Inspiración y talento - Inmaculada De la Fuente - E-Book

Inspiración y talento E-Book

Inmaculada De La Fuente

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Beschreibung

¿Qué tienen en común Carmen de Burgos, Sofía Casanova, Victoria Kent, Clara Campoamor, Margarita Nelken, María Teresa León, Elena Fortún, Dora Maar, Gerda Taro, Tina Modotti, Carmen Laforet, Pilar Miró, Carmen Díez de Rivera, Montserrat Roig, Carmen Alborch y Soledad Puértolas? Todas ellas son mujeres transgresoras de su tiempo que, con su capacidad y compromiso, defendieron la posición de la mujer dentro de los círculos artísticos, intelectuales y políticos. Inmaculada de la Fuente nos muestra, a través de las biografías de estas dieciséis mujeres, las transformaciones políticas, económicas y sociales tanto de España como de los demás países donde estas intelectuales dejaron la huella de su talento. Sus actitudes sutiles, desenfadadas y contestatarias cimentaron el camino para que otras mujeres tomaran como modelo esa osadía. Por eso, ellas representan el espíritu reivindicativo del espacio femenino en un ambiente claramente dominado por los hombres. En este libro no solo presenciamos la vida y obra de estas mujeres, sino la importancia de sus acciones, la trascendencia de sus ideas y sus trayectorias "canónicas " y acordes a su tiempo. Sus vidas llenas de fuego y vértigo encarnan de forma indiscutible la inspiración y el talento.

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Inmaculada de la Fuente

Inspiración y talento

Dieciséis mujeres del siglo XX

Colección PUNTO DE VISTA HISTORIA, 18

© Inmaculada de la Fuente, 2020

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Primera edición: noviembre, 2020

Publicado por Punto de Vista Editores

C/ Mesón de Paredes, 73

28012 (Madrid, España)

[email protected]

puntodevistaeditores.com

@puntodevistaed

Coordinación editorial: Miguel S. Salas

Corrección: Luis Porras

Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

Fotografía de cubierta: Ángeles Santos. Tertulia (detalle). © Peter Horree / Alamy Foto de stock

ISBN: 978-84-18322-34-1

Thema: DNBZ

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com

Sumario

Prólogo

I. Las precursoras. Pioneras, corresponsales de guerra y viajeras

1. Carmen de Burgos: una librepensadora cargada de razones

2. Sofía Casanova: una reportera española en la Gran Guerra

II. Incisivas. Las políticas de la Segunda República

3. Victoria Kent: reformadora de cárceles e icono republicano

4. Clara Campoamor: la fuerza visionaria

5. Margarita Nelken: tierna con los débiles, implacable con los poderosos

III. Modernas y Sinsombrero

6. María Teresa León: coraje y melancolía

7. Elena Fortún: todas sus vidas

IV. Artistas atrapadas por la «revolución» española

8. Dora Maar: la artista enigmática

9. Gerda Taro: desparpajo, insolencia y compromiso

10. Tina Modotti: más brumas que vida

V. De la posguerra a la Transición

11. Carmen Laforet: la voz del silencio

12. Pilar Miró: la cineasta de las mil batallas

13. Carmen Díez de Rivera: la inteligencia política

VI. Hacia la modernidad

14. Montserrat Roig: el espejo de su generación

15. Carmen Alborch: la mujer poliédrica

16. Soledad Puértolas: ironía y sutileza

Bibliografía

Otros títulos

La grandeza del hombre está siempre en el hecho de recrear su vida. Recrear lo que le ha sido dado. Fraguar aquello mismo que padece.

SIMONE WEIL

Lo que cuenta en una vida humana no son los sucesos que la dominan a través de los años —o incluso de los meses— o incluso de los días. Es el modo en que se encadena cada minuto con el siguiente, y lo que le cuesta a cada cual en su cuerpo, en su corazón, en su alma —y por encima de todo, en el ejercicio de su facultad de atención— para efectuar minuto por minuto este encadenamiento.

SIMONE WEIL

El totalitarismo no busca el dominio despótico sobre los hombres, sino un sistema en el cual los hombres sean superfluos.

HANNAH ARENDT

Era inútil haber sido feliz o infeliz. E incluso haber amado. Ninguna felicidad o infelicidad había sido tan fuerte como para transformar los elementos de su materia, dándole un camino único, como debe ser el verdadero camino […]. Momentos tan intensos, rojos, condensados en ellos mismos, que no precisaban del pasado ni del futuro para existir.

CLARICE LISPECTOR

Prólogo

La conquista de la modernidad

En estas páginas laten las vidas de dieciséis grandes mujeres del siglo XX. Ese fue su tiempo y lo hicieron suyo. Son vidas llenas de fuego y vértigo, irrepetibles, pero también hay niebla e incertidumbre en la trayectoria de algunas. La mayoría son españolas y sin ellas el siglo XX no sería igual. Carmen de Burgos y Sofía Casanova, nacidas en la segunda mitad del siglo XIX, fueron las primeras españolas corresponsales de guerra, vivieron entre dos siglos, alcanzaron su plenitud profesional en el primer tercio del XX y abrieron el camino a las siguientes pioneras, las grandes mujeres de la Segunda República. Precursoras de los grandes cambios que iban a vivir las españolas, con ellas arranca esta obra. Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken nacieron a finales del XIX, pero sus vidas profesionales se forjaron en el nuevo siglo. Encarnaron un nuevo modelo de mujer abocado a elegir su destino y a conquistar la universidad. Si Carmen de Burgos fue la excepción, Campoamor, Kent y Nelken constituyeron la minoría que protagonizó la política en los años treinta del siglo xx, junto con otras mujeres carismáticas ampliamente conocidas y estudiadas, como Dolores Ibarruri o Federica Montseny. Campoamor combatió por los derechos políticos de las españolas con su fuerza visionaria y Victoria Kent, con sus aciertos y errores, encarnó la mejor política de la Segunda República. Fueron políticas homologables a los grandes hombres de su tiempo, fueran Indalecio Prieto o Manuel Azaña, aunque no tuvieran el mismo poder.

María Teresa León, en su doble vertiente literaria y política como femme de lettres y militante, y Elena Fortún, la creadora de Celia, fueron transgresoras, pertenecieron a la brillante generación del Lyceum Club Femenino y dieron un gran impulso a la cultura desde su identidad femenina —y feminista—. Al igual que Margarita Manso, Maruja Mallo y Concha Méndez, fundadoras del Sinsombrerismo, María Teresa León y Elena Fortún caminaban por la calle con la cabeza descubierta, dueñas de su libertad. Solo la Guerra Civil pudo frenar aquella primera oleada de modernidad.

La Guerra Civil hizo añicos los sueños y las aventuras personales, los derechos civiles y los cambios emancipadores, además de desgarrar las vidas de los ciudadanos. Pero atrajo, durante aquella delirante tragedia en la que el idealismo y la barbarie convivieron —para que a la postre prevaleciera esta última— a extranjeros —y extranjeras— que amaron este país y se comprometieron con el dolor de sus gentes. Las biografías de las fotógrafas Dora Maar, Gerda Taro y Tina Modotti conforman uno de los capítulos más fascinantes del libro. Dora Maar, la fotógrafa surrealista que ya en 1933 visitó Barcelona para plasmar la lucha por la vida en los barrios populares, está íntimamente unida al Guernica, desde su génesis a su terminación. Podemos tratar de desligarla de Picasso, con el que cohabitó ocho años, para entender mejor su propia obra, pero sus fotografías del proceso creador del Guernica la unen para siempre a la historia del arte español. Gerda Taro, la joven y osada judía polaco-alemana que huyó del nazismo y se refugió en París en los años treinta, perdió la vida en la batalla de Brunete mientras fotografiaba sin aliento la retirada republicana. Tina Modotti, la tercera fotógrafa del libro, pasó del glamur y la bohemia a la obediencia comunista y borró su faceta de artista en aras de su activismo. Pablo Neruda, que compartía con ella parecidos ideales, llegó a preguntarse si la había llegado a conocer. Al evocar sus muchas vidas e identidades —en España fue la compañera María—, el poeta solo entrevió «un puñado de niebla». De esas brumas, emerge un personaje que interiorizó y encadenó varios yo en el tiempo que le tocó vivir. Aunque persista la duda de si eligió esas vidas o si solo se adaptó y se puso en manos del azar sin rebelarse.

Los silencios de Carmen Laforet proyectan su sombra sobre la posguerra, una larga etapa que empezó a difuminarse en los cincuenta, aunque continuara de forma velada hasta el tardofranquismo y el inicio de la Transición. El capítulo sobre los años de la posguerra a la Transición lo inicia Carmen Laforet, y lo continúan dos mujeres nacidas a principios de los años cuarenta: Pilar Miró y Carmen Díez de Rivera. Solo fueron mayores de edad al cumplir 25 años, las educaron en un sentimentalismo edulcorado o mortecino y la búsqueda enmarañada de la libertad guio sus principales decisiones. El último tramo del libro está dedicado a Montserrat Roig, Carmen Alborch y Soledad Puértolas y su particular camino hacia la modernidad.

Estas páginas recogen sus potentes biografías y ofrecen, de forma indirecta, un recorrido amplio, aunque no exhaustivo, por la historia de España del siglo XX. El lector tiene delante una obra transversal que puede abordar biografía a biografía o, tratando de vislumbrar el latido histórico que encierran sus vidas. En este universo de mujeres llenas de talento, agudeza y lucidez, hay una mayoría de escritoras y políticas —algunas ambas cosas—, junto con tres fotógrafas y una cineasta, marcadas todas ellas por las encrucijadas políticas y sociales de su tiempo. Hay más afinidades y continuidades entre ellas de las que afloran a primera vista. Carmen de Burgos compartió un mismo tiempo histórico con Sofía Casanova, aunque tuvieran ideas divergentes y fueron testigos de primera mano de los estragos de la Gran Guerra en Europa. De Burgos, además, proyectó su influencia feminista y reformadora en Clara Campoamor y Margarita Nelken e, incluso, avanzando varias décadas hacia adelante, en Carmen Alborch.

Hubo más semejanzas que diferencias entre Victoria Kent y la defensora del voto femenino, Clara Campoamor. Al igual que se vislumbran ciertas connotaciones sutiles entre Campoamor y Carmen Díez de Rivera (aunque otras las separen). María Teresa León y Montserrat Roig, más allá de las diferencias cronológicas, comparten un mismo legado: la autora de La hora violeta buceaba en su pasado reciente, un tiempo oscuro iluminado por Memoria de la melancolía. María Teresa León apreciaba a Gerda Taro y compartió militancia comunista con Tina Modotti. Taro, por su parte admiraba a Modotti como fotógrafa. No consta que Dora Maar, Gerda Taro y Tina Modotti hubieran establecido contacto entre sí en París, a pesar de coincidir en la capital francesa en los años previos a la Guerra Civil. Pero ninguna fue ajena al drama bélico español. María Teresa León sí tuvo ocasión de tratar a Dora Maar durante las visitas que Alberti y la escritora hicieron a Picasso en torno a 1937. Margarita Nelken, María Teresa León, Gerda Taro y Tina Modotti coincidieron en el II Congreso de Escritores por la Defensa de la Cultura inaugurado en Valencia en mayo de 1937. Menos evidente puede parecer la relación entre Carmen Laforet y María Teresa León, pero ambas se conocieron en Roma y al final de sus días se refugiaron en la desmemoria. Dora Maar no perdió la memoria, pero se apartó del mundo, al igual que Laforet se encerró en sí misma, aunque viajara como una nómada, sin importarle demasiado cuál era su destino. Laforet y Díez de Rivera tienen en común un aspecto de índole personal: la búsqueda de la espiritualidad y la capacidad de desprenderse de lo material. Carmen Laforet y Elena Fortún fraguaron una amistad epistolar en los años en que la primera intentaba seguir en la brecha después de su deslumbrante primer éxito, y la segunda, escritora de vocación tardía, buscaba atrapar su infancia y su juventud a través de su alter ego, Celia Gálvez.

Hay vínculos literarios implícitos entre Laforet, Soledad Puértolas y Roig. Su escritura se nutre de la observación de la vida propia o ajena, aunque la elaboración de ese material en sus ficciones no pueda ser más distinta. A Laforet le costaba admitir la huella autobiográfica en sus novelas y relatos, paralizada por la tensión de elegir lo que contaba o desaprovechaba de lo acontecido. En Puértolas, sus recuerdos y vivencias aparecen y desaparecen, como si solo fueran eslabones o señuelos para fabular o amueblar personajes. En la autora de La hora violeta, la carga personal se transparenta para acabar siendo un aldabonazo generacional.

Los lugares y los pequeños azares unen a algunas de ellas: París fue la patria idealizada o el lugar de residencia de Dora Maar, Carmen Díez de Rivera, Gerda Taro o Victoria Kent, que vivió en la clandestinidad durante la ocupación. León, Laforet y Carmen Alborch vivieron en Roma. Buenos Aires albergó a las exiliadas Campoamor y León, aunque no se frecuentaran. La figura de Willy Brandt, activista en su juventud y destacado político socialdemócrata después, formó parte del círculo de amigos antifascistas de Gerda Taro en los años treinta, y décadas después alentó la democracia española y concitó la admiración de Díez de Rivera en los setenta. De algún modo el mítico Brandt y Díez de Rivera, que habían vivido la aridez de la posguerra europea y española, sabían que la democracia es un producto frágil que hay que cuidar cada día. El escenario de la televisión, desde diferentes perspectivas, unió, o hizo coincidir en el tiempo, a Miró y a Díez de Rivera. El amor al cine, la ópera y las artes confluyeron en mujeres tan distintas en apariencia como Miró, Montserrat Roig y la ministra de Cultura Carmen Alborch. Esta y Carmen Díez de Rivera descubrieron, en la soledad acompañada de amigos y múltiples proyectos y causas, la belleza y la alegría. A Soledad Puértolas y Carmen Díez de Rivera les une, además, una pasión privada aparentemente menor: el placer de nadar, una forma de buscar la libertad y de disponer de una trastienda propia al margen del trabajo y los focos.

Modernas, libres y transgresoras

Modernas, transgresoras y sabias bastantes de ellas; de carácter fuerte, complejo y ambicioso, casi todas; comprometidas con su tiempo y feministas la mayoría. Escribir la vida de los otros exige profundizar en datos, vivencias y trayectorias que en una primera aproximación solo generan pinceladas, arquitectura cronológica, atmósferas, pistas para hacer un decorado previo y calar más hondo. Por mucho que se indague, las vidas retratadas tienen algo de ficción y de invención. Solo se puede llegar al alma y a la verdad con intuición, distancia y empatía. Una vida está llena de momentos y fragmentos discontinuos y no solo de grandes gestos y palabras. Hay hallazgos y luces intermitentes que alumbran la composición del personaje. El biógrafo trata de iluminar su retrato y sus huecos en penumbra. Pero al final son ellas, las mujeres de este libro, las que consiguen deslumbrar o conmover por su versatilidad para encarar o interpretar el teatro de la vida, o por su creatividad e inteligencia.

De muchas de estas mujeres ya había escrito, en especial de Carmen Laforet y María Teresa León, a quienes dediqué sendos capítulos en Mujeres de la posguerra y las cité en «Escribir su propia historia» (Historia de las mujeres en España y América Latina, tomo IV). De algunas se han utilizado como base documental semblanzas que había publicado ya en la revista literaria Clarín, actualizándolas en el caso de Carmen de Burgos, Sofía Casanova y María Teresa León. Las de Elena Fortún, Victoria Kent, Margarita Nelken, Dora Maar y Tina Modotti han sido revisadas, corregidas y ampliadas; la de Soledad Puértolas, reescrita, por estar ceñida originalmente a su obra y no a su biografía. Las de Clara Campoamor, Gerda Taro, Carmen Díez de Rivera, Pilar Miró, Montserrat Roig y Carmen Alborch han sido elaboradas ex profeso para esta obra, al igual que la de Carmen Laforet que, si bien se inspira en anteriores textos sobre su figura, incluye y desarrolla algún nuevo enfoque.

Sin duda hay otras muchas mujeres relevantes en el siglo XX. Esta selección implica un punto de vista, pero no es excluyente. Algunas de las elegidas son figuras históricas y consagradas. Otras, más coetáneas y cercanas. Soledad Puértolas sigue creando sus historias y su obra representa la búsqueda de la belleza, la modernidad y la felicidad privada. Una modernidad que encarnó también Carmen Alborch. Este elenco puede ampliarse en el futuro con mujeres nacidas al final del siglo XX y que están construyendo ya sus trayectorias en el XXI.

I

Las precursoras. Pioneras, corresponsales de guerra y viajeras

1

Carmen de Burgos: una librepensadora cargada de razones

Muchas veces envidié las vidas sencillas que llevan trazado el camino, pero me duró poco. Hoy me gusta lo impensado, lo incierto; me atrae lo desconocido; el encanto del libro que no se ha leído y de la partitura que no se escuchó jamás. […] Si yo fuera rica, no tendría casa. Una maleta grande y viajar siempre. Deteniéndome en donde me agradase, huyendo de lo molesto…

Así se definía Carmen de Burgos en una autobiografía en forma de carta que Ramón Gómez de la Serna le pidió en 1909 para publicarla en su revista Prometeo. «Detesto la hipocresía y como soy independiente, libre y no quiero que me amen por cualidades que no poseo, digo siempre todo lo que siento y se me antoja», continuaba. Un retrato subjetivo en el que la escritora subraya sus contradicciones, como si buscara sorprender al lector. En primer lugar, a ese primer lector que le encargó que fuera sincera al definirse. Asumiendo unas contradicciones que le permitieron ser la intelectual, la escritora bohemia y viajera y la periodista divulgadora que fue. Una naturaleza volcánica que la dictadura trató de sepultar.

No le faltó reconocimiento en vida, pero Carmen de Burgos (1867-1932) fue borrada durante décadas de la cultura española. Su gloria fue tan intensa como efímera. La censura franquista la incluyó en la lista de autores prohibidos, junto a Zola, Voltaire, Rousseau, Gorki o Eduardo García Gasset (el hermano mayor del filósofo). Los censores no se molestaron en anatemizar títulos concretos de su extensa obra. Prohibieron su nombre. Fue una paradoja que una autora tan célebre en su tiempo acabara siendo olvidada a los pocos años de morir. Doblemente proscrita. Escribió decenas de libros y relatos cortos y centenares de artículos en la prensa nacional e internacional, pero sus libros desaparecieron de las librerías. A pesar de ser admirada por sus ideas regeneracionistas y sus incisivas columnas, sus ideas librepensadoras le granjearon ya en vida la inquina de los sectores reaccionarios. Han tenido que pasar varias décadas para que el nombre de esta recia y, sin embargo, sutil escritora sea redescubierto. Como una pionera entre las pioneras, abriendo camino a las mujeres de la generación del 27 y las políticas de la Segunda República.

María del Carmen Ramona Loreta de Burgos y Seguí nació en Almería el 10 de diciembre de 1867 a las tres de la madrugada. La copia de su partida de bautismo se conserva en el Archivo General de la Administración y muestra que fue inscrita en la parroquia de San Pedro, aunque el archivo de esta iglesia quedara destruido durante la Guerra Civil. Era la mayor de un matrimonio de clase media acomodada que tuvo diez hijos, de los que sobrevivieron seis. Sus padres procedían de clases sociales distintas y entre ellos había una diferencia de edad notable. Pero apenas apreció esas circunstancias de niña y su infancia fue razonablemente feliz. El padre, José de Burgos Cañizares, provenía de una conocida familia local venida a menos, y Nicasia Seguí y Nieto, la madre, era una rica heredera de origen campesino. Un benefactor para el que habían trabajado sus padres contribuyó a su educación y le dejó en herencia el cortijo La Unión en Rodalquilar, situado en el parque natural de Gata-Níjar. Algunos biógrafos de De Burgos especulan sobre si Nicasia Seguí pudo ser en realidad hija biológica del benefactor, como la escritora da a entender en su novela corta La miniatura. Nicasia Seguí tenía catorce años cuando se casó y dio a luz a la escritora a los quince: la escasa diferencia de edad entre ambas propició que, además de madre, se convirtiera en una especie de hermana mayor y amiga para Carmen de Burgos.

José de Burgos era vicecónsul de Portugal desde 1872 y la escritora recordaba haber visto desde niña en su casa el Jornal do Comercio y la bandera blanca y azul desplegada. Para completar sus ingresos, el padre solicitó permiso para explotar minas en sus tierras de Rodalquilar. En 1881 le adjudicaron tres: Vista Alegre, Chile y Virgen del Carmen. Pero tuvo problemas de financiación y los derechos de explotación vencieron. La familia acabó vendiendo el cortijo en 1896 para paliar su economía. La escritora tenía entonces 20 años y ese declive económico lo reflejará en su novela Los inadaptados.

El valle de Rodalquilar, entre Sierra Nevada y el mar, fue su refugio de adolescente. Sus padres la llevaron para fortalecer su salud y construyó allí su paraíso literario. En el cortijo de La Unión y los caminos que lo cruzaban, «se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasé sin Dios. […] Pasé la adolescencia como hija de la naturaleza, soñando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando a galope las montañas», confesó. Quizás fuera en ese paraje agreste donde cuajó esa naturaleza volcánica que Ramón Gómez de la Serna le atribuiría años más tarde.

En 1928 hubo un crimen en el Campo de Níjar que saltó a los periódicos y que inspiraría su novela Puñal de claveles. Tiempo después, Federico García Lorca recreó el suceso en Bodas de sangre.El crimen se desencadenó cuando la joven Francisca Cañadas, que vivía en el Cortijo del Fraile, decidió huir, el día de su boda, con su primo. Pero este fue asesinado en el trayecto por el hermano del novio burlado. Tanto Carmen de Burgos como García Lorca debieron leer la historia en los periódicos y tal vez conocieron a algunos testigos. Ella, además, guardaba en su imaginario el espacio de Rodalquilar, la geografía del crimen. Se desconoce si Federico leyó la narración de De Burgos. Ella jugó con el conflicto amoroso y ofreció al lector un final menos amargo; la obra de García Lorca se adentró en las oscuras aguas de los celos, con un desenlace más trágico.

La malcasada

Se casó a los 16 años con el pintor y periodista Arturo Álvarez Bustos, hijo de uno de los prohombres de la prensa y la política almerienses. El padre, Mariano Álvarez, era el prototipo del poeta romántico de ideas liberales y llegó a ser gobernador civil. Dueño de una imprenta en la que se imprimían varias publicaciones, además de las propias, en sus inicios editó la revista quincenal El Pensil (suspendida por publicar un poema sobre el misterio de la Encarnación) y, más tarde, El Caridemo y La Campana de la Vela, además de colaborar en la Revista de Almería. Su hijo, Arturo Álvarez, era su reverso. Aunque heredó el oficio paterno, que cultivó desde el lado humorístico, tenía vocación de vividor. Sedujo a la joven Carmen de Burgos dedicándole poemas en sus primeros encuentros y esta decidió casarse con él en contra del parecer de su progenitor. A las reticencias que tenía hacia el novio había que añadir que ambas familias se encuadraban en diferentes opciones políticas. Una vez casada, al padre no le sorprendió que su hija se sintiera defraudada. Como confesó en La malcasada, novela en la que Antonio y Dolores son un trasunto de Arturo Álvarez y la autora, ya en la primera noche de bodas sufrió una violación.

[Dolores] no encontró en la brusquedad de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido.

Descubrió que la vida matrimonial no iba con ella y menos aún la de malcasada con un hombre que la maltrataba y le era infiel. Tuvo cuatro hijos, pero dos murieron a las pocas horas de nacer, una desgracia común en esa época que Carmen de Burgos evocaría más adelante al escribir un artículo sobre el alto índice de mortalidad infantil en Almería. Su tercer hijo, Arturo José María, solo sobrevivió ocho meses. Fue en él en el que Carmen de Burgos centró su duelo, como si ese dolor englobara todas sus pérdidas. Se le murió «en los brazos», sin saber que lo perdía, a causa de unas fiebres, recordaría años después Ramón Gómez de la Serna en el Prólogo de Confidencias de artistas,libro de entrevistas de la escritora. La muerte del niño fue un revulsivo. Su vida anterior murió con él. En 1895, cuando ya pensaba en la manera de separarse, nació la cuarta de sus hijos, María de los Dolores Ramona Isabel. Esta última hija, María, la acompañaría en la aventura de dejar atrás Almería y conquistar Madrid.

Antes de separarse supo fabricarse una segunda identidad y cerrar el círculo. De modo indirecto, Arturo Álvarez le había puesto en contacto con el periodismo. Al casarse trabajó como cajista en el periódico de su marido y, como él se ausentaba a menudo y a ella le tocaba tomar decisiones, aprendió a cambiar textos y a conocer una publicación desde dentro. Pero decidió estudiar Magisterio, una carrera corta que le serviría de pasaporte para abandonar Almería. En 1895, estando embarazada de María, se examinó en la Escuela Normal de Magisterio de Granada. Una vez con el título de maestra de primera enseñanza elemental (tres años después obtendría el de Maestra Superior), dirigió en Almería el colegio Santa Teresa para niñas pobres, subvencionado por el Ayuntamiento. Aunque su marido ridiculizaba su dedicación a la enseñanza, a ella ese sueldo, en torno a 125 pesetas, le garantizaba una paulatina independencia. Desde 1897 la maestra dejó de vivir con su marido: ella y su hija María se encontraban empadronadas con sus padres en 1988 en la casa familiar del paseo del Malecón 12. Su objetivo era opositar a las vacantes de Maestra Superior y lo consiguió al segundo intento: en 1901 obtuvo plaza en la Escuela Normal de Maestras de Guadalajara. Por entonces había iniciado una incipiente carrera de escritora con un primer libro de signo regeneracionista, Ensayos literarios, que incluía un texto premonitorio, La educación de la mujer, un tema que le acuciaba y que desarrollará en el futuro. Y un relato de tintes antibelicistas, El repatriado, escrito al poco de finalizar la guerra de Cuba.

Madrid, tierra de promisión

En junio de 1901 tomó posesión de su plaza como profesora de Letras en Guadalajara y se instaló con su hija en Madrid, su tierra de promisión. No era la primera vez que visitaba la capital. Años antes se había afiliado al Ateneo de Madrid: fue la tercera mujer que obtenía el carné de socio, tras Emilia Pardo Bazán y Blanca de los Ríos. El traslado implicaba la separación de facto de su marido. Como si de una estratega se tratara, a comienzos de curso solicitó una Comisión de Servicios en el Colegio Nacional de Ciegos y Sordomudos de Madrid que le evitara continuos desplazamientos a Guadalajara. Se alojó provisionalmente en casa de su tío Agustín de Burgos, senador y persona influyente en el reino. Pero la convivencia fracasó al insinuarse el tío a la joven y pasar de la protección al cortejo. Al abandonar la casa, la sobrina mandó imprimir tarjetas de visita con el nombre de su tío para recomendarse a sí misma en los variados asuntos que lo requirieran. Un ajuste de cuentas tan práctico como literario. Eran las armas de una superviviente que buscaba un lugar en la capital de la cultura. A pesar de lo mucho que amaba la enseñanza, su vida iba a estar ligada al periodismo.

El año de su llegada a la capital vio la luz Notas del alma, un libro que recogía varias coplas y poemas que habían aparecido ya en Madrid Cómico, una publicación que dio cobijo a los poetas del modernismo, con Rubén Darío a la cabeza. Y en la que Leopoldo Alas, Clarín, firmaba su palique semanal. En el número del 14 de julio de 1901, una recién llegada Carmen de Burgos firmaba en la misma página en la que aparecía el emblemático artículo de Leopoldo Alas, evoca Concepción Núñez en su biografía sobre la escritora. Madrid, a pesar de sus muchos escritores y poetas, no iba a ofrecer resistencia a una luchadora tenaz como Carmen de Burgos. A pesar de la falta de tradición, existían algunas oportunidades latentes para las escasas mujeres que se atrevieran a buscarlas.

Amplió sus colaboraciones en La correspondencia de España y en El Globo y comenzó a utilizar diversos seudónimos para diferenciarse: Marianela, Raquel, Honorine… Y el más conocido, Colombine, a raíz de su ingreso en el Diario Universal. Firmaría también como Gabriel Luna (en honor del protagonista de La catedral) en sus artículos políticos para El Pueblo, publicado en Valencia. Más tarde utilizó Perico de los Palotes para firmar su crítica literaria en El Heraldo. Aunque algunos malintencionados añadieran por su cuenta el sobrenombre de La Divorciadora por atreverse a pedir una ley del divorcio y otros la señalaran como La Roja, por sus ideas sociales. No tenía prejuicios y, al final de su vida acabó siendo, como los prohombres de la época, Gran Maestre de una logia masónica.

Precursora del feminismo, Carmen de Burgos tiene afinidades con los escritores de la Edad de la Plata y la generación del 27. Pero se encontraba en la madurez profesional cuando los jóvenes del 27 empezaron a darse a conocer. Su trayectoria intelectual hunde sus raíces en el regeneracionismo del 98, pero su insobornable vocación de pionera la lanza al siglo XX. Su figura fue una fuente de inspiración para las relevantes mujeres de la Segunda República, pero vivió su emancipación personal y social en solitario, sin apenas contar con modelos en los que mirarse en el espejo. La gran Emilia Pardo Bazán, su maestra en muchos aspectos, era ya una escritora consagrada; Sofía Casanova o Blanca de los Ríos, con las que coincidía en tertulias o en el Ateneo, no siempre compartían sus teorías.

Sus primeros años en Madrid no carecieron de cierta improvisación. Sus cambios de domicilio fueron frecuentes. En 1903 consiguió un puesto fijo de redactora en el recién creado Diario Universal y una columna diaria, «Lecturas para la mujer», en la que alternaba temas de opinión, como el sufragio femenino, con cuestiones de moda y perfumes. Décadas después Josefina Carabias sería la primera mujer en incorporarse a una Redacción con funciones similares a las de sus compañeros y sin otra dedicación que el periodismo. Pero antes que ella Carmen de Burgos ya obtuvo el carné de periodista (sin abandonar la enseñanza). Fue el director de Diario Universal, Augusto Suárez de Figueroa, quien apostó por el seudónimo de Colombine. Sonaba bien y tenía cierto aire europeo, pero más de un observador comentó que era sorprendente que una mujer de aspecto recio y de carácter nada frágil tuviera un nombre tan volátil. Aun así, Colombine acabó siendo para ella una segunda identidad intercambiable, tanto para citarla en otras publicaciones como para invitarla a actos sociales.

Muy pronto publicó Alucinación, un volumen de cuentos, y empezó a formar parte de la tribu cultural. Había dejado de ser una advenediza. De forma simultánea, se lanzó a promover iniciativas a favor de la educación de la mujer a través de la Unión Ibero-Americana, organización a la que pertenecía también Pardo Bazán. O a manifestarse contra la pena de muerte y otras causas sociales, como la reivindicación de los judíos sefarditas. De Burgos buscaba crear opinión con sus artículos y encarnaba un periodismo comprometido. Bastantes años antes de que un grupo de mujeres notables creara en 1926 el Lyceum Club Femenino en Madrid, ya mantenía contacto con las dirigentes de foros europeos similares. Aunque al principio eludió identificarse como feminista. Tal vez porque pensó que más que hablar de feminismo urgía llevar a cabo sus ideas.

El 20 de diciembre de 1903 inició una audaz campaña en favor del divorcio, al anunciar en su columna:

Me aseguran que muy en breve se fundará en Madrid un «Club de matrimonios mal avenidos», con el objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las Cámaras.

Un reclamo para reconocer días después que el anuncio había desencadenado «una tempestad» entre hombres y mujeres y lanzar la pregunta sobre la conveniencia del divorcio en España a lectores, intelectuales y políticos. Unamuno, Azorín, Baroja, Pérez Galdós, Giner de los Ríos, Pardo Bazán (que se excusó de contestar arguyendo que no había estudiado el tema), Blasco Ibáñez, Antonio Maura o Francisco Silvela fueron interpelados y dieron su opinión. Un caudal de respuestas con un apoyo todavía minoritario al divorcio que la autora convertiría en libro. Ese órdago al matrimonio de por vida le valió la crítica de los medios conservadores. Como ella misma contó al periodista de La Esfera, E. González Fiol, en 1922, el periódico ultraconservador (de signo carlista) El Siglo Futuro «se metió conmigo en forma muy desabrida». Indignada por su tono, se presentó en la redacción de El Siglo. «Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora». Lejos de dar por zanjado el tema, De Burgos escribió al director asegurándole que, si El Siglo no rectificaba, le esperaría en la puerta de la Redacción con una zapatilla y le correría por la calle a zapatillazos. Hubo rectificación.

En sus inicios frecuentaba la tertulia de Marqués de Riscal, convocada por Antonio de Hoyos, en la que coincidía con personajes de la aristocracia y la farándula, aunque de vez en cuando asistieran figuras de peso como Pardo Bazán o Blanca de los Ríos. Años después ella misma inauguró en su casa de la calle Eguilaz las tertulias de Colombine a la que acudían jóvenes poetas y promesas de la literatura. La anfitriona ejercía sobre ellos un suave magisterio cultural y vital.

Primer viaje a Europa

En 1905 solicitó ampliar estudios en el extranjero tras obtener el correspondiente permiso de la directora de la Escuela Normal Central. La experiencia de vivir cerca de un año fuera (con estancias en Francia, Italia y Suiza) le cambió la perspectiva. Podría decirse que De Burgos fue una de las primeras españolas con vocación europeísta. Le acompañó su hija María y, aunque era un viaje «de estudios», no se podía obviar su carácter versátil. El Heraldo de Madrid le publicó crónicas y entrevistas que recogieron sus paisajes humanos y literarios predilectos: Nápoles, Roma… De su encuentro con Leopardi surgió el reto de preparar una biografía del poeta. En Roma, con el apoyo del corresponsal de Heraldo de Madrid en la capital, dio una conferencia sobre la situación de la mujer en España. Entre el público se encontraban amigos influyentes, como Concepción Jimeno de Flaquer, otra española defensora de la equiparación femenina. El texto de esta conferencia lo publicaría en Sempere (1907), la editorial valenciana próxima a Vicente Blasco Ibáñez que daría a conocer sus primeros títulos.

A su vuelta, en 1906, se afianza en el Heraldo de Madrid con una columna en la línea de «Lecturas para la mujer». Firma como Claudineinicialmente, pero poco después recupera el ya clásico seudónimo de Colombine. En esta columna combinó de nuevo la temática «femenina» que le demandaban los periódicos con artículos en los que introducía su propio discurso. Esa flexibilidad le permitió plantear en el periódico una encuesta sobre el voto femenino. No la ganó, a pesar de que evitó dar una imagen radical. Quedaba mucho camino por delante y ella lo sabía.

Vicente Blasco Ibáñez fue uno de sus principales amigos y referentes en sus comienzos. Aunque algunos le dieron un carácter sentimental, en su relación pesaba, ante todo, la amistad y la complicidad literaria y política. De Burgos compartió el ideario radical de Blasco antes de acercarse al Partido Socialista, al que se afilió en 1910. Lo abandonó en 1920 y, al proclamarse la República, se afilió al Partido Republicano Radical-Socialista (escindido de Izquierda Republicana) en el que también militó Victoria Kent. Carmen de Burgos, sin embargo, defendía el derecho al voto de la mujer sin dilaciones, al igual que Clara Campoamor.

La periodista hubiera sido una heroína de haber tenido que compaginar sola su infatigable quehacer profesional y su papel de madre, pero contó con la ayuda y compañía de su hermana Catalina, Ketty, que vivió en Madrid con ella muchos años. Y, en ocasiones, con la de su hermano Lorenzo. Rafael Cansinos Assens cuenta en La novela de un literato que en su primera visita a la casa de la escritora la encontró dictando una crónica a su hermano Lorenzo en la cocina mientras tenía la sartén en la mano para freír patatas. A Cansinos Assens le habían comentado que Colombine quería encargarle una traducción del alemán para la editorial Sempere y, sin avisar, se acercó a su domicilio con el poeta José Luis Fernández. Pero esa tarde no había tertulia y Carmen de Burgos se vio sorprendida con el delantal puesto y la preparación de la cena. Su hija María interrumpió la visita: quería llamar la atención y formar parte de los amigos de su madre, esos escritores que visitaban su casa sin interesarse por ella y su mundo. En pocos minutos la escritora acabó y firmó la crónica para que su hermano la llevara a El Heraldo, mandó a la niña a su cuarto y asignó a Cansinos Assens la traducción de Max Nordau para la editorial vinculada a Blasco Ibáñez. Este apareció en la casa cuando los visitantes se iban. Venía del Congreso, estaba cansado y le pareció bien que Colombinehubiera encargado la traducción. Ella también traducía libros. Pero solo del francés, solía puntualizar, para atajar las insinuaciones de quienes decían que se atrevía a traducir todo con tal de ganarse unas pesetas. Colombine era sinónimo de éxito. Es decir, era «el éxito», escribió Cansinos Assens en La novela de un literato.

La escritora vivió durante años un tira y afloja con las autoridades educativas, de las que dependía como profesora. Al volver de su primer viaje a Europa, fue trasladada a la Escuela Normal de Toledo. Había un abismo entonces entre vivir en Toledo o en Madrid. Pero al trasladarse a su nuevo destino, colaboró en la prensa local y estableció amistad con la profesora Dolores Cebrián y con Julián Besteiro, que contraerían matrimonio poco después. Permaneció en Toledo cerca de cinco años para atender sus clases, pero pasaba los fines de semana en Madrid. Eso levantó suspicacias: la acusaron de agrupar sus horarios lectivos en determinados días para vivir entre Toledo y Madrid, lo que le acarreó un expediente y varios problemas burocráticos hasta que se demostró que no había nada irregular. Las fuerzas vivas toledanas y, en especial el clero, reaccionaron mal ante sus columnas. Ella se defendió y contraatacó con su pluma. Allí nació parte de la fama de anticlerical que le acompañaría. Este sambenito le alcanzaría más allá de su muerte y contribuiría a que sus libros quedaran proscritos. Quienes los habían leído sabían que no era para tanto.

Donde sus compañeros veían privilegios ella solo encontraba trabajo y desdoblamiento: enseñanza, periodismo, traducciones, viajes, libros. Los límites los ponían los otros, no ella. En 1908 publicó Cuentos de Colombine y abordó el ambicioso proyecto de Revista Crítica, lo que implicaba intensas reuniones los domingos en su casa madrileña con colaboradores y amigos. Trató de involucrar a Pérez Galdós, Juan Ramón o Giner de los Ríos. Pero contaba, sobre todo, con el grupo de jóvenes poetas que asistían a su tertulia, tras trasladarse de la calle Eguilaz, a un piso más amplio en San Bernardo. Además de Cansinos Assens, Hoyos, Gálvez y otros asiduos, se sumaban jóvenes literatos llegados a la capital que querían conocer a Colombine y recibir sus consejos. Uno de ellos fue el poeta canario Tomás Morelos, con el que la escritora tuvo una breve relación sentimental solo conocida por los más íntimos. Tan breve que Colombine pidió al joven poeta, que durante un tiempo había alojado en su casa, que volviera a Canarias con sus padres a acabar la carrera.

En el grupo de jóvenes de su tertulia apareció Ramón Gómez de la Serna y destacó en seguida: veinte años más joven que ella, fue su amante y compañero de letras durante veinte años. Desde 1906 Carmen de Burgos era oficialmente viuda, al fallecer Arturo Álvarez, pero un segundo matrimonio no entraba en sus planes, ni tampoco en los de su compañero. La literatura y la estética modernista les unía, pero Gómez de la Serna, para muchos de sus amigos, «un niño grande», curioso y escéptico, no compartía la pasión política de la escritora.

En la segunda década del siglo XX, Carmen de Burgos fue prácticamente la mujer de letras más popular en la capital. Pardo Bazán ocupaba el trono literario, pero Colombine, en ascenso, era más accesible. Revista Crítica, no obstante, fue un sueño efímero: no era rentable y hubo de cerrar. Ramón Gómez de la Serna contaba por entonces con su propia revista, Prometeo, financiada por su padre, correligionario de Canalejas y afín al Bloque de Izquierda. El padre buscaba influir en la opinión pública con la revista y cedió al hijo la parte literaria. Fueron proyectos paralelos y Colombine no formó parte del núcleo inicial de Prometeo, pero colaboró con un texto literario de título provocador, Las mujeres de Blasco Ibáñez, una forma simbólica de dejar atrás una etapa de su vida. En 1909, con motivo del centenario de Larra, Prometeo organizó un banquete en homenaje al escritor, presidido por la silla vacía de Fígaro. Colombine y Gómez de la Serna actuaron como anfitriones del ágape, dejando traslucir ante los amigos que les rodeaban los primeros signos de su relación.

Corresponsal de guerra en Marruecos

En el verano de 1909 se convirtió en la primera corresponsal de guerra. La matanza de soldados españoles en el Barranco del Lobo, próximo a Melilla, generó una cadena de protestas en el país que llevó a la periodista a los orígenes del foco informativo. Estaba de vacaciones como profesora y viajó a Málaga para escribir crónicas sobre los heridos, la acción humanitaria de Cruz Roja y la escasez de agua que sufría Melilla. Le acompañaba su hermana Ketty. Posteriormente, se desplazó a Almería para cubrir el conflicto desde otro ángulo y consiguió pasar a Melilla, adelantándose por propia iniciativa a las indicaciones de El Heraldo. No era fácil para una mujer acceder a Melilla. Desde Málaga ni ella ni las damas de la Cruz Roja podían hacerlo. Pero buscó la manera de acercarse al centro del conflicto y contarlo.

Sus crónicas llegaron con regularidad a El Heraldo. Ella regresó a la península para incorporarse a sus clases de Toledo en unos días en que el conflicto con Marruecos ocupaba el centro de la política nacional y El Heraldo difundía la protesta de la prensa por la censura militar. Más adelante, en Guerra a la guerra, dejaría aflorar las ideas antibelicistas que no había podido expresar en sus crónicas. Y En la guerra (Episodios de Melilla), un texto más elaborado que publicó en El Cuento Semanal. La autora encontró en las diversas publicaciones semanales que proliferaron esos años y que abarataban costes (El Libro Popular, La Novela Corta, la Novela de Hoy, Los Contemporáneos) un filón para dar a conocer una obra narrativa de rasgos melodramáticos y efectistas. Eran obras escritas desde la inmediatez y la experiencia en las que a menudo lograba pergeñar personajes más interesantes y complejos que la propia trama.

Pronto vivirá una primera separación de Ramón Gómez de la Serna, al ser nombrado este Secretario de la Junta de Pensiones de París. Su padre deseaba apartar a su hijo de Madrid y del influjo de Carmen de Burgos y, gracias a sus contactos, no fue ajeno a esta designación. París no era, sin embargo, un destino extraño para Ramón, que ya había viajado a la capital francesa a los 15 años, al finalizar el bachillerato. La lejanía servirá de acicate y excusa para que esa viajera vocacional que era Carmen de Burgos fuera a visitarle y a pasar la Navidad y Año Nuevo de 1910 con él en el Hotel Suez, además de compartir juntos una escapada a Nápoles y a Londres. En ese París compartido, el joven Gómez de la Serna le habló de Colette o Rachilde, contrapunto de otras devociones literarias que De Burgos seguía con pasión, como el naturalismo de Émile Zola.

¡A viajar!

El primer consejo que daba la cronista a sus admiradores era claro: «¡A viajar!». Así que se lo aplicó a sí misma y volvió a París en el verano de 1910. En esta nueva estancia en París, el crítico y diplomático Enrique Gómez Carrillo, casado con la escritora Aurora Cáceres (y más tarde con Raquel Meller), propuso a Rubén Darío que Colombine colaborara en Mundial Magazine y se encargara de la edición de Elegancias, una revista destinada a la mujer que necesitaba introducir artículos de mayor calado. Gómez Carrillo y Aurora Cáceres solían ser sus anfitriones en la capital francesa y Carmen de Burgos empezó a colaborar en Mundial Magazine, pero no hubo tiempo de concretar su participación en Elegancias. Además de hacer acopio de material para futuros libros, sus crónicas parisinas no faltaron en su cita en El Heraldo. A sus colaboraciones habituales sumó, desde 1911, una nueva columna en Nuevo Mundo: en ella, bajo el título de Mundo Femenino, volcaría sus impresiones viajeras y el estilo de vida de los países que visitaba. Con razón Gómez de la Serna escribiría de ella en el número XXXV de Prometeo: «Carmen de Burgos, esa admirable mujer que trabaja a todas horas». Y la evocaría en sus memorias como el complemento perfecto de una soledad enclaustrada y productiva: «Ella de un lado y yo del otro de la mesa estrecha escribíamos y escribíamos largas horas y nos leíamos capítulos, crónicas, cuentos, poemas de la prosa». Hasta que finalmente, tras el enclaustramiento compartido, «iban cayendo las cuartillas en los cajones de la mesa».

Sus vivencias en Bélgica, Holanda y Luxemburgo quedaron plasmadas en Cartas sin destinatario (1912). Pero alimentaron también su vuelta a la narrativa en Siempre en tierra (sobre un París ahíto de novedades en el que los primeros vuelos de aviones concitaban numeroso público) y La indecisa, centrada en una mujer abocada a elegir entre un gran amor ideal y su propia carrera, un dilema que la escritora vivía en carne propia. «¿Libros? Muchas traducciones, muchos prólogos, muchos arreglos… muchos… trabajo de hojarasca para ganar el sustento», se sincera en la autobiografía enviada a Ramón Gómez de la Serna para el número X de Prometeo. «Baste decir solo que hasta que he recibido todas las lecciones de la vida y llevo tantos años de escritora no me he atrevido a escribir mi primera novela», añade. «Miro la novela con miedo. Es la diosa de la Literatura».

A la vuelta de las vacaciones estivales le esperaban nuevos cambios de domicilio en Madrid. Se había mudado recientemente a la calle de la Madera y de esta pasó a la de Divino Pastor, todas ellas dentro del barrio de Maravillas. Como si a pesar de su fama y su productividad sintiera que pisaba arenas movedizas y no encontrara el hogar definitivo. Los años de destierro en Toledo, sin embargo, quedaron atrás, al conseguir el traslado a Madrid. Su hija tenía ya 14 años y, aunque pocas jóvenes de su edad contaban con un bagaje cultural y viajero como el suyo, la madre quiso que fuera a estudiar al innovador Instituto Internacional.

En 1913 viajó a Argentina, primera etapa de un periplo de seis meses a América, pensionada por la Junta de Ampliación de Estudios. De este viaje trufado de conferencias y encuentros con otras mujeres avanzadas, surgieron los escenarios de nuevas tramas narrativas: Malos amores, ambientada en un barco que hace la travesía España-Buenos Aires, y Sorpresa, el retrato de una pareja poco convencional que contiene claves de su propia relación con Gómez de la Serna. En el viaje de vuelta hizo escala en Canarias y sus conferencias a favor de la educación y los derechos de la mujer tuvieron un eco destacable. Se había convertido en un referente de la emancipación femenina.

La generación del 14, con Ortega a la cabeza, representaba un punto de inflexión en el terreno de las ideas. El modernismo quedaba atrás, y se imponía la estética novecentista. Colombine no fue inmune a esa atmósfera, pero sin dejar atrás sus anteriores influencias. Dentro del ciclo dedicado a Rodalquilar, en 1914 publicó Frasca, la tonta (y en 1918, El último contrabandista y Venganza). Escritora y periodista versátil, en 1914 inició su colaboración en una publicación que acababa de salir, La Esfera, con Mundanidades. Sus nuevos compromisos no le impidieron emprender ese verano un ambicioso viaje a los países nórdicos y Rusia que acabará siendo accidentado. Visitó hasta los recónditos paisajes noruegos y admiró su organización social, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial frustró sus planes de llegar a Rusia. Viajando en un tren alemán, al enterarse de que la escuadra rusa en el Báltico había sido aniquilada, pecó de imprudente y manifestó su pena por razones humanitarias, pero otros pasajeros se sintieron molestos. Ella y su hija sufrieron su rechazo y en un cambio de tren fue acusada de espía rusa. Consiguieron salir de Alemania, no sin dificultades, en el mercante español Ciscar con otros compatriotas, pero las peripecias no terminaron hasta llegar a Londres, desde donde, ya a salvo, regresaron a España. La aventura fue narrada en El Heraldo y La Esfera y acabaría registrada en un nuevo libro.

Si años antes la columna encarnaba su principal discurso, ahora el vehículo elegido es la novela corta —inspirándose en realidades o ambientes conocidos—. En Ellos y ellas, o ellas y ellos aborda la homosexualidad en una atmósfera mundana y nocturna. En El abogado muestra la parálisis de la justicia ante una mujer que demanda a su amante, tras ser abandonada, para que reconozca la paternidad de su hijo. Pero el amante soborna al abogado de ella y entre ambos dilatan los plazos. Esta ficción le valió que un amigo abogado se querellase contra ella por sentirse retratado. Por fortuna, la escritora demostró ante los tribunales que no se basaba en él. De sus viajes en 1916 a Londres y 1917 a París (acompañada por Ramón) para tomar el pulso a la Europa en guerra, nacieron Pasiones, una novela antibelicista, y El Permisionario, sobre la forzosa separación de una pareja cuando a él se le agotan los días de permiso para volver a la guerra. Sus propias vivencias de viajera las volcaba a sus tramas novelescas para darles mayor verosimilitud: «[…] tuvieron que pasar toda la noche, mezclados todos los pasajeros, en una inmunda sala de la estación de Tarascon, alrededor de una estufa medio apagada». Aunque la Carmen de Burgos novelista no ocultaba su propósito literario, lo real, lo inmediato y lo urgente se filtraban en sus historias.

El paraíso portugués

El paraíso estaba mucho más cerca: Portugal se convertirá en su segundo hogar desde 1915 y en su Rodalquilar de la madurez. En Peregrinaciones (con epílogo de Ramón Gómez de la Serna) funde su odisea en el norte de Europa con su descubrimiento de Portugal, ese país tan querido por su padre. Y tan presente en su propia infancia. A pesar de fijar por fin su domicilio madrileño en Luchana 20 —donde Gómez de la Serna se encontraba empadronado en 1920—, vivirá largas temporadas en el país vecino. En la novela La flor de la playa, tomará prestadas vivencias ya descritas en Peregrinaciones para construir una ficción autobiográfica en torno al rústico hotel de A Flor da Praia, donde Ramón Gómez de la Serna y ella pasaron días felices. La pareja cumpliría su sueño de contar con casa propia al comprar Ramón un terreno cercano a Estoril y construir El Ventanal, el chalé donde ambos escribían y hacían vida de pareja sin testigos escrutadores. Aunque la relación con Gómez de la Serna no llegó a tener carácter oficial y adoptó la moderna fórmula de una amistad amorosa, Ramón ha dejado diversos retratos de su amiga y compañera. En el prólogo del libro de entrevistas de Carmen de Burgos, Confidencias de artistas, ofrece un retrato de Colombine y una de las claves de su relación: «[…] solo ante Carmen he podido respirar libre […] sin necesitar pactar reduciendo, callando, invirtiendo, puerilizando el alma». En Automoribundia repite la misma idea al hablar de una relación que le hacía crecer como autor y le libraba del pánico al compromiso experimentado ante otras novias de juventud: «Aquella unión hizo posible la bohemia completa, establecida en el más noble compañerismo, trabajando enfrente de la mujer con el pensamiento en alto, sin distracción ni inquietud por huir a la calle». Una relación innovadora y adelantada a la época en la que sus contemporáneos dieron a cada uno de ellos un trato y enfoque desiguales. Mientras consideraron que para Ramón Gómez de la Serna fue una etapa de aprendizaje y de afirmación en la que cimentó su obra, a ella la veían de otro modo: era la mujer madura que aprovechaba sus últimas bazas con un hombre más joven.

En esos años tomó cuerpo la tertulia del Café Pombo, situada en la calle Carretas, cerca de Sol. A ella acudían, además de Ramón Gómez de la Serna y Carmen de Burgos, Bergamín, Salvador Bartolozzi, Bagaria, Gutiérrez Solana, Tomás Borrás y Rafael Cansinos Assens. Margarita Nelken, en su faceta de crítica de arte, también frecuenta la tertulia. «Algunas noches voy a cenar con una mujer que ha llenado de una amistad única media vida mía», evoca Gómez de la Serna en su libro sobre Pombo. En el segundo volumen, La sagrada cripta de Pombo, Carmen de Burgos aparece como «la liberal, la romántica, la que compromete su pluma y su vida cuantas veces es menester».

Su hija, siempre en el filo de la rebeldía, aspiraba a ser actriz de teatro y, ya en 1917, intervino en El mal que nos hacen, de Jacinto Benavente, con Margarita Xirgu como protagonista. Aunque Colombine era una periodista versátil, la inclinación de su hija por el teatro pudo reforzar su propio interés por el mundo de la escena en sus columnas. La joven se casó en 1917 con el actor Guillermo Mancha, lo que inauguró una nueva relación entre la escritora y su hija. Entregada al teatro y al naciente mundo del cine, una larga gira por América alejaría a María de su madre durante años. Una ausencia que la escritora reflejaría en El silencio del hijo. La contrapartida era una mayor libertad si cabe para dedicarse a la escritura. En 1918 publicó una novela larga, Los anticuarios, una sátira en la que describe un mundo que conocía bien por sus incursiones en los mercados y rastros de Madrid y París. Y en 1918 abordó una obra de mayor aliento, la biografía de Mariano José de Larra, que verá la luz en 1919, un año en que sus estancias en Portugal se intensificaron.

Hacia la mujer moderna

La pareja dedicaba tiempo a escribir en Portugal, pero su aislamiento no era absoluto. Entre otros contactos, la escritora mantenía amistad con la portuguesa Ana de Castro, un referente en el campo del sufragismo luso. A través de ella De Burgos impulsó la Cruzada de Mujeres Españolas, organización homónima de la que Ana de Castro lideraba en Portugal. La organización de Colombine dio nuevos bríos a otras asociaciones ya existentes, como la Unión de Mujeres Españolas de Concepción Aleixandre y el Consejo Nacional de Mujeres, presidido por Lilly Rose Schenrich, marquesa consorte del Ter, una sufragista francesa casada con un diplomático y aristócrata español.

El 30 de mayo de 1921 Carmen de Burgos y otras afiliadas de la Cruzada de Mujeres Españolas se concentraron ante el Congreso y entregaron un manifiesto de nueve puntos a los diputados. Lo habían firmado numerosas mujeres, desde obreras a artistas populares como Imperio Argentina, y solicitaban la igualdad política para ser electoras y elegidas; la equiparación con el hombre ante el Código Penal y la eliminación de normas que cerraban el paso a las mujeres a determinadas profesiones, así como la investigación de la paternidad. «Es el amanecer de un serio movimiento feminista», afirmó El Heraldo. El artículo 438 del Código Penal era uno de los más injustos para las mujeres: imponía solo la pena de destierro al marido que sorprendiera en adulterio a su esposa y la matara a ella o al adúltero, y quedaba exonerado si las lesiones no eran graves. De Burgos escribió una novela con ese título, El artículo 438.Gestos de rechazo que abonarán la futura campaña de prensa de 1927 para que fuera eliminado.

Sus estancias en El Ventanal no la alejan de la actualidad española, pero la literatura portuguesa empieza a estar presente en sus artículos de Cosmópolis (publicación dirigida por Gómez Carrillo en la que colaboraba desde 1920). Se estrena con Eça de Queiroz, un autor fetiche que unirá al elenco de los que había biografiado: Leopardi y Larra. En 1923, el golpe del general Miguel Primo de Rivera trastoca y redefine la situación política española. Paradójicamente, en esta etapa Carmen de Burgos se halla centrada en sus libros, consciente de que debe exprimir al máximo su creatividad. Su fortaleza física ya no es imbatible: una dolencia cardiaca le hace experimentar una sensación hasta entonces desconocida: el cansancio. Sus bajas en la Escuela Normal son frecuentes, pero se resiste a aminorar el ritmo. En 1925 viaja a México para presidir el Congreso Internacional de la Liga de Mujeres, auspiciado por su amiga Elena Arizmendi, secretaria general de la organización. Y además de enviar las crónicas del viaje para La Esfera, se traerá nuevas historias de ficción, como La misionera de Teotihuacan.

Es difícil valorar desde la perspectiva crítica su prolífica obra narrativa. A pesar de su intención literaria, parte de sus historias tienen un enfoque testimonial y divulgativo. Tal vez sean sus ensayos su aportación más genuina, no solo por lo que expresan, sino por lo que siembran de cara al futuro. Como La mujer moderna y sus derechos, un título fundamental que publica en 1927 y que apunta a ideas precursoras de lo que décadas después aparecerá de forma rigurosa y elaborada en la obra canónica de Simone de Beauvoir, El segundo sexo.

En 1927 viaja de nuevo a América con la intención de coincidir con su hija en Chile. Un año antes, en 1926, Ramón Gómez de la Serna se había visto obligado a vender El Ventanal. Abandonado Estoril, la pareja recuperó lo que iba a ser un nuevo y último refugio en Nápoles, escenario que recoge en la novela La misericordia. A su vuelta a Madrid, Colombine cambia por última vez de domicilio y se instala hasta su muerte en un entresuelo de la calle Nicasio Gallego, más acorde con su necesidad de cuidar su corazón y no fatigarse, aunque conserve una segunda dirección para su correspondencia en Luchana 12.

En ese tiempo la periodista se adentra en el terreno de la crítica al reseñar libros en la sección «Impresiones literarias. Al margen de los libros», que firmó como Perico de los Palotes, un seudónimo que ya utilizó en El Radical almeriense Jesús García, amigo de la autora. En sus reseñas aparecían desde autores clásicos a libros de actualidad. En una de sus entregas, agrupó tres libros de Ramón Gómez de la Serna: Greguerías, Senos y El circo. «En los tres resplandece lo moderno», señaló. En paralelo inauguró la sección fija «El problema de la enseñanza», en la que vertía opiniones de docentes y políticos sobre las reformas más urgentes en la educación.

Su relación con Gómez de la Serna se había enfriado al marcharse a Chile, lo que acentuó su sensación de soledad. El relato «Se quedó sin ella» encierra algunas claves de su distanciamiento, como si diera a entender que el éxito de él había empañado su unión. La ruptura amorosa se iba a producir algo más tarde y de forma traumática. Su hija María, separada de su marido, había vuelto al domicilio materno y, al disponerse Ramón a dirigir la obra teatral Los medios seres, Colombine le pidió que le diera un pequeño papel. Su participación, por recomendación, no fue bien vista por otros actores y creó tensiones entre ellos y el director. Gómez de la Serna arriesgaba su prestigio de autor teatral en esta primera obra, y este cúmulo de contratiempos y de intereses encontrados fomentó un inesperado acercamiento amoroso entre la hija de Carmen de Burgos y el amante de su madre. Es inevitable ver un guiño freudiano en esta breve pasión de la hija por el hombre con el que había compartido a su madre desde niña. A pesar de haber viajado los tres juntos en el pasado y de que él la consideraba una joven poco atractiva, una jugada del destino trastocó su anterior juicio y se sintió seducido por la actriz. El estreno de la obra, el 7 de diciembre de 1929, confirmó a ojos de la madre la relación y supuso la ruptura final entre De Burgos y Gómez de la Serna. Es posible que este desliz revelara de forma implícita que Ramón no estaba dispuesto a comprometerse hasta el fondo con Colombine. Pasado el tiempo, Carmen de Burgos le perdonó y la relación entre ambos se recompuso, ya como amigos.

Ramón apoyó en sus inicios la Segunda República porque presagiaba un clima cultural favorable. Tolerante y poco dado a los extremos, al volver de su primer viaje a Argentina, en febrero de 1932, se encontró con una atmósfera de creciente polarización: algunos de sus amigos simpatizaban con la Falange e intentó que la Cripta de Pombo quedara al margen de actitudes partidistas. Aun así, en 1933 sí denunció el antisemitismo y la deriva nazi en Alemania. En Argentina había conocido a Luisa Sofovich, su futura esposa, y ella y su hijo le acompañaron cuando regresó a Madrid. En 1936 se adhirió a la Alianza de Escritores Antifascistas, pero su apoyo se diluyó en las primeras semanas de la guerra. En cuanto le fue posible se exilió. No se sentía comprometido con la República, pero su talante liberal le impedía aproximarse a los sublevados.

Carmen de Burgos acudió en 1930 a descansar al balneario francés de Royat acompañada de Ana de Castro. Además de recobrar parte de su anterior energía, su nombre sonó en ese tiempo entre las tres mujeres que según Cristóbal Castro tenían méritos y erudición suficiente para sentarse en la RAE. Las otras eran Blanca de los Ríos y Concha Espina. Todo en vano: no había aún voluntad entre los académicos para incorporar a una mujer. En Quiero vivir mi vida, su última novela larga, con prólogo de Gregorio Marañón, escribió dos historias de mujeres en las que el tema de la identidad y los desengaños amorosos se entremezclaban con pinceladas autobiográficas. Una de las protagonistas llega a matar a su marido infiel (una actitud en la que, según Marañón, afloraba un componente viril que empujaba a esa mujer ya madura a tomar tan drástica decisión), mientras que la otra desconfiaba del amor debido a sus malas experiencias.