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Hiperiónes una novela epistolar de Friedrich Hölderlin que explora la lucha del individuo idealista en una sociedad marcada por la desilusión y el conflicto entre lo espiritual y lo material. Ambientada en la Grecia del siglo XVIII, la obra reflexiona sobre el deseo humano de armonía y belleza en un mundo fracturado. A través de las cartas de Hiperion, el protagonista, Hölderlin profundiza en temas como la alienación, el amor y la búsqueda de la libertad, entrelazando la experiencia personal con una crítica a la sociedad europea de su época. Desde su publicación, *Hiperion* ha sido aclamada como una de las obras más influyentes del Romanticismo alemán, inspirando a generaciones de lectores y escritores por su exploración poética de la naturaleza y el espíritu humano. La obra también refleja el idealismo político de Hölderlin y su frustración con la corrupción de los valores y la falta de cohesión social. La novela sigue siendo relevante por su análisis introspectivo y por la visión del protagonista que busca la plenitud en medio de las tensiones de la modernidad. *Hiperion* ofrece una profunda meditación sobre el sentido de pertenencia y la eterna búsqueda de unidad entre el hombre y el mundo.
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Seitenzahl: 265
Friedrich Hólderlin
HIPERIÓN
PRESENTACIÓN
HIPERIÓN
VOLUMEN PRIMERO
PREFACIO
VOLUMEN SEGUNDO
Friedrich Hölderlin
1770 – 1843
Friedrich Hölderlin (1770-1843) fue un poeta alemán, destacado como una de las figuras más influyentes del romanticismo y de la poesía lírica alemana. Nacido en Lauffen am Neckar, Hölderlin es conocido por su profunda conexión con la naturaleza, su fascinación por la Grecia clásica y su exploración de temas filosóficos y espirituales en sus obras. Aunque su vida estuvo marcada por el sufrimiento y la soledad, su poesía ha sido fundamental para la literatura moderna, inspirando a autores y pensadores posteriores.
Infancia y Educación
Friedrich Hölderlin nació en el seno de una familia protestante. Su padre falleció cuando él era muy joven, lo cual tuvo un impacto significativo en su infancia. Fue educado bajo una estricta formación religiosa y académica, asistiendo a seminarios y estudiando teología en la Universidad de Tübingen, donde entabló amistad con figuras como Hegel y Schelling. A pesar de su inclinación hacia la poesía y la filosofía, las expectativas familiares y sociales de la época lo presionaban hacia una vida dedicada al clero, una tensión que reflejaría en sus escritos.
Carrera y Contribuciones
La obra de Hölderlin se caracteriza por una exaltación de la belleza y una búsqueda de lo sublime, con un lenguaje cargado de simbolismo y emoción. Entre sus poemas más destacados están "Hiperión" y "La muerte de Empédocles," en los cuales explora el dolor, la trascendencia y el ideal de una unión espiritual con la naturaleza y lo divino. Su prosa y poesía a menudo contienen una dualidad entre la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, temas influenciados por la filosofía idealista alemana y su propia lucha interna. En "Hiperión," Hölderlin relata la historia de un joven idealista griego que anhela una conexión con el universo, explorando la naturaleza humana y el dolor de la separación.
Impacto y Legado
El estilo de Hölderlin y su visión poética han dejado una profunda huella en la literatura y la filosofía. Aunque durante su vida fue poco comprendido y, en sus últimos años, vivió en reclusión debido a problemas de salud mental, su obra fue redescubierta en el siglo XX, convirtiéndose en una influencia para filósofos como Martin Heidegger y poetas de todo el mundo. Su conexión con la naturaleza y su percepción de lo divino en la realidad cotidiana le otorgan un lugar especial en la poesía romántica y en el pensamiento moderno, siendo considerado uno de los mayores poetas de la lengua alemana.
Friedrich Hölderlin falleció en 1843, tras pasar los últimos años de su vida en aislamiento, aquejado por su delicada salud mental. Hoy en día, Hölderlin es celebrado no solo como un poeta visionario, sino como un espíritu inquieto que intentó alcanzar lo eterno a través de sus versos. Su trabajo sigue resonando en el presente, mostrando la angustia existencial y la aspiración de trascender lo mundano.
Sobre a obra
Hiperion es una novela epistolar de Friedrich Hölderlin que explora la lucha del individuo idealista en una sociedad marcada por la desilusión y el conflicto entre lo espiritual y lo material. Ambientada en la Grecia del siglo XVIII, la obra reflexiona sobre el deseo humano de armonía y belleza en un mundo fracturado. A través de las cartas de Hiperion, el protagonista, Hölderlin profundiza en temas como la alienación, el amor y la búsqueda de la libertad, entrelazando la experiencia personal con una crítica a la sociedad europea de su época.
Desde su publicación, *Hiperion* ha sido aclamada como una de las obras más influyentes del Romanticismo alemán, inspirando a generaciones de lectores y escritores por su exploración poética de la naturaleza y el espíritu humano. La obra también refleja el idealismo político de Hölderlin y su frustración con la corrupción de los valores y la falta de cohesión social.
La novela sigue siendo relevante por su análisis introspectivo y por la visión del protagonista que busca la plenitud en medio de las tensiones de la modernidad. *Hiperion* ofrece una profunda meditación sobre el sentido de pertenencia y la eterna búsqueda de unidad entre el hombre y el mundo.
Non coercen máximo,
contineri mínimo, divinum est.
Me gustaría que este libro estuviese abocado a conseguir el amor de mis compatriotas. Pero temo que los unos vayan a leerlo como si de un compendio se tratara, preocupados en exceso por la moraleja2, al tiempo que los demás lo tomen demasiado a la ligera, con lo que ni unos ni otros lo comprenderían.
Quien se limite a aspirar el perfume de esta flor mía no llegará a conocerla, pero tampoco la conocerá quien la corte sólo para aprender de ella.
La resolución de las disonancias dentro de un carácter dado no es tarea ni de la pura reflexión ni del simple deseo.
El escenario en que se desarrolla esta historia no es nuevo, y confieso que hubo un tiempo en que fui lo bastante ingenuo como para pensar en modificar el libro a este respecto, pero acabé por convencerme de que era el único adecuado al carácter elegiaco de Hiperión, y me avergoncé de haber sobrevalorado de forma tan excesiva el posible juicio del público.
Lamento que aún no le sea posible a todo el mundo un juicio acerca del plan completo de mi obra, pero el segundo volumen aparecerá lo antes posible.
HIPERIÓN A BELARMINO
El amado suelo de mi patria vuelve a proporcionarme alegría y dolor.
Subo ahora todas las mañanas a las alturas del istmo de Corinto y, cual la abeja entre las flores, vuela mi alma a menudo de aquí para allá entre los mares que refrescan a derecha e izquierda los pies de mis incandescentes montes.
Una de estas dos bahías, en especial, me hubiera proporcionado una gran alegría de haber estado yo aquí hace un milenio.
Como un semidiós triunfante, entre el esplendor salvaje del Helicón y del Parnaso, donde el amanecer juega con mil cumbres nevadas, y la llanura paradisíaca de Sición, avanzaba la resplandeciente bahía hacia la ciudad de la alegría, la juvenil Corinto, y derramaba ante su prometida riquezas procedentes de todas las zonas.
Pero ¿de qué me sirve a mí esto? El aullido del chacal, que hace resonar su funeral canto salvaje bajo los escombros de la antigüedad, viene a sacarme de mis sueños.
¡Dichoso el hombre al que una patria floreciente alegra y fortifica el corazón! A mí, cuando alguien me recuerda la mía, es como si me tirasen a un charco, como si clavaran sobre mí la tapa del ataúd, y cuando alguien me llama griego, siento como si acabara de echarme al cuello el collar de un perro.
Y mira tú, Belarmino, cada vez que se me han escapado tales o semejantes palabras, cada vez que la rabia hizo llegar una lágrima a mis ojos, se me acercaron esos sabios que tanto gustan de figurar en Alemania, esos miserables para los que un alma que sufre es justamente lo que necesitan para aplicarle sus consejos, y muy amistosamente se dignaron echarme una mano y me dijeron: "¡No te lamentes, actúa!".
¡Ojalá no hubiera actuado nunca! ¡Algo más rico sería en tantas esperanzas!...
Sí, olvídate de que hay hombres, miserable corazón atormentado y mil veces acosado, y vuelve otra vez al lugar de donde procedes, a los brazos de la inmutable, serena y hermosa naturaleza.
HIPERIÓN A BELARMINO
No tengo nada de lo que pueda decir: esto es mío.
Lejos y muertos están mis seres queridos, y ya no hay voz alguna que me hable de ellos.
Mi negocio aquí en la tierra ha terminado. Emprendí la tarea plena de voluntad, me desangré en ella, y no he enriquecido el mundo en un solo céntimo.
Desconocido y solitario vuelvo a mi patria y vago por ella como por un vasto cementerio, donde tal vez me espere el cuchillo del cazador, a quien nosotros los griegos somos tan del agrado como la caza del bosque.
¡Pero tú brillas todavía, sol del cielo! ¡Tú verdeas aún, sagrada tierra! Todavía van los ríos a dar en la mar y los árboles umbrosos susurran al mediodía. El placentero canto de la primavera acuna mis mortales pensamientos. La plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con embriaguez mi indigente ser.
¡Feliz naturaleza! No sé lo que me pasa cuando alzo los ojos ante tu belleza, pero en las lágrimas que lloro ante ti, la bienamada de las bienamadas, hay toda la alegría del cielo.
Todo mi ser calla y escucha cuando las dulces ondas del aire juegan en torno de mi pecho. Perdido en el inmenso azul, levanto a menudo los ojos al Éter y los inclino hacia el sagrado mar, y es como si un espíritu familiar me abriera los brazos, como si se disolviera el dolor de la soledad en la vida de la divinidad.
Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre.
Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulantes.
¡Ser uno con todo lo viviente! Con esta consigna, la virtud abandona su airada armadura y el espíritu del hombre su cetro, y todos los pensamientos desaparecen ante la imagen del mundo eternamente uno, como las reglas del artista esforzado ante su Urania, y el férreo destino abdica de su soberanía, y la muerte desaparece de la alianza de los seres, y lo imposible de la separación y la juventud eterna dan felicidad y embellecen al mundo.
A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino. Pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo eternamente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extraño, y no la comprendo.
¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo.
En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía.
¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino.
HIPERIÓN A BELARMINO
Te agradezco que me hayas pedido que te hable de mí, porque así traes a mi memoria el tiempo pasado.
Esto fue también lo que me hizo volver a Grecia: que quería vivir más cerca del escenario de mis juegos de infancia.
Como el trabajador que se sumerge en el sueño reparador, mi ser atormentado se hunde a menudo en los brazos del pasado inocente.
¡Calma de la infancia, calma divina! ¡Cuántas veces te contemplo en silencio, amorosamente, y quisiera alcanzarte con el pensamiento! Pero sólo conservamos nociones de lo que, habiendo sido malo, se acabó transformando en bueno; de la infancia y de la inocencia no tenemos nociones.
Cuando yo era un niño callado y no sabía nada de todo lo que nos rodea, ¿no era entonces más que ahora, tras todas las fatigas del corazón y todos sus esfuerzos y afanes?
Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto.
Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso.
La coerción de la ley y del destino no le andan manoseando; en el niño sólo hay libertad.
En él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte.
Pero los hombres no pueden soportar esto. Lo divino tiene que volverse como uno de ellos, tiene que notar que ellos también están ahí, y antes de que la naturaleza lo expulse de su paraíso, los hombres lo arrancan de él y lo arrojan al campo de la maldición, para que se gaste trabajando con el sudor de su frente.
Aunque la época del despertar también es hermosa, con tal de que no se nos despierte antes de tiempo.
Sí, son días sagrados aquellos en que nuestro corazón extiende las alas por vez primera, en que, llenos de un rápido y fogoso crecimiento, nos erguimos en el mundo soberano, como la planta joven cuando se abre al sol del amanecer y extiende sus cortos brazos hacia el cielo infinito.
¡Cuántas vueltas di por las montañas y a la orilla del mar! ¡Cuántas veces me senté con corazón palpitante en las alturas de Tina y contemplé los halcones y las grullas, y las naves frágiles y alegres cuando desaparecían hundiéndose en el horizonte! ¡Por allá abajo, pensaba, por allá abajo peregrinarás tú también alguna vez!, y aquello era para mí como cuando alguien, desfallecido, se sumerge en un baño helado y se salpica sobre la frente el agua espumosa.
Entonces regresaba a mi casa suspirando; ¡si al menos hubieran pasado ya los años de aprendizaje!, pensaba a menudo.
¡Qué inocente! ¡Todavía faltaba mucho para que pasaran!
¡Qué cerca piensa el hombre en su juventud que está la meta! Ésta es la más bella de todas las ilusiones con que la naturaleza ayuda a la debilidad de nuestro ser.
Y a menudo, cuando yacía tendido entre las flores y tomaba el sol en la tierna luz de la primavera, y miraba hacia arriba, al azul sereno que envolvía la tierra cálida, cuando me sentaba bajo los olmos y los sauces, en el seno del monte, tras una lluvia refrescante, cuando las ramas se estremecían aún de sus contactos con el cielo y sobre el bosque empapado corrían nubes doradas, o cuando el lucero vespertino, lleno de espíritu de paz, se alzaba junto con los antiguos adolescentes, los restantes héroes del cielo, y yo veía así como la vida seguía agitándose en ellos en eterno orden sin esfuerzo a través del Éter, y la calma del mundo me abrazaba y alegraba de tal forma que prestaba atención y escuchaba sin saber qué me sucedía... "¿Me amas, buen padre que estás en los cielos?", preguntaba yo entonces en voz baja, y sentía su respuesta tan segura y feliz en el corazón.
¡Oh, tú!, a quien llamaba como si estuvieras sobre las estrellas, a quien llamaba creador del cielo y de la tierra, ídolo amigo de mi infancia, ¡no te enfades porque te haya olvidado!... ¿No es el mundo lo bastante mezquino, como para buscar todavía fuera de él a Algún Otro?
¡Oh!, si la naturaleza soberana es hija de un padre, ¿no es el corazón de la hija su corazón? Lo más interno de ella, ¿no es Él? ¿Pero acaso lo he resuelto? ¿Es que lo conozco?
Es como si viera, pero entonces me asusto otra vez, como si fuera mi propio rostro lo que hubiera visto; es como si lo sintiera, al espíritu del mundo, como la cálida mano de un amigo, pero despierto y son los míos, son mis propios dedos los que he asido.
HIPERIÓN A BELARMINO
¿Sabes cómo se amaban Platón y su Estela?
Así amaba yo, así era amado. ¡Entonces sí que fui un muchacho feliz!
Es agradable ver cómo lo semejante se une a lo semejante, pero cuando un gran hombre eleva hasta sí a los más pequeños, esto tiene algo de divino.
Una palabra amistosa procedente del corazón de un hombre valiente, una sonrisa tras la que se oculta la devoradora grandeza del espíritu, es poco y es mucho, es como una fórmula mágica, que oculta la vida y la muerte en sus ingenuas sílabas, es como un agua espiritual, que brota de lo profundo del monte y nos comunica la fuerza secreta de la tierra en sus gotas cristalinas.
¡Cómo odio, por el contrario, a todos esos bárbaros que creen ser sabios porque ya no tienen corazón, a todos esos monstruos groseros que matan y destruyen de mil modos la belleza juvenil con su mezquina e irracional disciplina!
¡Oh Dios de bondad! ¡Son como el búho que quiere expulsar del nido al aguilucho y mostrarle el camino del sol!
¡Perdóname, espíritu de mi Adamas, que te mezcle en mis pensamientos con esa gente! Pero esto es lo que ganamos con la experiencia, que no podemos imaginar algo excelente sin pensar al mismo tiempo en su contrario.
¡Ojalá estuvieras presente eternamente en mí sólo tú con todo lo que se te asemeja, infortunado semidiós en quien pienso! Aquel a quien rodeas con tu calma y tu fuerza, luchador y vencedor, aquel a quien alcanzas con tu amor y sabiduría, ¡que huya, o que se iguale a ti! Ni lo innoble ni lo débil pueden existir a tu lado.
¡Cuántas veces estuviste junto a mí, a pesar del tiempo que hacía que nos habíamos separado, y me iluminabas con tu luz, y tu calor hacía que palpitara de nuevo mi helado corazón como la fuente congelada cuando la toca el rayo celeste! En esos momentos hubiera querido volar con mi arrobamiento hasta las estrellas, para evitar que lo que me rodeaba lo envileciera.
Yo había crecido como una cepa sin tutor, y mis sarmientos silvestres se extendían por el suelo sin dirección precisa. Tú sabes cuántos nobles impulsos se pierden en nosotros porque no los empleamos. Yo andaba errante como un alma en pena, aferrándome a todo, siendo aferrado por todo, pero siempre sólo por un momento, y mis fuerzas, inútiles, se agotaban en vano. Sentía que en todas partes me faltaba algo, y sin embargo no lograba encontrar mi meta. Así fue como él me encontró.
Durante mucho tiempo había aplicado bastante arte y paciencia a su elemento, el llamado mundo cultivado, pero este elemento hubiera seguido siendo piedra y madera, con forma humana por fuera en caso necesario, y mi Adamas no hubiera podido hacer nada con tales elementos; lo que él quería eran hombres, pero su arte le resultaba demasiado pobre para conseguirlos. Sabía perfectamente que habían existido alguna vez los hombres que buscaba, aquellos que su arte era incapaz de crear. También sabía dónde habían existido. Allí quería ir e interrogar a los escombros en busca de su genio, y hacer más breves, con ayuda de éste, sus días solitarios. Se vino a Grecia. Así lo encontré yo.
Todavía le veo avanzar hacia mí con su aire sonriente, todavía puedo escuchar su saludo y sus preguntas.
Estaba ante mí como una planta, cuya paz calma el espíritu en tensión y devuelve al alma el simple contentamiento.
Y yo, ¿no era como el eco de su callado éxtasis? ¿No se repetían en mí las melodías de su ser? Yo me transformaba en lo que veía, y lo que veía era divino.
¡Y qué incapaz es el mejor intencionado empeño de los hombres frente a la omnipotencia del entusiasmo sin fisuras!
Porque no se queda en la superficie, no se apodera de nosotros sólo de vez en cuando, no necesita tiempo ni medio alguno; no necesita leyes, ni obligación, ni persuasión; se apodera de nosotros por todas partes en un momento, igual en las profundidades que en las alturas, y antes de que notemos que está ahí, antes de que preguntemos qué nos pasa, nos ha transformado por completo en su belleza, en su felicidad.
¡Dichoso aquel que se cruzó en este camino con un noble espíritu en su temprana juventud!
¡Días de oro inolvidables, llenos de las alegrías del amor y de dulces ocupaciones!
Tan pronto me introducía mi Adamas en el mundo de los héroes de Plutarco como en el mundo maravilloso de los dioses griegos, tan pronto imponía orden y tranquilidad, cuenta y razón, en mis impulsos juveniles, como subía conmigo a las montañas, de día para contemplar las flores de las praderas y del bosque y los musgos silvestres de las rocas, de noche para mirar sobre nuestras cabezas las sagradas estrellas y, en la medida en que le es posible al hombre, tratar de comprenderlas.
Experimentamos un valioso sentimiento de bienestar cuando lo interior se refuerza de esta manera en su propia materia, se diferencia y se liga más fielmente, y nuestro espíritu se va armando poco a poco.
Pero cuando le sentía a él, y a mí mismo, con una fuerza triplicada, es cuando ambos, como manes del tiempo pasado, llenos de orgullo y de alegría, llenos de ira y de tristeza, subíamos al monte Athos y desde allí atravesábamos el Helesponto para descender a la costa de Rodas y a las gargantas de Ténaro, a través de todas aquellas tranquilas islas, y cuando la nostalgia, más tarde, nos impulsó a alejarnos de las costas y a penetrar en el sombrío corazón del viejo Peloponeso, por los solitarios márgenes del Eurotas... ¡Ah! esos valles muertos de la Élida, de Nemea y de Olimpia donde, recostados en las columnas de algún templo del olvidado Júpiter, rodeados de adelfas y siemprevivas, contemplábamos el salvaje lecho del río, y la vida de la primavera y el sol eternamente joven nos recordaban que también hubo hombres allí alguna vez, desaparecidos para siempre, que de la soberana naturaleza humana apenas queda allí algo más que el fragmento roto de un templo o una imagen de muerte en la memoria...
Entonces me sentaba tristemente junto a él y, jugueteando, limpiaba el musgo del pedestal de un semidiós, extraía de los escombros la espalda marmórea de un héroe, arrancaba las zarzas y malezas de un arquitrabe medio enterrado, mientras mi Adamas dibujaba el paisaje que como un consuelo amistoso rodeaba las ruinas: las colinas cubiertas de trigo, los olivos, el rebaño de cabras suspendido en las rocas de la montaña, el olmedo que se precipitaba en el valle desde las cumbres... y la lagartija jugaba a nuestros pies, y las moscas zumbaban a nuestro alrededor en la calma del mediodía... ¡Querido Belarmino, me gustaría contarte todo esto con la exactitud de un Néstor! Pero yo ando por el pasado como un espigador por entre los rastrojos cuando el amo del campo ya ha cosechado: recogiendo cada brizna de paja. ¡Y cuando estuve con él en las alturas de Délos, como sucedió un día, en que me estremecía cuando subimos juntos las viejas gradas de mármol que llevan a la muralla granítica del Cintho! Allí vivió antaño el dios del sol, entre fiestas celestiales con las que toda Grecia reunida le rodeaba en su esplendor, como una nube de oro. Igual que Aquiles en la Estigia, se sumergieron aquí los jóvenes griegos en las olas de la alegría y del entusiasmo para resurgir invencibles, como aquel semidiós. En los bosques, en los templos despertaban y resonaban unas en otras sus almas, y cada una conservaba fielmente en sí sus maravillosos acordes.
Pero, ¿qué estoy contando de todo aquello? ¡Como si pudiéramos hacernos una idea de lo que fueron aquellos días! ¡Ay!, bajo el peso de la maldición que nos abruma no puede prosperar ni aun tan sólo un bello sueño. Como el viento del norte que pasa aullando, devasta el presente las flores de nuestro espíritu y las mustia apenas abiertas. Y sin embargo, ¡qué día magnífico el que me rodeó, allá en el Cintho! Amanecía aún y ya estábamos arriba. Entonces surgió en su eterna juventud el viejo dios solar, contento y sereno, como siempre, voló hacia lo alto el Titán inmortal con sus mil alegrías propias, y sonrió sobre su desolado país, sobre su templo, sus columnas que el destino había derribado ante él como los pétalos de rosa marchitos que un niño al pasar, sin pensarlo, arrancó del rosal y esparció por el suelo.
"¡Sé cómo él!", me dijo Adamas, cogiéndome de la mano y extendiéndola hacia el dios, y fue para mí como si los vientos matinales nos arrastraran consigo y nos llevaran hasta el cortejo del ser sagrado que entonces ascendía hacia la cumbre del cielo, amistoso y enorme, y nos llenó, maravilloso, al mundo y a nosotros, con su fuerza y su espíritu.
Todavía se entristece y se regocija mi interior más profundo con cada palabra de las que entonces me dijo Adamas, y no comprendo mi miseria cuando a menudo me sucede lo que entonces tenía que sucederle a él. ¿Qué es el daño, cuando el hombre se encuentra así en su propio mundo? Todo está en nosotros. ¿Preocupa entonces al hombre que caiga un cabello de su cabeza? ¿Por qué busca la esclavitud cuando podría ser un dios? "¡Tú estarás solo, amigo mío!" me dijo entonces Adamas también, "serás como la grulla a la que sus hermanas abandonan en la estación ruda mientras ellas buscan la primavera en el país lejano".
¡Y eso es, querido! Eso es lo que nos hace pobres en medio de toda riqueza, que no podamos estar solos, que el amor no muera en nosotros por mucho que vivamos. Devuélveme a mi Adamas y ven con todos mis semejantes para que el viejo y hermoso mundo se renueve en nosotros, para que nos concentremos y unamos en los brazos de nuestra diosa, la naturaleza, y ¡ya ves!, así no sabré nada de la necesidad.
¡Pero que nadie diga que el destino nos separa! ¡Somos nosotros, nosotros! Gozamos lanzándonos a la noche de lo desconocido, a la fría extrañeza de algún otro mundo, y, si fuera posible, abandonaríamos el territorio del sol y nos abalanzaríamos más allá de las fronteras de los cometas. ¡Ay! para el salvaje pecho del hombre no hay patria alguna posible; e igual que el rayo del sol, que agosta luego las plantas de la tierra que él mismo desarrolló, así mata el hombre las dulces flores que crecían en su corazón, las alegrías de la afinidad y del amor.
Es como si guardara rencor a mi Adamas por haberme dejado, pero no le guardo rencor. ¡Él quería volver!
Dicen que en lo profundo de Asia hay oculto un pueblo de rara perfección; a él le condujo su esperanza.
Yo le acompañé hasta Nios. Eran días amargos. Había aprendido a soportar el dolor, pero para tal separación no había fuerzas en mí.
Cada instante que nos acercaba a la última hora hacía más evidente hasta qué punto estaba aquel hombre entretejido con mi ser. Mi alma le retenía como un moribundo retiene el aliento que se le escapa.
Pasamos todavía algunos días junto a la tumba de Homero, y Nios fue para mí la más sagrada entre las islas.
Finalmente, nos separamos con un desgarro. Mi corazón estaba cansado por la lucha. En el último momento, yo estaba más tranquilo. Me hinqué de rodillas ante él, le abracé por última vez con estos brazos; "¡dame tu bendición, padre mío!", le dije en voz baja. Sonrió noblemente y su frente se ensanchó ante las estrellas matutinas, y sus ojos perforaron los espacios celestes... "¡Protegédmelo", gritó, "vosotros, espíritus de un tiempo mejor, y elevadlo a vuestra inmortalidad, y todas vosotras, fuerzas bienhechoras del cielo y de la tierra, quedad con él!"
"Hay un dios en nosotros", añadió luego más tranquilo, "que dirige el destino como si fuera un arroyuelo, y todas las cosas son su elemento. ¡Que éste, ante todo, quede contigo!"
Así nos separamos. ¡Adiós, querido Belarmino!
HIPERIÓN A BELARMINO
¿A qué otro sitio podría huir de mí, si no tuviera los días queridos de mi juventud?
Como un espíritu que no encuentra ningún descanso en el Aqueronte, vuelvo a las regiones abandonadas de mi vida. Todo envejece y luego vuelve a rejuvenecer. ¿Por qué estamos excluidos nosotros del hermoso ciclo de la naturaleza? ¿O es válido también para nosotros?
Quisiera creerlo, pero hay en nosotros algo, la ambición irresistible a ser todo, que, como el Titán del Etna, brota enojada desde las profundidades de nuestro ser.
Pero, a pesar de todo, ¿quién no prefiere sentir en sí mismo como un aceite hirviente, que reconocerse nacido para el látigo y el yugo? ¿Qué es más noble, un caballo de batalla furioso o un jamelgo de orejas colgantes?
Hubo un tiempo, querido amigo, en que mi pecho se encendía también con grandes esperanzas, en que también a mí me golpeaba en los pulsos la alegría de la inmortalidad, en que caminaba entre espléndidos proyectos como en la vasta noche de los bosques, en que, feliz como los peces del océano, penetraba más, cada vez más, en mi futuro sin orillas.
¡Oh feliz naturaleza! ¡Con qué intrepidez saltó el adolescente de tu cama! ¡Cómo se alegraba con su armadura sin estrenar! Su arco estaba tenso y sus flechas crujían en el carcaj, y los inmortales, los altos espíritus de la antigüedad, le guiaban, y su Adamas se encontraba entre ellos.
Allí donde fuera o estuviera me escoltaban esas formas magníficas; los grandes hechos de todas las épocas se confundían en mi pensamiento como llamas, e igual que en una tormenta se van uniendo entre sí las gigantescas imágenes de las nubes del cielo, así se unían, así se transformaban en mí en una victoria infinita las cien diferentes victorias de las olimpiadas.
¿Quién es capaz de contener esto, a quién no derriba el esplendor terrible de la antigüedad como derriba un huracán los bosques jóvenes, cuando se apodera de él, como lo hizo conmigo, y cuando le falta, como a mí, el elemento en el que podría conseguir un sentimiento de su propia fuerza?
La grandeza de los antiguos, como una tempestad, me hizo doblegar la cerviz, eliminó la sangre de mi rostro y, a menudo, cuando nadie me veía, caía al suelo en medio de mil lágrimas como un abeto derribado que yace junto al arroyo y esconde en la corriente su copa marchita. ¡Con qué gusto hubiera comprado con sangre un solo momento de la vida de un gran hombre!
Pero ¿de qué me sirvió? Nadie me quería.
Es lastimoso verse a sí mismo aniquilado de esta forma; y aquel a quien esto le resulte incomprensible, que no pregunte más, y que dé gracias a la naturaleza que lo creó, como a las mariposas, para la alegría, que siga su camino y que no vuelva a hablar nunca más en su vida de dolor ni de desgracia.
Yo amaba a mis héroes como un mosquito la luz; buscaba su peligrosa proximidad, me alejaba volando, y de nuevo la buscaba.
Como un ciervo sangrante en medio del arroyo, me hundía a menudo de cabeza en el torbellino de la alegría para refrescar mi pecho ardiente y ahogar los magníficos sueños febriles de gloria y de grandeza, pero ¿de qué servía?
Y cuando, a menudo, hacia la medianoche, el corazón abrasado me hacía bajar al jardín, entre los árboles empapados de rocío, y el arrullo de la fuente y el aire delicioso y la luz de la luna calmaban mis sentidos, y pasaban sobre mí las nubes plateadas, libres y apacibles, y desde la lejanía me llamaba la voz apagada de la pleamar, ¡qué amistosamente jugaban entonces con mi corazón todos los grandes fantasmas de su amor!
"¡Adiós, seres celestiales!", me decía a menudo en mi interior cuando comenzaba a sonar sobre mí la suave melodía del amanecer, "¡adiós, muertos magníficos! ¡quisiera seguiros, quisiera sacudir de mí lo que me dio mi siglo e irrumpir en el reino más libre de las sombras!"
Pero gimo atado a la cadena y atrapo con amarga alegría la miserable copa que ofrecen a mi sed.
HIPERIÓN A BELARMINO
Mi isla se me volvió demasiado estrecha después de la partida de Adamas. Ya hacía tiempo que me aburría en Tina. Quería ver mundo.
"Ve primero a Esmirna", dijo mi padre, "aprende allí las artes de la mar y de la guerra, aprende las lenguas de los pueblos civilizados y sus constituciones y opiniones, sus usos y costumbres, prueba todo y elige lo mejor... Después, creo yo, podrás ir más lejos".
"Aprende también a tener un poco de paciencia" añadió mi madre; y le agradecí este consejo.
Es delicioso dar el primer paso fuera de los límites de la juventud; cuando pienso en mi partida de Tina es como si pensara en el día de mi nacimiento. Era nuevo el sol que brillaba sobre mí y gozaba de la tierra, del mar y del aire como si fuera la primera vez.