIUNC, 2024

https://ediunc.uncuyo.edu.ar/

[email protected]

v.1.0

Índice

Prólogo de Daniel Prieto Castillo

Arturo Roig: el optimismo y la esperanza pedagógica

I.Hablemos, ya, de pedagogía universitaria

II.Universidad y región

Algunas preguntas a propósito de las relaciones de la UNCUYO con su medio, con motivo del XXX aniversario de su fundación (1969)

III.Las vías para un reencuentro generacional

IV.Hacia una vocación universitaria nacional y latinoamericana

V.Los métodos pedagógicos y su inserción en la vida

A propósito de la nueva pedagogía latinoamericana

VI.En el año de Rodó

Su mensaje para la juventud de América

VII.Educación y dependencia

Las relaciones educativas desde el punto de vista de una pedagogía de la liberación

VIII.Un proceso de cambio en la universidad argentina actual (1966-1973)

La explosión universitaria argentina

El plan de las «Nuevas Universidades»

La crítica al plan de las «Nuevas Universidades»

El viejo sistema de cátedras

El sistema de cátedras dentro del sistema de departamentos

El proceso de cambio en la universidad sobredimensionada

Las nuevas experiencias pedagógicas de sentido social y nacional

IX.Un experimento de pedagogía universitaria participativa: el ensayo de los años 1973-74 en Mendoza

X.Los ideales bolivarianos y la propuesta de una universidad latinoamericana continental

La propuesta de Francisco Bilbao

La propuesta de Julio R. Barcos

Bases de la Universidad de la Cultura Americana (UCA)

XI.Deodoro Roca y el Manifiesto de la Reforma de 1918

Algunos datos sobre la vida de Deodoro Roca

El Manifiesto de 1918: sus antecedentes en el Río de la Plata

Del Manifiesto de 1918 a su interpretación

La primera interpretación de la Reforma cordobesa: la «Exposición» de Deodoro Roca, de 1918

Hacia el abandono del juvenilismo, el telurismo y el reformismo

XII.La reforma universitaria en los países hispánicos y las ideas pedagógicas de Francisco Giner de los Ríos

Preliminares

La Reforma ecuatoriana (1853)

La Reforma española (1868)

La Reforma argentina (1918)

Las ideas de Francisco Giner de los Ríos

XIII.Sentido y arquitectura de la universidad

Preliminares

Palabras originarias

Profesionalismo y cientificismo: negación de la universidad

El punto de arranque: el sistema de ideas generales

¿Producir ciencia o formar seres humanos?

Exclaustración y arquitectura

Arquitectura y misión continental

Civilización y barbarie en la universidad

Niveles arquitecturales, metalenguajes y traducción

Las humanidades, clave de bóveda del edificio universitario

El sector creativo y sus desplazamientos

Creatividad y función crítica

XIV.La universidad en el año 2000

La entrada al tercer milenio. ¿Una nueva Restauración?

Los triunfalismos de nuestros días y la globalización

El pecado de conocimiento y los fundamentalismos

Resistencia, emergencia y democracia

El estallido del mercado total

¿Qué hacer con nuestra universidad?

XV.Ciencia, tecnología y humanismo

XVI.Filosofía y universidad

APÉNDICES

Diálogo sobre la vida universitaria

Una trayectoria intelectual. Entrevista con Arturo Andrés Roig

Sujetos, disciplina y currículum

Para el porvenir de la universidad

Escritos del autor sobre pedagogía, pedagogos y universidad

 

Bibliografía

Dos palabras

 

Todas estas páginas que tal vez recorras, lector, expresan una entrega y una pasión, iniciadas ambas cuando aún no doblaba el siglo, allá por 1940. Ellas son testimonio de los ideales desde los que con Irma Alsina, mi esposa y compañera de sueños y esperanzas, hemos mirado el mundo y, sobre todo, este, el de nuestra América.

PRÓLOGO

Arturo Roig: el optimismo y la esperanza pedagógica

«Hemos vivido momentos en que creíamos que la historia nos estaba pasando por encima. Sin embargo, no hemos perdido ese optimismo, es un optimismo, diría yo, recalcitrante, un optimismo a pesar de todo que se apoya, a lo mejor, en cosas muy simples, en el hecho de que seguimos viviendo, de que podemos seguir luchando, de que se pueden seguir diciendo las cosas que se piensan… No hay nada, desde el punto de vista científico y epistemológico, que me pueda probar a mí que las oportunidades se han terminado».

Son palabras de Arturo Roig tomadas de una entrevista que le hizo Javier Pinedo de la Universidad de Talca. Si comienzo por ellas es porque la obra toda, y la vida toda, de nuestro querido amigo se ha sostenido siempre en ese recalcitrante optimismo que traducimos aquí con otras palabras: una recalcitrante, preciosa esperanza. Cuando a uno la historia parece pasarle por encima es posible que orille en algún momento la desesperación, pero hay un aliento vital, ese optimismo, que no permite abrir los brazos a la desesperanza.

Mi relación con Roig comenzó a los 19 años, cuando cursé con él Filosofía Antigua, hacia 1963. Pero lo conocía desde antes, desde los 14 años por lo menos, cuando lo veía entrar día tras día a la Biblioteca San Martín (donde viví parte de mi adolescencia) para pasarse horas inclinado sobre colecciones de diarios. Por entonces se apropiaba con tenacidad de la historia y de la cultura mendocinas y, a la vez, incorporaba a su reflexión y a su práctica educativa la filosofía antigua. Raíces cercanas y raíces profundas, que de ellas nos nutrimos los seres humanos.

Pero vuelvo a mis estudios de filosofía. Por entonces, trabajaba yo de maestro en Lavalle y andaba a la búsqueda de alternativas pedagógicas. Algo sucedía en ese primer encuentro. Arturo Roig daba sus clases, verdad, pero, a la vez, nos iba abriendo espacios para la palabra, no la que reitera lo dicho por otros, sino la nuestra. Un buen día me encontré opinando sobre el estilo de Platón, sobre sus juegos casi retóricos con la palabra, sobre su tremenda dimensión poética y terminé rindiendo la materia arrancando del Parménides y terminando en El Sofista.

Eran los tiempos de la facultad en el edificio de calle Las Heras. Como no nos habían tocado los alientos ni los desalientos de fin de siglo, vivíamos construyendo día a día, embriagados de futuro y de optimismo.

En 1964, como tarea paralela a los cursos de la carrera, Roig invitó a un grupo de estudiantes a un seminario sobre textos de Platón. La palabra era esa: seminario. Hicimos, a lo largo de meses, un ejercicio de interpretación de textos desde nuestro tiempo y desde una percepción de la historia. Un año más tarde vino otro seminario, esta vez sobre la Filosofía de la historia de Hegel, con el cual pudimos recrear el enorme aporte de ese filósofo a nuestro pensar.

Cuando releo en este libro un texto que conocí en el original, «Hablemos de pedagogía universitaria» (1967), recupero lo que fueron aquellos encuentros: «La pedagogía universitaria es la conducción del acto creador, respecto de un determinado campo objetivo, realizado con espíritu crítico entre dos o más estudiosos, con diferentes grados de experiencia respecto de la posesión de aquel campo».

Y la base de esa pedagogía es, en las ciencias sociales y las humanidades, el seminario, espacio de encuentro en el que la transmisión de información cede paso a la construcción de saber. Me interesa subrayar lo de «con diferente grado de experiencia respecto de la posesión de aquel campo». Las palabras son preciosas porque quien atesora mayor experiencia es quien conduce el acto creador. El mayor grado de experiencia no se lo regalan a nadie. Supone una tarea de apropiación de ese campo, y de otros, para estar en la posición de conducir el acto creador. Primera exigencia a una pedagogía y a un pedagogo: ampliar siempre su cultura, no dejar de indagar, de crecer en su campo.

Muchos años más tarde de aquellos encuentros, a partir de la propuesta de mediación pedagógica que hicimos en 1991 con Francisco Gutiérrez, hablé de la necesidad de mediar con toda la cultura. Digámoslo por la negativa: cuando más estrecha es la apropiación, la recreación y la creación cultural de un educador más desarmado está para conducir un acto creador.

He visto crecer a Arturo Roig con un vigor sin márgenes desde 1963 hasta la fecha. Esa expresión se usa para los niños, pero vale también, y de manera exacta, para la comprobación de un crecimiento intelectual y cultural que arranca en las raíces cercanas y profundas y se abre sin pausa a las que nos sostienen desde América Latina.

Si nuestros seminarios de estudiantes se nutrían ya de una mediación cultural amplia, los de hoy (Roig no abandonó nunca ese recurso pedagógico) permiten poner en juego una sabiduría cimentada en la propia obra y en el constante diálogo que nuestro amigo mantiene a escala continental.

El seminario no se improvisa, requiere de la tensión entre quien conduce, los textos y los contextos tratados y la creación de quienes vienen a él para aprender y aportar lo suyo. Ni el igualitarismo mal entendido ni una palabra sacralizada. El diálogo, entonces, con lo que cada quien puede volcar en él.

Y si la pedagogía universitaria requiere de una experiencia semejante, su otra base es la confianza en el otro, en quien llega con la voluntad de aprender y de crecer. No son casuales en este libro (y en la trayectoria intelectual de Roig) los textos dedicados a insistir en el papel de los jóvenes en su propia educación.

Por eso, planteará nuestro autor desde toda su vida intelectual la necesidad de acercarse a los jóvenes, de dejar de lado la actitud paternalista, de tratarlos como ciudadanos, de deponer desconfianzas y abrirse a sus inquietudes, de permitirles expresarse y no tener miedo a lo que expresen.

En 1973 escribía Roig su artículo «Las relaciones educativas desde el punto de vista de una pedagogía de la liberación», en el que distingue una filosofía de la mismidad (el padre o el educador entendidos como modelos inmodificables, como una totalidad a repetir) de una filosofía de la alteridad, caracterizada por una pedagogía activa. Si la pedagogía no puede ser pensada sin la filosofía, hay que preguntarse siempre desde qué filosofía la pensamos. Y ello significa el reconocimiento de un pensar que permite el crecimiento y la palabra del otro. De lo contrario caemos en una pedagogía de la imposición, en la que importa solo repetir lecciones y modelos.

El filósofo pedagogo, cuando lo es, logra una maravillosa conjunción entre el pensar y el actuar. Si uno crea obra y a la vez la enseña, y si esa obra se orienta a abrir alternativas para apropiarse del contexto y crear y recrear la propia cultura, lo más coherente es que la pedagogía basada en aquella se oriente a ofrecer el espacio y el ambiente para que el aprendizaje sea construcción de cultura y de uno mismo. Arturo Roig plantea que la clave de una propuesta semejante es la lucha contra la alienación y en favor del crecimiento espiritual y material del hombre.

Un filósofo pedagogo, la historia lo muestra insistentemente, arriesga siempre una propuesta política. Roig arriesgó la suya en 1973-74 como secretario académico de la Universidad Nacional de Cuyo, en tiempos que preludiaban años terribles para nuestro país. Política universitaria, política al fin, a través de una propuesta de organización de la educación superior en unidades pedagógicas con corresponsabilidad de docentes y alumnos por el proceso de enseñanza-aprendizaje, en la búsqueda de la ruptura de los límites de la cátedra tradicional, de la integración de docencia, investigación y servicio y del logro de la interdisciplinariedad.

La experiencia duró poco, pero sus consecuencias para quienes participamos en ella se extendieron por años. Arturo Roig fue privado de su cátedra, incorporado a listas negras y condenado al exilio.

Diría así nuestro amigo años más tarde, refiriéndose a los partícipes en aquel proyecto: «el nivel incuestionable de quienes fueron expulsados y perseguidos por gentes que consideraban que los viejos ideales de la escuela activa, remozados con el despertar de una generosa defensa de lo propio, eran parte de la subversión».

Fueron los tiempos en que la vida parecía pasarnos por encima. Compartimos con Arturo Roig los primeros años del exilio en México, nos unimos para combatir palmo a palmo la desesperanza.

No escribo estas líneas para reconstruir la historia. Recuerdo solo que de México pasó a Ecuador, donde con un equipo de jóvenes estudiosos de ese país produjo una verdadera revolución en el estudio del pensamiento, tanto por el rescate de quienes forjaron la cultura como por la labor de interpretación y de recreación. Luego la justicia de nuestro país le devolvió su cátedra y regresó a Mendoza en 1984, donde lleva más de doce años en una labor plena de vigor y de entusiasmo.

De la lectura de este libro rescato la continuidad de un esfuerzo y la coherencia con un pensar y un proceder pedagógico a lo largo de toda una trayectoria intelectual. No es casual que continúe Roig trabajando a través del seminario, ofreciendo ese espacio para la formación de jóvenes venidos de distintas ramas de la ciencia. Tampoco lo es que mantenga su actitud crítica y su constante lectura de la realidad contemporánea, manifestada en artículos, libros, conferencias y en la participación en encuentros nacionales e internacionales.

Y el objeto de reflexión y la crítica se refleja en esta obra en el abordaje a la cuestión universitaria, a través de la recuperación de antecedentes de aquellos a quienes tanto debemos, en artículos como «Los ideales bolivarianos y la propuesta de una universidad latinoamericana continental», «Deodoro Roca y el Manifiesto de la Reforma de 1918» y «La reforma universitaria en los países hispánicos y las ideas pedagógicas de Francisco Giner de los Ríos», para rematar en dos materiales que muestran todo su vigor en el terreno de las ideas: «Sentido y arquitectura de la universidad» (1989) y «La universidad en el año 2000», conferencia pronunciada con motivo de la ceremonia de entrega del doctorado honoris causa por la Universidad Nacional de Río Cuarto. En el primero, nos dice que la universidad es el conjunto de los docentes y estudiantes y el conjunto de los estudios; valen igual los estudiosos como los estudios. En el segundo, Roig muestra toda su comprensión de los tiempos que corren al denunciar una restauración a nombre de una globalización anclada en la autorregulación de la sociedad a través de la autorregulación del mercado, ideología para la cual bien puede haber buenos resultados económicos, aun cuando los resultados sociales resulten desastrosos. Frente a un fundamentalismo liberal tecnocrático propone los conceptos de resistencia, emergencia y democracia como axiales para una lectura heterodoxa de este fin de siglo. Resistencia como afirmación de la libertad, emergencia de la sociedad civil ante el intento de crear al consumidor indiferenciado frente a la lógica del mercado, democracia como algo clave para abrirnos al nuevo milenio con fundamento en los derechos humanos.

En este panorama, afirma, le toca a la universidad constituirse en una institución moral y mantener el ejercicio de la crítica. Una institución formadora de ciudadanos con una moral basada en los derechos humanos. Una universidad que espera el milenio sin milenarismos.

Asistimos hoy, y desde hace ya años, a la plena, espléndida madurez de uno de los intelectuales más importantes que ha dado nuestra provincia. A ella ha llegado Roig a través de un esfuerzo nunca interrumpido y de una capacidad creadora abierta a todos los horizontes científicos y humanos.

En la medida que recoge materiales de distintos momentos de la vida de nuestro autor, estamos ante un libro testimonial, tanto de una larga y compleja época como de la existencia misma de quien los ha producido. Es esa la verdadera obra: la que dice, y a menudo anticipa, concretos tiempos históricos y la que refleja el cuño innegable de su creador.

Testimonio del mundo y de uno mismo, así se piensa, se escribe, se es en esas hermosas, y a menudo excepcionales, síntesis del filósofo pedagogo.

 

Daniel Prieto Castillo

CAPÍTULO I

Hablemos, ya, de pedagogía universitaria1

Es un hecho que la pedagogía universitaria no existe aún entre nosotros organizada como disciplina. Todos estamos llenos de ideas respecto de las reformas que debieran introducirse en los estudios, pero no hemos pasado aún a la consideración sistemática, orgánica, de esas ideas. La necesidad de la pedagogía universitaria es por otra parte cada vez más imperiosa y más urgente: así lo exige una serie de circunstancias que no podemos ignorar.

Si quisiéramos enunciar algunas, deberíamos sin duda comenzar por el cambio de sentido de la universidad contemporánea, que tiende a ver los llamados problemas universitarios como parte de un complejo más vasto de problemas sociales. Por otro lado, cada vez con más fuerza, la sociedad golpea las puertas de la universidad. En relación con esto, se plantea la necesidad de reelaborar los métodos de enseñanza para adecuarlos al crecimiento indefinido de la inscripción de alumnos, como también la de estudiar la estructura misma de la universidad para que ese acceso no sea cerrado, sino encauzado de modo de no traicionar un impulso generoso que lleva cada vez mayor cantidad de jóvenes hacia los estudios superiores. También responde a las exigencias de una universidad con vocación social, la necesidad cada vez más imperiosa de abrir sus puertas a todos los estamentos sociales y, más aún, de asegurar la presencia permanente y numerosa de jóvenes integrantes de grupos sociales no pudientes.

Al lado de estos problemas se levanta con fuerza la convicción, entre los que estamos con la responsabilidad del progreso del saber, de la necesidad cada vez más sentida de jerarquizar los estudios y de montar, de un modo serio y definitivo, los diversos campos de la investigación. Toda esta problemática ha de ser conjugada, revalorizando lo mejor de nuestras tradiciones universitarias y, muy especialmente, enmarcando la cuestión dentro de las formas de un saber organizado. La pedagogía universitaria se impone, pues, como necesidad para superar todas aquellas formas empíricas con las que nos hemos manejado por lo general, con mayor o menor acierto según los casos y supeditados a nuestra inspiración y buena voluntad.

Felizmente, en materia de pedagogía universitaria no carecemos de una tradición y, si bien estamos disconformes con muchos aspectos relativos a la estructura general de nuestra enseñanza superior, no necesitamos echar mano al saber extranjero para reformarla. Podemos, sin duda, sacar de nosotros mismos los principios fundamentales renovadores, sin que esto signifique, por otro lado, ningún desinterés en absoluto por los grandes movimientos de reforma universitaria que agitan hoy en día las casas de alta cultura en todo el mundo.

Mas, será necesario superar algunos prejuicios varias veces señalados en estos últimos tiempos, relativos todos ellos a la pedagogía universitaria. Uno, denominado prejuicio cronológico, tiende a atar la pedagogía a su raíz etimológica, al reducir esta ciencia al niño como único objeto o, cuanto más, extendiéndolo hasta el adolescente. Frente a esto, es necesario afirmar, como ha dicho el profesor Nassif, la posibilidad de una pedagogía de la juventud, dentro de la cual, como una de sus especialidades más interesantes, habrá de surgir la pedagogía universitaria.

Otra prevención, a la que podríamos denominar prejuicio académico, consiste en creer que quienes enseñan en la universidad no necesitan de una pedagogía, en cuanto que es suficiente para una efectiva transmisión del saber superior que el docente domine su especialidad en cuanto científico. Se olvida, de este modo, como el mismo Nassif lo destaca, que la universidad también es una estructura pedagógica y que dentro de ella es necesario adecuar la enseñanza a ciertas normas y principios didácticos.

Un tercer prejuicio, al que se ha denominado prejuicio antipedagógico, deriva de la desconfianza y el consecuente rechazo de que ha sido objeto la pedagogía en general, dentro del clima antipositivista de hace unas décadas. «El antipositivismo —dice Nassif (1959, p. 37-58)— es culpable de la improvisación técnico-pedagógica que sin duda alguna constituye una de las tantas raíces de nuestra actual crisis educativa». Este prejuicio antipedagógico es paralelo, agregamos nosotros, a otras formas negativas que han impedido hasta la fecha, en algunos centros universitarios, un normal desarrollo de la psicología y la sociología.

En resumen: reducida la pedagogía a las primeras edades del educando, rechazada por muchos académicos satisfechos con la posesión de su saber científico y sometida en otros casos a la acusación difusa de constituir un saber meramente técnico incompatible con un humanismo, la pedagogía se ha mantenido reducida, en el ámbito propiamente universitario, a un simple saber empírico. Tal ha sido el fruto de nuestros idola theatri. La inexistencia de cátedras, seminarios o institutos de pedagogía universitaria, como también de publicaciones periódicas especializadas sobre lo mismo en la casi absoluta mayoría de las universidades nacionales, es una prueba palpable de lo dicho.

Ante todo, cabe pues afirmar: que la universidad supone, en la medida que es una comunidad educativa, un problema pedagógico; que posee, por eso mismo, una problemática que no se confunde con la de otras comunidades educativas y sobre la cual deberá estructurarse un saber pedagógico sistemático. Para determinar esta problemática no basta, seguramente, con atender a las declaraciones generales que aparecen en las leyes y estatutos y en las que se indican los fines de la universidad, es necesario tener presente, por ejemplo, que cada especialidad implica, ya de por sí, una problemática propia.

En las facultades de humanidades, en las que, por lo general, se prepara al alumno para el ejercicio de una profesión docente (profesor de colegios de enseñanza media) se ha visto la necesidad, con muy ajustada razón, de dictar una pedagogía de la profesión. Pero, al lado de esto, donde hace ya años que se ha alcanzado un nivel de sistematización, se ha dejado en el plano empírico la pedagogía del profesor universitario. Las facultades humanísticas se ocupan de enseñar al joven cómo ha de enseñar, pero no han institucionalizado, a su vez, la pedagogía con la que se ha de enseñar al joven.

Lo dicho no significa, bajo ningún concepto, que no haya excelentes profesores universitarios, con una elevada capacidad didáctica, ni tampoco que la pedagogía universitaria sea, en general, algo nuevo, descubierto hoy y desconocido ayer. Recalcamos lo que queremos decir: la pedagogía universitaria es, sin más, hasta ahora y a pesar de las declaraciones generales sobre fines y propósitos, un conjunto de saber empírico que reclama una atención exclusiva que no se le ha prestado.

Felizmente, hay un comienzo ya de todo esto entre nosotros y ha surgido de nuestro propio claustro. En efecto, la ordenanza 11 del decanato de nuestra facultad, refrendada por la ordenanza 62/69 del rectorado de la universidad y por la cual se han creado los departamentos en nuestra casa, establece en su artículo 17 que «se deberán realizar reuniones desarrolladas sobre la base de un plan de trabajo, en las que se tratarán en forma global o parcial problemas de pedagogía universitaria». La misma ordenanza establece que estas reuniones han de congregar anualmente a los profesores de cada departamento. Con esta reunión, damos, pues, comienzo a esta importante disposición que es la primera, si no nos equivocamos, que se ha tomado en toda la historia de nuestra universidad.

Para la elaboración sistemática de una pedagogía universitaria habrá, pues, que tener en cuenta:

A. Que el educando no es niño ni adolescente, si bien comienza sus estudios universitarios en la fase final de la adolescencia; se encuentra en una edad a la que se ha denominado juvenil, que posee caracteres propios y exige, por eso mismo, tratamientos que le sean adecuados a sus caracteres.

B. Que la relación entre educador y educando no se plantea en el nivel de una subjetividad, sino de una objetividad creciente. Esto lo ha expresado Nassif como ley pedagógica: «A medida que ascendemos en la escala educativa —dice— disminuye el predominio de la subjetividad y aumenta el de la objetividad cultural». Mientras que en la enseñanza infantil se exige del educador una fuerte capacidad de adaptación a la subjetividad del niño, en la universitaria se le exige un fuerte dominio de su saber, dentro del cual ha de encajar la actividad del educando.

C. Que la relación entre el educador y el educando, cuando se da de modo perfecto, supone la coparticipación en la tarea de creación de aquel mundo de objetividad cultural.

D. Que, a diferencia de la enseñanza en otros niveles de menor edad, en los que de alguna manera se da aquella relación con lo objetivo, la tarea respecto de la objetividad cultural en la que ha de integrarse creativamente el joven es de problematización y crítica.

 

La pedagogía universitaria podría ser definida diciendo que es la conducción del acto creador, respecto de un determinado campo objetivo, realizada con espíritu crítico entre dos o más estudiosos, con diferente grado de experiencia respecto de la posesión de aquel campo.

El ejemplo más acabado de esta pedagogía del acto creador posiblemente sea siempre el diálogo socrático, por donde toda pedagogía universitaria tal vez no consista en otra cosa que en volver a él según las circunstancias y los tiempos.

La enumeración de estos principios nos da ya la pauta de toda posible reforma de los estudios en lo que respecta a la metodología de la enseñanza. A partir de ellos, no cuesta mucho imaginarse cómo deberá ser, por ejemplo, una clase ideal y, más aún, se plantea el problema de si la verdadera relación pedagógica universitaria tiene lugar en la clase o en otro tipo de estructura docente. Teniéndolos en cuenta, pensamos que no es dudoso afirmar que hay otras formas de relación pedagógica más efectivas y en las que estos principios se dan en su plenitud: el laboratorio, en general para las facultades científicas, y el seminario, para las humanísticas. Nos ocuparemos, pues, de los seminarios como última parte de esta lectura.

Habíamos dicho en un comienzo que la pedagogía universitaria no es cosa nueva, ni menos aún desconocida de hecho, y que solo estamos en deuda con ella en cuanto no ha sido institucionalizada por las universidades o sistematizada a través de cátedras, institutos y publicaciones específicas. Toda la reforma universitaria que comenzó entre nosotros en la segunda década de este siglo apuntaba a concretar, en los hechos, aquella participación creadora del joven dentro de la universidad, en todos sus aspectos: en el de la ciencia y en el de la conducción misma de la vida universitaria. No ha de extrañar, pues, que el seminario se encuentre entre las exigencias de la Reforma de 1918. Tal vez algunos datos sobre el origen y la formación de los primeros seminarios en las facultades de humanidades nos den mucha luz sobre su naturaleza y sentido.

Es lugar común creer que la Reforma Universitaria comenzó en Córdoba con la explosión de 1918. Se olvida, de este modo, un importantísimo movimiento que llevó a la elaboración y experimentación de nuevos métodos de enseñanza y que tuvo sus inicios en la Universidad Nacional de La Plata, antes de aquel año.

Es además muy interesante recordar que en La Plata aquellas reformas pedagógicas recibieron inspiración de enseñanzas provenientes de la Escuela Normal de Paraná y, además, de modalidades y técnicas impuestas en España, en especial en la Universidad de Oviedo, con la que tuvo estrechos contactos. De este modo, se juntaron allí dos importantes tradiciones pedagógicas, una argentina y la otra española. Al mismo tiempo que Víctor Mercante montaba la Escuela de Pedagogía con laboratorios —esfuerzo que se perdió más tarde como consecuencia de aquel prejuicio antipedagógico—, la Facultad de Derecho iniciaba, quizás por primera vez, la experiencia de los seminarios. A este hecho dedicaremos, pues, alguna atención.

La presencia de Adolfo Posada en la Universidad de La Plata se relaciona estrechamente con lo anterior. Era Posada uno de los más destacados profesores en la Facultad de Derecho de Oviedo y fue invitado por Joaquín V. González para organizar un seminario en la ciudad platense. Ahora bien, Posada no solo era un científico que poseía con agilidad y profundidad su propio campo de estudio, sino que, a la vez, había teorizado, siguiendo las pautas pedagógicas derivadas de la Institución Libre de Enseñanza de Madrid, en materia de pedagogía universitaria y, muy especialmente, en lo que respecta a seminarios.

Sus ideas sobre estos, expuestas en La Plata y luego en Buenos Aires, han sido, además, desarrolladas en varios de sus libros. Veamos qué entiende por un seminario:

Concretamente diré: que el seminario representa la labor voluntaria del alumno de vocación sincera, y que mediante tal labor se persigue: 1º el establecimiento de positivas relaciones directas entre maestros y discípulos; 2º, la formación científica de estos en la práctica del esfuerzo personal y en el empleo de los métodos de investigación; y 3º, el estudio intensivo, especial, profundo, sin apremios de programas ni de consideraciones subalternas de planes, exámenes, etc. de los problemas de la ciencia. Son, quizá, los seminarios, así vistos, la anticipación dichosa, algo así como el símbolo de una enseñanza universitaria ideal, a saber: una enseñanza libre, enteramente libre, sin textos, sin cuadros de estudios, sin pruebas, sin «penalidad académica» de ningún género, movida tan solo por el amor a la verdad, por el interés real de las cosas y de las ideas, de los problemas y del conocimiento de la vida, y en la cual el maestro es solo el guía experimentado, el alumno del día anterior, que ha llegado antes. En la universidad actual, reglamentada y contrahecha, sofocada por el formalismo, esterilizada por los programas, los exámenes, las sanciones, etc., la verdadera universidad, la «real», el germen de la «ideal» más eficaz y lozana, la constituyen sin duda esos maestros que siguen siendo «estudiantes»; y esos discípulos que acuden a los trabajos voluntarios y sin recompensa que las universidades de todos los países organizan. El gran problema de la universidad aquí —termina diciendo—, y en otras partes, consiste, quizá, en librarla del peso muerto del maestro «hecho» y definitivo y del alumno «reglamentado», con «obligación y sanción» (Posada, 1906).

Páginas más adelante agrega el mismo Posada:

Estimo que no hay «medio» ni «procedimiento» más eficaz: 1º, para «interesar» al alumno en el trabajo; 2º, para que el alumno «aproveche» este, tanto en el respecto de la «cantidad» del conocimiento, en cuanto la labor del seminario deja amplio campo a la digresión instructiva, como en el de su «calidad» —intensidad, seriedad, orden interior, etc.— como, por último en el de la «gimnasia» intelectual; 3º, para influir directa y positivamente en la formación de «hábitos mentales», en la «educación total del espíritu» del alumno, a causa de que el seminario, sin ningún género de apremios ni de influjos coercitivos, permite trabajar sin otra ocupación que la investigación de la verdad de un modo riguroso e independiente; y 4º, para la «educación» y «progreso» del profesor mismo, quien, si es el que más debe poner en la labor preparatoria y directiva del seminario, también es el que, en cierto sentido, mayor puede sacar, removiendo su alma, impidiendo la cristalización de su pensamiento, bajo la acción de la actitud interrogante del discípulo, y bajo el influjo atractivo de la juventud, siempre fresca, que solicita de él el esfuerzo de dirección y la actividad incesante de todas sus potencias. El seminario rejuvenece, anima y obliga, por decirlo así, al profesor a considerarse como un estudiante más, que es el «ideal» a que se debe aspirar (Posada, 1906).

No cabe duda, luego de leídas estas palabras, de que el seminario es algo así como el corazón mismo de la enseñanza universitaria y, si bien esta no puede reducirse exclusivamente a él, todas las demás formas institucionalizadas de creación y transmisión del saber, en particular la clase, deberán, en alguna medida, aproximársele.

Tal cosa es justamente lo que el mismo Posada nos muestra cuando habla de la clase. Esta no abarca cualitativamente los mismos alumnos que integran un seminario, ha dicho que el alumno de seminario se mueve por su propia voluntad, mientras que en la clase puede haber alumnos que se muevan por voluntad ajena, como la de los padres, por ejemplo; no puede, además, la clase liberarse de una estructura formal determinada por el programa de estudios, en vista del sentido profesional de los mismos, y debe responder, por último, a otras formalidades, tales como horarios, exámenes, etc., es decir que sobre la clase pesa un régimen de obligaciones y sanciones. Sin embargo, el mismo Posada insiste en la necesidad de una aproximación de la clase a las modalidades propias del seminario. Todo esto lo ha procurado, dice, mediante lo siguiente:

1º, hacer la enseñanza intensiva prefiriendo en cada curso estudiar bien pocas cosas, a dar por supuesto que se estudian muchas, y 2º, interesar de un modo personal y directo en el trabajo de investigación a los alumnos, empleando al efecto, muy poco la explicación, en forma de conferencia, y mucho más el diálogo familiar, la consulta de libros, la crítica de estos, la lectura y comentario de textos… y la redacción por los mismos alumnos de programas, resúmenes, disertaciones, etc., etc., con el estudio y discusión de estos trabajos en la clase en forma siempre de conversación, sin solemnidad alguna (Posada, 1906).

Habíamos dicho que en La Plata se produjo la confluencia de las tradiciones pedagógicas argentinas, provenientes de Paraná, con las españolas, que venían de Madrid y Oviedo. Los españoles no traían cosas nuevas, sí las traían, tal vez, muy sistematizadas y, en especial –en el caso de Posada–, en el nivel de la enseñanza universitaria misma, que es justamente lo que nos interesa. De todos modos, decíamos, no era esto nuevo y baste recordar que la gran revolución pedagógica iniciada por Scalabrini desde las aulas de la Escuela Normal de Paraná consistió en haber organizado la clase, ya en la década de 1880, sobre los mismos principios y criterios enunciados luego por Posada, es decir, que la había aproximado al seminario.

Con el mismo criterio, Mercante —de quien ya dijimos algo— será uno de los primeros difusores e introductores, dentro del campo de las humanidades, del montaje de laboratorios, institución docente que, hemos dicho, es equivalente al seminario. Fue esta la gran novedad de la Escuela de Pedagogía de La Plata organizada por él. Pretendía, además, Mercante extender los laboratorios a las escuelas primarias y en especial a las secundarias, con la intención de llevar a estos niveles de la enseñanza modalidades propias de la formación universitaria. Quería «como en las universidades (…) reemplazar el aula por la sala de geografía, por la sala de dibujo, por la sala de escritura, (…) por el laboratorio de historia, por el laboratorio de botánica, por el laboratorio de física», con lo cual «la educación —decía luego—, el aprendizaje, la disciplina, realizarían el prodigio que nuestra alma de pedagogo presiente» (Mercante, 1915).

En los orígenes de la universidad argentina contemporánea, que se encuentran en el gran movimiento de la Reforma de 1918 y en las raíces históricas del mismo, quedó pues ya claramente perfilado el concepto de seminario o de laboratorio, que son en el fondo una misma cosa, dentro de una pedagogía del acto creador. Frente a una concepción formalista, desvitalizada y exclusivamente profesionalista de la universidad, aquella pedagogía, que pronto tendrá un siglo entre nosotros, propendía a integrar al alumno y al maestro en una tarea común, libre y fructífera, enemiga de reglamentos, ordenanzas y disposiciones que muchas veces solo sirven para trabar la búsqueda de la verdad, reduciéndola a la búsqueda de un título.

Esta exposición apresurada se vería enriquecida si —para terminar— habláramos del espíritu de la reforma universitaria mexicana, a través de uno de sus más calificados exponentes, el Dr. José Gaos, recientemente fallecido.2

No está de más recordar los estrechos contactos de Gaos con la tradición pedagógica instaurada en Madrid por la Institución Libre de Enseñanza, la misma en la que militó años antes Adolfo Posada. Las coincidencias no han de llamar pues la atención. Gaos nos ha dejado una preciosa obra, titulada La filosofía en la universidad (Gaos, 1958), aparecida en 1956. «Este librito —decía en el prólogo— de apariencia un tanto insignificante, pudiera ser una de las publicaciones más significativas del autor».

La principal temática de la obra de Gaos, verdadero vademécum de toda posible reforma universitaria en materia de humanidades, gira alrededor de la noción de seminario. Nos dice:

La enseñanza universitaria debe sobre todo formar, (…) enseñar a trabajar personalmente, originalmente. (…) Y sabido es que a trabajar solo se enseña, y solo se aprende, trabajando juntos quienes ya saben hacerlo y quienes quieren llegar a saberlo. Esta formación, sumo imperativo de la enseñanza universitaria, requiere, en lo relativo a la Filosofía, que no se enseñe solo esta, sino a filosofar, y para ello se inicien los estudiantes en el filosofar mismo con los grandes filósofos y con sus profesores. Tal es la misión de los seminarios. Los seminarios —termina diciendo— son en las Facultades y Escuelas de Humanidades, lo que a las ciencias son los laboratorios.

Gaos nos viene, pues, a confirmar en el sentido de que el seminario es el lugar en el que únicamente se logra la realización plena de los fines de toda pedagogía universitaria y que, por eso mismo, todas las demás estructuras educativas: clases, programas, exámenes, etc. deben estar condicionadas a su naturaleza y solo tienen valor y sentido en la medida en que aquellos funcionen con efectividad. Así, por ejemplo, en una facultad en la que los seminarios constituyen de verdad el centro mismo de la enseñanza se tenderá necesariamente a aumentar el número de materias optativas dentro de los planes de estudio, es decir, que la libertad propia del seminario se extenderá hacia otras estructuras educativas que, de por sí, han sido entendidas generalmente como rígidas.

Es necesario, pues, instaurar en forma normal el seminario, exigencia en la que generalmente se está de acuerdo. Mas, esta instauración tiene sus peligros. Uno de ellos, el mayor, que haría imposible toda reforma universitaria en materia de estudios, radica en que aquella rigidez y formalidad propias de los programas y de los exámenes de promoción sean trasladadas al seminario. Es decir, que las demás estructuras docentes ahoguen al seminario en su nacimiento, tiñéndolo con su formalismo externo. En este caso, el eje de la enseñanza universitaria, al haberse perdido la posibilidad de instaurar un centro de libertad creadora desde el cual surja el espíritu vivificador, seguiría siendo el plan de estudios, los programas y, paralelamente, la clase y el examen de promoción.

Gaos llega a afirmar que el grado de reforma universitaria depende del número de seminarios posibles. Se refiere, por cierto, al seminario entendido como institución no formalizada y desvirtuada en su naturaleza propia. «Solo si el número de seminarios que así se organizaran —dice— fuese tal que pudiera obligar a cada uno de los estudiantes a trabajar cada semestre de sus estudios en uno de ellos, habría “reforma plena”».

Y en contra de aquellos que crean que esta importancia dada a los seminarios podría implicar una cierta deformación de las facultades de humanidades, tradicionalmente centradas en planes y programas, dice de ello que «aunque parezca versar solo sobre un punto muy parcial del gran conjunto de la organización total de la Facultad, representa en realidad la más radical de las reformas posibles».

No nos vamos a extender más sobre esto. Lo mejor será, sin duda, leer las páginas que Gaos ha dedicado al tema en su libro ya mencionado, de las cuales surgen, evidentemente, muchos otros conceptos fecundos a los que conviene prestar, a nuestro juicio, suma atención.

1. Conferencia leída en el Departamento de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, 1967.

2. N. de la edición: José Gaos falleció en la ciudad de México el 10 de junio de 1969.

CAPÍTULO II

Universidad y región

Algunas preguntas a propósito de las relaciones de la UNCUYO con su medio, con motivo del XXX aniversario de su fundación (1969)1

Nació la Universidad Nacional de Cuyo bajo el signo de un regionalismo en función de cuyos esquemas se movió la planificación universitaria de nuestro país en las primeras décadas del siglo XX. Tal vez el espíritu de este regionalismo, que dio nacimiento a las universidades nacionales de Tucumán (1914), del Litoral (1919) y de Cuyo (1939), haya quedado expresado con nitidez en la obra de Ricardo Rojas Evolución de las universidades argentinas, aparecida en 1915 y que fuera tan calurosamente saludada por José Ingenieros desde su Revista de Filosofía. No es, por tanto, una mera casualidad que la Universidad Nacional de Cuyo inaugurara su magisterio con una clase dictada por el Dr. Rojas.

Cabe pues, luego de treinta años, que nos hagamos algunas preguntas acerca de la relación establecida entre nuestra universidad y el ámbito regional del que ha recibido su nombre. Una primera pregunta que podría plantearse es la de si realmente se creó en 1939 una universidad para una región que ofrecía una unidad social, económica y política o solo respondía a tradiciones mantenidas sin un mayor sostén real. El hecho es que la región de Cuyo no tenía ya, en 1939, vigencia histórica. La tuvo, y fuertemente, hasta 1820, año en que comenzó su disolución política; a fines de siglo XIX, con el crecimiento industrial y el impacto inmigratorio, se acentuó su diferenciación social y económica. De este modo, se creó una universidad sobre la base de un concepto regional que más bien respondía a una visión romántica del pasado. La nueva universidad se echó a sus espaldas la pesada tarea de dar unidad a algo que ya no la tenía. Una prueba de esto es, sin duda, la distribución inicial de las facultades y escuelas en las tres provincias cuyanas, la que, llevada a cabo en nombre de una inexistente unidad regional de hecho desaparecida a comienzos del siglo XIX, no satisfizo a ninguna de las tres. Posiblemente, no esté lejano el día en que haya que replantearse la existencia misma de la Universidad de Cuyo y que haya que estudiar la necesidad de la creación de otras universidades nacionales desmembradas de ella que, con igualdad de derechos, llenen necesidades hasta ahora negadas o descuidadas como consecuencia de aquella unidad regional originaria. La explosión demográfica universitaria —fenómeno mundial que habrá de sentirse también entre nosotros—, como también la necesidad de crear centros universitarios que respondan de modo efectivo y real a su medio, así lo hacen pensar. No se nos oculta, por cierto, que toda reforma estructural dentro de la política universitaria del oeste argentino será posible el día que se plantee, gracias a la obra fecunda e indiscutiblemente valiosa llevada a cabo por la Universidad Nacional de Cuyo, malgrado sus problemas de desajuste con su región, el más importante de sus frutos y del cual todo depende: el de haber creado una conciencia universitaria.

Otra pregunta importante que deberíamos hacernos es la de cómo, desde dentro de la tarea universitaria misma, se ha conjugado la antinomia regionalismo-universalismo. Más de una vez se ha acusado a nuestra universidad de ignorancia o desconocimiento de su propio medio. En gran parte, este hecho ha dependido —en especial en las primeras etapas de crecimiento de nuestra universidad— de la inevitable desconexión entre las tradicionales formas del saber desarrolladas en medios no universitarios, como lo eran Mendoza, San Juan y San Luis antes de 1939, y las nuevas. Esta situación, y conjuntamente con ella los reclamos que despertaba, se mantuvo con fuerza mucho tiempo y aún hoy en día es señalada en algunos sectores interesados en una mayor incidencia de la universidad sobre el medio. Toca al egresado, sin duda, salvar este hiato y superar aquella primitiva e inevitable desconexión. El hecho es ya evidente y puede decirse sin temor que la universidad ha entrado bajo este aspecto en una segunda etapa de influencia muy directa y que puede y debe ser eficaz.

No basta, sin embargo, con la presencia del egresado y su desempeño en la sociedad para que su influencia sea todo lo eficaz que es necesario. También depende esto de la mentalidad con que aquel se reintegra en su propio medio. La universidad le da instrumentos cognoscitivos y métodos de trabajo que corresponden a un tipo de saber organizado y científico. Gracias a él, la región de Cuyo, o sus regiones, puede en la actualidad mantener un diálogo de tipo internacional y, en alguna medida, por humilde que sea, ha hecho suya la responsabilidad humana del progreso de la ciencia y de la técnica en aspectos diversos. Mas, estos instrumentos y métodos, ¿con qué espíritu son manejados? ¿Son degradados en función de un regionalismo antiuniversalista o, por el contrario, son en tal grado internacionalizados que se pierde todo contacto con lo regional? Estos son los dos polos entre los que se juega el destino del universitario y su misión respecto del medio. Creemos que la antinomia ha sido en gran parte felizmente conjugada, mas, si así ha sido, posiblemente se deba al propio peso de las cosas y no a una política educacional claramente establecida y conducida. Es este, sin duda, un aspecto de la formación espiritual del egresado que se ha de considerar con el mayor interés en cuanto que es a través de él —como hemos dicho— que la universidad se integra en su medio.

Ni localismo, pues, ni tampoco un internacionalismo sin raíces telúricas. No se ha de olvidar que lo regional tiene exclusivamente sentido desde el punto de vista de lo universal, ya que, de lo contrario, se convierte en una realidad improductiva y estéril en todos los órdenes. El desenraizamiento, a su vez, implica un olvido de los compromisos sociales y lleva a ese internacionalismo del saber que facilita, en más de un caso, la evasión de inteligencia hacia países en los que hay demanda de técnicos y científicos, hecho que no siempre es justificable desde un punto de vista económico o político. Estamos seguros de la saludable influencia que la Universidad de Cuyo ha ejercido frente a localismos estrechos, pero pensamos que no se ha hecho aún todo lo que se debiera para evitar el riesgo contrario y que, en materia de política pedagógica, se debería —sin caer en chauvinismos ni en nacionalismos declamatorios, tan comunes lamentablemente— despertar la necesidad espiritual de un enraizamiento auténtico. Tal vez esto surja, de un modo muy simple, de una actitud de respeto por lo propio y de la superación de todo menosprecio, para lo cual basta pensar y creer que nuestro hombre es parte integrante de una humanidad y no una realidad marginada y que sus necesidades, sus ideales y sus luchas tienen seguramente un quantum de autenticidad. Solo de esta manera se evitará la extroversión característica de un falso europeísmo o de un norteamericanismo que ha venido, en algunos casos, a suplantarlo.

Una última pregunta que deberíamos plantearnos se refiere a los conceptos de unidad y contenido de la universidad. Sabemos todos lo que ha sido la clásica universitas heredada por nosotros de la estructura universitaria del siglo XIX. ¿Habremos de dar forma a la universidad partiendo a-priori de un esquema de organización de las ciencias o será ya dado el momento de preguntarnos por otros criterios? ¿Debe la universidad abarcar el cuadro total del saber y de la técnica? ¿Tiene sentido seguir hablando de universidades completas e incompletas? A nuestro juicio —y sin que esto signifique olvidar la misión que tiene siempre la universidad respecto del saber en general—, cabe preguntarse cuáles son los cambios del saber que ha de desarrollar esta o aquella universidad. Tal cosa podríamos expresarla con la fórmula «no hay universidad, sino universidades». Los criterios de unidad y contenido han de estar dados, entre otros motivos, por las necesidades del medio del cual, como es obvio, la universidad no puede estar divorciada. Mas, esta no es la única razón determinante, como tampoco el concepto necesidades del medio tiene el sentido que generalmente se le atribuye. Nos encontramos, también aquí, frente a un problema de doble faz: ni una universidad exclusivamente científica —en el sentido de que recibe su forma y extensión de un concepto a­priori de la ciencia—, ni tampoco una universidad que se reduzca meramente a satisfacer lo que se declara como necesidad del medio. Justamente, esta universidad pragmática era la que pedían muchos sectores sociales nuestros al crearse, en 1939, la Universidad Nacional de Cuyo.

La estructura concreta de una universidad ha de depender de un criterio dinámico que surja del estado de las ciencias y de la técnica logrado en el propio centro universitario; que tenga en cuenta, por encima de las tradicionales facultades o escuelas, el desarrollo real de las tareas, con sentido interdisciplinario, y que atienda, en fin, a las propias posibilidades humanas y económicas. En cuanto a aquellas necesidades del medio, sin duda, también entran en esta enumeración de factores determinantes de la estructura concreta de una universidad, mas es importante no olvidar que también la universidad tiene entre sus fines crear nuevas necesidades para el medio. En resumen, pues, ni una mera forma de origen teórico, ni tampoco una forma derivada de un ingenuo sentido pragmático. Esta es, sin duda, otra de las cuestiones a las que la Universidad Nacional de Cuyo debe responder con sentido histórico. Digamos, por último, que es también equivocado creer que todo se puede arreglar dentro de una universidad deductivamente, con medidas administrativas derivadas de un ministerio o aun de su mismo gobierno. En última instancia, el factor decisivo ha de ser siempre esa conciencia universitaria ya formada entre nosotros, madurada gracias a una labor fecunda de treinta años que se encuentra depositada, principalmente, en los claustros.

1. Artículo publicado en Los Andes, Mendoza, en 1969, con motivo del 30 aniversario de la Universidad Nacional de Cuyo.

CAPÍTULO III

Las vías para un reencuentro generacional1

Me voy a permitir algunas reflexiones sobre el momento que estamos viviendo en nuestra Universidad y particularmente en nuestra casa. Las voy a hacer con la autoridad que me dan veinte años de ejercicio de la cátedra titular y las voy a hacer como docente que considera que su misión no termina con el timbre de cada hora de clase.

Creo que en estos momentos estamos viviendo una total pérdida de la relación maestro-alumno y que esa pérdida se debe en gran parte a nosotros mismos, los maestros. Subrayo el verbo en plural con que me expreso y aclaro que no tiene uso retórico, si no que me incluyo yo mismo en franca actitud de autocrítica. Invito a todos, además, a que hagamos esta autocrítica de nuestra función educadora.

A mi juicio una vía para superar, siquiera en parte, situaciones de desencuentro que pueden llegar a ser enfrentamientos totales entre generaciones, entre nosotros y los jóvenes, es la de renunciar para siempre en nuestro trato con ellos a toda actitud paternalista. Los jóvenes quieren ser tratados y respetados como ciudadanos o futuros ciudadanos; con plena responsabilidad moral y social.

El paternalismo es ya un viejo esquema de conducta pedagógica que solo funciona en nuestros días como motivo de fricción e incluso como motivo de irrisión en más de un caso, cuando los jóvenes tienen plena conciencia de estar afrontando responsabilidades sociales que no afrontamos nosotros.

Otra vía imprescindible, que deberíamos haber abierto hace ya mucho tiempo y que no se lo ha hecho —por lo menos como actitud generalizada— es la de mirar las humanidades desde el presente. Nuestras enseñanzas, ubicadas muchas veces en un pasado ficticio, resultan vejeces, extrañas a la vida y a las inquietudes de las jóvenes generaciones. Hay que hacer entrar en las aulas el presente, se debe hacer filosofía del presente, historia del presente, literatura del presente. El pasado solo sirve como puente de comunicación espiritual fecundo cuando está asumido desde ese presente, lo cual implica nuestra toma de posición y nuestra responsabilidad, actitud sin la cual no alcanzaremos el verdadero respeto a que aspiramos como maestros.

Otra vía que nos permitiría un diálogo y una comunicación con nuestros alumnos —diálogo y comunicación en este momento en franca quiebra— radica en no olvidar, cuando se levanta la mano en actitud de castigo por faltas cometidas por nuestros alumnos, que todo castigo dentro del ámbito de la universidad no puede exceder los límites de lo pedagógico. No confundamos el castigo como medida educativa con el castigo como simple cuestión legal. Dejemos las actitudes legalistas para otros y obremos como docentes. No hago cuestiones personales con esto. Simplemente quiero recordar criterios que, por otro lado, no es la primera vez que enuncio. Cuando el castigo es impuesto con criterio pedagógico, en el claro sentido del término, es posible la disminución de la pena y aun la supresión de la misma sin que se pierda autoridad.

Otra vía es la de deponer desconfianzas y abrirnos a los jóvenes aceptando sus inquietudes. No debemos olvidar que esas inquietudes que ellos sienten, a lo mejor no las sentimos nosotros porque se han apagado en nuestros corazones, porque ya estamos viejos y no somos ya el futuro sino el pasado: un pasado que tal vez se justifica plenamente que sea repudiado en más de un aspecto. Es necesario permitir a los jóvenes expresarse y no tener miedo de lo que expresan. Si no se canalizan ampliamente estas necesidades de expresión libre, si a los jóvenes no se les permite vivir en la casa como en su casa —por cierto, integrados en ella y no en contra de ella— veremos repetidas una y mil veces las cosas que hemos comenzado recién a ver.

No se arreglan estas situaciones acusando a una minoría de la inquietud juvenil, ni menos creando fantasmas internacionales de organizaciones de caos y desorden. Tal vez eso exista. Pero lo que más me interesa a mí son estos jóvenes que aquí existen, con quienes hemos tenido intercambio docente y con quienes debemos nuevamente tenerlo. No nos dejemos traumatizar por hechos acaecidos que nos impidan ver el fondo de la situación y que nos hagan perder nuestra misma humanidad, llevados por temores o fobias no siempre clarificadas en nuestra conciencia.

Ya se pasó el tiempo de la imagen de una universidad torre amarfilada. Nuestra universidad es una universidad sitiada por mil cuestiones ante las cuales no podemos taparnos los ojos o dar la espalda. La religión no tiene su lugar natural y exclusivo en el templo, como la política no es ya más aquello que se realiza en los cenáculos de comité. Un viento fuerte azota nuestras ventanas y no lo vamos a impedir cerrándolas. Creo que nuestra universidad nos invita —y nuestros jóvenes nos están invitando— a jugar un papel de maestros, no de catedráticos de materias o asignaturas, sino maestros de vida, con los riesgos que esto significa.

Estas palabras deben ser tomadas como una crítica y no como una acusación difamatoria. Ya lo dije en un comienzo, son una autocrítica a la cual pido que nos sumemos todos, en cuanto sin esa tarea no será nunca posible asumir nuestra misión.

1. Palabras leídas en la sesión del Claustro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, en octubre de 1971.

CAPÍTULO IV

Hacia una vocación universitaria nacional y latinoamericana1

Una opinión sobre el proceso político, económico y cultural del país la ha de decir cada uno desde el ángulo en el que desarrolla sus actividades. Para el caso de un universitario la cuestión ha de ser enfocada casi necesariamente desde esta pieza del engranaje social que es precisamente la universidad. Ahora bien, tanto del país como de la universidad hemos de decir que se encuentran sometidos en este momento a una pesada acusación. En efecto, en los dos o tres últimos años y en este año de 1971 que ya pasa se ha ido tomando cada vez conciencia de un modo más patético de una situación de subordinación o dependencia. Somos un país y una universidad coloniales: tal es la acusación. Hay elementos, grupos o estamentos sociales, nativos, que han instrumentado e instrumentan la subordinación. La revisión histórica ha tomado una fuerza tal vez no sentida antes de igual modo y todos los que de una manera u otra afirmaron y afirman lo nacional se reencuentran en esta hora de dura crítica. Dentro de lo negativo que es ese cuadro de subordinación y dependencia se destaca pues algo que da a nuestro juicio la pauta de estos días que vivimos: una concientización profunda, sobre todo en los jóvenes, que los está llevando a una radicalización desde la cual consagradas estructuras y pautas resultan inaceptables. Ya no se cree más en una universidad sin vocación social y justamente la crisis de la universidad proviene de un cambio profundo que habrá de ser positivo a la larga en cuanto lleve a denunciar lo académico como un disimulado apoliticismo. La universidad no es una isla dentro del país, como el país no es una isla dentro del mundo. El saber ha de ser universal, pero al servicio de lo nacional. La ciencia pura es un mito, como lo es también el saber objetivo, cuando este término encubre un desentenderse de los problemas sociales concretos. Las universidades del Estado se han llamado hasta ahora universidades nacionales y sin embargo a muchos asusta que la juventud exija que las cátedras sean también cátedras nacionales