Retrato de familia - Laura Pallarés - E-Book

Retrato de familia E-Book

Laura Pallarés

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Beschreibung

La verdad, más cerca que nunca de ser descubierta… Cuando los secretos del Valle parecían haber salido a la luz por completo, un giro en los acontecimientos vuelve a unir a Amaya y sus amigos para resolver una nueva desaparición: las gemelas se han ido y nadie sabe dónde ni por qué. La historia se repite, cerrando el círculo, haciendo aflorar el engaño, alejándose de la verdad. Amaya, Bruno, Sergio y Dan perseguirán el pasado de los habitantes de Valle de Robles, buscando respuestas a las preguntas sin resolver sobre los Robles, los veteranos, sin saber si los muertos siguen vivos, si están en peligro o si algún día llegarán a conocer toda la historia. El final de la trama de los Robles nos describirá un retrato de familia alejado de lo que habíamos imaginado, con más secretos y mentiras, descubriremos, al fin, por qué la oscuridad se apoderó de sus vidas.

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Retrato de familia

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© De la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Fotografía de Laia Sánchez.

© Laura Pallarés 2023

© Entre Libros Editorial 2023

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: febrero 2023

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-98-1

Retrato de

familia

Valle de robles vol.3

Laura Pallarés

Dondequiera que exista la naturaleza humana, existe el drama. Solo que no siempre es como uno se lo imagina.Agatha Christie

Para Emma

Índice

Introducción

Sangre

Capítulo 1

La vuelta a casa

Capítulo 2

Rencuentros

Capítulo 3

El viaje

Capítulo 4

Uña y carne

Capítulo 5

La tarjeta

Capítulo 6

Amor y amistad

Capítulo 7

Gemelas idénticas

Capítulo 8

Cuestión de confianza

Capítulo 9

Confesiones

Capítulo 10

Realidades alternativas

Capítulo 11

Genevieve

Capítulo 12

Eric

Capítulo 13

Dan

Capítulo 14

Topo

Capítulo 15

La otra versión

Capítulo 16

La ciudad

Capítulo 17

Desesperados

Capítulo 18

El pasado

Capítulo 19

Las Robles

Capítulo 20

La guerra

Capítulo 21

Leo

Capítulo 22

Cruce de caminos

Capítulo 23

Cuentas pendientes

Capítulo 24

Veteranos

Fin

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

Introducción

Sangre

El suelo, sucio y enmohecido, se había llenado de una sangre espesa que parecía negra a la luz de las velas. Sobre las tablas de madera de la vieja mansión, dos cadáveres yacían inertes, sin vida, y Amaya sujetaba un tercer cuerpo entre sus brazos, apretándolo contra ella. Notaba el bombeo de su propio corazón latiéndole en el cuello, en los brazos, en las sienes, llevándola al límite de sus posibilidades. Los últimos minutos habían sucedido tan rápido que aún sentía el zumbido de los disparos en sus oídos.

—Que no esté muerto, que no esté muerto —rogó en un susurro.

Pero una parte de ella sabía que él ya no respiraba.

Capítulo 1

La vuelta a casa

Unos días antes. Septiembre 2017

Bruno volvía al Valle conduciendo el único coche que le quedaba: un deportivo rojo que se había comprado en la ciudad antes de que sus ingresos empezaran a desmoronarse. Nunca le había importado en exceso el dinero, porque tenía tanto que no podía imaginar que algún día no lo tendría, ya que su padre siempre había sido rico. Los Rey provenían de una estirpe de millonarios, antiguos aristócratas, descendientes de familias influyentes, y tenían negocios por todo el país. Le habían enseñado quién debía ser y qué tenía que poseer. A Bruno ni siquiera le gustaban los coches, ni conducir, ni la velocidad; lo llevaba porque era lo que le tocaba llevar, sin más. Y estaba a punto de perderlo también. Lo único que le quedaba en aquellos momentos era su hotel en el centro de Madrid, y su padre se había encargado de desprestigiar el lugar con noticias falsas sobre los servicios y los empleados. Tendría que buscarse la vida por su cuenta, lejos de su apellido, pero no sabía cómo. Nunca había reflexionado sobre qué quería ser en la vida. Tenía el apellido Rey y, durante años, su nombre había puesto el mundo a su merced. Pero tenía al enemigo en casa, corriéndole por las venas, formando parte de su ser; su gloria y su ruina en solo tres letras.

Volvía al Valle solo, sin ningún lugar en el que quedarse, después de haber pasado seis meses horribles en la ciudad: los peores de su vida. Lo único que lo mantenía cuerdo era la idea de volver a ver a Amaya, y se sentía emocionado y nervioso a partes iguales por el rencuentro. No había hablado con ella desde que se había marchado seis meses atrás, pero Dan se había encargado de decirle que Amaya había estado ocupada y que ella y Sergio estaban tonteando. Él no podía culparla por ello, pero tampoco podía evitar sentir celos. Bruno había tenido sus historias en Madrid, nada serio, y, sobre todo, nada con Sara. Sara había estado viviendo en su hotel, pero llevando una vida alejada de la de él, teniendo a sus propios amigos, un novio, un trabajo nuevo; haciendo sus planes. «Y qué planes», pensó Bruno mientras se reía de él mismo por haber sido tan idiota. Pensar en Sara le hacía sentir rabia, y la parte más oscura que habitaba en su mente deseó que nunca la hubieran encontrado viva, que el cuerpo del bosque hubiera sido el de ella, que no hubiera vuelto a su vida. Recordó el pánico que había sentido cuando desapareció, al saber que habían encontrado un cuerpo entre los senderos que iban al lago que podría ser el suyo, al descubrir que lo era. Días después del entierro, había conseguido que le dejaran ver los papeles de la autopsia, y tras leer sobre las heridas y lo golpes, se había llenado de ira y había querido venganza, hacer daño a quien le había causado dolor a su amor de juventud. Ahora sabía que aquel cuerpo era el de la hermana de Sergio, a la que habían hecho pasar por Sara, y se preguntó cuánta gente del Valle estaba metida en aquella corrupta trama que había empezado años atrás, con la familia Robles, y que había llegado a su máximo esplendor con Teresa Santiago.

Teresa, la reina de aquel pueblo perdido entre dos montes y un lago, la directora de todo lo que era posible dirigir, la que tejía los hilos de las historias, teniendo marionetas en el ayuntamiento, en la policía, en la parroquia o en cada asociación, por pequeña que fuera. Sin Teresa, la mitad del pueblo vagabundeaba sin dirección y la otra mitad se había vendido al mejor postor: Saúl, Damián, Lola o la nueva directora de los hoteles del Valle, Abigail. Pero ninguno estaba a la altura de Teresa, de su dominio de los rumores, de sus movimientos de información, de sus múltiples colaboradores. Él mismo había sido uno de ellos durante algunos meses, llegando incluso a dormir entre sus sábanas. Teresa le había sacado la información que necesitaba y después le había dado un par de palmaditas en la espalda, invitándolo a marcharse de su cama y, a ser posible, de su vida. Bruno sospechaba que una parte de ella lo había hecho por odio hacia su padre o por venganza; era consciente de que la mujer odiaba a los Rey casi por encima de cualquier cosa. Bruno no tardó en declararle la guerra a la mujer más poderosa del Valle. Ella se había limitado a ignorarlo, pero después de la aparición de Amaya cambiaron los roles y Teresa empezó a tomar en serio a Bruno. En aquella época, él había mentido, traicionado e incluso había llevado a cabo planes que no quería recordar. Bruno, que había querido encontrar a Sara por encima de cualquier otra cosa, acabó teniendo sentimientos por Amaya: la chica popular de su clase, la listilla que defendía su opinión por encima de cualquier otra, la que siempre hablaba por los débiles y recogía gatos perdidos, la que se había convertido en su enemiga cuando salía con Sara, aunque la historia no hubiera empezado de aquel modo. Y en aquellos momentos, solo quería volver a verla.

Saúl lo había llamado dos días atrás para contarle que Genevieve había desaparecido del hospital psiquiátrico; un familiar la había sacado de allí y en la firma de los papeles ponía el nombre de Sara Robles. Porque Sara ya no utilizaba su apellido ni tenía relación con su familia adoptiva, pero él no lo había sabido hasta su desaparición.

Ana, la madre de Sara, se había cansado de hablar con el contestador de la chica y había desistido de sus intentos por hablar con ella. Al recibir la llamada de Saúl, Bruno había llamado a la recepcionista de su hotel para preguntar por los movimientos de Sara, pero hacía más de tres días que no usaba la llave de su habitación. Al entrar en ella, no quedaba nada en el armario ni en los cajones y su cama estaba impoluta, con las sábanas estiradas y las almohadas colocadas a la perfección; parecía que allí nunca había vivido nadie. Después llamó a la escuela privada donde trabajaba y le dijeron que se había ido de un día para otro, y cuando intentó contactar con su novio, se dio cuenta de que no existía ningún Álex González trabajando en el mismo colegio que ella.

Investigando un poco más, descubrió que Sara solo tenía dos clases a la semana en la escuela y que, la mayoría de las veces, ni se presentaba. Pero Sara no solo había desaparecido, sino que también se había llevado otras cosas, como pudo comprobar Bruno más tarde en sus cuentas. «Adiós Sara, adiós dinero, adiós puta dignidad», se dijo Bruno en su cabeza. Se preguntó cómo había podido urdir un plan como aquel ella sola, pero la Sara que él había conocido en su adolescencia se había esfumado para siempre, dando paso a una mujer desconocida que había pasado seis meses llevando una doble vida en la ciudad. En aquellos momentos entendió a su padre diciendo que, si hubiera podido matar a Lucía Robles, lo habría hecho. Sara le había dicho tantas mentiras en los últimos meses que Bruno ya no podía distinguir lo que había sido real y lo que no. Se preguntó cuándo había empezado Sara a forjar su plan, si antes de la aparición de Genevieve o después, y casi todo lo que había sucedido desde el año anterior dejó de tener sentido en su cabeza. Ni siquiera era consciente de si Sara había preparado su propia desaparición, de si quería el dinero desde el principio o de si pensó que podría hacerse millonaria después. Se preguntó por qué no había aceptado el dinero de Teresa desde el inicio si aquello ya la habría convertido en una mujer pudiente. Teresa Santiago no era tan rica como los Rey, pero había sido mucho más poderosa. Sara le había dicho que quería hacer algo bueno con la herencia manchada de sangre de su madre, pero también le había mentido en eso. ¿Qué quería Sara, entonces? ¿Había sido avaricia o solo venganza?

Lo que Bruno no podía entender era por qué había ido a buscar a Genevieve, ya que, por lo que sabía, la hermana gemela de Sara no estaba bien de la cabeza y cada conversación con ella era una locura. Nadie tenía constancia de que tuvieran relación y la francesa no tenía acceso al teléfono sin vigilancia. Dan le había contado que Genevieve no quería ver a nadie y que solo permitía a Saúl visitarla y en alguna ocasión se había reunido con Amaya, pero nunca con Sara. Se preguntó cómo era posible que se hubieran marchado juntas si nunca habían hablado, adónde habrían ido y, lo que más le preocupaba, con qué motivos.

Bruno no encendió la radio en todo el camino de vuelta a casa ni tarareó sus canciones favoritas, como solía hacer en los viajes; nada de los tradicionales hits de Mecano, Alaska, Loquillo o el Viva la vida, de Coldplay, que siempre lo hacía pisar el acelerador más de la cuenta. Condujo en silencio por la carretera pensando en su vida, en qué iba a hacer en el Valle, en cómo sería ver de nuevo a Amaya, y cuando llegó al pueblo y aparcó delante de la casa de Teresa, la antigua mansión de la señora Santiago, sintió cómo le fallaban las piernas. Solo una frase atravesó su mente, una que decía: «Si algo me ha enseñado la vida, es que nadie puede huir del Valle». Amaya le había dicho aquella frase el día que él le había comentado que se marchaba de Valle de Robles, y tenía razón: no había podido huir de aquel lugar, pese a haber estado seis meses fuera de allí.

Apagó el motor, respiró hondo tres veces seguidas antes de salir del coche y abrió la puerta.

—Señor Rey. Benditos los ojos —dijo una voz a su espalda que enseguida reconoció como la de uno de sus mejores amigos de la infancia.

Bruno giró sobre sí mismo y vio a Eric empujando la silla de Dan mientras ambos saludaban.

—Los hermanos Wexler. Los mellizos más molones del Valle.

—Por lo visto, los segundos hermanos más molones del Valle —matizó Dan.

Eric se acercó a Bruno para darle un abrazo y Dan lo agarró del brazo nada más soltar a su hermano para que también se lo diera a él. Dan llevaba seis meses en una silla de ruedas, desde que Genevieve, la gemela malvada, había disparado hacia el bosque sin control y una bala había acabado en su columna. Los médicos aún se sorprendían de que se hubiese adaptado a la situación tan rápido, pero Dan sabía lo que quería en la vida y una silla no podría impedírselo.

—¿Vienes a la reunión de los entresijos del Valle? —le preguntó Dan entre risas.

—Eso parece...

—Me tiro unos meses fuera —dijo Eric— y el pueblo se vuelve de repente una novela de Agatha Christie.

—¿No dirás que no mola? —intervino su hermano.

—Tienes un concepto difuso de lo que significa molar, Dan Cara de Pan.

Bruno sonrió sin decir nada, escuchando la conversación de los mellizos.

—Madre mía, Bruno, vaya cara que tienes. Estás muerto de miedo —le dijo Dan.

—¿Estás asustado por ver a Amaya? —le preguntó Eric en voz alta.

—¿Por quién si no? —contestó Dan con una pregunta.

—Estará muy mosqueada, con el morro girado y los labios blancos de apretar —añadió Eric.

—Es cierto que hace eso.

—¿Qué tonterías decís? Estoy bien —dijo Bruno, con la mejor de sus sonrisas—. Soy Bruno Rey, y ya sabéis lo que eso significa.

Dan se encogió de hombros y Eric soltó un suspiro. Los tres se acercaron a la puerta del jardín de casa de Teresa y llamaron al timbre.

—¿Han arreglado la puerta? —les preguntó Bruno extrañado, que sabía que la verja tenía truco y podía abrirse fácilmente.

—Bueno, es de mala educación entrar sin llamar, ¿no? —le respondió Dan, no queriendo entrar en detalles.

Se escuchó el chirrido de la cerradura abriéndose de manera automática, así que entraron en el jardín. El tridente que durante días había estado en la pared de la gran casa había desaparecido. El porche, antes vacío y con las columnas en ruinas, se había arreglado y pintado de blanco. Tenía una mesa y varias sillas de madera, y alrededor del camino de piedras había flores de colores en tiestos de cerámica. Amaya se había encargado de que aquel jardín, antes con un toque siniestro, estuviera mejor que nunca, y Bruno vio su esencia en cada rincón, la nueva vida que había empezado entre aquellos antiguos muros; una vida alejada de él y de sus problemas. Puede que aquella casa hubiera pertenecido una vez a Teresa Santiago, con su jardín sobrio y descuidado, pero en aquellos momentos pertenecía a Amaya y desprendía su calidez y su color. Bruno estaba seguro de que debía tener aquellos jardines llenos de gatos callejeros, y se apostó el poco dinero que le quedaba a que les daba de comer y que ellos iban ganando terreno poco a poco entre aquellos setos y pronto tendrían camas seguras y cálidas en el porche.

Llegaban a la puerta principal a la vez que esta se abría desde el interior y Bruno notó su corazón acelerado en el pecho. Le golpeaba tan fuerte que notaba las palpitaciones en los brazos, en el cuello, en las sienes, tan fuerte que escuchaba incluso el sonido de los latidos, y temió que los demás también pudieran oírlos y no fuera capaz de esconder sus nervios. Tenía la boca seca, incapaz de pronunciar palabra, y las manos le sudaban, aunque no hacía calor.

—Soy Bruno Rey —susurró para sí mismo, intentando mantener la calma—. Soy...

Y se dio cuenta, por primera vez en su vida, de que aquella frase no tenía sentido y de que, en realidad, nunca había significado nada.

Capítulo 2

Rencuentros

Amaya caminaba por el salón sin detenerse, de la puerta del pasillo a las escaleras, de allí al sofá y de nuevo a la puerta. En un reproductor antiguo que había sacado de la habitación de los trastos sonaba música de fondo, unas melodías de jazz que no había oído en la vida, pero que tanto a Sergio como a Dan les parecían perfectas para trabajar. Habían comprado unos discos en la tienda de segunda mano de la calle Mayor, donde Rob Roberto regentaba el comercio más antiguo del Valle. Había ganado infinidad de veces el concurso de talentos de la Fiesta Mayor con sus imitaciones de Loquillo y Sabina y nadie sabía cómo se llamaba realmente. Dan y Sergio se habían hecho amigos suyos y habían llenado la casa de discos, aunque la mayoría de ellos no los habían escuchado enteros. Pero les gustaba pasearse juntos e ir de compras por el pueblo. Dan había convertido a Sergio en un aficionado a los cómics y a las películas de zombis, y Sergio había hecho que Dan entendiera el fútbol americano y probara la comida vietnamita. Eran el día y la noche, y aun así se habían hecho inseparables.

Sergio había sido el primero en llegar a la reunión. Llevaba en la casa diez minutos y estaba a punto de perder los nervios. Se había sentado en el sofá e intentaba concentrarse en las notas que sonaban de fondo y no en el ruido de los pies de Amaya caminando arriba y abajo por el colorido suelo de baldosas que la chica se había encargado de abrillantar en los últimos meses con todos los productos sobre los que había leído en páginas de decoración y limpieza. Aquella casa tenía el suelo más bonito que Amaya había visto nunca, pero entre aquellas paredes y encima de aquellas baldosas, había habido traiciones, prostitución, asesinatos y sangre, mucha sangre; la sangre de su propia familia. Amaya había luchado, desinfectante en mano, para borrar aquellos recuerdos de su nuevo hogar, y algunas noches creía haberlo logrado. Su padre insistía a diario en que alquilara la casa y viviera en otro lugar, ya que la cláusula de la herencia en la que Teresa le prohibía vender la casa seguía en pie, pero Amaya ya no quería venderla. Había algo en aquel lugar que la atraía y la mantenía atada a él; una historia, un pasado, unas raíces.

—Ami, tranquila, por Dios —le pidió Sergio, adelantándose en el asiento y sacándola de sus pensamientos—. Resolveremos esto, pero ten paciencia. Y deja de pisotear el suelo.

—Sí —dijo ella riendo con fuerza—. Lo resolveremos como hemos resuelto todo lo demás. Parece que sí, que ya lo tenemos y..., ¡sorpresa!, alguien desaparece, los muertos resucitan o aparecen hermanos mellizos secretos. Nos falta alguna secta satánica y ya lo tendremos todo.

—La de Abigail Satanás.

—No empieces con eso tú también —lo amenazó, señalándolo con el dedo.

Sergio se encogió de hombros.

—Las fantasías de Dan han resultado más verídicas de lo esperado en más de una ocasión. Parecía un loco cuando empezó a hablar de los pasadizos.

—Sí, vale. No voy a quitarle mérito a Dan con lo de los túneles ni con lo de los cuerpos, pero no es el momento de investigar a Abigail. Es solo una señora que compró un hotel: una señora rica que quiere hacerse aún más rica.

—Lo sé, solo intentaba que pensaras en otra cosa. Distraerte. Si estuviera aquí Dan, lo haría mejor.

—Estoy bien —dijo rápidamente Amaya.

Aunque en el fondo sabía que no estaba bien y agradecía que Sergio se preocupara. Sergio y Dan eran lo más parecido a una familia que tenía en aquellos momentos, además de su padre, y los necesitaba cerca.

—No, no lo estás. Vas dando tumbos como una loca, y ambos sabemos las razones.

—Sara ha desaparecido otra vez, así que es normal que me preocupe.

—Sara no ha desaparecido de nuevo; se ha ido voluntariamente.

—¿Y si no es así?

Sergio se acercó a ella, que al fin se había quedado quieta en medio del salón, la agarró de la mandíbula con suavidad y le levantó la cabeza para que lo mirara. Amaya notó un hormigueo en el estómago. Hacía días que Sergio y ella no se acercaban tanto. Habían dejado una historia a medias y se sentía confusa.

—En unos minutos llegarán Dan y Eric, después Bruno y Saúl, y entre todos lo resolveremos, como hemos hecho siempre. ¿Te parece?

Amaya asintió.

—Eso espero.

—Estas así por ver a Bruno de nuevo, ¿no?

—No.

Sergio sonrió.

—No pasa nada, Ami. Es normal.

—Es por Sara, ya te lo he dicho. No quiero que le pase nada.

Amaya tenía una mezcla de sensaciones en su interior. Estaba nerviosa por volver a encontrarse con Bruno, porque la vería con Sergio y era obvio que entre ellos había algo más que amistad, aunque nunca hubiesen llegado a tener una cita como tal. Existían sentimientos, y cualquiera que prestara un poco de atención podría verlo. Se sentía confusa por la historia que Saúl les había contado sobre Sara y Genevieve, y pese a su insistencia, sus amigos no le habían dejado desenterrar el cuerpo de Teresa. Amaya estaba convencida de que la clave podría estar en la cripta de los Robles, pero Saúl les había prometido que Teresa estaba muerta. Él la había visto después de que le hicieran la autopsia para despedirse de ella y no tenía dudas de que aquel era el cuerpo de la tía de Amaya. Pero ella ya no creía en la palabra de nadie, porque todos habían tenido razones para mentir; a veces sin excusas, otras por lo que ellos mismos creían que eran causas mayores. Habría confiado a Sara su vida y se había fugado, llevándose a Genevieve con ella. Bruno se había ido del Valle sin mirar atrás, llevándose a Sara con él, dejándola por un hotel, siendo fiel a sí mismo y a su apellido más que a cualquier otra cosa. Por lo que Amaya sabía, incluso él podría estar metido en aquel turbio asunto de la desaparición de Sara, así que solo confiaba en Sergio y en Dan. Los dos habían estado allí los últimos seis meses y creía en ellos mucho más que en cualquiera de los demás.

El timbre de la puerta del jardín sonó en la distancia. Aquella casa tenía dos timbres, uno en la verja exterior y otro en la puerta. Nunca le había visto el sentido, pero en aquellos momentos agradeció que la distancia entre los dos timbres le diera tiempo para prepararse. Tal vez, Teresa los había puesto por aquella misma razón o puede que siempre hubiesen estado allí. Pero ¿quién llamaba a aquel timbre si todos sus amigos sabían abrir la verja exterior? Siempre había estado rota y, con un simple empujón en la parte inferior, dejaba pasar a cualquiera. Estaba segura de que era Dan, avisándola de que tenía compañía, diciéndole que se preparara para ver de nuevo a su ex lo que fuera. Sergio se levantó del sofá, viéndola petrificada en medio del salón, se acercó a la puerta y le dio al botón que abría la verja exterior.

—¿Lista para recibir invitados, señorita Santos? —le preguntó Sergio.

Amaya se agarró las manos por detrás de la espalda con fuerza, clavándose las uñas de una mano en la palma de la otra. Su corazón le latía desbocado en el pecho y notaba el aire faltándole en los pulmones. Se encogió de hombros como respuesta y esperó a que él girara el pomo con suavidad y abriera la puerta a la espera de que llegaran los visitantes.

Dan fue el primero en entrar, seguido de Eric, que empujaba su silla, y en último lugar apareció Bruno, con su pantalón oscuro y su tradicional camisa blanca. Amaya lo observó solo un segundo, sin querer mirarlo, pero sabiendo que ignorarlo empeoraría la situación, y después saludó a los recién llegados en general soltando un sobrio «Hola».

—¿Cafés? —preguntó Sergio, intentando hacer que la situación no fuese tan incómoda.

—Por favor —rogó Dan—. Con un chorrito de anís o de lo que sea.

—¿Leche para los mellizos y expreso para Bruno? —preguntó Sergio.

—He dicho anís o algún licor en su defecto. La ocasión lo merece —repitió Dan.

—Ni de coña, Dan —susurró Sergio.

Unos golpes en la puerta anunciaban una nueva llegada, y el único que nunca usaba el timbre era Saúl, que parecía haber pausado su vida en los noventa con su ropa anticuada, su peinado clásico y sus modales de antaño. Entró en la casa con el rostro serio, la mirada perdida y demasiada ropa para ser principios de septiembre. Parecía enfermo y sin ganas de tener aquella reunión, pero con Genevieve y Sara desaparecidas, solo aquellas personas podrían ayudarlo a avanzar en el caso. Saúl había pasado en pocos meses de ser el jefe de policía del pueblo a un señor que parecía ir perdido por las aceras del lugar que lo había visto nacer, pero Amaya no podía culparlo por ello. La mujer a la que había amado durante toda su vida y que, en el fondo, creía que le correspondía, le había mentido durante años y le había escondido secretos que tenía derecho a saber. Y lo peor de todo era que sospechaba que realmente nunca lo había querido. Saúl había sido un soltero excéntrico y solitario que se había dedicado a pensar en su carrera profesional y no en formar una familia, como era habitual en su generación. Le habían llovido prácticamente de la nada unas gemelas que habían resultado ser parte de los Robles y con una de ellas había empezado a entenderse justo antes de que desapareciera. Visitaba a Genevieve cada dos días, hablaban del pasado, de las cosas que tenían en común, de las que odiaban y de lo que harían cuando ella saliera del psiquiátrico y pudiera vivir su vida. Saúl le había dicho a Amaya que se sentía unido a aquella muchacha de algún modo y perderla estaba volviéndolo loco, pero ella sabía que había mucho más tras aquellas palabras.

—Están buscándolas para hacerme un favor, pero en realidad son dos adultas tomando sus propias decisiones, así que me aventuré al decir que Genevieve estaba desaparecida. En las últimas imágenes que tienen de ellas no parece que Sara esté obligándola a nada, así que...

—¿Qué quieres decir? ¿Lo dejamos así sin más? —preguntó Dan—. Te has vuelto loco, ¿no?

—No se puede perseguir a dos mujeres adultas e independientes.

—Una acaba de salir de un psiquiátrico —le recordó Sergio—. Disparó a Dan, que no la denunció por Sara. Casi se lo carga. ¿Entiendes que hay que volver a meterla en ese puto loquero?

—Entiendo tu preocupación, pero estaba mucho mejor. Sara ha podido sacarla porque yo solicité el alta, así que ella solo tuvo que ir a recogerla.

—Por si no habías hecho suficiente ya —murmuró Sergio.

—No tiene sentido que Sara sacara a Genevieve del hospital. Ella la atacó. Y lo que dice Sergio es cierto: es importante encontrarlas y saber por qué se han ido.

—Deberías denunciarla, Dan —le dijo Sergio—. Genevieve tendría que estar en la cárcel por secuestro e intento de asesinato, como mínimo.

—¿Serviría de algo? —quiso saber Dan.

—No lo creo —le respondió Saúl—. Entre todos os encargasteis de probar sus problemas mentales, por lo que no sería lógico que ahora deis otra versión de los hechos, ¿no os parece?

—¿Por qué no? —intervino Amaya.

—Están tan locas como su madre —susurró Eric.

Amaya miró a Eric, centrando toda su atención en él.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes? —le preguntó indignada.

—Bueno, hablamos de una señora que se inventó una identidad secreta y montó una trama muy rebuscada para esconder a una de sus hijas mientras daba a la otra a sus vecinos. Años más tarde esconde a una hija de nuevo para que todos sepan la verdad sobre quién es. ¿En qué quedamos, entonces? Y, finalmente, una de las chicas acaba en un psiquiátrico y la otra la saca de allí en un acto, ¿de qué?, ¿de buena voluntad? ¿Por qué huyen de...? ¿De qué huyen exactamente? Si no están locas, el loco debo ser yo.

—Eres un completo idiota —lo reprendió Amaya—. Teresa no estaba loca, Sara no está loca, y si los putos genes te definen, entonces yo misma acabaré planeando mi propia muerte y matándoos a todos en el proceso. A ti el primero, porque ni siquiera me caes bien.

—No quería decir... —comenzó Eric—. ¿Sigues resentida conmigo por lo que pasó el año pasado?

Dan le pellizcó el brazo para que se callara y Bruno rompió el incómodo momento justo cuando Amaya estaba a punto de atacar de nuevo:

—Saúl, la historia no me cuadra. ¿Qué quiere Sara de Genevieve?

—O qué quiere Genevieve de Sara —aclaró Dan.

—No puede querer nada porque jamás han hablado. Genevieve no podía llamar al exterior y solo veía a Saúl. Las gemelas nunca se han relacionado —respondió Bruno—. ¿O me equivoco?

—Entonces, ¿cómo supo Sara que podía sacar a su hermana del hospital?

Todos miraron a Saúl.

—No hablo con Sara desde la última vez que pisó el Valle. Antes de recoger a su hermana, quiero decir.

—¿Y cómo sabía Sara entonces que era el momento oportuno? No puede ser una casualidad —intervino Dan.

—Los detalles son lo de menos. Está claro que sí hablaban y no lo sabíamos. Tal vez las ayudaba una de las enfermeras. Pero no me creo que la recogiera solo por amor de hermana. Estoy seguro de que la necesita para algo más —insistió Bruno.

—En la adolescencia, Sara no tomaba ni una decisión sin depender de otro. ¿Cuándo ha pasado Sara de ser una mosquita muerta a un personaje de las películas de Tarantino? —preguntó Eric.

—Joder. —Sergio miró a Dan—. Se nota aún más que es tu hermano cuando habla: desquiciante y haciendo referencias al cine negro.

En los últimos meses, Sergio y Dan se habían convertido en uña y carne, pero Eric se mantenía al margen de las nuevas amistades de su hermano mellizo y apenas se había encontrado con Sergio. No hablaba con Didi ni con Bruno. Tampoco tenía relación con Amaya, y se limitaba a trabajar, compartir casa con Dan y hacer su vida fuera del Valle. Había vuelto a Valle de Robles seis meses antes, al enterarse de que le habían disparado a Dan, y se había quedado para ayudar y hacer su vida más fácil, pero seguía presente a diario su idea de marcharse a otro país a vivir en cuanto su mellizo se hubiera acostumbrado a su nueva situación. Sergio no le caía especialmente bien, pero hacía la vida de su hermano más entretenida, así que lo toleraba.

—Aunque Amaya me critique, los genes son los genes —añadió Eric.

Amaya se cruzó de brazos, dispuesta a ignorarlo, a la vez que Saúl les pedía que dejaran de decir tonterías.

—¿Quién lleva la voz cantante? —preguntó Sergio—. ¿Genevieve o Sara?

—No lo tengo claro —le contestó Dan—. Sara no parece la misma Sara que todos conocemos; en eso estoy con Bruno. No es típico de Sara trabajar en la sombra. Ese es el estilo de Teresa, y puede que el de la gemela francesa. Pero, si me pides mi opinión, creo que Genevieve.

—Tal vez tengan ayuda de una tercera persona —sugirió Amaya—. Un conocido de Genevieve o alguien relacionado con su pasado. Alguien que Sara haya conocido en los últimos meses.

—¿Hizo amigos Sara en Madrid? —preguntó Sergio, mirando a Bruno.

—No tengo ni idea, la verdad —le contestó Bruno, encogiéndose de hombros—. Sara y yo apenas hablábamos. Cuando fui a preguntar por ella a la escuela, me dijeron que se había ido y que su supuesto novio, Álex González, no existe, así que no soy el indicado para responder a estas preguntas.

—¿Sara salía con Álex González? —preguntó Dan asombrado.

—¿Qué? —se extrañó Bruno, sin entender las palabras de su amigo.

—El actor —le aclaró Dan.

Bruno, que no sabía qué le preguntaba realmente Dan, aprovechó el inicio de varias conversaciones paralelas para mirar de reojo a Amaya, pero ella estaba concentrada en las observaciones de Saúl, que se bebía los vasos de whisky como si fueran agua.

—Mirad —dijo Saúl—, está claro que hay algo más, pero no sabremos el qué sin encontrar a las chicas y sin hablar con ellas. Y en estos momentos podrían estar en cualquier parte del mundo.

—Me encargo de eso —dijo Bruno rápidamente—. Si han pisado un aeropuerto o una estación de tren, lo sabré enseguida. Dadme veinticuatro horas. Tengo un contacto que puede ayudarme.

—Veinticuatro horas y las que necesites —le concedió Saúl—. No tenemos muchas más opciones.

—Yo buscaré información sobre Genevieve —se ofreció Dan—. Su vida en Francia, sus lazos allí, si tenía un amigo al que podamos preguntarle...

—Me explicó que trabajaba en una galería de arte y que exponían retratos, pero no me dijo dónde. Y por las historias que me contó, que fueron pocas, se intuía que vivía sola —explicó Saúl.

—Genevieve Bisset, ¿verdad?

—Bisset era el apellido de la señora que la cuidaba en Francia, hasta que Lucía desapareció, viajó a la capital y se ocupó de ella —resumió Amaya—. Prueba con Genevieve Robles también. Lucía parecía ser muy fiel a su pasado.

Amaya hablaba de Lucía como si fuera un personaje de un libro en vez de su madre, como si aquella mujer le fuera totalmente ajena.

—Si era tan fiel a su pasado, puedes probar con Genevieve Saavedra también —añadió Sergio, haciendo referencia al apellido de Saúl.

—Investigaré el nombre —dijo Dan—, aunque no creo que me resulte fácil. Espero que Genevieve Bisset no sea el equivalente francés de John Doe.

—Yo seguiré en contacto con mis amigos de la policía. Y tú —añadió Saúl, señalando a Sergio— deberías contactar con los tuyos, a ver si pueden ayudar.

Sergio asintió con la cabeza, aunque normalmente evitaba cruzar palabras con Saúl si no era estrictamente necesario, pero la situación requería un esfuerzo por parte de todos.

—Pues tenemos trabajo —dijo Sergio.

—Exacto, así que manos a la obra —apuntó Amaya—. Nos encontraremos mañana y hablaremos de los avances.

La chica se acercó a la puerta y la abrió, invitando a los presentes a marcharse. Saúl salió el primero, seguido de Bruno, que apenas la miró al salir. Le molestó que no se despidiera, pero ella lo había ignorado durante toda la reunión, evitando que sus miradas se encontraran. Y aunque sentía un nudo en el estómago sabiendo que él estaba allí, respirando el mismo aire que ella, intentó convencerse de que no le importaba.

Eric, que arrastraba la silla de Dan, se detuvo en la puerta un segundo y miró a Amaya.

—¿No nos despedimos con dos besos y un abrazo?

Amaya sonrió, sabiendo que bromeaba.

—Cuando dejes de ser un incordio, tendrás un abrazo. A lo mejor.

—Tal vez cuando dejéis de jugar a los detectives y de poner en peligro a mi hermano, pueda dejar de ser un incordio.

—Eh, no habléis de mí como si no estuviera —se quejó Dan

Eric continuó su camino sin dejar de sonreír. El último en salir fue Sergio, que se había quedado rezagado a propósito.

—¿Estarás bien? —le preguntó, ofreciéndole la mejor de sus sonrisas.

—Estaré bien.

Él se acercó lentamente y le besó la mejilla, muy cerca de la comisura del labio. Mucho más cerca de su boca de lo que había estado nunca. Amaya se sorprendió, pero se mantuvo serena y no cambió su expresión. Sergio le había dado un beso en la mejilla, gesto que no hacía nunca, sabiendo que los demás podrían verlo, que Bruno aún estaba cerca y que, en la distancia, aquel acercamiento podría parecer cualquier cosa.

Amaya se quedó sola en casa, con el cosquilleo de los labios de Sergio aún en la mejilla. Los ánimos no estaban para cenas ni para conversaciones amenas. La mansión Wexler estaba temporalmente llena y Sergio volvió a su habitación del hostal de Lola, sin haber querido aceptar las invitaciones de sus amigos a sus respectivos hogares. Amaya no podía pensar en Sergio estando Bruno en el Valle, respirando el mismo aire que ella, teniéndolo a apenas unos pocos kilómetros. Bruno se había paseado por su casa con aquel aire de superioridad que lo caracterizaba, con la cabeza alta, comportándose como se esperaba de él: siendo un Rey. Amaya, por su parte, había interpretado su papel lo mejor que había sabido y se había dedicado a preocuparse por el caso sin cruzar ninguna frase con Bruno, como si no lo viera, como si la historia no fuera con él, como si no existiera en su burbuja. Dan la había avisado, siguiendo a la perfección el rol del mejor amigo preocupado, de que volver a ver a Bruno iba a hacer temblar sus cimientos. Había añadido algunas referencias a Han Solo y a la princesa Leia. También se dedicó a nombrar a Sergio «el tercero en discordia», sin saber si era bueno o malo que estuviera metido en aquel triángulo. «No hay ningún triángulo», había defendido Amaya a capa y espada, y Dan se había limitado a recordarle que no había triángulo ni dueto porque la esperada cita con Sergio nunca había llegado a llevarse a cabo.

Bruno llegó a la mansión Wexler sin saber qué hacía quedándose allí en el Valle después de la reunión anterior, en la que Amaya no lo había mirado ni una sola vez. No quería quedarse allí, pero tampoco se sentía a gusto en Madrid, donde su rutina le recordaba a diario que había fracasado. Se sentó en el sofá y aceptó la cerveza helada que Eric le ofreció mientras Dan encendía el ordenador para empezar su búsqueda sobre Genevieve.

—No ha ido tan mal, ¿no? —Dan quería romper el silencio.

—Bueno, depende de lo que tú entiendas por mal —le respondió Eric.

—Estamos todos juntos de nuevo, y eso siempre ayuda. 

—¿Todos juntos? —Eric soltó una carcajada—. No sé, eso es decir mucho, Dan. No sé si hoy en aquel salón había más amigos o enemigos.

—Amigos, idiota —lo increpó Dan.

—Pero aquí lo interesante de verdad —añadió Eric, mirando a Bruno— es saber si Sara y Bruno...

—No —negó el aludido con rapidez.

—¿Nada? —insistió Dan.

—Joder, que no. Sois un incordio.

—¿Por Ami?

—No, no por... nadie. Sara y yo ya no estábamos en ese punto de nuestras vidas. 

—¿No? ¿Y qué ha cambiado del año pasado a este? —quiso saber Dan—. Hace apenas doce meses ibas poniéndole ojitos por el pueblo, intentando que te prestara atención durante un maldito segundo de tu existencia.

—Yo no iba poniendo nada.

—Claro que sí. —Eric parecía divertido con la conversación—. Pero ya sabemos que llevas colado de Amaya toda tu vida.

—¿Os hace gracia? Pues bien, de lo que sucedió hace un año, vosotros tampoco es que podáis estar orgullosos. Entre los dos os habéis dedicado a hacer que Didi se mude a cientos de quilómetros. Y, por cierto, que no se me olvide el tema de la extorsión y, por supuesto, del robo. Y no me hagáis hablar de quién estaba colado de quién a los diecisiete, por favor.

Eric sonrió, pero Dan se cruzó de brazos, sin que le hiciera ni pizca de gracia el comentario.

—He pedido perdón un millón de veces —se excusó Dan.

Bruno suspiró. 

—Da igual, hoy no es el mejor día para hablar de todo esto.

El chico se levantó del sofá, dejó la cerveza a medias encima de la mesa y salió de la casa dando un portazo. 

La reunión había dejado a Amaya sin ganas de hacer nada que no fuera meterse bajo las sábanas y gritar. Tenía pensado ir directa a la ducha, perderse bajo el agua caliente y que las ideas se precipitaran hacia el suelo, siguiendo la caída del agua en su piel, pero no se movió del sofá.

Su teléfono la sacó de sus pensamientos, vibrando sobre la mesa. Lo cogió antes de que terminara de vibrar y abrió un mensaje entrante con el remitente de Bruno en el que solo ponía: «¿Me abres la puerta?».

Amaya se levantó de golpe del sofá y saltó sobre sus pies, intentando mantener la calma, pero su mente no dejaba de pensar en Bruno y ella, solos en aquella casa, por primera vez, después de muchos meses. Se tocó la cara, dándose golpecitos suaves en las mejillas, pero cuando abrió la puerta se había puesto seria de nuevo.

—No puedo dormir —le dijo Bruno, sin moverse del umbral de la puerta.

—¿Es porque Eric ronca o porque Dan no deja de hablar? —le preguntó Amaya, sabiendo que ninguna de aquellas dos razones era la causa.

Bruno se rascó la cabeza e hizo un gesto, ladeando la cabeza, que daba a entender que no sabía el porqué.

—Supongo que influye que vuelva a casa sin tener casa...

Amaya abrió la puerta del todo y lo dejó pasar. Su primera reacción al saber que él volvía al Valle había sido estar enfadada con Bruno, pero, viéndolo allí en la puerta, le pareció que él había dado el primer paso hacia una conversación. Y ella sabía que debían tenerla si querían encontrar a Sara.

—Claro que tienes casa en el Valle, Bruno —le dijo ella, intentando ser amable—. Tienes más de una. La mansión Wexler y la postiza casa Santos —añadió, señalando a su alrededor.

Bruno sonrió y a ella le pareció que había ido hasta su casa dejando atrás las máscaras, siendo el chico que una vez había compartido la vida con ella.

—¿Una copa? —le ofreció Amaya.

—Algo fuerte.

—Solo tengo cerveza, porque Saúl acabó ayer con el vodka y hoy se ha bebido todo mi whisky.

—Me vale.

Amaya se perdió por el pasillo y regresó un minuto después con un par de botellines, le ofreció uno a Bruno y bebió un sorbo del otro. El chico se había sentado en el nuevo sofá de Amaya, con la cabeza apoyada en el respaldo y los brazos caídos a los lados. Parecía totalmente agotado, y la única parte de su cuerpo que actuaba con energía era la mano que agarraba la cerveza.

—Me encantan tus muebles nuevos.