La anfitriona - Laura Pallarés - E-Book

La anfitriona E-Book

Laura Pallarés

0,0
5,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

  Laura Pallarés (Barcelona, 1988) es periodista y escritora, aficionada a la literatura, las series y el cine. Estudió Periodismo en la UAB y se especializó en cultura, cursando un máster de Literatura Comparada. Actualmente trabaja en un gabinete de comunicación. Su primer libro, Pájaros en la piel, salió a la venta en junio de 2020, siendo un éxito entre el público. En el mes de julio del mismo año sus escritos fueron seleccionados para formar parte de dos recopilaciones. El relato «María Magdalena» puede leerse en el libro Vidas y «Desconocido», en Escribir en tiempos de pandemia. En julio de 2021 publicó su segunda novela, Valle de Robles: La desaparición de Sara, la primera parte de una trilogía de misterio. La segunda parte, Secretos del pasado, se publicó en abril de 2022, y la tercera, Retrato de familia, a finales del mismo año. La revista La Gran Belleza escogió el relato «La mente en blanco», uno de los cinco seleccionados entre más de trescientos veinte, para ser publicado en el número 16. También participó con el escrito «Ser Mujer» en un recopilatorio solidario especial para el día 8 de marzo de 2022.  Ha escrito una docena de libros desde que empezó a teclear en 2017 y actualmente dedica su tiempo libre a dar a conocer sus obras.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La anfitriona

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Laura Pallarés 2023

© Laia Sánchez 2023

© Entre Libros Editorial LxL 2023

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: noviembre 2023

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-00-8

La

anfitriona

k

laura pallarés

Para todos los que alguna vez han pensado que ya no les quedaba nada.

Es imposible imaginar una mujer de

los tiempos modernos que,

como principio básico de individualidad,

no aspire a la libertad.

Clara Campoamor

¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!

Porque yo quise olvidar

y puse un muro de piedra

entre tu casa y la mía.

Es verdad. ¿No lo recuerdas?

Y cuando te vi de lejos

me eché en los ojos arena.

Pero montaba a caballo

y el caballo iba a tu puerta.

Con alfileres de plata

mi sangre se puso negra,

y el sueño me fue llenando

las carnes de mala hierba.

Que yo no tengo la culpa,

que la culpa es de la tierra

y de ese olor que te sale

de los pechos y las trenzas.

¡Ay, qué sinrazón! No quiero

contigo cama ni cena,

y no hay minuto del día

que estar contigo no quiera,

porque me arrastras y voy,

y me dices que me vuelva

y te sigo por el aire

como una brizna de hierba.

Fragmento de Bodas de Sangre

Federico García Lorca

Índice

Capítulo 1

Un pequeño pueblo de montaña

Capítulo 2

El chico de la Coca-Cola

Capítulo 3

Las primeras líneas

Capítulo 4

Qué hace una chica como tú en un lugar como este

Capítulo 5

El arte de ser Olimpia

Capítulo 6

No sé si Nabokov era un loco o un erudito

Capítulo 7

La ermita satánica

Capítulo 8

Mi propio y personal infierno

Capítulo 9

La tumba con más flores del cementerio

Capítulo 10

La biblioteca del tercer piso

Capítulo 11

Aventuras nocturnas

Capítulo 12

La mejor alumna de la clase

Capítulo 13

Cartas de una diosa

Capítulo 14

No quiero irme tan lejos

Capítulo 15

No sabía que eras lesbiana

Capítulo 16

Crónica de un verano

Capítulo 17

El mejor regalo de Navidad

Capítulo 18

En la barra de La Taberna

Capítulo 19

El hombro de Olimpia

Capítulo 20

La poesía lo empeoraría

Capítulo 21

Fotografías del pasado

Capítulo 22

Te voy a querer hasta que me muera

Capítulo 23

En el dolor de mi alma

Capítulo 24

Llovía como si fuera a acabarse el mundo

Capítulo 25

Voy a inventarte porque te necesito

Capítulo 26

La oscuridad

Capítulo 27

La Viuda Negra

Capítulo 28

Capítulo 29

FIN

Agradecimientos

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

 

 

 

 

 

Capítulo 1

Un pequeño pueblo de montaña

Para Rachel Jones, ser Rachel Jones no significaba nada; aunque su nombre encabezara la lista de autoras más vendidas de ficción en todas las plataformas, aunque su cara saliera de vez en cuando en las revistas del corazón y aunque llevara miles de euros ganados gracias a ser quien era. Su último libro se había vendido más que ningún otro pese a haberle dado a su protagonista el peor de los finales: una muerte cruel e indigna; poco que ver con las muertes de las heroínas.

Rachel Jones se había convertido en una escritora mediocre que no podía avanzar del primer capítulo. Ya no se concentraba, y parte de la culpa la tenía su fama. Así que, después de hablar con su editora, había decidido tomarse unas vacaciones, aislada del mundo, en un pueblo de montaña del norte de la península ibérica de acceso restringido en invierno. Durante diez días se quedaba incomunicado por la nieve, y cuando las carreteras se abrían, solo circulaban por ellas dos guardias forestales que subían cajas con primeras necesidades un par de veces por semana. Rachel Jones solo necesitaba estar dos meses aislada del mundo y su nueva novela sería lo que siempre había querido: un referente del género policiaco. La aventura dejaría paso a una nueva protagonista que se convertiría en Sherlock Holmes y sería la detective de referencia del siglo xxi. Rachel ganaría el premio Planeta, daría el discurso más excéntrico que se le ocurriera y aquella fecha se convertiría en el segundo mejor día de su vida.

El día más feliz de la vida de Rachel Jones ya había sucedido y sabía que nada podría superar ese espectáculo: la noche que su madre la había desheredado públicamente. Ruperta Jones era una reconocida fotógrafa neoyorquina de clase alta, de padre americano y madre catalana, ambos pertenecientes a familias influyentes, nacida en San Francisco, criada entre Nueva York y Barcelona, madre soltera a los diecisiete y rica hippie que había vivido en una comuna de una masía de un pueblo de las cercanías de su ciudad. Rachel había pasado los primeros cinco años de su vida entre mujeres y hombres que dormían en el suelo, comían de la misma olla y olían a marihuana. Había visto despellejar conejos, asarlos con setas de colores imposibles y celebrarlo con una orgía. Había observado un día cualquiera, desde la rendija de una puerta, a la policía entrar en la casa y llevarse a la mitad de sus ocupantes esposados. Rachel Jones había visto en cinco años todo tipo de cosas, pero por suerte la mayoría ni siquiera las recordaba.

Cuando estaba a punto de cumplir seis años, sus abuelos murieron en un trágico accidente en su jet privado y Ruperta heredó todo lo que tenían, incluido un pequeño palacio en la zona alta de Barcelona. Fue escolarizada en el mejor colegio privado del barrio, con profesores que daban clases a hijos de futbolistas, políticos y actores. Sus amigas llamaban a su pequeño palacio «la finca encantada». Sus compañeras tenían casas más grandes y lujosas, con piscina, gimnasio, un millón de habitaciones, salas de juegos y decenas de sirvientes, pero el palacio de las Jones tenía encanto, con un toque de magia mezclado con historia, y sus amigas no podían decir lo mismo de sus casas.

Hablaba cinco idiomas casi a la perfección. Se había licenciado en Filología Clásica y Humanidades, tenía un ático en el centro de Barcelona, una empresa de camisetas feministas, estaba rodeada de gente continuamente y no era capaz de conectar con nadie que no fueran los personajes de sus novelas. A veces, y esto era uno de esos secretos que Rachel no contaba ni después de una botella entera de vino, tenía conversaciones imaginarias con sus personajes. Le preguntaba a su heroína, muerta en terribles circunstancias, qué haría ella en su lugar, o le explicaba al villano de su saga lo que le había pasado durante la mañana, aunque él no era bueno escuchando. Había decidido empezar un diario de pensamientos, de esos que acabarían publicándose después de su propia muerte, intentando indagar en su vida y compartir sus desgracias. Lo había dejado siete días después, sabiendo que no le gustaría que nadie conociera aquellos pensamientos. Escapar había sido su mejor opción: escapar para encontrarse.

—¿Dé donde me ha dicho que es? —le preguntó el taxista, mirando por el retrovisor.

—No se lo he dicho —le contestó Rachel.

—¿Y no va a decírmelo? —insistió el señor con un tono ligeramente impertinente.

Había cogido el único taxi que había enfrente de la estación de tren más cercana a su pueblo de destino. El conductor le había abierto la puerta con cara de pocos amigos al verla saludándolo desde fuera, en la ventanilla del copiloto, y después de que se sentara solo soltó un «Ajá» de mala gana cuando Rachel había nombrado el lugar al que se dirigía. Sabía que su camiseta, con el dibujo de una vagina de una ilustradora que le encantaba, tenía parte de la culpa en la hostilidad del conductor, pero no le importaba porque su vestimenta formaba parte activa de su vida. Y si a alguien le molestaba ver vaginas, que no mirara.

—Vengo de Nueva York. Me llamo Hilda McAdams.

Hilda McAdams era uno de los nombres que tenía apuntados en su libreta para los nuevos personajes. El taxista frunció el ceño y volvió a mirar por el retrovisor, escrutando la cara de la chica e intentando adivinar si aquel nombre combinaba con sus rasgos. O tal vez leía revistas del corazón y le sonaba su cara.

—No parece usted extranjera.

—Mi padre es americano y mi madre de por aquí.

—¿De por aquí? ¿Del pueblo?

Rachel rio, divertida.

—No. De Barcelona.

El señor hizo una mueca de disgusto, como si le molestara la respuesta.

—¿Y qué la trae por estos lares, señorita McAdams?

—Si se lo digo, tiene que prometerme que no se lo dirá a nadie.

El taxista afirmó con la cabeza, moviéndola muy rápidamente, expectante, a la espera de lo que Rachel tenía que decirle.

—Lo prometo.

La escritora rio para sus adentros y estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se contuvo, se puso recta y se acercó un poco al taxista.

—Soy doctora en investigación de pandemias por la Yale University.—Rachel había querido pisar aquella universidad toda su vida y la pronunció con el mejor de sus acentos americanos—. Está investigándose una cepa encontrada en una cueva. Los analistas desconocen el origen, por lo que me envían a hacer el trabajo de campo. El doctor Chang cree que puede ser de la época mesozoica. Tal vez estemos ante un nuevo descubrimiento.

Podría haber sido una gran actriz, pero prefirió dedicarse a escribir historias. Había hecho de Julieta en la obra de tercero y siempre imitaba a la spice girl deportista en los bailes de fin de curso; no porque le gustara el deporte, pero era a la que más se parecía. Había interpretado bien su papel de Hilda McAdams; el señor había apretado tanto el entrecejo que parecía que la cara iba a contraérsele con aquel gesto para siempre. Y de golpe, se echó a reír.

—Vale, vale. Es muy graciosa.

Rachel se dejó caer en el asiento y miró por la ventana. Se había excedido con la voz misteriosa y el taxista la había pillado. O tal vez había sido lo de la época mesozoica.

—Usted mismo. Intente no resfriarse este invierno...

—Ya sé de qué me suena.

La escritora suspiró.

—Sorpréndame.

—Es la hija de la fotógrafa hippie que va a entrar en Supervivientes.

—Creo que se equivoca —le contestó ella, negando con la cabeza.

No quería hablar de su madre, de su participación en el reality ni de las fotografías de antiguos amantes —entre los que se encontraban nombres de políticos famosos— que había expuesto el mes anterior en una galería de Madrid. Aunque tampoco le extrañó que la hubiese reconocido. Durante los últimos años, su cara había sido portada de las revistas del corazón más de un par de veces. Todas a causa de las sonadas peleas públicas con su madre. Así que se mantuvo en silencio y sin apartar la vista de la ventana.

Sus ojos no se desviaron ni un segundo de las calles mal asfaltadas en cuanto el taxi entró en el pueblo. La mayoría de las casas eran de piedra o tenían paredes blancas. Algunas de ellas estaban reformadas; en cambio, otras parecían a punto de derrumbarse o lo habían hecho ya. También vislumbró un edificio tapiado, señales de rutas de senderismo y la plaza principal del pueblo, junto al ayuntamiento. Nada destacable, cero encantos turísticos.

—El hostal está al final del todo del pueblo, en la parte más alta —le explicó el taxista—. No te iría mal pedir prestada una bici para moverte por aquí. No sé por qué razón, pero en este pueblucho siempre hay que subir. Hasta cuando bajas.

Era principios de diciembre. Sin embargo, aunque hacía frío, no había previsión de nieve hasta al menos tres semanas después. La escritora había mirado la previsión del tiempo en su teléfono antes de salir de casa. Ponía que aquel día iba a ser lluvioso, pero hacía sol, y pese al buen tiempo, no vio a nadie por las calles del pueblo.

En cuanto el taxista detuvo el coche, le pagó, dándole una propina que compensaba haberle mentido. Tras ello bajó del coche diciéndole adiós con la mano. Sacó su equipaje del maletero y lo dejó en el suelo, sin perder de vista la enorme casa que se erguía frente a ella. Tenía al menos tres plantas de techos altos, con grandes ventanas y persianas antiguas, oscuras y bien cuidadas. Colindaba con otras casas mucho más pequeñas y viejas que se notaba que habían tenido un peor mantenimiento a lo largo de los años. Le había costado que la propietaria aceptara su reserva porque decía que en invierno nadie quería pisar aquel pueblo y que solo admitía viajeros en verano, que era cuando se hacían las rutas por las montañas y lagos. Rachel había doblado el pago sin resultado, después lo triplicó, suplicándole que la acogiera, y la propietaria, con la que se escribía por email, le había respondido con un sencillo «De acuerdo».

La puerta de la casa se abrió y de ella salió una señora bajita, con el pelo gris y mechones amarillentos sobresaliendo de un moño alto que mostraban que no se cuidaba mucho aquella cabellera cana. Iba vestida de colores marrones y verdes y caminaba despacio, agarrándose los riñones, como si cada paso fuera un esfuerzo por sí mismo. Los mails que había recibido estaban firmados con el nombre de Olimpia, así que Rachel se adelantó y le tendió la mano.

—Señora Olimpia, soy Rachel Jones, su inquilina durante los siguientes casi sesenta días.

La señora miró la mano, después a Rachel y fijó la vista en su camiseta, intentando averiguar de qué trataba aquel dibujo.

—Entiendo la confusión, joven, pero yo no soy Olimpia. Ella la espera dentro, en el patio que hay justo después del salón, la cocina y el baño de abajo. Pase, pase —le dijo, apremiándola a entrar—. Está ocupándose de Furia. —La señora sonrió y señaló la camiseta—. Me encanta la flor. Es muy original. Pásese un día por casa a ver mis pensamientos, que están preciosos en esta época.

La señora continuó caminando calle arriba a paso lento, dejando la puerta abierta para que la recién llegada entrara. Rachel suspiró y no quiso pararse a pensar en su última frase. Miró el timbre, en el lado derecho del portón, y después la oscuridad del interior de la casa. Agarró su equipaje y se dispuso a entrar.

—Muy bien —dijo para ella misma—. Supongo que así es como lo hacen por aquí, sin llamar ni nada.

No se había parado a meditar demasiado en la propietaria de la casa, la señora Olimpia. Se preguntó si sería una mujer del estilo de la que acababa de encontrarse, pero lo descartó en su cabeza. Tal vez estaba aventurándose demasiado habiendo intercambiado solo cuatro correos con ella, pero la ortografía y la sintaxis de la tal Olimpia eran impecables, así que se la imaginó como una de esas ancianas sabias que desprenden conocimiento haciendo solamente ruiditos guturales, de las que leen thrillers de los buenos, de los de antes, y que ven en bucle películas en blanco y negro mientras tejen bufandas para sus vecinas. Rachel inventaba a las personas antes de conocerlas; una costumbre que la conducía directa a la decepción después de ver la realidad. Así que la escritora pensó que era posible que Olimpia tuviese un buen corrector de texto en su ordenador y que fuese una señora de pueblo normal y corriente, como la que acababa de salir por la puerta unos segundos antes.

El salón era grande, como el de las casas antiguas de pueblo de las películas. El techo era muy alto y lo cruzaban grandes vigas de madera, como en la casa de la abuela de Sara, su amiga de la infancia. En el fondo del salón, una mesa de madera rectangular hacía los honores, y en lo alto había un cuadro de un militar a caballo con cara de haber librado una gran batalla los minutos previos al posado. Sabía que era cosa de familia, pero no le iba mucho el rollo militar, y su madre le había inculcado toda la vida un miedo irracional a la policía, así que aún luchaba por vencer los demonios de su infancia y solía pararse a hablar con cualquier policía que se encontraba. E incluso había salido con una chica de la urbana, pero aquella mujer tenía demasiados novios. En realidad, solía pararse a hablar con casi todo el mundo: ancianos que esperaban el autobús, señores que compraban el pan en el café del barrio, enfermeras que fumaban en la calle en su hora de descanso, comerciales que la paraban para venderle una suscripción por la calle o compañeros de asiento en el tren. No lo hacía por amabilidad y ni siquiera se consideraba especialmente simpática. Lo hacía por puro interés. Apuntaba en su mente las conversaciones y después las pasaba a sus libretas, de manera compulsiva, creando nuevos personajes, copiando diálogos, inspirándole nuevas historias.

Alrededor de la mesa del salón, los agujeros vacíos de las paredes denotaban que había habido en ellas otros adornos pero que los habían quitado sin molestarse en pintar para ocultarlo. Rachel atravesó el salón y llegó a la cocina, una sala sin puerta aún más grande que el comedor con una chimenea en una de las esquinas, y dejó su maleta pegada a la pared para no cargar con ella por toda la casa. Caminó por el pasillo y encontró la entrada del baño a la derecha y al fondo el patio, vislumbrándolo a través de una puerta de cristal.

Se asomó para ver el exterior y entendió a qué se había referido la mujer de pelo cano de la entrada: en el patio, de cuclillas, una mujer enteramente vestida de negro lavaba a un perro oscuro y enorme. Rachel no podía distinguir su cara desde su posición, ya que solo la veía de perfil, pero se sorprendió al ver que aquella mujer, su anfitriona, debía ser de su misma edad o incluso más joven. Tenía el pelo rubio ceniza y lo llevaba recogido en una especie de moño bajo. Enjabonaba el lomo del perro cuando este se sacudió y salpicó a su dueña, que rio suavemente y le pidió que parara con una voz muy sedosa. Entonces, la mujer se giró hacia la puerta y vio a Rachel mirándola de forma fija. La recién llegada quiso desaparecer por un segundo, pero intentó disimular su espionaje momentáneo saludándola con la mano. La propietaria de la casa se puso de pie, se limpió el jabón con una toalla y caminó hasta la puerta. Según iba acercándose, Rachel le quitaba años, y había llegado a la conclusión de que aquella chica apenas llegaba a los treinta, y si los tenía, usaba las mejores cremas faciales del mercado.

—¿Rachel Jones? —le preguntó la muchacha al llegar a la puerta. Su voz era suave pero firme. Rachel asintió sin decir nada, aún embelesada con la cara de proporciones perfectas, digna de las antiguas esculturas griegas de musas, de la propietaria—. Estaba esperándote —añadió—. Perdona que no te dé la mano, pero las tengo sucias...

—Si estaban llenas de jabón, están limpias —la interrumpió Rachel, tendiéndole una de las suyas, divertida con su propio sentido del humor.

Olimpia levantó las cejas suavemente, pero le apretó la mano sin pensárselo.

—Te enseñaré tu habitación —le dijo, dirigiéndose a la casa—. A no ser que prefieras comer algo primero. Puedo hacerte un sándwich.

Rachel negó con la cabeza y Olimpia retomó el camino sin insistir. La escritora la siguió hasta la cocina, donde la propietaria del hostal cogió su maleta sin tan siquiera preguntar primero, como si no hubiera dudas de que aquel era su trabajo. Agarró una llave de un cajón y cruzó el salón camino a la escalera de piedra que subía al piso superior. La planta de arriba tenía varias habitaciones, pero Olimpia caminó hasta el fondo del pasillo para abrir la última puerta.

—Esta es la mejor habitación de la casa. Tiene su propio baño con bañera y el armario más grande, de pared a pared. También tiene un escritorio, como pediste. —Olimpia abrió la puerta para mostrarle la estancia, dejó la maleta en el suelo y se apartó a un lado—. Te daré una copia de las llaves de la puerta de la entrada en un rato. Voy a hacer la cena, por si tienes hambre más tarde. Estaré en la cocina si me necesitas.

—Gracias.

—Pídeme cualquier cosa que te haga falta —añadió.

Rachel la miró sin decir nada, dedicándole su mejor sonrisa, y Olimpia se marchó escaleras abajo, dejándola sola en el piso superior. La habitación era más grande de lo que esperaba y se sintió a gusto en ella desde el primer momento, como si estuviera en su propio cuarto, en su propia cama. Pero estaba inquieta; quería bajar a comer y que Olimpia le explicara qué podía hacer en aquel pueblo; quería salir a caminar por las montañas antes de que estuviera demasiado nevado para pasear; quería darse un baño caliente y leer algún libro. Pero en ningún caso tenía ganas de escribir. Al menos, de momento. Así que sacó la ropa de la maleta, colocó su ordenador portátil en el escritorio y, justo al lado en una pila, los tres libros que se había llevado para aquel viaje. Esperaba no acabárselos demasiado pronto, ya que en aquel lugar no había conexión a Internet más que en el ayuntamiento y en la escuela, y no había visto la televisión nunca en su vida. Por si fuera poco, la red de su teléfono móvil iba y venía, así que estaba totalmente desconectada. La última semana se había roto la pantalla de su iPhone nuevo, por lo que había cogido un móvil antiguo de una de las cajas de mudanza que tenía en el altillo; un teléfono viejo y sin almacenaje en el que no podía descargarse aplicaciones. Pensó que era mejor no tener acceso a nada y poder descansar, pero seguía sacando su móvil del bolsillo cada poco, dándose cuenta de su adicción a estar conectada, de lo mucho que añoraba Twitter y de las ganas que tenía de subir fotos de las calles o de la comida a su Instagram.

Se dio una ducha rápida y se cambió de ropa, poniéndose una nueva camiseta mucho más sencilla, y bajó al salón después de dejar el teléfono en uno de los cajones, dispuesta a desengancharse de esa nueva extremidad adquirida en los últimos años. Había viajado hasta aquel pueblo para centrarse en sus novelas y desconectar de su vida, así que no necesitaba estar comunicada.

Olimpia estaba en la cocina, concentrada en darle vueltas a una masa pegajosa con las manos. No se dio cuenta de que Rachel estaba allí hasta que la recién llegada carraspeó.

—Siéntate, Rachel. Estoy preparando pan casero para la cena.

Rachel se encogió de hombros.

—No como pan. Ni cereales. Nada con gluten.

Olimpia arqueó las cejas mientras la miraba, pero siguió amasando el pan con garbo. Se notaba que lo hacía a menudo.

—¿Eres alérgica?

—No. Simplemente llevo una dieta exenta de gluten.

—¿Por qué motivo?

—Elección personal.

La propietaria de la casa negó con la cabeza y rio suavemente mientras le añadía harina al pan.

—Qué cosas... —dijo, sin que fuera apenas audible para Rachel.

La recién llegada entendió que su arrendadora se quejaba de ella, pero no supo qué decía. Pensó que si le presentara a su nutricionista, le explicaría unas cuantas cosas sobre aquella masa que tenía entre las manos, pero se dio cuenta de que, si pudiera haber vuelto atrás, Rachel habría preferido no saberlas.

—¿Tienes arroz? De eso sí como.

Olimpia asintió.

—¿Te gusta con conejo?

—Me gusta más el pescado.

—Hay poco de eso por aquí. Congelado, obviamente.

—Obviamente...

—De acuerdo. Si hago arroz estos días, será de pescado. ¿O lo prefieres solo de verduras?

Rachel se levantó de su silla antigua de madera y el rugoso asiento de enea se le enganchó en el pantalón unos segundos.

—No tienes que hacerme la comida.

Olimpia cogió la masa de pan con las dos manos mientras Rachel se acercaba hasta la mesa, la metió en un plato hondo y la tapó con un trapo. La escritora la miró durante todo el proceso, y después de que la anfitriona se limpiara las manos en el fregadero, le acercó un colorido trapo que colgaba de un gancho.

—Contrataste pensión completa. Además, cocinar me relaja.

—Si te soy sincera, a mí cocinar me pone de los nervios.

Olimpia apoyó las manos en su cadera, adornada con un cinturón negro.

—Eso es porque siempre vas con prisas.

—Normalmente sí. Compro lasaña preparada y ensalada de bolsa. Le pongo cuatro olivas, atún y para dentro.

La casera rio suavemente mientras negaba con la cabeza, aunque Rachel no supo si reía de lo que había dicho o se burlaba de ella.

—¿Te apetece que haga café? Tengo unas magdalenas caseras de la vecina en la despensa. ¿O de eso tampoco comes? El gluten, ¿no?

Rachel se lo pensó unos segundos. Las magdalenas eran uno de esos alimentos que su nutricionista le tenía prohibidos, que estaban en la lista de lo que te mata a la larga: mucho azúcar, mucha harina, mucho glutamato y muchos componentes que empiezan por E, por no hablar de que también tenían gluten. Aunque estas eran caseras y su nutricionista no tenía por qué enterarse.

—Podría hacer una excepción. Una nada más, o saldré de aquí rodando cuesta abajo —le dijo Rachel soltando un soplido.

—¿Es un sí?

—Claro.

Olimpia abrió uno de los armarios y sacó una cafetera italiana de color plateado. La desenroscó con facilidad, la llenó de agua del grifo y buscó el café molido en una pequeña despensa cubierta con una fina cortina de colores, rellenó el filtro, volvió a juntar las distintas partes de la cafetera y la puso al fuego.

—Siéntate, Rachel —le ordenó sin brusquedad.

Rachel obedeció a la chica sin dudarlo. Se sentó en la silla de la que se había levantado unos minutos atrás y esperó a que Olimpia colocara las magdalenas en una bandeja dorada de ribetes azul oscuro y las sirviera en la mesa. Añadió un azucarero blanco, leche, dos cucharillas, unas preciosas tazas a conjunto con la bandeja y un tarro de cristal lleno de pequeñas onzas de chocolate negro.

—El chocolate lo hacen aquí en la panadería —le explicó.

Olimpia se había peinado diferente en el rato que Rachel había estado en su habitación. Llevaba una cola estudiadamente despeinada, con el fino pelo rubio natural ondeando con el movimiento de sus pasos por la cocina; a izquierda y derecha y a izquierda de nuevo. Llevaba un mechón suelto que le caía en la frente de vez en cuando y ella peinaba detrás de la oreja, una y otra vez. Su piel era clara y estaba plagada de pecas en todos los lugares visibles. Se repartían en sus mejillas, en su nariz y en la parte baja de su frente; recorrían su cuello, abriéndose paso por los hombros, cubiertos por la manga negra que tapaba su piel, hasta salir de nuevo por los brazos, de un tono más oscuro que el resto del cuerpo; incluso llegaban a sus delicadas manos de dedos largos y finos. Llevaba las uñas cortas pero cuidadas, y Rachel pensó que sus manos parecían suaves.

Se mantuvieron en silencio hasta que el café estuvo listo y Olimpia lo sirvió y se sentó en la mesa.

—¿Cómo es la vida en la ciudad? —le preguntó, apoyando los brazos en la mesa.

—¿La vida en la ciudad o mi vida en la ciudad?

—¿Hay diferencia?

Rachel rio.

—Un poco, la verdad.

—¿En qué?

«No sabe quién soy», pensó.

La chica de ciudad se quedó pensativa y por su mente pasó la idea de decirle que ella no podía ir por el centro de Barcelona así como así ni subirse en un metro sin que al menos diez personas la pararan para saludarla, decirle qué opinaban del destino de sus personajes o hacerse una foto con ella. Puede que Olimpia la hubiera buscado en Internet y ya supiera todo eso. Pensó que tal vez estaba preguntándoselo para que se lo contara ella misma.

—Realmente en nada —le dijo al fin—. Prisas, comida india a las tres de la mañana y domingos de tapeo.

Olimpia sonrió, pero enseguida volvió a su expresión neutral de siempre.

—Te aburrirás aquí, en este pueblo perdido entre dos montañas. Sin tecnología, casi sin Internet, viendo las mismas caras todos los días.

—¿Tú te aburres?

—A veces —le respondió.

—¿Y por qué vives aquí?

La anfitriona se encogió de hombros.

—Para mí está bien. Nací en este lugar. Me gusta la tranquilidad, salir a pasear por la naturaleza cuando está amaneciendo en primavera y ya no hace tanto frío, escuchar las aves nocturnas desde la ventana de mi habitación en verano, los resoplidos de la señora Gilda cuando no quedan caquis. Ese tipo de cosas me dan paz.

—¿Los resoplidos te dan paz?

Rachel sonrió mientras lo decía.

—Así los demás me parecen humanos.

Rachel, que no esperaba aquella respuesta, no supo qué decir y se quedó en silencio. Olimpia miró su café, evitando los ojos de ella, y seguidamente se levantó de la silla, como si acabara de recordar una cita de repente.

—Tengo que darle de comer a Furia. Odia que la bañen, así que voy a mimarla un poco.

Olimpia salió por la puerta de la cocina, con su pantalón negro ancho ondeando tras ella y dejando atrás el leve aroma de su perfume, que era una mezcla de jazmín y fresa, fresco y natural. Rachel recibió aquel olor aleteando la nariz, aspirándolo fuerte. Le recordaba a otro aroma que hacía tiempo que no olía: el de Giselle. Pero no quería pensar en ella, ni en París, ni en su agitada vida de ciudad. Había viajado hasta aquel pueblo perdido para escribir, pero también para encontrarse a sí misma y ser la auténtica Rachel, sin filtros.

Se sirvió otra taza de café, sacó su libreta de notas, que siempre llevaba encima, y apuntó que había comido magdalenas de arándanos. Nunca se lo diría a su nutricionista, su profesora de yoga la mataría cuando se enterase de que no pensaba practicar en todo el invierno y su psicóloga se quedaría sin palabras si le decía que estaba saltándose su estricta rutina. Sin embargo, no podía rechazar el descanso ni la comida casera. Y de hecho, si Olimpia insistía, probaría también el pan. Y la pasta, y los pasteles, y todo lo que ella quisiera darle.

Cenaron casi sin hablar, con una música de fondo que a Rachel la hacía rememorar las películas de amor que pretenden ser elegantes pero que no lo son. Y se limitó a observar a Olimpia, concentrada en su caldo de verduras y en su tortilla francesa, masticando con lentitud mientras bebía de vez en cuando un vino tinto a pequeños sorbos.

Rachel se bebió su copa de golpe y Olimpia sonrió de forma leve, pero no dijo nada. La anfitriona tenía las proporciones perfectas de las antiguas esculturas griegas y hablaba exactamente lo mismo. La escritora se preguntó si habría dicho algo en su conversación anterior que hiciera que estuviera tan callada, pero no tenía la confianza suficiente para preguntárselo. Tampoco se sentía incómoda con el silencio, pese a que quería hacer muchas preguntas sobre aquel lugar o la vida de su casera. Quería averiguar por qué llevaba ropa oscura, por qué no tenía casi cuadros en las paredes a excepción del de la entrada o por qué era tan servicial. Sin embargo, Olimpia no parecía dispuesta a abrirse a su nueva inquilina, al menos por el momento.

Cuando subió a su habitación para irse a dormir, se sentía relajada. Había bebido más de tres copas de vino, aunque no recordaba cuántas, y no era consciente del frío que hacía en realidad. Aun así, se metió debajo del edredón y de las mantas como si estuviera congelada. El nombre de Giselle volvió a cruzar su cabeza e intentó borrarlo sin más, imaginando una goma gigante de borrar de color blanco, suave y esponjosa, haciendo así desaparecer una por una las letras del nombre. Trató de concentrarse en los sonidos del exterior, como solía hacer en su ático de Barcelona, pero no se escuchaba ninguno. Sentía el silencio, a través de la ventana, clavándose en su mente, y algo dentro de ella le dijo que aquellas semanas iban a hacerse muy largas.

Capítulo 2

 

El chico de la Coca-Cola

 

 

Los golpes en la puerta sonaron por todo el salón. Solo fueron dos, pero la fuerza con la que los dieron hizo que la gruesa madera de la entrada temblara hasta casi producir un sonido propio. Rachel era delicada para el ruido e hizo un gesto de disgusto. Olimpia había salido y ella se había acomodado en la inmensa cocina a leer mientras tomaba café del bueno. Dejó su libro a un lado, un ejemplar de Judith Butler que leía por décima vez y que tenía los márgenes repletos de anotaciones, se levantó de su asiento y caminó hasta la puerta sin prisa por abrir. Olimpia no la había cerrado, como parecía habitual en aquella casa, así que no le hizo falta buscar la llave. Llevaba pocos días en aquel pueblo perdido de montaña, pero enseguida había descubierto que entre aquellas veinte calles que lo formaban había más confianza que en la mayoría de familias.

Intentó disimular su cara de sorpresa en cuanto se encontró de frente a un hombre que parecía sacado de un anuncio de colonia de los de la televisión, de los que ponen en bucle en Navidad. Trató de no mirarlo fijamente, pero en un primer vistazo vio que tenía el pelo castaño claro, casi rubio, largo hasta los hombros y una poblada barba. El chico llevaba una carretilla con varias cajas de cartón en las que había nombres de marcas de bebidas, y parecía igual de sorprendido que ella de verla allí de pie en silencio.

—¿Está Olimpia? —le preguntó él dudoso.

—Ha salido.

—¿Volverá?

—Supongo...

El chico tenía un ligero acento extranjero. Rachel aprovechó para fijarse en su cara. Sus ojos eran verdes, y su mirada, intensa. Tenía el pelo revuelto y le caía hacia la cara sin control. En su barba había alguna que otra cana sobresaliendo entre los densos pelos rubios. Su cuerpo era fuerte y atlético, e iba en manga corta pese al frío que hacía.

—¿Y tú eres...?

—Amery —le contestó él, alargando la mano—. Amery Walsh.

—Rachel —se presentó ella a la vez que le devolvía el saludo—. Rachel Jones. Me hospedaré aquí durante el invierno.

—No sabía que Olimpia aceptaba huéspedes en esta época del año —comentó él, muy serio.

—Creo que soy la única que hay.

—El invierno es para descansar.

—¿Qué necesitas? —le preguntó Rachel, sin entender qué quería aquel chico.

Amery señaló las cajas.

—He traído las bebidas: limonada, zumo, mayoritariamente Coca-Cola. Suelo ayudar a Olimpia de vez en cuando con el hostal —le explicó.

Rachel abrió la puerta de par en par. Recordó el spot de Coca-Cola de los años noventa, con el tío cachas bebiendo un refresco y haciendo suspirar a las chicas de la oficina al ritmo de I Just Want to Make Love to You.

—Adelante. Como si estuvieras en tu casa —lo invitó a pasar.