Ganar siempre - Elsie Silver - E-Book

Ganar siempre E-Book

Elsie Silver

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Beschreibung

Stefan Dalca es guapo, inquietante y mandón. También es el enemigo público número uno en este pequeño pueblo, con un pasado turbio que es difícil pasar por alto. Puede que yo sea una veterinaria de renombre, pero me encuentro en una situación difícil y Stefan es mi última esperanza. Necesito su ayuda para salvar a un potro enfermo, y él a cambio quiere tres citas conmigo. Todo comienza como una simple transacción, pero cuanto más tiempo paso con él, más me pregunto si realmente es el villano que todos dicen que es. Stefan me hace sentir como nadie antes, y valora mi inteligencia con tanta pasión como mi cuerpo. Me hace reír. Me hace sonrojarme. Me llama «gatita». Con cada conversación íntima, con cada mirada robada, la temperatura entre nosotros aumenta. Y, cuando por fin me toca, saltan chispas. De pronto, me veo anhelándolo de una forma que los que me rodean no van a aprobar ni a entender. Ceder ante Stefan Dalca es jugar con fuego, pero no me importa…

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Título original: The Front Runner

Primera edición: febrero de 2024

Copyright © 2021 by Elsie Silver

© de la traducción: Silvia Barbeito, 2024

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-04-2

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: innervision/rabbit75_dep/depositphotos.com y macniak/freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

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31

32

Epílogo

Nota

Agradecimientos

Contenido especial

A todas las mujeres a las que les han dicho que deberían sonreír más.

A la mierda con todo: frunce el ceño cuanto quieras.

1

Hace seis meses

Stefan

—Dalca, pedazo de…

Y ahí está: la mujer que trabaja para mi mayor competidor —y que también es su prometida— está a punto de perder los papeles de nuevo. A Billie Black se le da genial comportarse así. Me recuerda a mi hermana pequeña: arrogante e impulsiva. La diferencia es que a mi hermana le gusto.

A esta mujer no. Tengo que reconocerle el atrevimiento de montar una escena en un sitio como este: estamos en un lugar público, en el prestigioso Bell Point Park, y nuestros caballos ya están preparados para la carrera. De hecho, el suyo está justo detrás de ella, montado por la pequeña jockey rubia, la única que corre para ellos ahora mismo.

Me meto las manos en los bolsillos del traje y enarco una ceja a modo de desafío. Mentiría si dijera que no disfruto cabreando a los demás. Es el comportamiento típico de alguien al que no le dedicaron tiempo suficiente cuando era niño: todo vale con tal de llamar la atención, y esta forma en concreto me divierte muchísimo.

Pero la veterinaria morena se adelanta a las otras dos mujeres y me dedica una mirada que habría hecho que se le encogieran las pelotas a cualquier otro hombre.

—Stefan, vamos a dar un paseo. —Dobla el dedo y va en dirección opuesta sin siquiera mirar atrás, convencida de que voy a seguirla.

No tengo muy claro lo que va a pasar, pero me da la sensación de que me he metido en un lío y me espera una reprimenda. Me paso las manos por las solapas de la chaqueta del traje, me despido de las dos mujeres con un carraspeo y doy media vuelta. Billie finge una náusea en un gesto infantil cuando me marcho, pero me limito a levantar la barbilla y a seguir a la mujer que despertó mi interés en cuanto la vi por primera vez.

La doctora Mira Thorne es mi veterinaria favorita en esta zona por muchas razones: es muy guapa, desde luego, pero también es inteligente, astuta y de mente ágil. Es increíble en muchísimos sentidos.

Pero más que eso: es un reto.

Y a mí me encantan los retos.

He visto cómo salvaba a más de un caballo del hipódromo con su rapidez mental; tal vez sea más joven que el resto de los veterinarios, pero algo me dice que podría ganarles de calle.

Aunque su impresionante cerebro no me impide admirar el contoneo de sus caderas cuando va hacia los establos delante de mí. Gira a la izquierda, cerca de un tractor, y se aleja hasta donde nadie podrá vernos ni escucharnos. Siento un cosquilleo en el estómago.

¿Qué demonios me pasa?

La doctora Thorne es una mujer muy seductora, y aún me queda la suficiente humanidad como para reconocerlo. Bajo su gélida superficie hay una cierta arrogancia, y una gran inteligencia se esconde tras su aguda mirada. Es como una bomba de relojería que podría explotar en cualquier momento.

Se vuelve para mirarme y sus ojos oscuros se clavan en los míos. Me gusta que no rehúya el contacto visual, aunque una pequeña parte de mí está preocupada por lo que va a decir a continuación. Algo no encaja.

—¿En qué puedo ayudarte, doctora Thorne? —Me obligo a utilizar un tono suave y firme, aunque me asaltan las preguntas.

—Se trata más bien de cómo puedes ayudarte a ti mismo. —Ladeo la cabeza y contemplo su rostro: la línea recta de su nariz, el arco de las cejas, los labios carnosos y la línea obstinada de su mandíbula—. Voy a darte un consejo, Stefan. —Me gusta cómo suena mi nombre en sus labios—. Los que se dedican a los caballos de carreras en esta zona están muy unidos; esta es una área muy pequeña y Ruby Creek lo es todavía más. Enemistarte con Billie y los Harding es lo peor que puedes hacer: compites en la pista, no fuera de ella.

Intento no poner los ojos en blanco.

—Gracias por el consejo, doctora Thorne, pero, por desgracia para Billie y los Harding, me gusta competir en todas partes.

Asiente despacio, como si meditara mis palabras, y se cruza de brazos. Ese gesto hace que me fije en sus pechos, que son magníficos. Hace un par de años que me he dado cuenta de que trata de ocultarlos bajo capas y más capas de ropa. A veces, cuando el tiempo es húmedo y hace frío, lleva un abrigo Carhartt marrón, pero hoy viste un chaleco ajustado sobre una camiseta de manga larga, y esa ropa sí que le hace justicia: se le ciñe en la cintura y la cremallera no le sube del todo.

Evito mirarla fijamente: no soy un troglodita.

—En ese caso, tendrás que buscarte a otra veterinaria.

—Estás de broma —resoplo—. ¿Todo esto porque le hice una oferta perfectamente justa por uno de sus caballos?

Sus ojos color chocolate echan chispas.

—En primer lugar, fue un intento disimulado de chantaje, y los dos lo sabemos, aunque te felicito por la sutileza. Pero esto es diferente y ha ido demasiado lejos, Stefan. No trabajo para hombres que contratan a acosadores.

Doy un paso atrás. Una sensación gélida me recorre la columna y mi cuerpo entero se tensa.

—¿Cómo dices?

Mira baja la barbilla y me dedica una mirada sarcástica.

—Ya me has oído. Eres un hombre inteligente, así que no te hagas el tonto con lo de Patrick Cassel. Usar a tu empleado como instrumento para tu venganza es ir demasiado lejos.

Mi buen humor se esfuma de golpe, y miro a la mujer que acaba de acusarme de algo que yo jamás haría. Patrick Cassel es el jockey que he contratado para que monte a mis caballos. ¿Me cae bien? No demasiado, pero gana, y a mí me gusta ganar.

—Jamás en un millón de años yo…

—Derribó a Violet en la pista a propósito —me interrumpe—. Hizo que una compañera resultara herid…

Es mi turno para interrumpir.

—Ese asunto todavía se está investigando. —Hundo las manos en los bolsillos, con el cuerpo en tensión.

—No debería. Escuché cómo lo confirmaba cuando la acorraló, la aterrorizó y le dijo que no volvería a hacerlo si se acostaba con él.

Se me hace un nudo en la garganta y parpadeo como un idiota, intentando asimilar lo que acaba de decirme, pero me esfuerzo por controlar la ira que burbujea en mi interior: no puedo permitir que se note lo angustiado que estoy.

—¿Está bien? —pregunto; es lo primero que se me ha ocurrido.

Lo que me acaba de contar Mira me da ganas de asesinar a alguien.

Ella parpadea un par de veces y me estudia como si intentara evaluarme.

—Sí. Es pequeña pero fuerte.

Suspiro. Mira no tiene por qué mentirme: siempre se ha comportado de forma profesional a pesar de que sus amigos y sus jefes me han etiquetado como el malo de la película.

Pero, al parecer, tiene más que decir para terminar de alterarme los nervios.

—También tengo mis sospechas sobre lo que les hace a los caballos.

—¿Qué quieres decir?

—Vi cómo le inyectaba algo a uno el fin de semana pasado.

—¿A uno de los míos?

—No. Pero eso da igual. Actuaba de forma extraña, mirando a su alrededor como si no quisiera que lo vieran. Como si estuviera haciendo algo malo. Entre tú y yo: ten cuidado. Esto podría volverse contra ti y contra tu negocio.

—Yo… no tenía ni idea.

Y Patrick Cassel está muerto y no lo sabe.

Sacude la cabeza y deja escapar un suspiro hastiado.

—Lo peor de todo es que te creo. No me parece que seas tan malvado como piensan todos, Stefan, y esta es tu oportunidad de demostrarlo. Encuentra a un nuevo jockey y seguiré trabajando para ti.

Se muestra tan terriblemente seria que casi me echo a reír.

—¿Y eso no es chantaje, doctora Thorne?

Me dedica una sonrisa que más parece una mueca. Alarga la mano y me da una palmadita en el pecho, justo sobre el bolsillo de la chaqueta del traje. Es un gesto un tanto condescendiente.

—No, señor Dalca: es una oferta perfectamente justa.

Da media vuelta para alejarse y suelto una carcajada. Me ha devuelto mis propias palabras con una sonrisa; sabe que me tiene cogido por las pelotas y está encantada con ello. Además, ha dicho la última palabra.

Y detesto no tener la última palabra.

—Sal conmigo y tenemos un trato. Despediré a Patrick Cassel —digo, bromeando a medias.

Su risa se desliza en mi interior, melódica y cargada de diversión.

—No puede ser, Stefan: te enamorarías de mí y entonces sí que no podría ser tu veterinaria.

Me dedica un guiño cargado de astucia y se va; rodea el tractor y desaparece entre la multitud que ha asistido a las carreras de Bell Point Park, pensando que me voy a quedar pillado de su personalidad de listilla y de su seguridad en sí misma.

Reto aceptado.

Hace cinco meses

Hemos quedado en el segundo puesto. Otra vez.

Los sonidos de las pistas después de una carrera importante retumban a mi alrededor; estoy junto a la valla, mirando a los caballos, que intentan calmarse después de una carrera reñida. Estoy decepcionado. Odio perder, y no me importa admitir que lo odio más cuando pierdo contra el Gold Rush Ranch, con su alegre y deslumbrante actitud positiva y su ambiente familiar. Hasta juraría que puedo oír por encima del barullo cómo lo celebran.

Estoy celoso, y me consta que es mezquino, pero es que estaba convencido de que este iba a ser mi año. Creía que tenía un caballo capaz de vencer al pequeño semental negro de ellos. Cascade Calamity está bien entrenado y en forma, y le encanta competir, pero el caballo del Gold Rush Ranch es especial.

Estamos en la recta final de la Northern Crown y llevaban dos carreras de ventaja, así que tenía claro que no podía arrebatarles la corona, pero sí confiaba en evitar que la conquistaran de nuevo. Ganar dos competiciones seguidas con ese caballo solo va a hacer que Billie y su novio se vuelvan más engreídos y odiosos de lo que ya son.

—Ha corrido bien. —Nadia desliza su mano entre mis dedos y la aprieta con fuerza.

Hago un breve gesto con la cabeza sin apartar la mirada de la pista.

—Sí.

—Quizá el año que viene —dice con dulzura, aunque no tiene ni idea de lo que habla.

En este deporte no hay ninguna seguridad. Algunos caballos tienen largas y fructíferas carreras, pero no son mayoría. Se resienten, se lesionan, y no voy a forzar mis caballos más allá del límite. No voy a echar a perder a un animal solo para ganar una carrera, y algo me dice que este está a punto de retirarse. Está sano, es feliz y ha llevado una trayectoria estupenda, así que puedo conservarlo como semental para que pase el resto de sus días comiendo hierba y teniendo crías. Lo respeto lo suficiente como para permitir que deje este deporte mientras todavía esté en forma. ¿Podría explotarlo otra temporada y ganar algo de dinero? Puede ser, pero me niego a hacerle eso a un animal que se ha dejado la piel por mí y por mi negocio; se merece algo mejor.

A pesar de lo que Billie Black —que me aborrece— va diciéndole a todo el mundo, no soy tan capullo. Bueno, al menos no con mis caballos.

—Ya sabes lo que tienes que hacer.

Miro los ojos color caoba de Nadia. Me dedica una mueca porque sabe cuánto temo lo que toca ahora.

—Sí. —Dejo escapar un suspiro tan hondo que me tiemblan los hombros.

Le doy un rápido apretón en el delicado hombro y me abro paso entre la multitud hacia el círculo de ganadores. Odio ver la carrera desde el palco de los propietarios, rodeado de gente a la que no soporto, de todo aquello de lo que pretendía escapar cuando me fui de Europa: el dinero, los excesos, la falta de sentido común, la gente obsesionada con su imagen…

Aborrezco todo eso.

Así que asisto a las carreras a pie de pista, entre la gente normal y corriente. Desde ahí, todo parece más auténtico, más alejado del modo en que crecí y del que haría cualquier cosa por distanciarme.

Paseo entre un mar de sombreros enormes y ropa elegante. El día del derby está lleno de encanto, la emoción se palpa en el ambiente y es difícil no dejarse llevar. Pero ahora mismo, mientras me acerco al círculo de ganadores, estoy aterrorizado.

Tengo que felicitar a mis competidores, el equipo del Gold Rush Ranch: los hermanos Harding y la pequeña jockey rubia que siempre me mira como si le diera lástima, lo que es todavía peor que el absoluto desagrado de su fogosa entrenadora.

Vacilo antes de entrar en el círculo. La doctora Mira Thorne también está ahí, con una sonrisa sensual en los labios y un brillo especial en sus grandes ojos oscuros. Al verla, siento un cosquilleo en el estómago, como siempre. Debo de ser masoquista, porque que me rechace se ha convertido en mi pasatiempo favorito.

Hay una gran multitud agolpada en el círculo: periodistas, cámaras, propietarios y jinetes, todos esperando para darles la enhorabuena o hacerles alguna pregunta.

Esto es lo que dicta la buena educación y no pienso seguirles el juego con lo que piensan de mí. Soy muy consciente de que me odian, mucho más de lo que los deportistas normales suelen odiar a sus competidores, pero no tengo por qué darles más motivos para ello.

Mátalos suavemente.

Me acerco con una sonrisa forzada e intento no mirar fijamente a Mira. Tengo muy claro cómo va a acabar todo esto, pero aun así debo hacerlo, así que me detengo frente a Billie, que es la que más me odia y la cabecilla de la campaña en mi contra; lo sé de sobra, y una parte de mí no puede culparla.

Para ella, no todo vale en el amor y en la guerra, y no ha sido capaz de superar el resentimiento.

—Señorita Black. —Le tiendo la mano—. Felicidades por su victoria en la Northern Crown. Ha sido increíble.

Lo digo en serio: dos victorias consecutivas es lo nunca visto. Una hazaña excepcional. Pero sus bien dibujadas cejas se enarcan con puro desdén.

—¿En serio crees que voy a darte la mano?

Tendría que haberme imaginado que iba a montarla.

Mi sonrisa falsa se convierte en una mueca de suficiencia.

—He pensado que valoraría la deportividad.

Se acerca y mira a su alrededor con una sonrisa fingida.

—¿Tú me hablas de deportividad? —susurra.

—Me alegro de ver que hemos dejado atrás el pasado.

Me mira fijamente, boquiabierta.

Si las miradas mataran…

—Yo no hago pactos con el diablo, Dalca. Quizá todos estén dispuestos a hacer la vista gorda, pero yo no.

—Billie. —Vaughn, su prometido, se acerca a su espalda y le rodea la cintura con el brazo. Se inclina hasta su oído, y juraría que le dice algo así como «Si no tienes nada bueno que decir, no digas nada».

Ella se vuelve para mirarlo, asiente y se aparta de mí, pero él no.

Si las miradas mataran…

—Supongo que tú tampoco quieres estrecharme la mano. —No he debido decirlo, pero son todos tan infantiles que es difícil no rebajarse a su nivel.

Sacude la cabeza y me da la espalda con un suspiro de desaprobación. Me siento un poco avergonzado e intento no mirar a mi alrededor: me reconcome que algunos de los hombres más importantes de este negocio me ignoren, pero no estoy dispuesto a dejarlo ver.

Yergo los hombros y me vuelvo hacia Violet, que está radiante a lomos del caballo negro.

—Una victoria magnífica, señora Harding.

Me mira con una leve sonrisa y me estrecha la mano. Ella nunca me ha tratado con rudeza, sino más bien con lástima, lo que, desde luego, es mucho peor.

—Muchas gracias, señor Dalca. Su semental también ha hecho una gran carrera.

Tras Violet, veo cómo su marido se abre paso entre la multitud como si estuviera dispuesto a arrancarme la cabeza. Es un tío enorme y aterrador, y podría darme una paliza sin despeinarse.

—Stefan. —Mira se acerca a mí y me agarra del codo—. Es hora de que te vayas.

Ladeo la cabeza y hago una mueca.

—Pero ¿por qué, doctora Thorne? Me lo estoy pasando genial.

Frunce los labios como si estuviera intentando reprimir una sonrisa.

—Porque Cole Harding está a punto de matarte por venir aquí a montar follón.

—No pretendo montar follón. Solo he venido a felicitar a la ganadora, como haría cualquier competidor educado.

Deja escapar un suspiro y me dedica una mirada severa.

—Ya lo sé, pero ellos no. —Señala con el dedo a sus amigos—. Me temo que ellos no lo ven de ese modo, así que mejor envía una tarjeta si quieres felicitarlos, y, por favor, no hagas una escena. Déjalos disfrutar de la victoria. —La miro con incredulidad. Billie Black será su mejor amiga, pero los dos sabemos que no soy yo el que va a montar una escena—. Ya lo sé. Lo sé. Por favor.

—¿Por favor qué? —Esa palabra suena genial viniendo de ella.

—Por favor, vete. —Sus ojos se abren de par en par, suplicantes, y no puedo apartar la mirada de ellos.

Me doy unos golpecitos con el dedo en los labios, como si estuviera considerando su petición.

—¿Y yo qué gano?

—Stefan… —me regaña.

—Dime que saldrás conmigo y lo haré.

Sacude la cabeza, y esta vez no puede reprimir una sonrisa.

—Estás loco, ¿sabes?

No puede culparme por intentarlo.

Le guiño un ojo y doy media vuelta, pero antes de irme la miro por encima del hombro.

—Sí, pero eso es lo que te gusta de mí.

Ella suelta un gemido y yo me marcho, riendo entre dientes.

Sí, estoy lo bastante loco como para seguir intentándolo.

2

En la actualidad

Mira

Cuando bajo las empinadas escaleras de mi apartamento el aliento se me escapa en bocanadas que se recortan en blanco contra el cielo nocturno. Estaba calentita y alejada del mundo, flotando en un profundo sueño, hasta que ha sonado la alarma.

Solo he tenido que echar un vistazo a la cámara web instalada junto a mi cama para darme cuenta de que vamos a tener un nuevo habitante en el Gold Rush Ranch. El último de la temporada, gracias a Dios.

Así han sido todas las noches de esta semana: estamos a finales de febrero, la temporada de partos, al menos para los caballos de carreras, que tienen que nacer a principios de año, y parece como si todas las yeguas del Gold Rush Ranch se hubieran sentado alrededor de un fardo de heno y hubieran quedado en sincronizar sus partos solo para fastidiarme. Me las imagino como mujeres, sentadas en círculo y saboreando un batido vegetal, planeando lo bonito que sería tener todas sus crías al mismo tiempo: cómo podrían jugar todas juntas, ir juntas a la escuela… «Ja, ja, ja. Imagínate que un día salieran juntos. Qué maravilla».

Queríamos que este año los potros nacieran lo antes posible para darles ventaja en las pistas, pero ¿uno detrás de otro? Esto es una tortura.

Es una noche serena y húmeda, y la lluvia incesante cala los huesos y se cuela en todas las capas de ropa que llevo para protegerme de ella. La primavera en Ruby Creek es muy diferente a la de la ciudad por culpa del cambio de altitud, y los inviernos canadienses no son famosos precisamente por su suavidad, lo que significa que hace mucho frío incluso aunque no nieve: frío en invierno y calor abrasador en verano.

Agarro la puerta de acero con mis manos protegidas por guantes de cuero y las ruedas chirrían al abrirla con fuerza. Un relincho quedo me saluda cuando voy al último box. Está iluminado por una cálida luz infrarroja que espanta las sombras con su tono anaranjado.

Teníamos siete yeguas en el rancho que salían de cuentas este año, y seis ya han parido, cuatro de ellas esta semana. Y en medio de la noche, para más señas.

Por desgracia, la yegua que parió anoche no ha sobrevivido. Todo iba bien, la cría estaba despierta y mamando, y ella se desplomó sin más. No ocurre a menudo, pero sí pasa. Y siempre es una mierda.

He querido ser veterinaria desde que tengo memoria, y soy muy consciente de que no todo son arcoíris y unicornios, pero eso no evita que me escuezan los ojos cuando pienso en ello.

Así que ahora tenemos a este precioso potro rojizo, con llamativas patas blancas y una gran llama en la testuz, que no tiene madre. Lo peor es que es el primer —y único— potro engendrado por DD, el famoso semental del rancho, dos veces ganador del Denman Derby: el potro especial que todos estábamos esperando.

Llevamos veinticuatro horas turnándonos para darle el biberón, y todos en el rancho están buscando a una yegua que haya perdido a su cría, porque lo que necesita este pequeño huérfano es que lo adopten. Necesita una nodriza, y, sin ella, sus posibilidades de supervivencia son muy reducidas porque precisa de leche materna.

Me asomo a su box conteniendo las lágrimas al ver su diminuta forma dormida, y paso al siguiente. Una cosa a la vez, Mira. No puedes salvarlos a todos.

—Hola, mamá —saludo a la oscura yegua alazana que está en el suelo con el cuello bañado en sudor—. ¿Qué tal vamos?

Le paso los dedos por las crines y ella ladea la cabeza y cierra los párpados bajo mi suave caricia. Esta no es la primera vez para Flora: hasta donde yo sé, ha parido varios potros para el rancho y es la bisnieta del primer caballo de carreras del Gold Rush, Lucky Penny.

Es casi empalagoso cómo está todo interconectado: los dos nietos de la pareja que fundó este lugar lo dirigen con sus parejas y acaparan los titulares de la prensa internacional, y siguen criando caballos de carreras a partir de esa primera línea de sangre.

No soy una mujer dada al sentimentalismo, pero hasta yo tengo que admitir que es adorable.

Me agacho detrás de Flora y le levanto la espesa cola negra; le paso las manos por el anca para ver si tiene contracciones y miro el reloj para cronometrarlas. Llega la segunda, pero no tan rápido como para tener que quedarme aquí atosigándola.

Esa es mi filosofía con los animales a los que trato: ¿cómo me gustaría que actuara un médico en esta situación? No he tenido hijos, pero creo que soportar a alguien rondándome y controlándome debe de ser estresante, así que le ofrezco la misma cortesía a Flora y voy a la sala de personal anexa a los establos para prepararme un café. Otro café, quiero decir.

Enciendo las luces, pongo una monodosis en la cafetera y, cuando me dejo caer en el mullido sillón, el agotamiento cae sobre mí como si mis huesos se hubieran convertido en plomo. Me pesa todo el cuerpo. Pero esto es lo que siempre he deseado, y he trabajado demasiado duro toda mi vida como para quejarme ahora que por fin lo he conseguido.

La gente sobrevive a cosas peores, Mira.

Saco el teléfono del bolsillo para enviarle un mensaje a Billie, como había prometido, mientras espero a que el agua caliente pase por el circuito y prepare mi bebida cargada de cafeína. Billie es la entrenadora jefa del rancho y la prometida del dueño, pero también se ha convertido en una de mis mejores amigas desde hace un par de años. Nos unió una llamada de urgencia con su semental, DD, pero luego se ha convertido en una especie de mosca que no he sido capaz de espantar: no dejaba de abrazarme ni de invitarme a noches de chicas, y me hablaba como si nos conociéramos de toda la vida. Es una de esas personas que quieres tener a tu lado: su energía es tan adictiva como pintoresco es su lenguaje.

Mira: Ginger está pariendo. Estoy en el establo.

Ha estado durmiendo con el sonido activado, esperando por este último potro. Billie suele actuar con calma bajo presión, pero lo de anoche la ha puesto nerviosa, como si le hubiera recordado que las cosas pueden salir mal, y no la culpo por ello.

Responde enseguida a pesar de que son más de las dos de la madrugada.

Billie: Tienes que contratar a un ayudante.

No estoy muy segura de eso: soy un poco solitaria. Soy hija única, y disfruto de la soledad. Hay muy poca gente con la que pueda pasar largos períodos de tiempo sin ponerme nerviosa, así que le ofrezco la única respuesta posible:

Mira: ¿Me lo dices o me lo cuentas?

Vuelvo a guardarme el teléfono en el bolsillo, cojo la humeante taza de café y regreso al establo. La respiración agitada y los suaves gruñidos de Ginger son normales; me asomo y noto otra contracción. El tiempo entre ellas se está reduciendo y pronto acabará todo: si las cosas van como deben, los potros no tardan demasiado en nacer.

Le doy un sorbo al café y me acerco de nuevo al box del potrillo huérfano acurrucado en la paja para ver cómo asciende y desciende su caja torácica. Estoy muy preocupada por él. Soy una mujer de ciencia, así que me gusta considerarme racional, pero por mucho que me haya preparado para ver lo que les ocurre a los animales en este trabajo como el ciclo natural de la vida, de vez en cuando, sin venir a cuento, lo siento como una patada en el estómago: es tan injusto que me deja con el corazón en un puño, y eso es lo que me pasa con este pequeño sin nombre.

Me siento impotente porque no puedo ayudarlo, y lo detesto. Me entran ganas de despertarlo y darle de comer otra vez, aunque en el gráfico que hemos colgado en su caseta veo que Hank ha estado aquí hace tan solo unas horas para darle el biberón. Necesita descansar, y debo reconocer que solo quiero hacerlo para hallar algo de consuelo y convencerme de que de verdad va a volver a abrir los ojos y a ponerse de pie sobre esas patitas temblorosas y desgarbadas. No es así como se suponía que iba a venir al mundo la primera cría de DD; este debería ser un momento de celebración, no de tristeza.

Cuando suena el teléfono en mi bolsillo ni siquiera me molesto en mirar el número antes de pulsar el icono para responder.

—Duérmete, histérica. Ya te llamaré si necesito tu ayuda.

Pero no es la voz de Billie la que responde.

—¿Doctora Thorne? Soy Stefan Dalca.

Todo el mundo detesta a Stefan Dalca: es el enemigo público número uno para la mayoría del personal del rancho por su arrogancia de mierda y por los arrogantes de mierda de sus empleados. Aunque, para ser sincera, a mí me cae bien. Es un buen cliente, es muy meticuloso con el cuidado de sus caballos, paga las facturas a tiempo y jamás falta a una cita. En muchos aspectos, es un buen tío.

—Si me has llamado en mitad de la noche para pedirme una cita otra vez, la respuesta sigue siendo no.

Stefan también es incansable, y debo reconocer que eso me divierte. Hace seis meses me invitó a salir en broma, y ahora se ha convertido en una especie de chiste privado: sonríe y me ofrece una cita como pago de una factura; me guiña un ojo y me ofrece una cita a cambio de amañar una carrera… Una mujer con más sentido común le habría dicho que lo dejara, pero, en contra de mi buen juicio, me resulta atractivo, así que suelo contestarle con un asentimiento, una mirada de soslayo y un «Ni en sueños», aunque no puedo evitar que los acompañe una pequeña sonrisa.

—He llamado a la clínica, pero…

—Eso es porque está cerrada. No puedes llamarme a altas horas de la noche, Stefan. Ni siquiera sé cómo has conseguido mi número privado, y no estoy de guardia. Abro a las nueve.

—Es una emergencia. Tienes que venir al rancho lo antes posible —me interrumpe con la voz quebrada.

Me dirijo a las puertas del establo principal de Cascade Acres. Mis pisadas resuenan en el silencioso lugar cuando corro hacia las luces de la parte trasera.

—¿Stefan? —lo llamo sin aliento—, ya he llegado.

—¡Estoy aquí! —dice, unos cuantos boxes más adelante.

Veo a Leo, el encargado del establo, salir con los ojos abiertos de par en par; frunce los labios y sacude la cabeza, y voy hasta el enorme box. Stefan se implica mucho con los caballos, y es irritante que Leo, que se supone que sabe todo lo que hay que saber sobre este negocio, se haya quedado como una estatua mientras yo me he pasado todo el trayecto hablando con su jefe para ayudarlo a solucionar esta peligrosa situación.

Stefan está en el suelo del establo, arrodillado junto a un potro inmóvil, con las manos en las rodillas y la cabeza agachada.

—He intentado reanimarlo como me has explicado, pero creo que está muerto —dice, con voz serena y un ligero acento.

Me acerco y examino con rapidez a la yegua castaña que está de pie junto al cuerpo del potro. Parece agotada, pero no sangra demasiado. Por suerte, no hace falta atenderla con urgencia: es el potro lo que me preocupa.

—La madre está bien por ahora.

—He roto la bolsa, como me has dicho. —Su voz suena enronquecida y la sangre le cubre los brazos bronceados y la camiseta blanca.

Los partos con placenta previa son peligrosos, complicados y rara vez terminan bien: la placenta se separa y el potro nace prematuro.

Inspiro hondo y me arrodillo junto a Stefan.

—Lo has hecho muy bien. Has hecho lo que has podido.

Cuando me mira, sus ojos verdes tienen el color del musgo bajo la tenue luz. Parece muy abatido.

Aparto la mirada, saco el estetoscopio y ausculto el corazón del potro. No encuentro el latido, y pongo la mano con cautela sobre las de Stefan.

—Lo siento, Stefan.

Asiente sin mirarme a los ojos. Odio esta parte de mi trabajo como veterinaria: tratar con la gente, con las emociones. Los animales viven el presente, son los eternos optimistas porque no conocen nada mejor. Las personas son complejas, y no se me da bien enfrentarme a sus emociones. No soy de las que hablan de sus sentimientos.

Le acaricio la espalda con torpeza. Soy consciente de que mi forma de tratar a los clientes deja mucho que desear, pero soy buena con los animales y, en mi opinión, eso es lo que importa. En momentos como este se me traba la lengua y mi coeficiente intelectual, por lo general bastante excepcional, entra en cortocircuito.

—¿Qué he hecho mal? —pregunta, con la voz tan tomada que parpadeo para evitar las lágrimas.

Me siento sobre los talones y dejo escapar un suspiro.

—No has hecho nada mal. Es ley de vida, y a veces es triste y dura. Lo que sí has hecho es salvar a la yegua. En la naturaleza o sin supervisión, habrían muerto los dos.

Asiente, pero sigue esquivando mi mirada, así que me siento a su lado en silencio para velar al potro perdido.

¿Qué puedo decir? La vida a veces es dura.

3

Stefan

Ya sabía que la muerte es una mierda, pero ver morir a un potro tan joven e inocente es distinto, está mal. Me revuelve el estómago. Todos los preparativos, todo el dinero invertido, todos los conocimientos: nada de eso importa cuando el universo te la juega.

Me levanto y acaricio a la yegua; se le cierran los ojos por el cansancio.

—Lo has hecho muy bien, bonita —digo, pasándole la mano por la testuz—. Lo has hecho muy bien.

Voy al baño para intentar limpiarme la sangre. Estoy hecho un desastre: parezco Carrie en el baile de graduación y, por mucho que odie admitirlo, estoy al borde del llanto.

Hace años que no lloro: me he encerrado demasiado en mí mismo para eso. Y, desde luego, no pienso llorar delante de la doctora Thorne; eso solo serviría para que sus molestos amiguitos tuvieran algo con lo que burlarse de mí.

No soy tonto, sé que piensan que soy lo peor, y soy muy consciente de que en el Gold Rush Ranch se burlan de mí a mis espaldas. ¿Recurrí a tácticas cuestionables para intentar comprarles el semental que había ganado el campeonato? Sí. ¿Contraté a un jockey que intentó hacerles daño a ese caballo y a su jinete, y que además resultó ser un depredador sexual? Sí, pero yo no lo sabía. Y jamás le habría ordenado que hiciera algo así. Tal vez no pueda describírseme como «un buen hombre», pero mi esquema de valores no está tan deteriorado como para hacerle daño a alguien. Y no he terminado con ese tipo: voy a darle su merecido aunque sea lo último que haga. Hay un lugar especial en el infierno para los que maltratan a las mujeres, y pienso asegurarme de que le reservan una plaza. En cualquier caso, lo último que quiero es darles más munición para que acaben conmigo cuando lo único que deseo es triunfar en este negocio.

Alcanzar la cima ha sido mi único objetivo durante años. He hecho todo lo necesario para salir adelante y consolidar mi posición. Le prometí a mi madre en su lecho de muerte que iba a hacer realidad sus sueños frustrados, así que aquí estoy, esforzándome todo lo que puedo y sin molestarme en hacer amigos por el camino.

Espero a que el agua de color rosa oscuro que se desliza por el desagüe salga limpia, me seco y regreso al establo. La doctora Thorne está atendiendo a Farrah, la yegua que acaba de perder a su potro. La ha conectado a bolsas de suero y a quién sabe qué más. Mira la ha tapado con una manta y la ha sacado del establo.

—¿Va a ponerse bien? —pregunto, apoyándome en el marco de la puerta.

Mira vuelve sus ojos oscuros e insondables hacia mí. Está seria y parece cansada, y unas bolsas oscuras bajo sus ojos deslucen su bello rostro. Mira Thorne es una mujer muy seductora, y yo no soy inmune a sus encantos: tiene el pelo negro, los ojos oscuros y almendrados, y siempre luce una ligera sonrisa en los labios, como si supiera que es más lista que todos los que la rodean.

Y quizá tenga razón, aunque estoy seguro de que podría demostrarle que estoy a su altura. Pero no voy a hacerlo: en Ruby Creek hay pocos veterinarios, y la doctora Mira Thorne es una de las mejores en su trabajo.

—Sí. Voy a encargarme de que esté bien hidratada y a darle unos antibióticos por si acaso, y hay que tenerla controlada durante unos días.

Me limito a asentir. La pena por el potro perdido es como una losa sobre mi conciencia: me siento responsable, como si no hubiera hecho lo suficiente. Debería haber contratado a gente más capacitada, debería haber llamado antes a Mira, debería haber tenido mi propio veterinario… Debería haber hecho algo.

Como si pudiera leer mi confusión, Mira me estudia con sinceridad, sin rastro de la sonrisa burlona que suele dedicarme.

—Oye, has hecho todo lo que has podido. Has hecho más de lo que habría hecho la mayoría de la gente. No ha sido culpa tuya.

En momentos como este me siento fuera de lugar. No me crie en un rancho ni tengo experiencia en el sector: llegué a él a golpe de talonario y dotado tan solo con una mente despierta y ganas de aprender, así como de contratar y comprar lo mejor. Tal vez Mira solo intenta ser amable. Podría haber hecho algo más.

Mira trabaja con tranquilidad y delicadeza junto a la yegua, murmurándole unas palabras que no alcanzo a oír. Admiro cómo trata a los animales. A veces no me vendría mal un poco de esa dulzura; mi forma de actuar suele molestar a los demás, aunque su opinión me trae sin cuidado. En lugar de eso, pienso en mi madre, a la que se cargó el gilipollas con el que se casó, al que le ponía cachondo maltratarla. Pienso en ella, conectada a tubos y cables después del accidente de avión, diciéndome que nunca debería haber dejado Ruby Creek, un lugar del que yo jamás había oído hablar; diciéndome que debería haberse quedado entrenando caballos de carreras, una parte de su vida que no llegué a conocer.

Pienso en ella dejando caer la bomba que me cambió la vida.

Y después, murió.

Él también murió y se llevó a mi madre con él, en su estúpido avioncito privado, uno de esos en los que los ricos tienen la mala costumbre de morir. Su último acto de desprecio hacia el hijo que nunca había querido tener. Ella no fue capaz de dejarlo, así que el accidente de avión acabó con la vida de los dos, de un modo amargo y dulce a la vez. Y yo perdí años de estar con ella porque me enviaba a colegios privados para mantenerme a salvo, alejado de él, de mi supuesto padre.

Maltrecha, magullada, malherida como estaba, deslizó la mano entre las mías y exhaló su último aliento, y yo hice la promesa de llevarla de regreso a Ruby Creek, un pueblito al otro lado del mundo. Y después, con la enorme cantidad de dinero que heredé de ese imbécil, me dispuse a hacer realidad sus últimas voluntades.

La vida no es justa, pero yo tampoco, y menos cuando tengo que cumplir una promesa.

Atravieso el establo, cojo una pala y salgo. Está oscuro, hace frío y llueve de nuevo, pero me da igual: ya estoy hecho un desastre.

Con la pala en la mano, voy hasta el pequeño lago que hay en mi propiedad, el que separa mi casa de los establos, en el que esparcí las cenizas de mi madre. Y bajo el gran sauce llorón, al este del lago, cavo un hoyo.

Este lugar está a punto de convertirse en un cementerio para todos aquellos a quienes no consigo salvar.

—Stefan, siéntate.

Apenas oigo su voz dulce bajo el estruendo de la lluvia al caer. Sacudo la cabeza y sigo cavando. Cuando cojo el cuerpo del potro, Mira me contempla con tristeza. No quiero que me mire así, no deseo su compasión. Solo quiero enterrar al potro y seguir con mi vida como si esta puta noche nunca hubiera pasado.

Me quedo congelado cuando siento cómo su mano se posa en mi espalda y sus delicados dedos se pasean entre mis hombros, templándome la piel a través de la camisa empapada.

—Siéntate. Ahora. —Su tacto es cálido, pero su voz no.

—No puedo. Tengo que terminar de rellenar el hoyo.

Levanta la otra mano y coge el mango de madera de la pala.

—No. Es mi turno.

Me yergo y la miro desde arriba.

—No te pago para eso.

Pone los ojos en blanco y tira de la pala.

—Ya lo sé, pero aun así voy a hacerlo, así que quítate de en medio.

—Pareces cansada —digo, mirándola de arriba abajo: su rostro severo asoma bajo la capucha de la gabardina.

Me echa un vistazo y esa sonrisa tan suya aparece en sus labios.

—Supongo que hacemos buena pareja.

Me distraigo con su boca el tiempo suficiente para que me arranque la pala de las manos. Espero algún comentario desvergonzado, pero se limita a dar media vuelta y a echar paladas de tierra pesada y húmeda al enorme hoyo.

Clavo los pies en el suelo y miro cómo trabaja, con la llovizna y la niebla a nuestro alrededor y el sol asomando por encima de las Cascades y proyectando un resplandor azulado sobre el valle. Es sobrecogedor y hermoso a la vez, y de pronto me siento tan cansado como Mira me ha acusado de parecer.

Me siento en el suelo justo donde estoy, sin preocuparme de mojarme o de llenarme de barro. Puedo soportarlo. Estoy tan agotado y aturdido que me siento como si estuviera viviendo una experiencia extracorpórea.

—¿Por qué me estás ayudando? —le digo a la mujer que tengo delante, a la que habría jurado que le era totalmente indiferente, pero que en este momento se está desviviendo por echarme una mano. Sus amigos me detestan; para ellos, que me preste ayuda debería ser ilegal.

No alza la vista. La pala repiquetea contra los guijarros que se esconden entre el montón de barro. Huele a tierra mojada por culpa del lago y de la lluvia.

—Porque necesitabas ayuda —dice por fin.

—¿Y qué van a pensar tus amigos?

Se detiene, clava la pala en el suelo y pone el pie en el borde sin apartar de mí esa mirada sagaz. Tiene las mejillas sonrojadas y su pecho sube y baja por el esfuerzo de cavar.

—No lo sé. No tengo por costumbre pedirles permiso para hacer lo que considero correcto.

Suelto un resoplido; una gota se desliza por la punta de su nariz respingona. Entiendo que esa mujer que se gana la vida salvando otras se sienta moralmente superior a mí y a mi moral situacional. Me pregunto qué pensará en realidad de mí.

—Ya sabes lo que dicen de juzgar por las apariencias, Dalca. Y, desde luego, no deberías juzgarme a mí. —Me fulmina con la mirada de tal forma que aparto la vista.

Ahora mismo no estoy de humor para enfrentarme a nadie, así que sigo ahí sentado, ensimismado y calado hasta los huesos, mientras mi veterinaria termina de rellenar la tumba. Ni siquiera me molesto en pedirle que me devuelva la pala: no me parece la clase de mujer que necesita ayuda.

Además, seguro que no espera que sea un caballero.

Cuando termina, deja la pala en el suelo y vuelve a mi lado. El vapor de su aliento revolotea frente a ella cuando habla.

—Volveré más tarde para ver cómo está Farrah. Deberías dormir un rato.

—¿Son órdenes del médico? —Mi tono es condescendiente: mi actitud por defecto. A veces se me escapa y sueno como un niñato rico y malcriado discutiendo con su madre, aunque tengo treinta y cuatro años. Adorable.

Pone los brazos en jarras y arquea una de sus bien dibujadas cejas en mi dirección a modo de silenciosa regañina.

—Nunca he pensado que seas tan imbécil como te pintan, pero cuando te pones así tengo mis dudas.

Aprieto la mandíbula y rechino los dientes, reprendiéndome para mis adentros. Cuando por fin levanto la vista para ofrecerle una disculpa, ya va hacia su camioneta del Gold Rush Ranch, y sus caderas se contonean con una forma de andar que desafía lo agotada que debe de estar.

Debería haberle dado las gracias por haberme ayudado esta noche, bajo la lluvia. Pero no: he actuado como un capullo malhumorado.

Sus amigos me llaman «Dalca el capullo», y esta es la primera vez que me siento como si lo fuera.

4

Mira

Billie y yo nos derrumbamos juntas en el sofá de la sala de personal del establo y cerramos los ojos mientras esperamos a que el café esté listo. Estoy tan cansada que me siento como si estuviera borracha, con la clase de agotamiento que te lleva al mareo. Necesito dormir, pero no puedo. Tenemos una hermosa potra nueva en el rancho, a la que Billie ayudó a nacer anoche después de que Stefan me llamara urgentemente.

Flora tuvo un parto sano y sin complicaciones, y dio a luz a una potra igualita a ella, de color bayo oscuro y largas pestañas.

Ver a esa potranca sana y feliz era justo lo que necesitaba tras haberme marchado del rancho de Dalca esta mañana. Perder a un potro nunca es fácil, pero ver lo mal que se lo tomaba fue aún peor. Soy consciente de que no se me da bien ofrecer consuelo: no soy la clásica persona que te sostiene la frente mientras vomitas, no está en mi adn, pero sí sé cómo resultar útil, y esa también es una forma de consolar a alguien.

—Gracias por sustituirme con Flora —murmuro.

—No te preocupes, ha sido divertido. Además, es infalible para quitarte las ganas de tener un bebé. —Resoplo—. En serio, Mira, ver cómo sale algo tan grande de algo tan pequeño es terrorífico.

—Las vaginas son muy elásticas, te recuperarías.

—Ag, ¿por qué tienes que ser tan literal? —gime—. Hablando de otra cosa, ¿qué tal con Dalca el capullo? Te tuvo allí un montón de tiempo.

—Su potro murió —digo sin rodeos. A veces Billie necesita que la pongan en su sitio.

—Bueno, joder. Ahora me siento como el culo.

Sus ojos color ámbar están empañados. Esa pérdida le toca de cerca, con el potro huérfano de DD tumbado solo en un establo a menos de cien metros.

—Deberías. Placenta previa. Ha sido una noche difícil.

Suelta un gruñido y parpadea con rapidez.

—¿La yegua está bien?

—Sí —respondo, en tono intencionado.

Billie se vuelve a mirarme con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué lo dices de ese modo?

—¿Estás siendo obtusa a propósito por la persona de la que hablamos o es que estás tan cansada que no te funcionan todas las neuronas?

Billie es muy inteligente, y es absurdo creer que no ha pensado en nuestro potro huérfano. A solo diez minutos de trayecto por carretera hay una yegua sin potro repleta de leche.

Solo hay que sumar dos más dos.

Parpadea de nuevo y se muerde el labio.

—¿Me creerías si te dijera que estoy supercansada?

Suelto una carcajada y sacudo la cabeza; me levanto y voy hasta la máquina de café.

—Deberías reconsiderar tu actitud, Billie. Dalca el capullo acaba de convertirse en tu mejor opción para salvar a ese potro.

Llego a Cascade Acres con dos cafés. Ahora mismo, soy café: tengo la sangre inundada de cafeína, y es justo lo que necesito para poder pasar el resto del día. No solo estoy cansada físicamente, sino también mentalmente. Vaughn, uno de los propietarios del rancho y prometido de Billie, me ha dicho que cerrara la clínica que tengo ahí y que me fuera a dormir. Aún estoy de guardia, pero al menos no tengo que quedarme dormitando en las nuevas instalaciones con tecnología de última generación mientras finjo que trabajo. Ni siquiera estoy segura de que pudiera tratar en condiciones a un caballo ahora mismo si hiciera falta.

Esta es la parte del trabajo que nadie ve: algunos días estás completa y absolutamente triste, y es difícil sacudirse ese sentimiento. Pero siempre me quedará el café.

En este caso, el dulce café del soborno, porque soy la única capaz de convencer a Stefan Dalca para que nos preste a su yegua para amamantar al potro huérfano, probablemente porque también soy la única que se lleva bien con él. He intentado convencer al encantador encargado del rancho, Hank, de que gestionara esto, pero se ha reído en mi cara, de buen humor, y me ha dicho que es demasiado mayor para verse envuelto en «los dramas de los niños».