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Fanny Hill (1748-1749) es considerada uno de los clásicos de la literatura erótica universal. A los pocos meses de su publicación esta novela fue prohibida por inmoral, su autor, John Cleland, y su editor condenados, siendo protagonista del primer juicio de un libro por obscenidad en Massachusetts, Estados Unidos, en 1821, en el que, entre otros epítetos, la pobre Fanny fue descrita como "poseída por el diablo porque incitaba a los ciudadanos a tener pensamientos lujuriosos". En 1960, los grupos de acción moral quemaron ejemplares en Inglaterra y Japón. En España, Fanny Hill no vio la luz hasta 1977. La novela cuenta la historia de una inocente chica de pueblo, Fanny, que apenas llega a Londres se ve abocada a trabajar en un burdel. Se enamora de Charles, un apuesto y bien dotado galán, con el que vivirá gozosamente varias semanas antes de que este desaparezca misteriosamente. A partir de entonces, Fanny asumirá su carrera de prostituta con todas las consecuencias, sin mostrar arrepentimiento o pena alguna, antes bien destacando las ventajas de la profesión que la acaban llevando de amante en amante hasta una envidiable y saneada posición; al final, Charles reaparecerá y se casarán. Con esta historia, Cleland contravino numerosas normas, entre otras, las de las novelas de la época, que condenaban a las prostitutas a la miseria. Frente a la sórdida realidad de la prostitución londinense de aquella época, dejó a un lado todo detalle de mal gusto y se rio de las costumbres cristianas, pues la novela es la "confesión" de una mujer que jamás renegó de su vida anterior.
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Akal / Clásicos de la Literatura / 14
John Cleland
FANNY HILL
MEMORIAS DE UNA MUJER GALANTE
Traducción: Frank Lane
Fanny Hill (1748-1749) cuenta la historia de una inocente chica de pueblo que apenas llega a Londres se ve abocada a trabajar en un burdel. Se enamora de Charles, un apuesto y bien dotado galán, con el que vivirá gozosamente varias semanas antes de que este desaparezca de forma misteriosa. A partir de entonces, Fanny asumirá su carrera de prostituta con todas las consecuencias, sin mostrar arrepentimiento o pena alguna, antes bien destacando las ventajas de la profesión que la acaban llevando de amante en amante. Perseguida por inmoral –su autor, John Cleland, y su editor fueron condenados a los pocos meses de su publicación–, la novela pervivió durante los dos siglos siguientes de forma clandestina pero con enorme éxito, y finalmente ha sido reconocida por la crítica literaria como la obra pornográfica más importante de la literatura inglesa del siglo XVIII y uno de los clásicos de la literatura erótica universal.
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RAG
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Título original
Memoirs of a Woman of Pleasure
© Primera edición en Akal Editor, 1977
© Ediciones Akal, S. A., 2017
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4485-7
INTRODUCCIÓN
Fanny Hill: ¿más que una novela erótica?
«Todo lo que es natural, es verdadero»
Diderot
En noviembre de 1748, John Cleland publicó la primera entrega de su novela Memoirs of a Woman of Pleasure, comúnmente conocida como Fanny Hill[1]; la segunda vio la luz en febrero de 1749. Sobre su génesis, algunos especialistas piensan que la obra era más bien el resultado de la revisión, durante su estancia en una cárcel para deudores, de un manuscrito que el autor había escrito en Bombay hacia 1730[2]. Sea como fuere, esta obra es considerada la novela pornográfica más importante de la literatura inglesa del siglo XVIII y uno de los clásicos de la literatura erótica universal. Al convertir al final a Fanny, su protagonista, en una burguesa felizmente casada, Cleland contravino numerosas normas, entre otras, las de las novelas de la época, que condenaban a las prostitutas a la miseria. Y, al mismo tiempo, se rio de las costumbres cristianas, pues la novela es la «confesión» de una mujer que jamás reniega de su vida anterior.
La novela cuenta la historia de una inocente chica de pueblo, Fanny Hill, que apenas llega a Londres se ve abocada a trabajar en un burdel. Por supuesto, antes de perder allí su virginidad, tiene ocasión de enamorarse de Charles, un apuesto y bien dotado galán, con el que vivirá gozosamente varias semanas antes de que este desaparezca de forma misteriosa. A partir de entonces, Fanny asumirá su carrera de prostituta con todas las consecuencias, sin mostrar arrepentimiento o pena alguna, antes bien destacando las ventajas de la profesión que la acaban llevando de amante en amante hasta una envidiable y saneada posición, alcanzada tras el fallecimiento de un anciano y adinerado caballero que se había prendado de ella. Tras la muerte de este, reaparecerá el joven galán Charles con que el que se casará y formará una familia.
Estructura de la novela
Desde el punto de vista estructural, Fanny Hill está dividida en dos partes, cada una de ellas presentada en forma de carta en la que la protagonista narra en primera persona las experiencias vividas desde que dejara su pueblo hasta que se casa. Los esfuerzos de Cleland por proporcionar credibilidad al relato se ven reforzados por el hecho de que el narrador elegido sea una mujer, que además de ser una convención de la literatura pornográfica, reforzaba la idea de que lo contado era algo verídico y no una ficción pergeñada por la imaginación de un hombre. También es destacable la elección del género epistolar en lugar de la forma de diario, que podría haber ayudado a dar mayor verisimilitud al argumento. Aunque tanto el género epistolar como los diarios tienen un marcado carácter meditativo, sólo las cartas poseen un tono confesional, pues se supone que los diarios son escritos para uno mismo y no para compartirlos. Al tratarse Fanny Hill de un texto de tan claro contenido erótico, si hubiese adoptado la forma de diario, podría haber suscitado cierta incomodidad entre los lectores, que podrían haber sentido que invadían la intimidad de la protagonista; pero, al ser unas cartas en las que ella misma revela sus aventuras sexuales y se recrea sin pudor alguno en la descripción detallada de órganos sexuales, posturas y sensaciones, esa posible incomodidad desaparece. Tampoco hemos de olvidar que en el momento de la publicación de Fanny Hill las memorias con estructura epistolar estaban de moda y habían sido utilizadas por escritores tan prestigiosos como Daniel Defoe[3] y Samuel Richardson[4].
Cleland da otra vuelta de tuerca cuando hace que las cartas de Fanny vayan dirigidas a otra dama, de la que no revela su nombre: no sólo simula que el relato es escrito por una mujer, sino que también es leído por otra. Obviamente, es sólo una argucia literaria, pues hemos de dar por supuesto, como con la mayoría de la literatura erótica, que Fanny Hill ha sido leído primordialmente por hombres. De hecho, el supuesto consumo femenino de la obra de Cleland se limita a un par de frases de Fanny al principio y al final de cada carta, recordando a los lectores que lo que está contando es una serie de confidencias a una amiga para facilitar que el lector se identifique con esta supuesta destinataria y no sienta remordimiento alguno por leer lo que se supone que es un documento privado.
Fanny Hill como modelo de novela libertina
En el siglo XVIII, Francia se convirtió para el resto de Europa en el modelo del arte de amar y de gozar, y su literatura erótica fue muy prolífica, no sólo por el llamado «movimiento del libertinaje» sino porque aparecieron nuevos géneros literarios como los cuentos de hadas eróticos y de genios hacedores de deseos, que aún son fuente de inspiración para el material pornográfico posterior. El libertinaje, según lo definió el marqués de Sade en su Historia de Juliette o las prosperidades del vicio, «es un extravío de los sentidos que supone ir siempre más allá de todos los frenos, un desprecio soberano por cualquier tipo de prejuicio, el rechazo absoluto de toda forma de culto, el horror más profundo hacia las normas morales». Etimológicamente, el término proviene del latín (libertinus significa hijo del libertus, que era el esclavo que acaba de ser liberado). Sin embargo, son dos acepciones posteriores las que le dan su sentido más contemporáneo: por un lado, el libertino es un librepensador que cuestiona los dogmas establecidos; por el otro lado, es quien se entrega a los placeres sexuales rompiendo con la moral dominante.
En términos literarios, lo que se conoce como novela libertina se extiende por Francia durante un lapso extremadamente breve, pero clave: comienza con la muerte de Luis XIV, en 1715, y concluye con la Revolución francesa y alcanza su apoteosis con el ya mencionado marqués de Sade[5]; abarca a una gran cantidad de escritores de primera línea, casi absolutamente olvidados: Godard de Beauchamps, Claude de Crébillon, Godard d’Aucour, Voisenon, Guillard de Servigné, Fougeret de Monbron, Chordelos de Laclos, Boufflers, Jean Francois de Bastide, Vivant Denon, Pidansat de Mairobert, Pigault-Lebrun y otros.
Y, en su versión inglesa, podemos situar a John Cleland y su Fanny Hill.
Los libertinos consideran que todo en el universo procede de la materia, que es la que impone sus leyes a través de un determinismo natural. Reniegan de la noción de un creador. Consideran que la Iglesia participa de la dominación que ejercen los nobles, reinando sobre el pueblo por medio de la superstición. L’ École des filles[6], un relato anónimo editado en 1655, está considerado como uno de los primeros textos de lo que luego será la novela libertina. Pero es en el siglo XVIII cuando esta literatura alcanza una dimensión insospechada, un periodo durante el cual el desenfreno sexual se apodera de las costumbres, se retoma la tradición del libre pensamiento, anticlerical y antimonárquico, y los libros antes prohibidos ahora circulan con una gran libertad. Se leía a los grandes novelistas ingleses, tan contrapuestos, como Samuel Richardson y Henry Fielding[7]. Estos tendían al realismo, y sus relatos no sólo los protagonizaban los nobles: ahora también las clases bajas. La vida en sociedad es retratada como un juego de engaños y apariencias del cual los libertinos conocen a la perfección sus códigos y engranajes. La seducción es un arte complejo que se emprende por desafío, deseo o amor propio y la mujer es una presa a capturar, y siempre cede al avance del cazador. En cualquier caso, el sexo está puesto en el centro de la historia y del texto. Leer se convierte en una acción corporal: leer excita. Para escapar a la censura y a la represión, hay una apelación insistente a los sobrentendidos, a la ironía, al doble sentido, a las alusiones, a los significados cifrados… A veces, entonces, es la censura el motor del relato.
La historia de la sexualidad siempre ha venido marcada por grandes periodos de represión y censura, salpicados por momentos de liberación total de las pasiones, y estos escritores libertinos representan uno de estos periodos donde se rompe con la moral establecida para dar rienda suelta a la sexualidad natural del hombre. Y es que estos hombres y mujeres vivieron a caballo entre dos épocas, entre el final del Antiguo Régimen y el inicio de la Edad Contemporánea, por lo que representan el último canto de cisne de un grupo social caracterizado por sus privilegios, pero también por su frivolidad, exuberancia y libertad de pensamiento. Por lo que esta explosión del gusto por expresar la sexualidad del ser humano sólo se pudo dar en la Ilustración y en ese grupo social de intelectuales, librepensadores, filósofos, aristócratas.... ya que antes y después, el ser humano volverá a autoimponerse una estricta y rígida moral sexual... Antes, con el control total de la moral sexual por parte de la Iglesia; después, por el triunfo de la burguesía y la imposición de una nueva moral sexual, tan estricta (e hipócrita) como la ejercida anteriormente por moral religiosa. La homosexualidad, la masturbación, el travestismo o el sadomasoquismo se liberarán de la cárcel moral donde estaban ocultos y verán la luz gracias a estos autores libertinos.
Una intencionada visión «feliz» de la prostitución
Leyendo las vivencias de Fanny, parece que nos encontremos más con una estudiante en una residencia de señoritas que con una joven que, sola en el mundo, viaja a la gran ciudad donde acaba prostituida, pasando de mano en mano. De la noche a la mañana abandona su aburrida vida en el campo para pasar a vivir en un ambiente de lujo, joyas y hermosos vestidos, con una sucesión de fiestas, bailes y banquetes. Sus dos madames, las señoras Brown y Cole, parecen casi unas madres adoptivas que la acogen, la protegen y le consiguen clientes fijos para llevar una buena vida. Sus compañeras de trabajo no rivalizan con ella, sino que se convierten en unas hermanas con las que compartir confidencias. Sus clientes son mayoritariamente hombres atractivos y buenos amantes que la tratan con respeto y con los que probablemente le apetecería mantener relaciones aunque no le pagaran. No hay mención alguna a ninguna enfermedad venérea, y si se relata algún episodio traumático, como el intento de violación o el aborto de Fanny, se hace sin ningún dramatismo. Fanny parece ser la única prostituta en la historia de la humanidad que no tiene que tratar con clientes desagradables o abusivos. De hecho, los clientes son tan buenas parejas sexuales que Fanny no tiene problema alguno en alcanzar orgasmos simultáneos con casi todos. Tanto Richardson como Defoe presentaban a sus prostitutas como víctimas más o menos deseosas de redención. Fanny, por el contrario, está dispuesta a aceptar su situación y a rentabilizarla del modo más extremo. La imagen distorsionada de la realidad se mantiene hasta el mismo final de la novela, pues Fanny termina su relato contando a los lectores cómo, tras su reencuentro con su amado Charles, se casan y viven felices rodeados de sus hijos como miembros de la nueva alta burguesía. Este final utópico causó gran revuelo y significó una enorme ruptura con los convencionalismos sociales y literarios de la época.
Sin embargo, la situación de las prostitutas en Londres distaba mucho del ambiente que plasma Cleland en su Fanny Hill. Londres se había convertido a lo largo del siglo XVIII en la mayor metrópoli europea. Su población pasó de 670.000 habitantes a mediados de siglo, a casi el doble hacia 1820 y este crecimiento desmesurado, unido a la irrupción del primer capitalismo, provocó una dislocación de las estructuras que habían regido la sociedad inglesa hasta ese momento. La prostitución parecía estar en un momento de auge a mediados del siglo XVIII. Eran muchos los comentaristas que consideraban que la ciudad estaba llena de meretrices, como John Stedman que anotó en sus diarios: «Me encontré con trescientas prostitutas en el Strand» o James Boswell[8] que, paseando por la misma calle, se halló «rodeado de mujeres libertinas de todas clases». Todos ellos señalaban escandalizados su atrevimiento a la hora de ofrecer sus servicios a los posibles clientes. Sin embargo, estas impresiones se debían más a la concentración del comercio del sexo en unos lugares muy concretos de la ciudad que a la realidad de los hechos. Las estimaciones del número de prostitutas son en general moderadas y rondan las tres mil en los años centrales del siglo XVIII.
Un rasgo que caracterizaba la prostitución en Londres frente a la de otras ciudades europeas era que sus clientes pertenecían a todas las clases sociales, desde los aprendices a la aristocracia, a diferencia de lo que ocurría en ciudades como París, en la que eran las clases superiores, especialmente nobles y clérigos, sus clientes habituales. Así se explican los comentarios de Boswell sobre la variedad de tarifas que podían encontrarse desde «la espléndida madame de cincuenta guineas por noche» a la «ninfa de medias blancas de hilo» que sólo requiere «una pinta de vino y un chelín». Estas jerarquías quedaban reflejadas también en su distribución geográfica por las distintas zonas de Londres, cada una especializada en un tipo de prostitución. Sus condiciones de vida estaban también, lógicamente, en relación con su situación económica. No obstante, el arquetipo de esta visión será la pobre muchacha de familia humilde pero honrada que llega a Londres, donde es víctima de las garras de las redes organizadas que primero la degradan moralmente para después hacerla caer en el infierno de las enfermedades venéreas, la delincuencia, la cárcel y la muerte. Sin embargo, las prostitutas fueron en general más dueñas de su destino de lo que esta versión pretendía. Para empezar la mayoría eran del propio Londres. Casi todas procedían de las capas más humildes de la población y muchas tenían esta profesión sólo durante un tiempo determinado, a veces como alternativa a trabajos no menos duros de criadas, lavanderas, dependientas, etc. Eran aceptadas socialmente, especialmente entre los miembros de las clases bajas, y sólo al final del siglo las críticas a su falta de moralidad se hicieron más extensas. Aunque las prostitutas buscaban a los clientes por las calles, organizadas generalmente en parejas o pequeños grupos por cuestiones de seguridad, posteriormente los llevaban a lugares cerrados para consumar la transacción. Los más frecuentes eran los baños surgidos en Londres en la Edad Media con propósitos higiénicos pero que en estos momentos se habían convertido casi en sinónimos de burdeles. Se agrupaban en torno a unas zonas: Drury Lane, St. James y Covent Garden, como se describe en Fanny Hill. Estaban generalmente dirigidos por alcahuetas, aunque no faltaban tampoco hombres a cargo de estos negocios. A pesar de la existencia de algunos grandes establecimientos, la mayor parte de las meretrices trabajaban independientemente. Otros escenarios fundamentales de la prostitución eran algunas posadas y tabernas. Allí vivían muchas de ellas, en modestas habitaciones, a veces alquiladas por los dueños de las tabernas, a los que su proximidad proporcionaba clientes extras. Estas tabernas eran además el único lugar en el que las prostitutas podían encontrar momentos de ocio y descanso[9]. Hasta 1730 fueron relativamente frecuentes los arrestos de clientes pillados in fraganti durante las redadas en burdeles o en la calle. Sin embargo, después de 1750, las detenciones se limitaron a aquellos acusados de escándalo por realizar intercambios sexuales en lugares públicos. No se intentaba disuadir a los clientes, ya que, como afirmaban algunos comentaristas, acabar con la prostitución podría incrementar la sodomía «un pecado nefando demasiado abundante». En esta línea se publicaron también ensayos defendiendo la necesidad de la prostitución y las ventajas de su legalización. Sin embargo, la prostitución continuó considerándose por la mayoría de los comentaristas más conservadores como un grave problema social, especialmente por su contribución a la difusión de las enfermedades venéreas y su relación con el crimen organizado, así como por el escándalo que suponía su presencia en las calles, especialmente para las mujeres y los niños. Se consideró entonces que la solución podía ser la creación de establecimientos en las que se recluyese a las prostitutas para reeducarlas a través del trabajo y la religión. Con este propósito aparecieron instituciones como el Magdalen Hospital, gracias a la iniciativa de Robert Dingley, o el Lock Asylum. Todas estas iniciativas filantrópicas no impedían que continuase la represión de la prostitución. En las primeras décadas del siglo fue especialmente activa la Society forthe reformation of manners, fundada en 1691 con el afán de suprimir la inmoralidad de la vida pública a través de la publicación de listas negras con los nombres de aquellos sorprendidos en situaciones indecentes. No obstante su actividad fue disminuyendo y si en 1708 fueron acusadas 1.255 personas de «comportamiento impúdico y desordenado», en 1738 la cifra había descendido a 52. Estrechamente vinculado con la Society estuvo el magistrado John Jonson, que emprendió activas campañas contra los burdeles y la prostitución en la década de 1730. En la segunda mitad de siglo continuaron las persecuciones y se promulgaron leyes represoras en 1752 y en 1774. A lo largo de este periodo eran arrestadas unas cien prostitutas cada año. El número descendió a partir de 1787, probablemente como efecto de las iniciativas mencionadas. La mitad aproximadamente de las detenidas eran condenadas a penas de cárcel, cuya duración oscilaba entre una semana y un mes, y enviadas después a la prisión de Bridewell. Algunas recibían además una pena de azotes e incluso se dieron casos de condenas a muerte o a deportación, en el caso de prostitutas acusadas de robo.
En definitiva, la prostitución se convirtió en una de las grandes preocupaciones del Londres del siglo XVIII. A pesar de las voces comprensivas y de una cierta aceptación social, la imagen que fue calando fue la de una verdadera amenaza para la sociedad. Los comentaristas no dudarán en presentarla como un ataque al «auténtico orden de la civilización», ya que no sería «la deuda nacional ni la guerra lo que nos arruinará, sino la depravación». La prostituta se convertirá así en un personaje arquetípico, frecuente en todas las facetas de la cultura popular, desde los panfletos burlescos a las estampas satíricas, que explotaron cuanto pudieron el potencial erótico y morboso del tema sin dejar de reflejar las ideas dominantes de una sociedad hipócrita que necesitaba, usaba, explotaba y condenaba a las prostitutas[10].
Una novela perseguida y prohibida
Tanto Cleland como su editor, Ralph Griffith, tuvieron que sufrir un proceso legal y renunciar a publicar la novela que fue prohibida fulminantemente. Con todo, era un éxito de ventas, por lo que siguieron apareciendo innumerables ediciones piratas[11]. Esta persecución fulminante fue el resultado de una campaña dirigida por los obispos indignados, aunque, a diferencia de la tradición literaria e iconográfica de la época en obras eróticas y pornográficas, el libro se habría abstenido de poner en escena a clérigos. A fin de ganarse la gracia de los jueces, Cleland y su editor se comprometieron a retirar la obra de la circulación y a preparar una versión bowdlerizada[12], que apareció en marzo de 1750[13]. Sin embargo la versión original pirateada continuó circulando, lo que, quizá incitó a los obispos a perseguir también la segunda versión censurada por el propio Cleland. Estas persecuciones fueron abandonadas cuando el presidente del Privy Council, lord Granville, un antiguo colega del padre de Cleland, obtuvo del novelista la promesa de no publicar más obras comprometedoras a cambio de una pensión anual de 100 libras, aunque también se piensa que le pidió que escribiera en la prensa de la época artículos favorables al gobierno. Una tentativa de reedición de la obra original por parte de otro editor, Drybütter, condujo a este a la cárcel. En los años de la década de 1760, las ediciones del libro ilustradas con grabados pornográficos de muy mala calidad contribuyeron probablemente a su casi relegación durante cerca de dos siglos.
A comienzos del siglo XX, no se fue más benevolente con el libro y se continuó rechazando todo mérito literario. La novela fue prohibida en 1821 en los Estados Unidos no pudiéndose publicar allí hasta 1963[14]; en México hasta 1969 y en Reino Unido, más de dos siglos después de su primera edición, pudo publicarse libremente en 1970. Además, en Estados Unidos el libro siguió siendo objeto de ataques por grupos de presión y declarado obsceno por los tribunales de Justicia de Nueva Jersey y Massachusetts. En 1965 la novela fue llevada ante la justicia en Illinois y provocó el cierre de una biblioteca en Chicago. En Mánchester, en 1963, fue quemado en público un ejemplar; también ocurrió lo mismo en Japón e incautado otro ejemplar en Berlín. Algunas voces lograron ser escuchadas para defender al autor y su obra. En 1966 un juicio (que se convirtió en célebre) del Tribunal Supremo de los Estados Unidos anuló la condena del libro por obscenidad.
En nuestros días, la mayor parte de especialistas de literatura inglesa del siglo XVIII admiten que convendría reconocer a Cleland novelista un lugar junto a Defoe, Fielding, Richardson y Smollett. Muchos críticos coinciden en afirmar que Fanny Hill es probablemente una de las grandes novelas eróticas jamás escritas. La Cambridge Guide to Literature in English no dudó en afirmar que fue una de las obras más populares del siglo XVIII y Peter Wagner escribió, en el prefacio a su edición publicada en 1985 en la editorial Penguin Classics: «... porque por su inherente e innegable valor histórico y literario, las Memorias de Cleland merecen un lugar junto a las novelas más importantes de la primera mitad del siglo XVIII».
Desde 1960 se ha publicado un gran número de estudios críticos, concernientes tanto al autor como su novela, así como múltiples traducciones de la misma. Para intentar explicar este «renacimiento» de Fanny Hill, es necesario decir que la novela se sitúa en la línea de obras cuyo éxito ha perdurado a lo largo de los siglos, a pesar de las tesis que defiende, el mensaje moral que contiene y las ideas libertinas que expone, y que se integra en una sólida tradición literaria y filosófica.
Publicación de Fanny Hill en España
La ausencia de traducciones al castellano durante casi dos siglos no significa que la novela de Cleland fuera totalmente desconocida en España. Las primeras copias llegaron desde Francia y se vendieron directamente en su versión gala. La distribución en francés no representó problema alguno, pues era una obra dirigida a un público de cierto poder adquisitivo y los librepensadores ilustrados de la alta burguesía española eran por lo general bilingües, o al menos con la suficiente fluidez como para leer en francés; por tanto, la traducción al español no era tan esencial. Además, al estar publicada en Francia e importada a España sin pasar por editoriales o distribuidores oficiales, era más difícil para la Inquisición controlarla. Aunque se trataba de ediciones piratas de las que es casi imposible conocer la fecha de publicación o el número de ejemplares vendidos en España, sabemos a ciencia cierta que existían y se leían, pues Fanny Hill aparece mencionada en 1785 en el Índicede libros prohibidos. Para la Inquisición, la literatura erótica resultaba enormemente obscena e inaccesible, pues la sola representación del placer con la finalidad de despertar los instintos más irreductibles a las normas del decoro suponía una grave transgresión moral. La persecución contra lo erótico se perpetuó durante la mayor parte del siglo XIX y España, a causa de su estructura política, ideológica y cultural monolítica tardó en aceptar la moda pornográfica que triunfaba en otros países. Será a finales del siglo XIX y principios del XX cuando comenzaron a surgir las primeras traducciones al español, pues la reputación de la novela la hacía lo suficientemente atractiva para los editores como para que estuvieran dispuestos a correr riesgos legales. De todos modos, para hacer más difícil el rastreo de estas ediciones piratas españolas, los editores presentaban la publicación con distintos títulos (lo que dificulta seriamente su análisis en archivos y bibliotecas)[15]. Ya entrado el siglo XX, se publicó la prestigiosa colección de literatura erótica «Biblioteca de López Barbadillo y sus amigos», entre 1914 y 1924, en la que se editaron textos clásicos de la literatura erótica, entre los que se incluye nuestra novela bajo el título de La cortesana inglesa. Memorias de Fanny Hill[16].
Tras décadas en el más absoluto olvido, la muerte de Franco y el consiguiente final de la dictadura trajeron consigo un número considerable de nuevas traducciones que esperaban poder ser publicadas sin miedo a la censura o a tener problemas con las autoridades civiles o religiosas[17]. De entre estas ediciones destaca la publicada en 1975 por Akal Editor que, tras enfrentarse con la censura, se vio obligado a retirarla[18]. No nos resistimos a la tentación de transcribir párrafos de una sentencia cuyos considerandos asombran en la España democrática de nuestros días:
«Con descripciones detalladas de actos sexuales...»; «y con la única intencionalidad de su atractivo lascivo...»; «sin atender a la natural agresión que producen a los sentimientos morales de la comunidad...» También se afirma que esta obra está destinada al estímulo de instintos lascivos, con la finalidad nihilista de pervertir a los jóvenes y a los niños[19].
Dos años más tarde, en 1977, Ramón Akal fue indultado y pudo finalmente publicar la primera edición legal en español de Memoirs, bajo el título de Fanny Hill. A pesar de semejante avance, los viejos temores al escándalo y las represalias profesionales se hicieron evidentes en el hecho de que el traductor se sintió obligado a ocultarse bajo el pseudónimo de Frank Lane, pues temía que ser identificado como traductor de literatura erótica lo pusiera en una lista negra que le impidiese volver a trabajar para editoriales de prestigio.
Nuestra editorial reeditó Fanny Hill en 1980 y 1985, esta vez en la serie de Clásicos. Ahora, ya en pleno siglo XXI, volvemos a publicar la obra dentro de una nueva colección, Clásicos de la Literatura, porque queremos seguir defendiendo y reforzando la consideración estética y literaria de Fanny Hill por encima de su evidente vertiente erótica.
[1] En el caso de esta novela existen dos títulos originales que se corresponden, respectivamente, con la primera edición de 1748 –Memoirs of a Woman of Pleasure– y con la versión expurgada de 1750: Memoirs of Fanny Hill. Conviene recordar que tanto en las ediciones inglesas posteriores como en las traducciones se han utilizado uno u otro título o combinaciones de ambos para referirse siempre a la primera versión, ya que la segunda nunca se reeditó.
[2] James Boswell (1740-1795), gran amigo de Cleland, aseguraba que este lo había escrito en su juventud como un modo de demostrar a otro amigo que se podía crear una novela tan erótica como la francesa L’École des filles ou la Philosophie des dames (París, 1655), en la que dos primas, una virgen llamada Catherine y otra casada «liberada», llamada Frances, hablan sobre sexo. Frances instruye a su joven prima sobre distintos hábitos y le enseña a utilizar el sexo como una poderosísima arma para conseguir todo lo que desea. Este libro, bajo el título School of Venus, se convirtió en la novela erótica más vendida en Inglaterra durante todo el siglo XVII.
[3] Daniel Defoe (ca. 1660-1731) publicó en 1722 Fortunas y adversidades de la famosa Moll Flanders, considerada la primera gran novela social de la literatura inglesa centrada en la vida de una prostituta. Desde el punto de vista de los historiadores, Moll Flanders ofrece valiosa información acerca de la vida, los hábitos y los castigos en el mundo de la delincuencia del siglo XVIII y contiene además una de las pocas descripciones detalladas de la vida en el barrio londinense de The Mint, así como de la prisión de Newgate.
[4] Samuel Richardson (1689-1761) escribió Pamela o la virtud recompensada (1740), novela epistolar sentimental de final feliz, de enorme éxito. En Pamela describe la «virtud» tal como era concebida en el siglo XVIII. Su protagonista es una joven sirvienta en una casa adinerada. El hijo de la casa, el señor B., se encapricha de ella y urde diversas intrigas para poder obtenerla, pero ella consigue triunfar en la protección de su virtud. B., después de leer el diario que Pamela ha escrito en secreto, se ve forzado a proponerle matrimonio. La popularidad de Pamela se debió principalmente a la efectiva técnica de revelar la historia directamente por la protagonista, primero a través de cartas, y después, por su diario. Esto, combinado con la naturaleza moral de la historia, lo hizo aceptable para la ascendente clase media, por lo que fue un inmediato éxito editorial.
[5] Donatien Alphonse François de Sade, conocido por su título de marqués de Sade (1740-1814), es autor de Los crímenes del amor, Aline y Valcour, y Justine o los infortunios de la virtud, Juliette o las prosperidades del vicio, Las 120 jornadas de Sodoma y La filosofía en el tocador, entre otras novelas, cuentos, ensayos y piezas de teatro. En sus obras son característicos los antihéroes, protagonistas de violaciones y de disertaciones en las que mediante sofismas justifican sus actos. La expresión de un ateísmo radical, además de la descripción de parafilias y actos de violencia, son los temas más recurrentes de sus escritos, en los que prima la idea del triunfo del vicio sobre la virtud. Fue encarcelado bajo el Antiguo Régimen, la Asamblea Revolucionaria, el Consulado y el Primer Imperio francés, pasando veintisiete años de su vida encerrado en diferentes fortalezas y «asilos para locos».
[6] Véase nota 2.
[7] Una de las principales características de todas las novelas de Henry Fielding (1707-1754) es que, mientras que escritores de la época como Samuel Richardson intentaron ocultar la naturaleza ficticia de su obra, haciendo uso de las memorias o de la forma epistolar como método para hacer su historia verosímil y próxima a la realidad, Fielding adoptó en toda su producción un estilo diametralmente opuesto, en el que el autor no hace ningún esfuerzo por esconder su presencia en la misma, ni tampoco trata de ocultar los artificios literarios de los que hace uso; antes bien, hasta se los comenta al lector. Así ocurre en Shamela (1741), una de las numerosas obras que parodiaban la moralizante Pamela de Richardson, escrita en 1740. Fielding la atacó con dureza, rechazando el mercadeo de la virtud con el que Pamela triunfa en la obra homónima y denunciando la hipocresía de Richardson.
[8] La vida de James Boswell fue especialmente licenciosa, frívola y disoluta: solía salir de casa, y tras pasar semanas enteras entre prostíbulos y tabernas, volver a ella con alguna infección venérea.
[9] Parece ser que Cleland, para su Fanny Hill, se inspiró en Fanny Murray, una prostituta de diecisiete años que trabajaba en la Rose Tavern de Londres.
[10] Sobre la prostitución en el Londres del siglo XVIII, véase J. Docampo Capilla, «Love for sale: prostitutas, alcahuetas y clientes en la obra de Hogarth», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo 15 (2007), pp. 99-144.
[11] De la primera edición se vendieron 750 ejemplares, pero prueba de su éxito fueron las veinte ediciones clandestinas aparecidas entre 1740 y 1845, consignadas por Henry Spencer Ashbee en su Catena librorum tecendorum, un listado de libros prohibidos de 1885.
[12] Este adjetivo se refiere a Thomas Bowdler (1754-1825), un médico inglés que, en la segunda mitad del siglo XVIII, publicó una versión expurgada de las obras de Shakespeare, más apropiadas −pensaba él− para mujeres y niños. Su nombre, desde entonces, está asociado a la censura pudibunda de las obras literarias, cinematográficas o televisivas que se conoce ya con el adjetivo de edición bowdlerizada.
[13] Cleland envió una carta a la oficina del secretario de Estado para intentar escapar de la acción legal negando ser el padre legítimo de Fanny, con las siguiente argumentación: «El plan de la primera parte me fue dado por un joven caballero... hace más de dieciocho años, en una ocasión que no viene al caso detallar en esta oportunidad. Jamás soñé en preparar dicho material con fines de darlo a la imprenta, hasta mucho tiempo después, en que, encontrándome en la flota de Su Majestad, en mis horas de ocio, lo modifiqué, lo enriquecí, le añadí, cambié pasajes y, en una palabra, lo volví a moldear».
[14] En 1963, en la ciudad de Nueva York, se absolvió a la editorial G. P. Putnam’s Sons y se aprobó la publicación de Fanny Hill: Memorias de una mujer galante. El juez Klein declaró, entre otros argumentos: «Si las normas han de medirse de acuerdo con lo que al público se le ha permitido ver últimamente en las llamadas películas artísticas del extranjero y también, a qué dudarlo, en no pocos de nuestros propios productos fílmicos, entonces podrá apreciarse con idéntica claridad que las Memorias no violentan en lo más mínimo dichas normas...». «Si bien es cierto que la historia de Fanny Hill jamás reemplazará a Caperucita Roja como cuento infantil, también es igualmente posible que si Fanny Hill fuese trasladada de su ambiente georgiano de mediados del siglo XVIII a nuestra actual sociedad, es de concebir que podría encontrarse con muchas cosas que la harían enrojecer», recogido en un artículo de El País, 22/08/1975.
[15] Para rastrear todas estas ediciones hay que tener en cuenta que la traducción al español ha implicado en numerosos casos pequeñas modificaciones en el título del libro; así nos encontramos con Fanny Hill convertida en Memorias de Fanny Hill,Memorias de una cortesana,Memorias de una mujer del placer o Memorias de una mujer galante.
[16] Esta colección unió al interés literario una cuidada presentación. Los textos, de pequeño formato, llevaban la cubierta en dos tintas, las páginas orladas en rojo e impresas en papel hilo, registro o pluma, siempre en tiradas cortas. Llegó a editar un total de veinte obras a lo largo de sus diez años de existencia, con títulos como Los diálogos del divino Pietro Aretino o El jardín de Venus.
[17] Para conocer todas las ediciones en español de Fanny Hill, véase el artículo de C. Toledano Buendía, «Recepción de Fanny Hill en España: estudio preliminar», Atlantis 2 (diciembre 2002), vol. XXIV, pp. 215-227.
[18] El 11 de mayo de 1975 Akal Editor presentaba a depósito previo seis ejemplares de Fanny Hill. Memorias de una mujer galante, y pocos días más tarde, cuando la edición todavía no había sido tirada, es secuestrada por funcionarios policiales y es abierto expediente. El 8 de julio se procesó al editor Ramón Akal, multándolo con 50.000 pesetas y dos años de inhabilitación.
[19] Recogido del artículo «Fanny Hill y el eros metafísico» de Carlos Gurméndez, El País, Cultura, 11/09/1977.
CRONOLOGÍA
1709
Cleland nace en Kingston upon Thames, en Surrey, Londres, en una familia acomodada con amistades en el mundo literario (A. Pope, el vizconde Bolingbroke, lord Chesterfield, H. Ealpole…). Su padre, William Cleland, era un oficial de la Armada británica.
1721
Entra en la reputada Westminster School, una institución educativa privada.
1723
Es expulsado de dicha escuela, sin conocerse la razón.
1728
Tras un breve paso como personal diplomático en Esmirna (Turquía), ingresa en la Compañía de las Indias Orientales como soldado raso, para poco a poco ir ascendiendo en el escalafón.
1728-1740
Es destinado en Bombay como administrador civil y secretario del Bombay Council.
1740
Repentinamente renuncia a su puesto para regresar a Inglaterra. Hay dos versiones sobre los motivos que originaron tal decisión: un enfrentamiento con un superior por causas no aclaradas o una carta de su moribundo padre pidiéndole que regresase a casa.
1740-1741
No tiene medios para realizar el Grand Tour y lleva a cabo un «pequeño» Tour.
1741-1748
Tras la muerte de su padre, Cleland no obtiene la herencia que esperaba recibir. Se inicia así un periodo oscuro en su vida que duró unos siete años.
1748
Es arrestado y llevado a juicio por las numerosas deudas que había ido acumulando desde su regreso de la India. Condenado a un año de cárcel, aprovecha su estancia en prisión para completar un relato que había esbozado muchos años antes y de este modo lo convierte en una novela: Memoirs of a Woman of Pleasure.
1748
Vende al editor Ralph Griffith el manuscrito de Memoirs of a Woman of Pleasure por tan sólo veinte guineas y sin asegurarse derecho alguno sobre las posibles ediciones que pudieran realizarse. Memoirs es publicada por fascículos; el primero, en noviembre.
1749
Se publica la segunda parte de Memoirs en febrero. Un mes más tarde John Cleland sale de prisión y recibe el dinero acordado con Griffith por su novela.
1749
Cleland vuelve a ser arrestado en noviembre, esta vez por «corromper a los súbditos del rey». Las autoridades civiles y eclesiásticas consideran a Memoirs escandalosa por su alto contenido erótico y denuncian al autor, al editor y al impresor. La novela pasó a ser declarada ilegal y todos los ejemplares encontrados fueron secuestrados y destruidos.
1750
Ralph Griffith aprovecha las circunstancias para publicar una segunda edición de Memoirs en un solo volumen más lujoso. La novela se convierte en un éxito de ventas.
1750
Cleland publica una versión fuertemente censurada de Memoirs, en la que elimina todas las descripciones detalladas de las escenas eróticas. Así surge Fanny Hill, nombre con el que la novela pasó a ser internacionalmente conocida, tanto en esta versión mutilada como en la original.
1751
Ralph Griffith se ofrece a publicar la nueva novela de Cleland Memoirs of a Coxcomb [Memorias de un mequetrefe]. A pesar de sus buenas intenciones, no tiene ningún éxito de ventas. Este nuevo fracaso obliga a Cleland a convertirse en escritor por encargo, tarea que compagina con la realización de traducciones y reseñas para The Monthly Review.
1752
Traduce una novela erótica francesa aparecida en 1751: la Chronique Scandaleuse, de Charles Pineau-Duclos.
1755
Escribe para el teatro Titus Vespasiano y The Ladies Subscription[La suscripción de las damas], nunca representadas.
1758
Publica una tercera obra de teatro titulada Tombo-Chiqui, or The American Savage [Tombo-Chiqui o El salvaje americano], tampoco puesta en escena.
1759
Escribe el largo poema The Times! An Epistle to Flavian[¡Los tiempos! Una Epístola a Flavio].
1759
Cleland se convierte en un hombre amargado y resentido. Abandona la literatura y se centra en publicaciones pseudocientíficas como The Institutes of Health, una especie de tratado de sexología.
1764
Nueva incursión infructuosa en el erotismo con cuatro novelas bajo el título The Surprises of Love [Las sorpresas del amor].
1766
Cleland se vuelca en la lingüística y publica tres libros, en los cuales tratará de demostrar que el celta es el ancestro común de todas las lenguas europeas: The Way to Things by Words and to Words by Things[El camino a las cosas por las palabras y de las palabras a las cosas] (1766), Specimen of an Etymological Vocabulary[Ejemplar de un vocabulario etimológico] (1768), Additional Articles to Specimen[Artículos adicionales al Ejemplar] (1769), con poca repercusión.
1768
Retoma el género erótico con una novela en tres volúmenes The Woman of Honour [Mujer de honor], obra recibida con indiferencia.
Desde 1769
Zona de sombras; sólo se sabe que continúa escribiendo críticas, hasta 1787, en The Monthly Review y cartas en el Public Advertiser.
1789
Muere el 23 de enero en Westminster solo, arruinado y resentido contra la sociedad inglesa que no había sabido apreciar el valor de sus escritos.
FANNY HILL
Memorias de una mujer galante
CARTA PRIMERA[1]
Señora:
Vedme sentada y pluma en mano para dar prueba del respeto que vuestros deseos me merecen, pues son para mí mandatos inexcusables. Aunque ingrata pueda ser mi labor, reviviré los turbios episodios de mi vida. De ellos surgí al cabo para disfrutar de las bendiciones que amor, salud y bienandanza pueden procurar; aún en la flor de la mocedad, todavía estoy a tiempo de emplear el ocio −obsequio del desahogo y la prosperidad− en el cultivo de un discernimiento no despreciable que hasta en el torbellino de placeres deshonestos en que me vi sumida atisbó más del carácter y usos del mundo de lo que es corriente en las de mi infeliz profesión, que, al tener por primordial enemigo todo pensamiento o reflexión, los mantienen tan alejados de sí como pueden o los aplastan sin piedad.
Pues odio mortalmente cualquier exordio de longitud inútil, os aliviaré de este y ahorraré más disculpas para daros a conocer la parte airada de mi historia, escrita con igual libertad que la viví[2].
La verdad: la verdad monda y escueta. Así será. No utilizaré sutiles gasas para velarla, sino que pintaré los hechos tal como me llegaron sin haber cuenta de la violación de normas de decencia que no se establecieron para intimidades tan poco recatadas como las nuestras, y vos, señora, sois harto avisada y tenéis sobrado conocimiento de lo representado para torcer asqueada el gesto en contra de vuestro natural ante su retrato[3]. Los más grandes hombres, los de gusto más exquisito y ejemplar, no se sonrojan al alhajar sus aposentos con desnudeces, aunque, en obediencia a vulgares preocupaciones, acaso no los tengan por adorno honesto de salones y escaleras.
Con esto como preludio suficiente entro en mi historia. Fue Frances Hill mi nombre de muchacha[4]. Nací en una aldea cercana a Liverpool, en Lancashire, de padres pobres en extremo, y creo esperanzadamente que en extremo honrados.
Mi padre, tullido tan cruelmente que quedó inútil para las duras faenas camperas, se malganaba la vida tejiendo redes, y en poco suplía mi madre sus ganancias rigiendo una pequeña escuela para las niñas de los alrededores. Tuvieron varios hijos, pero ninguno maduró excepto yo, que recibí de la naturaleza[5] robusta complexión.
Mi crianza hasta cumplidos los catorce años no pasó de mezquina: algo de letras, o por mejor decir de escritura, unos garabatos ilegibles y algunas labores corrientes y sencillas fueron todo, y en cuanto a enseñanzas de virtudes, no pasaron de un total desconocimiento de todo vicio, o de la natural timidez de nuestro sexo, que en la edad tierna hace que las cosas nos amedranten más por desconocidas que por perjudiciales. Mas estos temores pronto se desvanecen, así que la niña deja de ver al hombre como bestia rapaz que la devorará.
Mi pobre madre repartió sus horas tan completamente entre alumnas y quehaceres hogareños, que poco tiempo tuvo para instruirme, pues su inocencia y desconocimiento del mal no le permitieron suponer que fuera menester guardarme de peligro alguno.
Frisaba los quince años cuando me acaeció la peor de las desgracias, pues perdí a mis cariñosos padres, entrambos víctimas de las viruelas con escasos días de diferencia. Murió primero mi padre, lo que apresuró la muerte de mi madre, con lo que quedé huérfana desvalida y sin parentela en el lugar, pues mi padre era natural de Kent y se estableció en la aldea accidentalmente. La cruel dolencia que les fue fatal también me atacó a mí, pero con tal levedad y tan suaves síntomas que de allí a poco salí del peligro y quedé sin señal alguna de ella en el cuerpo, bien cuyo valor no supe apreciar a la sazón. Pasaré por alto la descripción del natural dolor y aflicción que me acometieron en ocasión tan triste. Algo de tiempo y la irreflexión de la edad disiparon harto aprisa mis pensamientos acerca de la irreparable pérdida, pero nada me ayudó tanto a acomodarme con ella como las ideas que despertaron en mí de trasladarme a Londres y allí buscar empleo, empresa para la que me prometió toda clase de ayudas y consejos una tal Esther Davis, mujer joven que había venido a visitar amigos unos días y se disponía a regresar a su ocupación.
Como nadie quedaba en la aldea que se interesara por lo que pudiera acaecerme u objetara a este proyecto, y la mujer a cuyo cuidado quedé después de morir mis padres más bien me alentó a realizarlo, pronto decidí lanzarme al mundo trasladándome a Londres para buscar fortuna, frase que diré de pasada ha labrado la desgracia de más aventurados provincianos de entrambos sexos que los que ha beneficiado y hecho medrar.
No dejó Esther Davis tampoco de animarme e impulsarme a que me arriesgara en su compañía picando mi curiosidad, con descripciones de las cosas que se podían ver en Londres: las Tumbas, los leones de la Torre[6], el rey, la familia real, las espléndidas funciones de teatro y ópera y, en resumen, todos los esparcimientos que ella tenía allí a su alcance y cuya descripción me nubló el poco seso que aún tenía.
No puedo recordar sin risa la inocente admiración, no desprovista de un grano de envidia, con que las pobres niñas aldeanas, cuyas ropas domingueras no iban más allá de toscas camisolas y hopalandas[7] de lanilla, mirábamos los adornados vestidos de satén, cofias bordeadas por una pulga de encaje, cintuelas coloreadas y zapatos con hebilla de plata; todo lo cual imaginábamos que daba la naturaleza en Londres e influyó en gran manera para persuadirme a procurar conseguir mi parte de ello.
Con todo, la idea de contar con la compañía de una aldeana fue de poca sustancia entre las razones que movieron a Esther a cuidar de mí en el viaje a la capital, en donde, como me explicó a su manera y en su estilo,
varias muradas venidas del campo habían hecho fortuna duradera para sí y todos sus parientes; sin daño para su virtud, algunas consiguieron que su amo se prendara de ellas en tal grado que casaron con ellas, les dieron carruaje y vida holgada y felicísima; en tanto que otras quizá llegaron a duquesas; todo dependía de la fortuna, ¿y por qué no yo igual que otras?[8].
Estos y parecidos vaticinios aumentaron mi afán por ponerme en camino y abandonar un lugar en donde, aunque era el de mi cuna, no dejaba pariente alguno que pudiera añorar y que se tornó insufrible cuando al trato amoroso sucedió una fría caridad, que con ella se me trataba hasta en la casa de la única amiga de quien podía esperar cuidados y amparo. Mas se condujo conmigo lo suficiente como para encargarse de recoger mi modesta herencia después de pagar deudas y gastos de entierro, y cuando emprendí el viaje me entregó todo mi peculio, un muy exiguo vestuario encerrado en una caja por demás manejable y ocho guineas y diecisiete chelines en plata en un monedero de resorte, fortuna superior a cuantas había visto y que calculé inagotable. Fue tan grande el alborozo que experimenté al verme dueña de caudal tan inmenso que poca atención presté al que de buenos consejos me dieron a la par.
Consiguieron lugar en la diligencia de Londres para Esther y para mí. No entraré en detalles de las escenas de despedida, en las que derramé algunas lágrimas, en parte de pena y en parte de gozo. Y por tenerlo por no menos baladí, tampoco describo cuanto aconteció en el viaje, como las miradas vinosas que me dirigió el cochero o las tretas de algunos de los viajeros, de las que me libró la vigilancia de mi guardiana, Esther, que diré en justicia que cuidó maternalmente de mí, a la vez que me hizo pagar por mi protección permitiendo que yo corriera con todos sus gastos de viaje, lo que hice de mil amores y consideré que aún quedaba deudora suya.
Cuidó con celo que nunca nos cobraran de más o que de nosotras abusaran, y se mostró tan frugal como pudo, pues la liberalidad no era vicio que pudiera achacársele.
Ya estaba avanzada la tarde de un día de verano cuando llegamos a Londres en la diligencia, tarde pese a arrastrarla un tiro de seis caballos. Cuando pasábamos por las grandes calles, el ruido de los carruajes, el bullicio, la multitud de viandantes y, en breve, toda aquella novedad de comercios y casas me causó a la vez gusto y asombro.
Mas imaginad mi tribulación y sorpresa cuando llegamos a la posada, bajamos de la diligencia y nos entregaron nuestro equipaje y mi protectora, Esther Davis, que me había demostrado singularísima ternura en el viaje y no me había preparado para el golpe tan aturdidor que iba a recibir en lugar tan extraño, se mostró de súbito fría y ajena, como si temiera que yo pudiera ser una carga para ella.
Así, en lugar de ofrecerse a continuar su ayuda y amables servicios, en los que yo fiaba y de los que precisaba más que nunca, al parecer juzgó que estaba sobradamente cumplida conmigo al haberme llevado con éxito hasta el final del viaje, y con ello tuvo por cosa natural abrazarme como despedida, en tanto que yo quedé tan confundida que me faltaron ánimos o juicio para mencionar lo mucho que había esperado de su experiencia y de su conocimiento del lugar adonde me había conducido.
En tanto que yo permanecía estupefacta y muda, lo que ella achacó indudablemente al pesar que me causaba la separación, esta creencia me brindó algún alivio cuando me habló para decirme: que llegadas a salvo a Londres, ella tenía que acudir a su trabajo y que me aconsejaba que buscara empleo lo antes posible; que no temiera no hallarlo; lugares había a más de las parroquias; que me aconsejaba que acudiera a una oficina de colocaciones; que si ella sabía de algo me buscaría y me lo diría; que, en tanto, debía buscar alojamiento y hacerle saber a ella en dónde lo hallaba, y que me deseaba mil venturas y esperaba que siempre mostrara buen juicio, me conservara honesta y no deshonrara a mis padres. Con esto se despidió y me dejó a mi cuidado, con tanta ligereza como de él se había encargado.
Abandonada de esta manera, completamente sin amparo o amigos, comencé a sentir con grandísima amargura la dureza de la separación, que se desarrolló en un cuartuco de la posada, y tan pronto me volvió Esther la espalda, la aflicción que me causaron las extrañas y desesperanzadas circunstancias en que me hallaba se manifestó en un raudal de lágrimas que alivió infinitamente la pesadumbre que me oprimía el corazón, aunque continué estupefacta y en la mayor perplejidad en cuanto a lo que me fuera dado hacer.
Entró uno de los mozos y acrecentó mi desasosiego al preguntarme desabridamente si había pedido algo, a lo cual respondí inocentemente que no, pero le rogué que me dijera en dónde podría albergarme aquella noche. Respondióme que iría a inquirirlo a su ama, quien, así que vino, sin cuidarse de la congoja que pudo percibir en mí, me dijo secamente que allí podía encontrar cama por un chelín, y que como suponía que tendría yo amigos en la ciudad (lo que me hizo exhalar en vano un hondo suspiro), por la mañana me sería posible encontrar otro acomodo.
Es increíble los consuelos insignificantes a los que la mente humana se agarra cuando la acongojan las mayores aflicciones. La tranquilidad de disponer de un mero lecho en que descansar aquella noche calmó mi agonía, y avergonzada de hacer saber a la posadera que no tenía amigos en la ciudad a los que acudir, decidí ir a la mañana siguiente a una casa de colocaciones cuya dirección me dejó Esther escrita en el anverso de una balada que me entregó. Conté con lograr en ella información acerca de algún empleo ajustado a los conocimientos de una lugareña en el que pudiera encontrar medios de vivir antes de agotar mi escaso peculio; en cuanto a referencias, Esther me había repetido a menudo que podía contar con que ella me las procuraría. Aunque me afectó mucho que me abandonara, no había dejado de confiar en ella totalmente, y comencé a pensar de buena fe que su comportamiento era natural y que únicamente mi ignorancia de la vida me llevó a interpretarlo como lo hice.
A la mañana siguiente me vestí de la manera más pulcra y arreglada que me permitió el exiguo y rústico vestuario y luego de dejar el mezquino baúl muy recomendado a la posadera, me aventuré a salir y sin más dificultades que las que puede suponerse que encontraría una mozuela campesina de apenas quince años, para quien anuncios y comercios eran señuelos tentadores, llegué a la buscada casa de colocaciones.