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El universo no es solo un lugar, sino una historia, un inmenso acontecimiento de energía, que se ha desplegado a lo largo del tiempo para convertirse en galaxias y estrellas, la música de Bach y cada uno de los seres que lo habita. Brian Thomas Swimme y Mary Evelyn Tucker exploran la evolución cósmica como un proceso maravilloso basado en la creatividad, la conexión y la interdependencia, visualizando una oportunidad sin precedentes para hacer frente a los desafíos ecológicos y sociales de nuestros tiempos. Y lo hacen desde una perspectiva novedosa, entrelazando los hallazgos de la ciencia moderna con la sabiduría perenne de las tradiciones humanistas de Occidente, China, India y los pueblos indígenas.
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Seitenzahl: 194
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BRIAN THOMAS SWIMME
MARY EVELYN TUCKER
LA AVENTURA DEL UNIVERSO
TRADUCCIÓN DE MARÍA TABUYO Y AGUSTÍN LÓPEZ
Herder
Título original:The journey of the Universe
Traducción: María Tabuyo y Agustín López
Diseño de cubierta: Gabriel Nunes
Edición digital: Pablo Barrio
© 2011, Brian Thomas Swimme y Mary Evelyn Tucker; publicado originalmente por Yale University Press
© 2017, Herder Editorial, S.L., Barcelona
1ª edición digital, 2017
ISBN: 978-84-254-3796-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Herder
www.herdereditorial.com
Agradecimientos
1. El origen del universo
2. La formación de las galaxias
3. El resplandor luminoso de las estrellas
4. El nacimiento del sistema solar
5. La aparición de la vida
6. Vivir y morir
7. La pasión de los animales
8. Los orígenes del ser humano
9. El desarrollo de una presencia planetaria
10. Repensar la materia y el tiempo
11. El surgimiento de la comunidad terrestre
Cronología
Bibliografía
Notas
Información adicional
Documental
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
Comenzar a leer
Bibliografía
Notas
A Nancy Klavans, amiga y compañera de viaje. Con un recuerdo afectuoso del tiempo que pasamos juntos, especialmente bebiendo té en el jardín japonés del Golden Gate Park.
Una obra como esta ha sido un gran viaje, y muchos son los que han compartido ese viaje con nosotros. Les estamos inmensamente agradecidos a ellos y a todos los que nos han inspirado a lo largo del camino para crear este libro y el film correspondiente sobre el viaje del universo. Thomas Berry estuvo con nosotros desde el principio, insistiéndonos en que esta tarea suponía una «gran obra» para nuestra época.
Esta gran obra ha sido compartida por muchas personas que nos han apoyado, entre los que podemos incluir a Nancy Klavans, Marty y Wendy Kaplan, Bruce Bochte, Lavinia Currier, Susan O’Connor, Diana Blank, Diane Ives, David Orr, Nancy Schaub, Jean Berry, Bokara Legendre, Peter Teague, Barbara Sargent, Barbara Cushing, Richard Rathbun, Albert Neilsen, Clare Hallward, Roger Cooke y Joan Cirillo, Edith Eddy, y, muy especialmente, Mary Elizabeth Tucker y Jeanne Swimme.
Además, varias fundaciones nos han ayudado en nuestro trabajo, tanto en lo que respecta al libro como a la película; son las siguientes: Germeshausen Foundation, Kendeda Sustainability Fund, Compton Foundation, Englehard Foundation, Foundation for Global Community, Kalliopeia Foundation, Lewis Foundation, New Priorities Foundation, Nathan Cummings Foundation, Sacharuna Foundation, Tara Foundation, y Tides Foundation.
Es para nosotros una satisfacción expresar nuestro agradecimiento a quienes leyeron el texto preliminar. Muchos de ellos han sido colaboradores importantes a lo largo de los años. Estamos especialmente agradecidos a los científicos Craig Kochel, Larry Edwards y Terry Deacon, así como a Marc Bekoff, Barb Smuts, Ann Berry Somers, Scott Sampson, Todd Duncan, Russ Genet, Michael Wysession y Claude Bernard. Las perspicaces observaciones y la atenta lectura por parte de Ursula Goodenough nos han sido de inestimable valor.
Tenemos una gran deuda de gratitud con nuestros colegas de humanidades por sus comentarios: John Grim, Steven Rockefeller, Brian Brown, Miriam MacGillis, David Kennard, Anne Roberts, Rick Clugston, Marty Kaplan, Heather Eaton, Anne Marie Dalton, Chris Chapple, Margaret Brennan, Louis Herman, Neal Rogin, Kym Farmer, John Cobb, Catherine Keller, Larry Rasmussen y John Haught. Vaya también nuestro sincero agradecimiento por las conversaciones con ellos mantenidas a los colegas del California Institute of Integral Studies, especialmente Robert McDermott, Rick Tarnas, Sean Kelly, Elizabeth Allison, Eric Weiss, Jacob Sherman y Aaron Weiss, todos los cuales nos transmitieron sus sugerentes comentarios durante una memorable tarde de simposio.
Gracias también por su atenta lectura a esos magníficos escritores especializados en temas de naturaleza que son Kathleen Dean Moore, Scott Russell Sanders y Alison Hawthorne Deming. Gus Speth valoró esta empresa de una manera que no habíamos previsto. ¡Muchas gracias!
Debemos hacer una mención especial de la inestimable ayuda de Arthur Fabel con la bibliografía. Su amplio conocimiento de las obras relativas a esta materia se ha ido afinando durante más de treinta años. Cynthia Brown hizo también sugerencias útiles. Los administradores de nuestra página de internet, Elizabeth McAnally y Sam Mickey, nos facilitaron una breve bibliografía anotada para la página.
En Yale, el decano de la Escuela de Estudios Forestales y Medioambientales, sir Peter Crane, nos ha proporcionado una ayuda infatigable. En Yale University Press nos hemos beneficiado de la cuidadosa labor de edición de Jeff Schier. Estamos también en deuda con Tom Lovejoy, George Fisher, David Orr y J. Baird Callicott por sus informes de lectura. Sin la minuciosa preparación del texto preliminar de Tara Trapani nunca habríamos cumplido el plazo; su labor ha sido magnífica.
Queremos expresar nuestro especial agradecimiento a la editora científica de la Yale University Press, Jean Thomson Black. Su diestra atención a cada detalle del proceso explica por qué ha supervisado tantos magníficos libros de ciencia en Yale a lo largo de veinte años. Jean comprendió este libro desde el principio, y compartía nuestra admiración por los escritos de Loren Eiseley, que con tanta habilidad supo combinar las ciencias y las humanidades.
Finalmente, expresamos nuestra sincera gratitud a nuestras respectivas parejas, John Grim y Denise Swimme. Son vuestras sonrisas las que han hecho posible este viaje.
Imagina, lector, que experimentas la belleza de la Tierra por vez primera: sus pájaros, peces, montañas y cascadas. Imagina también la inmensidad que alberga a la Tierra, es decir, el universo, con sus innumerables galaxias, estrellas y planetas. Rodeados de esta magnificencia, cabe plantearse una pregunta sencilla: ¿Podemos encontrar una manera de sumergirnos profundamente en esa inmensidad? Y si la respuesta es positiva, ¿permitirá eso a los seres humanos participar en el florecimiento de la vida?
Este libro pretende ser la invitación a un viaje a esa grandeza y a ese esplendor; un viaje que ninguna generación anterior habría podido imaginar plenamente.
Somos, en efecto, la primera generación en conocer en su globalidad las dimensiones científicas de la historia del universo. Sabemos que el universo observable apareció hace 13 800 millones de años, y que vivimos en un planeta que orbita alrededor de nuestro Sol, una de los billones de estrellas en una de los miles de millones de galaxias de un universo que se revela profundamente creativo e interconectado. Con nuestras observaciones empíricas ampliadas por la ciencia moderna, comprendemos ahora que nuestro universo es un único e inmenso acontecimiento de energía, que empezó como una mota diminuta que se ha desplegado a lo largo del tiempo para convertirse en galaxias y estrellas, palmeras y pelícanos, la música de Bach y cada una de las personas que actualmente vivimos. El gran descubrimiento de la ciencia contemporánea es que el universo no es simplemente un lugar, sino una historia; una historia en la que estamos inmersos, a la que pertenecemos y de la que hemos surgido.
Esta historia tiene el poder de hacernos más profundamente conscientes de lo que somos. Pues así como la Vía Láctea es el universo en forma de galaxia, y una orquídea es el universo en forma de flor, nosotros somos el universo en forma de ser humano. Y cada vez que nos sentimos impulsados a dirigir nuestra mirada al cielo nocturno y reflexionamos sobre la belleza estremecedora del universo, somos en realidad el universo reflexionando sobre sí mismo.
Y esto lo cambia todo.
Cada cultura se articula en torno a sus historias y relatos fundamentales, tanto en forma oral como escrita. Esas historias contienen lo que una cultura considera más valioso, más útil, más esencial y más hermoso. Cada pueblo se considera poseedor de las claves esenciales para los retos humanos más perdurables. Algunas de esas historias han gozado de tanta estima que se han ido repitiendo a lo largo de muchas generaciones. La Odisea de Homero, por ejemplo, se ha transmitido en Occidente desde hace probablemente veintiocho siglos. O, en Asia del Sur, los relatos del Mahabhárata se han contado desde hace más de dos mil años. De manera a la vez peculiar e irremplazable, estas historias y muchas otras continúan configurando la mentalidad de miles de millones de seres humanos por todo el planeta.
Aunque sin duda esas historias se seguirán contando en el futuro, un nuevo relato integrador ha salido a la luz. Si bien solo tiene algunos siglos de antigüedad, ha comenzado ya a transformar radicalmente a la humanidad. Es la historia del desarrollo del universo a lo largo del tiempo, la narración de los procesos evolutivos de nuestro universo observable. Esta historia tiene muchos nombres diferentes y otros más le serán todavía atribuidos. Pero si podemos pensar en el Nuevo Testamento como el texto que cuenta la historia cristiana, y en el Mahabhárata como el que cuenta la historia hindú, la forma más sencilla de describir este nuevo relato sería decir que cuenta la historia del universo.
Una de las diferencias entre esta historia del universo y las narraciones más tradicionales es que este nuevo relato nos proporciona una «historia de la historia», es decir, la reseña histórica de nuestra progresiva toma de conciencia de la historia del universo. Esto comenzó en los siglos XVI y XVII, cuando nos dimos cuenta de que la Tierra no está inmóvil, sino que se desplaza alrededor del Sol. En el siglo XVIII, esta idea se amplió con el descubrimiento de que la mente humana no es estática, ni tampoco lo es la sociedad humana; por el contrario, ambas tienen formas y estructuras que han ido surgiendo a lo largo de los siglos. Luego, en el siglo XIX, descubrimos que las diversas formas de vida han sufrido transformaciones significativas a lo largo del tiempo. Ni siquiera las rocas son inertes, pues están también en un proceso de cambio profundo a lo largo del tiempo geológico. Finalmente, en el siglo XX hemos llegado a comprender que también las estrellas han cambiado extraordinariamente, como también lo han hecho las galaxias y —lo que es más asombroso todavía—, todo el universo observable ha pasado por una serie de transformaciones irreversibles.
Este inmenso viaje suscita admiración por igual en científicos y no científicos. Invita también a algunas tradiciones religiosas a reconsiderar o ampliar su visión del mundo. Sin duda, Copérnico fue consciente de la naturaleza radical de su descubrimiento de un sistema solar heliocéntrico y vaciló en dar a conocer sus trabajos. También Darwin tuvo serias dudas ante las revolucionarias implicaciones que podían tener sus opiniones con respecto al surgimiento de la vida. Todavía estamos forcejeando con los cambios que las cosmovisiones de Copérnico, Darwin y muchos otros científicos nos han presentado en los últimos cinco siglos. Y ¿por qué? Pues porque esa es una historia global que pone en cuestión nuestra comprensión de quiénes somos y cuál podría ser nuestro papel en el universo. ¿Estamos aquí por azar, por necesidad, por un afortunado resultado fortuito o con una finalidad determinada? ¿Cuál es la naturaleza de la creatividad en este universo cambiante?
Llevará tiempo contestar plenamente a estas preguntas e integrar esta historia del universo en las diversas culturas humanas repartidas por el mundo. El viaje del universo no pretende desautorizar ni ignorar esas otras historias, sino más bien subrayar la importancia de crear un futuro compartido. Hoy tenemos ante nosotros la gran oportunidad de contar esta nueva historia del universo de tal manera que pueda ser útil para orientar a los seres humanos con respecto a una serie de preguntas apremiantes que se nos plantean: ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Cómo debemos vivir juntos? ¿Cómo puede florecer la comunidad de la Tierra?
Comencemos, pues, por el principio. ¿Cómo empezó todo?
Una pregunta sobrecogedora, ciertamente, pero, en todo caso, parece que realmente hubo un principio. Algunos científicos se refieren a él como el Big Bang. Podemos pensarlo como un gran estallido de luz y materia, incluyendo tanto la materia luminosa, que finalmente daría nacimiento a estrellas y galaxias, como la materia oscura, que nadie ha visto nunca. Todo el espacio, el tiempo, la masa y la energía empezaron como un solo punto con una temperatura de billones de grados que de inmediato se difundió en todas direcciones.
El descubrimiento de que el universo se ha expandido y está todavía en expansión es uno de los más importantes de la historia de la humanidad. En el Occidente moderno, la idea habitual ha sido que el universo era simplemente un espacio inmenso en el que existían cosas, cosas grandes como las estrellas y cosas pequeñas como los átomos. Los científicos sabían que la materia cambiaba de forma en el universo, pero suponían que el universo en su conjunto no cambiaba. Esa suposición, sin embargo, se reveló equivocada, pues el universo se despliega y tiene una historia: un principio, una parte media (en la que estamos ahora) y, tal vez, un final en un futuro inimaginable.
Uno de los científicos responsables de este gran descubrimiento fue Edwin Hubble. En los años veinte del pasado siglo, sobre el monte Wilson, en el sur de California, Hubble enfocó su telescopio de 250 cm hacia el firmamento nocturno. Trataba de determinar si nuestra Vía Láctea era o no la única galaxia del universo. No solo descubrió que el universo está lleno de galaxias, sino también que todas ellas se están separando a gran velocidad unas de otras. Basándose en el trabajo de Hubble, los científicos comprendieron que todo el universo observable fue en otro tiempo más pequeño que un grano de arena, un punto diminuto que conoció una gigantesca inflación que ha estado dispersando la materia durante miles de millones de años. El universo surgió con una expansión titánica.
Pero hay otra fuerza fundamental que actúa en nuestro universo: una fuerza de atracción, que tiende a reunir todas las cosas; una fuerza que llamamos gravedad. El universo se expandió y se enfrió, y la gravedad reunió parte de la materia para formar las galaxias y las estrellas. Estas dos dinámicas opuestas, expansión y contracción, fueron las fuerzas dominantes que actuaron en el comienzo del universo. El universo en expansión hacía que la materia se fuera separando del diminuto punto seminal del que partió. Y la fuerza de la gravedad atraía parte de esta materia hacia atrás para reunirla de nuevo. Ahora sabemos que el universo en su conjunto, y desde el principio, ha estado modelado por estas dos dinámicas creadoras de carácter opuesto.
Este doble proceso evoca de forma sorprendente la vida, el movimiento de la respiración y de la sangre. Nuestros pulmones se expanden y se contraen. También nuestro corazón se dilata y se comprime. En ese movimiento primordial, venimos a la existencia. En un sentido muy literal, nuestra vida es posible gracias a ese ritmo de inspiración y expiración del universo. Cuando al respirar llenamos de aire los pulmones, ¿no estamos reflejando la misma dinámica que preside a gran escala el universo? Como mínimo podemos afirmar que debido a la gran exhalación del universo, la vida y la humanidad hicieron su aparición y respiran ahora en su seno.
En el principio, el universo produjo quarks y leptones —las partículas elementales—, y en unos pocos microsegundos los quarks se combinaron para formar protones y neutrones que se agitaban sin cesar en una masa de materia espesa y pegajosa llamada plasma. Casi no había estructura en el universo. Estos quanta chocaban, interactuaban unos con otros, y luego se dispersaban para chocar con otros distintos, millones de veces en cada instante.
Nuestro modelo matemático actual del universo primitivo afirma que incluso en los primeros minutos empezaron a surgir más estructuras. Las partículas elementales empezaron a formar relaciones estables. Un solo neutrón podía interactuar con un solo protón y, en lugar de dispersarse, podían permanecer unidos. Al principio, estas nuevas uniones fueron rápidamente destruidas por otras partículas. Pero a medida que el universo se seguía expandiendo y enfriando, estas parejas y tríadas primordiales empezaron a sobrevivir.
Entre esos lazos de unión y disolución, el universo evolucionaba hacia comunidades cada vez más complejas. Estos núcleos simples fueron las primeras comunidades complejas que se iban a formar entre partículas elementales. Sorprendentemente, todas las relaciones tienen un coste, incluso en este nivel cuántico. Un neutrón no se adhiere simplemente a un protón. En realidad, tanto el neutrón como el protón tienen que sufrir una transformación para que la unión pueda consolidarse. Los dos tienen que entregar parte de su masa, que se convierte en un destello de luz que se difunde por el universo. ¿Quién podría haber imaginado esto? ¿Quién podría haber supuesto que la creación de una comunidad cuántica exigiría una contribución de la masa de las partículas? ¿Y que su creación iría acompañada de un destello de luz?
Desde los primeros momentos, nuestro universo se movía, pues, hacia una creación de relaciones. Sin duda, en el plano teórico, podemos imaginar que las cosas podían haber sido diferentes. Podemos teorizar sobre un tipo distinto de universo, un universo que hubiera tomado la forma de partículas desconectadas y en el que nunca se habrían establecido relaciones de unión. Ese universo constaría de billones y billones de partículas diminutas, cada una de las cuales sería completamente independiente de las otras. Pero en el universo que nosotros podemos observar, diversas formas de unión se revelan inevitables. Solo algunos instantes después de su nacimiento, se produjeron los núcleos simples, proceso que exigió que inmensas cantidades de masa por todo el cosmos se transformaran en luz. El universo entero se vio invadido de nuevos estallidos de radiación cuando protones y neutrones se fundieron para formar los primeros núcleos. Estas uniones están en el corazón mismo de la materia.
En un universo inimaginablemente vasto y complejo, buscamos orientaciones significativas para poder vivir una vida plenamente humana. Los seres humanos han buscado siempre respuestas a preguntas de esta índole: ¿Cuál es la naturaleza del universo? ¿Cuál es nuestro papel? Mediante la reflexión sobre estas preguntas esperamos llegar a sentirnos más plena y profundamente vivos en esta era planetaria emergente que es la nuestra.
Las imágenes fundamentales que tenemos del universo desempeñan un papel crucial en el proceso de búsqueda de sentido. Una imagen no puede expresar por sí sola la totalidad del universo, y por eso necesitamos todo un abanico de imágenes o metáforas. Ya hemos considerado al menos tres de estas imágenes. Hemos hablado del universo como un punto minúsculo que despliega su estructura. Hemos hablado también del universo como unos pulmones que respiran y como un corazón que se dilata y se contrae. Y hemos evocado la evolución de la materia con la sugerencia implícita de que el universo está lleno de comunidades cada vez más complejas.
Otra imagen aparece cuando consideramos el origen de estos núcleos poco después del nacimiento del universo: la imagen de una semilla en proceso de germinación. Cuando la semilla germine, se concentrará inicialmente, de forma fundamental, en la producción de raíces; más tarde se centrará en la elaboración de las hojas. El proceso de su desarrollo es una orquestación compleja y creativa. De manera similar, el universo, en sus primeros momentos, se centra en construir núcleos. Este proceso continúa durante un tiempo breve, luego se detiene y surgen otros procesos. Lo asombroso es que si el universo hubiera seguido construyendo núcleos continuamente hasta llegar al hierro, por ejemplo, los núcleos de hierro habrían predominado para siempre.
Pero el universo se expandía y se enfriaba, y apenas aparecían las condiciones para crear núcleos, ya se estaban modificando. Después de ese breve instante en que se crearon todos los núcleos de luz, hubo un cambio. Algo nuevo estaba a punto de surgir, de manera análoga al desarrollo de una planta a partir de la semilla. Esta dinámica de timing no cesará de aparecer una y otra vez durante los catorce mil millones de años de despliegue cósmico.
Una de las características más espectaculares del universo observable es la elegancia de su expansión. Si el ritmo de expansión hubiera sido más lento, aunque solo lo hubiera sido en una medida muy pequeña, incluso nada más que en una cienmillonésima parte, el universo se habría contraído de inmediato. Habría implosionado sobre sí, y eso habría significado el final de la historia.
A la inversa, si el universo se hubiera expandido un poco más rápidamente, incluso con una rapidez solamente superior en una cienmillonésima parte, ese ritmo de expansión habría resultado excesivo para que se formaran estructuras. Sencillamente se habría dispersado en polvo, sin ninguna estructura susceptible de generar vida.
Así pues, hemos descubierto que vivimos en un universo que se expande justo al ritmo necesario para que surja la vida. Cuando los científicos descubrieron esto por vez primera, sintieron el acuciante deseo de comprender este hecho asombroso. ¿Qué sucedió en el pasado para hacer que nuestro universo fuera así?
Cuando los cosmólogos matemáticos empezaron a investigar el misterio sobre lo que dio origen a un universo generador de vida, elaboraron una teoría, formulada inicialmente por Alexei Starobinsky, en el Instituto Landau de la Academia Rusa de las Ciencias, a la que Alan Guth, actualmente en el Massachusetts Institute of Technology, dio una forma más completa. Esta teoría recibió su confirmación empírica en 2014 con el trabajo realizado en Harvard por John Kovac y su equipo de colaboradores. Basándose en las ideas de Albert Einstein y su teoría general de la relatividad, estos cosmólogos descubrieron que al principio del tiempo la gravedad ejercía más una forma de repulsión que de atracción. Fue precisamente esta forma repulsiva de la gravedad la que obligó al universo a expandirse al ritmo de expansión crítico. En otras palabras, el universo utilizó su propio mecanismo inflacionista para expandirse rápidamente a un ritmo que le permitía crear estructuras y vida.
Cuando el célebre físico Freeman Dyson reflexionaba sobre todo esto tratando de encontrarle un sentido, se dio cuenta de que había llegado a sentirse como si habitara el universo de una manera nueva: «Cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su arquitectura —escribió—, más pruebas encuentro de que, de algún modo, el universo tenía que saber que nosotros estábamos llegando».1 Por supuesto, los seres humanos no estábamos presentes de forma explícita en el principio, pero Dyson sugiere que estamos descubriendo ahora por qué medios la vida estaba implícitamente presente en la dinámica misma del universo, desde el primer momento.
La atracción está en el centro de la creatividad en todos los niveles del ser. Cuando el universo tenía menos de medio millón de años, el plasma era una materia densa, espesa y viscosa, cuyos componentes eran principalmente núcleos de helio, núcleos de hidrógeno y electrones. Todo esto se encontraba inmerso en un océano de luz. Pero como el universo se siguió expandiendo y enfriando, llegó un momento de transformación en que los electrones y los protones se reunieron para formar los primeros átomos.
La estructura de los átomos está regida por las interacciones electromagnéticas entre partículas dotadas de carga eléctrica. Las partículas de carga opuesta se atraen. Esta atracción eléctrica reúne los electrones (de carga negativa) y los protones (de carga positiva) para formar átomos de hidrógeno y de helio. De esa manera, el universo pasó del estado de inmenso océano plasmático de partículas elementales al de nubes compuestas por átomos mucho mayores que ondeaban de forma incesante.
No podemos explicar completamente por qué un protón es atraído por un electrón. Decir que las cargas eléctricas opuestas se atraen no aclara el misterio de por qué ocurre así. Nada exterior las impulsa a juntarse. No están obligadas a unirse por algo que podemos llamar «interacción electromagnética». Es, más bien, por su propia naturaleza por lo que unas y otras se atraen.