Psicoanálisis al alcance de todos - Antoni Talarn - E-Book

Psicoanálisis al alcance de todos E-Book

Antoni Talarn

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Beschreibung

El psicoanálisis sufre un doble proceso de desprestigio. Por un lado, los medios de comunicación lo banalizan en extremo, mostrando una imagen patética con terapias interminables, analistas apáticos y sesiones centradas en torno al sexo y los padres. Por el otro, desde los ámbitos académicos se lo tacha de acientífico, el peor epíteto que cualquier disciplina puede recibir. Todo esto -que ya sucedía en los tiempos de Freud-, contrasta notablemente con otro doble fenómeno, en este caso de reconocimiento. En primer lugar, la ingente cantidad de profesionales de la medicina, la psiquiatría, la psicología, la sociología, la filosofía y otras materias, que lo consideran de probado valor científico y terapéutico. En segundo lugar, la enorme influencia que el psicoanálisis ha ejercido sobre la sociedad occidental, quizás solo comparable a la que tuvieron las ideas de Darwin y Marx. "Este libro te mostrará el psicoanálisis de un modo ágil, comprensible y veraz, yendo más allá de los tópicos a la contra y las alabanzas a favor. Creo que una vez lo hayas leído podrás pensar con mayor libertad sobre lo que en realidad es y no es el psicoanálisis, sobre sus grandezas y sus miserias." Antoni Talarn

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PSICOANÁLISIS AL ALCANCE DE TODOS
Diseño de la cubierta: Arianne FaberEdición digital: Grammata.es
© 2009, Antoni Talarn © 2009, Herder Editorial, S. L., Barcelona
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
I.S.B.N. digital: 978-84-254-2710-7
Más información: sitio del libro
Herderwww.herdereditorial.com
Para Teresa, Anna y Mar

Prólogo

El título del libro que el lector tiene en las manos es un guiño cómplice al Freud de 1919, aquel que en Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica dice:
[...] es muy probable que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa, y quizá el influjo hipnótico pueda hallar cabida, como ha ocurrido en el tratamiento de los neuróticos de guerra. Pero cualquiera que sea la forma futura de esta psicoterapia para el pueblo, y no importa qué elementos la constituyan finalmente, no cabe ninguna duda de que sus ingredientes más eficaces e importantes seguirán siendo los que ella tome del psicoanálisis riguroso, ajeno a todo partidismo.
Noventa años después comparece este libro con el punto de mira puesto en hacer llegar el psicoanálisis a todos, bien pudiéramos decir, parafraseando a Freud, con el propósito de hacer comprensibles sus fundamentos teórico-técnicos «al pueblo».Y quizá lo consiga, como consiguieron las terapias psicoanalíticamente orientadas, en su broncínea solidez, introducir y extender los beneficios del psicoanálisis en las redes de asistencia pública a la salud mental prácticamente en todo el Occidente desarrollado.
También, hay que decirlo, con algunas resistencias, que aún persisten; pero de resistencias ya nos hablará el texto, que para esto se publica.
Volvamos al pueblo, es decir, a todos. Es de Perogrullo, pero hay que recordarlo: todos necesitamos ayuda para aliviar nuestro sufrimiento, especialmente el que nace, como se destaca en las primeras páginas de este libro, de la ignorancia. Aquí hay otro guiño, aunque apunta más lejos. Hace más o menos 2.500 años que el Buddha Gautama ya postuló que nuestra mayor calamidad es la ignorancia. Talarn nos recuerda dos modalidades de esa ignorancia, la que se deriva de que uno no puede con todo el saber circulante —lo que se podría arreglar con paciencia y quizá con una eternidad por delante— y el que es peor, el del mal saber, fruto de la impaciencia, de la falta de coraje y esfuerzo, del poco afán de conocer que se acomoda a la banalidad, al tópico, al eslogan o a la formulación ingeniosa del listillo de turno o del presunto intelectual y/o científico que se ampara en la vieja escuela de la argumentación.
El autor, avezado en la experiencia docente y plenamente consciente del momento histórico por el que transitamos, ha intentado poner todas las facilidades de las que ha sido capaz al acceso de un conocimiento para nada fácil. Sabe el autor, porque de ello también habla en el texto, que vivimos tiempos en los que la inmediatez de los resultados se ha convertido en una condición insoslayable en cualquier tipo de empresa; también en lo que se refiere al estudio. Pero ésa es una cuestión relativa a la cultura en la que hoy vivimos y para nada tiene que ver con la esforzada construcción del conocimiento.
A mi modo de ver, el intento de hacer comprensible la cosa más compleja del universo no impide recordarte, lector, que ése no es más que un artificio de Talarn para animarte a continuar en una búsqueda que no tiene fin. Detenerte aquí significaría rehuir el misterio, porque eso a lo que hemos convenido en denominar mente y a lo que en este momento accedes de manera sencilla es lo que nos ha permitido conceptualizar todo lo que conocemos. Desde Tales, Anaximandro y Nagaguna hasta Nietzsche, Wittgenstein y Nisargadatta, desde Pitágoras hasta Poincaré, desde Demócrito hasta Einstein, desde Hipócrates hasta Watson y Crick, hemos ido articulando ese saber sin fin acerca del mundo animado e inanimado. El asombro de nuestros descubrimientos nos remite a la maravilla de eso que ha sido capaz de hacerlos. ¡Cómo no ha de ser lo más complejo, lo más difícil, lo que más se resiste a cualquier tipo de simplificación! Así lo plantea, en un alarde de presunta simplicidad, Keats, el poeta de la Oda a una urna griega:
La belleza es verdad y la verdad belleza... Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta.
Pretensión nada fácil, la misma que Kant define como imposible en su Crítica del Juicio. También Talarn, cuando en un momento de su discurso te plantea: «¿Desde cuándo lo bueno tiene que ser también simple?». Y te lo recordará de nuevo al referirte a una bibliografía. Pero no sólo así, sino advirtiéndote aquí y allí, una y otra vez, de la necesidad de tu empeño. Es así que el texto viene bordado con un insistente «Para aprender más», con advertencias del tipo «¿cómo puedo resumir más?», o «múltiples facetas [...] que no podemos revisar aquí...», o de la imposibilidad de «forzar aún más una síntesis de tantos años de indagaciones y esfuerzos en pos de la comprensión del psiquismo humano.». Y ese «tenlo presente», lector. Porque más allá de lo que se te facilita, que es mucho, deberás poner los codos, sabiendo, eso sí, que el esfuerzo valdrá la pena, como lo vale leer directamente a Platón y Heidegger, a Leibniz y a Marx. y, por supuesto, a Freud, Klein, Lacan, Bion, Meltzer y tantos otros pioneros del psicoanálisis. Si eso sucede, ese acercamiento de acceso, tan fácil como abarcativo, habrá merecido el esforzado recorrido —ése sí que lo ha sido— del autor para allanarte el camino.
Sin renunciar a esa actitud benevolente y amable con el lector, característica del buen maestro que hay en Talarn, no cabe duda de que el docente, como acontece a veces en el curso de una exposición, se va calentando a medida que el texto avanza. Los capítulos iniciales son más contenidos; en los últimos, la pasión in crescendo del curso expositivo desborda el texto y el lector se ve arrastrado por una corriente que, al cesar abruptamente, nos golpea como cuando en mis tiempos llegaba el bedel a clase y con el consabido «Ya es la hora...» cortaba la maravilla del mundo al que algunos docentes, pocos por cierto, paisanos del flautista de Hammelin, habían sido capaces de arrastrarnos.
Se supone que el prologuista tiene que decir algo del contenido. Esta suposición, que suele cumplirse, es en realidad una traición al lector porque lo manipula, le lleva a que se centre más en esto o aquello o a que valore más ese aspecto que aquel otro; orienta, dirige, y eso no siempre es conveniente al pensamiento libre. Intentaré, por lo tanto, cumplir con el cometido con el menor manoseo posible.
Antes señalé que se trata de un libro que se pretende introductorio, pero no renuncia a ser comprehensivo. De ahí que cubra el espectro de los conceptos básicos que configuran el soporte teórico-técnico del psicoanálisis a la vez que los inscribe en el marco histórico de su desarrollo y las características de sus protagonistas principales. Como no podía ser de otro modo, y parafraseando al autor, es inevitable que se observe una mayor querencia y dedicación a unos autores que a otros, porque en esto sucede como con las parejas, no hay neutralidad posible, se eligen porque te gustan.
Pero el texto no queda ahí, y aborda el complejo territorio de la psicopatología contemplada desde una perspectiva psicoanalítica, y el dominio de la técnica, aquí con una magnífica contribución de Francesc Sáinz. Sáinz describe bellamente la relación psicoanalítica como ese diálogo orientado a comprender la condición de humanidad y lo que hay de sufrimiento en ella, a fin de poderlo enfrentar y tratar más adecuadamente. Reclama la humildad necesaria para reconocer sus límites y la prudencia en la administración.
El libro ya ha tomado ahí carrerilla. Nos abrirá entonces las puertas a la relación del psicoanálisis con la ciencia, a la bienvenida complicidad —¡cuánto se ha hecho esperar!— entre psicoanálisis y neurociencias, a la efectividad de las psicoterapias y la articulación de los recursos terapéuticos, a la formación psicoanalítica. Era necesario abordar, y Talarn lo hace, no sólo por el rigor intelectual que le caracteriza, sino también habida cuenta de los tiempos que corren, una revisión de los fundamentos de la crítica al psicoanálisis. Finalmente, no se puede resistir a lo que dibujó exhaustivamente en Globalización y salud mental: desde un vértice de observación psicoanalítico, que no excluye el antropológico, el sociológico y el económico-político, pasa revista al mundo que nos ha tocado vivir. Ahí entra pisando fuerte en el modo enfermo de tratar nuestro malestar. Y tiene el acierto de hacernos a todos responsables y no sólo víctimas de la voracidad del mercado —en especial el de la farmaindustria y su cohorte de colaboracionistas, sanitarios de todo orden y pelaje incluidos—. Nos recuerda que del ascenso de ese nuevo totalitarismo, que se ha propuesto la anestesia social a través de la medicalización de la vida cotidiana, todos somos responsables. Responsables porque hemos trucado el afán de consecución de una pretendida sociedad del bienestar en sociedad que reniega del conflicto y el padecimiento inherentes a la condición del vivir, sociedad que elude la experiencia del límite; si se me permite decirlo en jerga psicoanalítica, organización narcisista al servicio de pasar de largo de la castración; y en eso todos hemos colaborado y colaboramos, fomentando un nuevo ideario de «raza humana superior», ajena a todo padecer. Y es precisamente ese rechazo del límite lo que nos impide ir más allá, lo que nos niega la oportunidad de ser hombres libres. En la presunta libertad del placer ininterrumpido ve Talarn el monstruo de la robotización del ser. Brillante.
Hay algo que posiblemente te atrapará del texto, lector: la conclusión de que el psicoanálisis no cura nada, de que tampoco es capaz de cambiar el mundo, de curarlo de sus miserias., pero constituye una vía, articula un método y reactiva la función psicoanalítica de la personalidad al punto de permitirnos observar mejor y comprender más tanto el mundo de afuera como el de adentro de cada uno de nosotros. Y eso no es poco, es fundamental, imprescindible en el desarrollo de la mente, ese del que depende una relación más armónica con todos los objetos, animados e inanimados, que pueblan tanto la geografía interior como la de ese bellísimo planeta azul.
Para terminar, no puedo dejar de expresar mi admiración por quien me honra reiteradamente con la función de prologuista y con el recuerdo al viejo maestro; admiración no sólo por el saber que Talarn es capaz de compartir con todos nosotros, sino por el modo de transmitirlo. Su capacidad de síntesis es increíble, hasta tal punto que, aun conociéndola de sobras, nunca deja de sorprenderme. Por eso, cuando en algún momento, casi como disculpándose, nos dice que ya no puede sintetizar más, es que realmente no hay quien pueda hacerlo. Bueno, quizá para no ser tan taxativo, diré que, por lo menos, yo no lo conozco, y conozco a algunos. En cualquier caso, esa capacidad se alimenta tanto del esfuerzo realizado como de la reflexión rigurosa necesaria a la destilación perseguida... y lograda.
Pienso también en este momento en ti, lector, con la esperanza de que, si toleras, como en el libro se destaca puntualmente, el no saber sin desesperación, halles en sus páginas el acicate para seguir, sin fin posible, en pos del conocimiento de la mente; a veces también así sucede con aquellos que se inician con el bronce de las psicoterapias breves: desde ellas, a modo de trampolín, al «Para saber más» del «psicoanálisis riguroso, ajeno a todo partidismo».
Lluís Farré Grau

Capítulo I  ¿Están los psicoanalistas obsesionados por el sexo? Mitos y realidades en torno al sexo y el psicoanálisis. Los inicios del psicoanálisis

No, definitivamente no. Los psicoanalistas no están obsesionados por el sexo. Ni con el suyo, ni con el de los demás. Ni a nivel personal, ni a nivel profesional.
Otra cosa bien distinta a una obsesión es que, como terapeutas que ayudan a personas que atraviesan dificultades psicológicas, pregunten por la sexualidad de sus pacientes. Pero se interesan por ella del mismo modo que tratan de poner sobre el tapete otras cuestiones que atañen a la vida de quien les pide consulta. Si, pongamos por caso, tú mismo, amable lector, acudes a un psicoanalista, ciertamente éste te preguntará por tus relaciones sexuales. Cómo empezaron, cómo se fueron desarrollando a lo largo del tiempo, cómo es la vivencia que tienes acerca de las mismas, de tu propia sexualidad y de la de los demás, y, probablemente, por otras muchas cuestiones que puedan ir apareciendo con respecto a este asunto.Y lo mismo hará cuando le hables de tu familia de origen y de la actual, de tu trabajo, de tus amigos o de tus ambiciones. Es decir, la sexualidad será tratada con la importancia que se merece, ni más ni menos.
¿Por qué, entonces, tanta gente —incluso gente supuestamente bien informada— cree que para los psicoanalistas es la sexualidad el factor causal más importante entre aquellos que sufren problemas psicológicos? ¿Por qué aparecen los psicoanalistas en tantas novelas y películas como auténticos ineptos que sólo hablan de sexo con sus pacientes?
Pues, en mi opinión, hay dos motivos claramente diferenciados para que este bulo se siga manteniendo en pie pese a su marcada falsedad: la ignorancia y la ignorancia. Me explicaré.
Hay dos ignorancias distintas. Una es la de aquellos que no saben nada absolutamente del tema y se guían por lo que han oído sobre el mismo en periódicos, revistas de divulgación, programas de radio o televisión y películas de Woody Allen. Se trata de un no saber, perfectamente disculpable y comprensible. Tampoco tenemos por qué saber de todo. La mayoría de las personas de a pie hablamos de muchos temas, de los que no sabemos gran cosa —por no decir nada de nada—, de oídas. Piensa, por un momento, en las últimas conversaciones en las que has participado sobre política, economía, tecnología, deportes, terrorismo, inmigración, etcétera. Realmente es imposible ser un experto en todos estos temas y, como es natural, no nos privamos de expresar nuestras opiniones al respecto. [1] Si así lo hiciéramos, y calláramos sobre aquello que desconocemos, quizá seríamos los reyes de la prudencia, pero también los campeones del aburrimiento.
Hay otra clase de ignorancia, ésta sí ignorancia con todas las letras, más censurable, en mi opinión. Es una ignorancia supina (aquella que hace referencia a lo que se puede y se debe saber) La de aquellos que tienen cierta formación profesional o científica y siguen propagando a diestro y siniestro, ayudados por los mass media actuales, que psicoanálisis y sexualidad van de la mano en todo momento. Estos profesionales o expertos en materias cercanas de un modo u otro al psicoanálisis —psicólogos, psiquiatras, médicos, sociólogos, educadores, asistentes sociales, antropólogos, filósofos, periodistas, escritores, artistas...— saben, en realidad, alguna cosa de psicoanálisis, pero no lo suficiente. En gran medida son los responsables del no saber de la gente que antes mencionábamos.
No obstante, es posible que, llegados a este punto, te plantees algo así como «Pero si tantos profesionales de estas materias piensan que psicoanálisis y sexualidad tienen tanto que ver, ¿de dónde sacan esa idea?, ¿por qué piensan lo que piensan?».
La respuesta radica en la historia del psicoanálisis. En sus inicios. En las primeras obras de Freud, aquellas que datan de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Ciertamente, en esos años sexo y psicoanálisis estaban íntimamente unidos.
Pero resulta que, desde entonces, ha llovido mucho. Se ha avanzado mucho. Se ha escrito, reflexionado, estudiado y experimentado mucho. Así que mantener, en pleno siglo XXI, esta unión como uno de los pilares del psicoanálisis vendría a ser el equivalente a sostener que la tierra es plana, que el sida es un castigo divino, que Nietzsche proponía ideas de cariz nazi o que Lamarck tenía razón y la función crea el órgano. Es decir, una auténtica barbaridad.
Pero vayamos a los momentos iniciales del psicoanálisis. Vayámonos a laViena de 1890. Desde allí entenderemos el porqué de todas estas cuestiones y se nos permitirá asistir al nacimiento, lento, laborioso y tan difícil como artesanal del psicoanálisis.

1. La Viena de Freud

Sigmund Freud nació en Freiberg —hoy la ciudad se llama Pribor, en Chequia—, en 1856. Vivió en Viena desde los tres años y hasta un año antes de su muerte en 1939, acaecida en Londres, adonde se trasladó huyendo de los nazis.
A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, Viena era un lugar muy especial. Se la consideraba una ciudad imperial, y durante mucho tiempo fue una de las más importantes del enorme Sacro Imperio Romano Germánico. Pero, al hilo de las conmociones napoleónicas, el imperio prácticamente desapareció y, tras el célebre Congreso de Viena (1814-1815), Austria inició una lenta decadencia bajo un régimen monárquico y conservador.
Unos años antes del nacimiento de Freud, las cosas no pintaban muy bien para Austria. Hubo serios problemas con los italianos y los húngaros, y a finales de 1848 el emperador Fernando I abdicó en favor de su sobrino Francisco José, que reinaría hasta 1916. En 1859 Austria perdió gran parte de las provincias que dominaba de Italia, y en 1866 sufrió una dolorosa derrota militar que acabó finiquitando toda influencia sobre Italia y Alemania.
No obstante, a partir de este momento los austriacos se concentraron en sí mismos, apartándose, por así decirlo, de las cuestiones macropolíticas. Así, el país experimentó una fuerte industrialización y registró un auge de las clases mercantil, comercial e industrial. Floreció una burguesía cada vez más pujante. Viena continuó creciendo —era la segunda ciudad más grande de Europa, sólo superada por París—, y se convirtió en un lugar óptimo para el desarrollo de las artes, la ciencia y la economía (Moreno, 1989).
Bruno Bettelheim, un psicoanalista de renombre, señala que lo que ocurrió fue que el pueblo austriaco despreció, como una forma de negar el dolor por el imperio perdido, la política internacional —realidad externa—, y volcó toda su energía mental hacia lo íntimo y lo personal (Bettelheim, 1956). [2] Los vieneses, entonces, decidieron cultivar las artes más ligeras: las operetas de Strauss, el carnaval, el vals, las bodas reales, los aniversarios del emperador, etcétera, con el afán de distraerse y divertirse.
Los vieneses buscaban distracciones, pero las dificultades psicológicas no les eran ajenas. El propio emperador era un adicto al trabajo y a las rígidas normas de la corte. Fue rechazado por su esposa y por su hijo casi a la par. Su mujer, la famosa emperatriz Sissi, padecía anorexia, insomnio, dolores reumáticos y otras dolencias. Era muy aficionada a visitar manicomios y se caracterizaba por una tendencia melancólica. [3] El único hijo de ambos, de carácter depresivo, se suicidó después de matar a una de sus amantes. Las trifulcas sexuales de la corte eran bien conocidas por las gentes del país. Una explosiva combinación de locura, sexualidad y destrucción parecía atenazar a la aristocracia, por otra parte, venerada por la población.
La cultura vienesa no podía sustraerse a estas complejidades. Dan fe de ello obras de escritores y dramaturgos, como Otto Weininger o Arthur Schnitzler; pintores como Gustav Klimt o Egon Schiele, o, incluso, arquitectos como Otto Wagner, que diseñó un hospital para dementes —la iglesia de San Leopoldo—, que se convirtió en uno de los lugares más importantes de la ciudad.
Por su parte, y a pesar del ambiente victoriano, mojigato y reprimido que reinaba en la Viena de la época, la ciencia se interesaba por las cuestiones de índole sexual. El texto de Krafft-Ebing Psychopathia sexualis, de 1886, fue todo un éxito editorial.
Así pues, con estos variopintos ingredientes Viena resultaba ser una ciudad a medio camino entre la modernidad y la tradición. Una aristocracia vestida de oropeles, pero arruinada en su vida personal; una burguesía emergente que oscilaba entre cierto liberalismo y una vida encorsetada en cuanto al trabajo, el ahorro, la Iglesia, el patriarcado...; avanzada en lo económico pero sufriendo, también, serias dificultades; con leyes que protegían a los judíos y reacciones esporádicas de antisemitismo. Como señala Gay (1988), a modo de resumen, en Viena se construían imponentes edificios pero todo era muy precario.
Y es en este ambiente en el que crece y empieza su formación el joven Freud. Necesitábamos revisarlo brevemente para situar todo lo que después sucederá. Y no, no nos hemos olvidado del sexo, pronto lo retomaremos, sin obsesionarnos, eso sí.

2. La gestación del psicoanálisis

En la Universidad, Freud fue un estudiante brillante. Compaginaba los estudios académicos, de medicina, con la investigación. Su interés inicial se centraba en las cuestiones fisiológicas y neuroanatómicas. Publicó trabajos sobre la diferenciación sexual de la anguila de río, sobre las parálisis cerebrales, la afasia o el empleo de la cocaína como anestésico, entre algunos otros.
Su deseo era proseguir con su carrera de investigador, pero le resultaba imposible ganarse la vida con ello. En 1882 fue a trabajar al Hospital General de Viena. Allí permaneció durante tres años. Pasó por las secciones de cirugía, medicina interna, dermatología, neurología, oftalmología y psiquiatría. En 1885 obtuvo un cargo docente en la Universidad de Viena.
Estarás de acuerdo conmigo en que, con semejante currículo, no puede afirmarse, como a veces se hace, que Freud no tuviera un espíritu formado en la disciplina de la ciencia. Y es en este contexto, marcado por un gran esfuerzo personal y científico, que Freud tiene la oportunidad de ir a París en un viaje de estudios que cambiaría radicalmente su vida. Fue allí a seguir las lecciones de un eminente neurólogo de la época: J. M. Charcot. La personalidad y las enseñanzas de Charcot ayudaron al joven Freud a reconsiderar dos fenómenos muy depreciados en aquella época: la histeria y la hipnosis. La ciencia médica del momento los tachaba a ambos de pura farsa. Después de su paso por París, Freud se los empezó a tomar más en serio, [4] ya que lo que aprende de Charcot es que mediante la hipnosis se pueden producir o eliminar los síntomas histéricos.
Cuando volvió de París decidió, impelido por las ganas que tenía de casarse y vistas las penurias económicas que seguía pasando, iniciarse en la práctica privada. Dicho de otro modo: si Freud se hubiese podido ganar la vida como investigador, quizá nunca hubiese alumbrado el psicoanálisis. Una más de esas casualidades que suelen darse en el mundo de los descubrimientos científicos. Empezó a trabajar con pacientes neurológicos y también histéricos. Pronto se dio cuenta de que sus saberes médicos de poco servían con estos últimos. Su arsenal terapéutico era muy limitado: descanso, baños, masajes, valeriana, electroterapia y poco más. Inició su práctica con la hipnosis. ¿Qué pretendía conseguir mediante la hipnosis? De momento, sólo eliminar los síntomas del paciente. Tuvo algunos éxitos, pero también hubo de reconocer que no siempre era capaz de inducir la hipnosis en sus pacientes. Lógico, si tenemos en cuenta que no todo el mundo es hipnotizable. Inquieto como era, decidió aprender más. Aprovechando un verano, el de 1889, se fue durante dos semanas a Nancy a perfeccionar sus dotes de hipnotizador con otro maestro de la época, un tal Hyppolyte Bernheim, quien tenía una visión más comprehensiva de la hipnosis, ya que creía que ésta era aplicable a todo el mundo y no sólo a los histéricos (Anguera y Giménez, 1994). Fue un viaje corto pero fundamental. Allí se dio cuenta de que las órdenes recibidas durante la hipnosis eran ejecutadas una vez el sujeto ya estaba despierto, por así decirlo. Empezó a barruntar la existencia de diferentes niveles de conciencia en la mente humana. Suponía que en la mente de cada cual existen ideas de las que no siempre somos conscientes, por eso el sujeto al que el hipnotizador ha dado una orden posthipnótica la cumple sin saber muy bien por qué.
Estas ideas coincidían con las que tenía otro médico muy conocido en Viena y gran amigo de Freud: el doctor Josef Breuer (1842-1925). Breuer había tratado, años atrás, a una paciente a la que él llamaba Anna O. [5] Breuer le contaba a Freud cómo iba el caso y lo que pensaba en torno al mismo. Le explicaba cómo la paciente mejoraba mediante el empleo de la hipnosis y también con una cura de conversación (o método catártico), tal como él la denominaba. Una de las claves de los beneficios de este método, decía Breuer, era que la hipnosis permitía a la paciente acceder a recuerdos traumáticos olvidados. Una vez recordado lo sucedido, la paciente mejoraba notablemente. De ahí Breuer elaboró su teoría sobre los estados segundos de la mente, teoría que, de algún modo, no vamos a entrar ahora en detalles eruditos, conectaba con lo que había observado Freud en París y Nancy.
Freud empieza considerar que con la hipnosis y estas teorías tiene algo valioso entre manos. Algo que puede ayudarle a curar a sus pacientes. Y, de paso, otorgarle también cierto prestigio, cosa que anheló desde muy joven y que le estaría aún vedado durante un cierto tiempo. Se pone a trabajar con énfasis. Y suceden cosas muy importantes. Unas a nivel teórico y otras a nivel práctico.

2.1. En la práctica clínica: de la hipnosis a la asociación libre

Freud trabaja con sus pacientes con el método catártico de Breuer, es decir, un método en el que, a través de la hipnosis, se pueden eliminar los síntomas del paciente y que, además, posibilita que éste descargue todas sus emociones —abreacción— y recuerde cosas desagradables que había olvidado.
Pero tengamos presente lo que antes habíamos comentado: Freud no era muy hábil con la hipnosis. Así que el método no siempre le funcionaba. Con algunos pacientes no había progresos, y Freud se sentía desconcertado. Y en algunos otros casos, en los que la hipnosis sí actuaba, sucedía que lo ocurrido y explicado durante el trance hipnótico no era recordado por el paciente y el efecto terapéutico de la abreacción se perdía al poco tiempo.
Freud estaba en un apuro. El método catártico no acababa de rendir del todo bien. Entonces evocó lo que Bernheim le había enseñado: que el paciente tiene in mente cosas, ideas, afectos, aunque él los ignora. Así que trata de ver de qué modo se puede acceder a esas ideas, emociones y afectos sin el uso de la hipnosis. Primero, utiliza un método un tanto autoritario. Les dice a sus pacientes que se concentren, que han de recordar y que lo harán cuando él les ponga una mano en la frente, y así lo hace.
En ésas estaba cuando recibe a una paciente que es muy importante para la historia que estamos narrando: una tal señora Emmy von N., una mujer muy parlanchina que un día le exige a Freud que la deje expresarse tranquilamente sin presionarla tanto. Es el primer momento en el que Freud empieza a dejar hablar libremente a sus pacientes. Es el germen de lo que, después de algunos casos más, especialmente el de Elisabeth von R., acabará denominándose el método de la asociación libre. Como señala Poch (1988), para el psicoanálisis el descubrimiento de este método es tan importante como lo fue el invento del microscopio para la biología.
El método funcionaba de este modo: Freud les pedía a sus pacientes que se echasen cómodamente en el diván y le dijeran todo aquello que les pasara por la cabeza, con la menor restricción posible, incluido todo aquello que se pudiera considerar vulgar, vergonzoso o inadecuado. Para ello, el paciente debía poder confiar en la persona de su analista. Era lo que después derivó en lo que hoy conocemos como alianza terapéutica. La idea era la que ya hemos comentado antes: el paciente tenía en algún espacio de su mente un cúmulo de recuerdos, emociones o ideas de carácter penoso que producían sus síntomas. Ahora se trataba de acceder a ellos no mediante la hipnosis, sino mediante un diálogo en estado de vigilia y condiciones normales. El por qué un recuerdo no accesible —inconsciente— puede ser una fuente de síntomas lo veremos un poco más adelante. [6]
Este método sigue vigente hoy día y, si vas al psicoanalista, [7] te pedirá que lo uses tal cual te lo contamos aquí. Verás que no es tan sencillo como parece. De que el método entrañaba dificultades se dio cuenta enseguida el propio Freud. A estas dificultades las llamó resistencias. Los pacientes no explicaban ciertas cosas porque les parecían irrelevantes, no las recordaban o no se atrevían a decirlas.
Pero aun con estos escollos el método dio excelentes y sorprendentes resultados. Sorprendentes porque Freud vio, o, mejor dicho, escuchó, asombrado, que en el relato de sus pacientes siempre acaban apareciendo escenas de índole sexual.
Y ya estamos de nuevo con el sexo. Y ya tenemos la respuesta a la pregunta que encabeza este capítulo. Si en sus inicios el psicoanálisis estaba vinculado con el sexo, no era por un capricho de Freud, sino porque él se limitó a recoger aquello que sus pacientes, después de no pocas dificultades y resistencias, le contaban.
Freud escuchaba atento las producciones de sus pacientes mientras asociaban libremente. Se daba cuenta de que sus relatos estaban llenos de recuerdos, omisiones, lapsus, olvidos, repeticiones, errores, divagaciones, asociaciones de ideas, etcétera. A través de una especie de diálogo socrático con el paciente, Freud iba acercándose a lo que le parecía que estaba oculto en la mente del mismo. Con este método atisbó una idea inimaginable en un principio: en el origen de los síntomas neuróticos se hallan circunstancias y hechos de carácter sexual.
Tan sólo hay que revisar los historiales clínicos que publicó en esta época de su vida —a finales del siglo XIX— para percatarse de que a Freud le resultaba imposible sustraerse a esta idea. A ella llegó por una vía absolutamente empírica: era lo que oía en su consultorio.
Llegó a dos conclusiones con respecto a esto. Por una parte, una serie de trastornos eran debidos a desórdenes —insatisfacción, escasez, represión— en la vida sexual actual del sujeto. A estos trastornos los llamó neurosis actuales, y vendrían a ser lo que hoy denominamos trastorno de ansiedad generalizada, crisis de ansiedad y neurastenia. Por otra parte, otros trastornos de mayor calado eran producto de acontecimientos importantes de la vida infantil, de carácter sexual, y a éstos los denominó psiconeurosis. Trastornos que hoy conocemos como histeria, obsesión y fobias.
En este último caso, la idea de Freud era la siguiente: los pacientes con estos desarreglos han sufrido un abuso sexual cuando eran niños. Este abuso resultó traumático y es la causa de que, años después, cuando los pacientes alcanzan la madurez sexual, aparezcan los síntomas que los traen a la consulta. Es lo que se dio en conocer como la teoría de la seducción o del trauma. Pocos años después de formularla, Freud abandonaría esta teoría y la sustituiría por otra, como veremos enseguida.
Cuando se atrevió a transmitir sus conclusiones a sus amigos y colegas, muchos se rieron de él y otros lo despreciaron abiertamente. No debía resultar nada fácil, en la Viena que hemos descrito, tocar temas tan espinosos como los que Freud puso bajo la lupa de la medicina de la época y sobre el rostro de la sociedad bienpensante, rígida y moralista en la que vivía.
¿Qué queda de todo esto hoy día? Ya casi nadie opina que las cuestiones de índole sexual son la piedra filosofal de las neurosis. La inmensa mayoría de los psicoanalistas contemporáneos (siempre quedará algún freudiano creyente por ahí) considera los asuntos del sexo tal y como apuntábamos al inicio de este capítulo. Pero de algún modo podemos señalar que Freud tenía un cierto punto de razón en estas sus primeras observaciones empíricas. Y no nos referimos tan sólo a la evidencia de que, para la inmensa mayoría de las personas, una insatisfacción sexual sostenida resulta ciertamente molesta, aunque no sea causa de neurosis, obviamente. Pero sí podemos darle la razón a Freud en tanto en cuanto hoy día sabemos, con multitud de estudios empíricos en la mano, que los abusos sexuales, y de cualquier otro tipo, sufridos en la infancia son de carácter extremadamente patógeno. Los traumas infantiles son responsables de mucha de la psicopatología de todo tipo que pueden sufrir los adultos del mañana. No es una opinión. Son datos corroborados por cientos de estudios metodológicamente intachables (Read, Mosher y Bentall, 2004; Read y Hammersley, 2006, por citar sólo algunos). Y una postrera cuestión: estos maltratos y abusos no son escasos, abundan más de lo que crees. En España, sin ir más lejos, el 15,5 por ciento de los varones y el 19 por ciento de las mujeres han sufrido abuso sexual antes de los 18 años (Pereda y Forns, 2007).
Una última cuestión con respecto al sexo, puesto que volveremos a hablar del mismo en muchas otras ocasiones a lo largo de este libro, o tú mismo te tropezarás con él si lees otros libros de psicoanálisis. En la actualidad —y también en las obras de Freud—, para el psicoanálisis hablar de sexualidad no equivale a hablar de relaciones sexuales, genitalidad, coito, etcétera, como vulgarmente se suele entender. En la concepción freudiana la sexualidad ve ampliada su entidad de dos modos diferentes. Por una parte, se menciona una sexualidad infantil, cuando describen una serie de sensaciones y deseos que pueden ser placenteros pero que nada tienen que ver con la sexualidad genital, para entendernos. Por otra parte, se entiende por sexualidad cualquier forma de amor, de vínculo creativo, de tendencia hacia la vida y la construcción. Lo que daría fuerza a estas tendencias es una energía, cuyo nombre es muy popular pero que normalmente no ha sido bien entendido —o explicado—: la libido. De todo ello hablaremos más adelante.

2.2. De los hallazgos empíricos a una teoría de la mente

Al mismo tiempo que Freud iba escuchando a sus pacientes, trataba de articular una teoría coherente sobre el funcionamiento del psiquismo humano. He aquí, de modo muy esquemático, la teoría inicial del psicoanálisis.
La psique es considerada, entre otras cosas, como un aparato destinado a hacer disminuir las tensiones que el individuo sufre. [8] Tiene muchas otras funciones, lógicamente, pero Freud, en estos momentos, insiste precisamente en ésta. Cuando la tensión o excitación emocional es razonable, el sujeto reacciona. Pero, si en algún momento la excitación a la que está sometido el sujeto es excesiva, o el sujeto no puede responder debido a las condiciones sociales, la mente trata de evitar el incremento de tensión asociada y la reacción se produce de otra forma. De algún modo, podríamos decir, es como si la mente se dividiera. Freud dice que se pone en marcha un mecanismo de defensa al que llama represión. Las resistencias, que antes mencionábamos, darían cuenta de la existencia de este fenómeno de la represión. Si la represión, que, no lo olvidemos, trata de proteger al individuo ante un exceso de sufrimiento, actúa, el hecho en sí y los afectos a él asociados ingresan en una especie de conciencia separada, no accesible, de entrada, a la que llamamos inconsciente. Pero esto no anula el valor energético de lo vivido (Adroer, 1994), que de algún modo busca descargarse. Aparecen entonces los síntomas, que son una especie de sustitutos de la reacción del sujeto a los acontecimientos vividos.
Un ejemplo quizá sirva de ilustración. Seguramente habrás oído hablar del trastorno por estrés postraumático que sufren algunos soldados que vuelven de la guerra. Muchos de ellos han vivido situaciones de combate en las que su vida ha corrido serio peligro. Algunos de estos soldados son incapaces de recordar con detalle lo vivido —la represión lo ha vuelto inconsciente—, o no consiguen hablar de ello —resistencias— y, no obstante, se hallan dominados por síntomas como insomnio, depresión, apatía, temores fóbicos, impulsividad, tendencia al abuso de drogas, impotencia, etcétera. Síntomas que no cesan cuando el soldado regresa a su hogar. Sólo un adecuado tratamiento psicológico que permita recordar, entre otras cosas, la angustia sufrida puede ayudarles a aliviar su sufrimiento.
La idea es que los síntomas neuróticos son sustituciones del material psíquico reprimido que afloran en la conciencia de modo deformado. Deformado porque así producen un sufrimiento menor que si apareciesen tal cual son. Afloran porque, según la teoría de Freud, todo lo reprimido pugna por reaparecer, con el propósito de que la conciencia lo pueda tramitar y así hacer menguar los afectos que conlleva. No olvidemos que Freud veía la psique como un mecanismo para rebajar tensiones. Una impresión que cause tensión debe de ser adecuadamente tratada, no puede quedar ahí, reprimida u olvidada como si nada hubiese pasado. Las peripecias negativas importantes no resultan gratis en la vida mental, suelen pasar factura, así como las positivas o dichosas suelen dejar réditos.
El ejemplo del soldado traumatizado es ilustrativo pero no es exacto con respecto a lo que Freud pensaba sobre lo que les sucedía a sus pacientes. Freud creía que la represión actuaba porque los pacientes se hallaban en una situación de conflicto entre algunos deseos o impulsos y las exigencias éticas de la personalidad y la sociedad. En este sentido, Freud llegó a suponer que el conflicto podía darse entre algún tipo de excitación o placer experimentado por el sujeto que había sido abusado y su reacción posterior al alcanzar la madurez sexual. Hoy vemos las cosas de otro modo, pero estamos explicando cómo las consideraba Freud, no lo olvides.
Sin embargo, como decíamos unas líneas más arriba, Freud reconsideraría algunas de estas ideas de modo radical.
Se ha hecho muy célebre una carta que Freud envió el 21 de septiembre de 1887. En la misma le comunicaba a su amigo y confidente Wilhem Fliess que ya no creía más en lo que había sostenido hasta ese momento. Bien al contrario, había llegado a la conclusión de que los traumas y los abusos que sus pacientes le habían contado eran fantasías y mentiras.
¿Qué motivó un cambio de opinión tan tajante? Los motivos son muy variados: desde el propio asombro de Freud al considerar la cantidad de padres o adultos que abusaban de los niños hasta, y de modo más definitivo, su autoanálisis en el que descubrió sus propias fantasías edípicas vinculadas a sus padres.
En efecto, Freud emprendió su propio autoanálisis —hoy contemplado como una actividad del todo imposible—. Para ello interpretó algunos de sus sueños. [9] El resultado fue que acabó recordando de modo muy vívido los celos que sentía hacia su padre y el amor que experimentaba por su madre. Consideró que esta relación afectiva hacia los progenitores era universal y la bautizó con el nombre de complejo de Edipo —en alusión a la célebre tragedia de Sófocles Edipo rey, en la que Edipo asesina a su padre y se casa con su madre.
El desarrollo de la teoría del complejo de Edipo desplazó el trauma sexual infantil de la categoría de realidad a la de fantasía. Freud creyó que en el niño existía el deseo de tener relaciones con el progenitor del sexo opuesto y de combatir al del mismo sexo, que es visto como un oponente. Y aunque, como es sabido, Freud no renunció nunca del todo a reconocer el valor patógeno del trauma, en el grueso de su obra la neurosis ya no es vista como consecuencia de un traumatismo, sino como un medio elaborado de defenderse del conflicto que los potentes y variados sentimientos edípicos elicitan en el sujeto. A partir de este momento, el núcleo de la neurosis sería un complejo de Edipo mal resuelto. Lo reprimido ya no serían los afectos vinculados a un trauma, sino aquellos asociados al conflicto edípico.
De nuevo, pues, el sexo. Parece que no hay manera de acabar con este cuento. La cuestión del complejo de Edipo, no obstante, vista desde la perspectiva actual, no es tan sencilla. Es cierto que Freud pensaba que lo que el niño deseaba era ocupar el lugar del padre y tener relaciones con la madre, y que la niña deseaba hacer lo propio con su madre y su padre. Sin duda, una vez más, algo de cierto hay en esta idea. ¿Acaso no has oído nunca decir a un niño algo así como «de mayor me casaré con mamá»? ¿O a una niña sugerir que de mayor será la novia de papá y tendrá niños con él? Si no te suenan de nada estas frases tan típicas, pregúntale a alguien que tenga hijos —y buena memoria.
Ahora bien, ¿significan estas manifestaciones infantiles que los niños desean esto en realidad? ¿Son manifestaciones de verdaderos impulsos sexuales hacia los padres? Decididamente, no. Ya hubo psicoanalistas que, en época de Freud, le cuestionaban esta lectura radical del complejo de Edipo. Uno de ellos, Sándor Ferenczi, estudió a fondo todos estos asuntos y llegó a la conclusión de que lo que los niños deseaban era identificarse adecuadamente con cada progenitor y jugar a ser como sus modelos, más que acostarse con su madre y asesinar a su padre, en el caso del niño, o al revés, en el caso de la niña (Ferenczi, 1932).
Por lo tanto, hoy día, aunque consideramos que el complejo de Edipo puede ser una etapa muy importante en la vida de los niños, no la contemplamos tanto como una cuestión de orden sexual, sino más bien como una dinámica de relaciones afectivas en constante evolución y desarrollo.

3. Resumiendo

Ahora ya sabes de dónde proviene esa creencia tan extendida de que el sexo y el psicoanálisis van de la mano. En gran medida, se debe a las ideas iniciales de Freud, ideas que él mismo fuecambiando con el paso de los años y que en la actualidad se ven desde una perspectiva un tanto más amplia. No es correcto, por tanto, seguir sosteniendo en la actualidad esta conexión tan estrecha, puesto que el psicoanálisis, como todas las otras disciplinas científicas, va cambiando cuando se van acumulando nuevos datos.
Lo que queda de importante, pues, de esta primera época del pensamiento freudiano no es tanto la idea del sexo como motor de las neurosis, sino algunas aportaciones que a continuación resumiremos. Ideas que surgieron en los primeros momentos del psicoanálisis, entre 1885 y 1899, aproximadamente.
Lo auténticamente revolucionario de Freud, según nuestra opinión, no radica tanto en sus teorías, sino en su modo de abordar el sufrimiento mental de sus pacientes. Ten en cuenta una cosa: en aquella época, a las personas aquejadas de sufrimientos psicológicos se les hacía poco o ningún caso. Kraepelin, un famoso psiquiatra contemporáneo de Freud, decía que era bueno para la observación psiquiátrica ¡desconocer el idioma del paciente! Freud, en cambio, fue el primero que se dedicó a escuchar aquello que los pacientes deseaban contarle, el primero que se interesó por su historia personal, por su biografía, su infancia, su novela familiar —término que usaba Freud para dar a entender que tan importantes eran las fantasías de cada cual como la realidad experimentada—, en definitiva.
Por lo tanto, de estos primeros años nos quedamos con unas aportaciones técnicas —de cara a ayudar a los pacientes— y unas teóricas —destinadas a ir construyendo un sistema explicativo de cómo funciona la psique humana—. Y es que no debes olvidar una cosa: el psicoanálisis es, simultáneamente, un método —de investigación—, una técnica —terapéutica— y una teoría —de la mente.
En cuanto al método y la técnica tendríamos:
La asociación libre,