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La magistral primera novela para adultos de la autora del éxito mundial de DIVERGENTE. SALVAR EL MUNDO LOS CONVIRTIÓ EN HÉROES. SALVARLO DE NUEVO LOS PODRÍA DESTRUIR. Hace una década, cinco adolescentes derrotaron al Oscuro, un adversario sobrenatural que había sembrado la muerte y la devastación por todo el planeta. Una organización clandestina los había reunido porque uno de ellos estaba destinado a ser el "Elegido". Una vez cumplido su objetivo, la humanidad encumbró a los vencedores y lloró la muerte de sus seres queridos. Ahora la sociedad ha pasado página. La muerte de un miembro del grupo golpea al resto como un mazazo. Durante el funeral, los cuatro elegidos restantes descubrirán horrorizados que el reinado del Oscuro en realidad nunca acabó.
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Seitenzahl: 670
Todos los personajes de este libro son ficticios y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Título original inglés: Chosen Ones.
Autora: Veronica Roth.
© Veronica Roth, 2020.
Todos los derechos reservados.
Publicado por acuerdo con New Leaf Literary & Media, Inc., a través de International Editors’ Co.
© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2020.
© de esta edición: RBA Libros, S. A., 2020.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
© del diseño de la cubierta: Jim Tierney, 2020.
Adaptación de la cubierta: Lookatcia.com.
Imagen del horizonte de Chicago (p. 3): beboy/Shutterstock.
Mapa de Chicago (p. 9): David Lindroth, Inc.
Mapa de Cordus (p. 157): Virgina Allyn.
Diseño del interior: Emily Snyder.
Primera edición: octubre de 2020.
REF.: ODBO768
ISBN: 978-84-9187-716-5
ELTALLERDELLLIBRE, S. L. •REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados.
Para Chicago,
FRAGMENTO DE
Un monólogo de la humorista Jessica Krys
Laugh Factory (Chicago), 20 de marzo de 2011
Tengo una pregunta para vosotros: ¿se puede saber de dónde coño nos sacamos el nombre ese de «el Oscuro»? El tío surge de la puta nada envuelto en una nube de humo o lo que fuera, descuartiza literalmente a la peña (ojo, nada más que con el poder de su mente, se supone), recluta un ejército de secuaces, arrasa ciudades enteras, desata una oleada de destrucción sin precedentes en toda la historia de la humanidad... y ¿lo mejor que se nos ocurre es «el Oscuro»? Para eso le podríamos haber puesto el nombre del vecino raro que se te queda mirando un par de segundos de más cuando coincidís en el ascensor. El que siempre va con las manos muy suaves y resbaladizas, ya sabes, como si acabara de untárselas con vaselina. Tim, así se llama. Tim.
Yo habría elegido algo así como «Mal Presagio con Forma Humana» o «Acojonante Máquina de Matar que te Cagas», pero, por desgracia, nadie se molestó en consultármelo.
FRAGMENTO DE
El Ser Oscuro y el auge de la magia en la actualidad
Profesor Stanley Wiśniewski
Hay, por supuesto, quienes alegan que esa fuerza desconocida a la que con tanta desenvoltura nos referimos por «magia» siempre ha existido, de una forma u otra, sobre la faz de la tierra. Las primeras leyendas sobre incidentes sobrenaturales datan de los orígenes de la historia de la humanidad, desde los mágoi de Heródoto, que comandaban los vientos, a Dyedi, del antiguo Egipto, que decapitaba y recomponía gansos, pelícanos y otras aves, como describe el Papiro Westcar. Podría decirse que la magia forma parte integral de prácticamente todas las religiones más importantes, desde la transformación del agua en vino por parte de Jesucristo a las prácticas vudú de Haití, pasando por los budistas de la escuela Theravāda y sus levitaciones durante el Dīrgha-a-gama (aunque cabe mencionar que quienes profesan estas creencias jamás calificarían dichos actos de «magia»).
Se trata de historias que, más o menos elaboradas, aparecen en todas las culturas, en todos los rincones del mundo y en todas las épocas. Los estudiosos de antaño habrían dicho que está en la naturaleza humana imaginar explicaciones fantásticas para aquello que escapa a nuestra comprensión o para ensalzar algo que percibimos como más importante o superior a nosotros. Hasta que apareció el Ser Oscuro y, con él, las Sangrías: infames sucesos catastróficos que desafiaban toda explicación, pese a los valientes intentos de la comunidad científica por encontrarles alguna. Quizá las antiguas leyendas no contengan el menor ápice de verdad, pero cabe la posibilidad de que siempre haya existido una fuerza supranormal, una energía misteriosa, con la cualidad de inmiscuirse en nuestro planeta.
Con independencia de la teoría a la que nos atengamos, una cosa es segura: ninguna «magia» ha sido nunca tan llana ni tan contundente como las Sangrías con las que el Oscuro azotaba a la humanidad. El objetivo de este ensayo no es otro que explorar las distintas hipótesis sobre el posible porqué de que esto fuera así. En otras palabras, ¿por qué en ese momento y no en otro? ¿Cuáles fueron las circunstancias que condujeron a su llegada? ¿Cuál era su objetivo antes de que nuestros cinco Elegidos desbarataran sus planes? ¿Cuál es el legado que nos ha dejado su muerte?
A SLOANE ANDREWS LE IMPORTA UN PIMIENTO (EN SERIO)
Rick Lane
Revista Trilby, 24 de enero de 2020
No me cae bien Sloane Andrews. Aunque tampoco me importaría acostarme con ella.
Me reuní con ella en la cafetería de su barrio, uno de los sitios que más le gusta frecuentar, según comenta. Sin embargo, no me dio la impresión de que al camarero le sonara como clienta ni como miembro del quinteto de adolescentes que derrotó al Oscuro hace casi una década. Lo cual no deja de resultarme curioso, la verdad, porque, aparte de que todo el mundo conoce su cara, Sloane Andrews posee una de esas bellezas tan saludables e impolutas que dan ganas de ensuciarla. Si se ha puesto maquillaje, no se nota; es toda piel perfecta y grandes ojos azules, un anuncio de cosméticos parlante y con patas. Llega con una gorra de los Cubs bajo la cual asoma su largo cabello castaño, una camiseta gris que se ajusta como un guante a sus curvas, vaqueros con rotos para exhibir las piernas, largas y bien torneadas, y deportivas. La clase de atuendo que proclama a los cuatro vientos lo poco que le importa la ropa, tan poco como el estilizado y moldeado cuerpo que se oculta en ella.
Y eso es lo que tiene Sloane: que me lo creo. Me creo que todo le importe una mierda, sobre todo reunirse conmigo. Ni siquiera quería hacer la entrevista. Solo accedió, según sus propias palabras, porque su novio, Matthew Weekes, otro Elegido, le había pedido que respaldara la publicación de su nuevo libro, La elección que no cesa (a la venta el 3 de febrero).
En los primeros mensajes que cruzamos para hablar de esta entrevista, no se le ocurrieron muchos lugares en los que citarme. A pesar de que todos los habitantes de Chicago saben dónde vive Sloane (en el barrio de Uptown, al norte de la ciudad, a escasas manzanas de Lake Shore Drive), se negó en redondo a permitirme ver su apartamento. “No salgo apenas —me escribió—. Me acosan en cuanto piso la calle. Así que, a menos que quieras intentar seguirme el ritmo mientras hago footing, tendrá que ser en el Java Jam. Punto”.
Sospecho que correr y tomar apuntes al mismo tiempo debe de ser complicado, así que aquí estoy, en el Java Jam.
Una vez pedido el café, se quita la gorra de béisbol y la melena le cae sobre los hombros como si estuviera rodando en la cama. Hay algo en su expresión, sin embargo (sus ojos, tal vez, demasiado juntos, o el modo en que ladea la cabeza de golpe cuando no le gusta lo que acabas de decir), que le confiere el aspecto de un ave rapaz. Le ha bastado con una simple mirada para darle la vuelta a la tortilla, y ahora soy yo el que está a la defensiva, no ella. Tartamudeo mientras me esfuerzo por plantearle la primera pregunta; la mayoría de la gente sonreiría, se esforzaría por congraciarse conmigo, pero Sloane se limita a traspasarme con los ojos.
—Se aproxima el décimo aniversario de su victoria contra el Oscuro —le digo—. ¿Cómo se siente?
—Como una superviviente —responde.
Su voz es glacial y acerada. Me provoca un escalofrío, no sé si placentero o todo lo contrario.
—¿No como una triunfadora? —pregunto, y hace un gesto de impaciencia.
—Siguiente pregunta.
Prueba el café, intacto hasta ese momento.
Es entonces cuando me doy cuenta de que no me cae bien. Esta mujer salvó miles (no, millones) de vidas. Joder, seguramente también salvó la mía de alguna manera. Tenía trece años cuando una profecía designó que ella, junto con otros cuatro jóvenes, estaba destinada a derrotar a un ser todopoderoso hecho de pura maldad. Sobrevivió a un puñado de batallas contra el Oscuro (incluido un breve secuestro cuyos detalles siempre se ha negado a divulgar) y superó el trance bella e incólume, más famosa que nadie en toda la historia de la celebridad. Y por si fuera poco, mantiene una relación estable con Matthew Weekes, el chico de oro, Elegido entre los Elegidos y, posiblemente, la persona más buena del planeta. Pero ella sigue sin caerme bien.
Y a ella no podría importarle menos.
Razón por la cual quiero acostarme con ella. Es como si, consiguiendo que se desnude y se meta en mi cama, pudiese obligarla a mostrar algún tipo de calidez o emoción. Me convierte en un macho alfa, en un cazador empeñado en abatir la presa más esquiva del mundo y después, a modo de trofeo, colgar su cabeza en la pared de mi sala de estar. Quizá eso explique por qué la acosan cada vez que va a alguna parte; no porque la gente la quiera, sino porque le gustaría quererla, transformarla en alguien merecedor de su afecto.
Cuando deja la taza, me fijo en la cicatriz que luce en el dorso de la mano derecha. Grande, aserrada y nudosa, se extiende a todo lo ancho. Nunca le ha contado a nadie cómo se la hizo y estoy seguro de que no me lo va a revelar a mí, pero de todas formas lo intento.
—Me corté con una hoja de papel —dice.
Estoy casi seguro de que se trata de un chiste, así que me río. Le pregunto si va a asistir a la inauguración del Monumento de los Diez Años, una obra artística erigida en el escenario de la derrota del Oscuro, y responde:
—Es lo que se espera de mí.
Como si tuviera un trabajo de oficinista en vez de estar cumpliendo, literalmente, con su destino.
—No parece que le haga mucha ilusión —digo.
—¿En qué lo has notado?
Esboza una mueca burlona.
Mientras preparaba la entrevista les pregunté a unos cuantos amigos qué opinaban de ella, a fin de hacerme una idea más clara de la imagen que tiene de Sloane Andrews la gente de a pie. Uno de ellos me comentó que nunca la había visto sonreír, y ahora que estoy sentado frente a ella me pregunto si lo hará alguna vez. Me lo pregunto en voz alta, incluso; siento curiosidad por ver cómo reacciona.
Resulta que mal.
—¿Me preguntarías lo mismo —dice— si yo fuera un tío?
Cambiamos de tema enseguida. En vez de una conversación parece una partida al Buscaminas: con cada casilla en la que pincho, mi tensión aumenta a la par que las probabilidades de que una de esas bombas me estalle en la cara. Me arriesgo a pinchar otra vez y le pregunto si esta época del año le trae algún recuerdo.
—Procuro no pensar en ello —responde—. De lo contrario, mi vida se convertiría en un puñetero calendario de Adviento. Hay un nuevo chocolate Oscuro para cada día, y todos saben a mierda.
Pincho de nuevo, preguntándole si no guarda algún recuerdo agradable.
—Todos éramos amigos, ¿sabes? Siempre lo seremos. Cuando estamos juntos hablamos casi exclusivamente con bromas privadas.
Fiú. Parece que es seguro preguntarle por los otros cuatro Elegidos: Esther Park, Albert Summers, Ines Mejia y, por supuesto, Matthew Weekes.
Ahora es cuando la cosa por fin empieza a adoptar algo de forma. Los denominados Elegidos estrecharon lazos rápidamente cuando se conocieron, y Matt se convirtió en el líder natural del equipo.
—Él es así —suspira, casi como si le molestara—. Siempre asumiendo el mando, la responsabilidad. Recordándonos que no debemos perder de vista lo que es ético y lo que no. Cosas por el estilo. —Por sorprendente que parezca, no fue Matt quien despertó en ella una afinidad inmediata, sino Albie—. Era muy reservado —dice, y es un cumplido—. Todos los miembros masculinos de nuestras familias habían muerto..., eso formaba parte de la profecía..., pero mi hermano era el que había muerto más recientemente. Necesitaba ese silencio. Además, el Medio Oeste y Alberta son sitios muy parecidos.
Albert e Ines viven juntos (de forma platónica, puesto que Ines se identifica como lesbiana) en Chicago, y hace tan solo un año que Esther volvió a su hogar en Glendale (California) para cuidar de su madre enferma. La distancia ha sido difícil para todos, según Sloane, aunque tienen la suerte de poder seguir lo que hace Esther gracias a su activa (¡y popular!) página de Insta!, donde documenta hasta el último pormenor de su rutina diaria.
—¿Qué opina del movimiento Todos los Elegidos que está surgiendo en los últimos años? —le pregunto.
La citada iniciativa parte de un pequeño pero elocuente grupo que aboga por enfatizar el papel que desempeñaron los otros cuatro Elegidos en la derrota del Oscuro, en vez de atribuir principalmente la victoria a Matthew Weekes.
Sloane no se anda con paños calientes.
—Me parece racista.
—Algunos sostienen que elevar a Matt por encima del resto es sexista —señalo.
—Lo que me parece sexista es ignorar mis palabras y tomarme por tonta —replica—. Creo que Matt es el verdadero Elegido. Lo he dicho en infinidad de ocasiones. Que nadie finja estar haciéndome un favor al arrastrar su nombre por el fango.
Intento llevar la conversación de los Elegidos al Oscuro, y ahí es cuando se tuercen las cosas. Le pregunto a Sloane por qué el Oscuro parecía sentir un interés especial por ella. Me sostiene la mirada mientras apura el café y, cuando suelta la taza, veo que le tiembla la mano. A continuación, se cala la gorra de los Cubs sobre esa esplendorosa melena de leona que acaba de echar un polvo y replica:
—La entrevista ha terminado.
Y supongo que no hay nada más que hablar, porque Sloane ya se ha ido. Dejo un billete de diez encima de la mesa y salgo corriendo detrás de ella; no estoy dispuesto a dejarla escapar con tanta facilidad. ¿Había mencionado ya que Sloane Andrews despierta mi instinto de cazador?
—Te dije que había un tema tabú —me espeta—. ¿Recuerdas cuál era?
Está ruborizada, furiosa y radiante, mitad dominatrix y mitad astuta gata callejera con el pelo erizado. ¿Por qué habré esperado tanto para cabrearla? Podría haber disfrutado de estas vistas desde el principio.
El tema tabú era, por supuesto, cualquier intento de profundizar en su relación con el Oscuro. No esperaría que fuese a respetar semejante imposición, le digo. Pero si es lo más interesante de su persona.
Me mira como si yo no fuese más que un trozo de papel empapado flotando en el charco de cualquier callejón, me manda a tomar por culo y se interna en el tráfico sin mirar para alejarse de mí. Esta vez la dejo escapar.
La sangría siempre era igual: todo el mundo gritando mientras se alejaba corriendo, aunque no lo bastante deprisa, de la gigantesca y siniestra nube de caos. La tormenta barría a los que intentaban escapar y les arrancaba la carne de los huesos mientras aún seguían con vida y se daban cuenta de todo. Los aplastaba como mosquitos, y la sangre salía disparada en todas direcciones... «Dios mío».
Sloane se levantó jadeando. «Tranquilízate», se dijo. Encogió los dedos de los pies; el suelo estaba muy frío allí, en el hogar del Oscuro, y él le había quitado las botas. Tenía que buscar algo contundente o afilado. Las dos cosas sería demasiado pedir, claro; nunca había sido tan afortunada.
Comenzó a abrir los cajones de golpe y encontró cucharas, tenedores, espátulas... Un puñado de gomas elásticas. Pinzas de plástico. ¿Por qué la habría descalzado? ¿Qué podía temer un asesino múltiple de las Doc Martens de una muchacha?
—Hola, Sloane —le susurró el Oscuro al oído.
Reprimió un sollozo mientras tiraba para abrir otro cajón en el que encontró una hilera de mangos de cuchillo; las hojas estaban enterradas en un bloque de plástico. Había empezado a extraer el hacha de carnicero cuando oyó un crujido a su espalda, la presión de un paso.
Sloane giró sobre los talones, notando el pegajoso linóleo bajo los pies, y trazó un arco con el cuchillo.
—¡Joder!
Matt le agarró la muñeca, y por un momento se quedaron mirándose sin parpadear por encima de sus respectivos brazos, por encima del arma.
Sloane jadeó mientras la realidad regresaba a ella con cuentagotas. No estaba en la casa del Oscuro, ni en el pasado, ni en ninguna otra parte que no fuese el apartamento que compartía con Matthew Weekes.
—Dios mío.
Sloane soltó el mango, y el cuchillo tintineó al chocar con el suelo y rebotó entre los pies de ambos. Matt le apoyó las manos en los hombros, y su contacto era cálido.
—¿Estás ahí?
Ya se lo había preguntado antes, decenas de veces. Su entrenador, Bert, la había calificado de loba solitaria y rara vez la obligaba a unirse a los demás, ni durante las clases ni en las misiones. «Deja que haga las cosas a su manera —le había aconsejado a Matt en cierta ocasión, cuando hubo quedado claro que este era el líder del equipo—. Obtendrás mejores resultados así». Y así lo había hecho Matt, que solo le preguntaba cuando las circunstancias lo requerían.
«¿Estás ahí?». Por teléfono, en susurros, a altas horas de la noche, o plantado frente a ella cuando perdía la noción del tiempo o algo por el estilo. La pregunta había irritado a Sloane, al principio. «Pues claro que estoy aquí, ¿dónde coño iba a estar si no?». Pero ahora significaba que él comprendía algo sobre ella, algo que nunca habían reconocido en voz alta: Sloane no siempre podía responder que sí.
—Sí —dijo.
—Vale. Pues quédate aquí, ¿de acuerdo? Voy a traerte la medicina.
Sloane se apoyó en la encimera de mármol. El cuchillo yacía a sus pies, pero no se atrevía a tocarlo de nuevo. Se limitó a esperar, respirando, con la mirada fija en aquel remolino gris que parecía un hombre mayor de perfil.
Matt volvió con una pastillita amarilla en una mano y el vaso de agua de su mesita de noche en la otra. Sloane lo cogió con manos temblorosas y se tragó la píldora con avidez. Bienvenida fuese la aletargada serenidad de las benzodiacepinas. Ines y ella se habían emborrachado y habían compuesto una oda a las pastillas en cierta ocasión, ensalzando sus bonitos colores, la rapidez de su efecto y el modo en que conseguían lo que ninguna otra cosa podía.
Soltó el vaso de agua y se dejó resbalar hasta el suelo. El frío traspasaba el pantalón del pijama (el de estampado de gatitos que disparaban rayos láser por los ojos), pero esta vez resultaba reconfortante. Matt, en bóxers, se sentó junto a la nevera.
—Oye —empezó ella.
—No hace falta que lo digas.
—Vale, he estado a punto de apuñalarte, pero no hace falta que me disculpe.
En la mirada de él había ternura. Preocupación.
—Lo único que quiero es que tú estés bien.
¿Cómo lo habían llamado en ese artículo tan espantoso? «Posiblemente, la persona más buena del planeta». Por lo menos en eso no le iba a llevar la contraria a Rick Lane, Míster Grima 2000. Las cejas de Matt confluían en un gesto que parecía prometer empatía perpetua, y su corazón siempre estaba a la altura de esa promesa.
Se agachó para recoger el hacha de carnicero que se había quedado tirada en el suelo, junto al tobillo de Sloane. Era grande, y casi tan larga como su antebrazo.
Le escocían los ojos. Los cerró.
—Lo siento muchísimo.
—Ya sé que no te gusta hablar de eso conmigo —dijo Matt—, pero ¿por qué no lo intentas con otra persona?
—¿Como quién?
—La doctora Novak, por ejemplo. Colabora con el Departamento de Asuntos de los Veteranos, ¿te acuerdas? Dimos juntos la charla aquella en el reformatorio.
—No soy militar —replicó Sloane.
—Ya, pero esa mujer sabe de TEPT.
Nunca le había hecho falta un diagnóstico oficial: padecía TEPT —trastorno de estrés postraumático—, eso estaba clarísimo. Sin embargo, le resultaba extraño oír a Matt hablar de ello con tanta familiaridad, como si fuese una gripe.
—Vale. —Se encogió de hombros—. La llamaré por la mañana.
—Cualquiera necesitaría terapia, ¿sabes? Después de todo lo que hemos pasado. Fíjate en Ines, ella fue.
—Ines fue, sí, y todavía sigue colocando trampas por todo el apartamento como si estuviera en la peli de Solo en casa.
—De acuerdo, no es el mejor ejemplo.
El resplandor del foco de las escaleras de la parte trasera atravesaba las ventanas, amarillo y anaranjado, y contrastaba con la piel oscura de Matt.
—A ti no te hizo falta —observó Sloane.
Matt arqueó una ceja.
—¿Adónde te crees que iba cuando no dejaba de desaparecer durante todo aquel primer año, después de que muriese el Oscuro?
—Nos dijiste que eran citas con el médico.
—Y ¿qué clase de médico necesita verte todas las semanas durante meses?
—¡Yo qué sé! Me imaginé que tendrías algún problema con... —Sloane se señaló la entrepierna con un gesto impreciso—. Ya sabes. Con los cataplines o algo.
—A ver si lo entiendo. —La sonrisa de Matt se ensanchó—. Pensabas que padecía algún tipo de problema médico en mis partes nobles, cuya solución me llevó por lo menos seis meses de visitas constantes al médico... y ¿nunca me has preguntado nada al respecto?
Sloane se contuvo para no sonreír a su vez.
—Lo dices casi como si te sintieras decepcionado conmigo.
—Qué va, al contrario. Me dejas impresionado.
Matt tenía trece años cuando se habían conocido: era un amasijo larguirucho de cantos y aristas sin la menor conciencia sobre dónde tenía la cabeza y dónde los pies, pero siempre había poseído la misma sonrisa.
Se había enamorado de él media docena de veces seguidas antes de darse cuenta siquiera: cuando les daba órdenes a gritos para imponer su voz al ensordecedor estruendo de una Sangría, manteniéndolos con vida; cuando se pasaba las noches en vela con ella en los largos trayectos por todo el país, después de que todos los demás hubieran caído rendidos de sueño; cuando llamaba a su abuela y se le suavizaba aún más la voz. Nunca había dejado atrás a nadie.
Encogió los dedos de los pies sobre las baldosas.
—Ya he ido antes, ¿sabes? A terapia. Durante unos meses, cuando tenía dieciséis años.
—¿Sí? —Matt arrugó el ceño un poquito—. No me lo habías contado.
Había muchas cosas que nunca le había contado, ni a él ni a nadie.
—No quería preocupar a nadie. Y sigo sin hacerlo, así que... No les menciones nada de esto a los otros, ¿vale? No me apetece verlo en la puta Esquire con el titular «Rick Lane os lo había avisado».
—Cuenta con ello. —Matt le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de ella—. Deberíamos volver a la cama. Nos tenemos que levantar dentro cuatro horas para asistir a la inauguración del monumento.
Sloane asintió con la cabeza, pero se quedaron sentados en el suelo de la cocina hasta que la medicación hizo efecto y ella dejó de temblar. Después Matt guardó el cuchillo, la ayudó a levantarse, y se acostaron de nuevo.
AGENCIA PARA EL REGISTRO Y LA INVESTIGACIÓN DE LO SUPRANORMAL
4 de octubre de 2019
Srta. Sloane Andrews
Referencia
Referencia
Referencia: H-20XX-74545
Estimada Srta. Andrews:
El 13 de septiembre de 2019, el despacho de la Coordinadora de Información y Privacidad recibió su solicitud de información o documentación relacionada con el Proyecto Sosias, avalada por la Ley para la Libertad de Información (LLI), con fecha 12 de septiembre de 2019.
Muchos de los informes solicitados siguen siendo confidenciales. Sin embargo, debido a sus años de servicio al Gobierno de los Estados Unidos, le hemos concedido acceso a todos salvo aquellos que requieren el máximo nivel de permiso de seguridad. Hemos buscado los informes desclasificados anteriormente en nuestra base de datos y hemos localizado los documentos adjuntos, 120 páginas en total, los cuales creemos que satisfacen su petición. Estos documentos están libres de costes.
Saludos cordiales,
Mara Sanchez
Coordinadora de Información y Privacidad
Al día siguiente, en cuanto sonó la alarma, Sloane se tomó otra benzodiacepina. La iba a necesitar para el día que le esperaba; esa mañana tenía que asistir a la inauguración del Monumento de los Diez Años, erigido en honor de las vidas que habían costado los ataques del Oscuro, y por la noche a la gala de los Diez Años de Paz para celebrar el tiempo transcurrido desde su derrota.
La ciudad de Chicago le había encargado el monumento a un artista que se llamaba Gerald Frye. A juzgar por su portafolio, debía de haberse inspirado en gran medida en la obra del minimalista Donald Judd, puesto que el monumento en sí consistía en una simple caja metálica rodeada por una franja de tierra vacía allí donde antes se alzaba aquella torre tan fea, en pleno centro del Loop, junto al río. Parecía pequeña en comparación con los rascacielos que la rodeaban, aunque brillaba al sol cuando el coche de Sloane se detuvo en las proximidades.
Matt había contratado un chófer para no tener que aparcar, lo que resultó ser una idea excelente porque la ciudad entera estaba atestada. La muchedumbre era tan numerosa que el conductor había tenido que tocar el claxon en varias ocasiones para poder pasar con su Lincoln negro. Incluso así, la mayoría de los transeúntes hacían oídos sordos hasta que notaban el calor del radiador en las piernas.
Cuando ya estaban cerca, un agente de policía les permitió cruzar la barrera que custodiaba y circularon por un tramo de calzada despejado hasta llegar al monumento propiamente dicho. Sloane notaba una palpitación detrás de los ojos, como si tuviera jaqueca. En cuanto Matt abriese la puerta y saliera a la luz, todo el mundo los reconocería. La gente sacaría los móviles para grabarlos en vídeo. Estirarían los brazos por encima del cordón de seguridad para que les firmasen fotos, agendas e incluso la piel. Gritarían sus nombres, llorarían y pugnarían por acercarse a ellos y contarles historias acerca de todas las cosas y todas las personas que habían perdido.
Sloane deseó poder irse a casa. En vez de eso, se secó las palmas de las manos en la falda del vestido, respiró hondo y apoyó una mano en el hombro de su acompañante. El vehículo aminoró la marcha hasta detenerse. Matt abrió la puerta.
La recibió una muralla de sonido cuando se apeó detrás de él. Matt se giró hacia ella con una sonrisa de oreja a oreja y le susurró al oído:
—No te olvides de sonreír.
Muchos hombres le habían pedido a Sloane que sonriera, pero lo único que querían era ejercer algún tipo de poder sobre ella. Matt, sin embargo, tan solo intentaba protegerla. Su propia sonrisa era un escudo contra una forma de racismo más sutil e insidiosa, la clase de prejuicio que hacía que la gente lo siguiera por los pasillos de los comercios antes de darse cuenta de quién era, o que diese por sentado que se había criado en un barrio pobre y no en el Upper East Side, o que se concentrara en Sloane y Albie como salvadores del mundo, como si Matt, Esther e Ines no hubieran tenido nada que ver con eso. Un racismo que se manifestaba en forma de silencios y tartamudeos, de torpeza en los gestos y chistes sin gracia.
Había otras formas más directas también, más violentas, pero contra ellas las sonrisas no servían de escudo.
Matt se acercó a la multitud que se agolpaba contra la barrera y le tendía fotografías suyas, artículos de revistas, libros. Sacó un rotulador negro del bolsillo y empezó a garabatear su firma MW, donde cada letra era la otra invertida. Sloane se quedó observándolo a cierta distancia, distraída por un momento del caos. Cuando una pelirroja de mediana edad que no sabía cómo funcionaba su propio teléfono le pidió una foto, Matt se acercó, lo cogió y le enseñó a activar la cámara frontal. Allí adonde iba la gente le daba un trozo de sí misma, a veces en forma de gratitud, a veces de historias sobre las personas que habían perdido por culpa del Oscuro. Él lo aceptaba todo.
Transcurridos unos minutos, Sloane se acercó y le puso la mano en el hombro.
—Lo siento, Matt, pero tendríamos que irnos.
La gente también intentaba llegar hasta ella, por supuesto, agitando copias del artículo de la revista Trilby con su cara impresa a un lado y las gilipolleces machistas de Rick Lane al otro. Algunos gritaban su nombre y ella fingía no oírlos, como hacía siempre. Las armas de Matt eran la generosidad, la bondad y la delicadeza social. Las de Sloane eran el distanciamiento, su altura y una despiadada falta de afecto.
Matt recorrió la cola con la mirada y se fijó en un grupo de adolescentes negras que iban vestidas con el mismo uniforme escolar. Una de las muchachas llevaba el pelo recogido en trenzas diminutas, con cuentas en los extremos que tintineaban cada vez que la chica saltaba de emoción. Llevaba una carpeta con sujetapapeles en la mano. Parecía otra petición.
—Un momento —le dijo a su acompañante, y se acercó al grupo de chicas uniformadas. Sloane se molestó un poco por el plantón, pero se le pasó enseguida al fijarse en el sutil cambio que se había operado en el porte de Matt, cuyos hombros se veían ahora mucho más relajados—. Hola —saludó sonriente a la chica de las trencitas.
Sloane notó una ligera opresión en el pecho. Había partes de él a las que nunca sería capaz de acceder, un idioma que jamás le oiría pronunciar porque, cuando ella estaba presente, las palabras se desvanecían.
Decidió seguir adelante sin él. En realidad daba igual que llegase puntual o no a la ceremonia. Nadie empezaría sin él.
Recorrió el estrecho pasillo que la policía había abierto entre la multitud y subió los escalones que conducían al escenario, orientado hacia el monumento. La caja metálica, plantada en mitad de la nada, tenía el tamaño aproximado de una habitación convencional.
—¡Slo!
Esther, con unos tacones de doce centímetros y pantalones negros de cuero, agitaba los brazos en su dirección. La blusa blanca que había elegido era lo suficientemente holgada como para resultar elegante y, de lejos, daba la impresión de que sus rasgos no habían cambiado nada desde que derrotaran al Oscuro. Al aproximarse, sin embargo, Sloane comprobó que el resplandor uniforme de sus facciones era obra de una mezcla de base de maquillaje, iluminador, polvos bronceadores, polvos fijadores y Dios sabía qué más.
Sintió alivio al verla. Las cosas no habían vuelto a ser lo mismo para los cinco desde que Esther había regresado a casa para cuidar de su madre. Sloane sacudió la cabeza, rechazando así el brazo que le ofrecía un guardia de seguridad, subió sin ayuda los escalones que la separaban del escenario y se abrazó a Esther.
—¡Qué vestido tan bonito! —exclamó Esther cuando se separaron—. ¿Lo ha elegido Matt?
—Soy bastante capaz de elegir mi ropa —replicó Sloane—. ¿Cómo...?
Lo que se disponía a preguntar era cómo estaba la madre de Esther, pero su amiga ya había sacado el móvil y lo sostenía ante ellas para hacer un selfi.
—No —dijo Sloane.
—Slo... ¡Venga ya, me apetece tener una foto de las dos juntas!
—No, lo que quieres es colgarla para tu millón de seguidores en Insta! Son dos cosas distintas.
—Pienso hacerla tanto si sonríes como si no, así que más te vale dejar de alimentar esos rumores sobre lo superamargada que te has vuelto —señaló Esther.
Sloane hizo un gesto de impaciencia, dobló ligeramente las rodillas y se agachó para posar. Incluso consiguió sonreír un poquito.
—Pero solo esa, ¿entendido? Tengo mis motivos para no estar en las redes sociales.
—Claro que sí, como eres tan «auténtica», «alternativa» y mil cosas más... —Esther la ahuyentó con la mano mientras inclinaba la cabeza sobre el teléfono—. Te pienso pintar un bigote.
—No se me ocurre nada más apropiado para el décimo aniversario de una batalla espantosa.
—Vaaale, pues la subo tal cual. Qué sosa eres.
Ya habían tenido antes esa discusión. Esther y ella se giraron hacia Ines y Albie, sentados junto al podio con sendos trajes de color negro, casi idénticos. Las solapas de Ines eran un poco más anchas y la corbata de Albie era azul, pero por lo que Sloane pudo ver, ahí terminaban las diferencias.
—¿Dónde se ha metido Matt? —quiso saber Ines.
—Codeándose con sus súbditos —replicó Esther.
Sloane miró atrás. Matt, que continuaba hablando con la adolescente, tenía el ceño fruncido y asentía con la cabeza a lo que fuera que ella le estaba diciendo.
—Enseguida viene —les aseguró a los demás.
Albie lucía unas ojeras llamativas, aunque eso podía deberse a que eran las ocho de la mañana y él no solía levantarse antes de las diez. Cuando la miró, al menos, no parecía preocupado, sino tan solo cansado. La llamó con la mano.
—Te he reservado un asiento, Slo —dijo, y dio unas palmaditas en la silla que había a su lado.
Sloane se sentó junto a él con los tobillos cruzados y las piernas ligeramente recogidas bajo la silla, tal y como le había enseñado su abuela. «¿Qué pasa, es que quieres que cualquier desconocido te vea las bragas? Bueno, pues entonces cruza las dichosas piernas, chiquilla».
—¿Va todo bien? —preguntó.
—Nah —dijo él esbozando una sonrisita torcida—. Pero ¿qué novedad hay en eso?
Sloane le devolvió la sonrisa.
—Hola, niños.
Un hombre estaba cruzando el escenario. Vestía unos pantalones de color gris oscuro y una americana a juego con su camisa azul celeste, y llevaba el pelo entrecano meticulosamente peinado hacia atrás. No se trataba de un hombre cualquiera, sino de John Clayton, alcalde de Chicago, elegido tras una campaña sustentada sobre el mismo lema de «probablemente menos corrupto que mi contrincante» que caracterizaba la vida política de la ciudad desde hacía años. También era, casi con toda seguridad, la persona más insulsa que hubiese caminado nunca sobre la faz de la tierra.
—Gracias por venir —dijo Clayton, que procedió a estrecharles la mano a Sloane, Albie, Ines y Esther, por ese orden. Matt subió al escenario justo a tiempo de darle también la mano al alcalde—. La idea es que yo pronuncie unas palabras antes de que vosotros os acerquéis juntos al monumento. Como si fuerais a bendecirlo o algo así, ¿eh? Después os sacaré de aquí. Quieren sacarnos una foto de grupo... ¿Ahora? Ahora, sí.
Le hizo una seña al fotógrafo, que los colocó de tal modo que el monumento resultara visible tras ellos: Matt estaba en el centro con la mano bien apoyada en la cintura de Sloane, que no estaba segura de si debía sonreír en el décimo aniversario de la derrota del Oscuro. El mundo entero quería festejar aquel día. Incluso la ciudad de Chicago, que tenía tantas pérdidas que lamentar: el río se teñiría de azul, la cerveza correría a raudales por el barrio de Wrigleyville y el metro se convertiría en un vagón de ganado. Las celebraciones estaban bien, Sloane lo sabía, incluso había llegado a participar en ellas durante los primeros años después del suceso, pero le resultaba cada vez más difícil. Le habían asegurado que las cosas se volverían más fáciles con el tiempo, pero esa profecía, de momento, no se estaba cumpliendo. El estallido de alegría triunfal que siguió a la caída del Oscuro se había desvanecido, y lo que quedaba era una molesta sensación de insatisfacción y el vacío dejado por todo cuanto se había quedado por el camino antes de alcanzar la victoria.
No salió sonriendo en la foto. Mientras Esther le explicaba lo que era un vídeo bumerán al alcalde, Sloane se volvió a sentar junto a Albie. Matt, mientras tanto, había entablado conversación con la mujer de Clayton, que quería saber si pensaba asistir a la inauguración de una biblioteca nueva en el Uptown. Ines, por su parte, se dedicaba a menear la pierna sin parar, tan nerviosa como siempre. Albie apoyó una mano sobre la de ella y le dio un apretón.
—Feliz aniversario, supongo —suspiró Sloane.
—Eso —dijo él—. Feliz aniversario.
AGENCIA PARA EL REGISTRO Y LA INVESTIGACIÓN DE LO SUPRANORMAL
MEMORANDO DE ACCIÓN DE SEGURIDAD NACIONAL N.º 70
PARA: AGENCIA PARA EL REGISTRO Y LA INVESTIGACIÓN DE LO SUPRANORMAL (ARIS)
ASUNTO: CALAMIDADES SIN EXPLICACIÓN OCURRIDAS EN 2004
Previa aprobación del registro de los hechos que tuvieron lugar el 2 de febrero de 2005, y habiéndose reunido con el Consejo de Seguridad Nacional, el presidente ha decretado que se analicen los desastrosos incidentes de 2004 para determinar si existe algún patrón entre ellos. Puesto que dichos incidentes, por ahora, no han podido explicarse por medios convencionales, esta tarea recae en la Agencia para el Registro y la Investigación de lo Supranormal (ARIS).
Por la presente se solicita a ARIS, por tanto, que realice dicho estudio lo antes posible y presente una evaluación preliminar durante la próxima reunión del Consejo de Seguridad Nacional. Adjuntos a esta carta encontrarán los artículos relacionados con dichos sucesos que el Consejo de Seguridad Nacional ha reunido hasta la fecha.
Shonda Jordan
Chillicothe Gazette
LOS INFORMES OFICIALES SOBRE EL DESASTRE DE TOPEKA CONTINÚAN SIENDO UN MISTERIO
Jay Kaufman
TOPEKA, 6 DE MARZO: Según los últimos recuentos, la cifra de víctimas mortales en Topeka (Kansas) durante el desastre del 5 de marzo de 2004 asciende a 19 327, aunque las autoridades ignoran cuál ha podido ser la causa de tan significativa pérdida de vidas. O, si lo saben, prefieren guardar silencio al respecto.
La previsión meteorológica para el 5 de marzo por la mañana era de cielos cubiertos y un máximo de 5 ºC, con apenas un 10 % de probabilidad de lluvia. Testigos de las localidades vecinas describen intervalos de sol y una brisa apacible. El caos se desató exactamente a la 1:04 p.m. Un empleado del Servicio Nacional de Meteorología calificó el ambiente en la sede de “desconcierto absoluto”, citando “gritos y monitores que chirriaban”.
“Durante unos minutos fue como si estuviéramos sufriendo un tornado, un terremoto y un huracán a la vez. Los cambios en la presión barométrica eran demenciales y los temblores se registraron incluso en Kentucky. No he visto nunca nada parecido”, comenta la fuente. El empleado solicitó que se respetara su anonimato por temor a perder el empleo. El Servicio Nacional de Meteorología ha emitido un comunicado según el cual lamenta no poder divulgar más detalles, puesto que la investigación aún está en curso.
El Gobierno federal sostiene la misma postura. El Departamento de Seguridad Nacional, incluida la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, guarda silencio. El FBI ha dicho que su investigación de momento no apunta a que haya ninguna organización terrorista, ni nacional ni extranjera, tras el incidente, aunque por ahora tampoco se puede descartar esa opción. Incluso a nivel regional, el alcalde de Topeka, Hal Foster (que en esos momentos se encontraba de vacaciones en Orlando, Florida), ha expresado sus condolencias y su pesar, pero no ha querido aventurar ninguna teoría sobre lo ocurrido.
Todo cuanto sabemos sobre el suceso hasta el momento proviene de ciudadanos particulares. Andy Ellis, de Lawrence (Kansas), se acercó en coche hasta los alrededores de Topeka con un dron que utilizaba para supervisar las obras de su nueva casa. Las imágenes de Topeka que Ellis proporcionó simultáneamente a todas las agencias de información del país, son desoladoras. En ellas se ven edificios reducidos a su armazón, cadáveres en las calles y, lo más singular de todo, ni una sola planta con vida. De todos los árboles de Topeka, según estas imágenes, solo quedan ramas encogidas y hojas marchitas.
A falta de explicaciones concretas, entre la población circulan teorías tan descabelladas como una invasión alienígena, un experimento gubernamental fallido, una nueva arma de destrucción masiva o un nuevo tipo de fenómeno atmosférico resultante del cambio climático. La histeria que campa a sus anchas ha empujado a algunas personas a empezar a construir refugios antiaéreos en sus hogares o a desarrollar nuevos planes de evacuación que abogan por el alejamiento del centro de las ciudades en vez de buscar protección allí.
“Necesitamos respuestas —dice Fran Halloway, vecina de Willard, una de las poblaciones supervivientes en las afueras de Topeka— Nos merecemos saber por qué han muerto nuestros seres queridos. Y no pararemos hasta encontrarlas”.
Portland Bygle
EL DESASTRE SE ABATE SOBRE PORTLAND. LA CIFRA DE FALLECIDOS ASCIENDE A DECENAS DE MILES
Arjun Patel
PORTLAND, 20 DE AGOSTO: El pasado 19 de agosto se desencadenó sobre Portland (Oregón) un fenómeno atmosférico, categorizado provisionalmente como huracán, que ha provocado graves desbordamientos y la devastación generalizada de hogares y otros edificios. Si se mantiene esta clasificación, se trataría del primer huracán tropical que azota la costa oeste en toda su historia.
Con una cifra estimada de 50 000 fallecidos, esta sería la catástrofe natural más mortífera de la historia de los Estados Unidos después de la Calamidad de Topeka, que este mismo año se saldó con un recuento final de 20 000 vidas perdidas. Todavía no se ha encontrado ninguna explicación definitiva para la Calamidad de Topeka.
El fenómeno atmosférico continúa desconcertando a los científicos, que citan las bajas temperaturas del océano Pacífico como posible causa para la ausencia de huracanes en la costa oeste hasta ahora. “Los huracanes se alimentan de aguas más cálidas —asegura la doctora Joan Gregory, profesora de ciencias del clima en la universidad de Wisconsin-Madison—. Una posible explicación sería el cambio climático, aunque recientemente no se había registrado ningún ascenso considerable de las temperaturas en el Pacífico. Parece más bien un fenómeno aislado”.
Lo más probable es que continúen aflorando detalles conforme se prolonguen las labores de rescate. El próximo jueves, a las 8:00 p.m., se celebrará una vigilia por las víctimas en la plaza Pioneer Courthouse.
Rochester Observer
SE DISTINGUE UNA SILUETA EN EL CORAZÓN DEL DESASTRE. LOS TESTIMONIOS QUE HABLAN DE UNA FIGURA MISTERIOSA PROVOCAN QUE LAS TEORÍAS CONSPIRANOICAS CORRAN COMO LA PÓLVORA
Carl Adams
ROCHESTER, 7 DE DICIEMBRE: “Todo fue muy caótico”, dice Brendan Peterson, de Sutton (Minnesota), uno de los supervivientes de la catástrofe que este año se ha cobrado 85 000 vidas en Minneapolis. Estuvo presente en el centro de la destrucción y describe un infierno de fuertes vientos y escombros que volaban por los aires. “Vi una mujer desmembrada justo delante de mí —rememora con manos temblorosas—. No había visto jamás nada igual, nunca, ni en las películas”.
Brendan atribuye su supervivencia al azar, y no es el único. Varios de los testigos más elocuentes del ataque cuentan historias parecidas de muertes sangrientas, a cual más horrenda. No obstante, sus testimonios tienen algo en común: todos aseguran haber visto la figura de un hombre que se paseaba con confianza en medio de la devastación.
“Supongo que podría haber sido una mujer —dice George Williams, otro residente de Sutton y vecino de Brendan Peterson—. Parecía una persona, en cualquier caso. Es lo más espeluznante que he visto en mi vida”.
Aunque el Gobierno de los EE. UU. califica los desastres de “ataques”, todavía no se ha identificado a los responsables. Internet se ha poblado de teorías que van de lo verosímil (terroristas, agentes de Gobiernos extranjeros hostiles) a lo directamente absurdo (alienígenas, un ser divino colérico).
“Costaba verlo con claridad —puntualiza Brendan refiriéndose al desconocido que divisó durante el ataque a Minneapolis—. Era oscuro de la cabeza a los pies. No estoy loco. Sé lo que vi”.
El discurso del alcalde consistió en una colección de frases manidas sobre la superación del dolor, el triunfo del bien sobre el mal y la necesidad de honrar a los muertos. Hacia la mitad de la arenga, Ines se acercó a Sloane para susurrarle al oído una cita de la serie Friday Night Lights («Miradas limpias y corazones llenos no pueden perder»), y Sloane tuvo que taparse la boca para que los asistentes no la vieran reírse. Albie fingió sufrir un ataque de tos y Esther le dio un codazo en las costillas a Ines. Matt se obligó a adoptar una expresión seria. Durante un momento, Sloane se sintió como si hubiera recuperado algo que creía perdido.
Al concluir el discurso se desató una tormenta de destellos provocados por los flashes de las cámaras, y la multitud aplaudió. Sloane se sumó a los demás, aplaudiendo hasta que empezaron a escocerle las palmas. A continuación todos intercambiaron firmes apretones de manos y, por último, llegó el momento de que los Elegidos bendijeran el Monumento de los Diez Años con sus huellas sagradas o como diablos fuera que el alcalde Clayton lo había llamado. Sloane se preguntó si podría aprovechar la excusa para quitarse los zapatos, porque le estaban machacando los dedos. No se podía bendecir nada con los pies embutidos en unos tacones tan incómodos.
La zona que rodeaba la caja metálica se había pavimentado con hormigón. Sloane bajó los escalones del escenario y notó el calor que desprendía la superficie a través de la suela de los zapatos. Se sintió como si estuviera caminando sobre las aguas de un mar gris y el monumento fuese una isla de bronce que se alzaba a cien metros de ella. Era el único punto de cálida luminosidad en el seno de la desolación, etéreo, casi como un espejismo. Al observarlo con atención, le sorprendió notar lágrimas en los ojos. El bronce se desluciría con el tiempo, su brillo daría paso a una monótona pátina verde. También el recuerdo de lo que había ocurrido se desvanecería, se apagaría, y el monumento caería en el olvido, frecuentado únicamente por las excursiones escolares y los autobuses de visitas turísticas organizadas para fans de la historia.
Y el lustre de Sloane correría la misma suerte. Siempre famosa pero siempre languideciendo, como las antiguas estrellas de cine, con el espectro de su yo más joven cincelado en el rostro.
Qué sensación tan extraña, saber sin lugar a duda que una ya había tocado su techo.
Caminó tras los pasos de Albie en dirección a la caja, mientras los demás la seguían. No pudo evitar dirigir la mirada al otro lado del río, donde Matt había resistido durante su última batalla esgrimiendo la Rama Dorada, con el rostro envuelto en una luz sobrenatural. Tan solo uno de los muchos momentos en los que se había enamorado de él.
La pared presentaba una estrecha abertura para permitir el paso de la gente. Albie la cruzó sin pensarlo dos veces. Ines se disponía a seguirlo, pero Sloane la detuvo con una mano.
—Dale un momento —dijo.
Todos encajaban entre sí de distintas maneras, conocían mejor que nadie distintas facetas de los demás. Esther sabía hacer reír a Albie, Ines casi podía leerle el pensamiento, y Matt era capaz de soltarle la lengua. Pero Sloane era la experta en los días malos de Albie, y estaba claro que aquel era uno de ellos.
—Aquí va a venir todo el mundo a mear —comentó Ines.
—Tampoco es imprescindible que hables cada vez que se hace el silencio —la regañó Matt.
—Voy a ver si está bien —dijo Sloane—. Esperad un par de minutos.
—Claro —replicó Matt.
—Vale, así a Esther le dará tiempo a encontrar el mejor ángulo para la cámara o algo de eso —bromeó Ines.
Esther le pegó un manotazo en el brazo y sacó su teléfono. Sloane se apresuró a escapar de la escena antes de que Esther la convenciera para hacerse otro selfi, encontró la abertura en la pared y entró en el monumento.
Las paredes metálicas estaban cubiertas de letras diminutas: el nombre de cada una de las personas asesinadas por el Oscuro. Según el artista, encontrarlos y grabarlos todos le había llevado años, y la mayoría eran tan pequeños que resultaban casi ilegibles. Los nombres resplandecían gracias a unos paneles luminosos instalados detrás de las planchas metálicas. Era como contemplar el firmamento nocturno desde algún bosque virgen al que la contaminación no hubiese llegado y no pudiera interferir con el brillo de las estrellas.
Albie estaba en el centro del cubo, con la mirada fija en uno de los paneles.
—Hola —dijo Sloane.
—Hola. Qué bonito es esto, ¿verdad?
—El bronce me parece una decisión acertada. Así resulta casi acogedor. ¿Has encontrado el nombre de tu padre?
—No —respondió Albie—. Es como buscar una aguja en un pajar.
—Podríamos preguntarle al artista.
Albie se encogió de hombros.
—Esa es la cuestión, creo, que uno no debería ser capaz de distinguir los nombres individuales, sino tan solo hacerse una idea general de los muchos que son.
Tantos que la cifra exacta se había vuelto irrelevante, pensó Sloane. Ella ya sabía cuántas vidas se había cobrado el Oscuro. Cualquier cantidad entre cien y un millón no era más que un número que su limitada mente no alcanzaba a comprender.
—A mí me gusta así —continuó Albie—. Me recuerda que no somos más que un puñado de personas que perdieron algo entre miles de otras personas que también lo perdieron. Mi sufrimiento no importa ni más ni menos que el de cualquiera de estas familias.
Indicó el panel que tenía ante él con un gesto. Aunque solo contaba treinta años, el pelo ya se le había vuelto tan fino como una pluma y le empezaba a escasear en las sienes. También lucía arrugas en la frente, tan pronunciadas que Sloane no había podido pasarlas por alto. Acusaba mucho el paso del tiempo.
—Estoy harto de ser especial —dijo Albie con una risita nerviosa—. Estoy harto de que se me honre por lo peor que me ha pasado en la vida.
Sloane se puso a su lado, tan cerca que sus brazos se tocaban. Pensó en la montaña de documentos del Gobierno que guardaba en el cajón inferior de su escritorio; pensó en Rick Lane, hablando de ella como si no fuese más que un montón de carne expuesto en la charcutería; pensó en las pesadillas que la acosaban tanto cuando estaba despierta como cuando dormía.
—Ya —suspiró—. Entiendo a qué te refieres.
O eso creía, al menos. Pero al ver los temblores de la mano de Albie cuando este la levantó para frotarse la cara, se preguntó si lo entendía realmente.
—¡Toc, toc! —dijo Esther, sujetando en alto el teléfono (en un ángulo favorecedor, por supuesto) mientras entraba en el monumento, con el pelo colocado de forma impecable sobre los hombros. Se giró para incluir a Albie y Sloane en el encuadre—. ¡Saludad a mis seguidores de Insta, chicos!
—¿Estás emitiendo en directo? —preguntó Sloane.
—No.
Sloane miró a Albie de reojo y le hizo la peineta con ambas manos a la cámara mientras él hinchaba las mejillas, las presionaba con la palma de las manos y emitía una serie de sonoras ventosidades. Ines, que apareció tras los pasos de Esther, se puso nerviosa al ver a Sloane haciendo gestos obscenos con los dedos junto a la cara de Albie. Esther guardó el móvil con gesto enfurruñado.
—¡Quería capturar mi primer paseo por el Monumento de los Diez Años! —se lamentó—. Ahora tendré que entrar otra vez y fingir que es la primera.
Se cruzó con Matt al salir hecha una furia.
—¿Me he perdido algo?
—Espera —dijo Albie, llevándose un dedo a los labios.
Esther volvió a entrar con el teléfono en alto algo alejado del rostro y abrió los ojos desmesuradamente, como si se sintiese maravillada, mientras examinaba los nombres brillantes. Albie se situó frente a ella de un salto, inclinó la cabeza para colarla en el encuadre junto a la suya y dijo:
—¡Es la segunda vez que lo hace! No dejéis que os enga...
Esther lo apartó de un empujón y bajó el teléfono.
—Pero ¿a vosotros qué os pasa?
—¿A nosotros? ¡Eres tú la que tiene el móvil prácticamente cosido a la mano! —dijo Sloane—. Eres peor que Matt.
El aludido levantó las manos.
—A mí no me metáis en esto.
—¡No soy la primera persona en usar las redes sociales! —protestó Esther—. Es mi trabajo, no hace falta que os pongáis a juzgarme por eso.
—Se supone que esta es una ocasión solemne —señaló Matt—. Y podría haber sido una buena ocasión para volver a conectar...
—Grabar lo que pasa no le resta solemnidad al asunto —lo interrumpió Esther.
—A menos que para grabarlo tengas que buscar el ángulo ideal para un selfi —dijo Ines imitándola con el teléfono en alto y proyectando una cadera hacia fuera—. «Hola, aquí tenéis los nombres de todas estas víctimas y también una buena toma de mi culo redondo».
A Sloane se le escapó una risita. Sonó tan estridente que se tapó la boca con las manos, avergonzada.
—Sloanie Chiquita grita como una niñita —canturreó Albie, levantando las cejas.
—No te atrevas a llamarme así.
—Y tú no hagas como si nadie te hubiera visto en esos vídeos caseros que grabó Cameron —dijo Esther—. A lo mejor ahora vas de chica dura a la que todo le importa una mierda, pero en el fondo siempre serás esa cría que bailaba al son de Diamonds Are A Girl’s Best Friend con un tutú de papel de aluminio.
Sloane maldijo para sus adentros la videocámara de su difunto hermano. Se disponía a replicar algo cuando la interrumpieron las palabras de Matt:
—He encontrado a Bert.
El verdadero nombre de Bert no era Robert Robertson, por supuesto. Se lo había confesado unos meses antes de morir, para que lo pudieran encontrar si perdían el contacto. Sin embargo, no pensaban en él como Evan Kowalczyk: para ellos siempre sería Bert.
Se agruparon detrás de Matt y siguieron la línea que este trazaba con el dedo hasta un nombre diminuto: Evan Kowalczyk, todo en mayúsculas. Sloane no sabía cómo había podido encontrarlo Matt entre tantos otros nombres, entre todos aquellos paneles. Era como encontrar un árbol en particular en medio de un bosque repleto de árboles idénticos. Matt retiró la mano y el nombre de Robert volvió a desaparecer en la pared, confundiéndose con el resto.
Tantas pérdidas..., hasta la última de ellas en vano. Un señor oscuro y su apetito insaciable.
—Me pregunto qué haría en estos momentos —murmuró Matt.
—Seguramente negarse a disfrutar de la jubilación —replicó Ines.
Sloane se giró hacia la entrada antes de que su expresión la delatara. No quería contarles lo que había visto en los documentos obtenidos tras su solicitud amparada por la Ley para la Libertad de Información, atisbos de un Bert desconocido para ella.
—Salgamos —dijo—. Estarán empezando a preguntarse dónde nos hemos metido.
La invitación a la gala estaba pegada en la puerta del frigorífico: CELEBRADIEZAÑOSDEPAZ. Como si la derrota del Oscuro hubiese traído paz y armonía al mundo entero. No era así, por supuesto, pero al menos a los Estados Unidos les había proporcionado una excusa para retirarse de todo. Una nueva era de aislamiento, lo llamaban los titulares. Las reacciones habían sido... dispares. Una parte de la población celebraba la retirada de sus tropas de otros países pero protestaba por la salida de los organismos de paz internacionales. Otra parte aplaudía el cierre de las fronteras pero lamentaba la reducción de la presencia militar en el extranjero. Con independencia del punto exacto del espectro en el que se encontraran, todos compartían la misma paranoia. Nadie sabía de dónde había salido el Oscuro, lo que significaba que podría haber salido de cualquier parte. Podría haber sido un amigo o un vecino, un refugiado o un inmigrante. Incluso la madre de Sloane se había comprado una pistola legal e iba una vez al mes a practicar al campo de tiro, como si eso le hubiera servido alguna vez a alguien contra el Oscuro, que hacía que las armas de fuego implosionaran como edificios demolidos, deformando y retorciendo el metal sin necesidad de tocarlo siquiera. Sloane no podía evitar preguntarse cuánto tardaría ARIS en controlar ese poder. Si no había ocurrido ya.
Sacó el vestido del armario y lo dejó colgado en la puerta. Era un modelo con cuentas de oro que parecía sacado de los años veinte. Notaría su peso en los hombros, por lo que no pensaba ponérselo hasta el último momento. Si fuese un día normal no se habría molestado en elegir algo tan elegante, pero a Sloane le encantaban las ocasiones formales (aunque no lo reconocería ante nadie ni loca). Antes incluso se había escondido en el baño para ver uno de los tutoriales de belleza que subía Esther a su Insta! y aprender a hacerse un delineado galáctico con el lápiz de ojos. Como Esther se enterase algún día, Sloane tendría que pasarse el resto de su vida aguantándola.
La desafortunada naturaleza ceñida del vestido con cuentas significaba que debía recurrir a la prenda que más temía del mundo: la faja reductora. El mayor estrangulador de torsos femeninos ligeramente imperfectos desde el corsé. Lo que menos le apetecía era despertarse a la mañana siguiente con todas las páginas de cotilleos repletas de fotografías ampliadas de su cinturón de grasa abdominal, especulando sobre el estado de su útero. Llevaba enfrentándose a los rumores sobre un hipotético embarazo desde que Matt y ella habían empezado a salir juntos.
La dichosa faja reductora no aparecía ni en el cajón donde guardaba la ropa interior ni en el de los calcetines, por lo que se dirigió al armario de Matt. A veces se perdía en el mar de calzoncillos largos de color negro que usaba siempre. Rebuscó entre las prendas de licra y rozó con los dedos algo duro y pequeño.
Una cajita, de dimensiones tan reducidas que le cabía en la palma de la mano. Negra.
«Mierda».
Sloane lanzó una mirada de soslayo a la puerta; todavía estaba cerrada y no se oían movimientos en el pasillo al otro lado. Bien. Abrió la caja. Dentro había un anillo, como cabía esperar, aunque no uno cualquiera: parecía antiguo, incrustado con pirita en vez de diamantes. Se había acordado de cuáles eran las joyas que más le gustaban, aunque nunca se pusiera ninguna.
Con un nudo en la garganta, cerró el estuche de golpe y lo guardó en el cajón de nuevo. Sabía lo que significaba, por supuesto: iba a pedirle que se casara con él. Y pronto, porque no podía esperar que el cajón de los calzoncillos resistiera mucho tiempo como escondite. Dada su predilección por los gestos melodramáticos, lo más probable era que hubiese elegido la gala de esa misma noche.
Aterrada, Sloane abrió la puerta y se asomó al pasillo. Matt estaba hablando por teléfono con Eddie, su asistente. Tenía la agenda llena a reventar de causas benéficas. Tan solo esa semana estaba previsto que moderase una mesa redonda sobre la masificación en las cárceles, que asistiera a un acto de recaudación de fondos para un centro educativo de la zona oeste, y que se reuniera con un senador para intentar que el Estado subvencionara las sesiones de terapia a los supervivientes del Oscuro aquejados de estrés postraumático. Probablemente se tiraría un buen rato al teléfono.