Germinal - Emile Zola - E-Book

Germinal E-Book

Émile Zola

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Beschreibung

Germinal (1885) es la decimotercera novela de los veinte volúmenes que Émile Zola escribió dentro de la serie Les Rougon-Macquart. La novela es una dura y realista historia sobre una huelga de mineros en el norte de Francia en la década de 1860. Ha sido publicada y traducida en más de cien países y ha servido para inspirar cinco adaptaciones cinematográficas, dos producciones de televisión y un musical.La historia se desarrolla en Francia, en un pueblo donde la vida gira en torno a las minas de carbón, lugar de donde la mayor parte de las familias obtienen sustento de éstas; cada miembro de las familias que ahí trabajan se vuelve virtualmente esclavo de la mina, obteniendo salarios de miseria, desgastándose y corriendo el riesgo de no volver a casa en cada momento del día...

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Émile Zola

Germinal

Émile Zola

GERMINAL

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-098-4
Edición Digital
Mayo 2017
ISBN: 978-88-3295-098-4
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Indice

GERMINAL

I PARTE

II PARTE

III PARTE

IV PARTE

V PARTE

VI PARTE

VII PARTE

GERMINAL

Émile Zola

I PARTE

I

Por en medio del llano, en la oscuridad profundísima de una noche sin estrellas, un hombre completamente solo seguía a pie la carretera de Marchiennes a Montsou; un trayecto de diez kilómetros, a través de los campos de remolachas en que abundan aquellas regiones. Tan densa era la oscuridad, que no podía ver el suelo que pisaba, y no sentía, por lo tanto, la sensación del inmenso horizonte sino por los silbidos del viento de marzo, ráfagas inmensas que llegaban, como si cruzaran el mar, heladas de haber barrido leguas y leguas de tierra desprovistas de toda vegetación.
Nuestro hombre había salido de Marchiennes a eso de las dos de la tarde. Caminaba a paso ligero, dando diente con diente, mal abrigado por el raído algodón de su chaqueta y la pana vieja de sus pantalones. Un paquetito, envuelto en un pañuelo a cuadros, le molestaba mucho; y el infeliz lo apretaba contra las caderas, ya con un brazo, ya con otro, para meterse en los bolsillos las dos manos a la vez, manos grandes y bastas, de las que en aquel momento casi brotaba la sangre, a causa del frío. Una sola idea bullía en su cerebro vacío, de obrero sin trabajo y sin albergue; una sola: la esperanza de que haría menos frío cuando amaneciese. Hora y media hacía ya que caminaba, cuando allá a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, advirtió unas hogueras vivísimas que parecían suspendidas en el aire, y no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un poco las manos.
Se internó en un camino accidentado. El caminante tenía a su derecha una empalizada, una especie de pared hecha con tablas, que servía de valla a una vía férrea; mientras a su izquierda se levantaba un matorral, por encima del cual se veía confusa la silueta de un pueblecillo de casitas bajas y tan regulares, que parecían estar hechas por el mismo molde. Anduvo otros doscientos pasos. Bruscamente, al salir del recodo de un camino, volvió a ver las luces y las hogueras ante sí, más cerca, pero sin que pudiera todavía comprender cómo brillaban en el aire, en medio de aquel cielo oscuro, semejantes a lunas veladas por el humo de un incendio. Pero acababa de llamarle la atención otro espectáculo a raíz del suelo. Era una gran masa, un montón de construcciones, en el centro de las cuales se erguía la chimenea de una fábrica; algunos destellos de luz salían de las ennegrecidas ventanas; cinco o seis faroles tristones y sucios se veían en el exterior, colocados en postes de madera; y de en medio de aquella aparición fantástica envuelta en humo y en la oscuridad, salía un fuerte ruido: la respiración gigantesca del escape de una máquina de vapor que no se veía.
Entonces el hombre comprendió que aquello era una mina. Pero le dio vergüenza acercarse. ¡Así como así, no iba a encontrar trabajo! En vez de dirigirse hacia el edificio, decidió acercarse hacia la plataforma, donde ardían tres hogueras de carbón de piedra, en canastillos de hierro, para alumbrar y calentar a los que trabajaban. Los obreros empleados en el corte debían de haber trabajado hasta muy tarde, porque aún estaban sacando tierra y piedra. Desde allí vio a los mineros empujando los trenes, y distinguió sombras vivientes volcando las carretillas y haciendo montones de hulla alrededor de las hogueras.
-Buenas noches -dijo, acercándose a una de ellas.
El carretero, que era un anciano vestido con un capote de lana morada, y abrigada la cabeza con una gorra de piel de conejo, estaba en pie, de espaldas a la lumbre, mientras el caballo, un penco tordo, esperaba, con la inmovilidad de una estatua, a que desocuparan las seis carretillas que arrastraba. El obrero empleado en esta faena, un mozo pelirrojo, no se daba prisa, tomando con calma la operación de ir aumentando el montón de hulla.

-Buenas noches -respondió el viejo.

Hubo un momento de silencio. El hombre, al advertir que le miraba con desconfianza, se apresuró a decir su nombre.
-Me llamo Esteban Lantier y soy maquinista.
¿No habría trabajo por aquí?
Las llamas de la hoguera le iluminaban, y gracias a ellas se veía que representaba veinte o veintiún años que era moreno, bien parecido y de aspecto fuerte, a pesar de sus facciones delicadas y sus miembros menudos.
-¿Trabajo para un maquinista? No, no... Ayer mismo se presentaron otros dos. No lo hay.
Una ráfaga de viento les cortó la palabra. Luego Esteban, señalando el montón sombrío de los edificios que había al pie de la plataforma, preguntó:
-Es una mina, ¿verdad?
El viejo no pudo contestar. Un violento acceso de tos se lo impidió. Al fin escupió, y su saliva dejó una mancha negra en el suelo, enrojecido por la brasa.
-Sí, una mina; la Voreux.. ¡Ése es el barrio de los obreros!
Y señalaba, con el brazo extendido, el pueblecillo. Pero las seis carretillas-vagones estaban vacías, y el viejo hizo crujir la tralla que llevaba en la mano, andando con trabajo a causa de los dolores reumáticos que atormentaban sus piernas. El caballo echó a andar, arrastrando las carretillas por los rieles, en medio de un nuevo vendaval que le erizaba las crines.
La Voreux iba saliendo como de un sueño ante la vista de Esteban, que mientras se calentaba en la hoguera sus ensangrentadas manos, miraba y distinguía cada una de las partes de la mina, el taller de cerner, la entrada del pozo, la espaciosa estancia para la máquina de extracción y la torrecilla cuadrada de la válvula de seguridad y de las bombas de trabajo. Aquella mina, abierta en el fondo de un precipicio, con sus construcciones monótonas de ladrillos, elevando su chimenea de aspecto amenazador, le parecía un animal extraño, dispuesto a tragarse hombres y más hombres. Mientras la examinaba con la vista, pensaba en sí mismo, en su vida de vagabundo durante los ocho días que llevaba sin trabajo y buscando inútilmente dónde colocarse; recordaba lo ocurrido en su taller del ferrocarril, donde había abofeteado a su jefe, siendo despedido a causa de ello, de allí, y de todas partes después; el sábado había llegado a Marchiennes, donde decían que había trabajo; pero nada; se había visto obligado a pasar el domingo escondido en la caseta de una cantera, de donde acababa de expulsarle el vigilante nocturno a las dos de la madrugada. No tenía un céntimo, ni un pedazo de pan: ¿qué iba a hacer en semejante situación, sin saber en dónde buscar un albergue que le resguardara del frío?
El obrero que descargaba las carretillas ni siquiera había mirado a Esteban, y ya iba éste a recoger del suelo el paquetito que llevaba, para continuar su camino, cuando un golpe de tos seco, anunció el regreso del carretero.
Luego se le vio salir lentamente de la oscuridad, seguido del caballo tordo, que arrastraba otras seis carretillas cargadas de mineral.

-¿Hay fábricas en Montsou? -le preguntó el joven.

-¡Oh!

Fábricas no faltan -respondió-. Tendría que haber visto esto hace cuatro o cinco años. Por todas partes se trabajaba, hacían falta obreros, jamás se había ganado tanto... Pero ahora... ahora se muere uno de hambre. Es una desolación; de todos lados despiden trabajadores, y los talleres y las fábricas van cerrándose unos tras otros... No digo yo que tenga la culpa el Emperador; pero, ¿a qué demonios se va a guerrear en América? Todo esto sin contar los animales y personas que se están muriendo del cólera.
Entonces los dos continuaron lamentándose con frases entrecortadas y acento de desesperación. Esteban relataba sus gestiones inútiles desde hacia una semana: ¿tendrían que morirse de hambre?

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