Juego de voluntades - Lynn Raye Harris - E-Book
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Juego de voluntades E-Book

Lynn Raye Harris

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Beschreibung

¿Atravesaba una mala racha la orgullosa heredera? La encantadora Caroline Sullivan, presa codiciada de los paparazis, ocultaba un secreto tras su deslumbrante pero inescrutable sonrisa. Su antiguo amante, el magnate ruso Roman Kazarov, había vuelto a su vida. ¿Buscaba vengarse por su rechazo humillante del pasado o solo apropiarse de su empresa al borde de la quiebra? Fuentes bien informadas afirmaban que el despiadado Kazarov estaba tratando de acorralar a la dulce Caro... Corrían rumores de ardientes encuentros secretos... Pero solo una cosa era segura: en aquel juego supremo de voluntades solo uno de los dos podía ganar, y Roman creía tener todos los ases...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Lynn Raye Harris. Todos los derechos reservados.

JUEGO DE VOLUNTADES, N.º 2247 - julio 2013

Título original: A Game with One Winner

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3446-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Millonario ruso piensa adquirir una cadena de grandes almacenes con problemas financieros

Sí, ella estaba allí. Roman Kazarov estaba seguro, a pesar de que aún no la había visto.

La mujer que tenía al lado trató de llamar su atención con un leve susurro. Él se volvió hacia ella un instante y luego desvió la mirada. Era muy hermosa pero estaba harto de ella. Le aburría. Una noche en su cama había sido suficiente.

Ella, advirtiendo su desdén, le agarró el brazo con gesto posesivo. Él estuvo tentado de apartarle la mano. La había llevado allí esa noche, llevado por un impulso, imaginando que Caroline Sullivan-Wells estaría allí. No es que a ella le importase verlo con una mujer del brazo. Se lo había dejado bien claro hacía cinco años.

En otro tiempo, esa indiferencia le habría dolido, pero ahora ya no. El hombre que había vuelto a Nueva York era muy diferente del que había salido de aquella misma ciudad cinco años atrás. Ahora era un hombre rico e implacable, con un único objetivo: ser propietario ese mismo mes de Sullivan’s, la prestigiosa cadena de almacenes fundada por la familia de Caroline. Sería la culminación de todos sus esfuerzos, la guinda simbólica del pastel. Realmente, no tenía necesidad de adquirir Sullivan’s, pero deseaba hacerlo. Había sido un lacayo de Frank Sullivan y él le había despedido sin miramientos. Sin trabajo y sin visado, había visto rotos todos sus sueños de proporcionar una vida mejor a los miembros de su familia que había dejado en Rusia.

Y había osado enamorarse de Caroline. Algo tan descabellado como atreverse a volar con alas de cera cerca del sol. La caída había sido muy dura.

Pero ahora había vuelto. Y ni Caroline ni su padre podrían hacer nada por impedir lo que proyectaba. La gente de la sala, como obedeciendo a una orden invisible, se hizo a los lados, dejando un pasillo libre al final del cual pudo ver a una mujer conversando animadamente. Las lujosas arañas Waterford del techo parecían proyectar toda su luz sobre ella como si quisieran realzar el brillo de su pelo rubio dorado y la suavidad y tersura de su piel de nácar.

Roman sintió una desazón en el estómago. Estaba tan maravillosa y etérea como antes. Seguía produciéndole la misma atracción y eso le disgustaba. Trató de apartar las imágenes agridulces que acudían a su mente. Tenía que estar frío y distante cuando se acercase a hablar con ella.

Ella alzó entonces la cabeza y entornó sus ojos de color verde miel como presintiendo que algo iba a venir a perturbar el apacible ambiente de su círculo de amistades.

Se quedó boquiabierta y con los ojos como platos al verlo. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos. Ella fue la primera en apartar la vista. Dijo algo a la persona con la que estaba conversando, se dio la vuelta y salió por la puerta que tenía a su espalda.

Roman se quedó impávido. Debería sentirse victorioso, pero, sin embargo, tuvo la extraña sensación de haber sido rechazado de nuevo, igual que cinco años atrás. La diferencia era que ahora sabía que eso no era posible. Ahora era él quien tenía la sartén por el mango.

–Querido –dijo la mujer que le acompañaba, tratando de hacerle desviar su atención de la puerta por la que Caroline había desaparecido–. ¿Puedes traerme algo de beber?

Roman la miró con gesto displicente. Era una mujer hermosa. Una actriz con un rostro y un cuerpo por los que cualquier hombre se volvería loco. Estaba acostumbrada a ser siempre el centro de atención y a ver siempre satisfechos todos sus deseos.

Sin embargo, viendo ahora la expresión fría y displicente de Roman comprendió lo inadecuado de sus palabras. Deslizó suavemente los dedos por la pechera del lujoso esmoquin de Roman, tratando de corregir su error. Pero ya era demasiado tarde.

–Yo no soy tu camarero –replicó él secamente, y luego añadió poniéndole en la mano cinco billetes de cien dólares que sacó de la cartera que llevaba en el bolsillo–: Disfruta de la fiesta. Cuando te canses, toma un taxi y vete a casa.

–¿Significa eso que me dejas aquí tirada? –exclamó ella desconcertada, agarrándole del brazo.

Él la miró y sintió pena por ella por un instante. Pero luego pensó que tendría una legión de hombres a su alrededor dispuestos a complacerla en todo en cuanto él se marchase.

–No te preocupes, maya krasavitsa. Encontrarás a otro que esté a tu altura –respondió él dándose la vuelta y dirigiéndose en busca de la heredera de los Sullivan.

Caroline bajó en el ascensor hasta la planta baja y salió a la calle. El corazón le latía con fuerza, la cabeza le retumbaba y sentía un nudo en la garganta. Se echó el chal por encima y trató de recobrar el aliento, reprimiendo las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos.

Sonrió levemente al portero cuando le preguntó si quería un taxi.

–Sí, por favor –respondió ella con voz temblorosa.

Sabía que tendría que acabar encontrándose con él antes o después. Los periódicos habían publicado la noticia de su regreso a la ciudad y el objetivo que le había llevado a hacerlo.

Estrujó el chal entre los dedos. No había esperado que tuviera que enfrentarse a él tan pronto. Había imaginado que la ocasión tendría lugar en la mesa de un consejo de dirección.

No tenía claro cómo afrontar el encuentro. Había bastado un cruce de miradas para hacerle revivir todas las emociones del pasado que creía haber enterrado ya al cabo de los años.

–Caroline.

Creyó derretirse al escuchar su nombre como una caricia en aquellos labios que tanto había amado. Pero no, eso había terminado. Ella era una mujer sensata que había tomado una decisión en una situación muy crítica y que volvería hacer lo mismo si se dieran las mismas circunstancias. Había logrado salvar el negocio de su familia y ahora volvería a hacerlo, aunque Roman Kazarov y su empresa multinacional tuvieran otras pretensiones.

–Señor Kazarov –respondió ella con una tenue sonrisa no exenta de cierto temblor en los labios.

Vio cómo la miraba con sus ojos azules, tan brillantes y a la vez tan fríos como el hielo, y sintió una desazón en el vientre. Seguía tan increíblemente atractivo como antes. Alto, atlético, con el pelo oscuro y los hombros anchos. Y con aquellas facciones tan varoniles y perfectas que hubieran hecho las delicias de cualquier pintor o escultor.

O de un reportero gráfico.

Ella había visto las fotos que las revistas habían publicado de él cuando comenzó a irrumpir con fuerza en el mundo de los negocios hacía un par de años. Aún recordaba aquella ocasión en la que Jon le ofreció el periódico para que viera las fotos mientras estaban desayunando. Casi estuvo a punto de dejar caer la taza del café si su marido no le hubiera sujetado la mano. Jon era el único que sabía el efecto que aquellas noticias podían causar en ella. A lo largo de los años posteriores, ella estuvo siguiendo con inquietud el ascenso imparable de Roman, convencida de que regresaría algún día e iría a buscarla.

–Caroline, ¿es así como saludas a un viejo amigo, después de lo que fuimos el uno para el otro?

–No sabía que fuéramos amigos –dijo ella, recordando con pesar la forma en que él la había mirado aquella aciaga noche en la que ella le dijo que no volverían a verse nunca más.

Podía aún escuchar de nuevo su voz diciéndole que la amaba. Ella hubiera deseado poder decirle lo mismo, pero le había mentido. Lo había herido. Había visto su cara de decepción y dolor. Y luego de ira y odio.

Ahora, en cambio, parecía como si nada le importara. Se le veía frío y sereno, mientras ella estaba hecha un manojo de nervios.

Pero ¿por qué?, se preguntaba. Había hecho lo que tenía que hacer. No se arrepentía de nada. Había hecho lo correcto. No podía anteponer su felicidad sobre el bienestar de todas las personas cuya subsistencia dependía del negocio de la cadena Sullivan’s.

Roman clavó la mirada en el chal que le cubría los pechos. Ella llevaba un traje de noche negro sin tirantes y se sintió como si estuviera desnuda ante su mirada sombría y penetrante.

–Dejémoslo entonces en viejos conocidos –replicó él–. O en viejos amantes.

Ella desvió la mirada con gesto tembloroso hacia la Quinta Avenida. El tráfico era muy denso a esa hora. Apenas se movían los coches. Tal vez algún vehículo averiado estuviera obstaculizando el tráfico. El taxi tardaría en venir. ¿Cómo podría soportar la espera?

–¿No quieres recordar? –dijo Roman–. ¿Prefieres fingir acaso que no hubo nada entre nosotros?

–Sé muy bien lo que hubo entre nosotros. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

–Siento lo de tu marido.

Ella sintió una punzada en el corazón. Pobre Jon. Si alguien se había merecido ser feliz en toda aquella historia, había sido él.

–Gracias –respondió ella con la voz quebrada.

Jon había fallecido hacía un año, pero ella seguía recordando con dolor aquellos últimos meses en los que la leucemia había hecho estragos en su cuerpo. Había sido una muerte injusta.

Bajó la cabeza, tratando de ocultar las lágrimas. Jon había sido su mejor amigo, su compañero, y aún le echaba de menos. Recordó que él le había dicho que tenía que ser fuerte, como él lo había sido luchando contra su enfermedad hasta el último momento.

–No funcionará –exclamó ella, sacando una voz firme y segura de no sabía dónde.

–¿Qué es lo que no funcionará, querida? –replicó Roman, arqueando una ceja.

Ella sintió un escalofrío. En otro tiempo, esas palabras, con aquel peculiar acento ruso, habían sido para ella como una caricia. Ahora, sin embargo, las sentía como una amenaza.

Alzó la cabeza y lo miró fijamente. Roman tenía una sonrisa irónica en los labios.

Un demonio, un canalla despiadado. Eso era en lo que se había convertido. Así era como lo veía en ese momento. Sabía que no había vuelto para hacerle ningún favor. No iba a tener piedad de ella. Sobre todo, si llegaba a descubrir su secreto.

–No conseguirás ablandarme con tus palabras. Sé lo que quieres y estoy dispuesta a luchar.

–Me parece muy bien, pero esta vez no ganarás –respondió él con una sonrisa, y luego añadió mirándola con los ojos entornados–: Es curioso, nunca hubiera imaginado que tu padre pudiera dejarte la dirección de la empresa. Siempre pensé que aguantaría en el despacho hasta el final.

–La gente cambia –dijo ella fríamente, sin poder ocultar la sensación de temor que sentía últimamente cada vez que alguien hablaba de su padre.

Sí, la gente cambiaba. Pero, a veces, esos cambios eran completamente inesperados.

Se sintió invadida por una oleada de amor, a la vez que de tristeza, pensando en su padre, sentado en su confortable sillón mirando al lago a través de la ventana. Había días en que la reconocía al verla, pero la mayoría no.

–Mi experiencia me dice lo contrario. Nadie cambia realmente –replicó él, volviendo a mirarla de arriba abajo–. A la gente le gusta a veces que los demás piensen de ellos que han cambiado, pero solo lo hacen para protegerse a sí mismos. Yo creo que no es verdad. Nadie cambia.

–Creo que has debido de conocer a muy pocas personas. Todos cambiamos. Nadie es siempre igual.

–Es cierto, pero solo en las cosas sin importancia, no en lo esencial. Una persona cruel y despiadada no se convierte en compasiva y bondadosa de la noche a la mañana.

Caroline sabía que estaba hablando de ella, refiriéndose a aquella noche en la que ella había despreciado su amor. Hubiera deseado desdecirse y decirle la verdad, pero... ¿de qué valdría ya?

–A veces las cosas no son como parecen –dijo ella–. Las apariencias pueden resultar engañosas.

–Nadie mejor que tú para decir una cosa así –replicó él con una mirada tan fría como el hielo.

Ella comprendió la irónica acusación pero fingió no darse por aludida.

–En todo caso, mi padre se ha replanteado su vida y está disfrutando estos días en su finca del campo. Es un descanso que se tiene bien merecido. Ha trabajado muchos años.

Apretó los dientes y miró hacia la calle con la esperanza de ver llegar un taxi y que él no la viera llorar. Por lo general, sabía controlar sus emociones, pero pensar en la enfermedad de su padre en presencia del hombre al que una vez había amado, era superior a sus fuerzas.

–No sabía que estuvieras interesada en hacerte cargo del negocio algún día –dijo Roman, en un claro tono de burla–. Pensé que te interesaban más otro tipo de cosas.

–Como ir de compras y hacerme la manicura, ¿verdad? –replicó ella, desviando la mirada–. Te equivocas, esas nunca fueron mis prioridades.

Cierto. Pero sí habían sido las de sus padres. Las mujeres de los Sullivan no se ensuciaban las manos trabajando. Se casaban con hombres de buena posición y se dedicaban a las obras benéficas. Ella había expresado su deseo de aprender el negocio y su padre, Frank Sullivan, en un acto de condescendencia, había accedido a enseñarle algunas cosas. Pero siempre había estado en el pensamiento de todos que Jon sería el que llevase la empresa cuando Frank se jubilase.

Sin embargo, ahora, tras la muerte de Jon y la inesperada enfermedad de Frank Sullivan, ella era la única opción viable. Y era muy buena en todo lo que hacía. Estaba obligada a serlo.

–Has tenido un mal año –dijo Roman suavemente.

Ella sintió un sobresalto al escuchar sus palabras. Tenía razón. Había sido un mal año para ella. Pero aún conservaba la cadena Sullivan’s. Y lo que era aún más importante, tenía a su hijo y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para que heredase el imperio Sullivan’s algún día.

–Podría haber sido peor –replicó ella, sin mirarle a los ojos.

Era algo que se había repetido constantemente en las últimas semanas, aunque no acertaba a ver qué cosas peores podrían haberle pasado después de haber perdido a su marido a causa de un cáncer y de tener ahora a su padre con demencia senil.

–Y lo es, Caroline –dijo él–. Por eso estoy aquí. No acostumbro a entrar en escena hasta que una compañía está en apuros y se las ve y se las desea para pagar sus créditos.

Caroline lo comprendió todo de repente. Estaba hablando de sus almacenes. De Sullivan’s. Por un momento, había llegado a creer que estaba tratando de ayudarla. Aunque, ¿por qué iba a hacerlo? Ella era la última persona por la que él sentiría algún tipo de compasión.

–Roman, has cosechado muchos éxitos estos últimos años, pero tengo que decirte que esta vez no estás bien informado. No conseguirás apropiarte de Sullivan’s por mucho que lo intentes –dijo ella muy seria, y luego añadió, señalando a la multitud de coches que atascaban la Quinta Avenida y a los carros de caballos que paseaban a los turistas junto a Central Park–: Ha sido un año muy malo para todos, pero mira a tu alrededor. La ciudad está viva. Toda esa gente que ves está trabajando y necesita los productos de Sullivan’s. Quieren lo que nosotros tenemos. Nuestras ventas han subido un veinte por ciento este trimestre y la tendencia sigue al alza.

–Es verdad, Caroline –replicó Roman, con una sonrisa burlona–. Uno de tus almacenes ha incrementado sus ventas en un veinte por ciento, pero la mayoría ha entrado en pérdidas. Deberías haber vendido los menos rentables para no verte ahora en la situación en la que estás.

–Gracias por tu opinión, pero nadie te la ha pedido –dijo ella secamente.

–He hecho mi propio estudio de mercado y sé que Sullivan’s tiene los días contados –dijo Roman–. Si quieres conservar tus almacenes tendrás que cooperar conmigo.

Caroline alzó la barbilla. Era un gesto habitual en ella desde que había asumido la dirección de Sullivan’s. Ya no era aquella mujer joven e ingenua que se había enamorado, cinco años atrás, de aquel hombre contra todos los dictados de la razón y el sentido común.

–¿Por qué razón tendría que confiar en ti? ¿Piensas que voy a transferirte el control de Sullivan’s con la esperanza de que tú lo salves? Esas tiendas han sido de mi familia durante cinco generaciones. Estaría loca si tomase una decisión como esa. Créeme, no soy ninguna estúpida.

Afortunadamente, un taxi se abrió paso en ese momento entre el tráfico y se detuvo en la acera.

–Señora, su taxi –exclamó el portero uniformado, abriéndole la puerta con mucha solemnidad.

Caroline entró en el vehículo. Iba a darle al conductor la dirección a la que quería ir cuando vio a Roman en la puerta con ademán de entrar.

–Este es mi taxi –protestó ella.

–Voy en la misma dirección –respondió él, sentándose a su lado y dándole al conductor una dirección del distrito financiero.

Ella estaba que echaba chispas pero procuró mantener la calma. Su corazón estaba como una mariposa atrapada dentro del pecho. No podía dejar que Roman la acompañara a su casa y se enterara de dónde vivía. Si Ryan acertara a salir por alguna razón...

Dio al taxista una dirección de Greenwich Village. Pero no la de su casa, sino la de otra que quedaba a dos manzanas de ella. Podría bajarse allí e ir luego andando.

–¿Cómo sabías que íbamos en la misma dirección? –preguntó ella cuando el taxi arrancó.

–No lo sabía, pero no llevo prisa –respondió él, encogiéndose de hombros–. Te habría acompañado igual aunque hubieras ido en dirección contraria. Luego habría dado la vuelta.

–Me parece una pérdida de tiempo –dijo ella, ajustándose el chal en los hombros.

–Todo lo contrario. Así podré estar a solas contigo.

Caroline sintió un vuelco en el corazón. Un intenso rubor subió por sus mejillas, recordando los besos clandestinos que se habían dado en el pasado compartiendo un taxi como aquel.

Trató de no pensar en ello. Se desplazó en el asiento para estar lo más lejos posible de él y se puso a mirar por la ventanilla a la gente que pasaba por la calle. Vio a una pareja en la acera riendo y besándose. Sintió envidia de ellos.

Cuando volvió la cabeza sintió los ojos de Roman observándola atentamente.

–¡Ah, el amor! –exclamó él, con tono de cinismo.

Caroline cerró los ojos y tragó saliva. Estuvo tentada de pedirle perdón por el daño que le había hecho en el pasado, pero se mordió el labio inferior para no hacerlo. Ya se lo habían dicho todo cinco años atrás. Era demasiado tarde y él tampoco era ya el mismo hombre de antes.

–¿Qué quieres de mí? –preguntó ella con un tono de voz que le sonó extraño hasta a ella misma.

–Sabes perfectamente lo que quiero y a qué he venido.

–Creo que estás perdiendo el tiempo. Sullivan’s no está en venta.

Se produjo un largo silencio. Luego, él soltó una carcajada.

–Venderás, Caroline –replicó Roman con una voz profunda y sensual–. Lo harás porque no soportarás ver cómo la empresa de tu familia se viene abajo. Sigue ofuscada en tu idea y verás cómo los proveedores irán cortándote las líneas de crédito. Dejarán de servirte los pedidos y tus almacenes se quedarán sin artículos. La reputación de Sullivan’s reside en su calidad y su carácter exclusivo. ¿Estarías dispuesta a renunciar a las primeras marcas y conformarte con productos de segunda categoría, teniendo que decir a tus clientes que ya no puedes permitirte el lujo de ofrecerles el mejor caviar ruso, el mejor salmón ahumado, las tartas más selectas de Josette, los bolsos de los mejores diseñadores italianos o los trajes de caballero más exclusivos?

Caroline se estremeció al oír esas preguntas, no por retóricas eran menos inquietantes. Ella había analizado la lista de sus proveedores y había estudiado la forma de hacer recortes sin que ello repercutiese en la calidad de la marca Sullivan’s. Las tiendas de tipo delicatessen, suponían un coste muy alto para la empresa y había pensado en reducirlas e incluso suprimirlas.

Hubiera querido poder consultar una decisión así con su padre y con Jon, pero por desgracia ninguno de ellos podía ya asesorarla. Ella sola tenía que tomar esas decisiones tan duras y difíciles. Y estaba dispuesta a tomarlas. Por Ryan. La familia lo era todo para ella.

–No pienso discutir esto contigo –dijo ella con la voz más firme que pudo–. Aún no eres el dueño de Sullivan’s. Mientras yo esté al cargo de la empresa tus opiniones carecen de valor para mí.

–Creo que no comprendes la gravedad de la situación, solnyshko. Es inútil lo que digas. La bancarrota de tu empresa es tan inevitable como la puesta de sol al atardecer.

–Nada es inevitable. Pienso luchar contra ti con todos los medios a mi alcance. No ganarás.

–Te equivocas –dijo él con una sonrisa tan letal como atractiva–. Esta vez me saldré con la mía.

–¿Es eso una amenaza? No puedes comprar Sullivan’s llevado solo por un deseo de venganza.

–¿Es eso lo que crees, querida? He estado dando mil vueltas a lo que pasó aquella noche... a mis... sentimientos y he llegado a la conclusión de que no eran realmente lo que había imaginado. Estuve enamorado de ti, es cierto. Pero ¿amor? No, eso no.

Ella no debería haber sentido dolor al oír esas palabras, pero la hirieron en lo más hondo de su alma. Lo había amado tanto que había estado convencida de que él la correspondía. Y ahora, en cambio, le acaba de decir que nunca la había amado. Todo había sido una ilusión.

–Entonces, ¿a qué has venido? –preguntó ella muy seria–. ¿Qué te importa a ti Sullivan’s? Posees ya una de las cadenas comerciales más importantes del mundo. No necesitas mis almacenes.

Roman esbozó una sonrisa irónica y se inclinó hacia ella. Sus ojos brillaban como luciérnagas bajo el reflejo de las luces del tráfico. Ella sintió un escalofrío pensando en lo que él se proponía hacer y en la forma en que ella podría reaccionar.

–Tienes razón, no los necesito, pero los deseo. Igual que te deseo a ti.

Capítulo 2

Kazarov, tan implacable en los negocios como en la cama

Él no había pretendido que la cosa llegara tan lejos. Pero, una vez hecho, quería saber su reacción. Caroline sintió la respiración entrecortada, abrió sus ojos color verde miel, pero luego bajó las pestañas para no ver a Roman, en un esfuerzo por dominar su nerviosismo.

Desde que él la había visto en la acera, había estado recordando con amargura cómo habían sido las cosas entre ellos. Él era muy selecto con las mujeres. Le gustaban esculturales, pero de una belleza sofisticada casi artística, y ella era solo una mujer guapa, sin más.

Sin embargo, cuando ella alzó las pestañas y clavó los ojos en él, Roman sintió una extraña desazón en el estómago. Era una reina de hielo y él deseaba derretir su frialdad exterior.

–¿Por qué? –exclamó ella con voz trémula.

–Tal vez, porque no he tenido aún suficiente de ti –respondió él, con indiferencia–. O tal vez, porque deseo humillarte como tú me humillaste a mí.

–Tú no eres de ese tipo de hombres –replicó ella, apretando entre las manos el bolso que llevaba–. No puedes querer en serio obligarme a que me acueste contigo.

–No tienes ni idea del tipo de hombre que soy, solnyshko. Nunca llegaste a conocerme.

Vio como ella temblaba y estuvo a punto de ablandarse. Pero no podía olvidar lo fría y cruel que había sido aquella noche en la que él le había abierto su corazón y ella lo había despreciado.

Apretó la mandíbula al recordar sus palabras de aquella noche: «No te amo, Roman. ¿No lo comprendes? Yo soy una Sullivan y tú solo un hombre que trabaja para mi padre».

Él no era, por entonces, suficiente buen partido para Caroline Sullivan-Wells y para su orgullosa familia de sangre azul. Había pasado por alto ese detalle y su error le había costado muy caro. Había tenido que abandonar Estados Unidos y regresar a Rusia sin trabajo y sin dinero. Había estado enviando casi todo lo que ganaba a la residencia donde atendían a su madre. Había perdido mucho más que a la mujer de la que creía estar enamorado, lo había perdido todo.

–Tengo un hijo, Roman. No hay espacio en mi vida más que para él.

Roman sintió una gran amargura. Sí, ella había tenido un hijo con Jon Wells, a los pocos meses de haber roto con él. No había tenido ningún problema en irse con otro hombre y casarse con él.

–No creo haber hablado para nada de una relación –dijo él secamente.

–No me acostaré contigo, Roman. Puedes hacernos a mi empresa y a mí todo el daño que quieras, pero no conseguirás tan fácilmente eso que deseas.