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Ben Dexter se había convertido en un hombre de negocios poderoso y respetado que ganaba millones de libras, pero el dinero ya no era suficiente. Durante años, Ben había renunciado a tener una esposa y una familia, convencido de que Caroline Harvey, la única mujer a la que había amado, lo había traicionado. No había vuelto a encontrar la pasión que compartía con Caro... pero ya iba siendo hora de quitársela de la cabeza. Para ello había planeado encontrarla, disfrutar de una sola noche con ella y después continuar con su vida...
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Seitenzahl: 188
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Diana Hamilton
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Interferencias, n.º 1301 - octubre 2016
Título original:The Billionaire Affair
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9036-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
El parecido es increíble, Caroline. Tú podrías haber sido la modelo. Ven, hecha un vistazo.
Las manos largas de Edward Weinberg le hicieron una señal para que se acercara. Ella dejó la lista de invitados que estaba revisando sobre el precioso escritorio y se dirigió hacia él. Un portero uniformado acababa de subir un óleo de la cámara acorazada y lo había dejado sobre un caballete.
El comentario de su jefe sobre el parecido era irrelevante, lo que de verdad le consumía era la curiosidad de ver, por fin, la obra maestra que Michael, el hijo de Edward, había adquirido en una subasta hacía unos meses.
Una vez limpiado y autenticado, el cuadro perdido del pintor J.J. Lassoon había causado murmullos de admiración entre un grupo selecto de coleccionistas. Los únicos que podían permitirse pagar tan altas sumas de dinero por el placer de poseer algo de codiciada belleza.
Caroline se había perdido el acontecimiento. Había estado en el norte de Inglaterra aconsejando al nuevo heredero de una de las grandes casas que tenía que deshacerse de algunos de sus bienes para pagar los gastos de la herencia y, por supuesto, necesitaba obtener el máximo beneficio haciendo el mínimo sacrificio.
–¿Qué va a ser más importante el prestigio o el beneficio? –preguntó, mirando a Edward desde unos ojos violetas profundos rodeados de negras pestañas.
La expresión del hombre no se inmutó. Tenía la cara de un asceta y su figura alta y elegante era tan frágil que parecía que una corriente fuerte de aire pudiera llevárselo. Pero era tan duro como la roca. Si ella hubiera tenido que apostar, se habría decidido por el prestigio como su motivo principal.
La Galería Weinberg de Londres tenía sobrada reputación de ofrecer arte de primerísima calidad. La adquisición del óleo de Lassoon beneficiaría esa reputación.
–Te dejo que lo adivines –respondió Edward con una sonrisa, mientras se alejaba.
Entonces, Caroline dirigió su mirada a la recién descubierta obra y se quedó perpleja: tenía toda la razón. El parecido era increíble. Más que increíble: asustaba.
Con un verdor exuberante como fondo, una mujer sujetaba una lila en sus manos. Realmente era su viva imagen, exactamente igual que ella hacía doce años, cuando tenía diecisiete. La cascada de pelo negro brillante le llegaba casi a la cintura, la juvenil pureza de su piel lechosa, la nariz patricia, los labios carnosos carmesí mostrando una sonrisa secreta, los profundos ojos violetas soñadores. Soñando con el amor, totalmente enamorados.
Incluso el título sobraba: Primer amor.
Un temblor de enfado amargo le recorrió la espina dorsal. Esa era, exactamente, su apariencia cuando ella tenía esa edad y amaba con todo su ser a Ben Dexter. Tan enamorada que pensaba que podía morir de amor.
Sí. Así era como se había sentido antes de enterarse de la verdad. Antes de que él le diera la espalda y se marchara con la protagonista de su última aventura turbulenta y con el dinero del padre de ella en el bolsillo. Sus ojos negros gitanos brillaban de satisfacción por el golpe bien dado, su cuerpo delgado y viril vanagloriándose de un triunfo despiadado.
Se alejó de la obra sintiéndose enferma y deseó no haberlo visto nunca. Le había traído recuerdos largamente olvidados. Unos recuerdos que tendría que volver a enterrar antes de que la rabia interna explotara y provocara un daño más real y duradero.
La cabeza plateada de Edward estaba inclinada sobre el teléfono cuando ella pasó por su lado. No quiso entrar en su oficina y se dirigió a la de Michael para discutir los últimos preparativos para la inminente exposición privada. Solo hizo un descanso cuando su secretaria, Lynne, la localizó por la línea interna justo antes de la comida.
–Ya están las cartas listas para que las firmes y acaba de llegar el balance financiero. El señor Edward querrá verlo. Ah, y quiere que te quedes esta noche. Dejó un mensaje. Tiene un cliente para Primer Amor. Lo normal.
Champán francés y canapés, seguidos, si el cliente mostraba un serio interés y estaba dispuesto a pagar una elevada suma, por una elegante cena en uno de los mejores restaurante de Londres. Como ayudante ejecutiva de Edward, era la encargada de que la noche transcurriera placenteramente. Él se encargaría de señalar las virtudes de la pieza en la que el cliente estaba interesado.
«Así que no va a mostrarlo en la exposición privada», murmuró para sí Caroline al colgar el teléfono. «Alguien debe estar muy interesado». Se recostó en su asiento y elevó una ceja en dirección a Michael.
Las exposiciones privadas carecían de la vulgaridad de las subastas. Ninguno de los objetos llevaba el precio, las cantidades se mencionaban discretamente y, con la misma discreción, se hacían las ofertas. Al final del evento, las sumas originalmente mencionadas solían alcanzar niveles exorbitantes.
Aunque, alguna vez, algún cliente especial dejaba claro que estaba preparado para llegar al límite e, incluso superarlo, para adquirir una pieza en un encuentro privado. Eso era lo que había programado para esa noche.
–El tipo debe haber estado indagando –comentó Michael– o, quién sabe, quizá quiso esperar a ver qué sucedía después de que la mayoría de los periódicos publicara la fotografía del cuadro.
Él la recorrió con sus ojos color avellana y dirigió una mirada aprobadora a su elegante traje de chaqueta y a su pelo negro recogido en un moño. Caroline Harvey valía mucho. Era hermosa, inteligente, elegante. Y ambiciosa. Su belleza era inviolable. Se preguntaba si habría permitido a alguien, alguna vez, sobrepasar el casto beso al final de una cita. Realmente, lo dudaba. Recogió un lápiz y le dio vueltas entre los dedos y se preguntó qué sería necesario para pasar ese límite.
Ella le devolvió la aprobación; pero la de ella estaba cargada de diversión. El hijo de Edward tenía un cuerpo musculoso y era bastante guapo. Vestía un traje informal, rayando en lo descuidado. Probablemente, pensó ella, como nunca podría competir con su padre en elegancia, eligió el estilo opuesto.
–¿Comemos? –preguntó Michael, mientras ella recogía unos papeles–. Han abierto un nuevo restaurante a la vuelta, en Berkeley Square. Pensé que podríamos ir a ver qué tal.
Él ya estaba de pie, pero Caroline negó con la cabeza. Desde que Michael se había divorciado, hacía un año, comían juntos con frecuencia cuando estaban en Londres. Al principio, solo hablaban de trabajo, pero últimamente, sus conversaciones habían adquirido tintes más personales.
Ella suspiró suavemente. Estaba llegando a la treintena y tenía que tomar algunas decisiones importantes. Tenía que decidir si se quedaba soltera o si quería formar una pareja, tener hijos, confiar en un hombre de nuevo…
–Lo siento –se disculpó–. Tengo que trabajar. He de arreglar el asunto de esta noche y ya voy retrasada.
Caroline trabajó rápida y eficazmente y aún le quedó una hora para ir a casa antes de la reunión. Fue a su apartamento de Green Park, se cambió de ropa y volvió a la Galería Weinberg en Mayfair a las seis y media.
Hubiese preferido pasar aquella agradable noche de abril en su casa, con un buen libro, pero eso era imposible. Ella vivía para su trabajo. Aunque, esa noche, no le apetecía ir a la reunión. Pero no se engañaba con respecto a los motivos. Cuanto antes vendieran Primer amor, mejor. Los recuerdos que ese cuadro había evocado la atormentaban. Creía que había olvidado el dolor de una traición y un corazón roto, pero no lo había conseguido.
Se vistió cuidadosamente porque tener un aspecto impecable era parte de su trabajo. Se puso unos pantalones de seda granate con un corpiño a juego y, encima, una camisola de un tono más claro. Los zapatos de tacón añadían altura a su metro sesenta. Como adorno solo llevaba unos pendientes de perlas. Volvió a la Galería para comprobar que todo estaba listo antes de que Edward volviera con su cliente.
–Muy elegante, Iván. Como siempre.
Sus ojos se concentraron en el pequeño, pero exquisito ágape. No quería mirar a la pintura que reposaba en el caballete, alumbrada por luces indirectas. Solo pensar en el increíble parecido le recordaba lo vulnerable que había sido y le llenaba de ira.
–No hace falta que te quedes –le dijo con una sonrisa–. En cuanto abras el champán, puedes marcharte.
Caroline se obligó a alejar los amargos recuerdos de su mente. ¡Por Dios!, solo era un cuadro. Ben Dexter no había significado nada para ella durante doce largos años y el residuo de rabia que había descubierto tenía que ser pasajero.
¡Tenía que detenerla!
–Me imagino que todo estará listo para la exposición privada del sábado.
–Sí, claro –aseguró Iván mientras introducía la botella en el hielo.
Después dio un paso hacia atrás con las manos en las caderas. Tenía el cuerpo de un bailarín y unos ojos marrones seductores. Caroline se preguntaba cuántos corazones habría roto durante su juventud, mientras, coqueteaba con ella.
–Todo va a estar perfecto, especialmente para ti… para ti cualquier otra cosa sería impensable.
–Adulador –bromeó ella.
Todo estaría perfecto porque él y su pequeño grupo eran los mejores de Londres.
La pequeña charla rompió la tensión del momento. No quería estar allí y se sintió agradecida por la distracción hasta que la puerta se abrió.
–Caroline, querida –dijo Edward–. Te presento a Ben Dexter. Ben esta es mi maravillosa mano derecha, Caroline Harvey.
Ella cerró los ojos. No pudo evitarlo. Las paredes se estaban cerrando sobre ella, el lujoso parqué de caoba se movía bajo sus pies y los tumultuosos latidos de su corazón la estaban ahogando.
Ben Dexter. El hombre que había tomado todo lo que ella tenía, su cuerpo, su corazón y su alma y, después, traicioneramente, se había marchado con el dinero de su padre. Tenía que estar agradecida, pensó muy enfadada, que no le hubiera pasado como a Maggie Pope, que se había quedado con una niña en brazos.
Se obligó a abrir los ojos, luchando para que hubiera dos hombres que tuvieran el mismo nombre. Se forzó a mirarlo y se encontró con la amargura de sus elocuentes ojos negros, con la engreída sonrisa de su atractiva boca y con la altiva pose de su cabeza y quiso pegarle una bofetada por lo que había sido y por lo que había hecho.
Él había sido un dolor de cabeza para los padres con hijas jóvenes, el chico malo del pueblo. Había desaparecido durante meses, sin que nadie supiera dónde estaba, para después volver a aparecer, con su aspecto salvaje de gitano, con su gracia y sus ojos maliciosos, dispuesto a conquistar a todas las chicas del pueblo, ella incluida.
Solo que entonces ella no había sabido nada. Él le había dicho que la quería, que la querría siempre, hasta que las estrellas se convirtieran en polvo. Y ella lo había creído.
Se sintió invadir por la fuerza de la rabia y las palabras de reproche se agolpaban en su garganta, ahogándola. Pero la mano firme de Iván sobre su hombro la devolvió al presente. Sonrió a Edward, y se encontró con la mirada cínica de Ben. Mientras Iván se alejaba con discreción, extendió una mano hacia el hombre que odiaba, temiendo el contacto de esos dedos delgados y fuertes sobre los suyos, la tibieza de su piel.
–Señor Dexter.
El saludo de su mano era casi doloroso. Su piel estaba fría, pero, aun así, a ella la quemó.
–Señorita Harvey –saludó él formal. Pero bajo la apariencia había algo en su voz, algo sensual, como el terciopelo que hacía que sus nervios se despertaran a la vida. Qué bien recordaba esa voz, las cosas que le había dicho… las palabras seductoras… las mentiras, todas las mentiras…
Él se volvió con una sonrisa en los labios, como si se estuviera burlando de ella, le dijo algo a Edward y se dirigió hacia el cuadro del caballete. Parecía que no iba a admitir que la conocía, que habían hecho el amor de forma salvaje y tempestuosa durante un verano muy, muy lejano cuando el mundo, para ella, era mágico.
Bueno, ¿por qué habría de hacerlo? Ella no había dicho que se conocían cuando Edward los presentó. No sabía por qué pero se sentía profundamente avergonzada de su juventud. Además, probablemente él se habría olvidado de ella. Solo sería una más de la interminable lista de mujeres tontas que se habrían puesto a su disposición, ansiosas por rendirse a sus pies.
El trato se hizo entre canapés y copas de champán. Caroline no sabía cómo el chico que había sido criado por una madre viuda en una casa casi en ruinas podía haberse convertido en ese adinerado hombre. Como quiera que lo hubiera conseguido, los medios tenían que haber sido infames. Pero ella no iba a malgastar energía pensando en eso.
Edward los invitó a cenar en un restaurante exclusivo. Caroline se sentó enfrente de Ben en la elegante mesa y lo observó de soslayo bajo sus pestañas oscuras.
Los doce años que habían pasado le habían cambiado. Ahora tenía los hombros más anchos, el cuerpo más poderoso y la atractiva cara menos expresiva que cuando tenía diecinueve años. Su mandíbula se había endurecido y su boca mostraba determinación.
Caroline tembló un poco y se concentró en el lenguado en salsa de vino verde que había pedido.
Le hubiera gustado no asistir a la cena, incluso pensó en echarse a llorar, argumentando un dolor de cabeza como excusa para salir corriendo.
Pero el momento de debilidad había pasado. No permitiría que Dexter la convirtiera en una cobarde.
Edward había pedido champán para comer. Él nunca bebía otra cosa, pero ella no había tocado su copa. La conversación relajada entre los dos hombres fue desde la política hasta el teatro. Ella apenas escuchaba, deseando que la noche acabara.
–¿Y cómo entró usted en contacto con la Galería Weinberg, señorita Harvey? ¿O puedo llamarla Caroline?
Ella sintió que una oleada de odio la invadía. Su pregunta podría interpretarse como un insulto. ¡Era como si le sorprendiera que cualquier empresa de respeto pudiera emplearla!
–Por la ruta normal, señor Dexter –respondió con los ojos fijos en los de él. Si había habido alguna burla en su pregunta, sería mejor que supiera que ella aceptaba cualquier reto–. Un curso de postgrado de historia del arte y otro sobre estudios museísticos– dejó sus cubiertos sobre el plato, sin disimular que apenas había tocado el pescado–. De manera fortuita, Edward estaba buscando un asistente y yo cumplía los requisitos.
–Una mujer dedicada a su carrera profesional… ¿No se ha casado?
Ella se dio cuenta del brillo de su mirada.
El corazón le dio un doloroso vuelco. Si pudiera borrar los recuerdos…
Ella hizo que su voz sonara fría y cargada de desdén.
–Todavía no he conocido al hombre adecuado. ¿Y usted, señor Dexter?
Ella vio que se le tensaba la boca. Parecía que había tocado una fibra sensible. Entonces, vio que Edward fruncía el ceño. Se suponía que no tenían que entrar en temas personales con los clientes; pero él había empezado.
–El estado de casado nunca me ha atraído. No estoy de acuerdo con caer en una trampa de manera voluntaria –respondió él con una sonrisa en los labios, el enfado obviamente olvidado.
«No claro, tú prefieres cambiar de mujer como el que cambia de camisa». Estuvo a punto de decir en voz alta, pero se tragó las palabras. Si las soltara Edward la despediría allí mismo.
Aprovechando la llegada del camarero para retirar sus platos, se excusó para dirigirse al baño. Por su puesto que la había reconocido, se lo había visto en los ojos. Ella no había cambiado mucho: estaba un poco más delgada, había adquirido un halo de sofisticación y tenía el pelo más corto.
Por lo que se podría deducir que debía haber significado algo para él. ¿O acaso recordaba las caras de todas las mujeres con las que se había acostado?
Ya no importaba, se dijo a sí misma, mientras metía las muñecas bajo un chorro de agua fría. Unos cuantos minutos más en compañía de ese miserable y no tendría que volver a verlo nunca más. Después, sacó el móvil del bolso y llamó a un taxi.
Pasado un rato, volvió a su asiento. Edward le acercó el menú de los postres, pero ella lo cerró y lo dejó sobre la mesa.
–No, gracias. Os dejo para que disfrutéis del resto de la comida. Mañana tengo un día agotador.
Sabía que Edward la creería porque conocía su ajetreada agenda.
Entonces, se puso de pie y mostró una amable y social sonrisa.
–Encantada de haberle conocido, señor Dexter.
Los dos hombres se levantaron y Ben Dexter dijo con suavidad:
–Espere, señorita Harvey. Mi chófer vendrá a recogerme dentro de diez minutos. La dejaré en su casa. Mientras, podemos tomar un café.
Cuando era joven no hubiera dudado en aceptar su propuesta. Pero, en ese momento, sintió una enorme satisfacción al decirle con dulzura.
–Muy amable por su parte. Pero tengo un taxi esperándome en la puerta. Disfrute de su café.
Y le dedicó una sonrisa de satisfacción antes de marcharse.
No tenía ni idea por qué se habría ofrecido a llevarla a casa. Desde luego, no podía acusarlo de tener instintos caballerosos y tampoco pensaba que quisiera recordar los viejos tiempos. Fuera lo que fuera, ella le había hecho tragarse su invitación con mucha amabilidad.
Ya era hora de que alguien le enseñara a ese hombre que no siempre podía conseguir lo que quería.
El despertador supuso una agradable intromisión. Caroline se estiró para apagarlo y deslizó sus pies fuera de la cama. Había tenido una noche horrible.
Había tenido sueños o, mejor dicho, pesadillas con Ben Dexter que no la habían dejado descansar. Especialmente, al escenificar unas imágenes tan gráficas del cuerpo masculino empapado en sudor sobre la blanca femineidad del suyo, su boca explorando cada centímetro de su piel con avidez y dominación masculina. Y su voz, tan aterciopelada y sexy, diciéndole que la amaba. Mentiras, cada palabra…
Ella soltó un sonido de autocrítica y se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha. No podía volver a pensar en él. No había ninguna necesidad. Él había comprado el cuadro que lo había conducido de vuelta a su vida y ese día le sería enviado. Fin de la historia.
La mañana se presentó ajetreada y eso supuso un alivio para Caroline. Así no tuvo tiempo de darle vueltas a esos sueños eróticos. Michael la invitó a comer en el restaurante que había mencionado el día anterior. La comida era fantástica, pero el servicio muy lento.
–No sé tú, pero yo tengo que volver a la galería –dijo ella cuando él sugirió que tomaran un café. Estaba a punto de levantarse cuando él la sujetó por la muñeca.
–Vamos a llegar tarde de todas formas. Unos cuantos minutos más no representarán ninguna diferencia. Además, hay algo que quiero decirte.
Por la mirada de sus ojos y la suavidad de sus palabras, ella supo de qué se trataba.
Él deslizó la mano hasta tomarle los dedos.
–Tienes que saber que me atraes mucho –dijo rápidamente–. Ya tenemos una buena relación y quiero profundizar más. No sé que opinas de mí, y tampoco quiero saberlo, pero tienes todo lo que admiro en una mujer. Estoy casi seguro de que juntos podríamos construir algo bueno y duradero. Quizá no opines así ahora, pero ¿lo intentarías?
Ella apartó la mano cuidadosamente. ¿Qué podía decir? Sabía que la agradable relación con el hijo de su jefe estaba a punto de convertirse en algo más. Justo el día anterior se había pillado observando su reloj biológico y se había preguntado qué sería mejor, si continuar sola o aceptar la seguridad emocional de tener un esposo y una familia.
El día anterior le hubiera agradado oír lo que él acababa de decir, habría estado de acuerdo en intentarlo, ver si eran compatibles.
Entonces, ¿por qué dudaba en ese momento? ¿Qué había cambiado? Algo había sucedido.
–¿No te gusto nada? –preguntó él, rompiendo el pesado silencio.
Ella le sonrió. Él estaba nervioso como un quinceañero.
–Nunca había pensado en ello –dijo ella con suavidad, utilizando una mentira para tapar la falta de entusiasmo que, obviamente, le estaba molestando.
–¿Lo harás? –dijo él, con un tono que se asemejaba a una orden–. ¿Por qué no cenas conmigo esta noche? Desde que Justine me dejó he aprendido a freír filetes. Pero si lo prefieres, podría prepararte tostadas con queso. Lo que prefieras.
Su repentina sonrisa infantil le dio una pausa. No sabía por qué se había roto su matrimonio después de solo un par de años. Edward había dicho lo que todos pensaban, que gracias a Dios no había niños, pero, aparte de eso, ni una palabra sobre los motivos.
Fuera lo que fuera, Michael no merecía que le volvieran a hacer daño. Por eso dijo siguiendo un extraño impulso:
–Me da alergia el queso. Quedemos el lunes, ¿te parece?, después de la exposición –dijo levantándose–. Con una condición –le advirtió–. Solo amigos. Nada más por el momento. No es por nada personal, Mike, todavía no estoy lista para comprometerme.