Justicia y psicoterapia de cuarto orden - Esteban Laso - E-Book

Justicia y psicoterapia de cuarto orden E-Book

Esteban Laso

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Toda patología nace de la injusticia; toda terapia parte del reconocimiento de la injusticia. Esta es la idea radical que proponen Esteban Laso y Lidia Karina Macías-Esparza, sobre la que nos convocan a reflexionar con el apoyo de referencias muy sólidas en su campo como son Celia Jaes Falicov, Raúl Medina Centeno y Álvaro Ponce-Antezana. Consideran que el tema de la injusticia, tal y como ellos proponen en esta obra, es necesario que esté presente en la discusión psicoterapéutica. Porque si bien, la lista de situaciones de injusticia que podemos encontrar en la práctica psicoterapéutica es bien amplia y en toda la gama de intensidad, sin embargo, no siempre se tratan como tales pues acaban eclipsadas por múltiples causas (neutralidad, circularidad, subjetividad, etc.). Estos autores nos invitan, por tanto, a romper esta ceguera para reconocer así la injusticia de aquellos que la sufren. Nos dicen: "La injusticia es un parásito de la mente que se contagia casi siempre en la infancia, pero se reproduce a lo largo de todo el ciclo vital –a menos que lo reconozcamos y sanemos las heridas en donde prolifera".

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Esteban Laso Ortiz y Lidia Karina Macías-Esparza (Coords.)

 

 

Justicia y psicoterapia de cuarto orden: el paradigma participativo

 

 

© 2024 Esteban Laso Ortiz y Lidia Karina Macías-Esparza (Coords.)

Celia Jaes Falicov, Raúl Medina Centeno, Álvaro Ponce-Antezana

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

 

 

 

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© EDICIONES MORATA, S. L. (2024)

Tiétar, 1, 3.º C

28231 Las Rozas (Madrid)

www.edmorata.es

Derechos reservados

ISBNpapel: 978-84-19287-94-6

ISBNebook: 978-84-19287-95-3

Depósito legal: M-20.980-2024

Compuesto por: MyP

Printed in Spain — Impreso en España

Imprime: ELECE Industrias Gráficas, S. L. (Madrid)

Diseño de portada por Ana Peláez Sanz

Nota de la editorial

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Para Iker y Sofía. Para mi familia, por todo su amor.

Lidia

 

 

Para mi familia.

Esteban

Agradecimientos

Prólogo, Alicia Moreno

Referencias bibliográficas.

Introducción, Esteban Laso Ortiz y Lidia Karina Macías-Esparza

Referencias bibliográficas.

CAPÍTULO 1. El paradigma participativo: más allá del tercer orden, Esteban Leonardo Laso Ortiz y Lidia Karina Macías-Esparza

Necesidades relacionales, emociones y reconfirmación.—Una raíz ontológica: agencia y comunión.—Una breve (y juguetona) historia de los órdenes de terapia familiar.—“Las familias ¡están hechas de individuos (que dialogan)!”: la segunda cibernética y el (re)descubrimiento de los individuos y las conversaciones.—Leer el menú no es probar los platillos.—“Los individuos y las familias ¡forman parte de una sociedad!”: tercer orden e interseccionalidad.—Cambiar las palabras versus cambiar los corazones: los límites del tercer orden norteamericano.—De “lo personal es político” a “lo político supera lo personal”: la interseccionalidad y la desaparición de lo singular.—Agencia, comunión y metafísica: el verdadero “cambio de tercer orden”.—Participar de sí misma para que los demás participen de sí y entre ellos: la tarea de la terapeuta.—Justicia y psicoterapia: comunión y “reverencia por la vida”.—La responsabilidad como perenne potencial: de la “cosa” a la función de onda.—De la injusticia originaria a la justicia ontológica: Lazarus y el milagro de convertirse en uno mismo.—Consecuencias de la injusticia ontológica.—Educar sin recortar: la promesa de redención.—Injusticia ontológica y teorías de la psicoterapia.—En pos de “lo Sagrado”: espíritu y terapia (sistémica y más allá).—Referencias bibliográficas.

CAPÍTULO 2. El ocultamiento de la injusticia detrás del individualismo afectivo. Sentir la ecología para recuperar el bienestar, Raúl Medina Centeno

Introducción.—La injusticia social.—Los individualismos como agentes empíricos y morales.—Sentimiento de injusticia.—Del individualismo institucional al individualismo afectivo.—La familia nuclear heterosexual.—El individualismo afectivo.—La meritocracia y la psicología de la felicidad.—La meritocracia.—Las psicologías en busca de la felicidad individual.—La felicidad líquida.—En busca de experiencias psicoterapéuticas liberadoras.—La felicidad y su impacto en la crianza familiar.—¿Cómo definir la felicidad?—Las emociones como instrumento del poder.—Lo emocional en las políticas públicas: el caso de la familia y el género.—La injusticia social dentro de la micro-política familiar.—El pensamiento de tercer orden y la psicoterapia relacional.—Conclusiones.—La naturaleza ecológica del cuerpo, las emociones y el malestar.—Más allá de la conciencia reflexiva y emocional de tercer orden: la resistencia activa.—Sentir la injusticia social para indignarse.—El poder de la indignación amorosa.—La ecología del bienestar para enfrentar la injusticia.—Referencias bibliográficas.

CAPÍTULO 3. Desafíos del trabajo con varones en psicoterapia: Hacia masculinidades más compasivas. Un equilibrio entre agencia y comunión, Álvaro Ponce-Antezana

Introducción.—Intervención con varones desde una perspectiva de género.—Consideraciones de la masculinidad.—Socialización de género y educación.—La paradoja de la masculinidad.—Poder, agencia y comunión.—La psicoterapia con varones.—¿Qué es la Terapia Centrada en la Compasión?—La Compasión y la psicoterapia con varones.—Atrapamiento entre los sistemas de equilibrio emocional: entre el sistema de amenaza y búsqueda.—Importancia de definir claramente qué es Compasión.—Miedo a la compasión en los hombres.—El desafío de los hombres al enfrentarse a sus emociones.—Aprender a vivir relacionalmente frente a acciones de conflicto y agresividad.—La vergüenza y la grandiosidad entre hombres: Desentrañando las dinámicas internas.—Un viaje hacia el verdadero Yo: Ser más uno mismo.—Aprender a vivir una vida compasiva y comprensiva.—Conclusiones y consideraciones finales.—Algunos aspectos críticos sobre la intervención psicoterapéutica con hombres.—Algunos desafíos en la intervención con hombres en psicoterapia.—Algunos aspectos prácticos sobre la intervención psicoterapéutica con hombres.—Palabras finales.—Referencias bibliográficas.

CAPÍTULO 4. Diversidad cultural y desigualdad sociopolítica: Activismo colaborativo y activismo crítico en la terapia familiar, Celia Jaes Falicov

Introducción.—La terapia familiar siempre fue más allá que dentro de la gente.—El enfoque MECA y las distinciones que hay entre diversidad cultural y justicia social o desigualdad sociopolítica.—El pasado es prólogo.—Una gama de activismo social.—A. Activismo social a través de la colaboración.—Usando MECA para una Evaluación Inicial de la Familia y su Contexto Ecológico.—Cuando aceptar que la Injusticia es un acto resiliente de sobrevivencia.—B. Activismo social a través de contrarrestar o luchar contra la injusticia.—Usando MECA identidad de sobreviviente con fortalezas como diferente a la de víctima.—Instilando esperanza.—La solidaridad étnica y racial como recurso emocional y activismo grupal.—Los niños son esperanza de concientización, autoprotección y cambio.—Centrando la voz de los clientes en el proceso terapéutico desde el activismo A o B.—Una reflexión final.—Referencias bibliográficas.

CAPÍTULO 5. Intervención psicoterapéutica en situaciones de violencia de pareja: ¿qué deben saber las y los profesionales de la salud mental y la psicoterapia?, Lidia Karina Macías-Esparza y Esteban Laso Ortiz

Introducción.—Por qué es insuficiente la visión tradicional sistémica de la violencia de género en pareja.—Violencia de género en pareja: características diferenciales.—De la “violencia doméstica” a la violencia de género: una evolución conceptual.—La psicoterapia: ¿a la zaga de los avances en sensibilidad al género?—Primeras conceptualizaciones: el “golpeador” y la “personalidad abusiva”.—El giro sistémico y la circularidad restringida.—El retorno de la doble ceguera.—Un ejemplo de intervención desactualizada, o por qué la terapia de pareja no es aconsejable en la violencia de género en pareja.—El tercer orden y la crítica a la circularidad.—Hacia el cuarto orden: el paradigma participativo.—La participación en la práctica: principios de la intervención.—La Intervención terapéutica: primera entrevista.—Evaluación del riesgo y planificación de seguridad.—Distinguiendo los tipos de violencia: la importancia del diagnóstico relacional.—Eligiendo la modalidad de intervención.—Características transversales de las y los terapeutas para el trabajo con víctimas.—Formación específica en atención a las violencias y perspectiva de género.—Visión procesual.—Reconocer las dinámicas de poder y promover la igualdad relacional.—Evaluar y afianzar la alianza terapéutica.—Reconocimiento de las necesidades relacionales.—Desafiar a las personas a corresponsabilizarse de sus violencias y tomar una postura.—Autocuidado, supervisión y covisión.—Referencias bibliográficas.

Agradecimientos

Lidia y Esteban queremos agradecer: a nuestros consultantes, que tanto nos han enseñado en su búsqueda de justicia; a nuestros alumnos, cuyos deseos de aprender nos inspiran y fortalecen; a nuestros colegas, en especial a Raúl Medina por su apoyo constante y a Perla Montes de Oca por su presencia cálida; a Celia Falicov y Álvaro Ponce, por confiar en los timoneles de esta nave que, ahora que la lectora la tiene en sus manos, llega a puerto por fin.

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Prólogo

He aceptado con ilusión y humildad la tarea de escribir el prólogo de este libro porque aborda temas que me parecen muy interesantes y necesarios, y porque valoro mucho el trabajo de Esteban Laso y Lidia Macías-Esparza, los artífices de esta obra colectiva. He tenido también la suerte de reencontrarme virtualmente con Celia Falicov y Raúl Medina, otras dos personas a las que admiro, y de aprender del trabajo de Álvaro Ponce, a quien he descubierto a través de este libro. Me alegro mucho de haber sido invitada a esta “reunión literaria” con gente tan interesante, y espero contribuir con estas líneas a subrayar algunas de las aportaciones más relevantes del libro y a invitar a muchos psicoterapeutas a comprarlo, leerlo y aplicarlo en su trabajo. Ojalá que esta publicación nos ofrezca la oportunidad de encontrarnos en directo, junto con los lectores y lectoras que se compartan el interés por incluir en la terapia sistémica una perspectiva de justicia social y relacional.

Tal como Lidia y Esteban comentan en la introducción, su intención es seguir avanzando en el camino abierto por la terapia de tercer orden, que ha puesto de manifiesto “el impacto de la injusticia social en la patología y la necesidad de incorporarla a la psicoterapia”, vinculando los malestares individuales y familiares con los sociales, incluyendo aspectos como el racismo, clasismo o sexismo. En el primer capítulo nos invitan a hacer un recorrido por la evolución de la terapia sistémica, que resumo y comento aquí brevemente porque creo que es el mapa básico para situar las propuestas de intervención de este libro.

En una primera etapa, la figura del terapeuta era la del técnico en “desatascar” sistemas relacionales disfuncionales, anclados en homeostasis rígidas. En la llamada segunda cibernética, se enfatizó sobre todo la capacidad de los sistemas de evolucionar por sí mismos, y la necesidad, por tanto, de los/as terapeutas, de facilitar ese cambio desde una postura menos directiva, más colaborativa, que incluyese no solo las interacciones sino las narrativas familiares. Muy significativo en este enfoque fue la inclusión de la figura de las/os terapeutas, ya que nuestras propias vivencias en la familia, creencias y pre-juicios forman parte inevitable de la co-construcción de la realidad con los consultantes. Por tanto, estamos llamadas a revisar esos sesgos (realizando, por ejemplo, un trabajo vivencial sobre nuestra propia familia de origen), para no imponer nuestras particulares construcciones de la realidad frente a las de las personas que nos consultan. Lo que añade posteriormente la llamada terapia de tercer orden, propuesta por McDowell, Knudson-Martin y Bermúdez (2019) y desarrollada extensamente por Medina (2022) es ampliar nuestro foco como terapeutas para ver cómo el sufrimiento, conflictos y dilemas de nuestros consultantes no sólo se conectan con su historia familiar, sino que también son en gran medida reflejo de (a) desigualdades sociales estructurales que se ejercen en función del género, orientación sexual, etnia, aspecto físico, clase social, etc., y (b) discursos sociales dominantes que establecen qué versiones de la realidad y formas de estar en el mundo (basados en la perspectiva de las personas o grupos en posiciones de poder) son más válidas, preferibles o legítimas. ¿Y qué hacemos como terapeutas para trasladar esta perspectiva de justicia social a nuestras intervenciones? Incluir estas variables “macro” en la formulación que hacemos de los problemas por los que nos consultan, los temas que exploramos en terapia o las preguntas que hacemos (y, añadiría yo, explorando estos factores sociales y los efectos de nuestros privilegios o experiencias de discriminación en los programas de formación y el trabajo sobre la persona del terapeuta). Gran parte del texto de este libro describe ampliamente y desde las perspectivas de los diferentes autores cómo se entrelaza lo social, relacional, intergeneracional, emocional e individual, incluyendo una perspectiva de género; cómo podemos los y las terapeutas ser agentes de cambio social sin alejarnos de los temas y vivencias más significativos para nuestros consultantes; cómo intentar que la terapia sea un espacio de toma de conciencia, resistencia y reparación de los efectos de las violencias estructurales e injusticias sociales, a la vez que una oportunidad de transformación emocional y relacional que rompa la cadena de transmisión intergeneracional de injusticias.

Celia Falicov es una de las autoras que más extensamente ha investigado, publicado y desarrollado los temas de la diversidad cultural y justicia social en la terapia familiar, a partir de su trabajo con familias inmigrantes en EE. UU. En su capítulo nos invita a preguntarnos sobre las consideraciones éticas y clínicas de dos tipos de postura como terapeutas de tercer orden, comprometidos con el activismo social. Una postura es la de quienes consideran necesario y prioritario introducir explícitamente en el diálogo terapéutico las cuestiones relacionadas con los efectos de la discriminación racial, económica, política, los prejuicios, etc. (una especie de resistencia activa a los discursos dominantes y de concientización social de los pacientes). Y la otra postura es la de quienes consideran que esto debe hacerse cuidando al máximo que en la relación terapéutica no acabemos reproduciendo mecanismos de poder en los que esa especie de “psicoeducación política”, aun siendo bienintencionada, sitúe nuevamente a los consultantes en una posición de inferioridad frente al conocimiento experto del terapeuta. A través de dos casos clínicos con los que ilustra ambas posturas, Celia Falicov nos invita a tener muy presente cómo utilizamos nuestro poder en el espacio terapéutico, y cuáles son las implicaciones clínicas y éticas de nuestras intervenciones. En última instancia, plantea la autora, la cuestión clave, más allá de nuestras propias creencias, sería: ¿qué efecto tiene eso en los consultantes?, ¿cómo encajan (o no) con sus preferencias y contexto, y qué posibles consecuencias pueden tener para ellos los cambios, reencuadres, tareas, etc., que les proponemos?

Raúl Medina, como comenté anteriormente, es otro de los pioneros del desarrollo de la teoría y la práctica de la terapia de tercer orden (Medina, 2022). En su capítulo nos ayuda a identificar cómo las injusticias sociales se introducen y perpetúan en la psicoterapia, en las relaciones familiares y en las emociones, a partir de discursos dominantes como el de la meritocracia y el culto por la felicidad individual. Se invisibilizan y justifican las desigualdades, promoviendo un individualismo que establece que el éxito, y por lo tanto, también el fracaso, son resultado casi exclusivo de la motivación y esfuerzo individual. Así, se interiorizan los efectos de la injusticia, que acaba reproduciéndose a partir de los modelos, mandatos o parámetros sociales incorporados por la familia, y sintiéndose como un fallo o incapacidad del individuo que no cumple o alcanza esos estándares. A través del mapa que nos propone el autor, siempre es posible preguntarse y explorar en terapia cuáles son los discursos dominantes que están en la base de los problemas por los que nos consultan, identificando así cómo se cuelan y reproducen en las relaciones y las emociones el clasismo, el patriarcado, o la mitología de la familia tradicional, por ejemplo. Raúl Medina propone una psicoterapia enfocada en “provocar una indignación amorosa y colectiva ante los agravios estructurales”, entendiendo la felicidad como “un escenario socioemocional amoroso y crítico, no individual”: “indignarse juntos abre el diálogo solidario y potencia el poder para el cambio”. La injusticia se enfrenta desmontándola desde dentro, desactivando los propios patrones familiares que perpetúan el maltrato o la exclusión.

Basándose, entre otros, en el trabajo desarrollado por Celia Falicov y Raúl Medina, Esteban Laso y Lidia Macías-Esparza exponen en el primer capítulo del libro el “paradigma participativo” que da título al libro: una terapia de tercer orden que reconozca y conecte las injusticias de distinto orden (estructurales, políticas, familiares, intergeneracionales, interpersonales, etc.) que están en la base todas las patologías, y que enfoque la intervención psicoterapéutica en la experiencia emocional destinada a “restaurar la comunión”, mediante el “reconocimiento de las necesidades relacionales de amor y respeto” que han sido deshonradas. Esta propuesta de intervención incorpora los principios de la Terapia Experiencial Profunda (Laso y Canevaro, 2022), que se basa en la distinción entre dos estilos básicos de relación: la agencia, “que surge del esfuerzo por individualizar y expandir el yo e involucra cualidades como la eficiencia, la competencia, dominar el entorno, afirmarse, experimentar logros y poder”; y la comunión, “que surge del esfuerzo por integrarse en una unidad social más amplia a través del cuidado de los demás e implica cualidades como la benevolencia, la cooperación, la empatía y el sentido de pertenencia”. La agencia se refleja en la necesidad de ser respetados, y la comunión, en la de ser queridos. Y aunque ambas dimensiones son complementarias y forman parte de nuestra experiencia emocional y relacional, los autores subrayan que restaurar la comunión con uno mismo y con los demás es la clave del cambio, la forma de reparar las injusticias, “de abajo arriba”, enfocándonos en las relaciones con personas “con nombres y apellidos”. De esta forma nos invitan a superar las limitaciones de los modelos que, al incorporar la perspectiva de justicia social en la terapia, a veces han acabado por centrarse más en los aspectos “macro” relacionados con las narrativas dominantes y el ejercicio del poder, relegando quizá a un segundo plano lo emocional y relacional.

Creo que es un permanente reto para los y las terapeutas encontrar la forma de transitar entre lo “macro” y lo “micro” en nuestras intervenciones. Necesitamos explorar cómo se ejercen, mantienen y justifican las injusticias sociales y relacionales: quiénes reciben respeto, valoración, apoyo, solidaridad u ocupan lugares de privilegio, y cuándo o en función de qué características (por ejemplo, ser hombre o mujer) las personas son violentadas, descalificadas, sometidas, ignoradas, censuradas y/o forzadas, de alguna forma, a internalizar esa opresión. El modelo de Esteban y Lidia nos invita a atajar esas injusticias comenzando por la experiencia emocional de quienes las sufren y también de quienes las ejercen, como el hombre que, criado en un entorno social y familiar hostil y deprivado de afecto, y amparado la creencia social de que la violencia es un recurso legítimo para reafirmar la masculinidad, acaba recurriendo al abuso o sometimiento de otros. Y nos hacen reflexionar sobre el hecho de que, aunque muchos problemas se manifiesten como resultado de un ejercicio inadecuado o abusivo del poder (un exceso de “agencia” que no es equilibrada por la “comunión”), la forma de generar una transformación es precisamente fomentando en la terapia, en la familia, y en el contexto relacional de los consultantes, vínculos de diálogo solidario y colaboración, tal como exponen también Raúl y Celia en sus respectivos capítulos.

Una parte muy significativa de las injusticias sociales y relacionales tiene que ver con los efectos del machismo y el patriarcado. El capítulo de Álvaro Ponce sobre la terapia con hombres y el de Lidia Macías-Esparza y Esteban Laso sobre la violencia hacia las mujeres en la pareja subrayan precisamente una perspectiva de género dentro de la terapia de tercer orden que nos sirva para identificar y desmontar los “automatismos relacionales de género” que están en la base de muchos de los problemas y malestares de hombres y mujeres (aunque no sean explícitamente parte de su motivo de consulta). Por ello, debemos explorar los efectos del aprendizaje de los roles de género tradicionales, enmarcados en un contexto social que privilegia a los hombres y los valores identificados como masculinos, y desvaloriza y discrimina globalmente a las mujeres.

Desde mi propia práctica profesional, muy comprometida con explorar las cuestiones de género, me alegro al ver que cada vez hay más terapeutas sistémicos que incorporan esta perspectiva a su trabajo, como Lidia Macías-Esparza y Esteban Laso (por ejemplo, con su publicación de 2017). Y dado que hay más literatura sobre el enfoque de género con mujeres, me interesa especialmente conocer la propuesta de otros colegas como Álvaro Ponce, que ha desarrollado un modelo muy útil y esclarecedor para trabajar con hombres. Me resulta sorprendente y un poco triste que la perspectiva de género siga siendo algo relativamente minoritario dentro de la práctica de la terapia sistémica, tal como exponen Lidia y Esteban en el último capítulo, y creo que estos dos capítulos del libro son fundamentales para avanzar en esta línea.

El capítulo de Lidia y Esteban sobre violencia de género de la pareja nos recuerda que nosotros mismos como terapeutas podemos estar perpetuando las desigualdades e injusticias de género cuando nos olvidamos de considerar que, globalmente, hombres y mujeres parten de unas condiciones y un grado de legitimidad social muy diferentes, y esas diferencias de poder se traducen inevitablemente en su funcionamiento, por ejemplo, en las relaciones de pareja. La terapia de tercer orden nos ayuda a identificar esas dinámicas de poder que muchas veces están “naturalizadas”, y a buscar las formas de no perpetuarlas en la consulta. Típicamente, la socialización masculina (y la posición social de privilegio) lleva a los hombres a desarrollar su sentido de agencia y esperar respeto en sus relaciones, mientras que en las mujeres se fomenta su necesidad comunión, de dar y recibir afecto, muchas veces a costa de su propia autoafirmación. Aplicando los planteamientos de la terapia experiencial profunda y el paradigma participativo, prestaríamos atención en terapia a esas necesidades que no han sido honradas. Esto significaría legitimar en las mujeres una mayor agencia (ayudándolas a liberarse de la culpa que las mantiene “obedientes” al mandato de cuidar por encima de todo), y fomentar en los hombres una mayor comunión, tal como también expone Álvaro Ponce en su capítulo, ayudando a los hombres a reconocer los efectos limitantes de las construcciones tradicionales de la masculinidad, y la “injusticia ontológica que deshumaniza a los hombres porque les enseña a no cuidar y a no cuidarse”.

Frente a la culpa típicamente femenina, la vergüenza es uno de los grandes obstáculos a superar en el proceso de cambio de los hombres, que con frecuencia sienten que deben probar su masculinidad mediante despliegues de estatus, competencia, jerarquía, grandiosidad, etc., y a costa de su propia conexión emocional empática consigo mismos y con los demás. Quizá uno de los principales retos de este trabajo terapéutico sea “fomentar una masculinidad más saludable y compasiva, reconociendo su vulnerabilidad y promoviendo la expresión emocional”, además de “responsabilizar a los hombres por sus acciones, especialmente por aquellas que hacen mal o afectan a los demás”. Es lo que Álvaro Ponce denomina “confrontación compasiva”, que contribuye a desmontar la grandiosidad, y también la minimización, negación y autojustificación de los hombres en sus actos de abuso o negligencia relacional, pero lo hace “desde un lugar de conexión y humanidad”, “distinguiendo la persona de sus acciones”. A través de la descripción de los principios de la Terapia Centrada en la Compasión, la propuesta de intervención de este capítulo conecta con el paradigma participativo propuesto por Esteban Laso y Lidia Macías-Esparza: interrumpir la transmisión de las macro y micro violencias e injusticias, no sólo desactivando los ejercicios abusivos del poder, sino ayudando a sanar los motivos por los que se agrede, a través de una terapia que se centre en la comunión, el afecto y la ética del cuidado.

En este particular recorrido por lo que me ha llamado más la atención del libro, espero hacer honor a la propuesta que recibí de escribir este prólogo, invitando yo también a quienes se acerquen a estas líneas a entrar en diálogo y llevar a la práctica las propuestas de estos cinco grandes profesionales para hacer una terapia comprometida con la justicia. Y felicito especialmente a Esteban Laso y Lidia Macías-Esparza por haber tenido la iniciativa y el compromiso para hacer realidad un libro tan útil, rico y necesario como éste.

Referencias bibliográficas

Laso, E., y Canevaro, A. (2022). Terapia experiencial profunda. Madrid: Morata.

Medina, R. (2022). La Terapia Familiar de Tercer Orden. Del amor indignado al diálogo solidario crítico. Madrid: Morata.

Macías-Esparza, L. K., y Laso, E. (2017). “Una propuesta para abordar la doble ceguera: La Terapia Familiar Crítica sensible al Género”. Revista de psicoterapia, 28(106), 129-148.

McDowell, T.; Knudson-Martin, C., y Bermúdez, J. M. (2019). “Third-Order Thinking in Family Therapy: Addressing Social Justice Across Family Therapy Practice”. Family Process, 58(1), 9-22.

Introducción

El libro que el lector o lectora tiene entre manos propone una idea radical:

Toda patología nace de la injusticia; toda terapia parte del reconocimiento de la injusticia.

Hasta la fecha, y salvo las honrosas excepciones que se irán describiendo a lo largo de esta obra, el tema de la injusticia ha estado ausente de la discusión psicoterapéutica. A partir del célebre volte-face que llevó a Freud a abdicar de su teoría de la seducción infantil para defender la de la fantasía edípica innata, la psicoterapia ha preferido, en general, limitarse al terreno seguro de lo intrapsíquico o, a lo sumo, lo familiar; y cuando se ha aventurado más allá, lo ha hecho no con la mirada puesta en la injusticia per se sino en “las condiciones sociales”, “las instituciones” o “los discursos”. La negativa freudiana devino en un non plus ultra grabado en las puertas de los consultorios: “no pasarás de aquí (y si lo haces, no te darás cuenta cabal de lo que esté ocurriendo)”.

Desde luego, todos y todas las psicoterapeutas nos hemos topado, en la práctica de nuestro oficio, con historias de injusticia grave, incluso grotesca; con padres que explotan emocional, económica, sexualmente a sus hijos biológicos o políticos; hermanos que acosan o asedian al más frágil o se pelean a muerte por heredar los cubiertos de plata de la abuela; parejas que arrasan con amistades, familias ampliadas, hijos, reclutando a terapeutas, tribunales y hasta redes sociales en un ajuste de cuentas inescrupuloso e interminable... Y, dependiendo de las poblaciones a las que hayamos atendido y los espacios en que hayamos trabajado, nos habremos topado también con la injusticia a gran escala: familias en situación de calle, viviendo hacinadas en pocilgas y “villas miseria”, desplazadas por la guerrilla o la violencia de Estado, explotadas por empresarios inescrupulosos; familiares desaparecidos por el Estado o el crimen organizado; niños y niñas víctimas de secuestro, trata y esclavitud; mujeres víctimas de violencia de género en pareja... Ambas listas son tan interminables como trágicas. Así, vemos las injusticias, día tras día, pero no las observamos como tales; no reparamos en que los ejemplos anteriores, y en definitiva todos los que suscitan las patologías, desórdenes o problemas recurrentes con que acuden o son derivados nuestros consultantes, son instancias de injusticia, no sólo de violencia, maltrato o negligencia.

Esta ceguera ante la injusticia se ha camuflado de diversas maneras. Por ejemplo, de la “neutralidad” que, se suponía, habíamos de adoptar ante las situaciones de violencia o negligencia, del “no ponernos del lado de nadie” para evitar las triangulaciones y las escaladas. Se ha escamoteado bajo la noción de “circularidad” que hacía a todos los involucrados en una situación de violencia corresponsables por igual de la misma y ponía sobre los hombros de la mujer el “dejar de permitirle” a su pareja que la violentara. Se ha infiltrado bajo la tendencia de casi todas las psicólogas y psicólogos a “subjetivizar” el sufrimiento, a responder a una consultante que comparte que su marido nunca cena en casa porque prefiere quedarse en el trabajo o beber con sus amigos “y eso te hace sentir sola” en vez de reconocer que el esposo la está dejando sola de facto; o a replicar a quien cuenta que cuando era niño su madre lo regañaba a gritos por cualquier pequeño tropiezo diciéndole “y lo viviste como un maltrato” en lugar de señalarle que, en efecto, fue maltratado. Se ha disfrazado del supuesto “respeto por las creencias ajenas” en que nos escudamos los y las terapeutas para evitar señalar creencias o prácticas a todas luces sexistas, violentas o vejatorias; para no indicar a un padre que golpear su hijo le hace daño o a un esposo que emborracharse no es “gestionar su estrés”. Y del encoger los hombros y seguir atendiendo a parejas violentadas, familias pluriempleadas y explotadas, hijos abandonados o manipulados, apagando a duras penas sus hogueras en la consulta sin evidenciar los incendios de la desigualdad, la injusticia y la violencia estructurales que las suscitan y avivan.

Esta ceguera, ocasionalmente rota por los autores que citaremos en los siguientes capítulos, ha empezado a cambiar recientemente merced al “tercer orden” sistémico que, traspasando por fin el non plus ultra freudiano, se ha atrevido a evidenciar el impacto de la injusticia social en la patología y la necesidad de incorporarla a la psicoterapia. El racismo, el clasismo, el sexismo y la inequidad son, entre otros, los temas que el tercer orden ha abordado en su legítima aspiración de vincular los malestares individuales y familiares con los sociales y mundiales. Mas, como tendremos oportunidad de comentar en el primer capítulo, en esta aspiración de abarcar el macrosistema, el tercer orden se ha apartado de sus orígenes: el microsistema de la familia, que es a donde convergen todas las macroinjusticias creando el caldo de cultivo para las injusticias primigenias que allí se perpetran y de las cuales emergen todas las demás.

En otras palabras, en aras de enfatizar la injusticia social, corremos el riesgo de ignorar la injusticia ontológica, su contraparte, sustento y mecanismo de reproducción; por mor de luchar contra la desigualdad, la violencia estructural y la dominación masculina descuidamos la explotación emocional, la parentalización y la mistificación que cercenan el acceso de los niños a su propia experiencia y, a fortiori, a su brújula interior. Olvidamos, así, que la injusticia sólo puede reproducirse gracias a que, al tener que padecerla, hemos de cambiar para sobrevivirla: la invisibilizamos, por un lado, y la repetimos con otros o nosotros mismos, por otro. La simple, y triste, realidad, es que quienes han sufrido una injusticia no reconocida siempre terminan repitiéndola; la pregunta es si hacia ellos mismos, hacia los demás o ambas. La injusticia es un parásito de la mente que se contagia casi siempre en la infancia, pero se reproduce a lo largo de todo el ciclo vital —a menos que lo reconozcamos y sanemos las heridas en donde prolifera.

El mecanismo que subyace a esta reproducción se explicará en el primer capítulo; baste con señalar que la injusticia no reconocida nos hace dudar de nuestra propia experiencia, nuestra principal guía sobre lo que nos mortifica o nos vitaliza. De allí en más vamos por la vida dando tumbos, perdidos de nosotros mismos, repitiendo historias que nos lastiman porque no nos pertenecen y colocando a los demás en los roles recíprocos al del personaje que creemos ser, acumulando tanto más malestar y síntomas cuanto más alejados estemos de nuestra esencia e inclinaciones —y, por ende, de las personas con quienes las podríamos compartir.

Es sobre el trasfondo de esta injusticia ontológica que se tejen el resto de las injusticias como intentos de equilibrarla que, al no fundarse en el reconocimiento sino en la revancha o la compensación, están condenados al fracaso. Pues la herida creada por la injusticia comienza a sanar a partir del reconocimiento de la injusticia, ya que este reconocimiento restaura el acceso de la persona a su experiencia al reconfirmar la parte de ésta que había quedado en la sombra, opacada por la mistificación que posibilitó el ejercicio repetido de la injusticia. Así, el que un padre distante e hipercrítico diga a su hijo “ahora entiendo cuánto te lastimé... No era mi intención, hijo. Lo siento”, es mucho más curativo que meses de terapia, máxime si se refrenda con un abrazo sentido y prolongado; porque este bálsamo del amor y el respeto compartidos trae aparejado el reconocimiento de la injusticia perpetrada, el mensaje de que el hijo no está loco ni ha “sobreinterpretado” las cosas (Laso y Canevaro, 2022). Su malestar, que durante años le causó problemas porque lo vivía como absurdo, ajeno, inapropiado, etc., se revela ahora como una consecuencia legítima de la injusticia sufrida; su brújula interna, que aprendió a relativizar o ignorar para no ser expulsado de su familia (disfuncional, pero familia, a fin de cuentas), vuelve a convertirse en su principal guía de lo que le ayuda o lastima, lo que quiere o repudia.

Los capítulos que integran esta obra expanden, en distintos contextos, desde diferentes perspectivas y ante diversas problemáticas, estas ideas. En el primero, los autores (y compiladores de la obra) presentamos, a manera de paraguas metateórico que facilite a las y los terapeutas pensar e intervenir en términos de justicia, el paradigma participativo, basado en dos premisas:la primera que, como hemos apuntado, toda patología o malestar emerge de la injusticia y toda sanación pasa por reconocerla; la segunda, que la psicoterapia está llamada a ser un espacio de comunión que reduzca la injusticia y nos ayude a conectarnos con lo existente. Inspirándonos en las autoras y autores que nos han precedido, ofrecemos un panorama de los diferentes órdenes en psicoterapia sistémica, analizando los aportes de cada uno, particularmente del tercero. De este emerge, como una continuación natural, el paradigma participativo, que incorpora los postulados de la Terapia Experiencial Profunda: la experiencia emocional como punto de apoyo para la intervención psicoterapéutica, el reconocimiento de las necesidades relacionales del amor y el respeto en el crecimiento ontológico y el bienestar de las personas, el llamado a la responsabilidad compartida y la coparticipación como el camino que ayuda a insuflar esperanza, construir justicia y restaurar la comunión.

En el segundo capítulo, Raúl Medina amplía las ideas plasmadas en su obra más reciente (2022). Desde sus primeros escritos, Medina (2011) ha afirmado que el malestar individual está vinculado al contexto social, señalando la desigualdad, la pobreza y en general la injusticia social como la antesala de la psicopatología. En este texto, retoma las ideas de la propuesta de la terapia familiar de tercer orden apuntando que el individualismo y en particular, las psicologías individualistas desactivan la reflexión social y la capacidad de indignación amorosa ante la injusticia, porque ocultan los orígenes de esta justificándola con el mito de la meritocracia. Por ello, afirma que la injusticia debe enfrentarse desde una resistencia colectiva, no individual; siempre desde la indignación amorosa, el diálogo y la ética del cuidado, a partir de sentir la ecología para volver al bienestar.

En el tercer capítulo, Álvaro Ponce-Antezana nos introduce a un tema poco discutido en la literatura terapéutica en general, ya no digamos en castellano: los retos del trabajo terapéutico con varones. Tomando el género como categoría de análisis, reflexiona en torno a la masculinidad hegemónica y los automatismos relacionales que producen malestar y sufrimiento a través de la desconexión emocional de sí mismo y de los demás, lo cual constituye la injusticia ontológica. A partir de la Terapia Centrada en la Compasión, Ponce-Antezana integra la agencia y la comunión como coordenadas que permitan una confrontación amable pero firme a los varones en consulta. En línea con su filiación cognitiva, la Terapia Centrada en la Compasión propone que las emociones se organizan en tres subsistemas que han de regularse entre sí; idea que, si bien se aparta de lo propuesto por la Terapia Experiencial Profunda, es compatible en la práctica porque facilita esbozar lineamientos para enfrentar el desafío de acompañarlos al encuentro, y transformación, de las partes dolorosas, violentas y subyugadas de sí mismos.

A través del cuarto capítulo, escrito en primera persona, Celia Falicov nos hace partícipes de su historia, desde su encuentro con la terapia sistémica y sus inicios como “terapeuta radical” atendiendo a familias de migrantes en contextos desfavorecidos hasta el desarrollo de su Enfoque Comparativo Sistémico Multidimensional (MECA). Para la autora, las prácticas de terapia de tercer orden se nutren del activismo social a la vez que se hace activismo a través de la misma terapia. Este activismo terapéutico se orienta en dos direcciones: el activismo por medio de la colaboración con los clientes, y el activismo por medio de contrarrestar o luchar contra la injusticia. Celia expone dos casos clínicos que nos permiten reflexionar sobre el rol y la jerarquía del terapeuta, cuestionar las prácticas colonizadoras de la terapia y recobrar la humildad para escuchar y respetar la voz de los consultantes sin reproducir las prácticas opresivas.

El último capítulo, nuevamente de los compiladores de la presente obra, aborda la violencia basada en el género en las relaciones de pareja. Exponemos, para empezar, las características diferenciales del fenómeno, para pasar a una breve reseña histórica de su conceptualización, primero en el ámbito legislativo y luego en el terapéutico, donde detectamos la fragmentación y desactualización de las teorías e intervenciones al uso en la literatura y la práctica. A continuación, proponemos una hoja de ruta para la intervención que toma en cuenta la normativa internacional vigente e incorpora el diagnóstico de las diferentes tipologías relacionales de la violencia (para elegir la modalidad de trabajo más adecuada), la evaluación cuidadosa del riesgo y la elaboración de planes de seguridad. Finalmente, cerramos con algunas recomendaciones de los requisitos que han de cumplir las y los terapeutas para abordar el trabajo con víctimas.

La condición de los consultantes, que acuden en busca de una justicia cuya falta desconocen, pero acusan en su malestar, es también la de todos nosotros. Todas las personas somos víctimas y perpetradores de injusticias, en diversa medida; todos estamos llamados a reducirla, dentro de nuestras posibilidades y con el apoyo de los demás. Pues, mal que nos pese, la época en que vivimos es cada vez más injusta: más polarizada, desigual, conflictiva, dividida, explotadora, desesperanzada... Estamos rodeados, permeados de injusticias, tan acostumbrados a ellas que no las detectamos como tales. Pero un mundo en el que la tercera parte de toda la comida se echa a perder mientras más de 700 millones de personas padecen hambre; en donde el 10% más rico concentra las dos terceras partes del capital mundial mientras que el 50% más pobre no llega al 8%; en el que Estados Unidos, China e India generan casi el 43% de los gases invernadero mundiales mientras que los 100 países con menos emisiones sólo el 2% —pero se ven igual o más afectados por la devastación climática... es un mundo inaceptable, grosera, insolentemente injusto.

Es más urgente y necesario, por ende, que las y los terapeutas empecemos a hablar ya no (sólo) de la patología o el malestar, la salud o enfermedad mentales, los “tratamientos de elección” o los “protocolos”, las técnicas y las herramientas, las teorías y las conceptualizaciones de caso; ya ni siquiera (sólo) de la violencia, la negligencia y el maltrato. Es hora de que hablemos de lo que subyace a todo esto, del origen último de los dilemas que nos ocupan en consulta y el fin ulterior de nuestros afanes: la injusticia, su reconocimiento y la concomitante restauración. Sólo de este modo podremos plantar cara a los desafíos de nuestra época, de los “tiempos interesantes” en que nos ha tocado vivir; sólo así podremos extender nuestro trabajo más allá de las paredes de los consultorios, tocando no sólo los corazones de las familias que acuden en pos de ayuda sino las fibras mismas del tejido social que la injusticia destruye y que estamos llamados, como “médicos del alma” que somos, a restañar.

Referencias bibliográficas

Laso, E., y Canevaro, A. (2022). Terapia Experiencial Profunda: el trabajo en clave emocional con parejas e individuos. Madrid: Morata.

Medina, R. (2011). Cambios modestos, grandes revoluciones: terapia familiar crítica. Guadalajara: Red Américas.

— (2022). La terapia familiar de tercer orden: del amor indignado al diálogo solidario. Madrid: Morata.

El paradigma participativo: más allá del tercer orden

De la conducta decada uno, depende el futuro de todos.

Alejandro Magno

En los capítulos siguientes veremos cómo las diversas formas de injusticia se relacionan con el trabajo de la terapeuta, cómo la injusticia misma subyace al desorden, el malestar y la patología y cómo las terapeutas pueden propiciar la reparación de la injusticia desde sus propias trincheras. En éste defendemos una idea radical: que, aunque no lo sepan, lo que buscan los consultantes al acudir a terapia es precisamente justicia; de lo que se desprende que toda patología nace en último término de la injusticia y toda sanación pasa por reconocerla.

Para esto, proponemos una concepción de la injusticia que, sin demeritar los planos económico, social o político, los trasciende, vinculándolos con la tradición sistémica en sentido amplio. Esta concepción, que hemos llamado el paradigma participativo, profundiza las propuestas del “tercer orden” (McDowell, Knudson-Martin y Bermúdez, 2018; Medina, 2011, 2022) abordando la justicia no sólo en el terreno público, político o estructural sino sobre todo en el familiar y ontológico; no sólo en términos de poder sino sobre todo de comunión; no sólo cognitiva sino emocionalmente; y no sólo en el nivel de la conducta o la narrativa sino en el más profundo, de las necesidades.

Para esto, empezamos describiendo el fundamento ontológico, las necesidades relacionales de respeto y amor, y evidenciando que son manifestaciones en el terreno psicológico de dos orientaciones ónticas, agéntica y comunal. A continuación, resumimos críticamente la evolución de las tres oleadas u órdenes sistémicos para aquilatar sus respectivos aportes y limitaciones. Acto seguido, proponemos una comprensión de la justicia en términos ontológicos que incorpora los aspectos sociales, económicos y estructurales para, finalmente, vincularla con la agencia y la comunión articulando el paradigma participativo y esbozando sus implicaciones.

Necesidades relacionales, emociones y reconfirmación

En textos anteriores (Laso, 2015a, 2015b, 2015c, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021a, 2021b; Laso y Canevaro, 2022) uno de los autores ha afirmado que el ser humano posee dos necesidades relacionales fundamentales e ineluctables: el ser querido y el ser respetado. Son necesidades porque operan con una lógica apetitiva, esto es, alternando entre momentos de satisfacción, que producen placer o alivio, y de carencia, que suscitan conductas de búsqueda (activando el sistema emocional homónimo, Gilbert, 2015); son ineludibles porque requieren periódicamente de una mínima satisfacción para mantener a la persona saludable y vinculada; son fundamentales porque sin ellas los seres humanos enfermamos y morimos, a veces por propia mano (Laso, 2020; Laso, Contreras Tinoco y Macías-Esparza, 2023). Y son relacionales porque, a diferencia de las puramente biológicas como respirar o alimentarse, se manifiestan en, y precisan de, un contexto relacional; esto es, ocurren siempre que se da una relación con un Otro, que puede serlo stricto sensu o bien (en el caso humano) ser una parte o aspecto del sí mismo. Por ende, constituyen también los ejes en torno a los cuales se define cualquier relación (ampliando la idea del equipo de Palo Alto, Watzlawick, Beavin y Jackson, 1985): el del poder, tradicionalmente el más estudiado (si no el único) en la teoría sistémica, que distingue entre relaciones de igualdad (simétricas) o de sumisión y dominancia (complementarias), y el del amor, estudiado por la teoría del apego (Crittenden, 2008) que distingue entre la frialdad o distancia y la cercanía o calidez (Laso, 2015c).

En toda interacción estamos constantemente reposicionándonos unos con otros en ambos ejes y evaluando nuestros respectivos posicionamientos vis-à-vis nuestras necesidades siempre en flujo. En otras palabras, todo encuentro está atravesado por el poder y el afecto, y en todo momento nos preguntamos tácitamente qué tan cerca o lejos estamos y qué tanto competimos (o sea, mandamos, obedecemos o estamos a la par). Todo encuentro es una oportunidad para satisfacer o frustrar nuestra necesidad de ser queridos y ser respetados, de sentirnos dignos de afecto y capaces de reconocimiento. Y es una oportunidad para legitimar dichas necesidades, cosa que es más importante que satisfacerlas porque sólo se puede satisfacer una necesidad antes legitimada (Laso y Canevaro, 2022). Si uno no se vive como digno de ser querido o capaz de ser valorado, no puede registrar el amor o el respeto por mucho que intenten dárselo; caen en saco roto, pasmando a quienes los ofrecen y renovando las heridas de quienes no los reciben.

Este énfasis en la legitimación por encima de la satisfacción es una característica distintiva de nuestra teoría, la Clave Emocional (Laso, 2015a, 2015b), que ilumina la práctica de la terapia experiencial profunda (Laso y Canevaro, 2022). En efecto, en términos generales, las teorías basadas en necesidades (como la “terapia de realidad”, Glasser, 1965), con independencia de cuántas y cuáles postulen, tienden a asumir que la salud depende de la satisfacción de las mismas, esto es, de qué tan saciadas se encuentren cada cuánto tiempo. Pero esto no contempla que somos seres humanos porque sostenemos una relación con nosotros mismos; o sea, en la célebre expresión sartreana, somos “seres para sí” y no “seres en sí”. Por ende, además de satisfacer o frustrar una necesidad propia, somos los únicos capaces de afirmarla o negarla, incluso ante nosotros mismos; podemos legitimarla o desvirtuarla con otros y en nuestro fuero interno, propiciando o impidiendo que sea satisfecha y, sobre todo, acrecentando o apagando nuestra vitalidad, conectándonos o cercenándonos de la vida como tal.

Dicho de otro modo, podemos acreditarnos o degradarnos constantemente en nuestra interioridad; y de esto dependen el tipo de vínculos en que nos involucramos y en las situaciones que nos atrevemos a enfrentar; o sea, el qué tan queridos y respetados, o dignos de amar y capaces de hacer, nos vamos sintiendo. Puesto que sólo lo que está vivo necesita, las necesidades no son sino la vida haciéndose sentir en nosotros a cada instante, e ignorarlas es ignorar la vida en cuanto tal y a fortiori mortificarse. Al luchar contra nuestra necesidad, despreciarla o acallarla, nos estamos desconfirmando por dentro: estamos literalmente asfixiando nuestra humanidad.

Pongamos ejemplos de esta confirmación o desconfirmación internalizadas, uno para cada necesidad. Vamos caminando a un café, perdidos en nuestros pensamientos, cuando de repente nos asalta, desde un portal, un perfume familiar. “¡Ah!”, nos decimos, “¿de dónde conozco este aroma? Mm... Es el que usaba esa chica que una vez...” Al hilo del recuerdo nos atenaza un dolor, mezcla de añoranza, tristeza y desaliento. En este punto, podríamos dejarnos arrastrar por el dolor hundiéndonos en el desánimo, lo que se manifestaría en un diálogo interno del tipo: “¿cómo es que no puedo olvidarla aún? ¿Tal vez era el amor de mi vida, y la he perdido para siempre?”, etc. Podríamos, por el contrario, indignarnos con nosotros mismos y luchar contra él: “¡Maldita sea! ¡Ya déjala atrás!”, etc. Ambas respuestas no sólo dejan insatisfecha nuestra acuciante necesidad, en este caso de afecto, sino que ni siquiera la registran como tal; la desvirtúan, convirtiéndola en signo de una supuesta debilidad ontológica, volviéndonos enemigos de nuestra interioridad y propensos a tratar de controlarla en vez de participar de ella, lo que conduce invariablemente al fracaso y el recrudecimiento de los síntomas (Laso, 2018).

Si, en cambio, nos imbuimos de la experiencia en su conjunto (lo que no quiere decir someternos pasivamente a ella sino habitarla activamente), podríamos vivenciarla como lo que es, una invitación a reconocer lo importante que fue esa persona para nosotros, lo mucho que la quisimos y extrañamos: “Claro, es que la amé mucho, y terminamos mal... Y eso duele”. La tristeza dejaría de ser lastimera tornándose vivificante; nos confirmaría como seres humanos plenos, necesitados de afecto y capaces de darlo y recibirlo. Podría dolernos, pero sería un dolor que, lejos de lastimarnos, nos ayudaría a sanar.

Al día siguiente conducimos por la carretera rumbo a nuestro trabajo; de la nada, un coche nos adelanta y se nos cruza de mala manera, obligándonos a frenar de golpe. Irritados, nos clavamos en la bocina; el otro hace caso omiso y sigue dificultándonos el avance. Sentimos una borboteante e imperiosa rabia y nos disponemos a adelantarlo, por la derecha si es necesario, a como dé lugar. Llegados aquí podríamos, de nuevo, dejarnos arrastrar por la ira, arriesgando nuestras vidas con tal de “demostrarle a este imbécil que no puede salirse con la suya”; o dejarnos rebasar, sintiéndonos humillados e impotentes. Ambas serían formas de sobrepujar el malestar, allá controlándolo, instaurando una sensación artificial de dominio, aquí dejándonos anegar por él. Ambas no sólo dejarían incólume, sino que exacerbarían la necesidad subyacente de respeto: allá porque adelantando a las malas “doblegaríamos” al otro obteniendo dominancia pero no respeto stricto sensu, aquí porque nos daríamos por vencidos sin siquiera entrar en liza, asumiendo una incompetencia que atenta contra nuestra dignidad.

Si, en vez de tratar de controlarla, participamos de nuestra desazón, no sólo controlaremos estos impulsos, sino que identificaremos su propósito: subsanar la sensación de insuficiencia derivada de que nos han faltado al respeto. Y esto nos libera ipso facto de las reacciones impulsivas y su visión de túnel porque honra nuestra necesidad de respeto, esto es, nos vivifica al reconfirmarnos como dignos de ser respetados, recordándonos que el que alguien no lo haga no nos priva de dicha dignidad, porque es consustancial a nuestra existencia. En definitiva, la confirmación de mi necesidad me devuelve el derecho de ser quien soy y experimentar lo que vivo; me legitima en mi ser, haciéndome más auténtico; y cuanto más auténtico, más fiel a mí mismo y más vital y creativo.

Pues bien: a este acto vivificante de intimar con uno mismo, mitad reconocimiento y mitad veneración, lo hemos llamado “honrar la necesidad” (Laso, 2021a). Y es opuesto tanto al obligar a la satisfacción de la necesidad, por la fuerza bruta o la manipulación ladina (por ejemplo, mendigar afecto induciendo culpa, etc.), como al abdicar de ella asumiéndonos no merecedores; posturas que, en otro contexto, hemos llamado “contraatacar” y “colapsar” (Laso, 2010). En general, cuando forzamos a los demás a darnos amor o respeto estamos tratando de reconfirmarnos indirecta y, por ende, infructuosamente: el amor forzado no es amor sino culpa, el respeto forzado no es respeto sino miedo. Las necesidades no se ganan por la fuerza, sino que se otorgan como un don: respetamos a alguien porque reconocemos su autoridad en algún ámbito y lo amamos porque nos fascina su irreductible individualidad.

Como puede verse, no se trata sólo de “identificar” la emoción, mucho menos de “regularla” o “gestionarla”; se trata de reconocer y honrar la necesidad que le subyace, porque sólo entonces la emoción cede y se transmuta espontáneamente3