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¿Podía atreverse a amar a aquel hombre? Quizás el secuestro no fuera la mejor manera de que la rica heredera neoyorquina Tate Baxter superara sus miedos. Pero su vida entera se desarrollaba tras los cristales tintados de una limusina y estaba rodeada de ex agentes de la CIA que seguían trabajando armados. Estaba claro que tenía que tomar medidas drásticas. Sobre todo respecto a uno de esos empleados que conseguía hacerla arder de rabia… y de pasión. El chófer Michael Caulfield tenía una única misión, asegurarse de que Tate no corría ningún peligro. Pero cuando la secuestraron supo que sólo había una manera de salvarla y era conseguir que lo secuestraran también a él. Fue entonces cuando Tate se dio cuenta de que, además de su protector, Michael era la personificación de todas sus fantasías.
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Seitenzahl: 232
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2007 Jolie Kramer
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Fantasías prohibidas, nº 422 - julio 2024
Título original: KIDNAPPED!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo
Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741461
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Si te ha gustado este libro…
Era la una y cuarto de la tarde del martes cuando, con precisión de reloj suizo, la terapeuta de Tate Baxter se recostó en la butaca, cerró la libreta, sonrió y preguntó:
—¿Hay algo más que me quieras contar?
La respuesta de Tate fue igualmente mecánica.
—No, doctora Bay. No tengo nada que contar.
—Pues yo tengo algo que me gustaría enseñarte.
Tate alzó la cabeza. La una y cuarto era la hora de finalización de la consulta, y la doctora Bay no la extendía nunca. Jamás.
—¿Sí?
La doctora hojeó la libreta y sacó un anuncio de periódico.
—Echa un vistazo —dijo.
Tate tomó el artículo sin saber si leerlo o mirarla a ella. La terapeuta, con la que llevaba casi dos años, estaba claramente entusiasmada. Una emoción muy poco habitual; tan poco, que era la primera vez que la sorprendía con semejante actitud. La doctora Bay era conductista y se dedicaba a imponerle retos y objetivos que debía cumplir entre sesión y sesión. Incluso aunque los hubiera cumplido con creces mantenía las distancias; pero ahora la miraba con anticipación y sus pálidas mejillas se habían ruborizado.
Tate bajó la mirada y el pulso se le aceleró al leer el titular: «Secuestros de alquiler». Sorprendida, volvió a mirar a la doctora.
—No te preocupes, Tate. Por favor, lee.
Tras un momento de duda, Tate empezó a leer.
Haga una lista con sus peores temores. Por unos cuantos miles de dólares, el servicio de secuestros personalizados de Jerry Brody se encargará de hacerlos realidad. Sus secuestradores podrán meterlo en un saco o vendarle los ojos y llevarlo a una cabaña apartada. Verá una máscara de extraterrestre en la oscuridad, o a un hombre de ropa sucia y tan maloliente como un cubo de la basura. Todos nuestros raptos son diferentes. Su secuestro personalizado se detendrá al pronunciar una clave o seguirá durante días. Brody y su equipo pueden raptarlo cuando esté en el metro o tomando una ducha en su piso. Tras el evento, que algunos clientes comparan con la meditación, se sentirá aliviado, entusiasmado o incluso con una sensación nueva de poder personal.
Tate tuvo que detenerse. Había avanzado mucho desde que le confesó por primera vez que su miedo a ser secuestrada se había convertido en una fobia. No había sufrido un ataque de pánico en varios meses, pero aquello era demasiado, aquello era una locura.
—Respira, Tate —dijo las doctora Bay—. Recuerda lo que hemos practicado.
Tate cerró los ojos, respiró profundamente y se concentró en todas y cada una de las partes de su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza.
—Estás a salvo. Estás en mi consulta y nadie te va a hacer daño. Imagina que estás en tu claro, en el bosque.
Tate siguió las instrucciones de la psicóloga, terminó el ejercicio de relajación y recobró el equilibrio. Pero cuando abrió los ojos sintió la decepción de estar a merced, después de tantos esfuerzos, de sus miedos.
La doctora señaló el anuncio y preguntó:
—¿Quieres que hablemos de eso?
—¿Pretendes que contrate a ese hombre? ¿Quieres que me rapte?
—Quiero que te lo pienses. He investigado a fondo tu problema y he hablado con varios colegas que usan técnicas parecidas. Hay casos clínicos perfectamente fiables que demuestran una importante mejoría en los pacientes. Pero debes recordar que sólo es una idea. Has avanzado bastante con nuestra terapia, y por otra parte comprendo que la propuesta es poco convencional.
Tate se estremeció. No quería ni imaginar lo que diría su padre de una propuesta tan «poco convencional».
—Cuando vuelvas a casa esta noche, quiero que trabajes en tu diario. No escribas sobre tu reacción negativa al anuncio que te he enseñado, sino sobre cómo sería tu vida si pudieras superar tu miedo. ¿De acuerdo?
Tate asintió.
—Lo intentaré.
—Eso es lo máximo que se puede esperar de alguien. Y por si te sirve de algo, te diré que has aplicado muy bien las técnicas de relajación. Te has recuperado en muy poco tiempo —afirmó la doctora.
Tate miró la hora. Eran las dos menos cuarto. Teniendo en cuenta lo sucedido, no estaba nada mal. Antes de empezar la terapia, la simple mención de un secuestro le habría provocado un ataque de pánico que habría durado varios días.
Dejó el anuncio sobre la mesa y tomó el bolso.
—No olvides la meditación.
Ella nunca la olvidaba. Y la había ayudado. Ahora salía con más frecuencia y ya no sufría tantas pesadillas. El juego de imaginarse en un claro del bosque, funcionaba. Pero desgraciadamente, sólo se sentía a salvo en su imaginación.
Al salir de la consulta, saludó a Stephanie, la recepcionista de la doctora. En la sala de espera, había dos personas con aspecto de ser perfectamente normales. Aunque imaginó que pensarían lo mismo de ella.
Cuando entró en el ascensor, no había nadie, así que se tomó un momento para echarse el pelo hacia atrás, retocarse el carmín y prepararse para salir a las calles de Manhattan.
Aunque en realidad no iba a pisar ninguna calle. Viajaría en la limusina negra de su padre. Las ventanillas estaban ahumadas y nadie la podía ver desde el exterior, así que la ciudad le parecía una especie de gigantesco escaparate.
El ascensor se detuvo en el cuarto piso. Tate se apartó para dejar pasar a un hombre. Era alto, de cabello canoso y llevaba un traje de color negro y aspecto tan caro como sus zapatos. Cuando sonrió, le enseñó unos dientes cuyo arreglo le debía de haber costado una fortuna. Pero eso no tenía nada de particular; la consulta de la doctora Bay estaba en un edificio con vistas a Park Avenue. Todos sus pacientes daban por sentado que preguntar por sus honorarios, incluso antes de la primera sesión, estaba fuera de lugar; sabían que serían desorbitados.
El hombre se giró y se quedó mirando las puertas durante el trayecto hasta el vestíbulo. Pero las puertas reflejaban la imagen y aprovechó para echarle un buen vistazo.
Tate contó los segundos que tardaron en llegar al vestíbulo. Cuando por fin llegaron, el hombre salió y ella se quedó unos segundos para poner tierra de por medio. Se preguntó cómo sería vivir sin miedo. Desgraciadamente, no tenía respuesta. No conocía ese concepto.
A pesar de la mejoría, su vida estaba llena de miedo y lo estaría para siempre. Sólo tenía veinticuatro años, pero se había resignado a vivir en la burbuja que le había construido su padre. Del apartamento a la limusina y de la limusina a reuniones de trabajo absolutamente preparadas y seguras.
No tenía la menor duda de que cualquiera que contemplara su vida desde el exterior pensaría que era perfecta. Tenía más dinero del que nadie debería tener y había heredado el metabolismo rápido de su padre y los impresionantes ojos azules de su madre. Su educación era ejemplar, y si hubiera decidido no hacer nada y dedicarse a ir de compras hasta el fin de sus días, habría podido hacerlo.
También sabía que algunos interpretaban su agorafobia como un síntoma de arrogancia y presunción. El hecho de que tuviera pánico a que la raptaran y que todo su mundo estuviera sometido a ese factor no significaba nada. No era un problema real. Creían que era una niña mimada con demasiada imaginación y un estado de terror constante que le impedía disfrutar de sus privilegios.
Salió del edificio y clavó la mirada en la limusina, que estaba aparcada a unos metros. Michael, el conductor, le abrió la portezuela trasera. Cualquiera de las personas que pasaban por la acera habría pensado que era un chófer normal y corriente. Traje negro, camisa blanca, servicial… Pero detrás de sus gafas oscuras, había unos ojos que en ese momento escudriñaban la zona con intensidad de rayo láser. Y el motivo por el que no llevaba abrochada la chaqueta era que la necesitaba abierta por si tenía que sacar la pistola que llevaba. Llevaba Tate de un sitio para otro, pero esa sólo era su ocupación secundaria.
Pasó junto a él cuando se introdujo en el vehículo y volvió a maravillarse de su cara. No era guapo en un sentido clásico; tenía demasiados bordes afilados y defectos, y al principio no le había prestado atención: en su vida, había muchas personas dedicadas a mantenerla a salvo; algunas eran amigas suyas, como Elizabeth, su ayudante, pero su padre prefería que mantuviera la distancias con el servicio, y ella actuaba en consecuencia.
Sin embargo, su relación con Michael era distinta. Había empezado a trabajar con ellos seis meses antes y cada vez le gustaba más. No era exactamente un amigo. No hacían nada salvo viajar en la limusina. Sólo hablaban. De todo.
Ahora sabía que le gustaba leer a clásicos rusos como Tolstoi, Dostoievski y Turgenev, aunque también disfrutaba con las aventuras gráficas de Frank Miller. Ella le tomaba el pelo por su afición al cómic, pero había encargado varios ejemplares de Miller en secreto y le habían parecido interesantes.
Michael cerró la portezuela, dio la vuelta al coche y se sentó al volante. Tate vio su cara en el reflejo del retrovisor y deseó, como siempre, que se quitara las gafas oscuras.
—¿Adónde vamos?
—A casa.
—¿Sin paradas?
—No, hoy no.
Él sonrió y ella se recostó en el fresco asiento de cuero.
También había descubierto que no tenía novia. Y eso era mucho más interesante que sus gustos literarios.
Michael arrancó, condujo entre el complicado tráfico del centro de Manhattan y se dirigió al domicilio de los Tate, en Carnegie Hill. En la sesión de aquel día había sucedido algo fuera de lo común. Lo notó en cuanto Tate salió del edificio, pero esperó a que ella se lo comentara o a que llamara a su amiga Sara. Sus conversaciones con Sara eran lo mejor. No le ocultaba nada a su amiga, y durante los últimos meses, ya no susurraba cuando hablaba por teléfono. Tate sabía que él estaba escuchando y era una forma tan perfecta como indirecta de contarle sus cosas.
La mirada de Michael pasó de la calle al retrovisor, donde se encontró con unos ojos azules. Supo que Tate estaba sonriendo y le devolvió la sonrisa aunque no debía. Cuando Tate se ponía coqueta, significaba que acababa de sufrir una situación desagradable. Había acertado con lo de la sesión.
—¿Cómo te ha ido con la doctora?
Tate se movió un poco y ahora sólo podía ver su sien derecha en el retrovisor.
—Bien.
—Me gustaría saber de qué habla cuando está con su psicólogo.
—Probablemente, de lo mal que están sus pacientes.
—No lo creo. Me pareció bastante profesional.
—Sólo la has visto una vez. Y durante cinco segundos.
Él sonrió.
—Sí, pero se comportó de manera bastante profesional durante cinco segundos.
Los ojos de Tate volvieron al reflejo del retrovisor. Brillaban con alegría.
—A veces se le ocurren ideas increíbles.
—¿Por ejemplo?
Un taxi se le coló delante y Michael tuvo que frenar a fondo. Sintió la tentación de tocar el claxon, pero habría sido inútil.
—No, nada —respondió ella con voz más apagada.
Michael no insistió porque la llamada a Sara lo sacaría de dudas. Todo el asunto del teléfono era francamente astuto. Un ardid que no rompía las barreras entre ellos y que sin embargo lo mantenía informado de sus problemas más personales y le ayudaba a hacer su trabajo. Además, Tate era muy divertida.
Si tenía que ser la niñera de alguien, prefería serlo de Tate. Tal vez fuera rica como Creso, pero no se comportaba como las herederas que había conocido. De vez en cuando, se preguntaba si sería tan amable con él si su vida no estuviera llena de miedo. Sólo esperaba que la psicóloga la ayudara a superarlo y a disfrutar de la vida mientras fuera joven.
—¿Elizabeth te ha contado lo de mañana?
Michael asintió.
—Sí, me ha dado el programa de toda la semana.
—Bien. Bueno…
Michael echó un vistazo al retrovisor, pero ella no le estaba mirando. Se disponía a llamar a su amiga.
En ese momento, vio un hueco en el carril contiguo y aprovechó la circunstancia. La limusina era enorme, así que aceleró y se coló por delante del taxi a sabiendas de que no se atrevería con él. Media manzana más adelante, Tate ya se había llevado el móvil al oído.
—Hola, Sara, soy yo…
A Michael le habría gustado escuchar los dos lados de la conversación, pero al menos oía a Tate.
—No lo sé, Sara. Creo que la doctora Bay se ha pasado esta vez de la raya. Me dio un anuncio de prensa sobre un individuo de Nueva York que se dedica a raptar personas por dinero.
Michael apretó las manos sobre el volante y a punto estuvo de girar en redondo, utilizar la acera como carril extra, y regresar al edificio de la doctora.
—¿En serio? ¿Tú también lo conoces?
No podía creer lo que estaba oyendo. Por lo visto, la terapeuta de Tate había tomado demasiadas pastillas aquella mañana.
—Cree que me sentiría mejor si paso por esa experiencia. Quiere que afronte mis miedos de un modo directo, por así decirlo.
Michael pensó que Tate necesitaba cambiar de psicóloga con urgencia. Podía imaginar lo que diría su padre cuando lo supiera. William sufriría un infarto, pero antes se encargaría de que le retiraran la licencia a la doctora.
Cuando empezó a trabajar para ellos, Michael quiso saber algunas cosas; por ejemplo, por qué necesitaba Tate un nivel de seguridad digno del presidente. William contestó que existía la posibilidad de que quisieran secuestrarla y que su trabajo consistiría en evitarlo a toda costa. Una respuesta razonable, salvo por el hecho de que la casa estaba vigilada por guardias armados a todas horas y de que tanto la cocinera como la ayudante de Tate eran ex agentes de la CIA.
Luego, poco a poco, descubrió la verdad. A los quince años, Tate y una de sus primas habían sido secuestradas. Tate logró huir por la ventana de un cuarto de baño, pero su prima murió asesinada. Y luego, cinco años después, cuando ya estaba en la universidad, sufrió un segundo intento. En esa ocasión, fueron un par de idiotas que la sacaron del coche a punta de pistola y exigieron dos millones de dólares; el FBI los encontró unas horas después, pero la experiencia la dejó marcada para siempre y su padre quiso asegurarse de que no volvería a estar en peligro.
—¿Que cómo he reaccionado? Con un ataque de pánico —respondió Tate, riendo con amargura—. Pero he prometido que lo pensaré.
Ya habían llegado a Carnegie Hill, así que Michael dirigió el vehículo hacia la entrada del edificio y aminoró la velocidad para no perderse una sola palabra de la conversación.
—Yo también creo que es absurdo. Pero antes de marcharme, la doctora me ha preguntado cómo sería mi vida si no tuviera miedo. Y no tengo respuesta.
Michael estaba de acuerdo con la psicóloga en que Tate debía superar esa fobia. Sin embargo, el método que había propuesto le parecía ridículo. Debían encontrar otra solución.
—Ah, ya hemos llegado. Luego te llamo y seguimos hablando. Pero descuida, no tengo intención de aceptar la propuesta.
El coche entró en el vado y Michael lo llevó al elevador del garaje subterráneo. Podía aparcarlo en el exterior, pero prefirió bajar para asegurarse de dejar a Tate a salvo.
El garaje estaba extraordinariamente bien iluminado, de día y de noche; era otra cortesía de William Baxter, capaz de hacer cualquier cosa por el bienestar de su única hija. Elizabeth estaría arriba, ocupada en las tareas administrativas de ayudante que ocultaban a una tiradora experta con una automática de nueve milímetros. Todos los que trabajaban con Tate se encontraban en el mismo caso: eran buenos profesionales en sus trabajos normales y corrientes, pero sencillamente impresionantes en su verdadera especialización. Cualquier delincuente habría temblado ante ellos. De haberlo sabido.
En ese mismo momento, tres hombres estaban vigilando cada rincón de la propiedad con los sistemas más refinados del mundo. Y si Tate tropezaba al salir del coche, varios guardias estarían junto a ella en menos de sesenta segundos.
Bajaron al garaje y Michael le abrió la portezuela. Tate lo miró antes de recoger el bolso y salir. Siempre le había parecido increíble que saliera del asiento trasero con tanta elegancia; pero a fin de cuentas, tenía mucha práctica. Era la limusina que la había llevado al colegio y la universidad, la que utilizaba para ir al cine y para cualquier otra cosa, desde un baile hasta un entierro. Formaba parte de su existencia.
Tate caminó hasta el ascensor y pulsó el botón. En eso también se diferenciaba de la mayoría de las herederas ricas: si tenía que pulsar un botón, lo pulsaba ella; si tenía que llamar por teléfono, llamaba en persona. Hacía lo posible por no dar más trabajo a sus empleados.
El ascensor tenía puertas parecidas a las del edificio de la doctora y reflejaban la imagen, pero Michael bajó la mirada. A Tate no le gustaba que la observaran y a él le parecía perfecto. Su trabajo consistía en cuidar de ella, no en disfrutar de la contemplación de su belleza, y se dedicaba en él en cuerpo y alma. Incluso en el ascensor. Todas las mañanas lo revisaba a fondo y buscaba explosivos o dispositivos electrónicos que pudieran suponer algún peligro.
No tuvieron que subir mucho; sólo cinco pisos. Tate era la propietaria de todo el edificio, así que habían decidido que viviera arriba porque facilitaba la vigilancia. Tenían un equipo de doce personas que se turnaban con cierta frecuencia para impedir que bajaran la guardia. Algunos llevaban varios años al servicio de la joven, pero todos estaban a las órdenes de Michael, quien había contratado a sus cuatro mejores hombres. Un equipo del que se sentía orgulloso.
La puerta se abrió y ella lo miró antes de salir.
Michael revisó la pequeña sala mientras Tate sacaba la llave y abría los distintos cerrojos. Tenía unas manos delicadas, largas, preciosas, de uñas cortas y sin pintar. No llevaba anillos ni joyas de ninguna clase, con excepción de unos pendientes de diamantes. Odiaba aparentar, y de hecho ocultaba su condición de millonaria. Pero había algo que no podía esconder ni cambiar: su elegancia. Era una mujer distinta, excepcional en muchos sentidos. Cualquier persona que pasara a su lado se daba cuenta con una simple mirada.
—Gracias —dijo ella.
—¿Te quedarás toda la noche?
—Sí.
—Muy bien. Entonces, esperaré hasta que cierres por dentro.
Ella sonrió y sus pálidas mejillas se ruborizaron levemente. Michael sabía que deseaba invitarlo a entrar. Jugueteaba con la idea de mantener una aventura con él, y se sentía halagado por ello. Pero no podía ser. Habría sido poco ético por su parte y peligroso para su seguridad. Además, Tate pertenecía a una de las familias más ricas del país y él sólo era un guardaespaldas.
Michael dio dos pasos atrás. Tate comprendió el gesto y supo que aquél no era el día más apropiado para ser atrevida. Entró en el piso y cerró la puerta. Fiel a su palabra, él esperó hasta que cerró por dentro. Después, sacó su radio y habló con el guardia que estaba de turno para asegurarse de que su protegida había llegado bien.
Mientras bajaba al garaje, tomó una decisión. Averiguaría todo lo que pudiera sobre ese cretino que se dedicaba a raptar a la gente.
Michael se enderezó la corbata mientras esperaba a que Tate abriera la puerta. Iban a ir a casa de su padre, lo que siempre resultaba complicado. William era un hombre poderoso que había ganado miles de millones de dólares en el negocio inmobiliario. Su hermano y él Joseph habían empezado desde abajo, pero eran inteligentes y despiadados, y consiguieron varios contratos importantes del Gobierno. Su negocio se extendió de su Misuri natal a una empresa que construía edificios en las principales ciudades del mundo. Habían llegado más lejos de lo que nadie habría imaginado, pero todo tenía un precio. Incluida una hija con tal pavor a ser secuestrada que apenas disfrutaba de la vida.
Michael sabía que el peligro era real, pero también sabía que aquella situación ahogaba a Tate. Lamentablemente, no podía hacer nada al respecto. Sólo era un empleado, un guardaespaldas.
Unos segundos después, oyó que quitaba los cerrojos. La puerta se abrió y Tate apareció ante él con unos pantalones de color crema, una blusa amarilla y suficiente maquillaje como para saber que había pasado una mala noche.
—Voy a llegar más tarde de lo que debería, Michael. Pasa y espera mientras termino de recoger mis cosas.
El vestíbulo del piso era tan grande como su apartamento, pero a Michael no le impresionaba. Se había acostumbrado a trabajar con millonarios, lo cual no significaba que tratar con ellos fuera fácil. Ni siquiera con Tate, que a diferencia de tantos era bastante decente y no menospreciaba a nadie.
Ella se dirigió a la cocina, y él decidió aprovechar la ocasión para ordenar una inspección del piso. Hizo un movimiento concreto con la mano derecha, uno que habría pasado desapercibido si sus hombres no hubieran estado vigilando por las cámaras ocultas, y esperó. Sólo necesitaban dos minutos. Si E. J. tardaba un segundo más, tendría que buscarse otro trabajo.
Llegó en un minuto y cuarenta y dos segundos. E. J. Parker sólo tenía veinticuatro años; había sido francotirador de las fuerzas especiales del Ejército hasta que resultó gravemente herido. Ahora ya estaba recuperado y no tenía más secuelas que una cicatriz en la cara, pero a Michael le daban igual esos detalles; sólo le importaba que los hombres hicieran su trabajo y que fueran conscientes de que aquello era exactamente igual que una operación militar. Los errores no se perdonaban.
—Has estado cerca —advirtió Michael.
—La próxima vez seré más rápido, señor.
—Lo sé. Adelante.
Los hombros de E. J. se movieron de tal modo, que Michael supo que no había olvidado los gestos típicos de la vida militar. Pero eso también carecía de importancia. Siempre y cuando se comportara como un profesional y Tate no se sintiera como un insecto bajo un microscopio.
El joven desapareció tan silenciosamente como había llegado. Michael pensó en la posibilidad de ir a la cocina y hablar con Pilar, la cocinera personal de Tate, pero permaneció en el vestíbulo y contempló las obras de arte.
El lugar se parecía más a un museo que a una casa. Suelos de mármol, antigüedades de valor incalculable, cuadros de los pintores más conocidos. Tuvo que tomar aire para relajarse. Sentía un poco de envidia de aquella demostración de riqueza, pero lo que más le molestaba era otra cosa: haber terminado sus días de guardaespaldas. De niñera.
—¿Michael?
Al oír la voz de Tate, se giró.
—¿Te apetece un café? Voy a tardar diez minutos más. Ya he hablado con mi padre.
—Sí, gracias…
Esperó a que Tate desapareciera en el pasillo y luego se dirigió a la cocina.
Pilar ya le estaba sirviendo el café prometido. Michael no tenía gustos caros, pero debía admitir que el café de Pilar era el mejor que había probado en toda su vida.
—¿Cómo te va, Michael?
Pilar había nacido en Brasil y se había mudado a Estados Unidos a los dieciocho años. Su acento le daba un aire vagamente exótico y refinado, aunque tal vez no fuera el acento brasileño, sino su propio carácter. Era cocinera profesional y había sido agente de la CIA, así que combinaba el delantal con la pistola automática.
—Bien —respondió, mientras aceptaba la taza de café—. ¿Qué tal está hoy nuestra pequeña amiga?
Los generosos labios de Pilar, siempre pintados de rojo, dibujaron una sonrisa. Sabía que con lo de «pequeña amiga» se refería a su pistola.
—¿Es que sólo piensas en trabajo?
—Por supuesto.
Ella rió.
—No me extraña que no tengas vida amorosa.
—¿Y cómo sabes que no la tengo?
—Michael, por favor… si te puedes resistir a mis encantos, te puedes resistir a los de cualquiera —afirmó.
Michael estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo.
—Podría ser homosexual. Tal vez tenga una relación secreta con mi novio…
La carcajada de Pilar resonó en toda la cocina. Era una sala enorme, como sacada del palacio de Windsor, que resultaba tanto más ridícula por su tamaño si se tenía en cuenta que daba servicio a una sola mujer. Una mujer que, además, no recibía más visitas que algunos socios de la Fundación Baxter, la ONG que dirigía.
—Si fueras homosexual, lo sabría, créeme —afirmó Pilar—. Pero es una pena que no te relajes un poco. No es sano.
—Me relajo.
—Dudo que conozcas el significado de esa palabra.
—¿Qué palabra?
Michael se giró y vio que Tate estaba en la puerta.
—¿Preparada?
—Más o menos. Acaba de llamar una mujer de la Fundación MacArthur, bastante alterada, y he tenido que tranquilizarla.
—¿Queréis otro café? —preguntó Pilar.
—Sí, gracias.
—Yo también.
Tate tomó la taza que le ofreció su cocinera, pero no probó el café. Se limitó a observar a Michael con expresión pensativa, hasta que sus mejillas se ruborizaron.
Dos sorbos y cinco minutos de silencio después, salieron del piso y entraron en el ascensor. Ella no alzó la vista de sus zapatos.
Tate miró por la ventanilla y contempló las calles de Nueva York mientras volvía a pensar en lo que la doctora Bay le había propuesto la semana anterior. Resultaba fácil buscar excusas para sus miedos, que al fin y al cabo eran legítimos. Podían secuestrarla o intentar asesinarla; ya le había sucedido y podía volver a ocurrir. Tenía que mantenerse en guardia.
Por otra parte, su guardia estaba tan alta, que le impedía vivir. Sí, todo se podía hundir al día siguiente; pero no lo había hecho el día anterior, ni el mes anterior ni durante los años anteriores. Había puesto todos sus huevos en la cesta del miedo y se sentiría la mayor estúpida de la Tierra si llegaba a anciana completamente a salvo pero sin haber disfrutado.