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De Ludwig Feuerbach (1804-1872) pudo escribir Søren Kierkegaard: «Es falso cuando la cristiandad actual dice que Feuerbach ataca al cristianismo. ¡No es verdad! Ataca a los cristianos, mostrando que su vida no se corresponde con la doctrina del cristianismo». El propio Feuerbach habla en el prólogo a La esencia del cristianismo de la finalidad «terapéutica» del libro. Más que la negación de la religión, lo que pretende es su purificación de repre-sentaciones en contradicción con el hombre y con las po-sibilidades del género humano en cuanto tal. «Quien no sabe decir de mí sino que soy ateo, no sabe nada de mí. La cuestión de la existencia o no existencia de Dios, la contraposición de teísmo y ateísmo pertenece al siglo XVIIy XVIII, pero no al XIX. Yo niego a Dios. Esto quiere decir en mi caso: yo niego la negación del hombre [...] La cuestión del ser o no ser de Dios es en mi caso únicamente la cuestión del ser o no ser del hombre». La lectura de La esencia del cristianismo es imprescindible para comprender la descendencia moderna de su autor. El influjo de esta obra, a cuya «fuerza liberadora» se re-firió F. Engels y cuya aportación, un claro precedente de la teoría de la «ideología», fue saludada con entusiasmo por K. Marx, se extendió también a pensadores como A. Schopenhauer o F. Nietzsche, y alcanzó a teólogos pos-teriores como K. Barth o R. Bultmann. En palabras de J. O. Osier, «estas distintas filiaciones hacen de Feuerbach un lugar central de nuestra buena o mala conciencia, esto es, de nuestra inconsciencia».
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La esencia del cristianismo
Ludwig Feuerbach
Traducción de José L. Iglesias Pròlogo de Manuel Cabada Castro
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte
Primera edición: 1995
Segunda edición: 1998
Tercera edición: 2002
Cuarta edición: 2009
Quinta edición: 2013
Título original: Das Wesen des Christentums
© Editorial Trotta, S.A., 1995, 1 998, 2002, 2009, 2013, 2023
www.trotta.es
© José L. Iglesias, para la traducción, 1995
© Manuel Cabada Castro, para el prólogo, 1995
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Re prográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-142-3
Introducción a la edición castellana: Manuel Cabada Castro
Prólogo a la primera edición (1841)
Prólogo a la segunda edición (1843)
Postcriptum
Prólogo a la tercera edición (1848)
INTRODUCCIÓN
1. La esencia del hombre
2. La esencia de la religión
I. LA ESENCIA VERDADERA, ES DECIR, ANTROPOLÓGICA, DE LA RELIGIÓN
3. Dios, como ser del entendimiento
4. Dios, como ser moral o como ley
5. El misterio de la encarnación o Dios como ser del corazón
6. El misterio del Dios que sufre
7. El misterio de la trinidad y de la madre de Dios
8. El misterio del logos y la imagen divina
9. El misterio del principio creador del mundo en Dios
10. El misterio del misticismo o el misterio de la naturaleza en Dios
11. El misterio de la providencia y la creación ex nihilo
12. La significación de la creación en el judaísmo
13. La omnipotencia del sentimiento o el misterio de la oración
14. El misterio de la fe, el misterio del milagro
15. El misterio de la resurrección y del nacimiento sobrenatural
16. El misterio del Cristo cristiano o del Dios personal
17. La diferencia entre cristianismo y paganismo
18. El significado cristiano del celibato voluntario y de la vida monástica
19. El cielo cristiano o la inmortalidad personal
II. LA ESENCIA FALSA, ES DECIR, TEOLÓGICA, DE LA RELIGIÓN
20. El punto de vista esencial de la religión
21. La contradicción en la existencia de Dios
22. La contradicción en la revelación de Dios
23. La contradicción en la propia esencia de Dios
24. La contradicción en la doctrina especulativa de Dios
25. La contradicción en la trinidad
26. La contradicción en los sacramentos
27. La contradicción de la fe y del amor
28. Aplicación final
Apéndice. Explicaciones, observaciones, citas justificativas
Ludwig Feuerbach (1804-1872) ha sido durante largo tiempo un pensador atrapado entre dos bloques gigantes, el uno el pensador de la teoría, Hegel, y el otro el pensador de la praxis, Marx. Liberado en cierto modo del primero hace más tiempo, debido a los méritos teóricos del propio Feuerbach y a los movimientos de tipo vitalista o existencialista que de él en buena parte proceden, no fue fácil tarea desprenderse del segundo, de su gran epígono Marx. Con el surgimiento hace varias décadas de la interpretación (y contrainterpretación en la línea althusseriana) del «humanismo» de Marx, el pensamiento humanista de Feuerbach empezó a cobrar nuevo interés entre los estudiosos. En el momento histórico actual, tanto los pensadores no marxistas como también y sobre todo los que, hasta hace poco tiempo, en el seno de la órbita oficial marxista, de manera casi estereotipada, repetían que el pensamiento feuerbachiano había sido definitivamente «superado» por la posterior visión social y política de Marx, se encuentran ante una nueva situación: la de una más neta y libre posibilidad de acceder a un importante pensador del siglo XIX.
La plasmación concreta de La esencia del cristianismo (1841) [en adelante: EC] tiene un concreto proceso ideológico. Pero también la propia biografía de Feuerbach cuenta aquí. Si la preocupación religiosa, tanto en esta obra como posteriormente, está siempre presente en él, ello se debe en buena parte a una primera infeliz relación con la teología. Concluidos los primeros estudios inició Feuerbach en 1823 sus estudios de la carrera de teología en Heidelberg, primero con H. E. G. Paulus y luego con el hegeliano K. Daub. Pronto se interesó Feuerbach por la línea romántico-especulativa, de orientación hegeliana, de este último. Después de este primer curso de teología residirá ya en Berlín, asistiendo a las clases de Hegel y Schleiermacher. Es sobre todo Hegel quien, después de ser durante un curso entero su maestro (Feuerbach asiste, entre otras, concretamente a sus clases de filosofía de la religión), hace cambiar definitivamente de rumbo a su discípulo. Feuerbach se había decidido a «pensar», no «creer»1. La nueva religión feuerbachiana empieza a ser poco a poco el hombre, el hombre que piensa, reflexiona e intenta actuar libremente: «Palestina me resulta demasiado estrecha; necesito caminar por el ancho mundo, y esto sólo lo puede hacer el filósofo» (XII, 243).
Feuerbach inicia, pues, así la nueva carrera de filosofía, que prosigue en 1826 en Erlangen, en donde consigue el grado de doctor con su tesis, en una línea muy hegeliana, De ratione una, universali, infinita (1828). Su posterior actividad docente en Erlangen quedará truncada con la publicación anónima —aunque no existían dudas sobre su autoría— de sus Pensamientos sobre muerte e inmortalidad (1830). Feuerbach se había atrevido nada menos que a negar la posibilidad de una posterior vida después de la muerte individual para sustituirla por la mera supervivencia en la memoria de las generaciones venideras. Inicia así su actividad fundamental como escritor, con sólo esporádicas intervenciones públicas como conferenciante. Si bien la censura gubernamental seguía siendo omnipresente, su separación de la actividad académica docente tenía por lo menos la ventaja para él de poder sentirse libre de estrecheces y servilismos inherentes a tal profesión.
Este esquemático apunte biográfico hace comprensible lo que sobre sí mismo dice nuestro autor: «Dios fue mi primer pensamiento; la razón, el segundo, y el hombre, mi tercero y último pensamiento» (II, 388). El «Dios» de la teología es sustituido primeramente por la «razón» hegeliana de la tesis doctoral, para quedar reducido finalmente al «hombre», tema clave y básico de EC. La ruptura formal feuerbachiana con la «razón» hegeliana, que le abre el camino al «hombre», había ocurrido sólo unos años antes de la edición de su obra fundamental con la publicación de su Crítica de la filosofía de Hegel (1839).
Feuerbach trabaja en la redacción de EC desde marzo de 1839 hasta enero de 1841. En la primera mitad de junio de este año aparece la primera edición, que Feuerbach quería inicialmente publicar anónimamente también (al igual que sus anteriores Pensamientos sobre muerte e inmortalidad). Si el título de la obra vino a ser finalmente el que es, he aquí otros títulos propuestos también por Feuerbach a su editor, que dan idea ya tanto de la temática como de la metodología presentes en el escrito: «Γνώθι σαυτόν [Conócete a ti mismo] o la verdad de la religión y la ilusión de la teología. Contribución a la crítica de la filosofía especulativa de la religión», «Contribución a la crítica de la sinrazón pura o complemento crítico a la filosofía especulativa de la religión», «Análisis de los secretos de la dogmática cristiana», «Filosofía de la religión desde el punto de vista de un racionalismo especulativo», o «[...] en el sentido de la filosofía genético-crítica»2.
Si con posterioridad a Feuerbach autores como K. Ullmann, A. von Harnack, R. Guardini, E. Hirsch, M. Schmaus o H. Wagenhammer3 publicaron a su vez, aunque con orientación bien distinta, escritos con el mismo título de la obra de Feuerbach, no cabe duda de que ninguno de ellos ha tenido, desde el punto de vista ideológico y político, la trascendencia del publicado por Feuerbach. C. Fabro, nada sospechoso de connivencia con Feuerbach, afirma que EC es «una piedra miliar del pensamiento occidental, tanto por su crítica a la dialéctica hegeliana, a la que se contrapone, como por la búsqueda y determinación del dinamismo de la conciencia religiosa, de sus dogmas y de sus manifestaciones fundamentales»4. Recientemente todavía, en la presentación de la traducción portuguesa de EC, escribe A. Veríssimo Serrâo que la obra del autor alemán «es no solamente uno de los textos fundamentales del pensamiento del siglo XIX, sino que constituye también una referencia obligada en todas las interpretaciones contemporáneas del fenómeno de la religión»5.
¿Cuáles son, pues, las ideas básicas que estructuran EC? Sin duda Feuerbach está más allá de concepciones dieciochescas como la de un John Toland en su Christianity not mysterious, en donde se alude a la divinidad y a la religión en términos de «negocio», o la de A. L. C. Destutt de Tracy, que interpreta la religión como «engaño sacerdotal». Feuerbach no excluye tales componentes en el comportamiento religoso, pero la raíz o la base del surgimiento de la religión la detecta básicamente en otra parte: en el hombre mismo, que proyecta en una entidad presuntamente autónoma, ideada por él mismo y entendida como divinidad, el mundo interior de sus deseos, afectos, esperanzas, carencias, etc. De aquí que Feuerbach, ya en la presentación que de su obra hace al editor, indique que su pensamiento clave es el de que «el secreto de la teología es la antropología» (XIII, 54). De este modo el hombre se convierte —tal como también lo formula al final de la primera parte de su obra— en «principio, centro y fin de la religión» (cf. VI, 222; infra, 227).
De una u otra forma intenta Feuerbach, en efecto, reiteradamente poner de manifiesto la raíz humana de la idea de divinidad y, más concretamente, de su principal configuración histórica occidental, el cristianismo. Porque Feuerbach, en EC, no reduce únicamente a antropología los que podríamos denominar predicados «filosóficos» de la divinidad (como la infinitud, unicidad, incorporeidad, etc.), sino también los teológicos o supuestamente revelados. Así, por ejemplo, «el contenido de la revelación divina es de origen humano» (VI, 250; infra, 253); el misterio de la Trinidad no significa ni simboliza sino «la verdad natural e innata al hombre» de que «sólo la vida comunitaria es vida verdadera, plena y divina» (cf. VI, 82; infra, 118) o la humana trinidad de «razón, amor y voluntad», núcleo del ser mismo del hombre (cf. VI, 3; infra, 55); la encarnación no es «un misterio especial sobrenatural» (VI, 103; infra, 103); el mismo misterio del sufrimiento del Dios encarnado no significa sino que «es divino sufrir por otros» (VI, 74; infra, 111), etc.
Entendida así, la religión y sus concretas manifestaciones históricas no son para Feuerbach sino una mera etapa transitoria en el paso del hombre hacia su propia madurez, en la que éste finalmente llega a tomar conciencia de sí mismo, de sus proyecciones autoalienantes y de la consecuente necesidad de centrarse en sí mismo. Porque el hombre vive, según Feuerbach, escindido en sí mismo entre sus creaciones fantásticas y su pobre realidad. Él «afirma en Dios lo que niega en sí mismo» (VI, 33; infra, 77). «Él vaciamiento del mundo real y la plenificación de la divinidad es un solo y mismo acto. Sólo el hombre pobre tiene un Dios rico. Dios surge del sentimiento de una carencia. Lo que el hombre echa de menos —bien sea algo determinado y, por lo tanto, consciente, bien sea inconsciente— esto es Dios» (VI, 90; infra, 123).
De la religión como «primera autoconciencia del hombre» o como «esencia infantil de la humanidad» (cf. VI, 16; infra, 65) ha de pasar, pues, el hombre a la plena autoconciencia de sí mismo. Al final de este proceso la religión misma accedería de hecho también a su propia «esencia», el hombre, que previamente había sido ya su creador.
En EC dedica Feuerbach gran parte de su esfuerzo a describir y desvelar esta dimensión humana de la religión vivida o practicada por el hombre. En este sentido la religión no hay que verla «desde el punto de vista teorético, sino del práctico» (cf. VI, 224; infra, 232), con lo que la cercanía a los planteamientos de Kant o Schleiermacher y el distanciamiento de Hegel aparecen bien patentes. La religión es así el resultado de considerar como real aquello hacia lo que apunta la dinámica inacabable del espíritu humano, con lo que la «imaginación» se convierte en Feuerbach en «el órgano y la esencia originaria de la religión» (VI, 258; infra, 259), en «sueño del espíritu humano» (VII, 287; infra, 44), que por ocurrir durante el día, es decir, en el interior de la vida misma del hombre, es denominado «sueño de la conciencia vigilante» (VI, 169; infra, 187). Con anterioridad a EC había entendido ya así Feuerbach la fe religiosa en los milagros, cuyo origen estaría en la necesidad de una «omnipotencia» que liberase al hombre de la propia limitación (VII, 31). Con ello Feuerbach pretende avanzar, de manera firme y decidida, por la vía previamente abierta por D. Fr. Strauss.
La fantasía o el deseo como desencadenadores de la dinámica religiosa cobrarán en Feuerbach cada vez más relevancia con posterioridad a EC, en obras como La esencia de la religión (1846) o la Teogonía (1857). El deseo viene a ser así en La esencia de la religión «el origen, la esencia misma de la religión» (VII, 465). Y por ello «quien no tiene deseos no tiene tampoco dioses» (ibid.). En su época más madura, al entablar polémica con la concepción schopenhaueriana de la ética —basada en la compasión y en la autonegación— pondrá Feuerbach de relieve frente a ella la irrenunciable tendencia humana a la felicidad. Justamente de esta tendencia, de este «ardiente, infinito e indomable deseo de felicidad» surgen, en la Teogonía, los dioses (IX, 80). «Si el hombre —se dice en esta misma obra— fuera capaz de lo que quiere, nunca más creería en Dios, por la sencilla razón de que él mismo sería Dios, y la realidad no es objeto de la fe [...] El hombre se siente limitado únicamente en su poder, pero ilimitado en su desear e imaginar, no-Dios en el poder, pero no-hombre en el desear» (IX, 49). De aquí que más adelante afirme todavía Feuerbach que «los dioses son los superlativos de los deseos humanos» (IX, 121). En este sentido está en lo cierto H.-J. Braun cuando describe así la concepción feuerbachiana del sentimiento religioso: «La fe no se basa en razones suficientes, como se podría pensar en una filosofía de la religión de talante racional, sino en deseos suficientes»6.
No es difícil sospechar que detrás de esta visión feuerbachiana de la religión está la controversia surgida en la universidad de Berlín, sólo un par de años antes de llegar Feuerbach a esta universidad, entre Hegel y Schleiermacher, si bien este último optó en definitiva por un prudente silencio. Sabido es que Schleiermacher, en la línea de la filosofía antirracionalista y sentimental de Fr. H. Jacobi, insistía en que la religión se caracterizaba por el sentimiento de absoluta dependencia. Hegel le objetará a Schleiermacher que con tal «sentimiento» se equipara de hecho el hombre al animal, de lo que habría que deducir, en consecuencia, que «el perro sería el mejor cristiano»7. El estudiante Feuerbach hubo de tomar partido por uno u otro de sus dos maestros. Su opción fue claramente por Schleiermacher, con la salvedad, sin embargo, de que Feuerbach pensaba que éste se había quedado todavía sólo a medio camino. Al año siguiente de la publicación de EC, y refiriéndose precisamente a los juicios vertidos sobre su obra, Feuerbach aludirá, en efecto, explícitamente a esta su conexión ideológica con su maestro berlinés:
Yo critico a Schleiermacher, no —como Hegel— porque haga de la religión cosa del sentimiento, sino solamente porque, por su timidez teológica, no llegó ni pudo llegar a sacar las obligadas consecuencias de su punto de vista, porque no tuvo valor para ver y confesar que objetivamente Dios no es más que la esencia del sentimiento, si subjetivamente el sentimiento es lo principal de la religión. A este respecto estoy tan lejos de estar contra Schleiermacher que él me sirve más bien de auténtica confirmación de mis afirmaciones deducidas de la naturaleza del sentimiento (VII, 266).
La antropología feuerbachiana vive de la asunción por el hombre de su propia realidad perdida, sustantivizada en una entidad más allá o fuera de sí mismo. De aquí que en perfecto paralelismo o conexión con la destrucción de lo teológico esté la recuperación del hombre, más exactamente, de la humanidad, o —en palabras de Feuerbach— del «género humano». Desde EC hasta sus últimos escritos es constante su visión comunitaria del hombre. Éste es un ser en relación, no encapsulado en una supuesta individualidad aislada. Por ser él así, es capaz de imaginar como Dios lo que en realidad no es sino algo perteneciente al género humano en su conjunto. El error del hombre religioso —piensa Feuerbach— es concentrar en una divinidad infinita lo que no son sino las abiertas e infinitas posibilidades del género humano en cuanto tal. Se ha creado así artificialmente una divinidad que no es sino «el compendio o la síntesis de las cualidades del género humano distribuidas entre los hombres y realizadas o por realizar a lo largo de la historia universal» (II, 259).
En la idea magnificada, infinitizada, del género humano —que en EC es caracterizado como «ilimitado» (VI, 184; infra, 198) e infinito (cf. VI, 8 s.; infra, 58)— pervive, sin duda, todavía la concepción hegeliana de la infinitud, que ya en la tesis doctoral de 1828 empezaba a adquirir rasgos humanos. No deja de ser interesante observar cómo en este escrito, centrado en el análisis (al modo hegeliano) de la «razón una, universal e infinita», ésta, es decir, la razón especulativa, infinita y omniabarcante, va a ser el molde del que va a surgir la idea antropológica del género humano. En efecto, Feuerbach insiste allí —de manera similar a como lo había hecho Agustín en sus reflexiones sobre la verdad «común»— en que el pensar implica copertenencia de todas las razones particulares a la razón común a todos los hombres. «Pensando —escribe Feuer-bach— estoy en conjunción o —más bien— estoy unido con todos, más aún, yo mismo soy todos los hombres» (XI, 17). Dicho todavía de manera más incisiva, en clara conexión con el cogito cartesiano: «Cogito, ergo omnes sum homines» [Pienso, luego soy todos los hombres] (XI, 43). Es justamente en el contexto de estas reflexiones donde Feuerbach conecta la verdad de la razón universal con la verdad del género humano. Esta última queda así radicalmente fundada en la anterior, ya que «si cada uno tuviese su propia razón particular, es decir, si la razón no fuese una y universal, quedaría cortada toda posibilidad de salir de nosotros mismos hacia el otro» (XI, 47).
Con su idea de la esencial comunitariedad del hombre, que rompe con toda subjetividad anclada en el «yo» (en EC se dice que «donde no hay tú, no hay yo»: VI, 111; infra, 140) Feuerbach se convierte de hecho en precursor de posteriores corrientes personalistas, como de sí mismo confiesa, por ejemplo, el propio M. Buber, al decir que fue Feuerbach quien, con su idea de la relación yo-tú, le proporcionó el «estímulo decisivo»8.
De todos modos la idea relacional o comunitaria del hombre, que Feuerbach plasma en EC, va a ser sometida muy pronto a una incisiva crítica por parte de Max Stirner. El autor de El Único y su propiedad (1844), con su pensamiento radicalmente individualista, contrario a todo tipo de generalidad y abstracción, reprochará a Feuerbach no haber sido suficientemente radical en su destrucción de la divinidad y de todo resto de metafísica. Con su magnificación del «género humano» no ha hecho Feuerbach en realidad otra cosa —piensa Stirner— sino cambiar de sitio a Dios: ahora no está Dios sobre el hombre, pero ha sido en cambio introducido en él mismo. «Si Feuerbach destruye su morada celestial —escribe Stirner— y le fuerza a venir a instalarse entre nosotros con armas y bagajes, nos veremos nosotros, su terrestre mansión, singularmente embarazados»9. Además, con la implantación feuerbachiana del «género humano» el hombre no ha hecho más que «dejar la piel de la vieja religión para revestir una nueva piel religiosa». Destruir la trascendencia de Dios, pero sin desarraigar la inmanencia de lo divino en el hombre, no es haber acabado con el teísmo o con la teología, como cree Feuerbach10. En efecto: «¿Cómo puede lisonjearse [Feuerbach] —objeta Stirner— de apartar a los hombres de Dios si les deja lo divino? Y si, como dice, lo esencial para ellos no ha sido nunca Dios, sino sólo sus predicados, ¿para qué quitarles la palabra si les deja la cosa?»11.
A todo ello responderá Feuerbach insistiendo en que la dimensión «genérica» no puede dejar de pertenecer a la propia autocomprensión del hombre. Se ha de elegir, pues, no entre Dios y el individuo humano (como pretende Stirner), sino entre Dios y el género humano. De lo contrario, si se renuncia a la esencial relacionalidad del hombre, la divinidad volverá a hacer acto de presencia, quiérase o no, en el hombre: «Quien no coloca el género en el lugar de la divinidad —piensa Feuerbach— deja en el individuo un vacío que necesita llenarse con la representación de un Dios, es decir, de la personificación del género. Únicamente el género es capaz de suprimir la divinidad y la religión y, al mismo tiempo, de sustituirlas» (VII, 303).
Pero la crítica de Stirner no dejó de producir, en cualquier caso, un determinado impacto en Feuerbach, por un lado obligándole a desmitificar su «género» de cualquier tipo de residuo abstracto o idealista y a identificarlo con los individuos concretos en su mutua relación, y, por otro, impulsándole a rodear de profanidad lo que hasta ahora seguía adornado de una cierta «aureola teológica». Utilizamos así la expresión de Engels, que en carta a Marx de 19 de noviembre de 1844 se mostraba de acuerdo con la crítica de Stirner: «Stirner —dice allí Engels— tiene razón al rechazar el “hombre” de Feuerbach, al menos el de La esencia del cristianismo; el “hombre” feuerbachiano está deducido de Dios. Feuerbach llegó de Dios al “hombre”, y “el hombre” está de este modo coronado de una aureola teológica de la abstracción»12.
En relación con la importancia que concede Feuerbach en EC a la relacionalidad humana es necesario destacar de igual modo la relevancia que en EC adquiere el amor. A este respecto es Feuerbach taxativo: «El principio esencial de mi libro [EC] consiste en que sólo el amor incondicional y total del hombre hacia el hombre, el amor que tiene en sí mismo su Dios y su cielo, es la verdadera religión» (VII, 257). Realmente en EC el amor viene a ocupar el lugar de la divinidad, constituyéndose él mismo en energía universal y unitiva de toda la realidad:
El amor es el vínculo, el principio de mediación entre lo perfecto y lo imperfecto, entre el ser puro y el pecaminoso, entre lo general y lo individual, entre la ley y el corazón, entre lo divino y lo humano. El amor es Dios mismo y fuera de él no hay Dios. El amor convierte al hombre en Dios y a Dios en hombre. El amor fortalece lo débil y debilita lo fuerte, humilla lo altivo y eleva lo humilde, espiritualiza la materia y materializa el espíritu. El amor es la verdadera unidad de Dios y hombre, de espíritu y naturaleza (VI, 59; infra, 99).
Por la historia de las religiones y por la propia experiencia política europea Feuerbach sabe del fanatismo y de la intransigencia político-religiosa. De ahí su interés en colocar el amor por encima de la divinidad («el amor es un poder y verdad superior a la divinidad»: VI, 65; infra, 104), por encima de la «ley» («la ley somete al hombre a sí misma, el amor lo hace libre»: VI, 59; infra, 99) y por encima también de la «fe», que en modo alguno debe limitar o constreñir al amor (cf. VI, 319 s.; infra, 305 s.). En vez de decir, por tanto, que «Dios es amor», habría que decir, más bien, a la inversa, que «el amor es Dios, el amor es el ser absoluto» (VI, 318; infra, 305). Aparece de esta manera patente que el amor en Feuerbach no es, primaria y radicalmente, una acción que surge de la subjetividad humana, sino una energía (que bien podría compararse con la concepción agustiniana del amor), que domina sobre el hombre y lo impulsa al acto amoroso concreto. Con razón se pregunta por ello Feuerbach: «¿Qué es lo más fuerte?, ¿el amor o el hombre individual? ¿Tiene el hombre amor o no es, más bien, el amor el que tiene al hombre?» (VI, 4; infra, 55).
Lo más opuesto a esta nueva religión del amor —que es así fundamentalmente ética («sólo la ética es la verdadera religión»: V, 214)— es la religiosidad tradicional, centrada en el individuo y en los intereses particulares, tal como opina Feuerbach también respecto del cristianismo, que ya «no es —dice— la religión del amor, sino la religión del egoísmo sobrenatural y espiritual» (VII, 307).
Si se tiene en cuenta esta visión feuerbachiana del amor no puede menos de producir una cierta extrañeza la crítica a la que someterá Engels, bastantes años después de la muerte de Feuerbach, la por aquél denominada «nueva religión del amor» de Feuerbach, que a la postre viene a convertirse, según Engels, en mero egoísmo individual o corporativo13. Tal crítica sólo es comprensible desde una determinada estrategia política tendente a neutralizar el movimiento del denominado «verdadero socialismo», que se inspiraba en ideas básicas feuerbachianas y, concretamente, en la relevancia concedida por Feuerbach al amor.
Volviendo de nuevo a la consideración del intento general teórico feuerbachiano de reducción de la teología a antropología, se ha de tener en cuenta que Feuerbach, en el prólogo a la primera edición de EC, advierte que su intento está ya previamente demostrado o confirmado en su verdad por la propia historia de la teología. Con ello alude Feuerbach al proceso degenerativo que ocurre, según él, en el seno mismo del cristianismo y de la reflexión teológica, y que tiene su explicación adecuada en el marco teórico de su teoría proyectiva de la religión. Según Feuerbach, el moderno cristianismo no resiste siquiera la comparación con la grandeza y pureza del cristianismo «clásico» o primitivo14. Pero si por un lado lo cristiano se ha vuelto no cristiano, ha ocurrido a su vez, desde la otra parte, el proceso inverso: lo no cristiano se ha vuelto cristiano (cf. VII, 100). Es la misma idea que Feuerbach expresará al final de su Introducción a EC: «Así cambian las cosas. Lo que ayer todavía era religión, hoy ya no lo es, y lo que hoy pasa por ateísmo, será mañana tenido por religión» (VI, 40; infra, 82). Haciendo referencia a sus Pensamientos sobre muerte e inmortalidad explicitará todavía Feuerbach posteriormente, de manera más detallada, esta paradoja:
No podemos menos de observar cómo los no creyentes padecen por todas partes postergación, injurias, persecución y privaciones de toda clase por causa de su falta de fe. ¡Cómo han cambiado las cosas! Mientras que antes los hombres creían en Dios por causa de la vida eterna, creen ahora en él por causa de la vida temporal; mientras que antes a la fe en Dios y en la inmortalidad [...] estaba unida la pérdida de los bienes de la felicidad, está ahora unida a ella la consecución y disfrute de los mismos [...] En una palabra, mientras que los cristianos eran antes los pobres, los perseguidos, los que sufrían, lo son ahora los no cristianos. ¡Qué cambio tan notable! Los que nominal o teoréticamente son cristianos y creyentes en Dios son paganos de hecho y en la práctica; y los nominal y teoréticamente paganos son cristianos prácticos y verdaderos. Sin embargo, [...] el triunfo político del cristianismo es su ruina moral. Los que ahora [...] son los amigos del cristianismo serán considerados algún día como sus verdaderos enemigos; y los que ahora pasan por ser enemigos del cristianismo serán reconocidos algún día como sus verdaderos amigos (I, 194 s.).
Por ello Kierkegaard, en cuya Biblioteca figura EC, no deja de tener razón cuando, utilizando su conocida distinción entre «cristiandad» y «cristianismo», escribe: «Es falso cuando la cristiandad actual dice que Feuerbach ataca al cristianismo. ¡No es verdad! Ataca a los cristianos, mostrando que su vida no se corresponde con la doctrina del cristianismo»15.
De hecho Feuerbach en el prólogo mismo a la primera edición de EC habla de la finalidad «terapéutica» de su obra16. Él no pretende, pues, directamente la «negación de la religión», sino su «purificación» de representaciones religiosas en contradicción con el hombre (cf. X, 344). Porque lo decisivo es el contenido o la imagen que el hombre se hace de la divinidad, no la concreta caracterización nominal como ateo o teísta (cf. VI, 243; infra, 247). Y la clave de una buena comprensión de la divinidad sería para Feuerbach su no contradicción con el ser real del hombre. En caso contrario Feuerbach dice comportarse «negativamente», pero siempre en función de la positividad del hombre: «niego solamente para afirmar; niego únicamente la esencia aparente y fantástica de la teología y de la religión para afirmar el ser real del hombre» (VIII, 29).
De aquí el cuidado de Feuerbach en distinguir en EC de manera neta entre lo que él denomina los «predicados» divinos y el «sujeto» Dios. Éste no tiene por qué identificarse con los predicados «divinos». Se puede, pues, negar al sujeto Dios sin que por ello se renuncie a la divinidad de sus predicados. Ello significa, según Feuerbach, que un verdadero ateo sería únicamente quien no sólo niega el sujeto, sino también los predicados de la esencia divina, «como, por ejemplo, el amor, la sabiduría, la justicia». Y, por tanto, «la negación del sujeto no implica en modo alguno, necesariamente y al mismo tiempo, la negación de los predicados en sí mismos». La divinidad de las cualidades o predicados divinos está por encima del sujeto Dios, ya que «una cualidad no es divina porque Dios la posee, sino que Dios la posee porque ella es de por sí divina, porque Dios sin ella sería un ser deficiente» (cf. VI, 26; infra, 73).
Desde este punto de vista son clave para la hermenéutica de la concepción religiosa de Feuerbach las palabras (sobre el sentido concreto de su presunto ateísmo) con las que éste concluye el prólogo que antepone a la primera edición de sus Obras completas (1846):
Quien no sabe decir de mí sino que soy ateo, no sabe nada de mí. La cuestión de la existencia o no existencia de Dios, la contraposición de teísmo y ateísmo pertenece al siglo XVII y XVIII, pero no al XIX. Yo niego a Dios. Esto quiere decir en mi caso: yo niego la negación del hombre [...] La cuestión del ser o no ser de Dios es en mi caso únicamente la cuestión del ser o no ser del hombre (II, 411).
De todo lo dicho se deduce la complejidad de la aparentemente fácil y comprensible reducción feuerbachiana de la teología a antropología. Feuerbach, tantas veces considerado (y en buena parte con plena razón) como iniciador del ateísmo moderno, no deja de advertir también en el prólogo a la segunda edición de EC:
Si yo rebajo la teología a antropología no hago sino elevar la antropología a teología, del mismo modo que el cristianismo, al rebajar a Dios hasta el hombre, convirtió a éste en Dios (VII, 287; infra, 44).
De todos modos, la visión feuerbachiana de la divinidad y de la religión no puede considerarse aislada del largo proceso ideológico que tiene su inicio occidental en la crítica de la primera filosofía griega a los dioses antropomórficos de la religión popular. Pero en la medida en que esta crítica, en el desarrollo de la historia del pensamiento, se veía obligada a distanciarse de la vivencia religiosa común y popular, el «dios de los filósofos» se hacía cada vez más abstracto y alejado del hombre. En la razón «teorética» de Kant llegará a convertirse en mera «idea», en la que sólo se puede «pensar». No pocos intérpretes del Opus postumum kantiano ven ya incluso en este escrito atisbos de una reducción antropológica de la divinidad. Nada extraño por ello que Feuerbach, después de despedirse ideológicamente de Hegel en 1839, recalara en buena parte en la órbita de Kant. De ahí su interés en conectar su propia problemática con la «razón práctica» kantiana (cf. X, 340). H. M. Sass ha percibido, además, una «analogía formal» entre la Crítica de la razón pura y EC17. En cualquier caso, respecto de la religión, la impostación kantiana de la «razón» en La religión dentro de los límites de la mera razón va a ser sustituida —según indica el propio Feuerbach18— por «la religión dentro de los límites de la mera humanidad». Se trata, por ello —según le escribe Feuerbach a A. Ruge, aludiendo al posible título de EC—, de una razón «impura»19, embarazada de humanidad. Por otra parte, respecto de la concepción feuerbachiana del «género humano», tan central en EC, en otro lugar20 hemos intentado mostrar su manifiesta procedencia kantiana.
En relación con el influjo ideológico de EC en la historia del pensamiento, resulta difícil ser esquemático.
En primer lugar habría que hablar del marxismo. Bien conocido es el pasaje en el que Engels rememora, casi medio siglo después de su aparición, el impacto general producido por EC:
Sólo habiendo vivido la fuerza liberadora de este libro podemos formarnos una idea de ella. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir por ella —pese a todas sus reservas críticas— puede verse leyendo La sagrada familia21.
En realidad, la visión que Marx y Engels tienen de la religión es fiel copia de las ideas básicas de Feuerbach. Por otra parte, la crítica política marxista, al menos inicialmente, utilizó de hecho el mismo esquema de la crítica religiosa feuerbachiana. El propio Feuerbach hace referencia, en el prólogo a la segunda edición de EC, a la no disimulada molestia que produjo su antropologización de la teología en los políticos, «que consideran la religión como el más político de los medios para el avasallamiento y opresión del hombre» (VII, 276; infra, 36). Se suele considerar, por otra parte, típica del marxismo la concepción de la «ideología», en cuanto conjunto de elementos teóricos del derecho, la política, la religión, etc., que tienen su origen en una determinada infraestructura material o socio-económica. Ahora bien, en otro lugar22 hemos analizado también cómo Feuerbach puede y debe ser considerado con razón (frente a la pretendida neta originalidad de los teóricos del marxismo) como un claro precedente de la teoría de la «ideología». Aludimos solamente a un pasaje de la obra de Feuerbach. Años antes de que en La ideología alemana se escribiera la conocida sentencia de que «no es la conciencia la que determina la vida, sino que es la vida la que determina la conciencia»23, había ya formulado Feuerbach este mismo pensamiento, caracterizador de la «ideología», tres años antes de la publicación de EC, en su estudio sobre Pierre Bayle:
La situación, la profesión del hombre tienen un influjo sobre su manera de pensar, su interior y sus creencias, mayor de lo que el hombre mismo es consciente [...] No es el pensamiento [Gesinnung] el que sostiene la situación concreta [Stand], sino que es ésta la que sostiene a aquél (V, 132).
No podemos extendernos sobre el influjo que la lectura de EC produjo en pensadores como A. Schopenhauer24 o Fr. Nietzsche. Hagamos sólo una brevísima indicación sobre este último, dado que si EC topó en Schopenhauer con un pensador ya maduro y bien seguro de su propio sistema, no ocurrió lo mismo con Nietzsche, de quien hay constancia de que a los diecisiete o dieciocho años leyó y asimiló entusiásticamente EC. En un fragmento de carta del año 1862, al calor de la lectura de la obra feuerbachiana, Nietzsche se extiende, además, sobre los pensamientos de Feuerbach —aunque sin citar a éste explícitamente en ningún momento— , para concluir diciendo que la humanidad es «el principio, el centro, el fin de la religión»25. La identidad de estas palabras con las que escribe Feuerbach al final de la primera parte de EC es bien clara: «El hombre —escribe allí Feuerbach— es el principio de la religión, el hombre [es] el centro de la religión, el hombre [es] el fin de la religión» (VI, 222; infra, 227). Es evidente, por lo demás, para cualquier atento lector de las obras de Feuerbach y Nietzsche la similitud con la teoría feuerbachiana de la religión de la visión general nietzscheana de la divinidad y de la religión26.
En cuanto al impacto producido por la obra feuerbachiana en las iglesias cristianas, digamos sólo algo en relación con el protestantismo. Ante la reacción crítica a EC de diversos representantes de la teología protestante, Feuerbach se decidió a hacer un análisis detenido de la obra de Lutero. Éste es el origen de las numerosas alusiones a Lutero de la segunda edición de EC. De este modo pretende Feuerbach fundamentar en los mismos escritos de Lutero su propia reducción de la teología a antropología. Y es significativo a este respecto el que el gran teólogo protestante, representante de la «teología dialéctica», K. Barth haya indicado que sería difícil sostener que Lutero y el luteranismo no hayan «preparado de hecho el paso de la teología a la antropología de la época moderna», haciendo referencia explícita, entre otros, a Feuerbach27.
Por otra parte, la concepción de la divinidad como mera proyección subjetiva del hombre era para Feuerbach (al fin y al cabo educado en el protestantismo y antiguo estudiante de teología protestante) tanto más fácil de elaborar cuanto que el protestantismo clásico insistía ya en la dimensión subjetiva e interior de la «sola fe» y poseía, por tanto, de ese modo —como advierte el propio Feuerbach (cf. III, 14 s.)— una notable afinidad con el subjetivismo de la filosofía moderna. En cualquier caso, Barth se entiende a sí mismo como antídoto y contrapunto del proceso antropologizador de la teología que, según él, tiene su momento culminante en Feuerbach, a quien Barth no deja de enumerar entre los teólogos protestantes del siglo XIX. Según él la teología que no se libere de tal proceso difícilmente podrá escapar de las críticas feuerbachianas a la religión.
En su Crítica de la filosofía de Hegel (1839), previa a EC, Feuerbach anuncia ya su específica metodología para abordar los problemas de la filosofía y de la realidad. Su filosofía ha de ser, frente a la hegeliana, «genético-crítica», es decir, interesada por el «origen» —«psicológico» o no— de sus objetos (cf. II, 194). Debido a ello habla Feuerbach en el prólogo a la primera edición de EC de su particular metodología en el tratamiento del problema de la religión, «el método de la química analítica»28. La actitud eminentemente descriptiva es, pues, en Feuerbach esencial. En ello se interpreta a sí mismo contrario a la filosofía trascendental de Kant: «Yo no me pregunto como Kant: ¿cómo son posibles las proposiciones a priori? O sea, no me pregunto: ¿cómo es posible la religión?; sino más bien: ¿qué es la religión, que es Dios? Y esto a base de hechos concretos» (X, 344). De este modo aparece suficientemente claro que se intenta un acercamiento al fenómeno religioso, no estrictamente desde la filosofía o la metafísica, sino desde la psicología, lo que queda de algún modo confirmado en el prólogo a la primera edición de EC, al decirse allí que la teología es tratada en EC como «patología psíquica» y no como «ontología» (al estilo de la «filosofía especulativa de la religión»)29.
De estas someras indicaciones sobre la metodología de Feuerbach se pueden ya de algún modo deducir los límites de su tratamiento de la religión y, en consecuencia, la relatividad de sus conclusiones básicas. No sería aventurado afirmar que Feuerbach quedó de algún modo inhabilitado para un tratamiento integral o global de la religión desde su ruptura en 1839 con la filosofía hegeliana, que le empujó justamente a lo que Feuerbach denominaba la «no-filosofía», el análisis meramente empírico de la realidad. Pero la ruptura con Hegel significó también la ruptura con su propio pensamiento hegeliano de la tesis doctoral de 1828, en la que la divinidad en cuanto «infinitud» era afirmada como presupuesto básico e irrenunciable de cualquier consideración o conciencia de la finitud humana. Feuerbach decía, en efecto, en su tesis doctoral —en directa contraposición con su posterior concepción— que el «deseo» humano presupone la realidad de aquello que se desea: «ningún deseo natural está vacío o desprovisto de aquella cosa que deseo; de lo contrario no desearía esta misma cosa que deseo, sino otra cualquiera, lo que no puede ser más absurdo» (XI, 33). Ello era válido también, según Feuerbach, en relación con la infinitud, que está siempre ocultamente presente, de algún modo, en la mente humana: «en el deseo de conocer el infinito está contenido el mismo infinito» (ibid.).
Relativamente pronto, sin embargo, empezó Feuerbach a abandonar, antes todavía de su ruptura formal con Hegel de 1839, estas ideas. La anterior afirmación de la infinitud presente siempre en la finitud le condujo de hecho a Feuerbach a la concepción de la absorción de la divinidad por el mundo, que se convierte de este modo en «divino». La simpatía que muestra Feuerbach con el panteísmo, sobre todo en las lecciones que dicta en Erlangen en 1835-36, tiene aquí su raíz. Por otra parte Feuerbach sostiene que hay un proceso lineal y coherente desde el teísmo o la teología, pasando por el panteísmo, hasta el ateísmo (cf. II, 223 s.). Pues —según dice— «al no estar las cosas o el mundo fuera de Dios, no existe tampoco Dios ninguno fuera del mundo» (II, 263). De aquí la especificidad del ateísmo de Feuerbach, que es al mismo tiempo entusiasmo por el mundo, fe absoluta en la humanidad. No se trata naturalmente de que Feuerbach haya sido conducido por esta mera sucesión «lógi-ca» de las ideas a su crítica de la religión, dado que lo decisivo fue —como sabemos— su opción determinante por el hombre. Sin embargo, la continua tentación panteísta inserta en la filosofía hegeliana y los endebles esquemas religiosos de la teología pietista proporcionaron sin duda a Feuerbach herramientas teóricas para su crítica de la religión y para su actitud radicalmente humanista.
Se puede decir, sin embargo, que Feuerbach no se sintió totalmente satisfecho con la impostación humanista y subjetivista de que hace gala en EC, y ello justamente por los problemas que tal exclusivización de lo humano planteaba a la cabal comprensión de la indefinidad de los deseos humanos y de la supuesta infinitud y no-humanidad de la divinidad. En efecto, en su obra posterior, La esencia de la religión (1846), echará mano de la «naturaleza» (como entidad aureolada de una superioridad a lo humano que la introduce en la dimensión de la infinitud), para poder explicar el hecho del surgimiento en el hombre de deseos y aspiraciones infinitos y de la misma idea de divinidad infinita, que —según el propio Feuerbach reconoce— no pueden proceder de la mera finitud de lo humano. No el hombre sólo, sino el hombre y la naturaleza, o el hombre inmerso en ella son ahora, pues, el verdadero origen de la religión, de las proyecciones religiosas del hombre. En palabras de Feuerbach:
Si sinteticé antes [en EC] mi doctrina en la frase «la teología es antropología», he de añadir ahora, a modo de complemento: «la teología es antropología y fisiología». Mi doctrina o intuición se resumen, por tanto, en estas dos palabras: naturaleza y hombre (VIII, 26).
Ahora bien, tal inclusión tardía de la «naturaleza» en la comprensión del fenómeno religioso humano puede ser interpretada, no sin razón, como nostalgia especulativa de la abandonada infinitud hegeliana, dado que Feuerbach parece haber caído ahora en la cuenta de la necesidad de contar con una instancia extrasubjetiva, no-humana, para la explicación adecuada del acto religioso que surge en la finitud del hombre, pero que no puede ser explicado suficientemente desde ella sola. De hecho la actual fenomenología de la religión acostumbra a considerar característico del acto religioso el «sobrecogimiento», es decir, el hecho de que el hombre religioso parece experimentarse a sí mismo como tal, no a partir de su personal dinámica subjetiva, sino como desbordado, más bien, en su propia subjetividad por algo que se le impone.
Desde otro punto de vista, es posible que la reducción feuerbachiana de la teología a antropología haya hecho un no pequeño servicio al posterior replanteamiento del problema de la divinidad. Sabemos, en efecto, de la importancia concedida por Feuerbach al «tú» («el hombre es el Dios del hombre»: VII, 304), que es considerado por él como raíz y criterio decisivos del acto moral. Ahora bien, justamente en esta dirección avanzarán las reflexiones de pensadores como M. Buber (que se considera discípulo de Feuerbach) o E. Lévinas, al colocar la «abstracta» infinitud cartesiano-hegeliana en el «tú», en el «otro», que provoca y obliga al yo de manera absoluta, haciéndole descubrir así en el tú la oculta presencia de la divinidad. De modo que es posible, en este sentido, que P. Berger esté en lo cierto, al indicar, respecto de Feuerbach, que una profundización en la reducción de la teología a antropología podría conducir a «la reconstrución de la antropología a la manera teológica»30.
En todo caso, la reiterada insistencia de Feuerbach en el condicionamiento humano de las representaciones religiosas debería servirnos de antídoto definitivo contra cualquier pretensión absoluta en el lenguaje y en la reflexión sobre la divinidad.
1. Cf. IV, 417. Citamos volumen y página de sus Sämtliche Werke, eds. W. Bolin y F. Jodl, Stuttgart-Bad Cannstatt,2 1959.
2. Cf. XIII, 55 s. En el prólogo a la primera edición indica Feuerbach que «el de Sócrates» es «el verdadero exergo y tema» de su obra. Cf. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, ed. W. Schuffenhauer, Berlin, 1956, 7; infra, 19. Siempre que se trate de pasajes de EC, indicaremos también —como en este caso— a continuación de infra la página correspondiente de la presente edición castellana de EC. Respecto de las diversas ediciones de EC se ha de tener sobre todo en cuenta que la segunda edición, de 1843, fue reelaborada y ampliada por Feuerbach, con inclusión sobre todo de abundantes referencias a Lutero. La tercera, de 1849, no ofrece especiales variantes respecto de esta segunda. La traducción castellana de EC que el lector tiene ahora en sus manos se basa en la segunda y tercera edición, tal como aparece en el vol. VI de las Sämtliche Werke de Feuerbach (ver nota 1). En general sobre las variantes principales de las diversas ediciones de esta obra puede verse S. Rawidowicz, Ludwig Feuerbachs Philosophie. Ursprung und Schicksal, Berlin,2 1964, 82 ss.
3. Cf. H. Wagenhammer, Das Wesen des Christentums. Eine begriffsgeschichtliche Untersuchung, Mainz, 1973, 10.
4. C. Fabro, Ludwig Feuerbach: La esencia del cristianismo, Madrid, 1977, 12.
5. Cf. L. Feuerbach, A essência do cristianismo. Apresentaçâo e trad. de A. Veríssimo Serrâo, Lisboa, 1994, V.
6. H.-J. Braun, «Stadien und Strukturen Feuerbachscher Religionskritik. Notizen zur reli-gionsphänomenologischen Methodendiskussion», en H.-J. Braun y otros (eds.), Ludwig Feuerbach und die Philosophie der Zukunft, Berlin, 1990, 110.
7. G. W. F. Hegel, Berliner Schriften, ed. J. Hoffmeister, Hamburg, 1956, 74. Feuerbach aludió de manera concreta a esta polémica en sus conferencias públicas sobre la esencia de la religión de 1848-49 (cf. VIII, 31).
8. Cf. M. Buber, ¿Qué es el hombre?, México, 1949, 58 s.
9. M. Stirner, El Único y su propiedad, Madrid-Valencia, s/d., I, 49.
10. Cf. ibid., I, 67 s.
11. Ibid., I, 82.
12. K. Marx y Fr. Engels, Briefwechsel, Berlin, 1949-1950, I, 9 s. Para una mayor información sobre la polémica entre Stirner y Feuerbach puede verse M. Cabada Castro, El humanismo premarxista de Ludwig Feuerbach, Madrid, 1975, 30 s., 33 ss., 105-109.
13. Cf. Fr. Engels, «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana», en K. Marx y Fr. Engels, Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, México, 1970, 55.
14. Cf. L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, 5 s.; infra, 32.
15. S. Kierkegaard, Diario (ed. de C. Fabro), vol. II, Brescia, 1949, 268. Cf. también C. Fabro, Ludwig Feuerbach..., 20 s.
16. Cf. L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, 7; infra, 33.
17. Cf. H.-M. Sass, «Feuerbachs Prospekt einer neuen Philosophie»: Revue Internationale de Philosophie, 26 (1972), 256.
18. Cf. K. Grün (ed.), Ludwig Feuerbach in seinem Briefwechsel und Nachlass sowie in seiner philosophischen Charakterentwicklung, Leipzig/Heidelberg, 1874, I, 422.
19. Cf. L. Feuerbach, Gesammelte Werke, ed. W. Schuffenhauer, Bd. 9, Kleinere Schriften II (1839-1846), Berlin, 1970, 81.
20. Cf. M. Cabada Castro, Feuerbach y Kant: dos actitudes antropológicas, Madrid, 1980, 154-164.
21. K. Marx y Fr. Engels, Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, México, 1970, 29 s.
22. Cf. M. Cabada Castro, «La autorrealización o liberación humana como crítica de la religión en Feuerbach», en M. Fraijó (ed.), Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid, 1994, 303 s.
23. K. Marx y Fr. Engels, La ideología alemana, Montevideo-Barcelona, 1970, 26. Como es sabido, La ideología alemana, redactada por el año 1845, permaneció inédita hasta entrado el siglo XX.
24. Remitimos al lector a nuestros análisis en M. Cabada Castro, Querer o no querer vivir. El debate entre Schopenhauer, Feuerbach, Wagner y Nietzsche sobre el sentido de la existencia humana, Barcelona, 1994, 97-108, 163 ss.
25. Cf. Fr. Nietzsche, Sämtliche Briefe. Kritische Studienausgabe, ed. G. Colli y M. Montinari, München-Berlin, 1975-1984, I, 202.
26. Pueden leerse nuestros análisis al respecto en M. Cabada Castro, Querer..., 301-323.
27. Cf. K. Barth, Die kirchliche Dogmatik IV. Die Lehre von der Versöhnung, 2. Teil, Zollikon/Zürich, 1955, 90.
28. Cf. L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, 5; infra, 31.
29. Cf. ibid., 4 s.; infra, 31.
30. Cf. P. L. Berger, Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona, 1971, 249 s.
La inclinación o la aversión del lector encuentran concentradas en la presente obra los pensamientos del autor sobre la religión y el cristianismo, la teología y la filosofía especulativa de la religión. Hasta ahora diseminadas en trabajos diversos aforísticos y polémicos, son ahora de nuevo elaboradas, desarrolladas, fundadas, conservadas y reformadas, limitadas y ampliadas, moderadas y aristadas, siempre y cuando su objeto lo implicara y exigiera. Sin embargo, adviértase bien, no las ha agotado completamente, porque el autor, apartándose de generalidades nebulosas, ha seguido en esta obra, como en todas las demás, un tema bien determinado.
La presente obra contiene los elementos —adviértase bien— sólo los elementos críticos de una filosofía de la religión positiva o de la revelación, pero, por supuesto, como era de esperar, de una filosofía de la religión, no en el sentido infantil e ingenuo de nuestra mitología cristiana que admite como un hecho todos los cuentos mistificadores de la historia, ni tampoco en el sentido pedante de nuestra filosofía especulativa de la religión que, así lo ha hecho durante mucho tiempo la escolástica, demuestra los articulus fidei del mismo modo que una verdad lógico-metafísica.
La filosofía especulativa de la religión sacrifica la religión a la filosofía, la mitología cristiana sacrifica la filosofía a la religión: una convierte a la religión en un juego del libre-arbitrio especulativo, la otra convierte a la razón en juguete de un materialismo religioso fantástico; la una sólo permite decir a la religión lo que ella misma piensa y dice mucho mejor, la otra hace hablar a la religión en lugar de la razón; la una, incapaz de salir de sí misma, convierte las imágenes de la religión en sus propios pensamientos, mientras que la otra, incapaz de volver a sí misma, convierte las imágenes en cosas.
Por supuesto, es evidente que la filosofía o la religión en general, es decir, prescindiendo de su diferencia específica, son idénticas, y que, puesto que es un mismo ser el que piensa y el que cree, las imágenes de la religión expresan, al mismo tiempo, pensamientos y cosas; y puesto que toda religión determinada, toda creencia es, al mismo tiempo, un modo de pensamiento, es imposible que un hombre cualquiera crea lo que contradice su facultad de pensamiento y de representación. Así, para el que cree en el milagro, éste no contradice en absoluto a la razón, más aún, es algo completamente natural, porque es un efecto que se deriva por sí mismo de la omnipotencia divina, que es para él igualmente una idea completamente natural. Del mismo modo, para la fe, la resurrección de la carne es tan clara y natural como la salida del sol después de su puesta, el despertar de la primavera después del invierno, el crecimiento de las plantas a partir de las semillas sembradas en la tierra. Sólo cuando el hombre no existe, ni siente, ni piensa en armonía con su fe, cuando la fe no es ya una verdad que penetra el hombre, sólo entonces se yergue con un vigor particular la contradicción de la fe, de la religión con la razón. Por supuesto, aun cuando la fe está en armonía consigo misma, declara sus objetos incomprensibles y contradictorios respecto a la razón; pero distingue entre la razón cristiana y la pagana, entre la razón ilustrada y la razón natural. Esta distinción quiere decir lo siguiente: sólo para el incrédulo los objetos de la fe contradicen la razón; pero para el que cree y está convencido de su verdad, estos objetos tienen valor de razón suprema.
Pero aun en el seno de esta armonía entre la fe cristiana o religiosa y la razón cristiana o religiosa, subsiste, sin embargo, una distinción esencial entre la fe y la razón, puesto que hasta la misma fe no puede prescindir de la razón natural. Ésta no es otra cosa que la razón por excelencia, la razón universal con sus leyes y verdades universales; en cambio, la fe cristiana, o, lo que es lo mismo, la razón cristiana, es una suma de verdades particulares, de privilegios y exenciones particulares, es decir, una razón particular. Dicho más breve y estrictamente: la razón es la regla, la fe, la excepción en relación a la regla. Aun dentro de la mejor de las armonías hay inevitablemente colisión entre las dos, pues la especificidad de la fe y la universalidad de la razón no coinciden perfectamente: queda siempre libre un excedente de razón, que, en ciertos momentos particulares, se deja sentir por sí mismo, en contradicción con la razón unida a la base de la fe. De este modo la diferencia de la fe y de la razón se convierte en un hecho psicológico.
Y no es precisamente en lo que la fe coincide con la razón universal sobre lo que se funda la esencia de la fe, sino en lo que las distingue. La particularidad es la raíz de la fe: es por esta razón por la que hasta su carácter exterior está unido a una época particular, a un nombre particular. Identificar fe y razón significa diluir la fe, disolver su diferencia. Si, por ejemplo, concedo que la creencia en el pecado original significa sólo que el hombre no es por naturaleza tal como debiera ser, le hago decir solamente una verdad racionalista y universal, una verdad que todo hombre conoce, y que confirma hasta el hombre salvaje en estado primitivo cuando cubre con una piel su desnudez, pues por este hecho expresa simplemente que el hombre no es por naturaleza lo que debiera ser. Ciertamente el pecado original tiene en el fondo de él mismo esta idea universal, pero lo que la convierte en objeto de fe, en verdad religiosa, es precisamente lo particular, lo diferencial, lo que no coincide en absoluto con la razón universal. Para la religión, o por lo menos para la teología, la relación del pensamiento a los objetos de la religión, entendida como relación de elucidación, es siempre y necesariamente disolvente y destructora —por lo tanto, la tarea de esta obra será el mostrar que los misterios sobrenaturales de la religión tienen como fundamento verdades muy simples y naturales—, pero, al mismo tiempo, es indispensable mantener la diferencia esencial entre religión y filosofía, en el caso de que se quiera descargar la bilis no sobre él mismo, sino sobre la religión. Es la imagen la que funda la distinción esencial entre la religión y la filosofía. La religión es esencialmente dramática. Dios mismo es un ser dramático, es decir, personal. Quien quite a la religión la imagen la priva de su sujeto, y no conserva de ella más que su caput mortuum. La imagen, en cuanto imagen, es una cosa.
En este libro las imágenes no serán convertidas ni en ideas —por lo menos en el sentido de la filosofía especulativa de la religión— ni en cosas, sino serán consideradas como simples imágenes —es decir, la teología no ser tratada ni como pragmatología mística (como hace la mitología cristiana), ni como ontología (como hace la filosofía especulativa de la religión), sino como patología psíquica.
El método adoptado por el autor es completamente objetivo; es el de la química analítica. Por esta razón, allí donde era necesario y posible, se han introducido documentos, en parte al pie del texto, en parte en un apéndice especial, a fin de legitimar las conclusiones ganadas en el análisis, es decir, a fin de probar su fundamento objetivo. Por consiguiente, si se encuentran chocantes, ilegítimos los resultados del método utilizado por el autor, que se sea lo bastante justo como para atribuir la responsabilidad no a mí, sino al objeto mismo.
Existe una buena razón para que el autor haya extraído sus testimonios de los archivos de siglos que ya quedan muy atrás. El cristianismo ha tenido su época clásica, y sólo el verdadero, el grande, el clásico es digno de ser pensado; el no-clásico depende del forum de la comedia o de la sátira. Para poder establecer el cristianismo como objeto digno de pensamiento, el autor debió prescindir del cristianismo cobarde, superficial, confortable, esteta, versátil y epicúreo del mundo moderno, y trasladarse a los tiempos en que la esposa de Cristo era todavía casta, virgen e inmaculada, cuando ella no tejía todavía las rosas y los mirtos de la Venus pagana en la corona de espinas de su esposo celestial, para evitar desvanecerse delante del espectáculo del Dios sufriente; la época en que ella era pobre en tesoros terrenales, pero rica y feliz en el goce de los misterios de un amor sobrenatural.
El cristianismo sólo tiene un testimonio que exhibir: los testimonia paupertatis. Todo lo que posee todavía no proviene de él: viene de las limosnas de los siglos pasados. Si el cristianismo moderno fuera un objeto digno de la crítica filosófica, el autor habrá podido ahorrarse las fatigas de la reflexión y del estudio que le ha costado su obra. La historia de la teología ha demostrado y confirmado a posteriori desde hace ya mucho tiempo lo que en este escrito se ha demostrado, por así decir, a priori: