Secretos del pasado - Laura Pallarés - E-Book

Secretos del pasado E-Book

Laura Pallarés

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Beschreibung

Un secreto puede cambiarlo todo... Amaya está dispuesta a luchar para ser feliz en Valle de Robles, su pueblo natal, después del inesperado desenlace de la desaparición de Sara, su mejor amiga de la infancia. Pero nada es tan sencillo como parece. Amaya descubrirá un extraño pago encubierto de su antigua jefa, Teresa, y tirará del hilo hasta dar con un terrible secreto que cambiará su vida. Con nuevos aliados a su lado, desenterrará antiguas leyendas del pueblo, misterios de otros tiempos, y encontrará los secretos del pasado, más presente que nunca, en cada rincón de su camino. ¿Qué más esconde Valle de Robles? La trama gira ciento ochenta grados y pondrá sobre la mesa una verdad ineludible: la historia no es como nos la han contado hasta el momento.

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Secretos del pasado

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© De la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Foto realizada por Laia Sánchez

© Laura Pallarés 2022

© Editorial LxL 2022

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: abril 2022

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-71-4

Secretos del

pasado

Valle de robles vol.2

Laura Pallarés

No fue el dolor, sino la falta de lealtad lo que paralizó a Peter Pan.

Peter Pan, James Matthew Barrie

índice

Agradecimientos

Capítulo 1

Una nueva vida

Capítulo 2

La entrevista

Capítulo 3

Trabajo en equipo

Capítulo 4

Lugar desconocido

Capítulo 5

Sara

Capítulo 6

La invitada

Capítulo 7

Los túneles

Capítulo 8

El cuerpo

Capítulo 9

La casa

Capítulo 10

La huida

Capítulo 11

El armario

Capítulo 12

Frentes abiertos

Capítulo 13

Sergio García

Capítulo 14

Cuartel general

Capítulo 15

Amigos y enemigos

Capítulo 16

Documentos

Capítulo 17

Interrogatorio

Capítulo 18

La confesión

Capítulo 19

El negocio

Capítulo 20

Culpables

Capítulo 21

Reconstrucción

Capítulo 22

El final del camino

Capítulo 23

Familia

Capítulo 24

Atrapada en el Valle

Continuará...

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

Agradecimientos

A mis padres y a mi hermana, por su apoyo. Sois los mejores.

A Al, por vivir mis logros más que yo misma.

A Judith, Silvia, Víctor, Laia y Azahara, por estar ahí siempre.

A mi editora, Angie, que es una crac y hace que cada libro sea una aventura.

A todos los que me leéis, porque hacéis esto posible.

A Tom y Mimi, amores de mi vida.

Millones de gracias.

Capítulo 1

Una nueva vida

Amaya garabateaba los márgenes de su libreta de apuntes sin cesar. Estaba nerviosa. Llevaba semanas estudiando cómo hacer entrevistas de trabajo, qué debía preguntar, qué decían los gestos del entrevistado, dónde debía poner las manos o si tenía que sonreír mucho o poco, y el resultado era un caos mental que empezaba entre las ilegibles notas de su cuaderno. Se había pasado una tarde entera leyendo artículos online en blogs desconocidos sobre pruebas de personalidad y capacitación, y había acabado haciendo un test de trescientas preguntas sobre qué tipo de persona era, para descubrir que, sorprendentemente, era un pelín obsesiva con la perfección y tenía inclinaciones artísticas. También le había salido, irónicamente, que su trabajo ideal era en una redacción o una editorial.

Hacía aproximadamente un mes que se había mudado de nuevo a Valle de Robles, y desde entonces había invertido su tiempo en restructurar su vida y su futuro; al menos en las horas de sol, ya que las noches las tenía ocupadas con asuntos menos pesados y más satisfactorios.

Teresa, la difunta directora del periódico del pueblo y tía de Amaya, le había dejado toda su fortuna, con casa y negocio incluidos. Y, por si no fuera suficiente, la había acompañado de un pasado y un apellido. Amaya no quería vivir en casa de Teresa porque era el lugar donde se la había encontrado muerta meses atrás, así que lo primero que había hecho había sido ponerla a la venta por mucho menos valor del que le habían aconsejado. Era una casa repleta de fantasmas del pasado y no quería pasar tiempo allí. Después, recopiló todos los papeles y le llevó las cuentas heredadas a un gestor para que la asesorara. Y, por último, había decidido reabrir el Diario del Valle. Su padre le aconsejó que no lo hiciera, pero ella sentía que aquel diario no podía terminar sin más. Había formado parte del pueblo durante generaciones y no iba a dejarlo morir.

El último punto era el más conflictivo de todos porque, desde la muerte de Teresa, el diario no había vuelto a ver la luz y la mitad del antiguo personal tenía nuevos trabajos o se había ido de vacaciones sin fecha de retorno, como en el caso de Diego. El informático del diario se había marchado de viaje a Ámsterdam y, según sus propias palabras, no tenía intención de volver nunca. Amaya sospechaba que Diego llevaba media vida enamorado de Teresa y que la muerte de esta lo había afectado tanto que no podía seguir viviendo en un lugar que le recordara a ella. Del resto de la plantilla, solo quería volver a su antiguo trabajo María, la jefa de Redacción, así que Amaya tenía que contratar a un informático, a un diseñador y a varios periodistas para que formaran parte del nuevo diario. Al menos para poder empezar.

El padre de Amaya había insistido mucho en que vendiera el diario junto con la casa, cogiera el dinero y se dedicara a dibujar, que era lo que siempre había querido. Amaya había estado tentada de hacerlo, pero había algo, una especie de hilo invisible que la ataba a aquel lugar; y no solo al Valle, sino también al diario e, inevitablemente, a Teresa Robles.

Cerró su libreta de golpe, la cogió con una mano para apartarla y al levantarla cayó un papel blanco perfectamente doblado. No recordaba haber guardado ninguna nota entre sus páginas de apuntes. Abrió el papel, lo leyó y soltó una risita: era de Bruno. Aquella mañana, Amaya había salido de casa del chico a toda prisa, con los zapatos en una mano y el bolso en la otra. Bruno había corrido tras ella para darle su libreta, que se había dejado encima de la mesa del salón, y lo había acompañado de un beso de despedida y palabras de ánimo. La nota era corta y tenía la esencia de Bruno: «Tú puedes, Ami. Saca a la señora directora que hay en ti». Era de Bruno, no del señorito Rey del Valle, sino del nuevo Bruno; el que Sara decía que existía, pero ella nunca había visto hasta que volvió al pueblo. Amaya guardó de nuevo la nota entre las páginas, dejó la libreta a un lado y se dejó caer en la ancha silla de piel del escritorio.

No sabía cómo debía sentirse al mando del diario que había heredado, pero tenía claro que no quería seguir los pasos de Teresa. Su antigua jefa era buena en su trabajo, manejaba mucha información y sabía usar sus contactos, pero a menudo era déspota e injusta con sus trabajadores. Amaya necesitaba formar un grupo de confianza, que trabajara en equipo y fuera fiel a la nueva línea editorial. Buscaba nuevos talentos; no a los mejores ni a los más preparados, sino a los que aportaran la diferencia. Buscaba ilusión, una sonrisa, buen ambiente, pero no sabía qué debía elegir o cómo iba a distinguir lo que buscaba con una simple entrevista.

Bruno se había ofrecido a ayudarla porque él era el jefe de su negocio, por lo que estaba acostumbrado a contratar personal para su hotel y sabía qué buscaba en las personas que entrevistaba, pero Amaya había rechazado la oferta. «No necesito que me salves el culo siempre —le había dicho ella—. ¿Quién va a dejarse mandar por alguien que no es capaz de hacer sus propias entrevistas?». Y él había reído dándole la razón. Le había dicho que confiara en su instinto, ya que solo de aquel modo sabría a quién debía contratar, y que, sobre todo, se quedara con gente que le pareciera interesante, puesto que iba a tener que verlos todos los días durante muchos años. A Amaya le había sonado demasiado místico para tratarse de Bruno, pero lo había guardado en un rincón de su mente, por si necesitaba hacer uso de aquel consejo.

Aquel era EL DÍA, con mayúsculas. El día de las entrevistas, el día de las decisiones, el día en el que pasaría de ser Amaya Santos a ser la directora y editora del Diario del Valle y la Revista Robles. Se había puesto un traje de chaqueta informal de color gris que había comprado la semana anterior para la ocasión y lo había conjuntado con una camisa blanca con dibujos de letras. «¿Es muy friki? ¿Parezco una enciclopedia?», le había preguntado a Bruno aquella mañana. Él le había dicho que estaba preciosa y que, si no se marchaba en los siguientes minutos, el traje iba a acabar arrugado en el suelo del salón. Amaya sonrió recordando la escena, sin dejar de dibujar en los márgenes del cuaderno.

Vagaba en su mundo cuando unos golpes en la puerta resonaron por toda la estancia, serpenteando por las mesas vacías hasta llegar al despacho de la directora. Amaya se levantó de golpe, dejó su libreta en la mesa, se alisó las arrugas del traje y salió de su despacho para abrir la puerta. Durante aquella mañana tenía previsto entrevistar a varios candidatos que había seleccionado de los cientos de currículos que había recibido en la última semana, desde que publicó la oferta en el portal de empleo del Ayuntamiento de Valle de Robles. Había quedado con la primera candidata a las nueve de la mañana, pero aún eran menos cuarto, por lo que llegaba pronto.

La nueva directora se colocó bien el pelo y cogió aire antes de abrir la puerta. Se irguió y preparó la mejor de sus sonrisas para recibir a la candidata. «Sé natural. Se llama Susana, así que saluda y llámala por su nombre», se dijo a sí misma, porque sabía que era un truco que siempre surtía efecto. Amaya giró el pomo, abrió la puerta y se topó con la figura desgarbada de Dan, su amigo de la infancia, que reía mientras la miraba de los pies a la cabeza.

—Señora Santos —dijo Dan con formalidad, entre risas.

—No te burles —lo recriminó ella.

—Perdona, Ami, es que nunca te había visto en plan Teresa junior. Lo siento. ¿Puedo pasar?

—He quedado dentro de quince minutos para entrevistar a mi primera posible futura empleada, así que sé breve —le contestó, apartándose de la puerta para dejarle paso.

Dan entró en la oficina y Amaya cerró. El chico llevaba un jersey azul muy fino con capucha y unos tejanos oscuros. De uno de los lados de su cuerpo colgaba una mochila bandolera que parecía pesar bastante.

—Vengo a ofrecerte mis servicios como informático. Bruno me ha dicho que buscas personal de confianza —le explicó Dan.

Amaya levantó las cejas, sorprendida por el ofrecimiento. Por lo que ella sabía, Dan ya tenía un trabajo y le pagaban bien. Al menos, era lo que le había dicho Didi, la novia de Dan y amiga de la infancia de ambos, la última vez que habían cenado juntas aquel mes. Según su amiga, Dan trabajaba para una empresa grande en la que tenía un horario de oficina y cobraba más que la media.

—No lo entiendo —dijo Amaya—. Tenía entendido que...

—No me gusta mi trabajo —la interrumpió Dan.

—Yo no puedo pagarte un sueldo muy alto ni darte cheques de esos de comida.

—Me da igual.

—Y trabajarás algunos días hasta tarde.

—Lo sé, pero necesito hacer algo diferente. Quiero ayudarte, por supuesto, pero también quiero escribir artículos e investigar casos para la revista. Así que mi ofrecimiento tiene un punto egoísta, te lo aseguro. Tus ordenadores estarán siempre al día, pero tendrás que dejarme escribir algunas cosas, salir a hacer trabajo de campo, meterme en algún berenjenal de vez en cuando. Cuando era pequeño, me encantaba jugar a detectives con Eric, aunque, para mi desgracia, siempre tenía que ser Watson.

—Me gusta Watson —dijo ella.

—Sí, vale. ¿Más que Sherlock?

Amaya sopesó las palabras de Dan y se cruzó de brazos, pensativa. Podía entender que Dan quisiera cambiar de trabajo, pero ¿le interesaba a ella tenerlo en la redacción?, ¿se sentiría cómoda diciéndole lo que debía hacer? Y lo más importante de todo: ¿Podía confiar en él?

Dan, que vio las dudas reflejadas en la cara de su amiga, señaló su mochila.

—Sé que te he pedido perdón mil veces por robar el diario de Sara, pero te lo pido mil una. Además, he traído mi ordenador para demostrarte que soy buen informático. Incluso mejor que Diego. Verás lo que hace un estudioso contra un amateur.

Amaya rio.

—Me creo que seas bueno y yo no tengo ni idea de informática, pero Diego estaba a un nivel de espionaje superior al resto del mundo.

—Ya, bueno —continuó Dan sin perder la sonrisa—. Ponme a prueba.

Amaya, que aún tenía los brazos cruzados en el pecho, los descruzó, relajándose de nuevo.

—¿Me dejas un día para pensármelo?

—Los que necesite, directora Santos.

Amaya le golpeó el hombro con cariño.

—Si vuelves a llamarme así, te juro que no te contrato.

—Lo siento —añadió rápidamente.

—Vale. Venga, vete —lo apremió—. Que tengo mucho trabajo hoy.

Dan le dedicó un saludo militar, se dio la vuelta y desapareció por la puerta a paso rápido.

«Por si no lo tenía suficientemente difícil ya», pensó Amaya. Sabía que Dan era muy bueno en su trabajo, y si no podía contar con Diego para aquel cometido, su amigo de la infancia era la mejor opción. Aun así, quería consultarlo con la almohada antes de tomar una decisión. Dan había sido clave en la investigación sobre la familia Robles, tanto que, gracias a su trabajo, habían descubierto la identidad de la mujer muerta en la cabaña cuando eran adolescentes. Pero Dan también había jugado a dos bandas, robando el diario de Sara y enviando amenazas falsas. Ella sabía que a él le gustaban las historias de detectives y que, si no se hubiera dedicado a la informática, probablemente habría estudiado Periodismo. Así que Amaya no sabía qué debía hacer.

Unos suaves golpes en la puerta volvieron a avisarla de que tenía visita. Aquella vez abrió sin coger aire y se encontró con la chica que había citado a las nueve. La muchacha tenía veintidós años y acababa de licenciarse en Diseño, le encantaba dibujar cómics y le había mandado sus dibujos junto a un original currículo. Amaya se había visto reflejada en aquella chica y había querido conocerla. En menos de diez minutos supo que iba a contratarla, y media hora después se despedía de ella en la puerta para recibir a su siguiente cita. Durante aquella mañana, entrevistó a dos candidatos más a diseñador, a cuatro periodistas noveles y a un informático. Había quedado con otro candidato al puesto de informático, pero no se había presentado a la cita y no la había avisado, así que lo descartó sin más.

A la hora de comer, Amaya estaba hambrienta y exhausta, y pese a que había entrevistado a ocho personas, solo tenía claro que quería en su equipo a dos de ellas. Apoyó la cabeza sobre la mesa, con la mejilla encima de la fría madera, e intentó no pensar en que debía volver a mirarse los cientos de currículos recibidos por correo. Después de entrevistar al informático, un tipo gótico muy extraño que le había preguntado por el asesinato de Teresa sin cortarse ni un pelo, había decidido contratar a Dan, pero no pensaba decírselo hasta el día siguiente. Susana, la primera diseñadora a la que había entrevistado, era una de sus elegidas. Mayte, la otra seleccionada, era una periodista especializada en sucesos y sociedad que había trabajado en tres páginas webs diferentes de la comarca. Así que solo le faltaba encontrar otro miembro más para la redacción, pero se le estaba haciendo un mundo.

La puerta del despacho se abrió sin que nadie llamara y detrás de un montículo de cajas de comida preparada apareció Bruno.

—Jolín, Bruno —dijo Amaya, sobresaltándose—. ¿No sabes llamar a la puerta?

—Gracias por traer la comida, Bruno. Es toooodo un detalle —se burló él, con una media sonrisa—. ¿Es del bar de Lola? Claro que sí. ¿Los huevos rotos con jamón? ¡Mis favoritos! —exclamó, haciendo teatro.

Amaya rio mientras se levantaba de la mesa.

—Gracias —le dijo, acercándose a él para ayudar con las bolsas.

Bruno dejó dos cajas sobre la mesa de madera y Amaya soltó las bolsas de papel que le había cogido de encima de las cajas.

—¿Qué tal ha ido la búsqueda de personal? —quiso saber Bruno.

Amaya resopló mientras se encogía de hombros.

—Regular. Pensaba que entre los nueve candidatos tendría a todo el personal, pero aún tengo que encontrar a una persona más para la redacción y así poder empezar a perfilar lo demás: formaciones, ideas, nuevo diseño, etcétera.

—¿Ha venido Dan?

Amaya lo miró, entornando los ojos. Dan le había dicho que había hablado con Bruno y ella se había imaginado aquella charla como algo informal entre amigos, pero, después de la pregunta de Bruno, supo que había algo más.

—Sí.

—Contrátalo. Te prometo que no encontrarás a nadie mejor.

—Me lo pensaré —le contestó ella, sin querer reconocer que ya había decidido contratarlo.

—Pues no te lo pienses tanto.

—Oye, ¿no será que quieres tener un infiltrado en mi redacción y estás pagándole para que espíe mi diario?

Bruno rio con fuerza.

—¿Por qué dices eso?

—No sé, como tienes espías en cada rincón...

—Ami, por favor, piénsalo, ¿para qué iba a querer tener un espía en tu diario si estás tú aquí para contármelo todo?

—Yo no pienso contarte nada, soy una profesional —le aseguró ella divertida.

Bruno apoyó las manos en la cintura mientras hacía una mueca con la boca. Vestía un traje azul marino, con camisa blanca, y Amaya sabía que había estado liado con sus reuniones de trabajo de los lunes durante toda la mañana.

—Sé que ha sido una mañana complicada y que estás acostumbrada a verme la cara cada día, pero esperaba un saludo más nuestro —le dijo él.

Amaya sonrió.

—No sé lo que insinúas —le contestó, sin perder la sonrisa.

—Ah, ¿no? —le preguntó Bruno, dando un paso hacia ella—. ¿Quieres que te dé una pista?

—La necesito, sin duda.

Bruno dio otro paso en dirección a Amaya, la agarró de la cintura, atrayéndola hacia él, y la besó con fuerza. Empezaba a desabrocharle el botón del pantalón cuando ella lo paró.

—No pienso hacerlo aquí.

—Hay que estrenar estos muebles.

—No está bien.

—¿Por qué?

—La puerta está abierta, podría entrar cualquiera.

—Pues que entren.

Bruno le besó el cuello con suavidad y, haciendo un camino de besos, lamió su clavícula a la vez que iba abriéndole la camisa, bajando lentamente hacia su vientre. Amaya lo agarró de la cintura y lo atrajo más hacia ella.

—Siempre consigues lo que quieres —le dijo en un susurro.

Y Bruno sonrió como respuesta.

Amaya y Bruno no habían oficializado su relación. Ni siquiera habían hablado de lo que eran. Desde la vuelta a casa de Amaya, un mes atrás, habían dormido juntos cada noche en el apartamento de Bruno. Amaya volvía por las mañanas a sus quehaceres, poniendo en orden su nueva vida, y él se iba a su despacho para ocuparse de sus negocios. Ella había retomado su amistad con Diana y con Dan. En cambio, Eric seguía de viaje por el mundo, intentando encontrarse a sí mismo. De vez en cuando, Amaya tomaba un café con Saúl y con su padre, recordaban a Sara y a Teresa y ella sentía que una parte de esa vida anterior seguía viva en los recuerdos de ambos. Pero no sabía qué pensar sobre Saúl y no entendía que se hubiese jugado su vida y su reputación para proteger a Teresa en la muerte de su hermana, por mucho que la amara. La tía de Amaya había envenenado a la hermana de Saúl, y él, en vez de sacarlo a la luz, la había ayudado a encubrirlo. Para Amaya, las lealtades del antiguo policía del Valle no tenían sentido e iban más allá de una simple historia de amor adolescente. Sentía que había una parte del pasado que nadie le había contado, pero su padre nunca tenía tiempo para hablar de ello y Amaya había dejado de hacer preguntas. En su rutina diaria, se encontraba con Bruno cada noche para cenar juntos, dormían en el piso que él tenía en su hotel y, al día siguiente, la rueda volvía a girar.

Amaya llevaba una vida muy distinta a la que había esperado tener años atrás, pero se sentía en movimiento, avanzando, buscando su sitio en el Valle, pese a su posición privilegiada y sus nuevas responsabilidades. Intentaba adaptarse a las novedades tal como habían llegado, pero no podía evitar sentir que todo lo que tenía provenía de la mala suerte, de las desgracias ajenas y de la muerte de su propia familia. Pese a todo, quería empezar esa nueva vida de cero y ser la chica que siempre había querido ser; quería ganar dinero y publicar sus cómics; quería ser feliz y compartir aquella felicidad. Por supuesto, tenía claro que quería compartirla con Bruno, pero era demasiado pronto para formalizar su relación, pese a todo lo que habían vivido juntos en los últimos meses.

La americana de Bruno había acabado mucho más arrugada que la de Amaya después de quitársela y tirarla al suelo, así que ella se burló de él cuando intentó alisarla con la mano, sin resultado. Comieron juntos mientras ella le explicaba detalladamente cada una de las entrevistas de la mañana, pero Bruno tuvo que marcharse al hotel con prisas después de una llamada del encargado del turno de tarde. Quedaron en verse aquella noche para cenar, como siempre, y se despidieron sin que él pudiera opinar demasiado sobre la mañana de la chica.

Amaya salió de la oficina minutos después de que Bruno se hubiera ido, en busca de un café cargado. Se enfrentó a la tarde, dispuesta a encontrar la última pieza del puzle, el último candidato para su diario. Se sentó delante del ordenador con el café en la mano, abrió el correo electrónico y vio que tenía tres mensajes nuevos. Uno de ellos era de ofertas de gafas a mitad de precio; otro, de la oficina del ayuntamiento con nuevas solicitudes, y un tercero a nombre de Sergio García, con el título de «Curriculum Vitae». Abrió el correo para leer los documentos adjuntos y ver si encajaba en el puesto. Los leyó dos veces, apuntando en su libreta los puntos fuertes de aquel currículo, y llenó toda una página de notas. «Bingo». Amaya sintió una corazonada, se acordó de Bruno diciéndole que hiciera caso de su instinto y no tuvo dudas. Cogió su teléfono y marcó el número de contacto que constaba en el correo. El tal Sergio era el candidato ideal para su nuevo equipo y quería entrevistarlo lo antes posible. Quedó con él al día siguiente por la mañana, a primera hora, y se marchó de la oficina contenta, pensando que en menos de veinticuatro horas tendría su equipo al completo.

Salió corriendo, cerrando a toda prisa, con la intención de ir a su casa para coger ropa, algunos libros nuevos y saludar a su padre. Había aparcado enfrente del diario, en la plaza reservada para la prensa. Se dirigía a su coche a toda prisa cuando se topó con Eduardo.

—¡Iepa! Cuidadito, niña —le dijo él mientras reía.

Eduardo era el exmarido de Teresa y conocía a Amaya desde que era una niña. Teresa nunca le había hablado de él ni de su historia, pero sabía, por los rumores que corrían por el pueblo, que habían estado casados menos de dos meses. Amaya casi no lo conocía, pero siempre lo había considerado un hombre amable y simpático, aunque solo había hablado con él un par de veces en toda su vida. Era la primera vez que lo veía desde su vuelta al Valle, pero estaba tan risueño y alegre como recordaba.

—Vaya, pero si es la pequeña Ami. ¿Cómo estás? Supongo que muy liada con todo el tema —añadió, señalando la puerta del diario.

—Eh, hola, Eduardo. Sí, la verdad es que sí —le contestó dudosa.

Él la miró durante unos segundos con intensidad y ella desvió la mirada, incómoda.

—Te casas con alguien durante dos meses, piensas que lo sabes todo sobre ella y, ¡zas!, resulta que ni su apellido es real. —Amaya posó los ojos en el rostro de Eduardo para averiguar si estaba de broma o se había puesto trascendental, pero él ya no sonreía—. Nos han jodido bien, ¿eh, niña? Tía secreta muerta, diario en ruinas...

Ella no supo cómo contestar, así que se limitó a ladear la cabeza y apretar los labios. Él solo sonreía, por lo que Amaya habló para romper el silencio incómodo:

—Tengo que irme.

—Sí, claro. Ten esto. —Eduardo dio un paso hacia ella y le ofreció una tarjeta de su empresa con su nombre y su teléfono—. Si tienes problemas y no sabes a quién recurrir, descubres alguna mierda más de la que quieras hablar o te hace falta, no sé, que te echen una mano, llámame. ¿Vale? —Amaya cogió la tarjeta, la miró unos segundos y asintió con la cabeza—. Buonasera, niña.

—Hasta otra. —«Niño», añadió en su mente.

Tardó cinco minutos en encontrar la llave de su coche, se sentó en el asiento y dejó su bolso, su abrigo y sus libretas tirados en el asiento del copiloto. En los pocos minutos que tardó en llegar a casa de su padre, saludó a dos vecinos, a la camarera del bar de la plaza del pueblo y a los hijos de una prima del padre de Didi. Aquel pueblo era muy pequeño, y aunque se había acostumbrado a llamarlo hogar, a veces sentía que se ahogaba entre sus paredes, se quedaba sin aire y quería salir corriendo, como había hecho meses antes. Había días en los que solo quería volver a su minúsculo piso de Lavapiés y pedir ramen a domicilio de su restaurante japonés favorito, pasear por las calles de la ciudad o sentarse en el Prado para mirar cualquiera de sus obras de arte.

Nada más pisar el felpudo de su casa, Hook ladró desde el interior, esperando verla. La recibió entre saltos y lametones y le llenó el traje nuevo de pelos.

—Joder, Hook, con la euforia...

El padre de Amaya salió de la cocina con una cuchara en la mano y un trapo de cocina en la otra.

—Hola —la saludó—. Tranquilo, Jot, es Ami —añadió, mirando al perro—. No sabía si ibas a pasarte por aquí.

—Tendría que haberte avisado. Lo siento —se disculpó.

—No, claro que no. Es tu casa. Vives aquí, ¿no?

Ella lo miró con una sonrisa en los labios.

—¿Es el inicio de un interrogatorio?

Su padre rio sin esconderse.

—¿Vas a cenar y dormir aquí?

—No. Vengo a verte y a coger unas cosas.

—¿Por qué no te mudas? No quiero meterme en tus cosas, pero no has dormido en casa ni un solo día desde que volviste al Valle. El chulito del señor Rey junior no es mi persona favorita, pero supongo que podría sobrellevarlo. Ya me entiendes. Al menos tiene dinero, no sé si me explico.

Amaya se cruzó de brazos.

—No voy a mudarme con Bruno. He puesto en venta la casa de Teresa, y cuando solucione ese tema, buscaré mi propia casa.

—¿Y entonces te irás a vivir con Bruno a tu nueva casa?

—Ay, papá. —Amaya soltó un sonoro suspiro—. Ya está. Game over. —La chica se acercó a su padre y le dio un beso en la mejilla—. Me voy a mi habitación para coger un par de mudas —le dijo mientras se alejaba escaleras arriba.

—Coge el armario también. Pronto lo necesitarás... —susurró él para sí mismo.

Capítulo 2

La entrevista

Amaya se despertó con el sonido de la alarma de Bruno. Él no soportaba los pitidos clásicos de despertador y siempre elegía canciones felices para empezar el día; canciones que él consideraba felices, porque Amaya había acabado odiando todas y cada una de las melodías que la despertaban por las mañanas. La última, Hoy puede ser un gran día, de Serrat, sonaba en bucle y Bruno se dio la vuelta en la cama, ignorando su teléfono.

—Apágalo de una santa vez —le dijo Amaya—. O tiraré el teléfono contra la pared.

Bruno buscó el aparato en la mesita de noche con un ojo cerrado y el otro a medio abrir y apagó el despertador.

—Qué humos de buena mañana —susurró él.

Amaya, como respuesta, cogió la almohada y se tapó la cabeza. Bruno soltó una risita, agarró la almohada y la tiró al suelo.

—Buenos días, señorita Santos. Levántese, que tiene un diario pendiente de resucitar.

—Déjeme tranquila, señor Rey. ¿No sabe que aún quedan un par de horas para mi cita?

—¿Un par de horas para meter en vereda esos rizos? Dudo que sea tiempo suficiente.

Amaya se sentó en la cama y miró a Bruno, que la observaba divertido por la situación.

—¿Te burlas de mi pelo? ¿Me despiertas y encima te burlas de mi pelo?

—Y no me hagas hablar de tu cara de sueño.

—¿Hablo yo de tu pelo de pijo rico o de tu crema nocturna antiarrugas?

—¿Quieres compartir crema? A mí no me importa...

—¿Y si...?

Bruno agarró a Amaya del brazo, haciéndola perder el equilibrio. La chica cayó hacia atrás y él se hizo un hueco entre sus piernas.

—Basta de bromas —le dijo él—. Si no me tuvieras despierto hasta las tantas, no me haría falta ni la crema ni posponer veinte veces el despertador.

Amaya sonrió.

—No soy la única culpable.

—Además —añadió él—, nunca estás tan guapa como cuando acabas de despertarte.

—Señor Rey, vaya piropo...

—Déjame darte los buenos días como te mereces.

Bruno besó los labios de Amaya suavemente, bajó hasta su cuello y lo mordió sin apretar, rozando los dientes con su piel y acabando en otro beso. Entre caricias, levantó su camiseta de dormir y perfiló el camino hasta sus pechos. Se paró solo un segundo para rozar sus pezones con la punta de la nariz y siguió bajando sin prisa hasta su entrepierna.

Bruno era un amante dedicado y nunca dejaba de sorprender a Amaya con sus nuevas prácticas. El primer día que habían compartido cama, la chica había esperado un sexo pasional, fuerte, desesperado. La situación lo merecía, ya que estaban en medio de una investigación de asesinato, con decenas de pistas inconexas y el cuerpo de su amiga había sido enterrado aquel mismo día. Bruno, en cambio, le había dedicado besos, caricias, el mejor sexo oral de su vida, y Amaya había dormido del tirón por primera vez en días. Desde su vuelta al Valle, se habían acostado juntos casi cada noche. Bruno la llevaba a la cama después de cenar, donde vivía el mejor momento del día. No era solo el sexo; era la enorme complicidad que existía entre ambos, la conexión de sus historias del pasado, los guiños que solo ellos entendían. Amaya se dormía sin que le quedaran fuerzas ni para decir buenas noches y se levantaba a la mañana siguiente aún agotada.

Bruno se despertaba en plena forma; tenía una energía inagotable y envidiaba su buena cara por las mañanas. Durante su estancia en la capital, Amaya lo había añorado mucho y había vuelto a casa para empezar una nueva vida, pero también para volver a tener a Bruno cerca. No era capaz de poner nombre a lo que sentía por él, pero sabía que era más fuerte de lo que nunca había sentido por nadie. Cuando miraba a Bruno, sentía el estómago encogido, dolor de tripa, los pulmones ahogados. Se preguntaba qué eran esos nervios en el estómago que surgían cuando Bruno aparecía. ¿Era amor? ¿Eran solo nervios? Al principio había sido el misterio, la emoción de las nuevas experiencias, pero en aquellos momentos era distinto. Existía entre ellos una conexión que no tenía nombre ni descripción. Era como si sus pieles estuvieran recubiertas de una capa invisible y las capas de ambos chispearan al entrar en contacto; una especie de fuerza que no se puede ver, pero está ahí.

Llevaba un mes con aquel chico; cenando con él, durmiendo cada noche en su cama, dándole de comer a su gato. Se preguntó si Bruno era su novio o si quería que lo fuera, y en su cabeza se contestó con un sí muy alto, como si se lo gritara a sí misma. En ocasiones, su mente le decía que aquel Bruno tan especial era el mismo con el que había ido al colegio, el que se peleaba con ella por cualquier tontería, el odiado novio de su mejor amiga de la adolescencia, el niño rico del pueblo sin más problemas que gastarse todo su dinero y el vándalo adolescente número uno del instituto. Una parte de ella era consciente de que era la misma persona y a la vez alguien muy distinto. Se habían hecho mayores, ya no eran los de antes, y pese a que lo que los había unido era la pérdida, Amaya supo que los había hecho mejores y los había conectado de verdad con alguien por primera vez en sus vidas. Bruno la entendía con solo mirarla, y Amaya sabía que ella no era fácil de entender.

Y, de algún modo, se sentía conectada a Sara también; a sus sentimientos, a sus pensamientos, a lo que había creído durante sus años de adolescente. Ese Bruno, nuevo para ella, era el que le describía su mejor amiga cuando tenían diecisiete años. El mismo que Amaya nunca vio, el que ahora era parte de su mundo en el Valle.

Amaya encaró su nuevo día con ánimo. Tenía muy mal despertar y no le gustaba madrugar, pero Bruno había sabido redirigir su mal humor. Volvió a ponerse un pantalón formal y una nueva camisa estampada con un lazo en el cuello. No tenía dudas de que aquel no era su estilo, pero la situación exigía un protocolo de vestuario que debía seguir. Eligió un bolso más grande de los que solía llevar y metió su libreta y su nueva agenda, agarró su abrigo y se dispuso a marcharse.

—Que tengas un buen día, amor —le dijo Bruno.

Bruno acababa de salir de la ducha. Se secaba el cuerpo con una toalla gris mientras caían gotas al suelo desde su pelo mojado. La había llamado «amor» y un escalofrío había recorrido su espalda. Nunca la había llamado así. Amaya, Ami, ricitos alguna vez, pero nunca amor.

—Igualmente —le contestó ella, lanzándole un beso con su única mano libre—. Amor —añadió.

Él sonrió y le dijo adiós con la mano mientras Amaya salía camino al ascensor.

Cuando Sergio García entró por la puerta de la oficina, Amaya se esforzó en disimular su sorpresa. La chica pensó que aquel muchacho parecía una mezcla entre un jugador de baloncesto profesional y un modelo de ropa interior. Era tan alto y fuerte que, en su mente, se lo imaginó moviendo piedras gigantes, camiones, grúas o yendo a los juegos olímpicos. Tenía el pelo castaño y los ojos verdes, y llevaba una americana marrón que parecía hecha a medida para él. Vestía tejanos oscuros y camisa clara, y en una mano sujetaba una carpeta negra. Sus manos eran grandes y masculinas, y no pudo evitar fijarse en que apretaba la carpeta con fuerza. Amaya se reprendió en su mente por divagar sin control y se dio cuenta de que llevaba varios minutos sin hablar. Se disculpó, pero el chico parecía divertido. Amaya le ofreció la mano y él se la estrechó con seguridad y firmeza.

—Gracias por darme esta oportunidad —le dijo Sergio, con una sonrisa de oreja a oreja.

—De nada —le contestó Amaya, intentando parecer natural después de todos los pensamientos que habían cruzado por su mente en los últimos minutos.

Ella le ofreció asiento, abrió la carpeta que había preparado encima de la mesa y sacó los documentos que había impreso.

—En tu currículo pone que has vivido en muchos países y trabajado en varios medios, pero solo tienes... treinta años. —Amaya miró impresionada la fecha de nacimiento.

No se había fijado en su edad hasta aquel momento y se sintió una entrevistadora muy poco preparada.

—Bueno —comenzó él, rascándose el mentón—, me licencié en Ciencias de la Comunicación a distancia mientras viajaba, pero tanto en Ohio como en Manchester trabajé como camarero. En Londres encontré mi primer trabajo en un departamento de comunicación, después estudié en Irlanda y un año más tarde me mudé de nuevo a Madrid.

—¿Cómo es vivir en Estados Unidos? Debe ser tan diferente...

—Lo es. La gente es distinta, y no es, para nada, como en las películas. Ohio no es Nueva York, ¿sabes a lo que me refiero? La gente es un poco menos cosmopolita.

El chico sonreía sin parar y Amaya pensó que cada minuto que pasaba le parecía más guapo, pero intentó quitarse aquella idea de la cabeza porque no le parecía profesional.

—Tienes mucha experiencia. ¿Por qué has elegido presentarte a esta vacante? No es un puesto de responsabilidad y no ofrecemos un gran sueldo.

Amaya sabía antes de la entrevista que el candidato estaba muy preparado para el puesto, pero al conocerlo y ver cómo se desenvolvía, sintió curiosidad por su vida, porque sabía que él podía aspirar a un puesto de jefe de equipo, como mínimo, y no entendía que le interesara el Diario del Valle.

—Mis padres son de Cuevas y mi madre está muy enferma. Volví hace unos meses para ayudar a mi padre a tiempo completo, pero mis ahorros se han acabado y necesito trabajar cerca de casa.

Cuevas del Monte era un pueblo cercano a Valle de Robles. Ambos se unían a través del pantano y de los bosques que compartían junto a otro de los pueblos de la zona, aunque la carretera para llegar hasta el pueblo vecino era complicada. Amaya entendió la necesidad del chico de estar cerca de su hogar. Vio tristeza en los ojos de Sergio, pero también serenidad y calma. El chico sonrió, intentando quitarle importancia al asunto.

—Lo siento mucho —dijo rápidamente Amaya.

—Te lo agradezco, pero no te preocupes, estamos bien. Las cosas a veces son así. Qué voy a contarte a ti, ¿no?

Amaya abrió la boca para contestar, pero no supo qué decir.

—Sí...

—Perdona —se disculpó, avergonzado—. No quería sacar el tema, pero pensaba que con el revuelo que se ha montado, yo no... Bueno..., lo siento.

—No. No pasa nada —le dijo ella—. Está claro que lo que ocurrió en el Valle fue noticia en todo el país, así que no es ningún tema del que no se pueda hablar.

—Sí, ya, solo que no quería recordarte algo tan triste.

—No pasa nada. Sara era mi amiga y me acuerdo de ella todos los días, aunque no lo hable con nadie. —Sergio la miraba atentamente mientras asentía y Amaya sintió una conexión con él, como si supiera entender de lo que hablaba—. El nuevo proyecto incluye acabar con la edición impresa y que pase a ser solamente en formato digital —le explicó, intentando regresar al tema—. Dedicaríamos más tiempo a la revista y a los reportajes de investigación.

—Respecto a eso —intervino Sergio—, he traído varios temas que se me han ocurrido, por si necesitabas que escribiera algo. Llevo varias semanas preparándolos.

Sergio García sacó un dosier de su carpeta y se lo ofreció a Amaya. Ella lo cogió y lo ojeó por encima. El chico había preparado diversos reportajes. Su escritura era buena, y las ideas, muy originales. En uno de los pliegues de hojas grapadas había un esquema sobre varios casos de mujeres desaparecidas de la zona relacionados con una banda desconocida y entrevistas a los sospechosos.

—¿Dónde has conseguido esto? —le preguntó.

Él se encogió de hombros.

—Conozco a varias personas con contactos.

—Estas ideas son muy buenas.

—Gracias.

—Estás contratado —dijo ella impulsivamente.

—¿De verdad?

—Sí, claro. —Sonrió—. Empiezas la semana que viene.

El muchacho se marchó de la oficina contento y Amaya sintió que se había dejado llevar por un impulso incontrolable y que, aunque el chico era perfecto para el puesto, ella debía ser más seria y pensar las cosas antes de decirlas. Había hablado de Sara con un desconocido que iba a ser su empleado, y aunque no quería ser fría con su equipo, tampoco quería hablar con ellos de su vida privada.

Tenía al fin a su equipo al completo. Sergio y Mayte serían los redactores junto con María, la antigua jefa de redacción. Dan llevaría la parte informática y de investigación en las bases de datos, y Susana, todo lo referente al diseño. Le cedería a la chica la tira cómica y Amaya se dedicaría a llevar el peso del tema principal y ser la editora, como hacía Teresa. Su antigua jefa siempre tenía en la redacción a un par de becarios del instituto, pero Amaya quería invertir en más personal en cuanto el diario empezara a funcionar de nuevo. Quería que sus lectores se acostumbraran al formato digital y dedicar recursos a la investigación de nuevos casos, para así convertir la Revista Robles en un referente.

Durante la mañana, llamó a su nuevo personal, les pidió los papeles que le había solicitado el gestor y los citó el lunes siguiente en la redacción, a las nueve de la mañana. María estaba loca por empezar y la llamó pidiéndole que le detallara con exactitud los nuevos fichajes. Dan, en cambio, se presentó en la oficina minutos después de la llamada de Amaya.

—Gracias, gracias, gracias —le dijo a la vez que entraba por la puerta.

Amaya rio.

—¿Por qué tantas gracias? Viniste a ofrecerte y eres buenísimo en tu trabajo, ¿no tendría que dar yo esas gracias?

Dan se cruzó de brazos e hizo una mueca de superioridad.

—Supongo que sí. Molará mucho currar juntos, Ami.

—Sí, vale. Pero nada de Ami.

—A sus órdenes, directora Santos.

—Amaya —le exigió ella—. Solo Amaya, por favor.

—De acuerdo, Soloamaya, entonces.

Capítulo 3

Trabajo en equipo

El reloj marcaba las nueve menos diez de la mañana en lo alto de la pared del diario que daba a la calle; el calendario señalaba el lunes. El café había dejado de gotear en la cafetera, el desayuno estaba preparado encima de la mesa de la entrada y faltaban pocos minutos para que llegara el nuevo equipo. Amaya estaba nerviosa pero también emocionada. Iba a explicarles a todos los nuevos proyectos, sus funciones y cómo se planteaba la nueva línea editorial. Llevaba todo el fin de semana repitiendo las ideas en su cabeza, se las sabía de memoria, y aun así le temblaba el pulso.

Dan había llegado media hora antes de la reunión para revisar los ordenadores y el proyector, donde Amaya iba a presentar el nuevo proyecto. Susana apareció puntual por la puerta, con el pelo alborotado de haber corrido y una mochila a su espalda. Los demás aparecieron en los siguientes minutos. Cuando Sergio entró en la oficina, Susana soltó un «La hostia» que resonó por la sala. María reprimió una carcajada, pero Dan rio con naturalidad, miró a Amaya y, sin reproducir ningún sonido, le dijo un «Me encanta esta chica» en la distancia. Amaya les explicó el proyecto de principio a fin, resumiendo las ideas más importantes, y, al acabar, abrió la ronda de preguntas. Todo el personal parecía ansioso por empezar, así que les propuso abrir el diario de nuevo a la semana siguiente, pero tendrían que trabajar sin pausa durante aquellos días buscando temas y haciendo la maqueta, que aún era solo un esbozo en una hoja de papel.