Prólogo
El título del
libro que el lector tiene en las manos es un guiño cómplice al
Freud de 1919, aquel que en Nuevos caminos de la terapia
psicoanalítica dice:
[...] es muy probable
que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos
precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la
sugestión directa, y quizá el influjo hipnótico pueda hallar
cabida, como ha ocurrido en el tratamiento de los neuróticos de
guerra. Pero cualquiera que sea la forma futura de esta
psicoterapia para el pueblo, y no importa qué elementos la
constituyan finalmente, no cabe ninguna duda de que sus
ingredientes más eficaces e importantes seguirán siendo los que
ella tome del psicoanálisis riguroso, ajeno a todo
partidismo.
Noventa años
después comparece este libro con el punto de mira puesto en hacer
llegar el psicoanálisis a todos, bien pudiéramos decir,
parafraseando a Freud, con el propósito de hacer comprensibles sus
fundamentos teórico-técnicos «al pueblo».Y quizá lo consiga, como
consiguieron las terapias psicoanalíticamente orientadas, en su
broncínea solidez, introducir y extender los beneficios del
psicoanálisis en las redes de asistencia pública a la salud mental
prácticamente en todo el Occidente desarrollado.
También, hay que
decirlo, con algunas resistencias, que aún persisten; pero de
resistencias ya nos hablará el texto, que para esto se
publica.
Volvamos al pueblo, es decir, a
todos. Es de Perogrullo, pero hay que recordarlo: todos necesitamos
ayuda para aliviar nuestro sufrimiento, especialmente el que nace,
como se destaca en las primeras páginas de este libro, de la
ignorancia. Aquí hay otro guiño, aunque apunta más lejos. Hace más
o menos 2.500 años que el Buddha Gautama ya postuló que nuestra
mayor calamidad es la ignorancia. Talarn nos recuerda dos
modalidades de esa ignorancia, la que se deriva de que uno no puede
con todo el saber circulante —lo que se podría arreglar con
paciencia y quizá con una eternidad por delante— y el que es peor,
el del mal saber, fruto de la impaciencia, de la falta de coraje y
esfuerzo, del poco afán de conocer que se acomoda a la banalidad,
al tópico, al eslogan o a la formulación ingeniosa del listillo de
turno o del presunto intelectual y/o científico que se ampara en la
vieja escuela de la argumentación.
El autor, avezado en la experiencia
docente y plenamente consciente del momento histórico por el que
transitamos, ha intentado poner todas las facilidades de las que ha
sido capaz al acceso de un conocimiento para nada fácil. Sabe el
autor, porque de ello también habla en el texto, que vivimos
tiempos en los que la inmediatez de los resultados se ha convertido
en una condición insoslayable en cualquier tipo de empresa; también
en lo que se refiere al estudio. Pero ésa es una cuestión relativa
a la cultura en la que hoy vivimos y para nada tiene que ver con la
esforzada construcción del conocimiento.
A mi modo de ver, el intento de hacer
comprensible la cosa más compleja del universo no impide
recordarte, lector, que ése no es más que un artificio de Talarn
para animarte a continuar en una búsqueda que no tiene fin.
Detenerte aquí significaría rehuir el misterio, porque eso a lo que
hemos convenido en denominar mente y a lo que en este momento
accedes de manera sencilla es lo que nos ha permitido
conceptualizar todo lo que conocemos. Desde Tales, Anaximandro y
Nagaguna hasta Nietzsche, Wittgenstein y Nisargadatta, desde
Pitágoras hasta Poincaré, desde Demócrito hasta Einstein, desde
Hipócrates hasta Watson y Crick, hemos ido articulando ese saber
sin fin acerca del mundo animado e inanimado. El asombro de
nuestros descubrimientos nos remite a la maravilla de eso que ha
sido capaz de hacerlos. ¡Cómo no ha de ser lo más complejo, lo más
difícil, lo que más se resiste a cualquier tipo de simplificación!
Así lo plantea, en un alarde de presunta simplicidad, Keats, el
poeta de la Oda a una urna griega:
La belleza es verdad
y la verdad belleza... Nada más se sabe en esta tierra y no más
hace falta.
Pretensión nada
fácil, la misma que Kant define como imposible en su Crítica
del Juicio. También Talarn, cuando en un momento de su
discurso te plantea: «¿Desde cuándo lo bueno tiene que ser también
simple?». Y te lo recordará de nuevo al referirte a una
bibliografía. Pero no sólo así, sino advirtiéndote aquí y allí, una
y otra vez, de la necesidad de tu empeño. Es así que el texto viene
bordado con un insistente «Para aprender más», con advertencias del
tipo «¿cómo puedo resumir más?», o «múltiples facetas [...] que no
podemos revisar aquí...», o de la imposibilidad de «forzar aún más
una síntesis de tantos años de indagaciones y esfuerzos en pos de
la comprensión del psiquismo humano.». Y ese «tenlo presente»,
lector. Porque más allá de lo que se te facilita, que es mucho,
deberás poner los codos, sabiendo, eso sí, que el esfuerzo valdrá
la pena, como lo vale leer directamente a Platón y Heidegger, a
Leibniz y a Marx. y, por supuesto, a Freud, Klein, Lacan, Bion,
Meltzer y tantos otros pioneros del psicoanálisis. Si eso sucede,
ese acercamiento de acceso, tan fácil como abarcativo, habrá
merecido el esforzado recorrido —ése sí que lo ha sido— del autor
para allanarte el camino.
Sin renunciar a esa actitud
benevolente y amable con el lector, característica del buen maestro
que hay en Talarn, no cabe duda de que el docente, como acontece a
veces en el curso de una exposición, se va calentando a medida que
el texto avanza. Los capítulos iniciales son más contenidos; en los
últimos, la pasión in crescendo del curso expositivo
desborda el texto y el lector se ve arrastrado por una corriente
que, al cesar abruptamente, nos golpea como cuando en mis tiempos
llegaba el bedel a clase y con el consabido «Ya es la hora...»
cortaba la maravilla del mundo al que algunos docentes, pocos por
cierto, paisanos del flautista de Hammelin, habían sido capaces de
arrastrarnos.
Se supone que el prologuista tiene
que decir algo del contenido. Esta suposición, que suele cumplirse,
es en realidad una traición al lector porque lo manipula, le lleva
a que se centre más en esto o aquello o a que valore más ese
aspecto que aquel otro; orienta, dirige, y eso no siempre es
conveniente al pensamiento libre. Intentaré, por lo tanto, cumplir
con el cometido con el menor manoseo posible.
Antes señalé que se trata de un
libro que se pretende introductorio, pero no renuncia a ser
comprehensivo. De ahí que cubra el espectro de los conceptos
básicos que configuran el soporte teórico-técnico del psicoanálisis
a la vez que los inscribe en el marco histórico de su desarrollo y
las características de sus protagonistas principales. Como no podía
ser de otro modo, y parafraseando al autor, es inevitable que se
observe una mayor querencia y dedicación a unos autores que a
otros, porque en esto sucede como con las parejas, no hay
neutralidad posible, se eligen porque te gustan.
Pero el texto no queda ahí, y aborda
el complejo territorio de la psicopatología contemplada desde una
perspectiva psicoanalítica, y el dominio de la técnica, aquí con
una magnífica contribución de Francesc Sáinz. Sáinz describe
bellamente la relación psicoanalítica como ese diálogo orientado a
comprender la condición de humanidad y lo que hay de sufrimiento en
ella, a fin de poderlo enfrentar y tratar más adecuadamente.
Reclama la humildad necesaria para reconocer sus límites y la
prudencia en la administración.
El libro ya ha tomado ahí
carrerilla. Nos abrirá entonces las puertas a la relación del
psicoanálisis con la ciencia, a la bienvenida complicidad —¡cuánto
se ha hecho esperar!— entre psicoanálisis y neurociencias, a la
efectividad de las psicoterapias y la articulación de los recursos
terapéuticos, a la formación psicoanalítica. Era necesario abordar,
y Talarn lo hace, no sólo por el rigor intelectual que le
caracteriza, sino también habida cuenta de los tiempos que corren,
una revisión de los fundamentos de la crítica al psicoanálisis.
Finalmente, no se puede resistir a lo que dibujó exhaustivamente en
Globalización y salud mental: desde un vértice de
observación psicoanalítico, que no excluye el antropológico, el
sociológico y el económico-político, pasa revista al mundo que nos
ha tocado vivir. Ahí entra pisando fuerte en el modo enfermo de
tratar nuestro malestar. Y tiene el acierto de hacernos a todos
responsables y no sólo víctimas de la voracidad del mercado —en
especial el de la farmaindustria y su cohorte de colaboracionistas,
sanitarios de todo orden y pelaje incluidos—. Nos recuerda que del
ascenso de ese nuevo totalitarismo, que se ha propuesto la
anestesia social a través de la medicalización de la vida
cotidiana, todos somos responsables. Responsables porque hemos
trucado el afán de consecución de una pretendida sociedad del
bienestar en sociedad que reniega del conflicto y el padecimiento
inherentes a la condición del vivir, sociedad que elude la
experiencia del límite; si se me permite decirlo en jerga
psicoanalítica, organización narcisista al servicio de pasar de
largo de la castración; y en eso todos hemos colaborado y
colaboramos, fomentando un nuevo ideario de «raza humana superior»,
ajena a todo padecer. Y es precisamente ese rechazo del límite lo
que nos impide ir más allá, lo que nos niega la oportunidad de ser
hombres libres. En la presunta libertad del placer ininterrumpido
ve Talarn el monstruo de la robotización del ser. Brillante.
Hay algo que posiblemente te
atrapará del texto, lector: la conclusión de que el psicoanálisis
no cura nada, de que tampoco es capaz de cambiar el mundo, de
curarlo de sus miserias., pero constituye una vía, articula un
método y reactiva la función psicoanalítica de la personalidad al
punto de permitirnos observar mejor y comprender más tanto el mundo
de afuera como el de adentro de cada uno de nosotros. Y eso no es
poco, es fundamental, imprescindible en el desarrollo de la mente,
ese del que depende una relación más armónica con todos los
objetos, animados e inanimados, que pueblan tanto la geografía
interior como la de ese bellísimo planeta azul.
Para terminar, no puedo dejar de
expresar mi admiración por quien me honra reiteradamente con la
función de prologuista y con el recuerdo al viejo maestro;
admiración no sólo por el saber que Talarn es capaz de compartir
con todos nosotros, sino por el modo de transmitirlo. Su capacidad
de síntesis es increíble, hasta tal punto que, aun conociéndola de
sobras, nunca deja de sorprenderme. Por eso, cuando en algún
momento, casi como disculpándose, nos dice que ya no puede
sintetizar más, es que realmente no hay quien pueda hacerlo. Bueno,
quizá para no ser tan taxativo, diré que, por lo menos, yo no lo
conozco, y conozco a algunos. En cualquier caso, esa capacidad se
alimenta tanto del esfuerzo realizado como de la reflexión rigurosa
necesaria a la destilación perseguida... y lograda.
Pienso también en este momento en
ti, lector, con la esperanza de que, si toleras, como en el libro
se destaca puntualmente, el no saber sin desesperación, halles en
sus páginas el acicate para seguir, sin fin posible, en pos del
conocimiento de la mente; a veces también así sucede con aquellos
que se inician con el bronce de las psicoterapias breves: desde
ellas, a modo de trampolín, al «Para saber más» del «psicoanálisis
riguroso, ajeno a todo partidismo».
Lluís
Farré Grau
Capítulo
I
¿Están los psicoanalistas obsesionados por el sexo?
Mitos y realidades en torno al sexo y el psicoanálisis. Los inicios
del psicoanálisis
No,
definitivamente no. Los psicoanalistas no están obsesionados por el
sexo. Ni con el suyo, ni con el de los demás. Ni a nivel personal,
ni a nivel profesional.
Otra cosa bien distinta a una
obsesión es que, como terapeutas que ayudan a personas que
atraviesan dificultades psicológicas, pregunten por la sexualidad
de sus pacientes. Pero se interesan por ella del mismo modo que
tratan de poner sobre el tapete otras cuestiones que atañen a la
vida de quien les pide consulta. Si, pongamos por caso, tú mismo,
amable lector, acudes a un psicoanalista, ciertamente éste te
preguntará por tus relaciones sexuales. Cómo empezaron, cómo se
fueron desarrollando a lo largo del tiempo, cómo es la vivencia que
tienes acerca de las mismas, de tu propia sexualidad y de la de los
demás, y, probablemente, por otras muchas cuestiones que puedan ir
apareciendo con respecto a este asunto.Y lo mismo hará cuando le
hables de tu familia de origen y de la actual, de tu trabajo, de
tus amigos o de tus ambiciones. Es decir, la sexualidad será
tratada con la importancia que se merece, ni más ni menos.
¿Por qué, entonces, tanta gente
—incluso gente supuestamente bien informada— cree que para los
psicoanalistas es la sexualidad el factor causal más importante
entre aquellos que sufren problemas psicológicos? ¿Por qué aparecen
los psicoanalistas en tantas novelas y películas como auténticos
ineptos que sólo hablan de sexo con sus pacientes?
Pues, en mi opinión, hay dos motivos
claramente diferenciados para que este bulo se siga manteniendo en
pie pese a su marcada falsedad: la ignorancia y la
ignorancia. Me explicaré.
Hay dos ignorancias
distintas. Una es la de aquellos que no saben nada absolutamente
del tema y se guían por lo que han oído sobre el mismo en
periódicos, revistas de divulgación, programas de radio o
televisión y películas de Woody Allen. Se trata de un no
saber, perfectamente disculpable y comprensible. Tampoco
tenemos por qué saber de todo. La mayoría de las personas de a
pie hablamos de muchos temas, de los que no sabemos gran cosa
—por no decir nada de nada—, de oídas. Piensa, por un
momento, en las últimas conversaciones en las que has participado
sobre política, economía, tecnología, deportes, terrorismo,
inmigración, etcétera. Realmente es imposible ser un experto en
todos estos temas y, como es natural, no nos privamos de expresar
nuestras opiniones al respecto. [1] Si así lo hiciéramos, y calláramos sobre
aquello que desconocemos, quizá seríamos los reyes de la prudencia,
pero también los campeones del aburrimiento.
Hay otra clase de ignorancia, ésta
sí ignorancia con todas las letras, más censurable, en mi
opinión. Es una ignorancia supina (aquella que hace
referencia a lo que se puede y se debe saber) La de aquellos que
tienen cierta formación profesional o científica y siguen
propagando a diestro y siniestro, ayudados por los mass
media actuales, que psicoanálisis y sexualidad van de la mano
en todo momento. Estos profesionales o expertos en materias
cercanas de un modo u otro al psicoanálisis —psicólogos,
psiquiatras, médicos, sociólogos, educadores, asistentes sociales,
antropólogos, filósofos, periodistas, escritores, artistas...—
saben, en realidad, alguna cosa de psicoanálisis, pero no lo
suficiente. En gran medida son los responsables del no
saber de la gente que antes mencionábamos.
No obstante, es posible que,
llegados a este punto, te plantees algo así como «Pero si tantos
profesionales de estas materias piensan que psicoanálisis y
sexualidad tienen tanto que ver, ¿de dónde sacan esa idea?, ¿por
qué piensan lo que piensan?».
La respuesta radica en la historia
del psicoanálisis. En sus inicios. En las primeras obras de Freud,
aquellas que datan de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.
Ciertamente, en esos años sexo y psicoanálisis estaban íntimamente
unidos.
Pero resulta que, desde entonces, ha
llovido mucho. Se ha avanzado mucho. Se ha escrito, reflexionado,
estudiado y experimentado mucho. Así que mantener, en pleno siglo
XXI, esta unión como uno de los pilares del psicoanálisis vendría a
ser el equivalente a sostener que la tierra es plana, que el sida
es un castigo divino, que Nietzsche proponía ideas de cariz nazi o
que Lamarck tenía razón y la función crea el órgano. Es decir, una
auténtica barbaridad.
Pero vayamos a los momentos
iniciales del psicoanálisis. Vayámonos a laViena de 1890. Desde
allí entenderemos el porqué de todas estas cuestiones y se nos
permitirá asistir al nacimiento, lento, laborioso y tan difícil
como artesanal del psicoanálisis.
1. La Viena de Freud
Sigmund
Freud nació en Freiberg —hoy la ciudad se llama Pribor, en
Chequia—, en 1856. Vivió en Viena desde los tres años y hasta un
año antes de su muerte en 1939, acaecida en Londres, adonde se
trasladó huyendo de los nazis.
A finales del siglo XIX y
principios del siglo XX, Viena era un lugar muy especial. Se la
consideraba una ciudad imperial, y durante mucho tiempo fue una de
las más importantes del enorme Sacro Imperio Romano Germánico.
Pero, al hilo de las conmociones napoleónicas, el imperio
prácticamente desapareció y, tras el célebre Congreso de Viena
(1814-1815), Austria inició una lenta decadencia bajo un régimen
monárquico y conservador.
Unos años antes del nacimiento
de Freud, las cosas no pintaban muy bien para Austria. Hubo serios
problemas con los italianos y los húngaros, y a finales de 1848 el
emperador Fernando I abdicó en favor de su sobrino Francisco José,
que reinaría hasta 1916. En 1859 Austria perdió gran parte de las
provincias que dominaba de Italia, y en 1866 sufrió una dolorosa
derrota militar que acabó finiquitando toda influencia sobre Italia
y Alemania.
No obstante, a partir de este
momento los austriacos se concentraron en sí mismos, apartándose,
por así decirlo, de las cuestiones macropolíticas. Así, el país
experimentó una fuerte industrialización y registró un auge de las
clases mercantil, comercial e industrial. Floreció una burguesía
cada vez más pujante. Viena continuó creciendo —era la segunda
ciudad más grande de Europa, sólo superada por París—, y se
convirtió en un lugar óptimo para el desarrollo de las artes, la
ciencia y la economía (Moreno, 1989).
Bruno Bettelheim, un
psicoanalista de renombre, señala que lo que ocurrió fue que el
pueblo austriaco despreció, como una forma de negar el dolor por el
imperio perdido, la política internacional —realidad externa—, y
volcó toda su energía mental hacia lo íntimo y lo personal
(Bettelheim, 1956). [2] Los vieneses, entonces, decidieron cultivar
las artes más ligeras: las operetas de Strauss, el carnaval, el
vals, las bodas reales, los aniversarios del emperador, etcétera,
con el afán de distraerse y divertirse.
Los vieneses buscaban
distracciones, pero las dificultades psicológicas no les eran
ajenas. El propio emperador era un adicto al trabajo y a las
rígidas normas de la corte. Fue rechazado por su esposa y por su
hijo casi a la par. Su mujer, la famosa emperatriz Sissi, padecía
anorexia, insomnio, dolores reumáticos y otras dolencias. Era muy
aficionada a visitar manicomios y se caracterizaba por una
tendencia melancólica. [3] El único hijo de ambos, de carácter depresivo,
se suicidó después de matar a una de sus amantes. Las trifulcas
sexuales de la corte eran bien conocidas por las gentes del país.
Una explosiva combinación de locura, sexualidad y destrucción
parecía atenazar a la aristocracia, por otra parte, venerada por la
población.
La cultura vienesa no podía
sustraerse a estas complejidades. Dan fe de ello obras de
escritores y dramaturgos, como Otto Weininger o Arthur Schnitzler;
pintores como Gustav Klimt o Egon Schiele, o, incluso, arquitectos
como Otto Wagner, que diseñó un hospital para dementes —la iglesia
de San Leopoldo—, que se convirtió en uno de los lugares más
importantes de la ciudad.
Por su parte, y a pesar del
ambiente victoriano, mojigato y reprimido que reinaba en la Viena
de la época, la ciencia se interesaba por las cuestiones de índole
sexual. El texto de Krafft-Ebing Psychopathia sexualis, de
1886, fue todo un éxito editorial.
Así pues, con estos
variopintos ingredientes Viena resultaba ser una ciudad a medio
camino entre la modernidad y la tradición. Una aristocracia vestida
de oropeles, pero arruinada en su vida personal; una burguesía
emergente que oscilaba entre cierto liberalismo y una vida
encorsetada en cuanto al trabajo, el ahorro, la Iglesia, el
patriarcado...; avanzada en lo económico pero sufriendo, también,
serias dificultades; con leyes que protegían a los judíos y
reacciones esporádicas de antisemitismo. Como señala Gay (1988), a
modo de resumen, en Viena se construían imponentes edificios pero
todo era muy precario.
Y es en este ambiente en el
que crece y empieza su formación el joven Freud. Necesitábamos
revisarlo brevemente para situar todo lo que después sucederá. Y
no, no nos hemos olvidado del sexo, pronto lo retomaremos, sin
obsesionarnos, eso sí.
2. La gestación del
psicoanálisis
En la
Universidad, Freud fue un estudiante brillante. Compaginaba los
estudios académicos, de medicina, con la investigación. Su interés
inicial se centraba en las cuestiones fisiológicas y
neuroanatómicas. Publicó trabajos sobre la diferenciación sexual de
la anguila de río, sobre las parálisis cerebrales, la afasia o el
empleo de la cocaína como anestésico, entre algunos otros.
Su deseo era proseguir con su
carrera de investigador, pero le resultaba imposible ganarse la
vida con ello. En 1882 fue a trabajar al Hospital General de Viena.
Allí permaneció durante tres años. Pasó por las secciones de
cirugía, medicina interna, dermatología, neurología, oftalmología y
psiquiatría. En 1885 obtuvo un cargo docente en la Universidad de
Viena.
Estarás de acuerdo conmigo en
que, con semejante currículo, no puede afirmarse, como a veces se
hace, que Freud no tuviera un espíritu formado en la disciplina de
la ciencia. Y es en este contexto, marcado por un gran esfuerzo
personal y científico, que Freud tiene la oportunidad de ir a París
en un viaje de estudios que cambiaría radicalmente su vida. Fue
allí a seguir las lecciones de un eminente neurólogo de la época:
J. M. Charcot. La personalidad y las enseñanzas de Charcot ayudaron
al joven Freud a reconsiderar dos fenómenos muy depreciados en
aquella época: la histeria y la hipnosis. La ciencia médica del
momento los tachaba a ambos de pura farsa. Después de su paso por
París, Freud se los empezó a tomar más en serio, [4] ya que lo que aprende de Charcot es que
mediante la hipnosis se pueden producir o eliminar los síntomas
histéricos.
Cuando volvió de París
decidió, impelido por las ganas que tenía de casarse y vistas las
penurias económicas que seguía pasando, iniciarse en la práctica
privada. Dicho de otro modo: si Freud se hubiese podido ganar la
vida como investigador, quizá nunca hubiese alumbrado el
psicoanálisis. Una más de esas casualidades que suelen darse en el
mundo de los descubrimientos científicos. Empezó a trabajar con
pacientes neurológicos y también histéricos. Pronto se dio cuenta
de que sus saberes médicos de poco servían con estos últimos. Su
arsenal terapéutico era muy limitado: descanso, baños, masajes,
valeriana, electroterapia y poco más. Inició su práctica con la
hipnosis. ¿Qué pretendía conseguir mediante la hipnosis? De
momento, sólo eliminar los síntomas del paciente. Tuvo algunos
éxitos, pero también hubo de reconocer que no siempre era capaz de
inducir la hipnosis en sus pacientes. Lógico, si tenemos en cuenta
que no todo el mundo es hipnotizable. Inquieto como era, decidió
aprender más. Aprovechando un verano, el de 1889, se fue durante
dos semanas a Nancy a perfeccionar sus dotes de hipnotizador con
otro maestro de la época, un tal Hyppolyte Bernheim, quien tenía
una visión más comprehensiva de la hipnosis, ya que creía que ésta
era aplicable a todo el mundo y no sólo a los histéricos (Anguera y
Giménez, 1994). Fue un viaje corto pero fundamental. Allí se dio
cuenta de que las órdenes recibidas durante la hipnosis eran
ejecutadas una vez el sujeto ya estaba despierto, por así
decirlo. Empezó a barruntar la existencia de diferentes niveles de
conciencia en la mente humana. Suponía que en la mente de cada cual
existen ideas de las que no siempre somos conscientes, por eso el
sujeto al que el hipnotizador ha dado una orden posthipnótica la
cumple sin saber muy bien por qué.
Estas ideas coincidían con las
que tenía otro médico muy conocido en Viena y gran amigo de Freud:
el doctor Josef Breuer (1842-1925). Breuer había tratado, años
atrás, a una paciente a la que él llamaba Anna O. [5] Breuer le contaba a Freud cómo iba el caso y
lo que pensaba en torno al mismo. Le explicaba cómo la paciente
mejoraba mediante el empleo de la hipnosis y también con una
cura de conversación (o método catártico), tal
como él la denominaba. Una de las claves de los beneficios de este
método, decía Breuer, era que la hipnosis permitía a la paciente
acceder a recuerdos traumáticos olvidados. Una vez recordado lo
sucedido, la paciente mejoraba notablemente. De ahí Breuer elaboró
su teoría sobre los estados segundos de la mente, teoría
que, de algún modo, no vamos a entrar ahora en detalles eruditos,
conectaba con lo que había observado Freud en París y Nancy.
Freud empieza considerar que
con la hipnosis y estas teorías tiene algo valioso entre manos.
Algo que puede ayudarle a curar a sus pacientes. Y, de paso,
otorgarle también cierto prestigio, cosa que anheló desde muy joven
y que le estaría aún vedado durante un cierto tiempo. Se pone a
trabajar con énfasis. Y suceden cosas muy importantes. Unas a nivel
teórico y otras a nivel práctico.
2.1. En la práctica
clínica: de la hipnosis a la asociación libre
Freud
trabaja con sus pacientes con el método catártico de
Breuer, es decir, un método en el que, a través de la hipnosis, se
pueden eliminar los síntomas del paciente y que, además, posibilita
que éste descargue todas sus emociones —abreacción— y
recuerde cosas desagradables que había olvidado.
Pero tengamos presente lo
que antes habíamos comentado: Freud no era muy hábil con la
hipnosis. Así que el método no siempre le funcionaba. Con algunos
pacientes no había progresos, y Freud se sentía desconcertado. Y en
algunos otros casos, en los que la hipnosis sí actuaba, sucedía que
lo ocurrido y explicado durante el trance hipnótico no era
recordado por el paciente y el efecto terapéutico de la
abreacción se perdía al poco tiempo.
Freud estaba en un apuro. El
método catártico no acababa de rendir del todo bien.
Entonces evocó lo que Bernheim le había enseñado: que el paciente
tiene in mente cosas, ideas, afectos, aunque él los
ignora. Así que trata de ver de qué modo se puede acceder a esas
ideas, emociones y afectos sin el uso de la hipnosis. Primero,
utiliza un método un tanto autoritario. Les dice a sus pacientes
que se concentren, que han de recordar y que lo harán cuando él les
ponga una mano en la frente, y así lo hace.
En ésas estaba cuando recibe
a una paciente que es muy importante para la historia que estamos
narrando: una tal señora Emmy von N., una mujer muy parlanchina que
un día le exige a Freud que la deje expresarse tranquilamente sin
presionarla tanto. Es el primer momento en el que Freud empieza a
dejar hablar libremente a sus pacientes. Es el germen de lo que,
después de algunos casos más, especialmente el de Elisabeth von R.,
acabará denominándose el método de la asociación libre.
Como señala Poch (1988), para el psicoanálisis el descubrimiento de
este método es tan importante como lo fue el invento del
microscopio para la biología.
El método funcionaba de este
modo: Freud les pedía a sus pacientes que se echasen cómodamente en
el diván y le dijeran todo aquello que les pasara por la cabeza,
con la menor restricción posible, incluido todo aquello que se
pudiera considerar vulgar, vergonzoso o inadecuado. Para ello, el
paciente debía poder confiar en la persona de su analista. Era lo
que después derivó en lo que hoy conocemos como alianza
terapéutica. La idea era la que ya hemos comentado antes: el
paciente tenía en algún espacio de su mente un cúmulo de recuerdos,
emociones o ideas de carácter penoso que producían sus síntomas.
Ahora se trataba de acceder a ellos no mediante la hipnosis, sino
mediante un diálogo en estado de vigilia y condiciones normales. El
por qué un recuerdo no accesible —inconsciente— puede ser una
fuente de síntomas lo veremos un poco más adelante. [6]
Este método sigue vigente
hoy día y, si vas al psicoanalista, [7] te pedirá que lo uses tal cual te lo contamos
aquí. Verás que no es tan sencillo como parece. De que el método
entrañaba dificultades se dio cuenta enseguida el propio Freud. A
estas dificultades las llamó resistencias. Los pacientes
no explicaban ciertas cosas porque les parecían irrelevantes, no
las recordaban o no se atrevían a decirlas.
Pero aun con estos escollos
el método dio excelentes y sorprendentes resultados. Sorprendentes
porque Freud vio, o, mejor dicho, escuchó, asombrado, que en el
relato de sus pacientes siempre acaban apareciendo escenas de
índole sexual.
Y ya estamos de nuevo con el
sexo. Y ya tenemos la respuesta a la pregunta que encabeza este
capítulo. Si en sus inicios el psicoanálisis estaba vinculado con
el sexo, no era por un capricho de Freud, sino porque él se limitó
a recoger aquello que sus pacientes, después de no pocas
dificultades y resistencias, le contaban.
Freud escuchaba atento las
producciones de sus pacientes mientras asociaban libremente. Se
daba cuenta de que sus relatos estaban llenos de recuerdos,
omisiones, lapsus, olvidos, repeticiones, errores, divagaciones,
asociaciones de ideas, etcétera. A través de una especie de diálogo
socrático con el paciente, Freud iba acercándose a lo que le
parecía que estaba oculto en la mente del mismo. Con este método
atisbó una idea inimaginable en un principio: en el origen de los
síntomas neuróticos se hallan circunstancias y hechos de carácter
sexual.
Tan sólo hay que revisar
los historiales clínicos que publicó en esta época de su vida —a
finales del siglo XIX— para percatarse de que a Freud le resultaba
imposible sustraerse a esta idea. A ella llegó por una vía
absolutamente empírica: era lo que oía en su consultorio.
Llegó a dos conclusiones
con respecto a esto. Por una parte, una serie de trastornos eran
debidos a desórdenes —insatisfacción, escasez, represión— en la
vida sexual actual del sujeto. A estos trastornos los llamó
neurosis actuales, y vendrían a ser lo que hoy denominamos
trastorno de ansiedad generalizada, crisis de ansiedad y
neurastenia. Por otra parte, otros trastornos de mayor calado
eran producto de acontecimientos importantes de la vida infantil,
de carácter sexual, y a éstos los denominó psiconeurosis.
Trastornos que hoy conocemos como histeria, obsesión y
fobias.
En este último caso, la
idea de Freud era la siguiente: los pacientes con estos desarreglos
han sufrido un abuso sexual cuando eran niños. Este abuso resultó
traumático y es la causa de que, años después, cuando los pacientes
alcanzan la madurez sexual, aparezcan los síntomas que los traen a
la consulta. Es lo que se dio en conocer como la teoría de la
seducción o del trauma. Pocos años después de formularla,
Freud abandonaría esta teoría y la sustituiría por otra, como
veremos enseguida.
Cuando se atrevió a
transmitir sus conclusiones a sus amigos y colegas, muchos se
rieron de él y otros lo despreciaron abiertamente. No debía
resultar nada fácil, en la Viena que hemos descrito, tocar temas
tan espinosos como los que Freud puso bajo la lupa de la medicina
de la época y sobre el rostro de la sociedad bienpensante, rígida y
moralista en la que vivía.
¿Qué queda de todo esto hoy
día? Ya casi nadie opina que las cuestiones de índole sexual son la
piedra filosofal de las neurosis. La inmensa mayoría de los
psicoanalistas contemporáneos (siempre quedará algún freudiano
creyente por ahí) considera los asuntos del sexo tal y
como apuntábamos al inicio de este capítulo. Pero de algún modo
podemos señalar que Freud tenía un cierto punto de razón en estas
sus primeras observaciones empíricas. Y no nos referimos tan sólo a
la evidencia de que, para la inmensa mayoría de las personas, una
insatisfacción sexual sostenida resulta ciertamente molesta, aunque
no sea causa de neurosis, obviamente. Pero sí podemos darle la
razón a Freud en tanto en cuanto hoy día sabemos, con multitud de
estudios empíricos en la mano, que los abusos sexuales, y de
cualquier otro tipo, sufridos en la infancia son de carácter
extremadamente patógeno. Los traumas infantiles son responsables de
mucha de la psicopatología de todo tipo que pueden sufrir los
adultos del mañana. No es una opinión. Son datos corroborados por
cientos de estudios metodológicamente intachables (Read, Mosher y
Bentall, 2004; Read y Hammersley, 2006, por citar sólo algunos). Y
una postrera cuestión: estos maltratos y abusos no son escasos,
abundan más de lo que crees. En España, sin ir más lejos, el 15,5
por ciento de los varones y el 19 por ciento de las mujeres han
sufrido abuso sexual antes de los 18 años (Pereda y Forns,
2007).
Una última cuestión con
respecto al sexo, puesto que volveremos a hablar del mismo en
muchas otras ocasiones a lo largo de este libro, o tú mismo te
tropezarás con él si lees otros libros de psicoanálisis. En la
actualidad —y también en las obras de Freud—, para el psicoanálisis
hablar de sexualidad no equivale a hablar de relaciones sexuales,
genitalidad, coito, etcétera, como vulgarmente se suele entender.
En la concepción freudiana la sexualidad ve ampliada su
entidad de dos modos diferentes. Por una parte, se menciona una
sexualidad infantil, cuando describen una serie de
sensaciones y deseos que pueden ser placenteros pero que nada
tienen que ver con la sexualidad genital, para entendernos. Por
otra parte, se entiende por sexualidad cualquier forma de amor, de
vínculo creativo, de tendencia hacia la vida y la construcción. Lo
que daría fuerza a estas tendencias es una energía, cuyo nombre es
muy popular pero que normalmente no ha sido bien entendido —o
explicado—: la libido. De todo ello hablaremos más
adelante.
2.2. De los hallazgos
empíricos a una teoría de la mente
Al
mismo tiempo que Freud iba escuchando a sus pacientes, trataba de
articular una teoría coherente sobre el funcionamiento del
psiquismo humano. He aquí, de modo muy esquemático, la teoría
inicial del psicoanálisis.
La psique es considerada,
entre otras cosas, como un aparato destinado a hacer disminuir las
tensiones que el individuo sufre. [8] Tiene muchas otras funciones, lógicamente,
pero Freud, en estos momentos, insiste precisamente en ésta. Cuando
la tensión o excitación emocional es razonable, el sujeto
reacciona. Pero, si en algún momento la excitación a la que está
sometido el sujeto es excesiva, o el sujeto no puede responder
debido a las condiciones sociales, la mente trata de evitar el
incremento de tensión asociada y la reacción se produce de otra
forma. De algún modo, podríamos decir, es como si la mente se
dividiera. Freud dice que se pone en marcha un mecanismo de
defensa al que llama represión. Las
resistencias, que antes mencionábamos, darían cuenta de la
existencia de este fenómeno de la represión. Si la
represión, que, no lo olvidemos, trata de proteger al individuo
ante un exceso de sufrimiento, actúa, el hecho en sí y los afectos
a él asociados ingresan en una especie de conciencia separada, no
accesible, de entrada, a la que llamamos inconsciente.
Pero esto no anula el valor energético de lo vivido (Adroer, 1994),
que de algún modo busca descargarse. Aparecen entonces los
síntomas, que son una especie de sustitutos de la reacción
del sujeto a los acontecimientos vividos.
Un ejemplo quizá sirva de
ilustración. Seguramente habrás oído hablar del trastorno por
estrés postraumático que sufren algunos soldados que vuelven
de la guerra. Muchos de ellos han vivido situaciones de combate en
las que su vida ha corrido serio peligro. Algunos de estos soldados
son incapaces de recordar con detalle lo vivido —la
represión lo ha vuelto inconsciente—, o no
consiguen hablar de ello —resistencias— y, no obstante, se
hallan dominados por síntomas como insomnio, depresión,
apatía, temores fóbicos, impulsividad, tendencia al abuso de
drogas, impotencia, etcétera. Síntomas que no cesan cuando el
soldado regresa a su hogar. Sólo un adecuado tratamiento
psicológico que permita recordar, entre otras cosas, la angustia
sufrida puede ayudarles a aliviar su sufrimiento.
La idea es que los síntomas
neuróticos son sustituciones del material psíquico reprimido que
afloran en la conciencia de modo deformado. Deformado porque así
producen un sufrimiento menor que si apareciesen tal cual son.
Afloran porque, según la teoría de Freud, todo lo reprimido pugna
por reaparecer, con el propósito de que la conciencia lo pueda
tramitar y así hacer menguar los afectos que conlleva. No olvidemos
que Freud veía la psique como un mecanismo para rebajar tensiones.
Una impresión que cause tensión debe de ser adecuadamente tratada,
no puede quedar ahí, reprimida u olvidada como si nada hubiese
pasado. Las peripecias negativas importantes no resultan gratis en
la vida mental, suelen pasar factura, así como las positivas o
dichosas suelen dejar réditos.
El ejemplo del soldado
traumatizado es ilustrativo pero no es exacto con respecto a lo que
Freud pensaba sobre lo que les sucedía a sus pacientes. Freud creía
que la represión actuaba porque los pacientes se hallaban
en una situación de conflicto entre algunos deseos o
impulsos y las exigencias éticas de la personalidad y la sociedad.
En este sentido, Freud llegó a suponer que el conflicto
podía darse entre algún tipo de excitación o placer experimentado
por el sujeto que había sido abusado y su reacción posterior al
alcanzar la madurez sexual. Hoy vemos las cosas de otro modo, pero
estamos explicando cómo las consideraba Freud, no lo olvides.
Sin embargo, como decíamos
unas líneas más arriba, Freud reconsideraría algunas de estas ideas
de modo radical.
Se ha hecho muy célebre una
carta que Freud envió el 21 de septiembre de 1887. En la misma le
comunicaba a su amigo y confidente Wilhem Fliess que ya no creía
más en lo que había sostenido hasta ese momento. Bien al contrario,
había llegado a la conclusión de que los traumas y los abusos que
sus pacientes le habían contado eran fantasías y mentiras.
¿Qué motivó un cambio de
opinión tan tajante? Los motivos son muy variados: desde el propio
asombro de Freud al considerar la cantidad de padres o adultos que
abusaban de los niños hasta, y de modo más definitivo, su
autoanálisis en el que descubrió sus propias fantasías
edípicas vinculadas a sus padres.
En efecto, Freud emprendió
su propio autoanálisis —hoy contemplado como una actividad
del todo imposible—. Para ello interpretó algunos de sus sueños.
[9] El resultado fue que acabó recordando de modo
muy vívido los celos que sentía hacia su padre y el amor que
experimentaba por su madre. Consideró que esta relación afectiva
hacia los progenitores era universal y la bautizó con el nombre de
complejo de Edipo —en alusión a la célebre tragedia de
Sófocles Edipo rey, en la que Edipo asesina a su padre y
se casa con su madre.
El desarrollo de la teoría
del complejo de Edipo desplazó el trauma sexual infantil
de la categoría de realidad a la de fantasía. Freud creyó
que en el niño existía el deseo de tener relaciones con el
progenitor del sexo opuesto y de combatir al del mismo sexo, que es
visto como un oponente. Y aunque, como es sabido, Freud no renunció
nunca del todo a reconocer el valor patógeno del trauma, en el
grueso de su obra la neurosis ya no es vista como consecuencia de
un traumatismo, sino como un medio elaborado de defenderse del
conflicto que los potentes y variados sentimientos edípicos
elicitan en el sujeto. A partir de este momento, el núcleo de la
neurosis sería un complejo de Edipo mal resuelto. Lo
reprimido ya no serían los afectos vinculados a un trauma, sino
aquellos asociados al conflicto edípico.
De nuevo, pues, el sexo.
Parece que no hay manera de acabar con este cuento. La cuestión del
complejo de Edipo, no obstante, vista desde la perspectiva
actual, no es tan sencilla. Es cierto que Freud pensaba que lo que
el niño deseaba era ocupar el lugar del padre y tener relaciones
con la madre, y que la niña deseaba hacer lo propio con su madre y
su padre. Sin duda, una vez más, algo de cierto hay en esta idea.
¿Acaso no has oído nunca decir a un niño algo así como «de mayor me
casaré con mamá»? ¿O a una niña sugerir que de mayor será la novia
de papá y tendrá niños con él? Si no te suenan de nada estas frases
tan típicas, pregúntale a alguien que tenga hijos —y buena
memoria.
Ahora bien, ¿significan
estas manifestaciones infantiles que los niños desean esto en
realidad? ¿Son manifestaciones de verdaderos impulsos sexuales
hacia los padres? Decididamente, no. Ya hubo psicoanalistas que, en
época de Freud, le cuestionaban esta lectura radical del
complejo de Edipo. Uno de ellos, Sándor Ferenczi, estudió
a fondo todos estos asuntos y llegó a la conclusión de que lo que
los niños deseaban era identificarse adecuadamente con cada
progenitor y jugar a ser como sus modelos, más que acostarse con su
madre y asesinar a su padre, en el caso del niño, o al revés, en el
caso de la niña (Ferenczi, 1932).
Por lo tanto, hoy día,
aunque consideramos que el complejo de Edipo puede ser una
etapa muy importante en la vida de los niños, no la contemplamos
tanto como una cuestión de orden sexual, sino más bien como una
dinámica de relaciones afectivas en constante evolución y
desarrollo.
3. Resumiendo
Ahora ya
sabes de dónde proviene esa creencia tan extendida de que el sexo y
el psicoanálisis van de la mano. En gran medida, se debe a las
ideas iniciales de Freud, ideas que él mismo fuecambiando con el
paso de los años y que en la actualidad se ven desde una
perspectiva un tanto más amplia. No es correcto, por tanto, seguir
sosteniendo en la actualidad esta conexión tan estrecha, puesto que
el psicoanálisis, como todas las otras disciplinas científicas, va
cambiando cuando se van acumulando nuevos datos.
Lo que queda de importante,
pues, de esta primera época del pensamiento freudiano no es tanto
la idea del sexo como motor de las neurosis, sino algunas
aportaciones que a continuación resumiremos. Ideas que surgieron en
los primeros momentos del psicoanálisis, entre 1885 y 1899,
aproximadamente.
Lo auténticamente
revolucionario de Freud, según nuestra opinión, no radica tanto en
sus teorías, sino en su modo de abordar el sufrimiento mental de
sus pacientes. Ten en cuenta una cosa: en aquella época, a las
personas aquejadas de sufrimientos psicológicos se les hacía poco o
ningún caso. Kraepelin, un famoso psiquiatra contemporáneo de
Freud, decía que era bueno para la observación psiquiátrica
¡desconocer el idioma del paciente! Freud, en cambio, fue el
primero que se dedicó a escuchar aquello que los pacientes deseaban
contarle, el primero que se interesó por su historia personal, por
su biografía, su infancia, su novela familiar —término que
usaba Freud para dar a entender que tan importantes eran las
fantasías de cada cual como la realidad experimentada—, en
definitiva.
Por lo tanto, de estos
primeros años nos quedamos con unas aportaciones técnicas —de cara
a ayudar a los pacientes— y unas teóricas —destinadas a ir
construyendo un sistema explicativo de cómo funciona la psique
humana—. Y es que no debes olvidar una cosa: el psicoanálisis es,
simultáneamente, un método —de investigación—, una
técnica —terapéutica— y una teoría —de la
mente.
En cuanto al método y
la técnica tendríamos:
La
asociación libre,