La desaparición de Sara - Laura Pallarés - E-Book

La desaparición de Sara E-Book

Laura Pallarés

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Beschreibung

Si ocultaras un secreto… ¿dónde lo esconderías? La vida de Amaya da un giro cuando recibe una extraña llamada de un antiguo compañero de instituto a quien hace más de diez años que no ve, desde un terrible incidente que acordaron no volver a mencionar jamás: Sara, su mejor amiga de la infancia, ha desaparecido sin dejar rastro y no hay pistas sobre su destino, y el posible asesinato cada vez toma más fuerza. Amaya tendrá que volver a Valle de Robles, el pueblo de su niñez, para enfrentarse a los recuerdos del pasado y a una desaparición en la que el pueblo entero parece tener algo que esconder. La protagonista descubrirá oscuros secretos y forjará nuevas amistades en su búsqueda hacia la verdad.

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La desaparición de Sara

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© De la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Foto realizada por Laia Sánchez

© Laura Pallarés 2021

© Editorial LxL 2021

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: julio 2021

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-18390-26-5

La desaparición

de Sara

Valle de robles vol.1

Laura Pallarés

¿Qué es la vida? Es el brillo de una luciérnaga en la noche. Es el hálito de un búfalo en invierno. Es la breve sombra que atraviesa la hierba y se pierde en el ocaso.

A sangre fría, Truman Capote

A mi familia, mi apoyo incondicional.

Índice

Introducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Continuará…

Biografía de la autora

Introducción

El ruido del motor del coche hizo que abriera un ojo, pero volvió a cerrarlo enseguida. Tenía frío; sentía la humedad en la piel calando hondo en sus huesos. El pitido de su cabeza era imposible de silenciar y se mezclaba con los sonidos del exterior: las ruedas en el asfalto, los rugidos de la aceleración, el murmullo de la vida, que seguía su curso. Estaba dentro de un coche y no había luz, por lo que dedujo que se encontraba en el maletero. El camino era irregular y su cuerpo se movía dentro del pequeño habitáculo, en el que no podía estirarse ni girar. Intentó tumbarse bocarriba, pero su cuerpo no respondía y supo que no podría colocarse de ningún otro modo. El tacto del fondo del maletero era rugoso, como el de una manta sucia, y olía a gasolina, aunque también a sudor, a deportivas usadas y ligeramente a lavanda, pero con todos los olores mezclados, resultando desagradable. No sabía cómo había llegado allí y, por un momento, dudó si soñaba o aquello era real, pero no tenía fuerzas para pellizcarse y casi no podía pensar. El zumbido no se detenía, convertido en una secuencia de sonido que se repetía en su cabeza. Era como el tictac del reloj que tenía en su habitación cuando era pequeña. Ni siquiera recordaba qué había sido de aquel reloj: si lo había guardado en una caja o hacía años que había acabado en la basura. Era peor que el repiqueteo continuo de su compañero de pupitre cuando tenía diez años. El profesor la había sentado con él y, al saber que le incomodaba el ruido de sus dedos sobre la mesa de madera, continuó haciéndolo a diario. Sintió la boca seca. Le sabía a hierro y a agua salada. Se lamió los labios y le escoció la comisura, como si tuviera un corte. Se sentía débil y confusa, y temió estar más herida de lo que había creído en un primer momento.

Empezaba a costarle respirar y a sentir que estaba cerca de perder el sentido de nuevo. Pero, antes, una frase le recorrió la mente de manera fugaz: «No tendría que haber vuelto a casa».

Capítulo 1

Octubre 2016

Dos semanas antes

El teléfono había sonado tres veces aquella mañana, pero Amaya había ignorado todas las llamadas porque el nombre que salía en la pantalla de su móvil formaba parte de su lista de enemigos de la adolescencia. Era la segunda vez aquel mes que intentaba contactar con ella una persona de su antiguo grupo de amigos, y sentía cómo los fantasmas del pasado la invadían de nuevo. Sara le había dejado un escueto mensaje en el buzón de voz: «Llámame, Ami, necesito hablar contigo». En diez años, nadie la había llamado Ami, y volver a escuchar ese nombre la había transportado a su adolescencia e, inevitablemente, a sus viejos amigos. Aquella mañana no era Sara la que estaba al otro lado, sino Bruno, uno de los miembros de su grupo de amigos de la adolescencia y propietario de la mitad de los edificios de su pueblo de nacimiento, Valle de Robles. Amaya se había marchado de aquel lugar a los dieciocho años para ir a la universidad y desde entonces había vuelto en contadas ocasiones. No le gustaba el pueblo ni su gente, y pese a todo sentía como si un hilo invisible la tuviera atada a aquel lugar y no pudiera escapar, ligándola al Valle para siempre.

A Amaya acababan de despedirla después de haber invertido todo su dinero en la autoedición de un cómic que había sido un fracaso. Se había quedado sin empleo, sin dinero y sin recursos, así que debía regresar a su casa a vivir con su padre, a quitarle el polvo a los libros de su antigua habitación, que él aún conservaba intacta como el día que se marchó. Había estudiado Bellas Artes para poder vivir de sus dibujos y sus historias, había trabajado con varios dibujantes y, finalmente, se había asentado en una editorial, pero los recortes de personal y los problemas de presupuesto habían acabado en despidos masivos en los que se había visto implicada. Y Amaya se encontró, de un día para otro, con veintiocho años a sus espaldas, sin dinero, sin trabajo y sin casa. La primera semana después de la noticia, se pasó los días y las noches en la cama, sintiendo que había fracasado en el mundo, pero al llegar el lunes se dijo a sí misma que necesitaba un trabajo y un hogar, así que llamó a la única persona que podría ofrecerle una solución: Teresa, su antigua jefa. Con sus casi cincuenta años, su imponente metro ochenta de estatura, su pelo rubio por los hombros y sus trajes hechos a medida, Teresa era una de las voces más populares de Valle de Robles. Directora de los medios de comunicación del pueblo y examante de la mayoría de los hombres poderosos de la zona, iba adonde quería y hacía lo que le daba la gana desde siempre. Convertía los rumores en verdades y las verdades en humo cuando le interesaba. Era la propietaria del Diario del Valle y la Revista Robles, y nadie tenía el valor de llevarle la contraria. Consideraba a Amaya la hija que nunca había tenido, así que la contrató con una única condición: que volviera a casa para quedarse. Teresa le aseguró que no la haría trabajar fuera de su horario y le dejaría tiempo libre para continuar con sus novelas gráficas, por lo que Amaya pensó que cerraba un buen trato.

Ignorar las llamadas de Bruno había sido mucho más fácil para ella que desatender las de Sara, pero sabía que en cuestión de horas se encontraría con ambos en el pueblo, y aquello le provocó un escalofrío. No quería verlos, ni a ellos ni a los demás miembros de su antiguo grupo, pero sabía que su situación era límite. También pensó que los antiguos amigos a los que menos le apetecía ver no vivían ya en el pueblo, y Bruno iba y venía, así que solo tendría que enfrentarse a Sara, a pesar de que volver a hablar con ella la tenía de los nervios. Ella había sido su mejor amiga de la infancia, pero el tiempo, y algunas situaciones que se dieron el año antes de ir a la universidad, las separaron por completo. Sara se había convertido en profesora de la escuela del pueblo, así que iba a ser inevitable verla por allí.

Amaya había empaquetado todo el equipaje que le faltaba aquella misma mañana y lo había bajado a su pequeño coche, en el que apenas cabía nada. Muchas de sus cosas las había enviado la semana antes en una furgoneta: los libros, la ropa y algunos recuerdos. Lo demás había ido a parar a los contenedores de reciclaje. Estaba despidiéndose de su apartamento cuando llamaron a la puerta. Se asomó por la mirilla y vio a una de sus vecinas saludándola con la mano. Llevaba cuatro años viviendo en aquel edificio y ni siquiera sabía el nombre de la señora que había al otro lado. Aun así, en un ataque de melancolía por dejar aquel lugar, le abrió la puerta.

—Buenos días, vecina —le dijo la señora—. Disculpa las molestias. —Hablaba pausadamente, y Amaya pensó que podría dormirse entre palabra y palabra—. Llama un chico a mi teléfono preguntando por ti. Dice que es muy importante.

—¿Un chico? —preguntó Amaya muy sorprendida.

—Ten, ponte. —La señora le alargó su teléfono móvil.

Amaya lo cogió con una mano y se lo puso en la oreja, aún atónita.

—¿Sí? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Por fin, por Dios. Llevo llamándote toda la mañana.

—¿Quién eres?

—El hombre de tus sueños —dijo el desconocido con voz misteriosa.

—¿En serio? —preguntó Amaya, reconociendo la identidad de quien estaba al otro lado—. ¿Qué coño te crees que haces?

—Jolín, Ami, es que era muy urgente y tú no me cogías el teléfono.

—¿Cómo iba a cogerte el teléfono si no he hablado contigo desde hace un montón de años? —le preguntó indignada.

—Porque es importante, ¿o acaso crees que te llamaba para charlar? —dijo el chico al otro lado.

—Pfff —resopló Amaya.

Bruno nunca le había caído especialmente bien. En ocasiones, había llegado a desesperarla con sus tonterías, y aquel tipo de comportamiento estaba en la línea de las cosas que no soportaba de él.

—Dímelo ya para que pueda colgarte —le ordenó.

—Sara desapareció hace tres días. Tienes que venir a casa.

Amaya llegó a Valle de Robles cinco horas después de la inesperada llamada de su antiguo amigo. Había conducido desde su apartamento, haciendo una única parada en una estación de servicio para ir al baño y comprar regaliz y refrescos con azúcar para mantenerse alerta. Casi sin despedirse de su piso y de su ciudad adoptiva, se había montado en el coche desesperada y nerviosa por la noticia que Bruno le había dado. Le había dicho que Sara había desaparecido, pero no quería darle más información por teléfono, así que le pidió que lo llamara nada más llegar al pueblo y quedarían para verse. Se pasó el viaje pensando en Sara y en qué podría haber pasado. Intentó concentrarse en la carretera, pero sus pensamientos divagaban sin rumbo en su mente. Se obligó a tranquilizarse y se dijo a sí misma que Sara podría haberse marchado del pueblo harta de su vida allí, tal como había hecho ella años atrás, pero sabía que adoraba su hogar. Y se acordó de que la había llamado a principios de aquel mismo mes de octubre para hablar con ella. Le había pedido que la llamara porque necesitaba hablar, y Amaya se preguntó si el resultado habría sido diferente en caso de que lo hubiera hecho y si su antigua amiga estaría bien o no. No quiso pensar en que Sara podría estar muerta, pero sabía, por lo que le decía su instinto, que no era buena señal que alguien desapareciera y que eso solía significar que le habían hecho daño o había tenido un accidente.

Aparcó cerca de uno de los hoteles de Bruno y lo llamó. Quedaron en reunirse en el mismo hotel, así que Amaya se dirigió allí y lo esperó en el bar tomando un té.

—Te has vuelto muy recatada —le dijo Bruno, apareciendo por su espalda—, tomando el té de la tarde.

—En cambio, tú sigues siendo un capullo monumental —lo insultó ella mientras se giraba.

Bruno estaba exactamente igual que siempre: pelo castaño oscuro perfectamente peinado, ojos marrones y mirada intensa, sonrisa perfecta, traje que resaltaba su esbelta y alta figura y pose de «Soy guapo y me gusta lucirme». Era mucho más alto de lo que Amaya recordaba, pero llevaba diez años sin verlo, así que pensó que tal vez había crecido en ese tiempo.

—Quizá lo sea, pero al menos a mí me ha ido mejor la vida. —Le guiñó un ojo.

A Amaya le dolió el comentario, pero fingió que le daba igual.

—Creo que no nos hemos reunido para discutir quién es más afortunado.

—No, porque no existe tal discusión. —El chico rio y se sentó en la mesa enfrente de ella.

—Me piro —dijo Amaya, y se levantó.

—No, Ami. Quédate, por favor —le rogó Bruno cambiando el tono—. Solo bromeaba.

Amaya volvió a sentarse.

—Me quedaré a escuchar lo que tienes que decirme. Pero no se te ocurra llamarme Ami nunca más; yo no me llamo así —lo reprendió.

—De acuerdo. Perdona, Amaya —se excusó, remarcando el nombre por encima de las demás palabras.

—Te escucho.

—Sara no se presentó el viernes en el trabajo. Pensaron que tal vez se había dormido, pero como no contestaba al teléfono, fueron a su casa a buscarla. Se dieron cuenta de que no había dormido en casa aquella noche porque estaba todo perfectamente ordenado y Hook había hecho sus necesidades en la alfombra.

—¿Hook?

—Su perro.

—¡Cómo no! Era Hook o Pan —exclamó ella con una sonrisa.

Sara había llamado a su perro Capitán Garfio; pero en inglés, como en la versión original del libro de Peter Pan, su historia favorita.

—Al principio, la policía pensó que podría haberse marchado por voluntad propia, pero luego encontraron su bolso en el coche, con todas sus cosas dentro, como si hubiese querido irse sin conseguirlo. No es oficial, pero van a pedir voluntarios para rastrear los alrededores para buscarla.

—¿Cómo sabes todo eso si no es oficial? —preguntó Amaya extrañada.

—Contactos —contestó él, quitándole importancia.

—No sé para qué pregunto. —Bruno se encogió de hombros—. No puedo creer que esto esté pasando. ¿Crees que ella está…? —empezó a preguntar Amaya.

—Ni lo menciones —la cortó Bruno de golpe—. Estará bien y la encontraremos.

—¿Y si esto es cosa de lo que pasó? —susurró ella finalmente. Llevaba desde el principio de la conversación queriendo preguntarle sobre el tema, pero no se había atrevido a hacerlo hasta el momento.

—No hablamos de eso nunca, ni lo pensamos. ¿Recuerdas? Lo juramos por nuestras vidas.

Lo prometieron mucho tiempo atrás. Y Amaya lo recordaba perfectamente, aunque de vez en cuando su mente la traicionaba pensando en ello. «Éramos pequeños y no sabíamos lo que hacíamos», se decía a menudo, pero no habían sido tan pequeños y sabían perfectamente lo que hacían, pese a tener diecisiete años y ser simples chicos de instituto.

Con Sara y su desaparición en la cabeza, Amaya se plantó delante de la casa de su infancia, donde había vivido hasta los dieciocho años. Su padre, que la esperaba ilusionado, se encontraba mirando por la ventana cuando la vio llegar y salió corriendo a saludarla.

—¡Mi pequeña! —exclamó, abriendo los brazos para abrazarla—. Estás cada día más guapa, con tus rizos y tu cara de muñeca perfecta.

—Gracias, papá. Me subes el ánimo siempre, aunque digas esas mentiras —respondió entre risas.

—Siento mucho todo lo que ha pasado con tu trabajo, cariño, pero me alegro de tenerte de nuevo en casa. No hay mal que por bien no venga —dijo con la mejor de sus sonrisas.

Ella le devolvió la sonrisa y le dio otro abrazo, aunque para Amaya volver a casa no fuera tan feliz como para él. Mientras lo hacía, notó algo húmedo en la pierna. Al mirar hacia el suelo, vio a un perro olisquearla.

—¿Tienes un perro? —le preguntó a su padre muy sorprendida.

Él nunca había querido tener mascotas en casa y no dejaba a Amaya quedarse con los animales que se encontraba por el pueblo, ni siquiera la pequeña tortuga abandonada que había hallado en el jardín y que tuvo que regalarle a su vecina.

—Sí, bueno, no es mío, es el perro de tu amiga, y sus padres querían mandarlo a la perrera. —Hizo una pausa—. Se llama Jun o Jut.

—Creo que es Hook, papá.

—Entra en casa, querida, tenemos que hablar de todo esto que está pasando. El pueblo está revolucionado.

El padre de Amaya la ayudó a entrar las cajas de su coche, le preparó un café y le contó que su amiga Sara estaba desaparecida desde hacía tres días, pero ella ya estaba informada de todo.

—Bruno me lo ha contado hace un rato —confesó ella.

—¿Bruno Rey?

—El mismo —afirmó—. El rey del Valle.

El apellido le venía que ni pintado a Bruno. Siempre se había creído el dueño del pueblo desde que era un crío, y sus amigos solían llamarlo Bruno el Rey o, simplemente, el Rey. Todos menos Dan y Eric, sus mejores amigos, que eran las únicas personas a las que Bruno respetaba más que a sí mismo.

—No me gusta ese muchacho; nunca me ha gustado. Es egoísta, creído y un chulo.

—Sí, no hace falta que lo jures —añadió Amaya—. Lo conozco desde que éramos críos.

—Es igual de idiota que su padre.

—Seguro que más —masculló ella.

—No sabía que aún eráis amigos.

—No somos amigos. De hecho, nunca lo fuimos —se apremió en contestar ella—. Pero él ha pensado que debía saber lo de Sara.

—Al menos piensa con lógica —comentó su padre—. ¿Y cómo estás? Ella fue tu mejor amiga durante años; sería normal que te sintieras confusa.

—No lo sé, papá. Es como si todo esto fuera un sueño, como si no fuera real. No me sorprendería pellizcarme el brazo y despertarme de golpe. —El padre de Amaya apoyó la mano en su brazo y pellizcó suavemente—. ¿De verdad? —preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

—Para que bajes a la tierra. —Amaya no contestó—. Me ha llamado Saúl para decirme que buscan voluntarios para rastrear el bosque. Creo que deberíamos apuntarnos y ayudar. Mañana han organizado una reunión informativa en la plaza del pueblo, delante del ayuntamiento.

—Estará todo el pueblo.

—Sí, ¿y qué? —Amaya suspiró. Aquel pueblo se pasaría días hablando de su regreso, de su fracaso como artista, rumoreando sobre ella por las esquinas—. No puedes esconderte para siempre —añadió él.

—Lo sé, papá.

Ambos decidieron no hablar más del tema porque no querían que su primer día juntos de nuevo, después de meses sin verse, estuviera empañado por la tristeza de la desaparición de Sara. Pero Amaya no podía sacarse a su antigua amiga de la cabeza, y dormir en su cuarto de adolescente no la ayudó en absoluto. Esa misma semana se dedicaría a reorganizar su antigua habitación y convertirla en algo mucho más adecuado a su edad actual.

Capítulo 2

Las diez de la mañana era la hora prevista para celebrar la reunión de los voluntarios del pueblo. Amaya llegó allí cogida del brazo de su padre, pero él rápidamente la dejó sola para entrar en el ayuntamiento en busca de Saúl, el jefe de policía. Bruno también estaba en la plaza, así que se acercó para saludarla. Llevaba su habitual traje de hombre de negocios y su pelo perfectamente engominado. Era atractivo, pero se lo tenía tan creído que su belleza se marchitaba con cada palabra que decía. Ni siquiera sus dientes blancos, perfectos y alineados, podían esconder su arrogancia.

—Creo que van a contarnos todo lo que ya sabemos —confesó él—: que sospechan que no se ha ido por su propio pie y todo eso. Gracias, querido Saúl, tan inútil como siempre.

—También nos dirán cómo vamos a organizarnos para buscarla —añadió ella.

—No encontraremos nada.

—¿Cómo lo sabes?

Bruno se encogió de hombros.

—Podemos formar equipo —sugirió.

—Ni hablar. Y no te acerques mucho. Mi padre dice que no eres de fiar, y no quiero que se pase el día echándome la bronca con los casi treinta años que tengo ya. Me ha costado mucho convencerlo de que no somos amigos.

—Si tu padre me adora desde siempre. —Bruno sonrió.

—Oye —le dijo Amaya, mirándolo de pies a cabeza—, no pensarás salir por el bosque vestido así, ¿no?

—¿Con el traje? —Señaló su vestimenta—. Hay que ir siempre bien vestido. Nunca se sabe a quién puedes encontrarte.

—¿A quién crees que vas a encontrarte exactamente?

Bruno miró al horizonte.

—Y hablando de rencuentros…

El chico movió la cabeza y levantó las cejas. Amaya miró hacia donde señalaba y vio a contraluz a dos muchachos acercándose entre la multitud. Los habría reconocido hasta con los ojos cerrados porque, aunque llevaba años sin verlos, habían formado parte de su vida durante mucho tiempo.

—¿Qué hacen ellos aquí? —preguntó sorprendida.

—Volvieron a casa antes del verano. Sus padres se han ido a vivir a su segunda residencia. ¿No lo sabías? —Bruno rio—. Bienvenida de nuevo a Valle de Robles, señorita de casi treinta años.

La noticia le cayó a Amaya como un jarro de agua fría. No solo había vuelto a su pueblo sintiéndose fracasada y perdida, sino que, además, todo el mundo, incluidos todos sus amigos de la infancia, iban a enterarse de ese fracaso.

—¡Eh, Dan! ¡Eric! —gritó Bruno, saludando desde la distancia—. Estamos aquí.

Ambos se giraron y miraron en su dirección. Saludaron a Bruno con una medio sonrisa y se dieron cuenta enseguida de la presencia de Amaya. Ambos parecían sorprendidos, pero Eric lo disimuló mejor que Dan. Los chicos se dirigieron hacia ellos y la chica cogió aire, contó hasta tres y lo soltó despacio, intentando relajarse.

—¿Nerviosa? —susurró Bruno—. Ya lo creo que sí. Vuelves a casa, desaparece tu mejor amiga, reaparecen tus exnovios… Parece que estás en racha.

Amaya lo miró con todo el odio que puede desprenderse de una mirada, pero sus ex, como bien había dicho Bruno, ya estaban allí, así que les dedicó su mejor sonrisa. Aquella mañana no se había esforzado mucho en arreglarse. Llevaba unos tejanos oscuros, una camiseta cualquiera de fondo de armario y sus incontrolables rizos recogidos en una coleta alta. Sintió que no estaba preparada para la situación, pero lo disimuló lo mejor que supo. Dan llevaba el pelo rubio alborotado y una sudadera de superhéroes que lo hacía parecer más joven de lo que era. Eric, en cambio, vestía con ropa oscura y llevaba manga corta, pese al frío que hacía en aquel pueblo. De aquel modo, enseñaba los múltiples tatuajes que decoraban su brazo izquierdo desde la muñeca hasta el cuello, donde se intuía el final de una frase en inglés.

—Qué visita tan inesperada —le dijo Eric—. Supongo que estás aquí por lo de Sara. Pensé que no querías volver nunca. Llevas años sin aparecer. —Se metió las manos en los bolsillos.

—Sí. He estado ocupada —contestó ella, sin atreverse a explicar toda la historia: que iba a vivir allí y a trabajar en el periódico de nuevo.

No le hizo falta hacerlo, porque en aquel mismo momento apareció Teresa, con su habitual traje de colores llamativos y su maquillaje perfecto. Se entrometió en la conversación del grupo, irrumpiendo entre los mellizos, apartándolos como si no le importara inmiscuirse en asuntos ajenos; siendo la auténtica reina del pueblo.

—Ya estás aquí, querida. —Abrazó a Amaya—. ¡Qué tragedia lo de la chica desaparecida! Suerte que has vuelto a casa para quedarte. Te necesitamos más que nunca. El diario necesita a su Amaya.

—¿Has vuelto a casa? —preguntó Eric a la vez que levantaba las cejas.

—Sí, he vuelto a casa. —Intentó sonar confiada.

—¿Para quedarte? —quiso saber Dan.

—Cuantos más, mejor, ¿no? —añadió Bruno.

—Un gran comentario, señorito Rey. Gracias por su aportación —contestó Teresa, poniendo los ojos en blanco.

Dan se limitó a observar la conversación sin decir nada, moviendo la cabeza de uno a otro mientras hablaban. Eric y Dan habían crecido en los últimos años y ya no eran los chicos de diecisiete años que Amaya conocía. Sus facciones se habían endurecido, y en aquel momento le pareció que, pese a que eran mellizos y siempre los había visto similares, sus rasgos eran totalmente diferentes, y sus expresiones, el día y la noche. De Eric siempre le había llamado la atención su blanca sonrisa, que contrastaba con sus ojos azules y su pelo castaño. Dan, en cambio, tenía la melena rubia y unos ojos claros llenos de vida que parecían decir más que sus palabras; y, a diferencia de su hermano, casi siempre estaba en silencio. Amaya había pensado desde que los conocía que el hombre perfecto era una fusión de ambos y que, por separado, no habría sido feliz con ninguno de los dos. Era lo que se decía a sí misma para sentirse mejor, pero no siempre le funcionaba.

Tanto Eric como Dan se habían quedado mirándola después de su respuesta. Ella sintió cómo le fallaban las piernas ante las azules miradas fijas en su rostro. «¿Cómo puedo sentirme así después de diez años?», se preguntó a sí misma, sintiéndose estúpida. Pero ambos hermanos habían sido muy importantes en su vida, y habían pasado de ser todo para ella a no volver a verlos nunca de un día para otro, y no podía sentirse indiferente.

—Atención todos, por favor. —El que hablaba era Saúl, el jefe de policía del pueblo, intentando que los asistentes le prestaran atención—. Acercaos un poco más para escuchar mejor lo que tengo que deciros.

Saúl era un hombre que rondaba los cincuenta, con el pelo oscuro peinado hacia atrás repleto de canas en las sienes, una poblada barba castaña y unos ojos siempre protegidos por unas gafas oscuras que lo hacían parecer un anticuado señor de pueblo que vivía en unos eternos años noventa. Su imagen contrastaba con su voz grave y seria y sus múltiples palabrotas. A su lado se encontraba Reno, un antiguo compañero de clase de Amaya y el foco de las burlas de la infancia de Bruno. Reno se había convertido en policía y era la mano derecha de Saúl desde que había empezado a trabajar en la comisaría. Saúl era también su tío, así que sus preferencias por su sobrino tenían una base claramente familiar. Pero en un pueblo como aquel, casi todo lo que pasaba estaba relacionado con la familia.

—Silencio, por favor —rogó Reno alzando la voz.

Reno se había convertido en un chico alto y fornido que nada tenía que ver con el muchacho enclenque que había sido en el instituto, y aunque la expresión de su cara era mucho más segura que la de su ser adolescente, Amaya vio en su mirada el rastro de quien fue en otros tiempos.

—Odio a ese tipo —susurró Bruno—. Es tan idiota…

Amaya lo miró entornando los ojos y pensó que era igual de probable que Reno lo odiara a él también, pero no le contestó. Con Eric y Dan cerca de ella, solo podía darle vueltas a qué sería de sus vidas y si estarían tan preocupados como ella por la desaparición de Sara, si tendrían pareja y si seguían pensando en ella. Se sintió de nuevo la Amaya adolescente y quiso marcharse de allí más rápido de lo que había llegado. Dan tenía las manos en los bolsillos y miraba al horizonte. En cambio, Eric se había cruzado de brazos y fruncía el ceño.

Por detrás de donde se encontraban, se escucharon unos pasos.

—Llego tarde —susurró una voz detrás de Dan.

—No pasa nada, apenas han empezado —dijo Eric.

Amaya miró a la muchacha que acababa de aparecer. Pelirroja natural, con ojos verdes y muchas pecas; era Diana, más conocida como Didi, quien se disculpaba por la tardanza. Besó a Dan en la mejilla y luego a Eric, saludó con la mano a Bruno y fijó toda su atención en Amaya.

—Dios mío, ¿Ami? —preguntó estupefacta.

—Hola, Didi —saludó ella.

Didi se acercó a abrazarla, con una expresión que mezclaba sorpresa y alegría.

—¿Qué haces aquí? ¿Vienes por Sara? —le preguntó extrañada.

—Ha vuelto a casa —explicó Bruno.

Amaya miró a Bruno y después a la chica de nuevo.

—¿Vuelves a vivir en el Valle?

—Sí, de momento —contestó dudosa.

La expresión de Didi cambió, como si no le gustaran las nuevas noticias. Le dedicó una sonrisa forzada y centró su atención en el jefe de policía.

—Como ya sabéis, nuestra vecina Sara ha desaparecido. No sabemos qué es lo que ha ocurrido, pero sospechamos que podría haberse extraviado en el bosque —hizo una pausa y miró a Reno; parecía no tener bien preparado su discurso y no sabía cómo continuar—, así que vamos a organizar una partida de búsqueda para encontrarla.

Amaya pensó que Saúl no debería dudar de aquel modo mientras le hablaba al pueblo, ya que era muy fácil sembrar el caos entre los vecinos con cuatro frases mal elegidas. Lo que había dicho no era cierto y todos los allí presentes lo sabían; Sara no podía haberse perdido en el bosque porque lo conocía a la perfección, como todos los demás habitantes de aquel pueblo. Así que Saúl había decidido no decirles lo que realmente pensaba: que creía que le habían hecho daño a la chica y que no estaban buscando a Sara, sino su cuerpo.

—Haremos grupos de cinco —dijo Reno—, así que organizaos y a cada grupo se le asignará un policía. Han venido de la comisaría del pueblo vecino a ayudar también.

—Voy a buscar a mi padre —dijo Amaya sin perder de vista al policía—. Os veo en otro momento.

Cuando se giró para observar a sus antiguos amigos, vio que todos la miraban fijamente, y aprovechó la ocasión para alejarse de allí lo más rápido que pudo. Antes de irse, Bruno le hizo un gesto con la mano, dándole a entender que la llamaría pronto, a lo que ella contestó poniendo los ojos en blanco. Sus antiguos amigos no eran los únicos pendientes de sus gestos, atentos a todo lo que hacía. Mucha gente del pueblo se había percatado de su presencia allí y la seguían con la mirada, probablemente preguntándose si Sara era la única razón de su visita.

La búsqueda duró hasta el mediodía, con Amaya presente en los grupos de búsqueda cercanos al lago, intentando escapar de nuevos encuentros con Bruno, Didi y los mellizos. Se había sumado al equipo de su padre, Saúl y un par de vecinas de la zona, pero nadie encontró pistas sobre Sara, por lo que los primeros equipos en terminar la búsqueda se fueron a sus casas a descansar y los policías del pueblo continuaron un poco más, acompañados de los forestales de la zona.

—Esa muchacha no va a estar bien, Mari Carmen —escuchó Amaya que decía una vecina.

—Ojalá sí, la verdad —respondió la otra.

Amaya deseó ese «Ojalá sí» más que nada en el mundo, y se dijo a sí misma que necesitaba hablar con Sara de nuevo y retomar la amistad que habían dejado atrás.

Dejó a su padre con Saúl y se dirigió a la redacción del Diario del Valle para hablar con su jefa sobre cuándo iba a empezar y cuáles serían sus funciones. Teresa la esperaba con millones de papeles esparcidos sobre la mesa y tres teléfonos móviles que sonaban con tres melodías distintas.

—Trabajo, amantes y más amantes —explicó la mujer a modo aclaratorio. Amaya no respondió—. Aunque lo que está pasando es muy triste, mi niña, hay que trabajar —continuó, sacando un pequeño espejo de su bolso y pintándose los labios—. Te he asignado las páginas de cultura y la tira cómica. —Se acercó a Amaya para poder susurrarle—. Tengo que confesarte que eres mi mejor escritora, porque tengo el diario lleno de ineptos a excepción de un par, así que llevaré yo todo el tema de Sara.

Teresa la miró con tristeza en los ojos, pero Amaya no entendió si lo hacía por Sara o por lo que acababa de decir sobre el diario.

—Te lo agradezco, Teresa.

Aunque su jefa decía siempre las cosas tal como le pasaban por la cabeza, sabía que se había asignado el tema de la desaparición de Sara porque no quería que Amaya sufriera trabajando en ello, y se lo agradecía.

—Aún dibujas, ¿no?

—Claro.

—Empiezas hoy. Escríbeme algo divertido para mañana. No quiero sacar un diario lleno de penas. Venga, venga, hazme un artículo sobre vestidos ridículos de las famosas, que eso siempre gusta —la apremió—. Y, por cierto, firmaré con tu nombre todos tus artículos. Mañana todos sabrán que has vuelto —añadió, guiñándole un ojo.

Amaya se sentó en el que era su antiguo escritorio y que Teresa se había encargado de dejar libre para ella. Todas las miradas de la redacción estaban puestas en ella, pese a que aquella tarde solo había por allí un par de chicas. Obvió los consejos de su jefa, se exprimió la cabeza para escribir algo decente sobre libros divertidos y, finalmente, eligió hacer un artículo sobre cómics de humor que había leído en otros tiempos. Le costó concentrarse porque llevaba en Valle de Robles solo un día y medio y había revivido los sentimientos de toda su infancia. Diez años atrás habría ido corriendo a contarle a Sara todo lo que le había pasado. Sin embargo, en aquellos momentos, esa idea era inviable.

Acabó el artículo cuando ya había anochecido y no quedaba nadie más en la redacción. Solo le faltaba enviárselo a Teresa para que lo revisara y lo adjuntara a la maqueta final del diario para enviarla a la imprenta. Antes de apagar el ordenador con la intención de marcharse, fue al baño a lavarse la cara. Había sido un día muy largo y estaba agotada. Se mojó el rostro varias veces con agua fría y se lo secó con papel de manos como buenamente pudo. Volvió a su escritorio para cerrar la sesión del ordenador y recoger sus cosas cuando, de repente, vio un objeto en el escritorio que antes no había estado allí. Se acercó lentamente a su mesa, pensando que alguien había entrado en la redacción mientras estaba en el baño y no se había molestado en avisarla o saludar. El objeto era una especie de libreta que parecía un cuaderno de trabajo. La tapa era de color verde, pero sin dibujos ni palabras. La cogió con la mano y la levantó, la abrió y vio que era normal y corriente, solo que donde ponía el nombre del propietario no había escrito un nombre, sino que habían hecho un dibujo: una corona. Amaya cerró el cuaderno de golpe, asustada. Conocía el significado de esa corona, pues la había visto antes en otros cuadernos. Era de Sara.

Cuando eran niñas, su mejor amiga siempre firmaba con una corona porque solía decir que era como escribir su nombre, ya que, en hebreo, Sara significaba «princesa», y las princesas siempre llevan corona. Amaya intentó tranquilizarse. Volvió a abrir el cuaderno, pasó la página en la que estaba el dibujo de la corona y se encontró un texto escrito por Sara. Reconoció su letra al instante y supo que estaba en posesión del diario personal de su mejor amiga de la infancia. Mientras asimilaba lo que acababa de pasar y ojeaba la libreta al azar, una nota cayó de entre las páginas. Era un trozo de papel blanco, doblado. Se agachó para recogerlo y lo abrió. En el papel solo ponía: «Día 18 de julio, segundo párrafo. Lo sé todo». Amaya abrió el diario. Empezaba en enero de aquel mismo año, así que buscó el día 18 de julio y leyó el segundo párrafo. Una expresión de horror inundó su cara.

—Dios mío, lo sabe. Sea quien sea, lo sabe —susurró para ella misma.

Atenazada por el miedo y sin saber en quién confiar, llamó a la única persona que pensó que podría ayudarla. Buscó en su teléfono las últimas llamadas y marcó el número de Bruno.

—Si ya sabía yo que te tenía enamorada —contestó él sin saludarla.

—Cállate. Necesito verte, es urgente. Es sobre… lo que tú ya sabes.

—Prometimos que no hablaríamos de ello.

—Alguien lo sabe, Bruno. —Él no habló—. Lo sabe —repitió Amaya.

—En el hotel, lo antes posible. Estaré esperándote —dijo él muy serio—. Dirígete a la recepción.

Amaya salió con prisas hacia el hotel, sin saber si realmente estaba haciendo lo correcto confiando en Bruno, pero sintiendo que él era el único con el que podía hablar del tema. Al llegar al Hotel Valle del Rey, la recepcionista reclamó su atención y le entregó un sobre.

—Me han dicho que se lo diera al llegar.

Abrió el sobre. Dentro había una nota y, en ella, un número de habitación apuntado. También había una especie de llave, pero con muchas puntas.

—Planta baja —le indicó la chica de recepción, guiñándole un ojo—. La llave es para el ascensor.

Se dirigió al ascensor. En el panel que marcaba las plantas no había ninguna planta baja, pero sí un tipo de cerradura, por lo que sacó la llave, la metió en el hueco y encajó a la perfección. El ascensor se movió, bajó hasta la planta menos uno y abrió sus puertas, mostrando un largo y oscuro pasillo, iluminado únicamente por la luz del ascensor. Tan solo había una habitación, y estaba al fondo de todo. Amaya intentó encontrar la luz del pasillo sin conseguirlo. El ascensor se cerró tras ella, dejándola a oscuras. «Cálmate, tranquila, todo va a ir bien», se dijo a sí misma. Maldijo a Bruno en su cabeza, sus hoteles y todas sus excentricidades, y le sirvió para sentirse menos nerviosa y controlar su enfado. Llegó hasta la puerta apoyándose en una pared sin poder ver nada. Justo cuando iba a llamar, alguien abrió.

—Adelante —le dijo Bruno, señalando el interior de la habitación—. Mierda, ¿otra vez se han apagado los neones? —preguntó mientras miraba hacia el pasillo.

Amaya entró. Su sorpresa fue mayúscula al ver en aquella habitación a Dan, Eric y Diana. Miró a Bruno, esperando sus explicaciones, pero él no le dijo nada.

—¿Qué está pasando? —lo reprendió.

—Todos estamos en esto, así que ellos tienen tanto derecho como nosotros a saberlo —explicó Bruno—. No pienso luchar contra esto yo solo. Y tampoco creo que debas hacerlo tú. Es problema de los cinco.

Dan estaba sentado en uno de los sofás de la sala, Didi se apoyaba en el brazo del sillón a su lado y Eric caminaba arriba y abajo. Aquel lugar estaba muy lejos de ser una habitación al uso. Con varios sofás, una cama y una barra llena de bebidas, parecía más bien un local de alterne. Tampoco ayudaban las luces de neón que iluminaban el lugar, y Amaya entendió que la recepcionista le hubiera guiñado un ojo.

—Estaba empezando a confiar en ti —dijo Amaya.

—Soy yo quien no confía en ti —repuso Bruno—. Llevo diez años sin saber nada de tu vida. Ellos —añadió, señalando a sus tres amigos— han estado por aquí. Así que confío mucho más en ellos que en ti.

—¿Y por qué me llamaste?

—Porque creía que lo de Sara te importaría.

Amaya lo miró fijamente y vio en sus ojos que estaba hablándole con sinceridad.

—O que me importaría tanto como a ti, ¿no?

El chico se encogió de hombros.

—Siempre fue así. Al menos, antes lo era —respondió en un susurro.

—Está bien —dijo Amaya, hablando para todos—. Alguien sabe lo que pasó hace diez años y creo que está intentando asustarme —confesó.

Se sentó en uno de los sofás y dejó el diario de Sara en la mesa. Les explicó cómo lo había encontrado, la nota que contenía y lo que ponía en la página señalada. Todos la escucharon atentamente sin interrumpirla.

—¿Crees que quien te ha dejado el diario es quien le ha hecho daño a Sara? —preguntó al fin Dan.

—No lo sé —contestó ella—, pero no puede ser casualidad. Es decir, ¿qué probabilidades hay de que desaparezca Sara y vuelva a nosotros esta historia del pasado justo cuando todos volvemos a casa?