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Italia, en la eclosión del Renacimiento. Las maquinaciones políticas y las luchas por el poder convierten a los pequeños estados italianos en un complejo tablero de ajedrez, en una época en que los enfrentamientos políticos corren paralelos al florecimiento de las artes. Dentro de ese ambiente, Caterina Sforza, hija ilegítima del duque de Milán, no dudó en defender hasta el final sus derechos, en conflicto con el poder de Roma. Ninguna barrera fue lo suficientemente fuerte para frenar sus propósitos: con sólo veinte años y embarazada de siete meses se apoderó del castillo de Sant Angelo de Roma; posteriormente se enfrentó a los poderosos Médicis, negoció con el intrigante Maquiavelo y trabó amistad con Leonardo da Vinci. La Dama del Dragón es una vibrante novela que encierra, en la extraordinaria vida de Caterina Sforza, toda la fogosidad y espíritu de aventura que desplegó a lo largo de su existencia, en unos años apasionantes que fueron claves en la formación de Europa.
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Seitenzahl: 746
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Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La Dama del Dragón
© José Calvo Poyato, 2007, 2021
Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Shutterstock
ISBN: 978-84-18623-19-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Agradecimientos
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Nota del autor
Si te ha gustado este libro…
A la mujer de mi vida
La idea de escribir el libro que ahora ve la luz bajo el título de La Dama del Dragón surgió hace cinco años, al tener conocimiento de la figura de Caterina Sforza, un personaje que despertó mi interés y me sedujo con la fuerza de su apasionante vida.
A lo largo de ese tiempo me han ayudado numerosas personas aportando sugerencias, proponiendo ideas o señalando cuestiones de interés, relacionadas con el personaje y su época. A todas ellas quiero manifestarles mi agradecimiento. He de hacerlo de forma muy especial a Francisco García por su ayuda; a Javier Sánchez, quien dedicó unas vacaciones a revisar el texto; a Gloria Abad por su ánimo, su confianza y una lectura del original que aportó detalles valiosos a la redacción definitiva y a Francisco García Montoya, que conoce el valor de los dragones.
Como en todas mis novelas, esta también debe mucho a Cristina. La Dama del Dragón cobra su dimensión definitiva gracias a su paciencia, a su reposada lectura y a sus críticas, en ocasiones vehementes, pero siempre atinadas.
EL AUTOR
Milán, octubre de 1472
—¡Jamás, Galeazzo, jamás! ¡No te empeñes, porque no lo consentiré! —Gabriella Gonzaga no paraba de caminar de un lado para otro. El brillo de sus negros ojos acentuaba la determinación de sus palabras.
Galeazzo Sforza aún vestía su atuendo de cazador y permanecía sentado. La miró con dureza y arqueó sus labios hacia abajo en aquella mueca que aparecía en su rostro cada vez que se le contradecía.
—Si ese matrimonio no se celebra, todos nuestros empeños habrán resultado inútiles.
—¿Nuestros, dices? —ironizó ella.
—¡Por supuesto que son nuestros! —Golpeó con el puño el brazo del sillón—. Te guste o no, estás implicada. ¡Tu marido también era hijo de mi padre!
Gabriella se detuvo delante de la chimenea, tomó un atizador, removió las ascuas y las llamas se avivaron. Sin volverse, comentó:
—No he sido yo quien se ha apoderado de Imola, ni quien se ha aprovechado de ese pelele de Manfredi. Esas decisiones han sido tuyas y sólo tuyas.
El duque de Milán se levantó, se acercó a su cuñada y la giró tomándola por los hombros.
—¡Hay que estar a las duras y a las maduras!
Gabriella le sostuvo la mirada. Si Galeazzo era un Sforza, por sus venas corría la sangre de los Gonzaga.
—En eso he de darte la razón.
—Entonces, ¿por qué esa cerrazón?
Gabriella, con un ágil movimiento, se zafó de las manos de su cuñado.
—Lo sabes de sobra. No se resolverán los problemas de los Sforza a costa de una niña de once años.
—Sin embargo, no pusiste ningún impedimento cuando el enviado del papa planteó el matrimonio.
—Porque nunca creí que ese patán de Girolamo Riario fuese a exigir su consumación de manera inmediata.
—¡Qué más da!
—¡No! ¡No da lo mismo! Si quiere la mano de Constanza, tendrá que esperar a que cumpla los catorce años para hacerla suya.
El duque de Milán se sentó de nuevo. Su aspecto era sombrío: había calculado mal sus movimientos al creer que dos potencias como Florencia y Venecia aceptarían la ocupación de Imola como un hecho consumado. La primera porque era su aliada; él mismo había viajado aquella primavera hasta la capital de la Toscana y su visita a Lorenzo de Médici fue todo un éxito, a pesar de que las afiladas lenguas de los florentinos tenían un bajo concepto del lombardo, al que consideraban un ser depravado, capaz de cometer las mayores atrocidades para satisfacer sus primitivos instintos. Se contaba que obligó a un furtivo a comerse una liebre entera, incluida la piel, por haberla cazado en uno de sus bosques. Sus relaciones con la Serenísima República no eran tan buenas, pero estaba seguro de que los venecianos no se enredarían en un conflicto armado porque para ellos Imola no significaba gran cosa y menos aún los Manfredi, cuya familia estaba agotada biológicamente. El despojado Tadeo había aceptado, sin protestar, una pensión de por vida y el palacio que, para su alojamiento, le ofreció el Sforza.
Sin embargo, las cosas no habían rodado como esperaba. Florencia protestó porque Imola estaba sobre la vía Emilia, una antigua calzada romana que comunicaba la Toscana con el Adriático, en cuyos puertos los comerciantes florentinos tenían importantes intereses. A los Médici no les convenció el argumento de que Manfredi estaba dispuesto a vender la ciudad a los venecianos, quienes también rechazaron aquella ocupación porque rompía los acuerdos de la paz de Lodi, donde se logró un precario equilibrio en el complicado rompecabezas de la política italiana del momento; amenazaron con abandonar la Liga que garantizaba aquella paz.
Cada día que pasaba, la situación para Galeazzo Sforza era más comprometida.
Vislumbró la luz el día en que recibió la visita del enviado pontificio. Su eminencia llevaba en las alforjas un ancla de salvación. Sixto IV le proponía, como una pieza más de su calculada política para encumbrar a sus familiares, el matrimonio de su sobrino Girolamo Riario con una Sforza. Su olfato político le dijo que la propuesta encerraba un acuerdo ventajoso porque el astuto franciscano que ocupaba el solio pontificio le estaba ofreciendo, sin mencionarla, una salida airosa si aquel advenedizo entroncaba con los duques de Milán. Para endulzar el acuerdo, su santidad había concedido a su sobrino el título de conde de Bosco; la novia, por su parte, llevaría como dote la ciudad de Imola, cuyo gobierno los Manfredi habían ejercido como vicarios del papa. Roma estaría de acuerdo y ni florentinos ni venecianos tendrían nada que objetar. Aquella era la salida a sus problemas.
Ahora todo estaba a punto de naufragar porque la madre de la novia se negaba a que su hija fuese desvirgada antes de cumplir los catorce años.
—Tal vez haya una fórmula que nos permita salir del atolladero —comentó Galeazzo, acariciándose la mejilla.
—Siempre que no suponga someter a Constanza a una vejación, estoy dispuesta a discutirla.
—¿Qué tal si la pareja se acostase en el lecho ante testigos, sin hacer nada?
Gabriella meditó un momento y no encontró reparos a la propuesta.
—No veo inconveniente alguno, siempre y cuando sea solamente eso. ¿Está Girolamo de acuerdo?
—Tendré que preguntárselo.
Bona de Saboya, la esposa de Galeazzo, trataba de apaciguar a su marido. Los objetos tirados por el suelo eran la muestra de la desatada ira del duque.
—¡Ese mequetrefe! ¡Ese don nadie! ¿Qué se habrá creído?
—Cálmate, Galeazzo, nada conseguirás por ese camino.
—¡No tiene mayor mérito que ser el sobrino de ese franciscano de vil condición, hijo de un pescador!
—Sí, pero no olvides que el hijo del pescador está sentado en el trono de San Pedro.
—¡Para explotarlo en su propio beneficio y en el de sus familiares! —bramó el duque—. ¡Ya ha entregado la púrpura cardenalicia a dos de sus sobrinos y a este escribano le ha dado un título que se le ha subido a la cabeza!
—Lo ha hecho porque tiene poder para ello.
—Los cardenales piafan como caballos. El nepotismo es la norma que lo preside todo en el Vaticano.
—No sé por qué se quejan…
Galeazzo miró a su mujer, quien concluyó:
—… ellos son quienes lo han elevado al solio pontificio.
—¡Hubo un acuerdo que Sixto IV ha incumplido!
Bona de Saboya, hija del rey de Francia, no pudo evitar el esbozo de una sonrisa.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Los acuerdos, querido, los acuerdos. Si se firman es, precisamente, para incumplirse.
—Ese mequetrefe considera un insulto a su dignidad yacer en el lecho junto a Constanza, sin poder montarla. ¡Se empeña en rechazar el matrimonio, si no se consuma!
La duquesa miró por el ventanal y contempló el blanco paisaje del jardín, cubierto por un espeso manto de nieve. Aunque el calendario marcaba el comienzo de noviembre, el frío se extendía por el Milanesado con toda su crudeza. Sería un invierno largo y duro.
—¿Sabes que hemos recibido correo de ese joven artista que conocimos cuando visitamos Florencia?
Galeazzo miró a su mujer sin comprender.
—¿A quién te refieres?
—A Leonardo da Vinci.
El duque arrugó el entrecejo. Trataba de hacer memoria.
—¿El del taller de Verrochio?
—Sí, el que te mostró algunos planos de fortificaciones y extraños artilugios para la guerra.
—He de admitir que tiene imaginación.
—… y futuro —añadió la duquesa con la mirada perdida en el solitario jardín.
—Es posible, pero ahora no estoy para fortificaciones ni proyectos. Imola se convertirá en una trampa mortal si no encuentro una salida. Los florentinos apremian cada día más.
La duquesa abrió un pequeño frasco que colgaba de su cinturón y la estancia se llenó de una aromática y delicada esencia, se volvió hacia su marido y le preguntó:
—¿El acuerdo con el cardenal Riario está condicionado al matrimonio con Constanza?
Galeazzo levantó su poderosa cabeza.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque si no es así, tal vez haya otras opciones.
El rostro del Sforza se ensombreció.
—¿Alguna de nuestras hijas?
Bona lo miró alarmada.
—¡Cómo se te ocurre pensar algo así! ¡Tú mismo lo has dicho! ¡Ese Riario es un don nadie! ¡Un mequetrefe!
—¿Entonces?
—Estoy pensando en Caterina.
El duque entrecerró los ojos, que se convirtieron en poco más que dos líneas bajo sus espesas cejas. Al cabo de unos instantes negó con la cabeza.
—No servirá.
—¿Por qué?
—Caterina es aún más pequeña que Constanza.
—Es verdad que acaba de cumplir diez años, pero tiene una gran ventaja.
—Explícate.
—Se trata de tu propia hija. Es un valor que ese escribano tendrá que calibrar.
—El principal obstáculo para desposar a Constanza está en la consumación. Con Caterina estaríamos en las mismas condiciones, Girolamo tendría que esperar al menos cuatro años.
—Se trata de una Sforza —insistió la duquesa.
—No sé —vaciló el duque.
—Supongo que su madre no se opondrá. —Bona de Saboya daba por buena su propuesta, pese a las reticencias de su esposo—. No es mala propuesta para una bastarda.
El rostro de Galeazzo reflejaba todavía la duda, pero acudiría a visitar a Lucrecia Landriani, la madre de Caterina, con la que mantuvo un apasionado romance antes de contraer matrimonio. Si el fruto de aquel amor era el precio para salir del atolladero de Imola, estaba dispuesto a pagarlo. Tal vez, su esposa tuviese razón y el oscuro escribiente quedase deslumbrado ante aquella perspectiva.
Unos días más tarde Cicco Simonetta, el secretario del duque, comunicaba a Girolamo Riario la propuesta, haciéndole saber que la consumación del matrimonio no se llevaría a cabo hasta que Caterina cumpliese los catorce años.
—He de añadir —señaló el secretario— que mi señor el duque está dispuesto a mostrarse generoso.
—¿Cómo de generoso?
La pregunta había brotado de los labios del escribano cargada de ansiedad. El astuto Simonetta supo que allí estaba la clave del éxito de su misión. Midió cuidadosamente sus palabras.
—El duque podría entregar Imola a su santidad, con tal de que se cumplan dos condiciones.
—¿Cuáles?
—La primera que vuestro tío os entregue el gobierno de la ciudad, lo tendríais por vuestra condición de esposo de Caterina.
—¿Y la segunda?
—Mi señor el duque habría de recibir una suma por la entrega del señorío de Imola, como compensación a los gastos ocasionados por la ocupación de la plaza.
—¿Cuál es el importe de esa suma?
Simonetta lo dijo con suavidad:
—Cuarenta mil ducados.
Girolamo frunció el ceño.
—¡Eso es una fortuna!
Simonetta hizo un ligero movimiento de hombros.
—¿Acaso Imola no los merece?
El papa se lo tomó con calma, alegando que las celebraciones de la Navidad no le dejaban respiro para otras consideraciones. En realidad necesitaba tiempo para formalizar el crédito exigido por el duque de Milán.
Sixto IV no tenía dudas: su sobrino se casaría con la hija de Galeazzo Sforza y se convertiría en señor de Imola, como vicario del papa. Era mucho más de lo que podía haber soñado porque, aunque Caterina fuese una bastarda, su padre la había reconocido. Con Imola en sus manos se abría la posibilidad de entrar con pie firme en la Romaña, el territorio por donde deseaba extender el poder de Roma. Sin embargo, conseguir los cuarenta mil ducados estaba resultando más complicado de lo que había supuesto; los Médici, los banqueros papales, ponían toda clase de obstáculos, alegando, con doblez florentina, falta de liquidez. Su santidad era consciente de que los verdaderos motivos de Lorenzo el Magnífico eran que con los cuarenta mil ducados financiaba una operación contraria a los intereses de su ciudad.
Para hacer frente a aquella dificultad el astuto pontífice había ideado una estrategia con la que obtener sustanciosos dividendos. Para materializarla envió a Florencia a su sobrino Pietro Riario, cardenal de San Sixto, cuyo regreso aguardaba impaciente.
Despachaba con otro de sus sobrinos, Giuliano della Rovere, también elevado a la dignidad cardenalicia, pese a la oposición del Sacro Colegio, cuando su secretario, un franciscano enjuto de carnes y cara afilada, le dio aviso de que su eminencia había regresado de Florencia.
—El cardenal de San Sixto desea ser recibido por su santidad.
—¿Su eminencia está ya en Roma?
—En estos momentos estará cruzando la muralla Leonina, santidad.
—¿Cómo no se me ha informado con la debida antelación?
Sixto IV golpeó con fuerza sobre la mesa, donde se amontonaban los pergaminos a los que dedicaba su atención.
—Acabamos de tener conocimiento, santidad —se excusó el franciscano, agachando la cabeza en señal de sumisión.
—¡Cuando llegue, que venga!
—Como disponga vuestra santidad.
Se retiraba el secretario cuando la voz del papa tronó:
—¡Inmediatamente!
Poco después Pietro Riario comparecía ante su tío, sin haberse sacudido el polvo del viaje. Su aspecto era más parecido al de un condottiero que al de un miembro de la curia cardenalicia. Con paso decidido llegó hasta el estrado donde estaba el papa rodeado de algunos de los cardenales que le debían fidelidad, hincó la rodilla en tierra y besó el anillo del Pescador que su tío le ofreció.
—Dejadnos solos.
Un crujir de sedas, tafetanes y brocados acompañó la salida de sus eminencias. Una vez cerrada la puerta, el papa se levantó y abrazó a su sobrino, sin importarle la suciedad.
—¿Qué tal en Florencia?
El cardenal sacó de su pecho una delgada cartera de fino tafilete.
—Vedlo con vuestros propios ojos.
Antes de tomar en sus manos la carta de crédito, ya sabía que su sobrino había culminado con éxito la difícil misión. Aquel papel valía por una ciudad en el corazón de la Romaña. Era un crédito por cuarenta mil ducados que abonaría el consignatario de la banca Pazzi en Roma. Aquello cambiaría algunas de las piezas en el complejo tablero que era la política italiana y sus elaborados equilibrios de poder.
—Mi querido Pietro, tendrás que ponerte otra vez en camino para cerrar el acuerdo con Galeazzo Sforza, quiero que ese lombardo sepa que consideramos este enlace una prioridad en nuestros proyectos. Tu presencia en Milán dará el realce adecuado a esos esponsales. Pero antes habrás de rendir visita a Venecia, necesitamos asegurarnos de que esos comerciantes, infectados por el trato con los infieles, no pondrán objeciones a nuestra entrada en la Romaña.
Sixto IV dio a su rostro un aire de beatitud y comentó a su sobrino preferido, con aire de complicidad:
—La misa de mañana se aplicará por las intenciones de los Pazzi.
Estaba eufórico, con aquel crédito no sólo estaba en condiciones de satisfacer las demandas del duque de Milán, sino que daba una bofetada a los Médici. La Santa Sede tenía a partir de ese momento otros banqueros para atender sus necesidades.
En Venecia, Pietro Riario desplegó toda su habilidad para convencer al dux y a sus consejeros de que nada les iba en aquel envite. Los más perjudicados eran los florentinos, sus enemigos tradicionales. El éxito coronó su misión porque, aunque los venecianos no viesen con buenos ojos un aumento de la presencia de Roma en la Romaña, efectivamente quien más perdía era Florencia.
El cardenal no se entretuvo y viajó hasta Milán, donde su estancia resultó placentera. Allí todo fueron parabienes y el 23 de enero, junto a su hermano Girolamo, abandonaba la capital del ducado de Milán para emprender el viaje de regreso a Roma.
Firmadas las capitulaciones matrimoniales de Girolamo y Caterina, sólo quedaba un asunto pendiente. Una pequeña irregularidad: el novio ya estaba casado. Pero ese era un problema que el poder del santo padre resolvería con suma facilidad, y así fue: una bula pontificia, fechada el 26 de febrero, declaraba nulo su matrimonio.
Mientras se decidía su futuro, Caterina Sforza, ajena a unos acontecimientos que iban a determinar su existencia, gratificaba los esfuerzos de sus preceptores. Se mostraba interesada en el latín de los clásicos, que había resucitado de sus cenizas hasta convertirse en una moda; mostraba cualidades innatas para la danza; competía con sus hermanos en el arte de la esgrima y aventajaba a todos en las clases de equitación; con el tiempo sería una gran amazona. Su devoción por los caballos la llevaba a pasar largas horas en las cuadras, junto a mozos y domadores, limpiando su caballo y disfrutando del contacto con los animales.
Más tarde, cuando superó la adolescencia, llegó a convertirse en una hermosa mujer de piel muy blanca, cabellos rubios y ojos melados de mirada soñadora, aunque ya en sus pupilas se vislumbraba una fuerza de voluntad poco común, la misma que se reflejaba en sus labios. Tenía un temperamento apasionado y un carácter recio, que se ponía de manifiesto ante las injusticias.
Antes de cumplir los diez años se enfrentó a un mulero que se divertía martirizando a un gato. Aquel malandrín había introducido las patas del animal por los agujeros de una tabla para inmovilizarlo. Simulaba interpretar una pieza musical pasando un manojo de zarzas por el lomo despellejado del felino, que profería maullidos lastimeros. Caterina, furiosa, le arrebató las zarzas y le azotó el rostro.
Era aficionada a los saberes inquietantes que bordeaban los límites de la ciencia. Se sentía fascinada por los enigmas de la alquimia y sus fórmulas, que se consideraban mágicas. A pesar de su edad, no rehuía el encuentro con las llamadas ciencias ocultas; más aún, buscaba en ellas las explicaciones que no encontraba a su alrededor.
Siempre que podía abandonaba el castillo y acudía a la rebotica de micer Romualdo. Allí buscaba alivio a su insaciable curiosidad; quería saberlo todo acerca de las propiedades de las plantas, tanto salutíferas como venenosas. Preguntaba por los poderes atribuidos a las piedras y a determinadas glándulas de ciertos animales. Pasaba horas sumida en la lectura de voluminosos herbarios, lapidarios y bestiarios, donde se contaban toda clase de historias acerca de sus propiedades. Embebida en aquellas lecturas, aprendió que la mandrágora era una planta terrible y peligrosa; que la belladona, pese a su nombre, aletargaba; que había setas inductoras de horribles sueños y otras mortalmente venenosas. Aprendió también el arte de la destilación para obtener perfumes, ungüentos y pomadas. Supo que cada astro estaba asociado a una piedra, cuyas propiedades resultaban extraordinarias especialmente en determinados días, según la posición del sol o de la luna.
Su curiosidad por las fórmulas magistrales de micer Romualdo le sugería preguntas impropias para una niña de su edad. Algunas veces le confiaba al boticario en voz muy baja, como si de un secreto se tratase, que cuando fuese mayor tendría su propio laboratorio con alambiques, matraces y atanores.
Caterina Sforza quería ser alquimista.
Los bronces de San Pedro sonaban poderosos y tristes, respondiendo a los tañidos fúnebres de las campanas de la iglesia de San Sixto que, como sede pastoral del cardenal Pietro Riario, era un marco relevante de las exequias del sobrino del pontífice.
El papa estaba abrumado. Había perdido al más querido de sus familiares y al más firme de sus apoyos en aquella Babel que era Roma, donde los desafueros del populacho únicamente eran superados por las encarnizadas luchas de las familias patricias, atizadas durante siglos por generaciones de crueles enfrentamientos, asesinatos sin tasa y terribles venganzas. Hacía años que la ciudad se veía sacudida por las luchas callejeras entre partidarios de los Colonna y de los Orsini. Roma, sin embargo, se había hecho al sobresalto y a la muerte, presentes en cada sórdido callejón o en cada oscura esquina de sus innumerables plazas. Resultaba extraño el día que no comenzaba con algunos cadáveres flotando en las pestilentes aguas del Tíber, verdadera cloaca de la ciudad, o en algún otro lugar de la urbe, cuyos barrios se extendían en medio de las gigantescas ruinas, vestigios del esplendoroso pasado de la capital del imperio antaño gobernado por los césares.
Las exequias habían sido dignas de un príncipe de la Iglesia. Sobre un adornado catafalco, rodeado por más de un centenar de cirios cuyas limpias candelas creaban una imagen majestuosa, el cuerpo de Pietro Riario, revestido con los ornamentos propios de su dignidad cardenalicia, había reposado durante cuarenta y ocho horas en el crucero de San Pedro. Allí recibió el homenaje de amigos, conocidos y deudos. El frío reinante permitió que los restos mortales del difunto no entrasen en descomposición. El papa, apesadumbrado por el dolor, no se había sentido con fuerzas para asistir al sepelio y despidió el cortejo fúnebre de su sobrino a las puertas de la basílica, luego se retiró a sus aposentos, por lo que el recorrido hasta la iglesia de San Sixto fue presidido por su hermano Girolamo y su primo, el cardenal Giuliano della Rovere.
La comitiva, que salió del Vaticano poco después del mediodía, discurría a la altura del castillo de Sant’Angelo cuando los cañones de la fortaleza pontificia atronaron el cielo de Roma. Su comandante cumplía las instrucciones recibidas.
Al escuchar los primeros disparos, los portadores del féretro abandonaron las parihuelas en medio de la calle y huyeron despavoridos; quienes se encontraban más próximos, desconcertados, los imitaron para ponerse a salvo. Los más decididos buscaron la salvación, arrojándose a las aguas del Tíber, pero la mayor parte de la gente, temerosa de la gélida temperatura de las aguas, pugnaba por ganar el puente que cruzaba el río. Muchos fueron al agua sin desearlo, al ser arrollados.
Los gritos de quienes pedían calma quedaron ahogados por el rugido de la muchedumbre enloquecida. Muy pronto corrió el rumor de que los enemigos del papa habían decidido aprovechar la ocasión para lanzar su ataque.
Giuliano della Rovere no se explicaba cómo había podido ocurrir una cosa así, sin que les hubiese llegado el más mínimo de los rumores. Vio a su primo inmóvil, como alelado, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
—¡Vamos, Girolamo, no te quedes ahí! —Lo agarró por el brazo y tiró de él, casi arrastrándolo.
Varios soldados de la escolta de honor se agruparon a su alrededor. El oficial esperaba órdenes del cardenal, sin saber muy bien si su eminencia dispondría la custodia del féretro o su propia protección.
—¿Se sabe qué ha ocurrido? —preguntó al soldado.
—Lo ignoro, señor. Al parecer, las baterías de Sant’Angelo han abierto fuego.
Giuliano della Rovere miró a su alrededor, la gente vociferaba, corría desquiciada de un lado para otro gritando. Había heridos en el suelo y personas aplastadas y pisoteadas por la masa enfebrecida. Dirigió su mirada hacia el río, donde muchos braceaban pugnando por ganar la orilla y no ser arrastrados por la corriente.
En el ambiente flotaba un intenso olor a pólvora y los cañones habían enmudecido. Se escuchaban los lamentos de los heridos y los gritos de auxilio resonaban por todas partes.
Fue Girolamo quien se percató de que algo extraño ocurría.
—¿Dónde están los efectos de la artillería?
Los soldados se miraron unos a otros, desconcertados.
—¡Santo cielo! ¡Todo ha sido un error! —exclamó el cardenal, llevándose a la boca sus enguantadas manos.
—¡Salvas de honor! ¡La artillería de Sant’Angelo daba su último adiós al cortejo!
Aquella noche en las tabernas y en los tugurios del Trastévere no se hablaba de otra cosa. El vino ponía vivos colores a las narraciones de los parroquianos. Nadie recordaba las tres docenas de muertos habidos en el tumulto, la mitad de ellos ahogados, y probablemente aguas abajo el Tíber entregaría algunos cadáveres más. También se sumarían los desgraciados que, malheridos, fallecerían en las horas siguientes.
Girolamo Riario y Virgilio Orsini abandonaron el garito situado a espaldas de la iglesia de Santa Maria in Trastevere. La suerte no les había sonreído porque los dados, una y otra vez, se mostraron poco propicios. Pero los veinte ducados que habían quedado sobre la tabla de juego importaban bastante poco al sobrino del papa. La muerte de su hermano lo había convertido en uno de los hombres más ricos de Roma. La fortuna del cardenal pasaba íntegra a sus manos, salvo las cantidades reservadas para misas por el eterno descanso de su alma y otras mandas que el difunto destinaba a diferentes obras de caridad.
—¡Esos dados estaban cargados! —Virgilio repetía la misma cantinela después de cada trago a la frasca de vino, mientras avanzaba a trompicones por las callejas del más popular y peligroso de los barrios de Roma.
Las protestas de su amigo no enturbiaban el ánimo de Riario; la muerte de su hermano había sido un regalo del cielo. Cierto que no la había deseado, pero tampoco lo había entristecido. Además, él no era quién para escrutar los designios del Altísimo y mucho menos para mostrarse disconforme con ellos. Aquella muerte suponía para él una riqueza difícil de evaluar porque el cardenal de San Sixto, pese a su juventud —Dios lo había llamado a su seno cuando acababa de cumplir los veintiocho años—, había acumulado en pocos años una de las mayores fortunas de Roma.
Conforme se alejaban del corazón del Trastévere el silencio de la noche ganaba en intensidad. Se aproximaban a la ribera del Tíber cuando Girolamo propuso subir por la Farnesina y cruzar el río por el puente de Sant’Angelo. Aunque a aquellas horas Roma era una ciudad poco recomendable, era el camino más seguro.
—Ese es un rodeo inútil, además hace mucho frío —protestó Virgilio.
—Pero es el mejor camino.
Orsini se detuvo en medio del callejón. Su imagen tenía algo de cómica a la luz de la luna, que aparecía y desaparecía entre las nubes cortadas que surcaban el cielo de Roma.
—Propongo —Virgilio alzó la frasca del vino como si se tratase de un brindis— que vayamos por la Tiberina.
—¿Te has vuelto loco?
—¡No me digas que tienes miedo!
Riario miró a su amigo.
—No confundas la prudencia con el miedo. Ese es un lugar peligroso a plena luz del día. ¡Imagínate a estas horas!
Orsini ahuecó una oreja con su mano e hizo ademán de auscultar en la oscuridad.
—¿Escuchas algo? Todo está en calma. La gente ya ha tenido bastante con lo de esta mañana. ¡Vamos, sígueme! —Sin esperar respuesta, echó a andar y Girolamo lo siguió en silencio.
A un centenar de pasos estaba la orilla del Tíber. Recorrieron un pequeño trecho de ribera; tan sólo se oía el murmullo de las aguas que bajaban con fuerza hasta llegar al puente Cestio, que los conduciría a la Tiberina, una pequeña isla en medio del río, unida a las riberas por dos sólidos puentes construidos en la época imperial. En otro tiempo se alzó un hospital, abandonado años atrás. En pocos meses sus ruinas se convirtieron en refugio de varias de las bandas más peligrosas de Roma. También podían encontrarse algunos prostíbulos, donde buscaban acomodo las prostitutas más ancianas, a las que el tiempo había despojado de su belleza. Como decía Girolamo, si era un lugar poco recomendable a plena luz del día, cruzarlo de noche era una temeridad.
Con todo, Virgilio tenía razón al decir que se ganaba rápidamente la otra orilla, donde se alzaban las ruinas del teatro Marcelo y, siguiendo la vía de los Giubbonari, se llegaba al Campo dei Fiori, donde Girolamo se había instalado provisionalmente en el palacio que los Orsini habían puesto a su disposición, mientras concluían las obras del suyo cerca de la piazza Navona.
A la entrada del primero de los puentes un bulto emergió de las sombras. Girolamo echó mano a su espada.
—¡Teneos, señor! Sólo os pido una caridad.
—¡Apártate de mi camino! —le ordenó Riario, sin quitar la mano de la empuñadura.
—¿Acaso pensáis que supongo un peligro para vos?
Era una voz de mujer. Aguardentosa, pero de mujer; sus palabras sonaron como una amenaza.
—¡Aparta te digo!
—¿Tenéis miedo? —Ahora la voz cobró un tono desagradable.
Girolamo miró a su amigo, algo rezagado.
—¿Qué deseas?
—Ya os lo he dicho, excelencia, una caridad.
Orsini arrojó la frasca por encima del puente y desenvainó su acero. Los vapores del alcohol habían desaparecido de repente. Escudriñó en la oscuridad, esperando el ataque de un momento a otro.
—¡Échate a un lado y deja el paso libre! —le ordenó Riario tirando también de su espada.
El ruido de unos pasos a sus espaldas les indicó su verdadera situación. Miraron hacia atrás y comprobaron que se acercaban tres individuos armados con estacas. Girolamo sintió ganas de golpear a Orsini, que de una forma tan estúpida los había llevado hasta aquella trampa. Los malhechores se habían aproximado.
—¡Maldita arpía!
Orsini paraba con su espada el primer golpe y alcanzaba al agresor en el brazo; Girolamo había desarmado a otro de los atacantes. Quedaba un tercero, que dudaba si acometer. Todo estaba resultando demasiado fácil y la pelea parecía a punto de concluir cuando la vieja, que se había refugiado junto al pretil del puente, se llevó los dedos a la boca y emitió un silbido que imitaba el ulular de un búho. Como por ensalmo, los alrededores se poblaron de sombras en movimiento. Eran por lo menos una docena.
—¡Rápido, Virgilio, crucemos el puente antes de que lleguen, son demasiados!
Echaron a correr, tratando de ganar la otra orilla con los malhechores pisándoles los talones. Su huida significaba meterse en la boca del lobo, pero no tenían otra opción; su ventaja disminuía rápidamente.
Al doblar una esquina, donde se abrían tres callejuelas, se detuvieron un instante, tratando de orientarse. Desde el postigo de una puerta, una voz los invitó a pasar. Dudaron un momento, pero no había tiempo para consideraciones. La voz los conminó otra vez:
—¡Vamos, vamos! ¡Rápido!
Entraron y la puerta se cerró justo a tiempo. Pudieron escuchar, mientras contenían la respiración, las imprecaciones de sus perseguidores que, poco a poco, se perdieron en el silencio de la noche romana.
El refugio era un lugar extraño. El techo bajo producía una sensación agobiante, a la que colaboraba la falta de ventanas. En las vigas colgaban manojos de hierbas secas y, en un rincón, sobre una mesa redonda cubierta por un tapete mugriento, había papeles desordenados en los que se adivinaban extraños signos y símbolos. En las paredes podían verse láminas; una de ellas era un mapa adornado con cuerpos celestes. La estancia daba a un patinillo, en cuyo centro se alzaba un robusto laurel de frondosas ramas que alcanzaban las paredes.
Quien los había sacado momentáneamente del atolladero era un individuo cargado de hombros, casi jorobado, y de edad difícil de determinar, aunque había cumplido sobradamente los cincuenta años. Las arrugas de su rostro parecían talladas en la piel y llamaba la atención una dentadura blanca y reluciente.
Se llevó un dedo a los labios, proponiendo silencio hasta asegurarse de que los perseguidores se habían alejado definitivamente.
—Ha sido una insensatez aventurarse en la isla a estas horas sin la protección de una escolta. —La mirada que Girolamo dirigió a Orsini confirmaba las palabras del desconocido—. ¿Teníais alguna razón para hacerlo?
Riario, que mantenía el acero en la mano, le respondió con otra pregunta:
—¿Quién eres y por qué has hecho esto?
—Mi nombre es Antonio Maragon, todo el mundo me conoce como Pitutti, y os he proporcionado resguardo por consideración a vuestro hermano.
—No te entiendo.
—Es muy simple, señor, si estoy con vida es gracias al cardenal Riario, vuestro hermano. Esta mañana os vi cuando presidíais el cortejo fúnebre de su entierro.
—¿Mi hermano te salvó la vida?
—Así es, señor.
—Cuéntame cómo fue.
—Fui delatado por un malnacido y llevado ante el tribunal de la Inquisición. Me acusaban de hacer encantamientos, practicar hechicerías y llevar a cabo actos de brujería.
—¿Eres brujo?
—Eso dicen. Aunque en realidad me he limitado al estudio de los astros y de sus influencias, y a conocer las propiedades de las hierbas.
—¿Eres astrólogo y herbolario?
—Así es, mi señor, y he conocido tiempos mejores.
—¿Cómo fue que mi hermano te salvó del Santo Oficio?
—Pura casualidad. El día que me conducían ante el tribunal para iniciar los interrogatorios, su eminencia estaba en el palacio de la Inquisición, nos cruzamos en el patio y me reconoció. Yo le había hecho un pronóstico hacía pocos meses.
—¿Qué le pronosticaste?
—Que culminaría con éxito la misión que el papa le había encomendado en Florencia, Venecia y Milán.
Girolamo se puso tenso.
—¿Qué ocurrió?
—Salió fiador de mi inocencia ante los jueces.
—¿Te liberaron?
—Ya lo veis, señor, aquí estoy, con vida y los huesos en su sitio. Vuestro hermano me evitó el potro y la toca.
—¿Qué sabías tú de esa misión encomendada al cardenal?
—No pude verlo con total claridad, pero vislumbré lo suficiente.
—¿Qué vislumbraste?
—Que conseguiría una fuerte suma de dinero para convertir en realidad el sueño del papa y que…
Riario lo interrumpió.
—¿Cuál era el sueño del papa?
—Esa fue una de las cuestiones que no logré determinar. Pero era algo de gran importancia porque estaban en juego intereses políticos para esas tres ciudades.
—¿Qué más le pronosticaste? —Girolamo estaba inquieto.
—Que allanaría los obstáculos que se oponían a los deseos de su santidad.
—¿Viste algo más?
Pitutti, que hasta aquel momento había respondido sin vacilar, dudó. Los dos amigos intercambiaron una mirada.
—¿Viste algo más? —insistió Girolamo.
—No, nada más.
La respuesta sonó falsa.
—¿Estás seguro?
—Mejor lo dejamos, señor. Creo que ya podéis marcharos, esos bellacos se alejaron hace rato. Si lo deseáis, puedo acompañaros hasta la otra orilla del río.
Girolamo negó con un movimiento de cabeza y levantó el acero hasta dejar la punta a menos de un palmo de la garganta del astrólogo.
—Quiero la verdad y la quiero ahora.
—Es mejor dejarlo, señor.
—La vida que te dio mi hermano podrías perderla en un instante. —La punta del acero rozó la garganta de Pitutti.
—Señor, la astrología es una ciencia, pero los pronósticos no son exactos.
—¿Qué decían esos pronósticos? —insistió Girolamo—. Te juro que estoy a punto de perder la paciencia.
Pitutti se encogió de hombros.
—Vi también sangre, mucha sangre.
—¿Qué quiere decir eso?
—La muerte está más cerca de lo que podéis imaginar. Vi muchas muertes y todas ellas violentas.
—¿La mía?
—No lo sé, señor.
Ahora la respuesta sonó convincente.
—¡Vámonos de aquí, Virgilio!
Milán, 1476
El duque lo había recibido por dar satisfacción a su esposa.
Las explicaciones de aquel joven, dotado de una imaginación prodigiosa, no despertaban su interés. Ofrecía artilugios que eran pura fantasía, entretenimiento propio de simples y niños. ¡Máquinas para volar! ¡Barcos capaces de navegar por debajo de la superficie de las aguas! ¡Ingenios para cazar ranas!
Galeazzo pensaba que era un buen pintor y como escultor resultaba pasable. Quizá lo mejor eran sus dibujos sobre la anatomía del cuerpo humano y los apuntes de rostros, gesticulando con las más extrañas expresiones. Como cocinero, en cambio, no ofrecía gran cosa; es más, a punto había estado de provocar un motín al dejar con hambre a unos clientes de la casa de comidas que, con el lamentable nombre de Los Tres Caracoles, había abierto en su ciudad. No acababa de comprender las razones por las que Bona puso tanto empeño en que viniese a Milán. Posiblemente era una de esas rarezas, rayanas en lo ridículo, que de vez en cuando afloraban en ella, provocadas por la sangre francesa que corría por sus venas. Posiblemente no, seguro.
Le dolieron los cien ducados del estipendio que su esposa se empeñó en entregarle, pero sobre todo le molestó que su hermano hubiese quedado más fascinado incluso que la propia Bona. Hablaba con entusiasmo de sus planos de fortificaciones y de los extraordinarios diseños de las máquinas de guerra. ¡Cómo alababa Ludovico las bombardas móviles y las lanzaderas mecánicas de proyectiles! ¡Algo que sólo la mente de un lunático podía concebir! La rareza de Ludovico no podía atribuirla a un origen francés, el Moro era un Sforza, como él.
Menos mal que la curiosidad de la duquesa estaba ya saciada y aquel individuo abandonaría Milán al día siguiente para regresar a Florencia. Allí encontraría acomodo, porque Lorenzo de Médici daba cobijo a todo el que mostraba algo extravagante. En ese terreno aquel joven no tenía rival.
Leonardo da Vinci repartió su última tarde en Milán entre las cazuelas de la cocina ducal, donde ensayaba platos que el duque hubiese arrojado a la cabeza de los camareros, en caso de haber sido llevados a su mesa, y la joven Caterina, que era la persona en quien el extravagante florentino había causado mayor impacto. Buscaba toda clase de excusas para estar a su lado y escuchar las explicaciones que daba sobre las cosas. Le parecía un personaje misterioso. La gente no entendía sus explicaciones y mucho menos veía sus inventos como algo que podía convertirse en realidad. A Caterina le fascinaba la posibilidad de volar, de ver el mundo desde otra perspectiva.
En el castillo era ella quien más lamentaba que abandonase Milán. La víspera de la partida estaba nerviosa porque, antes de que se marchase, deseaba formularle algunas preguntas. Aquella mañana, después de la obligada hora de lectura de los clásicos y de sus ejercicios de retórica, buscó al artista, pero nadie le dio noticia de dónde podía encontrarlo. Descorazonada, pensando que estaría en la ciudad ultimando los preparativos de su viaje, bajó al jardín en busca de tierra para dar consistencia a un emplasto, según una fórmula proporcionada por micer Romualdo.
Tuvo un sobresalto cuando lo vio, inmóvil, en un rincón del jardín. Estaba absorto y había dejado a un lado los pliegos y los carboncillos con que dibujaba.
Caterina se acercó por detrás, sin hacer ruido; por nada del mundo querría molestarlo. Leonardo estaba concentrado, tenía la mirada clavada en un punto del suelo. La joven miró los papeles y comprobó que estaba copiando del natural plantas, con sus hojas y flores. Estaba segura de que él no se había percatado de su presencia; por eso la sorprendió cuando, sin volver el rostro y sin moverse, le dijo con voz suave pero rotunda:
—Mañana lloverá.
—¿Por qué dices eso? —preguntó sorprendida, alzando los ojos a un cielo limpio y azul.
—Porque va a ocurrir.
Miró otra vez al cielo, estaba totalmente despejado.
—No se ve una sola nube.
Leonardo se volvió y le dedicó una sonrisa.
—No estás mirando al lugar adecuado.
Ella arrugó la frente.
—Cuando llueve el agua cae de las nubes que hay en el cielo. Hoy está limpio, no se ve ninguna.
—Está limpio porque ahora no llueve. Eso ocurrirá mañana.
—¿También eres adivino?
En los labios del toscano apuntó una sonrisa y tuvo que contenerse para no acariciar la cabeza de la jovencita. Ya no era una niña y, si alguien lo viese, podía malinterpretar su gesto.
Caterina se había convertido en una joven muy hermosa; aquella mañana llevaba sus rubios cabellos trenzados y sujetos con una fina redecilla, según la moda imperante. Sus finos labios denotaban la firme voluntad que ponía en todo lo que hacía y ocultaban la fuerte sensualidad que ya había despertado en ella. Tenía la frente despejada y, como buena Sforza, la nariz, ligeramente aquilina.
—La naturaleza es un libro abierto. Si sabemos leerlo, nos ofrece mucha más información de la que podemos imaginar.
—¿Y qué has leído en el libro de la naturaleza para saber que mañana lloverá?
—Observa el suelo y dime qué ves.
Caterina obedeció y después de un tiempo comentó:
—Hay varios rosales en flor, el suelo está cubierto por una capa de trébol y los límites del parterre están configurados por plantas de boj.
Leonardo aguardó en silencio durante unos segundos, por si la joven quería añadir alguna otra cosa, hasta que preguntó:
—¿Nada más? ¿No ves nada más?
Caterina miró otra vez.
—Bueno, también veo un hormiguero.
—¿Hay hormigas? —preguntó Leonardo.
—Muchas.
—¿Y qué hacen?
—No lo sé.
—Observa con atención.
Durante un buen rato comprobó que las hormigas, efectivamente, realizaban una tarea.
—Creo… creo —dudó un instante—, creo que están cerrando la entrada del hormiguero.
—En efecto —corroboró Leonardo.
Caterina no dejaba de mirar el hormiguero, atraída por el continuo movimiento de las hormigas. Al observar con detenimiento, comprobó que todo lo que hacían respondía a un plan. La mayoría transportaba materiales, se desplazaba formando una larga fila que iba desde una boñiga seca de la que obtenían trozos diminutos, hasta el hormiguero, que tenía varias entradas. Entonces se dio cuenta de que muchas otras estaban bloqueándolas. La curiosidad la había atrapado.
—¿Por qué están cerrando la entrada al hormiguero?
—Porque así evitarán que se inunde su hogar. Ahí se resguardarán para pasar el invierno. Durante los meses de verano han acumulado comida para sobrevivir cuando lleguen el frío y las aguas.
Caterina miraba con atención, mientras Leonardo aguardaba otra pregunta. Si no llegaba, aquella joven inquieta lo decepcionaría.
—¿Cómo saben las hormigas que va a llover? —preguntó al fin.
—No lo sé.
El rostro de Leonardo rebosaba satisfacción.
—¿Entonces…? ¿Entonces…?
Ante la duda que la atenazaba, fue el artista quien la animó a preguntar:
—¿Sí?
—Entonces, ¿cómo es que sabes que lo están haciendo por eso y no otra razón?
Leonardo aplaudió.
—¡Bravo! Esa es la pregunta que toda persona inteligente ha de formular en esta circunstancia. A una mente inquieta no puede bastarle con que se le diga que las cosas son de una u otra forma; ha de conocer la causa que hace que sean así. ¡Bravo!
La joven lo miraba sin pestañear. Estaba esperando su respuesta.
—Yo nací en un pueblecito próximo a la ciudad de Florencia, llamado Vinci. Allí todo rezuma paz, la vida transcurre apaciblemente, muy diferente al trasiego y las prisas que marcan el ritmo en las grandes ciudades como le ocurre a Milán. Hay pocas distracciones y menos entretenimientos, si bien la tranquilidad tiene numerosas ventajas. Tantas que los ciudadanos más ricos de las ciudades, para escapar al fárrago y la tensión que preside sus vidas, buscan el sosiego perdido para sus alterados ánimos, castigados por la tensión de su actividad y el ambiente de la ciudad. Los que pueden permitírselo se han construido quintas de recreo en plena naturaleza, donde se refugian, cuando sus actividades se lo permiten.
Caterina lo miraba sin pestañear.
—Los pastores de la Toscana —prosiguió Leonardo— no tienen necesidad de eso, su vida es muy dura, pero, a falta de otros placeres, han disfrutado del paisaje y de la naturaleza. Han podido observarla hasta el aburrimiento, mientras sus ovejas pastaban en los campos. Esas observaciones les han permitido sacar conclusiones que se han transmitido de padres a hijos, acumulando un saber provechoso para su trabajo porque para ellos, como para todos, la lluvia o la sequía, el frío o el calor, marcan el ritmo de la existencia. Observaron que durante los meses de verano las hormigas trabajaban sin descanso, todo era laboriosidad, movimiento y actividad hasta que un día todo se detenía. Las hormigas habían desaparecido de la superficie de la tierra. Con el tiempo asociaron su desaparición con la llegada de las lluvias del otoño. Afinaron más: las hormigas trabajaban hasta la víspera de la llegada de las lluvias, aprovechaban el trabajo hasta el último día, por eso tienen fama de laboriosas. Para evitar que sus refugios invernales se inundasen, los cerraban. Hoy las hormigas de tu jardín están cerrando su hormiguero. Mañana lloverá en Milán. Cada año el fenómeno se repite con una precisión matemática. La víspera de las primeras lluvias, cierran sus hormigueros. Siempre ocurre la víspera.
—¡Maestro, maestro Leonardo!
Las voces llegaban desde el otro extremo del jardín. Era uno de los hombres que trabajaban con el secretario del duque.
—El hermano de su excelencia desea veros lo antes posible. Si no tenéis inconveniente, yo podría acompañaros a su presencia.
Leonardo miró a Caterina, consciente de que la imprevista llegada había interrumpido una conversación a la que todavía le quedaba mucho para concluir. La joven se encogió de hombros en un gesto que tenía mucho de resignación, conocía el terrible carácter de su tío. Lo que planteaba como una posibilidad era en realidad una exigencia. El nombre del Moro con que popularmente se le conocía no se debía en exclusiva al color oscuro de su piel; era una forma de señalar la crueldad con que podía comportarse si sus deseos no eran satisfechos sin demora. Y el recadero había expresado con suficiente claridad cuáles eran en aquellos momentos.
El artista, a pesar de que quien lo reclamaba era alguien que había mostrado el mayor interés por sus proyectos, no pudo evitar una sensación de fastidio al verse privado de la compañía más grata que había tenido en su visita a Milán.
Cogió el pliego donde estaban los dibujos que realizaba y estampó su nombre en uno de sus ángulos. Luego garrapateó en el reverso del papel unas líneas. Caterina miraba fascinada cómo surgían de su carboncillo unos extraños signos. Cuando terminó, le alargó el papel.
—Es para ti.
Leonardo había puesto solemnidad a sus palabras. Caterina lo cogió con devoción y, sin dudarlo, se quitó uno de los alfileres que sujetaban la redecilla de su peinado y lo entregó al artista.
—También yo deseo que tengas un recuerdo mío.
Entristecida, lo vio alejarse. Su figura irradiaba una majestuosa serenidad. En aquel momento supo que algún día sus vidas volverían a cruzarse. Miró el regalo que sostenía en sus manos, un dibujo de unos hermosos lirios, luego concentró su atención en el texto que componía aquella extraña escritura. No pudo descifrar una sola palabra.
Leonardo estaba a punto de salir del jardín cuando se volvió y regresó hasta donde ella permanecía inmóvil.
—Si logras descifrar ese texto tendrás en tus manos un poderoso elixir.
—¿Un elixir?
—Un poderoso elixir —repitió el artista.
—¿Para qué sirve?
—Eso, mi joven amiga, habrás de descubrirlo por tus propios medios.
La fortuna llevaba todo el día dándole la espalda. Girolamo no había conseguido ligar una partida ganadora. Antes de apostar los últimos diez ducados en un envite donde contaba con buenas cartas, pidió más vino.
—Lo siento, excelencia, pero hemos acabado las existencias —se excusó el sacristán.
El sobrino del papa lo miró de soslayo.
—Si no lo traes, mi última apuesta serán tus genitales, que colgaremos en lo más alto del campanario.
—Excelencia, os he dicho la verdad.
—¿La verdad? —Girolamo dejó las cartas boca abajo sobre el tapete y desenfundó el afilado estilete que colgaba de su cinturón—. Respóndeme a una cosa, ¿quien diga la próxima misa lo hará sólo con agua?
—¡Señor!
El sacristán se había estremecido.
—¿Hay o no hay vino?
—Disculpadme, excelencia, ¿me pedís el vino de consagrar?
Girolamo soltó una risotada.
—¡O el vino o los cojones! Tú eliges.
El aterrorizado sacristán de San Juan de Letrán, en cuya sacristía tenía lugar la partida para cumplir una apuesta hecha la víspera mientras se refocilaban en casa de Flora, el más acreditado de los lupanares de Roma, salió corriendo.
Todo había comenzado con la apuesta lanzada por un joven pintor, que acababa de llegar a Roma para atender una petición de su santidad, a quien habían bautizado con el nombre de Pinturicchio; este había lanzado el reto y Riario recogió el envite. Se trataba de jugar al día siguiente una partida de naipes en la basílica de San Juan de Letrán. Quien perdiese correría con los gastos de otra orgía en casa de Flora.
Pinturicchio se había ido de la lengua porque, si perdía, necesitaría algún que otro encargo para hacer frente al gasto que comportaba una fiesta como aquella. El vino había soltado la lengua del pintor y embotado su mente, porque Riario había conseguido, sin mucho esfuerzo, que el párroco de San Juan y todo el clero adscrito a la basílica se ausentasen para no perturbar los deseos de uno de los hombres más ricos de Roma. En el templo únicamente quedó un sacristán con la misión de atender los antojos del sobrino del papa y de sus amigos.
El sacristán decidió poner a salvo sus genitales. Si el párroco permitía que en lugar sagrado se ofendiese a Dios de forma tan indecente como lo hacían aquellos desalmados, no iba a ser él quien arriesgase tan estimadas partes de su anatomía. Al fin y al cabo, aunque le pareciese un desafuero, antes de ser consagrado, el vino solamente era zumo de uvas.
Se disponía a satisfacer la demanda, cuando un individuo, sudoroso y jadeante, irrumpió en la sacristía profiriendo gritos, sin la menor consideración al lugar.
—¿Dónde está su excelencia?
Los cuatro jugadores se miraron. ¿Por quién de ellos preguntaba el bellaco que había irrumpido de aquella forma?
Virgilio Orsini se había puesto de pie, desenvainando una daga.
—¿Quién eres tú? ¿Se puede saber a qué viene este escándalo?
—Disculpadme, señor, pero me han dicho que aquí puedo encontrar a su excelencia el conde de Bosco.
Los compañeros de partida miraron a Riario, cuyo rostro se había ensombrecido.
—¿Qué ocurre?
—¿Sois vos, señor?
—Yo soy el conde de Bosco, ¿qué ocurre?
—Excelencia, os traigo una buena noticia.
—Habla de una vez o te juro…
—Señor, vuestro hijo acaba de nacer.
Un coro de aclamaciones acogió la noticia. Sus amigos felicitaban y golpeaban la espalda del flamante padre. Virgilio Orsini pidió un instante de silencio:
—Ya conoces el dicho, amigo mío.
—¿Qué dicho?
—Desafortunado en el juego, afortunado en el amor. —Soltó una risotada y concluyó—: ¡Hoy se ha cumplido a la perfección!
—¿Es un niño? —preguntó Girolamo.
—Sí, excelencia, un varón.
—¿Cuándo ha nacido?
—Hace poco rato. El tiempo que he tardado en venir, y puedo aseguraros que lo he hecho a toda prisa.
Riario cogió los diez ducados de su última apuesta, se los entregó y dio la partida por concluida.
—¡La próxima vez, seré yo quien pague en casa de Flora! ¡Vámonos! ¡Quiero conocer a Scipione!
—¿Scipione? —preguntó uno de los compañeros de juego.
—Sí, Scipione. Ese será su nombre, igual que el vencedor de Aníbal.
El sacristán los vio alejarse entre risotadas y parabienes. Guardó el vino y se palpó los testículos con alivio.
Su matrimonio con Bona de Saboya había convertido al duque de Milán en un aliado de su suegro, el poderoso rey de Francia. La alianza trajo ventajas indudables para el Milanesado, pero también compromisos importantes. Uno de ellos fue la lucha contra los principales enemigos del padre de su esposa, los poderosos duques de Borgoña. La campaña de 1476 había sido muy dura; se luchó en el Piamonte y las tropas de Carlos el Temerario se mostraron combativas y resistentes. Galeazzo tuvo que emplear a fondo a sus mejores soldados para evitar verse desbordado por la temible caballería borgoñona.
Las operaciones se dieron por concluidas con la llegada del invierno y el duque abandonó el frente pocos días antes de la Navidad; uno de sus mayores deseos era pasar las fiestas en su palacio, rodeado de su familia y sus amigos. Además, quería estar en Milán porque las últimas noticias no eran halagüeñas; en sus cartas Simonetta le hablaba de malestar, como consecuencia de las recientes subidas de impuestos. Galeazzo se había visto obligado a gravar los artículos de primera necesidad y procurarse así las sumas necesarias para mantener en campaña un ejército de doce mil hombres, entre los que había cuatro mil mercenarios suizos, otros tantos alemanes y varias compañías de napolitanos, dirigidas por condottieri profesionales.
El secretario señalaba que el número de los descontentos era creciente y que sus enemigos aprovechaban las circunstancias para socavar el poder de los Sforza. En la capital lombarda muchos los consideraban unos usurpadores que se habían apoderado del ducado aprovechando la debilidad de sus verdaderos señores, la familia Visconti.
A los que así pensaban no les faltaba algo de razón, si se tenía en cuenta que el abuelo de Galeazzo, Muzio Attendolo, fue en su juventud un campesino de la Romaña que abandonó las faenas agrícolas para hacerse soldado de fortuna y ciertamente la consiguió por su empeño y esfuerzo. Ponía tal coraje en todas sus acciones que acabaron motejándole con el apelativo de Sforza. La generación siguiente, la del padre de Galeazzo, lo adoptó como apellido y cometió lo que muchos consideraron un atrevimiento inaudito: Francesco Sforza se casó con Bianca Visconti y se convirtió en duque de Milán. Las malas lenguas señalaban que sometió a la última descendiente de la estirpe ducal a toda clase de violencias para llevarla al altar, una actitud más propia de un vulgar campesino que de un noble refinado. Sus esfuerzos por convertir Milán en una de las cortes más elegantes de la época no borraron de la mente de sus súbditos ni sus toscas maneras ni la brutalidad de que hacía gala con excesiva frecuencia.
Galeazzo consolidó la posición familiar gracias a su matrimonio con una hija del rey de Francia, pero esa alianza, buena para los Sforza, se había convertido en una pesada carga para los milaneses.
La Nochebuena transcurría en un ambiente relajado. La duquesa Bona derrochaba simpatía entre el medio centenar de invitados que se sentaban a su mesa. Caterina, a punto de cumplir catorce años, estaba entre los presentes; su belleza, realzada por una elegancia que resultaba innata en la joven, llamaba la atención de todos. Su padre comentó que faltaban pocos meses para que se consumase su matrimonio, según el plazo establecido en las capitulaciones. Algunos de los invitados hicieron bromas subidas de tono que no gustaron a Caterina, quien no tuvo reparo, pese a su edad, en enfrentarse con los bromistas.
—No puede negarse que tenéis el carácter de una verdadera Sforza —comentó un poderoso mercader dedicado al lucrativo negocio de la sal.
—¿Acaso es algo que os extrañe? —lo desafió la joven.
En la zona de la mesa donde se desarrollaba la conversación se hizo un silencio cortante. El mercader notó cómo el rubor se apoderaba de sus mofletudas mejillas. Rápidamente se replegó.
—En absoluto, mi querida Caterina, en absoluto.
—Mejor así, porque, si albergaseis alguna duda, vuestro cuello no valdría el precio de una de las libras de sal que guardáis en vuestros almacenes.
Se hizo otro silencio momentáneo, que rompió Ludovico el Moro, satisfecho con la reacción de su sobrina.
—Os supongo enterados de que Caterina hará efectivo su matrimonio esta primavera y coincidiréis conmigo en que Girolamo Riario es un hombre verdaderamente afortunado.
Hubo aplausos y alabanzas. Por fin, se relajó el ambiente.
Escuchar el nombre de quien iba a ser su esposo le recordó que acababa de enterarse de que había sido padre. Le habían facilitado numerosos detalles, incluido el nombre impuesto al niño, al que habían bautizado como Scipione.
Los comensales disfrutaban la comida entre risas y cánticos, y a los postres los criados trajeron grandes bandejas de dulces, anunciando el final de la venturosa cena. Fuera, la temperatura era gélida y sobre Milán caía una fuerte nevada.
—Mañana, siguiendo la costumbre, acudiremos a la misa de San Stefano para cumplir con la obligación pascual —señaló Galeazzo.
—¿Deseáis salir del castillo con una nevada como la que está cayendo? Me parece una locura —protestó la duquesa—. Mejor será cumplir nuestras obligaciones con la iglesia en la capilla del castillo. Daré instrucciones para que el capellán lo tenga todo dispuesto.
—Querida, ¿cuándo una nevada ha sido obstáculo para que el duque de Milán cumpla con sus obligaciones?
—No propongo un incumplimiento, mi señor, sino oír la misa sin salir de casa. El tiempo no ayuda.
—La tradición es ir a San Stefano y no la romperé.
Galeazzo Sforza cruzaba el umbral de San Stefano minutos antes del mediodía. Lo acompañaban su hermano Filippo y los embajadores de Mantua y Ferrara; detrás, a pocos pasos, un nutrido séquito y una escolta de soldados.
El templo estaba abarrotado. Los milaneses habían acudido en masa a celebrar la misa de Navidad. El duque avanzaba por la nave central hacia el lugar que tenía reservado, junto al presbiterio, mientras conversaba animadamente con sus acompañantes y respondía a los cumplimientos de sus súbditos con ligeras inclinaciones de cabeza y leves movimientos de mano.
Estaba en el centro de la nave cuando se acercó hasta él Carlo Visconti, que venía con otros dos hombres. El duque le sonrió y extendió su mano para saludarle, pero uno de los individuos aprovechó el momento para asestarle una puñalada en el pecho. Todo fue tan rápido e inesperado que sus acompañantes, paralizados momentáneamente, reaccionaron demasiado tarde. Nada pudieron hacer, el golpe fue mortal. Filippo, que había sujetado a Galeazzo, pedía a gritos un médico mientras su hermano se le desangraba en los brazos.
Hasta la iglesia llegaban nítidos los gritos que en la calle coreaban los partidarios de los conjurados:
—Popolo! Popolo!
—Libertà! Libertà!
Era una clara invitación a acabar con el gobierno de los Sforza y a que los milaneses protagonizaran un levantamiento popular.
En el interior de San Stefano todo era confusión.
Visconti había logrado ganar la sacristía y atrincherarse en ella con algunos partidarios. Allí, tras la protección de sus gruesas puertas de madera, podía resistir el tiempo necesario para que, tras la muerte del duque, los conjurados alentasen la sublevación de la masa de descontentos.