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Es de noche y hay tormenta. Y también una casa incrustada frente al océano. El médico que vive en ella escucha de súbito unos golpes en su puerta. En el umbral encuentra a Amparo Dávila, una inquietante mujer que afirma ser "una gran escritora" y conocerlo del pasado. Tras ella, esa misma noche, llega la Traicionada, una examante del médico que aparece enferma. Las dos se instalarán en su casa con una familiaridad macabra y empezarán a hablar entre ellas un idioma desconocido por el protagonista, quien verá, entre carcajadas, incredulidad y espanto, cómo el control de su vida le irá siendo arrebatado. Esta inquietante historia le sirve a Cristina Rivera Garza para explorar la identidad, nuestros miedos más hondos y el poder crucial del lenguaje. La autora nos recuerda cómo la violencia impacta en los cuerpos, cuestiona los límites de lo real y los marcadores del género. El resultado es un relato trepidante, una deslumbrante reflexión sobre la identidad, la violencia, el cuerpo y el lenguaje. «Advertencia: Cristina Rivera Garza es una escritora explosiva. Una diestra creadora de atmósferas, con un estilo poderoso, una lengua evocativa e indomable». —Lina Meruane «Una auténtica revelación en las letras hispánicas». —Carlos Fuentes «Que Tránsito publique La cresta de Ilión de Cristina Rivera Garza es una triple apuesta que se agradece porque las lectoras tenemos ante nosotras tres puertas para abrir: el libro, a la escritora Amparo Dávila y los conceptos transfronterizos que hoy son cruciales para entender la realidad». —Brenda Navarro «El lenguaje no es asunto fácil. Rivera Garza da forma a su inquietud vital e intelectual con su urdimbre de gusano de seda y nos invita a entrever la luz que se atisba entre las fibras. A romper la crisálida y asistir a la metamorfosis. Tengo la impresión de que este libro, posiblemente queer, va de eso: metamorfosis». —Marta Sanz, Babelia
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La cresta de Ilión © Cristina Rivera Garza, 2002
c/o Indent Literary Agency
© de esta edición, Editorial Tránsito, mayo de 2020
DISEÑO DE COLECCIÓN: © Donna Salama
DISEÑO DE CUBIERTA: © Donna Salama
FOTOGRAFÍA DE LA SOLAPA: © Cristina Rivera Garza
IMPRESIÓN: KADMOS
Impreso en España – Printed in Spain
IBIC: FA
ISBN: 978-84-949095-6-6
eISBN: 978-84-123036-4-3
DEPÓSITO LEGAL: M-8739-2020
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cristina rivera garza
La cresta de Ilión revisited
Nota de la autora
Títulos publicados
Tal vez es del todo esperado que un libro que fue escrito justo en la frontera entre México y Estados Unidos —para ser más precisos aún, entre Tijuana y San Diego— pase su vida cruzando garitas, lenguajes, limítrofes varias. Hace poco más de un año, gracias a la traducción de Sarah Booker, La cresta de Ilión se convirtió en The Iliac Crest, un título que, publicado por The Feminist Press, dejaba atrás las raíces clásicas de esa ubicación originaria y se afianzaba más en los huesos de los que nació. La cresta ilíaca. Habían pasado unos quince años de su publicación inicial y, más que nunca y por desgracia, el aumento de la violencia contra los cuerpos de mujeres e inmigrantes no sólo en la línea fronteriza sino en todo el país (y en varios países) hacía que su contenido tuviera incluso mayor sentido ahora.
Las conversaciones que han surgido con sus nuevos lectores en lengua inglesa me han recordado lo mucho que este libro se alimentó de lecturas de ciertas escrituras experimentales de la costa oeste de Estados Unidos, donde ahora, traducido al inglés, parecía no ir hacia un nuevo idioma sino regresar a una lengua en la que fue concebido. Muchas de las alusiones o los guiños a tradiciones escriturales norteamericanas emergieron así con una claridad que, pasados ya todos estos años, no dejó de sorprenderme. ¿Cómo se traduce un libro concebido en inglés pero escrito en español que se tradujo al inglés y ahora regresa al español? Esa es la travesía del libro que ahora se abre poco a poco ante nuestros ojos.
Además de colaborar muy de cerca con Sarah Booker en la traducción al inglés, tuve la oportunidad de añadir entonces, aquí y allá, párrafos, líneas o palabras donde consideré que ayudarían a una nueva audiencia. Todos esos párrafos, todas esas líneas, todas esas palabras que fueron añadidas en el inglés original, ahora forman parte de esta nueva versión en español. Así, esta cresta de Ilión es, y no, la misma que, protuberante, se asomó a la vida en el 2002. Viene de regreso de un largo viaje y, como sabemos, cuando tenemos suerte, los viajes nos cambian.
CRISTINA RIVERA GARZA
a lrg
(the textual intention presupposes readers who know the language conspiracy in operation) … (that the mark is not in-itself but in-relation-to-the-marks) … (that the mark seeks the seeker of the system behind the events) … (that mark inscribes the I which is the her in the it which meaning moves through).
STEVE MCCAFFERY, Panopticon
He vivido entre México y Estados Unidos la mayor parte de mi vida, dos países marcados por sus rígidas jerarquías de género y por los feminicidios a lo largo de las fronteras posteriores al TLCAN. Quizás esa sea una de las razones por las cuales me decidí a escribir una novela que profundizara en la naturaleza inestable de las des/identificaciones de género. Elegí la obra de Amparo Dávila, una escritora mexicana de la llamada Generación de Medio Siglo, como centro del enigma de la novela ambientada en una época en la que la desaparición se ha convertido en una plaga.
En este libro las fronteras son una fuerza sutil, pero penetrante. Nací entre Texas y Tamaulipas, y viví entre San Diego y Tijuana cuando escribí La cresta de Ilión. Hay preguntas que no se pueden eludir cuando se cruzan fronteras: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿algo que declarar? La conciencia de las fronteras geopolíticas pronto conduce a preguntas sobre las muchas líneas que cruzamos —o las que no cruzamos, o las que no tenemos permitido cruzar—, mientras seguimos adelante con nuestra vida diaria. Nuestros cuerpos son llaves que abren sólo ciertas puertas. De hecho nuestros cuerpos hablan y nuestros huesos son nuestro último testimonio. ¿Nos traicionarán nuestros huesos?
Mientras que las voces de las mujeres en todo el mundo siguen silenciándose y los que están en el poder aún defienden la irrelevancia de la igualdad de género, los personajes de este libro saben que el género —y lo que se hace en nombre del género— puede ser letal. Cuando la desaparición se convierte en una epidemia, especialmente entre las mujeres, este libro les recuerda a los lectores que siempre queda un rastro: un manuscrito, una huella, una marca, un eco digno de nuestra completa atención y nuestras indagaciones. Cuando las mujeres desaparecen de nuestras fábricas y nuestra historia, de nuestras vidas, tenemos que volver a examinar lo que es normal. La realidad probablemente se ha vuelto inexplicable o impenetrable, y por lo tanto enloquecedora, aun así, cuestionar tales circunstancias es el núcleo de esta novela.
CRISTINA RIVERA GARZAHouston, Texas, 2017
Invitación primera:
—¿Pero qué hacen los libros dentro de la piscina? —le pregunté sorprendida—. ¿No se mojan?
—Nada les pasa, el agua es su elemento y ahí estarán bastante tiempo hasta que alguien los merezca o se atreva a rescatarlos.
—¿Y por qué no me saca uno?
—¿Por qué no va usted a por él? —dijo mirándome de una manera tan burlona que me fue imposible soportar.
—¿Por qué no? —contesté al tiempo en que me zambullía en la piscina.
AMPARO DÁVILA
Ahora, transcurrido ya tanto tiempo, me lo pregunto de la misma manera incrédula. ¿Cómo es posible que alguien como yo haya dejado entrar en su casa a una mujer desconocida en una noche de tormenta?
Dudé en abrir. Por un largo rato me debatí entre cerrar el libro que estaba leyendo o seguir sentado en mi sillón, frente a la chimenea encendida, con actitud de que nada pasaba. Al final, su insistencia me ganó. Abrí la puerta. La observé. Y la dejé entrar.
El clima, ciertamente, había desmejorado mucho y de manera muy rápida en esos días. De repente, sin avisos, el otoño se movió por la costa como por su propia casa. Ahí estaban sus luces largas y exiguas de la mañana, sus templados vientos, los cielos encapotados del atardecer. Y luego llegó el invierno. Y las lluvias del invierno. Uno se acostumbra a todo, es cierto, pero las lluvias del invierno —grises, interminables, sosas— son un bocadillo difícil de digerir. Son el tipo de cosas que ineludiblemente lo llevan a uno a agazaparse dentro de la casa, frente a la chimenea, lleno de aburrimiento. Tal vez por eso le abrí la puerta de mi casa: el tedio.
Pero me engañaría, y trataría de engañarlos a ustedes, no cabe duda, si sólo menciono la tormenta cansina, larguísima, que acompañó su aparición. Recuerdo, sobre todo, sus ojos. Estrellas suspendidas dentro del rostro devastador de un gato. Sus ojos eran enormes, tan vastos que, como si se tratara de espejos, lograban crear un efecto de expansión a su alrededor. Muy pronto tuve la oportunidad de confirmar esta primera intuición: los cuartos crecían bajo su mirada; los pasillos se alargaban; los clósets se volvían horizontes infinitos; el vestíbulo estrecho, paradójicamente renuente a la bienvenida, se abrió por completo. Y esa fue, quiero creer, la segunda razón por la cual la dejé entrar en mi casa: el poder expansivo de su mirada.
Si me detengo ahora todavía estaría mintiendo. En realidad ahí, bajo la tormenta de invierno, rodeado del espacio vacío que sus ojos creaban para mí en ese momento, lo que realmente capturó mi atención fue el hueso derecho de su pelvis que, debido a la manera en que estaba recargada sobre el marco de la puerta y al peso del agua sobre una falda de flores desteñidas, se dejaba ver bajo la camiseta desbastillada y justo sobre el elástico de la pretina. Tardé mucho tiempo en recordar el nombre específico de esa parte del hueso pero, sin duda, la búsqueda se dio inicio en ese instante. La deseé. Los hombres, estoy seguro, me entenderán sin necesidad de otro comentario. A las mujeres les digo que esto sucede con frecuencia y sin patrón estable. También les advierto que esto no se puede producir artificialmente: tanto ustedes como nosotros estamos desarmados cuando se lleva a cabo. Me atrevería a argüir que, de hecho, sólo puede suceder si ambos estamos desarmados pero en esto, como en muchas otras cosas, puedo estar equivocado. La deseé, decía. De inmediato. Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación. La imaginé comiendo zarzamoras —los labios carnosos y las yemas de los dedos pintados de guinda—. La imaginé subiendo la escalera lentamente, volviendo apenas la cabeza para ver su propia sombra alargada. La imaginé observando el mar a través de los ventanales, absorta y solitaria como un asta. La imaginé recargada sobre los codos en el espacio derecho de mi cama. Imaginé sus palabras, sus silencios, su manera de fruncir la boca, sus sonrisas, sus carcajadas. Cuando volví a darme cuenta de que se encontraba frente a mí, entera y húmeda, temblando de frío, yo ya sabía todo de ella. Y supongo que esta fue la tercera razón por la cual abrí la puerta de la casa y, sin dejar la perilla del todo, la invité a pasar.
—Soy Amparo Dávila —mencionó con la mirada puesta, justo como la había imaginado minutos antes, sobre los ventanales. Se aproximó a ellos sin añadir nada más. Colocó su mano derecha entre su frente y el cristal y, cuando finalmente pudo vislumbrar el contorno del océano, suspiró ruidosamente.
Parecía aliviada de algo pesado y amenazador. Daba la impresión de que había encontrado lo que buscaba.
Me hubiera gustado que todo pasara únicamente de esta manera, pero no fue así. Es cierto que ella llegó en una noche de tormenta, interrumpiendo mi lectura y mi descanso. Es cierto, también, que abrí la puerta y que, al entrar, se dirigió al ventanal que da al mar. Y dijo su nombre. Y oí su eco. Pero desde que observé el hueso de la cadera, el que se asomaba bajo el borde desbastillado de la camiseta y sobre la pretina de la falda floreada, ese de cuya denominación no me acordé y tras la cual me aboqué en ese mismo momento, no sentí deseo, sino miedo.
Supongo que los hombres lo saben y no necesito añadir nada más. A las mujeres les digo que esto pasa más frecuentemente de lo que se imaginan: miedo. Ustedes provocan miedo. A veces uno confunde esa caída, esa inmovilidad, esa desarticulación con el deseo. Pero abajo, entre las raíces por donde se trasminan el agua y el oxígeno, en los sustratos más fundamentales del ser, uno siempre está listo para la aparición del miedo. Uno lo acecha. Uno lo invoca y lo rechaza con igual testarudez, con inigualable convicción. Y le pone nombres y, con ellos, inicia historias inverosímiles. Uno dice, por ejemplo, cuando conocí a Amparo Dávila conocí el deseo. Y uno sabe con suma certeza que eso es mentira. Pero lo dice de cualquier manera para ahorrarse el bochorno y la vergüenza. Y lo reafirma luego como si se tratara de la más urgente estrategia de defensa que, a fin de cuentas, se presiente inútil, derrotada de antemano. Pero uno necesita al menos un par de minutos, un respiro, un paréntesis para reacomodar las piezas, la maquinaria secreta, el plan de batalla, la estratagema. Uno espera que la mujer lo crea y que, al hacerlo, se vaya satisfecha a algún otro lugar con su propio horror a cuestas.
Eso esperaba de Amparo Dávila aquella noche de invierno. Y eso fue lo único que se negó a darme. Era obvio que conocía su propio horror. Había algo en su manera de deslizarse hacia la ventana que denotó, de inmediato, tal convicción. Era evidente que estaba al tanto de lo que causaba a su alrededor. Sabía, quiero decir, que yo estaba incómodo y que tal incomodidad no disminuiría con el tiempo. Pero no hacía nada por remediarlo. En lugar de permitirme pronunciar la palabra deseo, o cualquiera de sus acepciones más cotidianas, o en lugar de darme al menos el respiro que necesitaba para escenificar tal deseo frente a ella, la mujer no tuvo piedad alguna. No me dirigió miradas seductoras ni actuó con la fragilidad de las muchachas que aparentan andar en busca de cobijo. No me hizo preguntas personales. No me dio información. Si mi terror no hubiera sido tanto, tal vez habría podido abrir la puerta una vez más para mostrarle el camino de salida. Pero he aquí la confesión con cada una de sus vocales y consonantes: le tuve miedo. Lo repito. Lo reitero. Tan pronto como no me quedó duda alguna de ese hecho vi el paso de una parvada de pelícanos a través del ventanal. Su vuelo me llenó de dudas. ¿A dónde irían a esas horas bajo la tormenta? ¿Por qué volaban juntos? ¿De qué huían?
—No llegué aquí por azar —mencionó entonces sin darme la cara, todavía con el filo de la mano derecha sobre el cristal—. Te conozco de antes.
Cuando se volvió a verme, el espacio vacío alrededor de mi cuerpo se multiplicó otra vez. Estaba casi sordo de lo solo. Estaba perdido.
—Te conozco de cuando eras árbol. De aquellas épocas —dijo.
Soy un hombre al que se le malentiende con frecuencia. Supongo que eso se debe a mi desorden verbal, a la manera casi patológica en que se me olvida mencionar algo fundamental al inicio de mis relatos. Muy seguido cuento cosas asumiendo que el interlocutor conoce algo que, con el tiempo, me doy cuenta que desconoce por completo. No he dicho ahora mismo, por ejemplo, que esa noche de tormenta yo esperaba a otra mujer en casa. Y que esa espera, por lo demás nerviosa, fue en realidad la razón por la cual dejé el libro sobre la mesa y me incorporé con desgano hacia la puerta. Se me olvidó mencionar que la sorpresa de enfrentar el rostro que no esperaba fue tanta que me impidió cualquier razonamiento habitual. Sin esta explicación, ustedes podrían creer que estaba aburrido pero, a la vez y precisamente por esa causa, listo para algo nuevo. En realidad sí estaba aburrido, pero de la vida en general y, más particularmente, del invierno, y a esas alturas sólo estaba listo para recibir, y eso con suma dubitación, a la Traicionada.
Evito mencionar su nombre por consideración, por caballerosidad. Lo evito también porque seguramente su historia conmigo la llena de vergüenza. Si me decido a llamarla la Traicionada no es con el afán de mofa o indiferencia. Lo hago porque este es un apelativo que ella misma ha utilizado para hacer referencia a su relación conmigo. Yo soy, por supuesto, el Traidor.
De eso íbamos a hablar aquella noche. Para eso habíamos planeado esta reunión: hablaríamos del pasado, recordaríamos todo, y después, finalmente, terminaríamos por aceptar que la vida nos había llevado por diferentes rumbos. Lo de siempre. Por lo que pasan las parejas cuando deciden, en definitiva, olvidarlo todo. Supongo que andábamos en pos de una reconciliación con el universo a esta edad en que uno sabe con certeza que tanto el universo como la reconciliación no pasan de ser ambiciones vacías, mapas virtuales, animales en extinción. Sueños. Pero ambos éramos tercos. Ambos teníamos esa necesidad absurda, acaso religiosa, de trascendernos a nosotros mismos. Tal vez andábamos en busca del perdón. La Traicionada, lo sabía yo, no me lo otorgaría y, por esa causa, yo tampoco lo haría. Nuestra reunión estaba destinada al fracaso y, sabiéndolo como los dos lo sabíamos, insistimos en el encuentro. El nerviosismo con que la esperaba esa noche de tormenta se debía, sobre todo, a lo apabullante que es a veces la resignación. Pero cuando a bien tuvo llegar dos horas después de lo acordado, cuando tocó a la puerta y cruzó el umbral con sus dos maletas de cuero y la gabardina húmeda, la Traicionada se desmayó en el acto. Ni siquiera se dio cuenta de que otra mujer se le había adelantado. Amparo Dávila me ayudó a llevarla a una habitación de la planta alta y, una vez que la tendimos sobre la cama, ella se encargó de desnudarla mientras yo evitaba volver a ver el cuerpo en el que alguna vez encontré algo que ya no recordaba.
—Tiene fiebre —dijo sin necesidad de usar el termómetro—. Démosle penicilina.
—Pero si no sabes qué es lo que tiene —le contesté, alarmado.
Por toda respuesta la Muchacha Remojada se dirigió al baño y abrió el botiquín como si se encontrara en su propia casa, como si ella fuera la especialista en las enfermedades del cuerpo y no yo.
—No hay penicilina —le informé con una parsimonia que me conocía bien.
—De cualquier modo, debe ser la epidemia —masculló mientras colocaba compresas de agua fría sobre la frente de la enferma.
La Traicionada entreabrió los ojos y balbuceó apenas un par de palabras antes de caer en un profundo sueño. Amparo Dávila le tomó el pulso. La observó con una mezcla de dulzura y asco en la mirada.
—Aléjate de ella —le dije desde el marco de la puerta—. Te puedes contagiar.
Se sonrió entonces. Arqueó la ceja derecha. Me auscultó con detenimiento y sin piedad alguna. Luego bajó las escaleras y las subió de nuevo con las maletas de cuero. Las abrió. Extrajo las ropas de la Traicionada cuidadosamente, evitando desdoblarlas, y las acomodó dentro de la cajonera sin voltear a verme.
—La convalecencia será larga —me aseguró cuando hubo terminado—. Si sobrevive —añadió.
Tres días después de su llegada, Amparo había creado una rutina que los dos compartíamos y respetábamos por igual. Tan plácida, tan natural, que cualquiera que no nos conociera se habría podido llevar la impresión de que formábamos un buen matrimonio. A primer vistazo nadie habría sospechado que le seguía el juego porque el miedo no había disminuido en absoluto. Al contrario, seguía creciendo.
Amparo se levantaba temprano, se bañaba y, todavía con el cabello mojado, bajaba a la cocina a preparar café para mí y té para la Traicionada. Cuando ella subía a atender a su paciente, yo bajaba al comedor, encontraba el periódico a un lado del jugo de naranja y de una taza vacía que, de inmediato, llenaba con calma, tratando de detectar el murmullo matutino del mar. Amparo me dejaba iniciar el día a solas, que es la única manera en que un día puede empezar, pero se aparecía con una libreta y un lápiz justo cuando yo terminaba de leer el periódico. Entonces mascullaba algo regularmente insulso sobre el estado de salud de la Traicionada y, sin más, se inclinaba sobre su cuaderno y empezaba a escribir.
—¿De qué se trata? —le pregunté la primera mañana señalando con los ojos la libreta abierta y pensando que, de contestarme, me diría que eran cartas personales, cosas sin importancia.
—De mi desaparición —dijo en voz baja pero firme y luego se volvió a ver el reflejo del sol sobre el manto marino. Después, sin añadir nada más, volvió a concentrarse en las páginas de su cuaderno.