Ideología y maldad - Antoni Talarn - E-Book

Ideología y maldad E-Book

Antoni Talarn

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Beschreibung

La maldad nos afecta a todos. Nadie sale indemne. Las víctimas padecen, los testigos —nos indignemos más o menos—, sufrimos sus consecuencias globales, y los victimarios han perdido, en mayor o menor medida, su conciencia moral y una parte de su humanidad, lo que no los hace menos humanos, pero sí más temibles. No se trata de atormentarnos por las infinitas desgracias del mundo sin poder sentirnos felices ante las maldades conocidas a diario. Pero en nuestra condición de testigos que no deseamos consentir la maldad nos apremia a reflexionar sobre el mal, en especial aquel derivado de las ideologías y que, por lo general, se suele ejercer de forma grupal. La abstención es una forma de acción, y aunque el mal consentido no sea equiparable al cometido, no por ello deja de ser un mal. Los medios de comunicación nos muestran los horrores del mundo, pero en la mayoría de las ocasiones nos quedan lejos. Así, la distancia respecto al dolor ajeno y la visión reiterada del mismo fomentan una respuesta tenue, de rápida disolución. Este no es un libro de soluciones. Es un libro de denuncia, de descripción, y un intento de comprensión, que no de justificación, que se propone revisar cómo las ideologías sostienen las maldades. En Ideología y maldad, Antoni Talarn nos ofrece, en diálogo con muchos otros autores que han reflexionado sobre este tema, un amplio repertorio de las diversas formas en que la maldad se manifiesta. Pero —¡oh, sorpresa!— no solo analiza esas manifestaciones en el mundo actual que ocurren fuera de nuestras vidas, sino que también nos descubre aquellas formas de la maldad que están incorporadas a nuestra cultura y de las que no solemos ser conscientes y tendemos a ignorarlas. Una obra que motiva a pensar y que pone a nuestro alcance herramientas que, aunque no eliminen el mal, sí al menos nos permitan enfrentarlo y reducir la amenaza que representa. La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa. (Albert Einstein) Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos. Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos. (Martin Luther King)

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Antoni Talarn

Ideología y maldad

Prólogo de Lluís Farré

Epílogo de Roger Armengol

Créditos

Título original:Ideología y maldad

© Antoni Talarn, 2020

© De esta edición: Pensódromo SL, 2020

Diseño de cubierta: Lalo Quintana

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.

Editor: Henry Odell

[email protected]

ISBN print: 978-84-122077-2-9

ISBN ebook: 978-84-122077-3-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

PrólogoIntroducciónPrimera parte. Las bases conceptuales1. Términos y categorías esenciales1. Diccionario elemental2. Las tipologías de la violencia3. La agresión en la infanciaReferencias bibliográficas2. Consideraciones preliminares sobre el mal1. El mal según Roger Armengol2. Otras definiciones3. La maldad es humana4. Emociones, agresividad y maldadReferencias bibliográficas3. Los engranajes de la maldad1. La maldad no es innata2. La ineficacia de los mecanismos inhibidores de la agresividad ante la violencia humana3. La maldad y la conciencia moral4. Las causas concretas de la maldadReferencias bibliográficas4. Tertulia de sabios. Hablando sobre la maldadReferencias bibliográficasSegunda parte. Violencia virtuosa – traumas intencionalesReferencias bibliográficas5. Los regímenes del terror1. Totalitarismos1.1. Policía secreta1.2. Campos de concentración2. Sobre la psicología del tirano2.1. Fenomenología de la tiranía2.2. Psicoanálisis de los dictadores3. Apuntes para la compresión de la respuesta colectiva frente a la tiraníaReferencias bibliográficas6. La habitación 101: tortura1. Definición y actores implicados2. Las dinámicas implícitas y explícitas en la tortura3. Interrogantes fundamentalesReferencias bibliográficas7. O ellos o nosotros: genocidios1. Definiciones2. Tipologías de genocidios3. El genocidio como proceso4. Algunas cuestiones en busca de respuestasReferencias bibliográficas8. Niños y niñas soldados1. ¿Cómo se convierte a un menor en soldado?2. Las razones por las que hay niños soldadosReferencias bibliográficas9. Baños de sangre: masacres1. Cuatro ejemplos2. ¿Es posible entender las masacres?2.1. Los mecanismos grupales en las masacres2.2. Individuo y masacresReferencias bibliográficas10. La violencia sexual como arma de guerra1. La guerra y la violencia sexual: cofrades en la crueldad2. Patriarcado y violencia sexual como arma de guerra3. Las funciones de la violencia sexual en tiempos de guerra4. Reflexiones finalesReferencias bibliográficasTercera parte. Las crisis contemporáneas11. Cuatro hipótesis en torno al neoliberalismo y la globalización1. El neoliberalismo y la globalización2. Primera hipótesis: el neoliberalismo es totalitario3. Segunda hipótesis: el neoliberalismo está trastornado4. Tercera hipótesis: el neoliberalismo es perjudicial4.1. Daños económicos: la macroeconomía y la vida de las personas4.2. Daños políticos: democracia desfigurada, postfascismo y corrupción4.3. Daños psíquicos: ganar dinero con el malestar5. Cuarta hipótesis: la globalización y el neoliberalismo fomentan el crimen organizado y las actitudes mafiosas6. ¿Por qué toleramos tanta maldad?Referencias bibliográficas12. Las guerras de ayer y hoy1. Guerras clásicas y nuevas guerras2. Tres preguntas y algunas reflexiones sobre la guerra2.1. La visión etológica de la guerra2.2. La teoría freudiana sobre la guerra2.3. La guerra: atracción y repulsión2.4. Tres respuestas tentativas y una canción desesperadaReferencias bibliográficas13. Terrorismos políticos1. ¿Qué se entiende por terrorismo y por terrorismo político?2. La inmoralidad de todo tipo de terrorismos3. Terrorismo de Estado y Estados terroristas4. Terrorismo no institucional5. Terrorismo yihadista5.1. Aclaración de algunas cuestiones y tópicos sobre el yihadismo5.2. A propósito de los jóvenes yihadistas occidentales5.3. El yihadismo como síntoma6. El proceso de convertirse en terrorista: aspectos sociales y psicológicos6.1. Motivaciones colectivas6.2. Motivaciones individualesReferencias bibliográficas14. El patriarcado y sus letales consecuencias1. El patriarcado coercitivo y el argumento de la tradición como justificación de la violencia contra la mujer1.1. Feticidios e infanticidios femeninos1.2. Violación y cultura de la violación1.3. Mutilación genital femenina1.4. Alimentación forzada1.5. Del sati al repudio de las viudas1.6. Chhaupadi nepalí1.7. Crímenes de honor1.8. Turismo sexual1.9. Matrimonio forzado1.10. La situación de la mujer en el mundo de la sharia1.11. Violencia en la intimidad2. El patriarcado del consentimiento y de cómo este se renueva de la mano de la cultura neoliberal2.1. El mito de la igualdad: No sé de qué se quejan las mujeres. ¡Si ya lo tienen todo!2.2. La (re)sexualización del cuerpo femenino. El nuevo sexismo en una cultura hipersexual. Mi cuerpo es mío2.3. El reforzamiento del ideario romántico. Mitos y trampas del amor romántico. Sin ti no soy nada2.4. La (re)idealización de la maternidad. El modelo dominante de maternidad intensiva. Amor de madre3. El patriarcado duele: repercusiones en la salud física y emocional de las mujeres4. Hay soluciónReferencias bibliográficas15. Antropocentrismo y especismo: degradación de la naturaleza y crueldad con los animales1. Introducción histórica al antropocentrismo y sus primeros críticos2. La degradación de la biosfera1. Contaminación2. Deforestación3. Disminución de la biodiversidad4. Cambio climático3. El especismo y sus consecuencias3.1. Breve catálogo de las crueldades especistas humanas3.2. La consideración científica y moral de los animales3.3. Las alternativas: bienestarismoReferencias bibliográficas16. Reflexiones finales. Tu dolor no es el míoReferencias bibliográficasEpílogoAcerca del autorAgradecimientos

Para Teresa Caparros, Anna Rigat, Mar Talarn y Clara Talarn

Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra “seguridad” como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella generación, cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz. Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno…

Stefan Zweig, El mundo de ayer, 1942

Prólogo

Con estos párrafos iniciales que el autor ha tenido la gentileza de concederme, inicia el lector la consulta de una guía de viaje al corazón de las tinieblas. Solo al final del recorrido sabremos si el barquero nos devuelve a la vida como hizo con Odiseo o si la espesa oscuridad establece la residencia definitiva de nuestra alma.

Quién conozca al autor podía presumir tal empresa, la propia nel mezzo del cammin di nostra vita, como le aconteció al Dante, el descenso al Inferno con la expectativa de salir del vórtice por el otro lado hacia la superficie y la luz. Sin embargo, cuando el torbellino del mal que tan bien supo interpretar Botticelli nos engulle, flaquea la esperanza: ¿hay un faro más allá, aparecerá una mano tendida?

El título del texto que el lector tiene entre manos sugiere un parto gemelar, el nacimiento al unísono de la idea y el mal: propone el supuesto de que eidos y maldad sellarían un pacto de consanguinidad desde el origen, una dualidad inevitable como la de la luz con la oscuridad, el día y la noche, Eros y Tánatos, salud y enfermedad, la vida y la muerte. El ser capaz de idea, de pensamiento, de reflexión, de vuelta sobre sí mismo, se constituye a su vez como el gran arquitecto del horror, el hacedor del Pandemónium.

El autor, movido por el texto de Stevenson, toma el testigo de Jekyll y Hyde para reseguir, en una carrera que no tiene fin, la peripecia del funambulista humano sobre al alambre entre el bien y el mal, con una mano tendida al mundo y con la otra incendiándolo hasta el fin de los tiempos, a la espera apocalíptica del Armagedón, el lugar de la última batalla donde supuestamente cesará la dualidad con el triunfo definitivo del bien. La literatura del mal y del dualismo humano recorre y recurre a todas las escrituras y relatos desde que el hombre habla y nos mueve a todos, pasando el testigo de unos hacedores de historias a otros, para dar testimonio de la dualidad no superada.

Czesław Miłosz, una de las tres grandes voces poéticas de la literatura polaca del siglo XX, se preguntaba si cuando desde la habitación del poeta se oye el grito de los torturados, escribir no puede llegar a ser una ofensa al sufrimiento humano. Puede que el poeta lleve razón, pero quien asume el papel de guía debe estar listo para dibujar el territorio de lo horrendo. En este sentido se me antoja que Ideología y maldad muy bien podría compararse a un tratado de anatomía patológica, en el cual el autor aplica el ojo a la lente del microscopio y describe con todo el detalle posible lo que ve en el hacer maligno de lo humano: clasifica, ordena y establece categorías del mal como lo haría un tratado de patología, a fin de que podamos establecer hipótesis relativas a su origen, factores predisponentes y precipitantes, vías de penetración y de expansión metastatizante. Su afán y objetivo son meramente descriptivos y persigue en la medida de lo posible la precisión del quehacer diagnóstico del patólogo experto. Más tarde dejará en nuestras manos el informe clínico y con él la responsabilidad de la investigación sobre los posibles antídotos y aplicación, si cabe, de remedios contra el mal.

La lectura del mapa invita a pensar los agentes que predisponen al mal. Ocupa un lugar destacado la voracidad irrefrenable, la ambición del más que jamás alcanza su límite. En la mitología que el libro narra, ese afán insaciable se hace presente en la propia obra del Gran Arquitecto: su hijo predilecto, el delfín Lucifer, arcángel de la luz, quiere todavía más luz, toda la luz imaginable. Su voracidad conduce al apagón universal, a la caída de toda la red eléctrica del sistema, a las tinieblas eternas, a la condenación del lado oscuro que acompaña al hombre desde los orígenes del tiempo. En la formulación no teológica meltzeriana, el impacto estético de la belleza y la complejidad del mundo pueden hallar resolución en la perversidad y la violencia. Sea como fuere, en las mitologías de todas las culturas se narra lo mismo, desde las más tempranas hasta las contemporáneas cantadas por Tolkien o llevadas a la pantalla por George Lucas. Hoy el mito cede su lugar a mediciones y análisis que nos cuentan lo mismo: disponemos de datos irrefutables, anunciados con imperativa advertencia por ecologistas bien informados, sobre la posibilidad de que andemos abocados al abismo.

Pero el asunto no se ciñe solo a una cuestión energética. Desde la reflexión filosófica se apunta al impacto de la intemperie sobre el heiddeggeriano ser arrojado al mundo: en Capharnaum, Nadine Labaki da imagen a las llamas del infierno en la desoladora historia de la infancia ultrajada: ante un tribunal, Zaín, un niño de 12 años, declara ante el juez que le interpela con un «¿Por qué has demandado a tus propios padres?» con la contundencia de un «Por darme la vida». Zaín, desde su corta edad, levanta el puño y reclama justicia para los que le lanzaron a un escenario de sufrimiento indecible, obligándole a nacer y vivir en él, padres en representación de dioses primigenios, jugando a la creación de desgraciados.

Pero hay más, mucho más en la plurideterminación del mal: la afirmación de progreso, la apuesta por el desarrollo ilimitado como condición de lo humano, etc. Cada supuesto avance viene de la mano con su contrario. Nos basta, a modo de ejemplo, el último y más poderoso ideario de Occidente; gestado hace dos mil años, con su protocolo para el desarrollo de la paz y la comunidad de hermanos, trajo consigo el motor poderoso de lo maligno con su ejército de hooligans fundamentalistas entrenados para la destrucción sistemática: el Cristianismo arrasó y puso fin al tremendo edificio del mundo clásico, destruyó toda la belleza generada desde el solar griego y diseminada por todas las tierras bañadas por el Mare Nostrum. Cada vez que ante la corrupción y degradación del sistema se erigieron modelos que apostaron por la austeridad, el desarrollo del conocimiento, el sentido de justicia y la hermandad solidaria, el poder de las armas, la persecución, el tormento, y el «purificador» fuego inquisitorial se ocuparon de destruir cualquier disidencia y restablecer la penumbra. ¡Se nos hace demasiado amplio el marco factorial, y su influencia y gravedad hace curvar nuestras espaldas como el firmamento doblega las de Atlas!

A pesar del peso que supone el optimismo bien informado, sabedor de las serias dudas acerca del éxito de nuestra especie, quizá podamos prender de nuevo la luz del experimento humanista que se inició, ni sabemos cómo, hace dos milenios y medio en el Ática. Allí, los dioses del panteón griego habían regalado a lo humano el olivo, la vid y el trigo en una primera tanda de donaciones para el desarrollo de la vida y la cultura en este pequeño azul mediterráneo. Pero hicieron mucho más: por las laderas del Olimpo empezó a derramarse la miel de los mitos, la conformación de nuestra cultura e identidad. En el bosque se abrió el claro que ayudó, a la vez que delimitó, las fronteras entre la naturaleza, el hombre y la divinidad, en una suerte de integración que requería una explicación. Ahí se produjo el milagro de la siguiente ayuda humanitaria al ser arrojado a la intemperie: la hija de la mente de Zeus apareció cargada de regalos, desde la flauta hasta la brida del caballo y el arado, desde el cuenco de barro hasta la nave, desde la ciencia de los números hasta la institución de los tribunales a fin de unir justicia y razón. Nuestros ancestros griegos se abrieron al asombro y el conocimiento y con ello empezaron a armar la cultura más inspiradora y tolerante con el misterio. Una cultura que nos ha dejado el mito, que nos ha retado a conquistar la ciudadanía, la ética y la política asentada en la democracia, que nos ha legado la historia y la literatura, el alfabeto y la estructura básica de nuestro pensamiento, que nos ha educado en la belleza, que ha forjado la actividad científica y humanística, la patria espiritual, que ha perfilado las formas del alma del hombre justo y libre por medio del pensar sistemático propiciado por la filosofía y ha colocado los hitos para que no nos extraviemos en el camino para la consecución de tales logros… Aunque el faro griego apareció, apenas podemos intuir cómo, en el siglo V a.C., su destello duró poco. Pero el faro sigue allí porque sus luminarias irrepetibles no tienen parangón en un lapso de tiempo tan limitado. Ahí se dio la mayor concentración de oncólogos del alma imaginable, desde Anaxágoras a Sócrates, desde Solón a Clístenes y Pericles, desde Pitágoras a Euclides, desde Sófocles a Eurípides y Esquilo, desde Aristófanes a Epicuro y Demóstenes, desde Gorgias a Platón y Aristóteles, desde Diógenes a Hipócrates, desde Heródoto a Pausanias… Ajenos a cualquier ingenuidad relativa a la naturaleza del hombre entendieron, como los investigadores del cáncer hoy, que contra el mal y su posible expansión había que reforzar un sistema inmunitario potente, un alma fuerte capaz de detectar el daño y confrontarlo a la mejor batería defensiva disponible. Para ello desarrollaron protocolos de alta complejidad, una paidea eficiente para conformar una ciudadanía saludable. Sus logros aún hoy no han sido superados.

Si el milagro se produjo una vez, puede que aún podamos pensar que la ética quizás acabe por ganar la partida, contener el cáncer del egoísmo y la entronización de lo personal en favor de la empatía, la solidaridad, la distribución de la riqueza y el reparto del poder, en modo tal, que la vida en el planeta sea posible para el hombre y todo lo vivo con lo que compartimos este pedazo de nave azul en navegación indefinida por el universo.

Siempre que el hombre de Occidente ha entrado en edades oscuras, de nuevo vuelve la mirada hacia Atenas para reencontrar los mojones que permitan recuperar el camino de la areté. Así sucedió en el Renacimiento, así se reivindicó en la Francia revolucionaria, así se reclamó en la primera constitución libre del Nuevo Mundo, así se formuló en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si no nos alcanza alguna esperanza en tal posibilidad, la lectura del texto que ahora prologamos nos conduciría, inequívocamente, a la conclusión de que somos una especie condenada al fracaso.

Volvamos entonces al texto: ¿para qué el descenso a los infiernos? Talarn nos invita a ser, como nuestros ilustres antepasados, oncólogos del alma: nos desafía a detectar la celularidad maligna del espíritu para dar coto a la migración metastasizante. Poner coto, luchar contra, no liquidar definitivamente, porque como acontece en lo biológico, salud y enfermedad coexisten y nos retan a un estado de vigilancia y lucha permanente.

Empieza el recorrido del ensayo con una introducción de tipo general y un debate al modo de la tertulia entre gentes del saber de las más variadas épocas y orientaciones. La ficción introduce posibles interpelaciones más allá de las brechas temporales, siempre desde la escucha y la atenta observación y bajo el imperativo de la razón y el argumento fundamentado. Por supuesto, nada que ver con las tertulias que hoy en día nos ofrecen los medios.

Lejos de cualquier pretensión de síntesis, cabe aquí algún avance del trasfondo de esta, digamos tertuliana, primera parte, en la cual la complejidad y amplitud del mal en tanto fenómeno reclama una cierta ordenación. Nos parece que destaca por su sencillez la que distingue entre el mal que se hace y el mal que se sufre, entre el mal provocado, es decir, el mal hecho, el que se inflige, y aquel que se sufre en tanto que hiere. El mal que se hace, como Josep M. Esquirol (otro que podría estar en la tertulia) lo contempla, es el mal moral o mal político. Moral porque hay responsabilidad, y político porque es mal que hacen unos humanos a otros humanos; se da una confluencia entre mal moral y mal político en la medida en que hay alguien que lo hace. En cambio, el mal que se sufre es el mal del cual no puede evidenciarse la existencia de un sujeto activo, promotor de este mal, pero sí la de un sujeto pasivo que lo padece, que es receptor de este mal. Es un mal que no deriva del que se hace, como es el caso, por lo general, de la afectación de una enfermedad, un accidente, etc. En catalán la malaltia (la enfermedad) remite a lo señalado, es fruto del mal que no se hace, pero se padece. Así pues hay un mal que uno hace y mal que uno sufre. No obstante, hay correlación entre ambos, en la medida en que en el mundo hay mucho mal, mucho sufrimiento que los humanos somos capaces de provocar: la correlación entre ambas modalidades de mal es tan amplia como fatal, aunque diferenciarlas resulte del todo necesario.

Desde la perspectiva de lo vivido como experiencia, se puede concluir que mal es el exceso de mal. Hay situaciones de mal, como el lector comprobará a lo largo del texto, en las que se da un exceso de tal calibre que lo hace impenetrable a causa de su opacidad: esa es la quintaesencia del mal. Ante esa ominosa presencia, son elementales las cuestiones que de inmediato se nos plantean: ¿cómo es que hay tanto mal en el mundo? ¿Cómo es que hay tanta implacable violencia sobre los más débiles? ¿Cómo es que la herida del mundo es tan grande? La formulación de estas cuestiones es lo que revela y le saca el velo al mal.

Sea cual sea el contexto monoteísta, el problema del mal se agudiza; en efecto, en cualquier discurso teológico serio el mayor problema es el mal. Así, ¿cómo es posible la existencia de un Dios Omnipotente ante la presencia de tanto dolor, de tanto sufrimiento? Es cierto que se ha construido mucha filosofía que ha tratado de dar respuesta —y lo sigue intentando— a la magnitud del problema del mal a fin de hacer compatible su existencia con el planteamiento monoteísta de un Supremo capaz de todo y, en consecuencia, capaz de hacer desaparecer del mapa humano y no humano el padecimiento; son construcciones o artefactos filosóficos que necesitan «explicarlo todo». Pueden llegar a plantear algo así como que «esto que te parece tan terrible es porque solo ves un pedacito del cuadro», intentan convencernos de que nuestra perspectiva es completamente limitada. El escándalo se produce cuando la justificación remite a que Dios nos concedió el libre albedrío y, con él, la posibilidad de apostar por el daño.

Frente a estas formas de pensar se erigen otras para las cuales tal planteamiento es definitivamente inadmisible; sugieren enfrentarse a él evitando explicaciones totales, para lo cual proponen tratar la comprensión del mal desde lo parcial y acotado: desde esta posición, el mal puede ser mejor visualizado y enfrentado. En la batalla a campo abierto desaparece la posibilidad de éxito, en la sorpresa guerrillera hay más posibilidades; en suma, poco ya es mucho. Lejos de planteamientos y propuestas con afanes de totalidad que abocan a la impotencia y la desesperanza, aparecen pensamientos que promueven la acción desde lo modesto, que no es poca cosa. Es precisamente lo que plantea Hanna Arendt, citada en el texto, en relación con el caso Eichmann. Su tesis es: «una sociedad superficial, banal, es un buen conductor del mal, facilita su propagación.» Entonces, si aspiramos a que una sociedad esté mejor vacunada contra la banalidad, será oportuna toda acción orientada a la promoción de la reflexión social: ahí sí hay margen para la actuación.

Al llegar a este nivel del texto, la reflexión tranquila, la tertulia interesante y exenta de dolor que todo debate educado y amable promueve se detiene, y el autor nos invita a seguirle en un vertiginoso recorrido por los paisajes del horror. Cesa la distancia del discurso, que nos protegía, y el sufrimiento estalla sin apenas admitir respiro. Seis capítulos se sucederán y pondrán a prueba nuestro temple ante el daño que es capaz de causar esta especie a la que pertenecemos. Serán la antesala de la tercera parte del texto dedicada a las crisis contemporáneas, todas ellas atravesadas por el mismo soplo de la malignidad.

Sin duda, en este extenso pasaje textual será necesario detenerse temporalmente para proseguir la andadura en pos del conocimiento sobre el mal. La atmósfera es tremendamente dura, en especial cuando repensamos este pasado siglo, del que se mencionan sus atrocidades, al que Sloterdijk se atrevió a llamar el siglo que nunca existió por el modo en que todo fue destruido, destrucción que aún no ha acabado en su andadura por el XXI. Atender el dolor del corazón sobrecogido requiere entonces una pausa, de la que quizá podamos sobreponernos y recuperar el aliento recordando a Tolkien: tendremos que llegar al corazón de Mordor para entender cómo podemos habérnoslas con él, desde la modestia de nuestra pequeñez, como la de los pequeños hobbits.

Para entender la urgencia de nuestro trabajo como oncólogos de la mente, recordemos brevemente algunas contribuciones psicoanalíticas a la enfermedad crónica y aquello crónico que nos hace enfermar. Porque hasta este momento el texto nos ha empujado al reconocimiento de ese escenario del daño que ha atravesado todos los tiempos de nuestra historia como especie.

Freud definió la enfermedad crónica como aquella característica propia de la especie humana sin distinción y que, de momento parece exclusiva de tal espécimen; al organizar la estructura del aparato psíquico en tres instancias, el Ello, el Yo y el Superyó, reconoce la locura como sustancia básica primordial de la constitución humana. Así que si hemos de hablar de cronicidad, hemos de referirnos a aquello que desde siempre nos caracteriza: no estamos locos, somos locos. Es así en tanto que podemos reconocernos en ese modus operandi en el que no gobierna la temporalidad, ni el reconocimiento de la realidad, ni las relaciones de causalidad… es el dominio del Ello.

Klein lo reconoció a su manera, intentó de diferenciar los aspectos buenos y malos tanto de los objetos como del self, y Bion, más adelante, llegó a formular la existencia simultánea de una parte psicótica (loca) y de otra no psicótica en la personalidad.

Desde siempre, todos los acercamientos a este conflicto fundacional nos remiten a la competencia entre partes en litigio por el dominio y control de la personalidad como un todo: desde la aproximación bíblica de la lucha entre cielos e infiernos, bellamente poetizada por Milton en su Paraíso Perdido, hasta la literatura de corte romántico, representada, entre otros, por Mary Shelley con su Frankenstein y Stevenson con su Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La genética loca del hombre se revela en el propio libro santo de la cultura judeocristiana: el Hacedor Yavhé no es más que un psicótico en extremo peligroso que puede desarrollar, en el punto álgido de su locura, las más violentas atrocidades contra la criatura objeto de su creación: es el inventor de la sentencia de muerte, del Diluvio Universal, del bautismo del fuego en Sodoma y Gomorra, del asesinato en masa de todo judío adorador de otros dioses en el descenso de Moisés del Sinaí, el arquitecto del día del Juicio Final, el Día de la Ira, en el que los todos los sentenciados serán condenados a la tortura inmisericorde extensiva a toda la Eternidad… Día en el cual los justos se solazarán con el revanchismo vengativo a través de la contemplación del sufrimiento de los condenados, como lo disfrutaron los sans culottes parisinos en las decapitaciones públicas en el período de terror revolucionario.

¿Qué se puede esperar de criaturas hijas de tal deidad? Quizá se pueda hacer algo por ellas. Llevar más allá nuestro conocimiento del mal no es garantía de su liquidación, pero sí puede dotarnos de instrumentos para ponerle coto y resistir su progresión.

Desde Freud hasta los avances en el tratamiento del cáncer, sabemos que el conocimiento de la naturaleza del mal en lo humano ha facilitado recursos para frenar su extensión, y propuestas para mejorar la calidad de vida de todos nosotros.

Probablemente no le ha sido concedida a esa especie la posibilidad, más allá de la fantasía, de superar la dualidad bien/mal, salud/enfermedad, pero sí la oportunidad de mejorar la calidad de nuestra existencia individual y colectiva. Eso sí es posible, pero para ello es indispensable, aunque nos produzca la mayor de las desazones, viajar al centro del dolor y conocer su origen y desarrollos. Este es el desafío y la propuesta de Talarn en Ideología y maldad. A mi juicio, ha resuelto con éxito tal empresa, al punto que su texto, acompañado de una bibliografía tan extensa como general y especializada a la vez, lo hacen, desde este mismo momento, una obra de inevitable referencia.

Una última consideración que me atrevo a agregar a la guía que los lectores, como yo mismo, consultan para el viaje que el autor nos sugiere: cuando la oscuridad nos envuelva como la niebla, no olvidemos echar un vistazo atrás, como otros hicieron en parecidas circunstancias, y recordar qué lograron y nos enseñaron nuestros ancestros griegos. Los hitos siguen estando aquí, entre nosotros, en la bruma, para todo aquel que quiera y se empeñe en verlos.

Lluís Farré

L’Espà, mayo 2019

Introducción

El mundo es justamente el infierno y los hombres son, por una parte, las almas atormentadas y por otra, los demonios.

Schopenhauer, 1851

Los sentidos y la conciencia nos conectan con el mundo. Este nos ofrece la posibilidad de conocer y valorar una infinidad de estímulos, algunos de los cuales nos pueden llevar al estremecimiento: los que se asocian con la belleza y los que lo hacen con la maldad. Belleza y la maldad nos sumergen en una plétora de reacciones, emociones y sentimientos de los que no es posible sustraerse sino con un esfuerzo más o menos sostenido de la atención y la voluntad.

La belleza es considerada en cuanto tal de modo diferencial en función del sujeto que la experimenta, ya sea como creador o como espectador. La subjetividad de cada cual, la formación cultural e intelectual, las aptitudes, los aprendizajes y demás condicionantes, muchos de ellos de orden socioeconómico, configuran el gusto particular de cada uno. Sería muy difícil, si no imposible, llegar a acuerdos unánimes con respecto a la belleza. ¿Cómo poner de acuerdo a un amante del supuesto arte del toreo con quienes, como nosotros, lo consideramos y una aberración ética y estética? La variedad de cosas bellas que las personas podemos llegar a describir son tantas, quizá, como narradores pudiéramos encontrar.

Sin embargo, creemos que este acuerdo sería viable por lo que respecta a la maldad, al menos entre las víctimas1. ¿Habría quien dudase ante la posibilidad de evitar una muerte lenta y dolorosa a manos de un congénere más fuerte? ¿Aceptaría alguna persona ser violada por una horda de bárbaros? ¿Acaso no huiríamos, si fuese posible, antes de ser torturados? ¿Toleraríamos, sin más, que nuestros hijos fuesen secuestrados y vendidos en el mercado de la prostitución infantil? Todavía no hemos avanzado una definición operativa del mal, pero no creemos faltar a la verdad si afirmamos que casi todas las víctimas de estas supuestas atrocidades estarían de acuerdo con evitar tales males si de ellas dependiese. En torno a la maldad, pues, parece más fácil un cierto acuerdo que con respecto a la belleza.

Sea como sea, no nos parece posible considerarnos ajenos a la maldad. El mal provocado por la humanidad es un drama mudable, poliédrico y ubicuo. Parafraseando a Lavoisier podríamos sugerir que la maldad es permanente, ni se crea ni se destruye, se transforma (Maestre, 2018). Se disfraza, se oculta, muta y se ha convertido, si es que ha dejado alguna vez de serlo, en algo cotidiano, corriente, ordinario. Nos impregna como una atmósfera envolvente cuyo hálito no podemos evitar. Nos afecta a todos. Nadie sale indemne: las víctimas padecen, los testigos —nos indignemos más o menos—, sufrimos sus consecuencias globales, y los victimarios, lo sepan o no, han perdido, en mayor o menor medida, su conciencia moral y una parte de su humanidad, lo que no los hace menos humanos, pero sí más temibles.

Arteta distingue entre el mal cometido, el mal padecido y el mal consentido. Como dice el autor:

Es de suponer, que por fortuna, casi nunca seamos los agentes directos del sufrimiento injusto y, para nuestra desgracia, más probable resulta que nos toque estar entre sus pacientes. Pero lo seguro del todo es que nos contemos, en múltiples ocasiones, entre sus espectadores2.

Es nuestra condición de testigos que no deseamos consentir la que nos permite y apremia a reflexionar sobre el mal, en especial aquel derivado de las ideologías y que, por lo general, se suele ejercer de forma grupal.

Al que sufre no le suele ser fácil, salvo excepciones, abstraerse de su situación y posicionarse como estudioso objetivo de aquello que causa su padecer. Tampoco a aquel que teme sufrir, porque vive en unas condiciones demasiado difíciles.

Por tanto, es una cuestión de justicia, urgente y moralmente ineludible, que reaccionemos antes de que la indiferencia, causada por la repetición y, en ocasiones, la distancia, se torne hábito. La abstención es una forma de acción y aunque el mal consentido no sea equiparable al cometido, no por ello deja de ser un mal. Los medios de comunicación nos muestran los horrores del mundo, pero en la mayoría de ocasiones nos quedan lejos, muy lejos de casa. La distancia respecto al dolor ajeno y la visión reiterada del mismo fomentan una respuesta tenue, de rápida disolución. Cuando la maldad afecta a quienes son nuestros vecinos sucede algo parecido: nos indignamos, nos conmovemos y nos manifestamos con más brío, aunque aplicamos aquella ley que dice que la vida sigue y, a los pocos días, desalojamos de nuestra mente no solo el dolor, sino también los bocinazos de la conciencia que nos invitarían a una reacción más sostenida.

Sin embargo, si nos viéramos en la tesitura del vecino que oye los gritos de pánico de una persona agredida en su rellano, en la del maestro que detecta un acoso escolar o en la del viandante que ve en peligro a un anciano, ¿acaso no se activaría en nosotros un resorte moral que nos impulsaría a hacer algo? No tenemos por qué ser héroes, pero muchos nos sentiríamos obligados — moral y legalmente—, a prestar o pedir ayuda para aquel que la necesita. Por eso, aunque muchas veces el dolor de los otros nos quede lejos, no deseamos ser cómplices ni permanecer silentes. No son pocos los que responden a la maldad colectiva con acciones solidarias, políticas y sociales. Otros muchos llenan las calles de clamores que luego parecen quedar adormecidos o absorbidos por el establishment. Algunos atienden a las víctimas más próximas, en tareas de voluntariado —o profesionales— que expresan una empatía y solidaridad impagables. Nosotros, en base a nuestro oficio, queremos estudiar, filtrar información, escribirla y transmitirla como aportación a la lucha contra el mal.

No se trata, como escribió un tanto cínicamente Javier Marías (2011), de pasarnos la vida atormentados por las infinitas desgracias del mundo, sin poder sentirnos felices, ni por un instante, ante las maldades conocidas a diario. No, se trata de no quedarnos paralizados, de entender y sentir que nada es independiente, de hacer un ejercicio de imaginación que nos permita responsabilizarnos de nuestros actos, comprender que algunos de ellos repercuten de forma negativa en los otros. Todos formamos parte de una cadena y es necesario estar al corriente sobre qué lugar ocupamos en la misma (Maillard, 2018). La lucha frente a la maldad emanada de ciertas ideologías es una cuestión colectiva, política en el sentido más íntimo de la palabra. Los que vivimos en países más o menos democráticos, debemos, a diario, preguntarnos no solo en manos de quien estamos sino en manos de quien nos ponemos.

Sabemos, por desgracia, que el mal no cesará e ignoramos qué formas tomará en un futuro. Pero intentaremos contribuir a su repudio, a través de su estudio. Como decía Freud (1910), «lo intelectual es un poder» y hoy, como siempre, es urgente ejercitarlo.

Se atribuye a Einstein la frase:

La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa.

Y a Martin Luther King la que reza:

Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos; y aquella otra que dice: Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos.

Son, sin duda, aseveraciones muy potentes con las que estamos de acuerdo, si bien coincidimos con Armengol (2010) en que deben matizarse. Sería muy fácil, desde la comodidad de nuestros hogares y la tranquilidad de nuestro entorno, cuestionar a las masas que no se levantaron frente a las injusticias de Hitler, Stalin, Mao, Franco, Pinochet y otros tantos malvados. Pero no podemos esperar comportamientos heroicos en todas las personas sometidas a circunstancias adversas. El miedo es una emoción muy pujante y promueve la huida —o el ataque— frente a la amenaza. En estos casos, el silencio o el mirar para otro lado —huida, evitación— de muchas gentes, más o menos bondadosas, no pueden ser juzgados con severidad. Hay quien sentencia que el testigo mudo, aquel que contempla en silencio el horror en el que unos sumergen a otros, puede considerarse poco menos que cómplice de los victimarios. No estamos de acuerdo, o no lo estamos, al menos, sin considerar con más detalle las circunstancias de cada caso (Arteta, 2010). Otra cosa es, en cambio, el colaboracionismo activo, militante, y la complicidad decidida con la tiranía y la violencia, que no pocos muestran cuando las circunstancias lo promueven.

Puesto que tenemos la fortuna de no sufrir de modo constante los efectos de la violencia desatada, ni de la persecución ideológica, no podemos, no queremos, seguir callados ante tanto sufrimiento, la mayoría del cual, no lo olvidemos, sería evitable.

La violencia y la maldad no son catástrofes del ecosistema ante las que nada podemos hacer. Por eso nos hemos dotado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos3. Pero las buenas intenciones no son suficientes y de ahí que muchas de las situaciones que radiografiamos en el libro Globalización y salud mental (Talarn, 2007) sigan vigentes y hayan ampliado su radio de funesta acción sobre los más débiles y necesitados. En este sentido, lamentamos considerar a este nuevo libro una triste continuación del anterior.

Vivimos en unos años muy convulsos, ciclónicos, cómo diría el gran Stefan Zweig si aún viviera. Europa levanta muros de alambrada física y espiritual ante los que buscan refugio frente al hambre, la guerra, la persecución y el genocidio; la extrema derecha gana cotas de poder y popularidad en todo el continente; la Unión Europea flaquea vergonzosamente y se muestra amnésica ante ideologías y conductas que nos recuerdan un pasado doloroso y no tan lejano. Mientras tanto, Rusia descarrila hacia una pseudodemocracia cada día más beligerante e irrespetuosa con los derechos humanos básicos. En Estados Unidos, Donald Trump rechaza la autoridad del Tribunal Penal Internacional; pretende construir un gigantesco muro en su frontera con el vecino sureño y emplear cualquier medio para que Norteamérica vuelva a ser first, en una enajenada carrera hacia no se sabe dónde. En Sudamérica se extiende la ultraderecha, el crimen organizado y la violencia política. Israel, por su parte, sigue masacrando a los palestinos y amenazando a Irán. En España la corrupción perdura; la extrema derecha gana influencia en las instituciones y se reprime a políticos y artistas. En Asia las cifras del desarrollo económico ocultan formas de esclavitud y tiranía que nos parecerían propias de otras épocas y China arrincona los derechos humanos, mientras dilapida cifras astronómicas en armamento. En Oriente Medio la situación es, desde hace décadas, sencillamente apocalíptica y sus gentes sufren más que nadie los efectos de un terrorismo, estimulado por Occidente, que no conoce fronteras. Gran parte de África sigue olvidada o está siendo degradada ecológicamente y recolonizada por espurios intereses económicos, mientras buena parte de sus habitantes vive en estado de permanente agonía. ¿Cómo no escribir sobre el mal?

Freud (1930) señaló que existen tres fuentes de sufrimiento para el ser humano: la supremacía de la naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad. Dicho de otro modo, aquellas que derivan del poder de la naturaleza, entre las que podríamos incluir la ineludible mortalidad, y aquellas que derivan de la acción propia y la de los demás. A estas últimas fuentes de dolor se consagra este libro.

Sin embargo, procuraremos no caer en el recurso fácil de señalar a los otros como los responsables de todo: son los otros los diabólicos, los enfermos, los perversos, los monstruosos, los culpables, los malos. Muchos autores que citaremos, nos han enseñado que no es la agresividad el problema, sino la violencia, que anida en el corazón de muchos seres humanos. Por eso, aproximarse a la maldad es, en definitiva, aproximarse a uno mismo, en tanto que humano. Etólogos, psicoanalistas, psicólogos, sociólogos y filósofos por una parte, y la historia de la humanidad por la otra, nos demuestran hasta la saciedad la infinita capacidad humana para el ejercicio de la violencia y la maldad. Nada de lo colectivo es ajeno a los individuos. Solo reconociendo la propia inclinación a la agresión podremos comprender la exageración de la misma, esto es, la violencia, que algunos de nosotros podemos mostrar en ciertas ocasiones y circunstancias.

Son muchas las preguntas que suscita el tema de la maldad: ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Qué sucede en la mente de las personas cuando inician y mantienen actos aterradores, que provocan tanto dolor y sufrimientos a los demás? ¿Es posible distinguir con claridad el bien del mal? ¿Por qué parecen contagiosas las actitudes violentas? ¿Cómo se explica el fenómeno de la guerra, tan omnipresente en la historia de la humanidad? ¿Cómo es posible que regímenes totalitarios y tiránicos hayan contado, y cuenten aún, con tantos seguidores? ¿Por qué consentimos que se produzcan atrocidades, o males aparentemente menores, sin rebelarnos con energía? ¿Cuánto mal puede causar, con su actitud pasiva, aquel que parece, o se considera a sí mismo, un humano de bien? (Arteta, 2010). Y la pregunta más necesaria y definitiva: ¿cómo podemos evitar la maldad, qué podemos hacer para prevenirla?

Desde luego, no tendremos respuestas clausurantes y universales a todas estas cuestiones. La filosofía, la sociología, la etología, la psicología, el psicoanálisis y tantas otras disciplinas aún se esfuerzan por llegar a conclusiones definitivas. Nuestra tarea será ordenarlas, resumirlas y presentarlas al lector para que este llegue a sus propias deducciones. Advertimos, no obstante, que no se encontrará en este texto respuesta para la última de las cuestiones planteadas. Este no es un libro de soluciones. Este es un libro de denuncia, de descripción, y un humilde intento de comprensión, que no de justificación. Nuestro objetivo es revisar cómo las ideologías sostienen las maldades. Dejamos las soluciones para otros, más sabios y más atrevidos que nosotros.

Dicho esto, el viaje del estudio de los horrores colectivos que emprenderemos, seguirá el siguiente camino:

En el capítulo 1 intentaremos dar con definiciones válidas y operativas, al menos para los fines de nuestro estudio, de conceptos que aún generan cierta confusión y precisan de una clarificación más detallada. Agresión, violencia, crueldad y demás términos no pueden usarse de manera indiscriminada so pena de caer en un discurso opaco e ininteligible.

Más ardua resultará la tarea, en el capítulo 2, de definir el mal y la maldad. En esta labor rendiremos pleitesía a la aproximación práctica que efectúa Roger Armengol4 en sus textos sobre el tema (2014, 2018), en el que plantea una definición del mal no relativista y alejada de la idea del bien, que nos resultará fundamental para seguir nuestro camino.

En el capítulo 3 intentaremos colegir el origen y las causas de la maldad, bajo la premisa de que esta última cuestión debe formularse siempre en plural y no en singular. No hay una única causa del mal, excepto la propia condición humana. Pero se puede llegar al mismo por diferentes caminos, aun siendo el resultado muy similar. Asumiendo que ninguna teoría causal será del todo satisfactoria ni explicará toda la casuística, trataremos de centrarnos, como hemos dicho, en la maldad que deriva de las ideologías, dejando para otro momento, quizá para otro texto, aquella que surge de los aspectos psicológicos individuales de los victimarios. Se parte, pues, de la base de que el mal, más allá de otras posibles categorizaciones, tiene una taxonomía nuclear doble:

1) El mal originado por las ideologías tóxicas en sí mismas, —o por la lectura sesgada que algunos hacen de las ideologías que no lo son tanto—, y en el cual victimas, victimarios y testigos lo son en gran numero y

2) El mal originado por el psiquismo más o menos alterado de sujetos individuales, cuyas aberraciones involucran, en general, un menor número de víctimas, victimarios y testigos.

Este libro, como su título indica, está consagrado a la primera de estas categorías.

En el capítulo 4 el lector podrá asomarse a las ideas que sobre el mal han ido desgranando disciplinas tan sustanciales como la filosofía, la etología y la psicología. Será, forzosamente, una mirada introductoria, puesto que cada una de estas materias posee magnos tratados sobre el tema que nos ocupa. Invitaremos al lector a un coloquio, de estilo radiofónico, en el que aparecerán los más diversos eruditos, saltándose las barreras del tiempo y del espacio. Sócrates, Kant, Freud, Fromm, Lorenz o Zimbardo, entre otros, aportarán sus puntos de vista sobre la violencia y la maldad.

Sin embargo, en esta tertulia tan polifónica, no se oirá la voz de la moderna y monopolizante neurociencia. Y ello se debe a que, en la actualidad, padecemos una autentica avalancha, casi una invasión, de textos consagrados a la biología cerebral aplicada a todo tipo de conductas humanas. El gusto por la música, la experiencia religiosa, la infidelidad, la maternidad, la actividad política, el uso del poder, la pasión deportiva, el terrorismo suicida, la psicopatía o la actividad criminal, todo es enfocado desde la neurociencia y con una perspectiva fisiológica, genetista y tan cerebrocentrista, que algunos la califican de «frenología de alta tecnología» (Friston, 2002). No renegamos de estas aportaciones; sabemos que entre ellas hay algunas muy notables como el texto de Pfaff (2015) sobre el altruismo. Pero, en no pocas ocasiones, nos parecen impregnadas de un cientificismo (Peteiro, 2010) un tanto ingenuo. Nos ahorraremos, por tanto, la tediosa labor de describir los mecanismos cerebrales, fisiológicos y genéticos de la agresividad y la violencia, abundantemente reseñados en infinidad de tratados ad hoc5. No tema el lector quedar del todo desinformado sobre estos puntos. En primer lugar, porque en el capítulo 3 ya se habrá encontrado con algunas ideas sobre los mismos; y en segundo lugar, porque, en realidad, lo que la neurociencia tiene que decirnos sobre nuestro tema no es tanto, ni de tanta solvencia, como podría parecer (Peteiro, 2011).

A partir de aquí, se describirán una serie maldades colectivas, no por ello menos dolorosas, a las que se ha dado en llamar «traumas intencionales» (Sironi, 2007). Estudiaremos los totalitarismos y las dictaduras, con sus funestos medios de acción, la tortura, los genocidios, el fenómeno de los niños y niñas soldado, las masacres y la violencia sexual como arma de guerra.

Llegaremos, tras este lacerante periplo, al estudio de lo que hemos denominado «crisis contemporáneas». En el capítulo 11 comentaremos los males derivados de la globalización económica y del neoliberalismo desatado que padecemos en la actualidad. Como dice Arteta deberíamos poder elaborar una «microfísica del mal» que nos permitiera contemplar no solo los males más visibles sino también los más sutiles, que a menudo pasan desapercibidos, pero no por ello dejan de existir. En nuestro análisis del capitalismo actual trataremos de alcanzar este objetivo, señalando cómo el sistema produce un sufrimiento evitable en masas ingentes de seres humanos. Se trata, a menudo, de un mal difuso, ordinario, insidioso y tan perverso que acaba siendo tomado por normal (Arteta, 2010). La pobreza, por ejemplo, derivada de una obvia violencia estructural (Galtung, 1919), no puede dejarse de lado, ya que es una atrocidad comparable a las que habremos estudiado en los capítulos anteriores. Tampoco la corrupción puede ser contemplada como un mal menor. Es un mal social, un daño público que a todos nos compete y cuyas consecuencias pueden ser devastadoras para el conjunto de la sociedad y, en especial, para los más vulnerables de entre los que en ella conviven.

Tras este análisis del neoliberalismo se revisaran otras maldades evidentes como las derivadas de las nuevas guerras, del terrorismo y del patriarcado6, esta última una ideología que bien podría abarcar gran parte de lo desgranado en todo el texto.

Después, analizaremos uno de los aspectos más atroces que imaginarse pueda: la intolerable maldad que se ejerce contra la naturaleza y los animales. La ideología antropocéntrica y especista, tan cargada de supremacismo como el racismo o el patriarcado, es la responsable de que miles de millones de seres humanos atenten a diario contra la biosfera y se comporten como desalmados ante la inmensa mayoría de animales de nuestro mundo.

El último capítulo, el 16, presentará algunas reflexiones sobre lo compilado hasta ese punto. Como si de un turnaround de blues7 se tratase, intentaremos extraer ciertas conclusiones y lecciones de lo aprendido y revisado a lo largo de nuestro texto, para acabar percatándonos de que aún sabemos poco y son precisos más estudios y mas análisis sobre la maldad humana.

Una nueva advertencia para el lector: cada uno de los capítulos que conforman este texto constituye un campo de estudio colosal. No hay capítulo capaz de abarcar de forma exhaustiva fenómenos como el totalitarismo, la tortura, las masacres, el terrorismo, el neoliberalismo, el patriarcado, el antropocentrismo y demás ismos. Para cada uno de los temas tratados en nuestro texto hay centenares de textos y artículos rigurosos, dedicados en exclusiva a cada tópico mencionado. La lectura de un capítulo en concreto no cierra, en absoluto, el campo de saber sobre el mismo. Más bien al contrario, y, por ello, lo que sí encontrará el lector interesado es un listado de referencias, al final de cada capítulo, que podrán orientarlo si desea una mayor profundización posterior.

Otro aviso: contemplar la maldad no es algo inocuo, pero no tema el lector encontrarse con una cumplida galería de los horrores. No nos dedicaremos a detallar fotográficamente, como suelen hacer muchos textos que tratan esto temas, los relatos de las atrocidades sin par que en el mundo han sido. No es este el propósito de nuestro trabajo. Citaremos, como es lógico, hasta allá donde nos sea necesario, los desmanes de no pocos criminales, tiranos, políticos, perversos y ordinarios, pero no nos entretendremos en la cartografía de sus actos sino en las motivaciones de los mismos. No es preciso hacer zoom sobre la piel de un ser torturado, humano o animal, o de una esclava sexual, para empatizar con su sufrimiento e intentar entender —jamás justificar— cómo y porque se dan estas acciones.

De hecho, como decíamos, numerosos textos sobre la maldad se abren con algún ejemplo de espeluznante crueldad desenfrenada. Quizá lo hagan para someternos a esa peculiar e inquietante sensación de repudio y atracción, propia de la aproximación humana a la maldad que sufren los otros. Por nuestra parte, buscaremos la atención del lector no tanto por las dolientes viñetas que en nuestro trabajo se reflejen, que serán pocas, sino a través del interés que pueda despertar el estudio analítico de los tipos de maldades, sus causas y sus ejecutores.

No nos resistimos, sin embargo, a presentar, antes de que zarpe esta empresa, un ejemplo de maldad que nos pueda servir como una especie de hilo conductor al que referirnos de vez en cuando y que ilustre algunos de los conceptos, matices y detalles que vayamos hallando en nuestra navegación. Ignoramos si nos será del todo útil como prototipo o paradigma, pero creemos que se acercará a tal condición. A diferencia de otros autores, emplearemos para tal propósito no una escena o situación real, sino una obtenida de la ficción. Cierto es que se trata de una obra de ficción que versa sobre un individuo trastornado, llamémosle así, y no sobre el efecto que una ideología, o un cargo de poder, podría poseer para transformar la conducta de las personas. No faltan los casos reales de este tipo de transformaciones, como el de Kamuzu Banda (1905-1997), tirano de Malawi, que modificó radical y espectacularmente su moral y su conducta tras la llegada al poder (Lechado, 2016). Pero hemos decidido emplear una obra literaria en la medida en la que la misma nos puede resultar más próxima, por conocida y bien relatada, que otras historias reales, pero más lejanas.

Este ejemplo no es otro que el inolvidable personaje del Dr. Henry Jekyll y su alter ego Mr. Edward Hyde. Nosotros actuaremos, en la medida de nuestras posibilidades, como el otro protagonista central de la novela: el abogado Gabriel John Utterson, amigo del Dr. Jekyll e investigador del drama que se desarrolla ante sus ojos. Seremos Mr. Seek8 en busca de Mr. Hyde, como agudamente escribió Stevenson (1886).

Como el texto es de sobras conocido9 no corresponde aquí efectuar un resumen del mismo. La trama es de dominio público y pocos son los que ignoran qué representa la figura del Dr. Jekyll. Ni más ni menos que alguien que se ha descubierto, antes de que Freud pudiera ponerle en sobre aviso10, portador de dos naturalezas en su conciencia: una, noble y justa, dedicada al trabajo y al saber; otra, ruin y pérfida, con la capacidad de ejercer las más resabiadas maldades y de entregarse con fervor a todo tipo de licencias morales:

Fue en el terreno de lo moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad del hombre. Vi que las dos naturalezas que contenía mi conciencia podía decirse que eran a la vez mías porque yo era radicalmente las dos…

Utterson, lo recordará quien haya leído la novela, es un hombre adusto, más bien frío y reservado, pero tolerante y bondadoso. Se comporta, a todas luces, con cierto nivel de represión en sus impulsos y deseos, como lo atestigua el hecho de que:

[…] aunque le gustaba el teatro, no había traspuesto en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie.

Pero, al mismo tiempo, posee un buen contacto emocional consigo mismo ya que:

[…] meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requería la comisión de una mala acción, y, llegado el caso, se inclinaba siempre en ayudar en lugar de censurar.

Utterson es, por tanto, un hombre autocontrolado, quizá reprimido, pero íntegro y no ciego ante sus pasiones. Conoce, en cierta medida, aquello que constituye el alma personal y a lo que se va a enfrentar: la dualidad del ser humano, su capacidad para el bien y para el mal. No rehúye su autoexamen, no cierra los ojos, incluso es capaz, ante la visión de la maldad ajena, de reflexionar con profundidad en busca de la propia:

Y el abogado asustado por sus pensamientos, meditó un momento sobre su propio pasado rebuscando en los rincones de la memoria por ver si alguna antigua iniquidad saltaba de pronto a la luz como surge un muñeco de resortes del interior de una caja de sorpresas. Pero su pasado estaba hasta cierto límite libre de culpas.

Lo que no sabe Utterson es hasta qué punto las fuerzas anímicas se pueden llegar a extraviar, perdiendo toda prudencia y mesura. Será el Dr. Jekyll el que se lo mostrará. Utterson, como todos nosotros, se sentirá tremendamente atraído y horrorizado, a partes seguramente no iguales, ante la manifestación de lo perverso presente en el ser humano.

Stevenson no se entretiene a relatar cuales son las tropelías de Mr. Hyde, a excepción de un golpetazo a una niña y de un asesinato, pero de su relato no es difícil deducir que estas debían ser de lo más variadas. Tras ingerir la pócima que desveló su vertiente malvada por primera vez, Mr. Hyde dice:

Había algo extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo, agradable. Me sentí más joven, más ligero, más feliz físicamente. En mi interior experimentaba una fogosidad impetuosa, por mi imaginación cruzó una sucesión de imágenes sensuales en carrera desenfrenada, sentí que se disolvían los vínculos de todas mis obligaciones y una libertad de espíritu desconocida, pero no inocente invadió todo mi ser.

Quizá no sea por casualidad que la primera noticia que Utterson recibe sobre esta manifestación de malignidad sea el atropello citado, y posterior abandono, de una niña en plena calle. Mr. Hyde es el responsable de tal indignidad y no se inmuta ni ante una criatura maltrecha:

Todos sus actos y sus pensamientos se centraban en sí mismo, bebía con bestial avidez el placer que le causaba la tortura de los otros y era insensible como un hombre de piedra.

Por ello es factible pensar que Mr. Hyde no poseía freno ante nada, ni ante los niños, ni ante los ancianos, ya que su impulso homicida se verifica en el asesinato, a bastonazos, de un noble provecto. Sin embargo, Stevenson no se olvida de recordarnos cuan titánica es la lucha entre el bien y el mal. Una lucha que se desarrolla en dos frentes: el exterior y el interior. Desde el exterior vemos como Utterson, creyendo que Jekyll y Hyde son dos personas diferentes, trata, con cierto éxito, de convencer a su amigo Jekyll para que no mantenga tan estrechas relaciones con Hyde, ese ser espectral, cuya sola presencia inspira desazón, miedo y sudores fríos. Desde el interior asistimos a la lucha del buen Dr.Jekyll contra su parte Hyde, que no es poca. Él, mismo escribe:

Me he propiciado un castigo que no puedo siquiera mencionar. Pero si soy el mayor de los pecadores, también soy el mayor de los penitentes. No sospechaba yo que en la tierra hubiera lugar para tanto sufrimiento y para tanto terror.

En su desesperación el Dr. Jekyll se encierra, se propone no tomar la pócima que lo convierte en Mr. Hyde y cuando percibe que ese otro Yo esta fuera de control se desespera ante el horror de su desgracia. Desde una perspectiva freudiana, no es difícil pensar en una batalla entre el Superyó (Jekyll) y el Ello (Hyde), o entre las instancias de Eros y Tánatos. Pero no es un combate de apariencia neurótica, en la que habría más culpa e intentos de reparación11, ni tampoco esquizofrénica, como sugieren algunos, ya que en la psicosis no se daría tan plena conciencia de los actos cometidos o estos serían reinterpretados a la luz del delirio, cosa que no sucede en este caso. ¿De qué se trata entonces? ¿Qué le sucede al Dr. Jekyll? Aquí radica para nosotros la grandeza de la novela. Jekyll no es un enfermo, no es un loco, no es un perverso, ni un demente. Jekyll es un hombre normal y corriente, un hombre como otro cualquiera. Aunque es posible observar el dolor de Jekyll, Stevenson nos sugiere, jugando con el nombre del protagonista, compuesto de Je + Kill, —es decir, un Yo que mata—, que el trasunto del personaje no está en una patología, sino en su propia esencia nominal, en su misma humanidad. Por eso, Jekyll, el noble doctor, es claramente responsable de lo que le sucede, y así lo manifiesta en diferentes ocasiones:

Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento (el conocimiento que la pócima alteraba su personalidad y su físico) con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina….

Jekyll, de un modo plenamente consciente, es sabedor de que ha realizado, ante las posibilidades que le abre su descubrimiento, una elección. Una elección que se basa en su vida, en cómo la siente dadas sus circunstancias12 y en su carácter:

En aquellos días aún no había logrado dominar la aversión que sentía hacia la aridez de la vida del estudio. Seguía teniendo una disposición alegre y desenfadada y, dado que mis placeres eran (en el mejor de los casos) muy poco dignos y a mí se me conocía y respetaba en grado sumo, esta contradicción se me hacía de día en día menos llevadera. La agravaba, por otra parte, el hecho de que me fuera aproximando a mi madurez. Por ahí me tentó, pues, mi nuevo poder hasta que me convirtió en su esclavo.

Así se llega al punto final y trágico de la historia. Mr. Hyde acaba por vencer los atormentados esfuerzos del Dr. Jekyll para no sucumbir a la tentación del mal:

Todo parecía apuntar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a poco el control sobre mi personalidad primera y original, la mejor, para incorporarme lentamente a la segunda, la peor.

Cuando el Dr. Jekyll quiere retomar el control ya no puede:

[…] quizás eligiera con reservas inconscientes porque ni prescindí de la casa del Soho (refugio de Mr. Hyde), ni destruí las ropas de Edward Hyde, que continuaron colgadas en el interior de su armario.

Esas ropas en el armario, que podríamos tomar como símbolo de sus reservas, no tan inconscientes, son las ropas con las que Jekyll —y Hyde— finalmente morirán y pondrán fin a su suplicio, y al de los demás, aquellos que tenían la mala suerte de tropezarse con Mr. Hyde.

En definitiva, Stevenson nos muestra que lo fáustico puede habitar en nosotros, al lado de nuestras virtudes, y no parece conveniente despertarlo o recurrir al mismo en exceso. Una vez invocado, su avance puede ser más o menos lento, más o menos circunstancial, pero puede llegar a dominarnos y a perjudicarnos, a nosotros mismos y a los demás. Por eso el Dr. Jekyll escribe en su postrer misiva que morirá como un desventurado. No fue la pócima la que le trajo la desventura, sino que esta llegó de la mano de sus afanes y contradicciones. A lo largo de este texto veremos cómo las ideologías pueden, según en qué circunstancias, despertar lo más mortífero de cada cual.