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Amenazados con perder su hogar, Lottie Livingstone y su clan se hicieron a la mar para vender un cargamento de whisky ilegal; pero, tras sufrir el ataque de unos piratas, Lottie dejó de ser una dama virtuosa y se transformó en una astuta guerrera. Las circunstancias la habían obligado a organizar y ejecutar el asalto al barco del capitán escocés Aulay Mackenzie, que ahora estaba a su merced. Atado, cautivo y obligado a mirar a la impresionante sirena que se había hecho con el Reulag Balhaire, Auley ardía en deseos de recuperar el control de su navío y de conquistar a Lottie. Se había resignado a una vida de soledad en los océanos, pero la belleza de aquella mujer lo atormentaba y, cuando sus enemigos la empezaron a hostigar, él se sintió atrapado entre el impulso de entregarla a la justicia y la necesidad de defenderla. Todo estaba en su contra, y la perdería para siempre si no hacía el mayor sacrificio de su vida.
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Seitenzahl: 393
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Dinah Dinwiddie
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La dama pirata y el escocés, n.º 198 - octubre 2019
Título original: Devil in Tartan
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-716-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Nota de la autora
Si te ha gustado este libro…
Para Ann Leslie Turtle
Algunas escritoras escriben con letras de oro; otras, como yo, necesitamos una segunda opinión. He tenido buenas editoras, pero Ann Leslie es una de las mejores. Me ayudó a moldear esta serie del siglo XVIII escocés con tanto afecto como inteligencia, y siempre le estaré agradecida por su intenso sentido editorial.
Lismore Island. Las Tierras Altas (Escocia), 1752
Los Campbell desembarcaron al atardecer en la orilla norte de la isla escocesa de Lismore y se dispersaron por la estrecha lengua de arena, evitando las rocas y los conejos que infestaban el lugar.
Buscaban alambiques y buscaban un barco, quizá escondidos en alguna caleta oculta que aún no habían podido localizar.
Sabían que estaban allí, y los encontrarían costara lo que costara.
Duncan Campbell, el nuevo señor de Lismore, era consciente de que los doscientos Livingstone que tenía por arrendatarios se habían reunido para celebrar el Sankt Hans, una fiesta veraniega cuyo origen se remontaba hasta los tiempos de sus antepasados, los primeros daneses que habían llegado a la isla.
Los Campbell siempre habían tenido a los Livingstone por unos retrasados que no servían para nada; pero su opinión cambió cuando Duncan se enteró de que estaban destilando whisky sin permiso y de que tenían un viejo barco danés con varios barriles y una pequeña tripulación. Ni siquiera habían sido discretos al respecto. Alardeaban tanto que el rumor había llegado a sus oídos en dos sitios diferentes, Oban y Port Appin.
Pero los Campbell no lo iban a permitir. Se consideraban superiores al resto de los clanes. Eran los líderes de Escocia, el pilar moral de las Tierras Altas, los representantes de la justicia social. Destilaban whisky con la licencia oportuna y, a diferencia de los Livingstone, lo vendían de forma legal. Odiaban a los que comerciaban con licor barato e intentaban competir con su producto, y hacían todo lo posible por encontrar y destruir su mercancía; preferiblemente, quemándola.
Mientras avanzaban por la playa, oyeron voces, risas y un violín. Duncan calculó que, conociendo a los Livingstone, se emborracharían enseguida y se pondrían a bailar alrededor de una hoguera; pero, al cabo de unos instantes, se oyó el cuerno que soplaban para dar la alarma. Por lo visto, los habían descubierto.
El sonido fue tan estridente que los conejos salieron corriendo de sus madrigueras, y hasta el propio Duncan se sobresaltó un poco.
Justo entonces, se oyó un tiro. Duncan suspiró y se giró hacia su acompañante, el señor Edwin MacColl, cuyo clan vivía al sur de Lismore. MacColl, que tenía la deferencia de pagar sus deudas a tiempo y no destilar whisky, se había mostrado reacio a acompañarlos, pero cedió cuando él le amenazó con subirle la renta si no les echaba una mano.
–Bueno, ya estamos –le dijo, sin prestar demasiada atención a las balas que silbaban a su alrededor–. Nos han visto y han avisado a los otros.
–Defienden lo que es suyo, como haría cualquier escocés –afirmó MacColl.
Duncan notó el fondo crítico de su comentario, y le habría recordado que el whisky ilegal era mal asunto si en ese mismo momento no hubieran aparecido cuatro jinetes en lo alto de la colina, que les apuntaron con sus armas.
–¡Señor Campbell! –gritó su líder, la señorita Lottie Livingstone, hija del jefe de su clan–. ¡Veo que ha decidido volver!
Duncan se maldijo para sus adentros, y pensó que si aquella descarada hubiera sido hija suya, le habría dado una buena azotaina.
–¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? –dijo a MacColl en voz baja–. Es la joven más atractiva de Escocia, pero también es la más indómita y rebelde.
En lugar de contestar, MacColl giró la cabeza para que no pudiera verle la cara; quizá, porque se estaba riendo. Y Duncan volvió a suspirar y se dirigió a la mujer que vivía como un gato salvaje en la pequeña isla.
–¡No dispare, señorita Livingstone! ¡A fin de cuentas, sigo siendo su señor!
–¿Y en qué puedo ayudarlo, señor?
–Usted, en nada. Pero me gustaría hablar con su padre.
Los ojos de la joven brillaron.
–Oh, estará encantado de recibirlo –ironizó.
Al oír su risa, Duncan se formuló la pregunta que siempre se formulaba en esos casos: si se estaba riendo de él o si solo estaba mal de la cabeza. Pero, fuera como fuera, comenzó a subir por la colina y llamó a sus hombres para que lo siguieran.
Si no podía encontrar el whisky ilegal ni meter a los Livingstone en cintura, los presionaría con las rentas que no le habían pagado. Se había tomado demasiadas molestias como para marcharse de allí con las manos vacías.
Mar del Norte
Dos semanas después
El viento que soplaba no era particularmente fuerte, pero anunciaba tormenta mientras el Reulag Balhaire navegaba como debía navegar, cortando las aguas con las tranquilas subidas y bajadas de su proa.
El capitán Aulay Mackenzie, que estaba atento a las voces de su tripulación, cerró los ojos durante unos segundos y se concentró en el agua que le salpicaba la cara. Solo era feliz en días como ese, estando en alta mar. Su barco era el único sitio donde se sentía verdaderamente en casa, el único sitio donde se sentía dueño de sí mismo.
Solo habían pasado unos cuantos meses desde que se había hecho a la mar por última vez, pero le había parecido una eternidad. Había pasado toda su vida adulta en el océano, y todos los días eran días perdidos si estaba lejos de él.
Además, no veía la hora de escapar de Balhaire, la residencia de su familia. Su padre, Arran Mackenzie, dirigía el clan con ayuda de su hermano mayor, Cailean; su hermano Rabbie y su hermana Catriona llevaban los asuntos relacionados con la propiedad, y su madre y su hermana Vivienne se encargaban de los aspectos sociales. ¿Y él? Él no tenía nada que hacer. Cuando estaba en tierra, era un simple observador.
Por fortuna, los Mackenzie también se dedicaban al comercio marino. Arran había sido el precursor, y sus hijos habían seguido esa senda. Pero el negocio iba de mal en peor desde la batalla de Culloden, cuando las tropas inglesas derrotaron a los escoceses y, a continuación, destrozaron su economía. De hecho, muchos habitantes de las Tierras Altas se habían visto obligados a marcharse a Glasgow o al extranjero para ganarse la vida.
Los Mackenzie de Balhaire no habían tomado partido en el conflicto. Sin embargo, su neutralidad no impidió que perdieran a la mitad de los miembros del clan ni que la Corona inglesa les confiscara el ganado y uno de sus dos barcos, dejándoles el más dañado, el Reulag Balhaire. Lamentablemente, las reparaciones fueron tan caras que Arran decidió suspender el comercio porque los gastos que conllevaba eran mayores que sus beneficios.
Al conocer sus intenciones, Aulay sintió pánico. ¿Qué sería de él sin un barco? No habría sabido qué hacer.
Y entonces, pasó algo milagroso.
Decidido a solventar el problema, se fue en busca de nuevos clientes y cerró un acuerdo con William Tremayne, de Port Glasgow. William era un comerciante inglés que necesitaba un barco para transportar sus productos, y Aulay era capitán de un barco que, en ese momento, estaba vacío. Aparentemente, eran la pareja perfecta, pero su padre y sus hermanos se pusieron en su contra con el argumento de que era demasiado arriesgado.
Aulay les aseguró entonces que no había riesgo alguno. ¿No era acaso un buen capitán? ¿No había transportado y llevado a buen puerto infinidad de mercancías?
Al final, se salió con la suya y, poco después, inició la aventura en la que se encontraba ahora, su primer viaje para Tremayne. La bodega estaba llena de lana y carne curada que debía llevar a Ámsterdam, desde donde zarparían con rumbo a Cádiz para recoger en España una carga de algodón.
La tripulación estaba encantada, porque vivían del comercio marino y necesitaban el trabajo; pero Aulay lo estaba aún más, porque el viaje a Ámsterdam tenía la ventaja añadida de poder ver de nuevo a cierta dama de ojos negros y boca pecaminosa.
Aún estaba pensando en ella cuando oyó un estruendo parecido al de un trueno, que reconoció al instante.
–¡Un destello por estribor, capitán! –exclamó uno de los marinos que estaban en el mástil.
Aulay se giró hacia estribor y entrecerró los ojos.
–Parece fuego…
Beaty, el primer oficial, asintió.
–Lo es –dijo, mirando por su catalejo.
–Pues pueden tener problemas –intervino Iain el Rojo, que se acercó a echar un vistazo–. El viento es cada vez más fuerte y, si empeora, no lo podrán apagar.
–Parece que intentan llegar a la costa –comentó Beaty.
Aulay volvió a mirar a su primer oficial, un hombre grueso cuyo aspecto no podía ser más engañoso, teniendo en cuenta que seguía siendo tan ágil como cuarenta años antes, cuando se embarcó por primera vez.
–¿Crees que lo conseguirá? –se interesó.
–Si su capitán tiene sangre fría, quizá.
–¿Lleva bandera?
–Sí, es un barco inglés, pero demasiado pequeño para ser de la Marina Real.
Aulay le pidió el catalejo y se encaramó al obenque del mástil con la seguridad de quien llevaba toda una vida en el mar.
Por lo que pudo ver, la cubierta de la embarcación en llamas era un caos. La mitad de los marinos intentaba apagar el fuego y la otra, cuidar de las velas para aumentar la velocidad. Pero eso no explicaba el suceso. ¿Habrían sufrido algún tipo de accidente? ¿Les habría caído un rayo? Nada parecía indicarlo, así que oteó el horizonte en busca de otra explicación, y la encontró al cabo de unos segundos.
–Ah, sí, ahí está –dijo en voz alta–. Es un barco más pequeño. Parece que han perdido la mitad del mástil.
Aulay saltó del obenque y devolvió el catalejo a Beaty, que afirmó:
–Es una goleta.
–¿Una goleta? Son para la navegación de cabotaje –declaró Iain, sorprendido–. No debería estar en alta mar.
–No estamos lejos de la costa –dijo otro marinero–. Puede que esté a la deriva.
Aulay miró a su tripulación, que se había acercado a ver lo que pasaba. Y como estaba encantado de volver a navegar con ellos, se puso de tan buen humor que decidió concederse una pequeña aventura.
–¿Echamos un vistazo?
El Reulag Balhaire no estaba en el negocio de salvar barcos. Además, cualquier marino sabía que acercarse a otra embarcación implicaba arriesgarse a una salva de cañonazos; pero su curiosidad pudo más, así que cambiaron de rumbo y, por si acaso, se prepararon para abrir fuego.
–¡Eso no es una goleta! –exclamó Iain el Rojo mientras se acercaban–. ¡Es un balandro!
–¿Un balandro? ¡Qué tontería! –dijo Beaty–. ¿Llevan bandera?
–No –respondió Iain, que se había quedado el catalejo. ¡Qué desastre de gente! No saben ni arriar la vela. ¡Hasta unos niños lo harían mejor!
El resto de los marinos se acercaron a Iain y le pidieron que les dejara el catalejo, que fue pasando de mano en mano. Efectivamente, los tripulantes del balandro no parecían saber nada de navegación. Forcejeaban con la vela de forma ridícula, y tropezaban los unos con los otros todo el tiempo.
–Diah, de an diabhal! –gritó uno de los hombres de Aulay.
–¿Qué pasa? –preguntó su capitán.
–¡Hay una mujer a bordo!
Aulay frunció el ceño. A veces, las mujeres de los capitanes viajaban con ellos, pero era poco habitual. Y tampoco podía ser una dama importante, porque jamás habría viajado en un barcucho como ese.
–Sí, y con vestido y todo –dijo Iain.
Aulay se preguntó qué habría querido decir con eso del vestido. ¿Qué iba a llevar si no? Pero, fuera lo que fuera, les quitó el catalejo y miró a la mujer en cuestión, quien sacudía una tela blanca que casi iba a juego con el color de su largo y revuelto pelo. Había unos cuantos hombres a su lado, y todos se aferraban a la barandilla con desesperación, como deseando que el Reulag Balhaire los alcanzara de una vez.
Se acercaron por estribor y, cuando ya estaban una docena de metros, los tripulantes del balandro bajaron un bote al que se subieron cuatro hombres, que empezaron a remar. La mujer se quedó con el resto, junto a un individuo tan grande que parecía una montaña.
Momentos después, el bote llegó al costado del Reulag y se detuvo. Uno de los hombres se puso en pie y, tras hacer una reverencia con la que estuvo a punto de perder el equilibrio, dijo:
–Madainn mhath.
–Vaya, son escoceses. Algo es algo –comentó Beaty.
–¡Necesitamos ayuda! –continuó el hombre–. Nos han atacado unos piratas.
Aulay miró a los cuatro desconocidos, que no parecían llevar armas de ninguna clase.
–¿Piratas? Esa goleta lleva bandera inglesa –dijo.
–¡No la llevaba cuando disparó sin aviso ni provocación alguna, señor!
–Menudo cuento –murmuró Iain.
–¿Por qué tengo la sensación de que nos están tomando el pelo? –dijo Aulay, girándose hacia su primer oficial–. ¿Qué opinas tú, Beaty?
–No sé qué decir. Podría ser un corsario al servicio de Inglaterra –respondió–. O puede que robaran una bandera para parecer de la Marina Real.
Aulay se apoyó en la barandilla.
–¿Llevan algún tipo de mercancía que les haya abierto el apetito?
–Solo a una dama, capitán.
–¿Y quién es esa dama?
En lugar de responder, los cuatro hombres se pusieron a discutir entre ellos.
–¿Qué pasa? ¿No saben cómo se llama? –preguntó Iain con sorna.
El hombre que estaba de pie carraspeó y dijo:
–¡Es lady Larsen, señor! La llevamos a su casa para que pueda ver a su abuela, que está muy enferma. Por lo visto, no le queda mucho tiempo.
–¿Una abuela enferma? Venga ya –susurró Beaty.
Aulay compartía las sospechas del primer oficial. Para empezar, aquellos hombres no parecían saber nada de navegación; para continuar, habían dudado sobre la identidad de la mujer que, teóricamente, iba a visitar a su abuela y, para terminar, hablaban de forma extraña, como declamando. Cualquier habría dicho que, en lugar de marinos, eran actores de una compañía dramática.
–¿Adónde se dirigen? –les preguntó.
–A Dinamarca. La abuela de la señorita danesa, aunque nosotros somos escoceses como ustedes –contestó.
–¿Danesa? Nunca he conocido a un danés inteligente –dijo Iain.
–Puede que su historia tenga parte de verdad –intervino uno de los marineros, que seguía mirando por el catalejo–. La joven tiene aspecto de dama.
–¿Llevan mucho en el mar? –preguntó entonces Beaty.
–Un día, señor.
–No me ha entendido bien. Me refiero a ustedes, porque no tienen pinta de marineros.
–Es que no lo somos. El único marino que hay a bordo es el capitán –les informó–. Nosotros somos soldados de Cristo que nos hemos embarcado en esta misión por simple y pura misericordia. Hacemos lo que podemos, ciertamente, pero no somos diestros en las cosas de la mar.
–Qué curioso –dijo Beaty, entrecerrando los ojos.
–Y tanto –replicó Aulay.
Billy Botly, el miembro más joven de la tripulación, se sentó en la barandilla para echar un vistazo por el catalejo, como habían hecho los demás. Era un muchacho tan delgado que Aulay siempre tenía miedo de que el viento lo tirara y, al verlo así, se temió lo peor.
–Sí, es una dama de verdad –dijo el joven.
Aulay le pasó una mano por el hombro, le quitó el catalejo y miró a la mujer, que aferraba la tela blanca como si la vida le fuera en ello. Luego, se inclinó hacia los hombres del bote y les preguntó:
–¿Qué quieren de nosotros? No podemos llevarles con su abuela enferma.
La tripulación del Reulag Balhaire rompió a reír.
–El barco está haciendo agua, señor. Se hundirá antes del amanecer.
–¿Cómo han salido a navegar en un balandro? No son embarcaciones de alta mar –le recordó Beaty, inmune a su supuesto drama.
–Sí, ya lo sabemos, pero nuestra situación es desesperada. El padre de la señorita ha resultado herido en la refriega, y no hay nadie que la pueda cuidar.
–¿Espera acaso que cuide yo de ella? –preguntó Aulay, arrancando más carcajadas a sus hombres.
–Solo necesitamos llegar a puerto, señor. A cualquier puerto.
Aulay no se podía permitir el lujo de llegar tarde a Ámsterdam. Aquel viaje era crucial para su familia y, a pesar de la desconfianza de su padre y sus hermanos, estaba convencido de que podía ser el principio de un negocio altamente lucrativo para los Mackenzie.
–Llegarán a la costa antes de que se haga de noche. Solo tienen que volver por donde han venido, como ha hecho el barco que les atacó –le dijo–. La vela de su balandro es buena, y no tendrán problemas si la manejan como se debe. Gun deid leat.
Al oír que les deseaba suerte, los hombres del bote se pusieron histéricos.
–¡Capitán! ¡Señor! ¿Es que no lo ve? ¡Entra demasiada agua! ¡Es un milagro que sigamos a flote! ¡La situación es tan insostenible que ya hemos decidido quién acompañará a la dama y a su padre en el bote y quién se quedará a bordo hasta el final! ¡No nos puede dejar en la estacada! ¡Se lo ruego!
–Es cierto –dijo Billy–. Se está hundiendo.
–¿Qué le pasa a ese hombre? –preguntó Iain–. Habla de forma muy extraña.
Aulay pensó que Iain tenía razón. Hablaba de forma verdaderamente extraña. De hecho, todo era de lo más extraño. Pero, en ese momento, se oyó un grito procedente del balandro y, cuando volvió a mirar por el catalejo, vio que la mujer se aferraba al gigante con temor.
Al parecer, estaban diciendo la verdad. El balandro se hundía.
–¿Cuántas personas son?
–Diez –respondió el hombre.
Uno de sus compañeros sacudió la cabeza y dijo:
–¡No, solo somos ocho!
–¿Ahora resulta que ni siquiera saben cuántos son?
–Vaya cretinos –susurró Beaty.
Aulay no sabía qué hacer. Era un hombre de mar, y sabía que el mar era un lugar peligroso. Todos sus hombres lo sabían, y eran conscientes del riesgo que corrían cada vez que zarpaban. Pero, con riesgo o sin él, no le agradaba la idea de abandonar a una joven en esas circunstancias. Podría haber sido Catriona, por ejemplo. Podría haber estado en esa misma situación.
–Está bien, los llevaremos. Y traigan las provisiones que tengan, porque no tengo intención de alimentarles a todos.
–Por supuesto, capitán. Gracias, muchas gracias.
Los cuatro hombres se pusieron a remar inmediatamente, y Beaty soltó un suspiro mientras miraba de soslayo a su capitán.
–¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que se ahogara esa mujer?
–Claro que no –respondió el primer oficial–, pero son demasiados, y uno de ellos es tan grande que podría con tres de los nuestros. Además, ¿dónde van a dormir? Ni siquiera tenemos agua suficiente para todos. Y, por si eso fuera poco, te recuerdo que la mayoría de nuestros hombres no ha visto a una dama en toda su vida. Podrían darnos problemas.
–Eso es cierto. Tendremos que ponerle guardia.
–Hablando de guardias, deberíamos ir armados.
–No es necesario. Parecen inofensivos.
Los tripulantes del balandro tuvieron que hacer varios viajes para llevarlos a todos; pero, curiosamente, la mujer no llegó en el primero de los botes, lo cual reavivó la desconfianza de Beaty.
–¿Por qué no han traído a la dama de inmediato, si tanto temían que se ahogara? –preguntó, irritado.
–Porque no quiere venir sin su padre, que vendrá al final –respondió uno.
Ninguna de las personas que estaban llegando al Reulag Balhaire tenía aspecto de marinero. La mayoría tropezaban y se resbalaban como si no hubieran estado nunca en un barco, para extrañeza de Aulay, quien se empezaba a impacientar con la lentitud del proceso. Además, tenían de cambiar de virada constantemente porque, de lo contrario, se habrían alejado demasiado.
La mujer y su padre esperaron al último bote, tal como había anunciado su compañero de tripulación. El gigante, que se había quedado con ellos, ató al primero con una cuerda y lo bajó con cuidado. Luego, ella se agarró a esa misma cuerda y descendió con una agilidad que Aulay encontró sorprendente.
El bote era tan pequeño que sus ocupantes tuvieron que apretarse contra el casco para hacer sitio al gigante, cuyo peso hundió un poco la embarcación. Pero eso no impidió que se pusieran en marcha y, cuando llegaron al barco, los hombres de Aulay se agolparon y compitieron entre sí por ayudar a subir a la dama. Estaban tan interesados en ella que no habrían ayudado a su padre si el capital del Reulag no se lo hubiera ordenado.
Sin embargo, él no sentía menos curiosidad que su tripulación. Se había esforzado por verle la cara mientras remaban hacia ellos, pero no lo había conseguido. Iba con la cabeza baja, atenta a su padre, y solo había visto una melena blanca como la nieve.
–Madainn Mhath –la recién llegada les deseó los buenos días, con una elegancia más propia de una fiesta que de esa situación.
Los marineros se agolparon a su alrededor, e Iain intentó poner orden.
–Dejadla respirar –les ordenó–. Billy, apártate de la señorita.
–¿Se encuentra bien? –preguntó Fingal MacDonald, otro de los tripulantes de Aulay.
–Muy bien, gracias –respondió ella–. Pero les agradecería que me dejaran un poco de espacio. No me puedo ni mover.
–¡Atrás! ¡Atrás! –insistió Iain, fracasando otra vez en el intento.
–¿Está herida? –se interesó Beaty.
–No, no he sufrido ningún daño. Solo ha sido el susto.
–Pues tiene sangre en el vestido.
–¿En serio?
Aulay, que aún no había podido abrirse paso, arqueó una ceja al notar su acento. Era una mezcla de escocés e inglés, muy parecido al de su madre, quien se había criado en Inglaterra y había pasado casi toda su vida adulta en Escocia.
–Ah, es verdad –continuó ella, aparentemente sorprendida–. Pero eso no importa. Me preocupa más mi padre.
El gigante se giró entonces hacia la joven y dijo, como si no estuviera en sus cabales:
–¿Qué tengo que hacer, Lottie? No recuerdo lo que tengo que hacer.
–Quédate cerca de mí –respondió ella con dulzura–. Caballeros, han sido muy amables con nosotros. Pero, ¿quién es su capitán? Me gustaría darle las gracias.
Los hombres intentaron responder al unísono, utilizando palabras tan educadas que Aulay se quedó perplejo, porque no se podía decir que fueran precisamente elegantes. ¿Qué había pasado para que fueran tan finos de repente?
El enigma se resolvió cuando apartó a los marinos que tenía por delante y la vio de cerca por primera vez. Sus ojos eran del color de las aguas costeras del Caribe; sus labios, de un rojo intenso que habría vuelto loco a cualquier hombre; su cara, de una belleza tan absoluta que cortaba la respiración y su cabello, de un rubio tan claro y brillante que parecía una cascada de perlas.
Era sencillamente bòidheach, preciosa.
Aulay se sintió como si estuviera en la cumbre de la montaña más alta del mundo, haciendo equilibrios para no caerse. Y reconoció la sensación al instante, porque solo la había tenido dos veces: la primera vez que se acostó con una mujer y la primera que se subió a un barco, cuando supo que el mar era su vida.
Los cálidos ojos de la joven se clavaron en él, afianzando su hechizo. El sol había dado un tono rojizo a sus mejillas, y el pelo le caía en mechones de aspecto tan etéreo como sensual. Llevaba un vestido de color plateado sobre unas enaguas azules, con el petillo del corpiño tan ajustado que apenas contenía sus senos.
Beaty señaló a Aulay, quien hasta entonces no se había sentido incómodo ante ninguna mujer. A fin de cuentas, se había acostado con tantas y en tantos puertos distintos que estaba acostumbrado a ellas.
–Gracias, capitán –dijo la joven, haciéndole una reverencia.
A pesar de ser un hombre experto, Aulay se quedó repentinamente sin habla.
–Le estaré eternamente agradecida –continuó ella con una sonrisa–. No sé lo que habríamos hecho si no hubiera acudido en nuestro rescate.
Aulay se mantuvo en silencio. No era un hombre dado al halago fácil, pero estaba ante una de las criaturas más bellas que había visto nunca.
–No puede ni imaginar el día que llevamos –prosiguió, llevando una elegante mano a su pecho–. Le doy mi palabra de que pensé que no viviríamos para contarlo. ¡Nos ha salvado la vida, señor! ¡Nos la ha salvado a todos!
–¿Con quién tengo el placer de hablar? –preguntó Aulay, recuperando su aplomo.
–Oh, discúlpeme –dijo ella–. Nuestro pequeño drama me ha hecho olvidar mis modales. Me llamo Larson. Lady Larson.
–Madame… –Aulay inclinó la cabeza–. El capitán Mackenzie de Balhaire a su servicio.
–¡Balhaire, claro! –exclamó, encantada–. No será usted un ángel, pero los Mackenzie tienen fama de parecerse a ellos.
A Aulay le pareció desconcertante que los tomara por ángeles, y también le sorprendió que conociera Balhaire.
–¿Ha visto a los piratas? –preguntó ella–. Nos atacaron sin motivo alguno. Navegábamos tranquilamente cuando apareció un barco de la nada y puso rumbo hacia nosotros.
–¿Hablaron con ustedes?
–¡Sí, a cañonazos! ¡Y sin que hiciéramos nada por merecerlo! Acabábamos de reparar en su presencia cuando abrieron fuego y… ¡Bum! –dijo, abriendo los brazos de tal manera que sus senos amenazaron con salirse del escote–. Mi pobre padre resultó herido en el torso.
–Y usted, también –intervino Beaty, señalando la sangre el vestido.
–Ah, sí. Casi lo había olvidado.
–Tendríamos que verle la herida, señorita Livingstone –dijo uno de sus hombres, que se había situado tras los hombres de Aulay–. Por la gangrena y esas cosas.
–¡Gangrena! –gritó ella, alarmada.
–No creo que tenga que preocuparse por eso –dijo Beaty, mirando con sorna a quien había hablado.
Súbitamente, ella se inclinó y se levantó las faldas del vestido, enseñando las botas y las medias que llevaba.
–No veo nada –dijo–. La herida debe de estar más arriba.
La mujer se subió el vestido un poco más, conquistando la atención absoluta de todos los miembros de la tripulación, que solo tenían ojos para los blancos muslos que se veían por encima de las medias.
–Vaya, tengo un rasguño… ¿Qué les parece a ustedes? ¿Puede ser grave? –preguntó con voz dulce–. ¿Lo ven bien? ¿O quieren acercarse más?
Aulay estaba a punto de responder cuando sonó una explosión que los sobresaltó a todos. En ese momento, supo que les habían tenido una trampa; pero no tuvo ocasión de reaccionar, porque alguien le pegó un golpe tan fuerte que cayó a la cubierta, casi sin sentido.
–Oh, lo siento mucho –continuó la joven, pegándole una patada.
Aulay se agarró a la barandilla con intención de incorporarse y, justo entonces, el gigante se acercó y le dio otro golpe en la cabeza.
Lo último que pensó antes de perder el conocimiento fue que, después de tantos años y tantas aventuras, lo habían derrotado en el mar. Y no había sido una tormenta o un buque de la Marina inglesa, sino una mujer.
Cuando el Margit zarpó de Lismore, Lottie no podía imaginar que, dos días después, se habría convertido en pirata. O, al menos, que la llamarían pirata, porque lo que había hecho encajaba perfectamente en esa descripción.
La escaramuza había terminado, y los Livingstone habían ganado la batalla. Su clan había sorprendido a los Mackenzie por completo; pero el desastre que tenía ante sus ojos era tan terrible que casi no podía respirar. ¿Cómo era posible que hubieran perdido un barco y robado otro en el mismo día?
Ese no era el plan.
Preocupada, bajó la cabeza y miró a su padre, al que habían llevado al camarote del capitán a falta de sitio mejor. Había tres heridos más en el castillo de proa, dos Mackenzie y un Livingstone, aunque ninguno de gravedad. Morven, lo más parecido que tenían a un médico, decía que estaban fuera de peligro.
Por desgracia, Bernt no era tan afortunado. Estaba mortalmente pálido, con las vendas de su torso cubiertas de sangre.
¿Qué iban a hacer ahora?
Su tripulación, que se había reunido en el camarote, deliberó al respecto durante unos minutos antes de acudir a ella para que tomara una decisión. El único que guardó silencio fue Gilroy, capitán del Margit y viejo amigo de su padre, quien estaba mirando cómo se hundía su embarcación.
A Lottie se le hizo un nudo en la garganta. Se había quedado al mando, y no se sentía en condiciones de asumir ese papel. Cuando Gilroy gritó que les habían disparado y que estaban haciendo agua, se quedó paralizada por el miedo. Fuera quien fuera el agresor, solo tenían un cañón a bordo, y ninguno de ellos era artillero. Pero dispararon de todas formas, y con tanta fortuna que provocaron una explosión en el otro barco.
Se habían salvado de milagro y, cuando su desconocido adversario optó por virar y huir hacia Escocia, Gilroy le aconsejó que su padre y ella se marcharan en el bote con unos cuantos hombres mientras el resto se quedaba a bordo para intentar llevar el barco a la costa. Y justo entonces, divisaron unas velas.
Si su padre no le hubiera rogado que siguiera adelante, Lottie habría seguido el consejo de Gilroy. Pero se lo rogó, y a ella se le ocurrió un plan tan impetuoso como arriesgado para salvarlos a todos; un plan tan absurdo que le parecía increíble que hubiera salido bien.
–¿Ves algo interesante, Gilroy? –preguntó Duff MacGuire, el actor que había hablado con los Mackenzie desde el bote.
–Sí, que ha empezado a llover y que mi barco se ha hundido –respondió–. No deberíamos haber zarpado en el Margit. Se lo dije a Bernt, pero me convenció de que la nuestra era una causa noble. Y mira lo que ha pasado.
–Lo siento mucho, Gilroy –intervino ella.
–Esto no me gusta –dijo el gigantesco Drustan, uno de los hermanos de Lottie.
Lottie le puso una mano en el brazo, intentando tranquilizarlo. Drustan miraba a su padre con una mezcla de horror y perplejidad que, por otra parte, no era nueva en su vida. Cuando nació, el cordón umbilical se le enredó en el cuello y estuvo a punto de matarlo. Nada le salía del todo bien. Pero su madre afirmaba que era especial, y que algún día se daría cuenta de que tenía más talento que los demás.
–No te preocupes por nuestro padre –dijo Lottie–. Es un hombre fuerte. Sabes que lo es. Se ha quedado dormido porque Morven le ha dado un brebaje para que descanse y se recupere de sus heridas. Anda, márchate con Mats y Gilroy. Hay mucho que hacer.
Drustan no se movió, y Mathais, el menor y más audaz de los hermanos de Lottie, se acercó a ella sacando pecho. A sus catorce años, estaba más cerca de ser un guerrero que Drustan y ella misma, quienes tenían veinte y veintitrés años respectivamente.
–Iré yo, Lot. No es necesario que envíes a Drustan. No sería de utilidad.
–De acuerdo –dijo ella, que no tenía ganas de discutir–. Pero llévate a nuestro hermano.
Mathais suspiró.
–¿No se te olvida nada? –continuó Lottie.
–¿A qué te refieres?
–A Gilroy, claro.
–¿Gilroy? –preguntó, confundido.
–¿Quién si no va a comandar el barco?
Mathais frunció el ceño.
–¿Insinúas que no hay nadie al timón?
–¿Cómo va a haber alguien, si está aquí y es el único que sabe navegar? –replicó su hermana.
–¡Maldita sea! ¿Es que habéis perdido el juicio? –intervino Gilroy antes de salir disparado del camarote.
Mathais lo siguió en compañía de Drustan, quien se tuvo que inclinar para no darse con el techo, porque era tan alto que no cabía. Lottie se quedó entonces con Duff y Robert MacLean, el hombre que llevaba la contabilidad de los Livingstone y que, en consecuencia, se reunía todas las semanas con ellos para recordarles que se estaban quedando sin dinero.
–Deberíamos volver –comentó ella–. Es demasiado tarde.
–¡Tonterías! –exclamó Duff–. Solo estamos a tres días de Dinamarca. Tu padre no te perdonaría que suspendieras la expedición.
–Mi padre está gravemente herido, Duff.
–Marven es el mejor médico de las Tierras Altas, y tu padre no estaría mejor atendido si volviéramos a Lismore –declaró MacLean–. Además, Bernt quiere que sigas adelante, ¿no? ¿O estoy en un error?
Ella no tuvo más remedio que asentir. Bernt había sido tajante al respecto.
–Está bien. Pero no podemos dejarlo en el camarote del capitán.
Los tres se giraron hacia el hombre que estaba en una esquina, encadenado, amordazado y, de momento, inconsciente: el capitán del Reulag Balhaire. Había recibido unos cuantos golpes, pero su inconsciencia no se debía a eso, sino a la poción que Morven le había hecho beber para que dejara de gritar e insultarlos. Por lo visto, era una invención de su abuela, quien siempre había dicho que podía dormir a un caballo.
–Deja a tu padre aquí, Lottie. El camarote de proa está lleno, y no habría más sitio que la bodega, donde hemos metido a su tripulación –dijo Duff–. Además, no conviene que lo movamos. Le subiría la fiebre.
–No te preocupes por el capitán, muchacha. En su estado, no puede hacer daño a nadie –observó MacLean.
–¿Se pondrá bien? –preguntó ella.
–¿El capitán? Sí, por supuesto –dijo Duff, con una seguridad que Lottie no compartía–. Su orgullo saldrá peor parado que su cuerpo.
Lottie respiró hondo, porque no quería pensar en su cuerpo. Al subir a bordo, se había quedado atónita con lo guapo que era. No llevaba casaca; solo llevaba unos pantalones y una camisa, pero le pareció impresionante. Esperaba un hombre como Gilroy, huesudo y de edad avanzada, y se había encontrado con una maravilla de ojos apasionados que había acelerado su corazón al instante.
–A decir verdad, me da un poco de pena –les confesó Lottie–. Le hemos robado su barco, y no quiero añadir insultos o heridas a su desgracia.
–Lo hecho, hecho está –afirmó Duff–. Además, no somos socios suyos. Hará lo que nosotros le digamos.
Lottie pensó que Duff tenía razón, pero eso no impidió que se arrepintiera de lo sucedido. No deseaba ningún mal a los hombres del Reulag Balhaire. Sencillamente, las cosas se habían torcido de tal manera que su viaje se había convertido en una pesadilla.
–Bueno, será mejor que vayamos a echar una mano a los demás. No me fío de Gilroy en su actual estado –declaró MacLean–. ¿Estarás bien, Lottie?
Ella miró a su padre de nuevo y se encogió de hombros.
–Supongo que sí.
–En ese caso, me voy –dijo MacLean–. Que alguien haga guardia en la entrada. Y, si necesitas algo, dímelo.
Sus hombres se marcharon enseguida, y Lottie se sentó en una silla, apoyó los brazos en la mesa del camarote y cerró los ojos, agotada. Todo había pasado tan deprisa que no había tenido ocasión de sopesar nada. Necesitaba tiempo para pensar, tiempo para analizar la situación. No había estado a solas ni una sola vez desde que zarparon de Lismore y, aunque tampoco se podía decir que lo estuviera entonces, agradeció el repentino silencio.
Aquello era una catástrofe. No encontraba otra forma de definirlo. Una catástrofe que había empezado quince días antes, durante el Sankt Hans, la fiesta danesa que hacían los Livingstone para celebrar el solsticio de verano. Varios miembros del clan iban a representar una obra escrita y protagonizada por Duff, quien se jactaba de ser un gran actor. Eran seis en total, y ya se estaban preparando cuando oyeron el cuerno del viejo Donnie, el encargado de dar la alarma.
Inmediatamente, todos se pusieron a recoger y esconder el whisky que los habría incriminado, porque comerciaban con él de forma ilegal.
–¿Qué hacemos con la obra? –preguntó Duff.
Lottie no llegó a saber si alguien contestó a su pregunta. Había ensillado a su caballo para participar en la carrera de los festejos y, al ver que Norval y Bear Livingstone montaban a toda prisa, se sumó a ellos. No había un lío en el que no se metiera. Casi se había convertido en una tradición.
Momentos después, divisó la peluca empolvada de Duncan Campbell, que andaba merodeando entre conejos. No era la primera vez que intentaba encontrar sus cargamentos de whisky, y ella se sorprendió tan poco al verlo a él como al ver a su lado a Edwin MacColl, el jefe del clan que vivía en lo que los Livingstone consideraban la parte buena de la isla.
Lottie no tenía nada contra MacColl cuando se quedaba en su lado de Lismore. Era un viudo cuyos hijos se habían casado y le habían dado nietos; pero, a pesar de su avanzada edad, seguía siendo un hombre fuerte y energético, que siempre le sonreía cuando se cruzaban.
Por desgracia, sus visitas a la zona norte de la isla se habían vuelto demasiado frecuentes y, para empeorar las cosas, había hablado con Bernt y le había insinuado que se quería casar con ella.
–Tendría una casa grande, y con comida de sobra –había dicho, como si la comida y el tamaño de su casa fueran argumento suficiente.
A Lottie no le sorprendió el ofrecimiento. La isla no estaba precisamente llena de jóvenes solteras y, como ella era mucho más atractiva que la mayoría, siempre había hombres que la intentaban cortejar.
–Ten cuidado con ellos –le había advertido su difunta madre–. Eres una belleza, y los hombres se sienten tan atraídos por la belleza como las polillas por la luz. No dejes que te llenen la cabeza de palabras bonitas. Sé inteligente. Busca un hombre que no te quiera por tu aspecto, sino por tu forma de ser. Y cuidado también con tu padre… Te quiere con locura, pero tiende a dejarse engañar por las promesas de otros.
Por si las palabras de su madre no la hubieran convencido, su experiencia con su primer y único amante, Anders Iversen, la habían hecho comprender que estaba en lo cierto.
Pero, fuera como fuera, Lottie olvidó sus problemas amorosos cuando se acercó a Duncan Campbell y lo acompañó a su hogar, donde se encontraron con su padre, que había bebido más de la cuenta.
–¡Ah, señor Campbell… Failte! –dijo Bernt, tan amable como de costumbre.
Su padre era un hombre encantador en cualquier circunstancia y por muy grave que fuera el problema que tuvieran. Pero, lejos de responder de forma cortés a su saludo, Campbell se giró hacia ella y dijo con brusquedad:
–Márchese, señorita Livingstone. La conversación que vamos a mantener no sería apropiada para sus oídos.
Lottie estuvo a punto de decir que él no era quién para ordenarle que se marchara, pero su padre intervino antes de que pudiera abrir la boca.
–Hazle caso, Lottie. Vuelve a la fiesta.
Duncan Campbell y el señor MacColl salieron de la casa al cabo de un buen rato y regresaron a su embarcación, aparentemente satisfechos. Y, como era lógico, Lottie, Duff y MacLean quisieron saber lo que había pasado.
–Ha venido a hablar de la renta –respondió su padre, sacando un botellón de whisky que había escondido–. Le he dicho que aún no tenemos el dinero, pero que lo tendremos pronto.
–¿Y qué ha dicho él? –se interesó su hija.
–Que cuándo lo tendremos.
–¿Y qué has dicho tú? –insistió.
–Que dentro de un mes.
A Lottie se le encogió el corazón, porque sabía que era imposible que lo tuvieran para entonces. Pero su padre le restó importancia.
–No te preocupes, Lot. Ya se nos ocurrirá algo. Además, cualquier cosa sería mejor que lo que ha sugerido.
–¿Qué ha sugerido?
–Que acepte la oferta de matrimonio de MacColl y te cases con él.
Lottie soltó un grito ahogado.
–¿Por qué te extraña tanto? –prosiguió su padre–. Eres la mujer más guapa de todas las Tierras Altas, y no hay un solo hombre que no esté loco por ti. ¿Verdad, Robert?
MacLean se puso rojo como un tomate.
–Pero le he dicho a Campbell que, por muchos hombres que te pretendan, ninguno conseguirá nada porque te han partido el corazón.
–¡Padre! –exclamó Lottie en tono de protesta–. ¿Cómo se te ocurre decir eso? A mí no me han partido el corazón.
–Sea como sea, Campbell ha insistido en que te cases con MacColl, quien a su vez se ha mostrado dispuesto a pagar lo que debemos, a supervisar nuestras actividades y a resolver todos los problemas de la isla.
–Pues son muchos problemas –ironizó Duff.
–Creo que me estoy poniendo enferma –dijo Lottie, sentándose.
–A decir verdad, siempre he admirado a Edwin MacColl –continuó su padre–. Es un tipo listo. Pero, por suerte para ti, tengo un plan.
Lottie se armó de valor. Lo conocía muy bien, y sabía que sus planes terminaban siempre de forma desastrosa.
–¿Qué se te ha ocurrido ahora?
–Os lo contaré en seguida –respondió su padre, echando un trago–. Campbell cree que ha acabado conmigo, pero se equivoca. ¿Sabéis lo que ha dicho? Que soy un hombre poco práctico.
–¡Cómo se atreve! –bramó MacLean, ofendido.
–Ha mencionado los hornos de cal y los telares de lino –replicó, refiriéndose a dos de sus fracasados proyectos.
Lottie sacudió la cabeza. Bernt era un hombre caprichoso que se dejaba arrastrar frecuentemente a proyectos que esquilmaban las arcas de su clan. Tanto era así que, cuando ella era una niña, hubo quien consideró la posibilidad de elegir a otro jefe; pero los Livingstone adoraban sus tradiciones y, como Bernt era el nieto de Vilhelm, el barón danés que había fundado el clan y huido a Lismore durante la guerra con Suecia, lo mantuvieron en su puesto.
Y ahora estaba herido, completamente indefenso. No se parecía nada al líder firme y seguro que les había hablado de su plan aquella noche.
Como tantas veces, Lottie se acordó de su madre y la extrañó. Había sido un gran contrapeso de las ocurrencias de su esposo. Llevaba muerta más de diez años, pero el tiempo transcurrido no le había hecho olvidar lo que le dijo en su lecho de muerte, cuando la llamó a su lado:
–Tu padre te va a necesitar, leannan. Y también te van a necesitar tus hermanos. Estarás tan ocupada que, a veces, te parecerá que no eres dueña de tu propia vida; pero tienes que prometerme que no te traicionarás a ti misma.
–¿Traicionarme? –preguntó ella, confundida.
–Prométeme que no olvidarás lo que quieres, lo que verdaderamente deseas. Te mereces lo mejor. Habrá momentos en que no lo creerás posible, pero tu vida es tuya. ¿Lo comprendes, Lottie? ¿Entiendes lo que quiero decir?
–Sí, mor.
Lottie no dijo la verdad. No entendió sus palabras hasta mucho después y, cuando las entendió, ya había asumido más cargas de las que podía soportar. Su madre, que murió junto al bebé que intentaba dar a luz, tenía razón.
Lamentablemente, Lottie nunca había estado a su altura en lo tocante a Bernt. Hacía lo posible por mantenerlo a raya, pero no lo conseguía. Y, aunque lo quería con toda su alma, empezaba a estar harta de su temperamento impetuoso e irreflexivo.
¿Qué iba a hacer ahora? No tenía ni idea. Estaban entre la espada y la pared, y todo por culpa de aquel maldito whisky; por culpa de Duncan Campbell, quien la noche del Sankt Hans lo acusó de dedicarse al contrabando.
–Por supuesto, lo he negado –les dijo entonces–, aunque no ha servido de mucho. Se ha puesto pesadísimo con las sanciones por no pagar los impuestos de la Corona, y ha añadido que su clan es el único que tiene permiso para vender whisky y que, si quiero librarme de esta, será mejor que te cases con MacColl.
–¿Y tú qué has dicho? –se interesó Duff.
–Le he deseado buena suerte –respondió, soltando una carcajada a la que no se sumó nadie–. ¡Oh, vamos, no os preocupéis tanto, que no pasa nada! Y, por otra parte, la oferta de MacColl no carece de interés. Tiene una casa muy bonita, de doce habitaciones.
–Como si tiene cuarenta –replicó su hija–. ¿Crees que me voy a casar con él por vivir en un lugar más grande? ¡Es más viejo que tú! Ni siquiera podría darme hijos.
–No te pongas así, que solo lo he dicho porque tienes derecho a saberlo –declaró él con jovialidad–. Eres mi única hija, y solo te entregaría a ese carcamal si tú lo quisieras. Además, mi plan solucionará nuestros problemas.
El plan de Bernt consistía en vender el whisky que destilaban en Orban, al otro lado del lago de Lismore. Al parecer, había conocido a un escocés que comerciaba con licores y, como el whisky ilegal tenía un gran margen de beneficios, se había ofrecido a asociarse con él.
Al saberlo, Lottie perdió la paciencia con su padre. Permitir que todos los Livingstone estuvieran al tanto de su negocio era una cosa; pero asociarse con desconocidos, era otra bien distinta. Ya no le extrañaba que Campbell hubiera empezado a sospechar. Obviamente, alguien se había ido de la lengua.
–Como es lógico, el escocés en cuestión se llevará una pequeña parte de los beneficios –continuó él–. Es lo justo, ¿no?
–¿A cuánto asciende esa pequeña parte?
–Al veinte por ciento.
Ella lo miró con tanto horror como Duff y MacLean.
–¿El veinte?
–Es una oportunidad, Lottie.
–¡Es un robo, padre! –bramó–. ¡Por el veinte por ciento, podríamos cenar con el rey de Inglaterra! ¡Y, por si eso fuera poco, ahora hay un escocés que sabe lo que hacemos y que lo irá contando por todo Oban!
–No podemos vender el whisky en Escocia –intervino Duff–. Los Campbell están por todas partes. Se enterarán y nos meterán en prisión.
Lottie miró a su padre con rabia. Le había dicho mil veces que compraran ovejas y se dedicaran a vender lana, pero él se había empeñado en dedicarse al peligroso e inseguro negocio de destilar whisky.
–No te enfades conmigo, Lottie. Tengo rentas que pagar, y muchas bocas que alimentar. ¿Qué quieres que haga?
Ella respiró hondo. Una vez más, estaba obligada a intervenir para evitar que su padre los llevara al desastre. Pero, ¿cómo salir de ese lío?