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Best seller #1 de The New York Times, con ediciones en 17 lenguas y 25 países. El segundo libro de la apasionante trilogía La reina Roja, sigue las aventuras de Mare Barrow en su búsqueda de justicia. La sangre de Mare Barrow es roja, del color de los empobrecidos, la gente común; sin embargo, su capacidad sobrehumana de controlar los relámpagos la ha puesto en la mira de la realeza. Es allí, entre el glamour y la buena vida de la corte, donde Mare carga con el estigma de la abominación, y donde conoce también una amarga traición. Entre sábanas de seda, sin embargo, nuestra protagonista descubre otra cosa: ella no es la única Roja con habilidades especiales. Así, Mare deberá encontrar y unir bajo un solo estandarte a los de su clase, en contra de la opresión de los Plateados, pero, en su implacable búsqueda de venganza, ¿no está en riesgo de convertirse en aquello que combate? "A veces, tal vez cada par de meses, en el vasto mundo de blogs y videoreseñas, existe un libro al que virtualmente todo mundo ama, y cuando digo todo mundo me refiero a TODOS. La reina Roja, es uno de ellos." The Guardian
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Seitenzahl: 729
A mis abuelos. Aquí y allá, siempre estarán en casa.
Retrocedo. El paño que ella me tiende está limpio, pero huele a sangre. No debería importarme. Toda mi ropa está manchada. La roja es mía, por supuesto; la plateada pertenece a muchos otros: Evangeline, Ptolemus, el lord ninfo, todos los que quisieron matarme en el ruedo. Supongo que un poco de ella es de Cal. Sangró profusamente en la arena, debido a las cortadas y lesiones que nuestros presuntos verdugos le infligieron. Ahora está sentado delante de mí, y mira sus pies mientras permite que sus heridas inicien su lento proceso de curación natural. Yo miro una de las numerosas cortadas que recibí en los brazos, causadas tal vez por Evangeline. Es reciente, y lo bastante profunda para dejar una cicatriz. A una parte de mí le complace la idea: esta cuchillada caprichosa no desaparecerá como por arte de magia entre las frías manos de un sanador. Cal y yo no estamos más en el mundo Plateado, con alguien que borre sin rechistar nuestras cicatrices arduamente ganadas. Hemos huido. O cuando menos yo lo hice. Sus cadenas son un firme recordatorio de su cautiverio.
Farley mueve mi mano con un roce sorpresivamente suave.
—Cubre tu rostro, Niña Relámpago. Es justo lo que ellos buscan.
Por una vez, obedezco. Los demás me siguen, y se cubren también la boca y la nariz con una tela roja. El rostro de Cal es el único que permanece a la vista, pero no dura mucho. Él no impide que Farley le amarre una pañoleta, lo que lo hace parecer uno de nosotros.
¡Si en verdad lo fuera!
Un zumbido eléctrico bulle en mi sangre, y me recuerda el tren subterráneo. Nos lleva inexorablemente adelante, a una ciudad que fue un refugio en otro tiempo. Avanza a toda prisa, y chilla sobre unos rieles antiguos como si fuera un raudo Plateado que corriese a cielo abierto. Escucho el metal chirriante, lo siento en la médula de mis huesos, donde un dolor frío se asienta. Mi cólera, mi fuerza en el ruedo parecen recuerdos lejanos, que dejaron sólo sufrimiento y temor. Apenas puedo imaginar lo que Cal piensa en este instante. Lo ha perdido todo, todo lo que en algún momento tuvo un significado especial para él. Un padre, un hermano, un reino. Cómo logra mantener la compostura pese a las sacudidas de la locomotora, no lo sé.
Nadie tiene que indicarme la razón de nuestra urgencia. Farley y sus compañeros de la Guardia Escarlata, tensos como un resorte, son explicación suficiente para mí. Aún estamos huyendo.
Maven ya recorrió este camino, y volverá a hacerlo. Esta vez con la furia de sus soldados, su madre y su nueva corona. Ayer era un príncipe; hoy es el rey. Pensé que era mi amigo, mi prometido; ahora sé que no lo es.
Un día confié en él. Hoy sé que lo odio, que le temo. Cooperó en la muerte de su padre a cambio de una corona, e incriminó a su hermano en el crimen. Sabe que la radiación de la Ciudad de las Ruinas es una mentira, un truco, y adónde lleva este tren. El santuario que Farley construyó ya no está a salvo para nosotros. Ni para ti.
Bien podría ser que corramos ahora en dirección a una trampa.
Un brazo me rodea con fuerza cuando nota mi desasosiego. Es Shade. No puedo creer todavía que mi hermano esté vivo a mi lado ni —lo más raro de todo— que sea igual que yo: Rojo y Plateado, y más fuerte que ambos.
—No dejaré que vuelvan a llevarte —susurra con voz tan baja que apenas lo oigo. Supongo que la lealtad a quienquiera que no sea la Guardia Escarlata, incluso a la familia, está prohibida—. Lo prometo.
Su presencia es tranquilizadora, y me hace viajar en el tiempo. A su conscripción, a una primavera lluviosa en la que podíamos fingir que éramos niños todavía. Lo único que existía en esos años era el lodo, la aldea y nuestra insensata costumbre de ignorar el futuro. Hoy sólo pienso en el futuro, y me pregunto a qué siniestro camino nos han arrojado mis acciones.
—¿Qué haremos ahora?
Dirijo la pregunta a Farley, pero mis ojos tropiezan con Kilorn. Está detrás de ella como un guardián consciente de sus deberes, con la mandíbula apretada y vendajes sanguinolentos. ¡Y pensar que hace muy poco era sólo un aprendiz de pescador! Lo mismo que Shade, parece fuera de lugar, un fantasma de una época previa a todo esto.
—Siempre hay un sitio adonde huir —responde Farley, más atenta a Cal que a otra cosa. Espera que se muestre belicoso, que se resista, pero no hace lo uno ni lo otro—. No le quites las manos de encima —añade en dirección a Shade, a quien se vuelve después de un largo momento. Mi hermano inclina afirmativamente la cabeza y su palma se siente pesada en mi hombro—. No la podemos perder.
No soy un general ni un estratega, pero el razonamiento de Farley resulta claro. Soy la Niña Relámpago, electricidad viviente, un rayo en forma humana. La gente conoce mi nombre, mi rostro y mis habilidades. Soy valiosa, poderosa, y Maven hará lo imposible por impedir que yo ataque una vez más. No sé cómo podría mi hermano protegerme del nuevo y retorcido monarca, aunque Shade sea igual que yo, aunque sea la criatura más veloz que he visto en mi vida. Pero debo confiar, incluso si se requiere de un milagro. Después de todo, he sido testigo de muchas cosas imposibles. Una escapada más será la menor de ellas.
El chasquido y movimiento de unos cañones de rifle retumba en el tren conforme la Guardia se prepara. Kilorn cambia de posición para vigilarme; se balancea un poco y empuña con fuerza el arma que le atraviesa el pecho. Baja la mirada con una expresión indulgente. Intenta esbozar una sonrisa, hacerme reír, pero sus brillantes ojos verdes tienen un aspecto grave y asustadizo.
En contraste, Cal permanece tranquilo, casi en paz. Aunque es quien más tiene que temer —encadenado como está, rodeado de enemigos, perseguido por su propio hermano—, luce sereno. No me sorprende. Es un soldado nato. La guerra es algo que entiende, y es un hecho que ahora estamos en guerra.
—Espero que no piensen pelear —habla por vez primera luego de largos minutos. Aunque no me quita los ojos de encima, sus mordaces palabras se dirigen a Farley—. Confío en que planeen huir.
—No gastes saliva, Plateado —ella se incorpora—. Sé lo que tenemos que hacer.
No consigo contener estas palabras:
—Él también lo sabe —Farley posa en mí una mirada que quema, pero he soportado peores, y no me acobardo—. Cal conoce la forma en que ellos combaten, lo que harán para detenernos. Úsalo.
¿Qué se siente cuando te utilizan? Él me escupió estas palabras en la cárcel oculta bajo el Cuenco de los Huesos, y quise morir. Ahora apenas duelen.
Farley no dice nada, y eso es suficiente para Cal.
—Tendrán Dragoncillos —afirma muy serio.
Kilorn suelta una carcajada.
—¿Te refieres a las flores?
—Me refiero a los aviones —replica, con ojos que chispean disgusto—. De alas anaranjadas, fuselaje plateado, un solo piloto, fáciles de maniobrar, perfectos para el ataque urbano. Cada uno de ellos transporta cuatro misiles. Multipliquen esto por el número de aeroplanos en un escuadrón y tendrán un total de cuarenta y ocho misiles que eludir, aparte de las municiones ligeras. ¿Pueden sobrellevar esto?
Lo único que recibe en respuesta es silencio. No, no podemos.
—Y los Dragoncillos son la menor de nuestras preocupaciones. Sobrevolarán simplemente en círculo, defenderán un perímetro y nos mantendrán en nuestro sitio hasta que lleguen las tropas de tierra —Cal baja los ojos para pensar rápido. Se pregunta qué haría si estuviera en el otro bando. Si fuera el rey en lugar de Maven—. Nos rodearán y fijarán sus condiciones. Mare y yo a cambio de la libertad de todos ustedes.
Otro sacrificio. Tomo un poco de aire lentamente. Esta mañana, ayer, antes de toda esta locura, me habría entregado con gusto sólo para salvar a Kilorn y a mi hermano. Pero ahora… ahora sé que soy especial. También tengo que proteger a otros. Ahora no me pueden perder.
—Eso es inaceptable —digo.
Una verdad amarga. Siento el peso de la mirada de Kilorn, pero no alzo la vista. No podría soportar su condena.
Cal no es tan severo. Asiente, está de acuerdo conmigo.
—El rey no espera que nos demos por vencidos —protesta—. Los jets nos echarán las ruinas encima, y el resto reducirá a los supervivientes. Será poco menos que una masacre.
Farley es de naturaleza orgullosa, aun ahora que está terriblemente acorralada.
—¿Qué sugieres? —pregunta, y se inclina sobre el cautivo. Sus palabras rezuman desdén—. ¿La rendición incondicional?
Algo parecido a la indignación atraviesa la cara del príncipe.
—Maven acabará con ustedes de todas formas. En una celda o en el campo de batalla, no dejará vivo a ninguno de nosotros.
—Entonces moriremos en la lucha.
La voz de Kilorn suena más fuerte de lo que debería, pero los dedos le tiemblan. Su deseo de hacer lo que sea por la causa lo asemeja al resto de los rebeldes, pero, de cualquier modo, mi amigo tiene miedo. Es un muchacho todavía, de no más de dieciocho años, con toda la vida por delante y muy pocas razones para morir.
Cal se ríe de la forzada aunque atrevida declaración de Kilorn, pero no añade nada. Sabe que una descripción más vívida de nuestra muerte inminente no sería de utilidad.
Farley no comparte su sentir y agita una mano en señal de rechazo. Detrás de mí, mi hermano reproduce esa determinación.
Ellos saben algo que nosotros ignoramos, algo que no dirán aún. Maven nos ha enseñado a todos el precio de depositar la confianza en quien no lo merece.
—No seremos nosotros los que caigamos hoy —es todo lo que dice Farley antes de dirigirse con determinación a la parte delantera del convoy.
Sus botas restallan como un martillo que cayera sobre el suelo de metal, como si cada una de ellas rebosara una intrepidez testaruda.
Noto que el tren aminora su marcha antes de que pueda sentirlo. La electricidad disminuye y se debilita mientras arribamos a la estación subterránea. No sé qué hallaremos en el cielo allá arriba, la blanca niebla o unos aviones de alas color naranja. Esto no parece importarles a los demás, quienes descienden del tren subterráneo con firmeza absoluta. En su silencio, los miembros armados y embozados de la Guardia tienen el aspecto de soldados de verdad, pero sé que no lo son. No son dignos rivales de lo que está por venir.
—Prepárate —sisea Cal en mi oído, y me hace estremecer; evoca días remotos, cuando bailamos a la luz de la luna—. Recuerda que eres fuerte.
Kilorn se abre paso hasta mí y nos separa antes de que yo pueda decirle al príncipe que mi fuerza y mi habilidad son ya lo único de lo que estoy segura. La electricidad que corre por mis venas podría ser lo único en lo que confío en el mundo.
Quiero creer en la Guardia Escarlata, y también en Shade y Kilorn, pero no me lo permitiré; no después del lío en que mi confianza, mi ceguera hacia Maven, nos ha metido. Y Cal es un caso irreparable. Es un prisionero, un Plateado, el enemigo que nos traicionaría si pudiera, si tuviese otro sitio adonde huir.
De todas formas, no sé por qué siento una fuerza que me atrae hacia él. Recuerdo al chico apesadumbrado que me obsequió una moneda de plata cuando yo no era nadie. Con ese solo gesto cambió mi futuro y destruyó el suyo.
Compartimos además una alianza incómoda, forjada en la sangre y la traición. Estamos entrelazados, unidos: contra Maven, contra todos los que nos engañaron, contra el mundo a punto de caerse a pedazos.
El silencio nos espera. Una neblina húmeda y gris flota sobre las ruinas de Naercey, y causa que el cielo baje tanto que podría tocarlo. Hace frío, con el frescor del otoño, la estación del cambio y la muerte. Nada aparece en el cielo todavía, ningún jet que colme de devastación una ciudad de suyo destruida. Farley fija un paso rápido y enérgico para conducirnos desde las vías hasta el paso amplio y abandonado. Los despojos se abren ante nuestra vista como un cañón, y tienen una apariencia más grisácea y decrépita de la que yo recordaba.
Marchamos al este calle abajo, hacia la velada zona ribereña. Las altas estructuras semiderruidas se inclinan sobre nosotros con ventanas que parecen ojos que nos miran pasar. Algunos Plateados podrían estar alerta en los huecos irregulares y los arcos ocultos bajo las sombras, listos para acabar con la Guardia Escarlata. Maven podría ordenar que se me vigilase mientras él siega a los rebeldes uno por uno. No me concedería el lujo de una muerte rápida e incruenta. Peor todavía, pienso. Ni siquiera me permitiría morir.
Esta idea me hiela la sangre como lo haría el tacto de un escalofrío Plateado. Pese a sus muchas mentiras, conozco una pequeña parte del corazón de Maven. Recuerdo que me sujetó con dedos trémulos a través de las rejas de una celda. Y recuerdo el nombre que carga sobre sus espaldas, y que trae a mi memoria que un corazón palpita aún dentro de él. Se llamaba Thomas y lo vi morir. Maven no pudo salvar a ese muchacho. Pero puede salvarme a mí, a su muy peculiar y retorcida manera.
No. No le daré nunca esa satisfacción. Antes preferiría morir.
Pero por más que lo intento, no puedo olvidar la sombra que me forjé de él, el príncipe perdido y olvidado. ¡Cómo querría que esa persona fuera real! ¡Cómo quisiera que existiese en otra parte además de mis recuerdos!
Las ruinas de Naercey devuelven un eco extraño, porque son más silenciosas de lo que debieran. Con un sobresalto, comprendo el motivo. Los refugiados ya no están aquí. La mujer que barría montones de cenizas, los niños que se ocultaban en el drenaje, la sombra de mis hermanos y hermanas Rojos: todos huyeron. Nosotros somos los únicos que quedamos.
—Piensa lo que quieras de Farley, pero tienes que admitir que no es ninguna tonta —responde Shade mi pregunta antes de que pueda formularla siquiera—. Ella dio anoche la orden de evacuar, después de que escapó de Arcón. Pensó que Maven o tú hablarían bajo tortura.
Estaba equivocada. No fue necesario torturar a Maven. Él cedió con completa libertad su información y su mente. Abrió su cabeza para que su madre entrara en ella, y le permitió manosear todo lo que encontró ahí. El tren subterráneo, la ciudad secreta, la lista. Todo esto es suyo ahora, como él siempre lo fue.
La fila de soldados de la Guardia Escarlata se prolonga a nuestras espaldas como una caótica muchedumbre de hombres y mujeres armados. Kilorn camina justo detrás de mí, con ojos como flechas, mientras Farley dirige. Cal le pisa los talones, fuertemente prendido de los brazos por dos soldados musculosos. Con sus pañoletas rojas, parecen estar hechos del material de las pesadillas. Pero ya somos pocos los que quedamos, quizá treinta, todos heridos, pese a lo cual continuamos nuestra marcha. Apenas unos cuantos de nosotros hemos sobrevivido.
—No somos suficientes para sostener esta rebelión, aunque escapáramos una vez más —le susurro a mi hermano.
La neblina flota tan abajo que apaga mi voz, pero él me oye de todas formas. Frunce las comisuras de los labios como si quisiera sonreír.
—Eso no es asunto tuyo.
Antes de que yo pueda volver a la carga, el soldado que desfila frente a nosotros se detiene. No es el único. A la cabeza de la línea, Farley levanta un puño, que relumbra bajo el cielo gris pizarra. Los demás la imitan, en pos de algo que nosotros no podemos ver. Cal es el único que no eleva la cabeza. Ya sabe lo que nos tiene deparada la suerte.
Un alarido distante e inhumano se extiende por la niebla. Es un ruido mecánico y constante, que da vueltas en lo alto. Y no está solo. Doce sombras a manera de flechas cruzan el cielo a toda velocidad, con alas anaranjadas que entran y salen de las nubes. Nunca he visto bien un avión, no de cerca o sin el manto de la noche, así que no puedo evitar quedarme boquiabierta cuando miro éstos. Farley da órdenes a la Guardia, pero no la oigo. Estoy demasiado atareada con la vista fija en el cielo, donde la muerte alada forma un arco. Igual que la motocicleta de Cal, estas máquinas voladoras son hermosas, de acero y cristal increíblemente curvados. Supongo que un magnetrón tuvo algo que ver con su hechura; ¿de qué otro modo el metal podría volar? Motores teñidos de azul chisporrotean bajo sus alas, el indicio que revela la electricidad. Siento apenas su punzada, como un suspiro contra la piel, pero están demasiado lejos para afectarme. Lo único que puedo hacer es mirar horrorizada.
Ellos chillan y giran en torno a la isla de Naercey, sin alterar jamás su formación en círculo. Casi puedo pretender que son inofensivos, meras aves curiosas que han venido a mirar los desdibujados vestigios de una rebelión. En este momento, un dardo de metal gris que arrastra una estela de humo surca el cielo, y se mueve casi demasiado rápido para que pueda verse. Choca con un edificio y desaparece en una ventana rota. Una florescencia roja y naranja hace explosión menos de un segundo después, y destruye el piso entero de un edificio ya derruido. Cae hecho pedazos por sí solo, hasta desplomarse sobre soportes de mil años de antigüedad que se parten como mondadientes. Toda la estructura se vuelca al suelo, donde se desparrama tan despacio que el espectáculo no puede ser real. Cuando va a dar a la calle, y bloquea el camino delante de nosotros, siento la estridencia en lo más profundo de mi ser. Una nube de humo y polvo nos pega de frente, pero no me asusta. Hace falta más que eso para atemorizarme ahora.
En medio de la bruma gris y parda, Cal permanece a mi lado, pese a que sus captores se encogen. Nuestros ojos se encuentran un instante, y él baja los hombros. Éste es el único signo de derrota que me permitirá ver.
Farley se apoya en el guardia más cercano y se pone en pie.
—¡Dispérsense! —grita, y señala los callejones que se abren a nuestros costados—. ¡Al norte, a los túneles! —les dice a sus lugartenientes, hacia quienes apunta—. ¡Shade, al área del parque!
Mi hermano asiente, sabe a qué se refiere. Otro misil se abate sobre un edificio próximo, y ahoga la voz de Farley. Pero es fácil saber qué exclama.
¡Corran!
Una parte de mí quisiera mantenerse firme, resistir, luchar. Sin duda mi rayo violáceo haría de mí un blanco tentador y apartaría los jets de la Guardia en fuga. Incluso, podría tomar para mí uno o dos aviones. Pero eso no puede ser. Valgo más que el resto, más que las pañoletas y vendas rojas. Shade y yo debemos sobrevivir, si no es por la causa, al menos por los demás. Por la lista de los cientos de individuos como nosotros, híbridos, anomalías, fenómenos, imposibilidades Rojas y Plateadas, que seguro morirán si fracasamos.
Shade sabe esto tan bien como yo. Enreda su brazo en el mío, con tanta fuerza que me lastima. Es casi demasiado fácil que corra a su paso, y que permita que él me saque del camino para meterme en una maraña verde-gris de árboles enmalezados cuyas ramas se desbordan sobre la calle. Cuanto más nos internamos entre ellos, más densos se vuelven, retorcidos unos junto a otros como dedos deformes. Un millar de años de negligencia convirtió este pequeño solar en una selva muerta. Nos resguarda del cielo, hasta que sólo oímos los jets que giran cada vez más cerca. Kilorn nunca se rezaga demasiado. Por un momento puedo simular que estamos nuevamente en casa, que vagamos por Los Pilotes en busca de diversión y dificultades. Al parecer, dificultades es lo único que hallamos.
Cuando por fin Shade se detiene de golpe y sus talones dejan una marca en la tierra, arriesgo una mirada a mi alrededor. Kilorn hace alto junto a nosotros, con su rifle inútilmente apuntado al cielo, aunque nadie lo sigue. Ya ni siquiera puedo ver la calle, ni los paños rojos que huyen hacia las ruinas.
Mi hermano otea entre las ramas, a la espera de que los jets se alejen.
—¿Adónde vamos? —le pregunto sin aliento.
Kilorn responde por él:
—Al río. Y después al mar. ¿Tú puedes llevarnos?
Mira las manos de Shade como si pudiera ver su habilidad directamente en su piel. Pero la fortaleza de Shade está tan escondida como la mía, y permanecerá invisible hasta que él decida revelarla.
Mi hermano sacude la cabeza.
—No de un salto, el río está demasiado lejos. Además, preferiría correr, guardar mi fuerza —sus ojos se ensombrecen—, hasta que en verdad la necesitemos.
Hago una señal de comprensión. Sé por experiencia qué se siente cuando tu habilidad se desgasta, estás agotado y apenas puedes moverte, y menos todavía combatir.
—¿Adónde llevan a Cal?
Mi pregunta da origen a una mueca en el rostro de Kilorn.
—Me importa un bledo.
—Pues debería importarte —lo reconvengo, aunque mi voz tiembla de vacilación. No, no debería importarle. Y tampoco a ti. Si el príncipe se aparta, debes dejar que se vaya—. Él puede ayudarnos a salir de ésta. Puede luchar con nosotros.
—Escapará o nos matará tan pronto como le demos la oportunidad de hacerlo —espeta Kilorn, y se retira la pañoleta para mostrar una cara de pocos amigos.
Veo el fuego de Cal en mi mente. Quema todo a su paso, desde metal hasta carne.
—Podría haberte matado ya —digo. No es una exageración, y Kilorn lo sabe.
—Pensé que habían dejado atrás sus peleas —dice Shade y se interpone entre nosotros—. ¡Qué ingenuo fui!
Kilorn suelta una disculpa entre dientes, pero yo no. Toda mi atención está puesta en los aeroplanos, cuyos corazones eléctricos dejo que palpiten con el mío. Se debilitan un segundo tras otro, cada vez más distantes.
—Los aviones se alejan ya. Si vamos a marcharnos, debemos hacerlo ahora.
Tanto mi hermano como Kilorn me miran con extrañeza, pero ninguno de los dos discute.
—Por aquí —dice Shade y señala hacia los árboles.
Un reducido y casi invisible sendero serpentea entre ellos, donde la ausente tierra deja ver piedra y asfalto. Mientras Shade vuelve a enredar su brazo en el mío, Kilorn emprende la retirada a paso veloz.
Las ramas nos rozan todo el cuerpo, dobladas como están sobre la cada vez más estrecha vereda, hasta que nos resulta imposible correr uno al lado del otro. Pero en lugar de soltarme, Shade me aprieta más fuerte todavía. Me doy cuenta entonces de que no me ciñe en absoluto. Es el aire, el mundo. Todo se tensa en un segundo aciago y vertiginoso. Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, ya estamos al otro lado de los árboles, desde donde vemos que Kilorn emerge del bosque gris.
—Pero si él iba adelante de nosotros… —murmuro ruidosamente, y miro por turnos a Shade y la vereda. Cruzamos a mitad de la calle, con el cielo y el humo a la deriva en las alturas—. Tú…
Shade sonríe. Su acción parece fuera de lugar contra el lejano alarido de los aviones.
—Digamos que… salté. Mientras no te sueltes, podrás venir conmigo —dice antes de que nos precipitemos en la callejuela siguiente.
Mi corazón se acelera cuando reparo en que acabo de ser teletransportada, al punto casi de olvidar nuestro aprieto.
Los jets me lo recuerdan en el acto. Otro misil estalla al norte, donde derriba un edificio con el estrépito de un terremoto. El callejón es devorado por una ola de polvo que nos cubre con otra capa de gris. El fuego y el humo ya me son tan familiares que apenas los huelo, aunque ha empezado a caer ceniza como si fuera nieve. Dejamos impresas nuestras huellas ahí. Quizá sean las últimas marcas que hagamos.
Shade sabe adónde ir y cómo correr. Kilorn le sigue el paso sin problemas, pese al rifle que carga. Para este momento, ya hemos dado una vuelta completa y regresado al camino. Al este, un remolino de luz rasga el polvo y la tierra, acompañado por una ráfaga salada de aire de mar. Al oeste, el primer edificio derrumbado se tiende como un gigante herido e impide todo repliegue al tren. Vidrios rotos, los esqueletos de hierro de los edificio y paneles extraños de desvaídas mamparas blancas nos rodean, un palacio en ruinas.
¿Qué era esto?, me pregunto vagamente. Julian lo sabría. El solo hecho de pensar en su nombre me duele, y aparto esta sensación.
Otros paños rojos vuelan por el aire ceniciento, y busco una silueta conocida. Pero Cal no aparece por ningún lado, lo que me hace temer lo peor.
—No me iré sin él.
Shade no se molesta en preguntar de quién hablo. Ya lo sabe.
—El príncipe vendrá con nosotros. Te doy mi palabra.
Mi respuesta me desgarra las entrañas:
—No confío en tu palabra.
Shade es un soldado. Su vida ha sido todo menos fácil, y él no es ajeno al dolor. De todas formas, mi declaración lo hiere en lo profundo. Lo veo en su rostro.
Ofreceré disculpas después, me digo.
Si acaso hay un después.
Otro misil atraviesa el cielo y cae unas calles adelante. El remoto estruendo de un fogonazo no apaga un redoble más fuerte y terrorífico a nuestro alrededor.
El ritmo de un millar de soldados en movimiento.
El aire se vuelve más denso a causa de un manto de cenizas, lo que nos ofrece unos segundos para mirar la fatalidad que se nos aproxima. Las siluetas de los soldados avanzan por las calles desde el norte. No puedo ver sus armas todavía, pero un ejército Plateado no necesita armas para matar.
Otros miembros de la Guardia huyen frente a nosotros, y corren como locos. Por ahora parece que podrán escapar, pero ¿adónde? Los únicos destinos posibles son el río y, más allá, el mar. No hay ninguna otra parte adonde ir, donde ocultarse. Curiosamente, el ejército marcha a paso lento, como si arrastrara los pies. Entrecierro los ojos bajo el polvo y fuerzo la vista para observarlo. Apenas en ese momento me doy cuenta de lo que ocurre, de lo que Maven ha hecho. El impacto es tal que hace surgir chispas en mí, a través de mí, lo que obliga a Shade y a Kilorn a alejarse de un salto.
—¡Mare! —grita mi hermano, entre sorprendido y molesto.
Kilorn no dice nada, sólo me ve tambalearme en mi sitio.
Mi mano se cierra en su brazo y él no se amedrenta. Mis chispas han desaparecido ya; él sabe que no le haré daño.
—Miren —les digo, y señalo al frente.
Sabíamos que los soldados llegarían. Cal nos dijo, nos advirtió, que Maven enviaría una legión después de los aviones. Pero ni siquiera él podría haber predicho esto. Sólo un corazón tan torcido como el de Maven fue capaz de soñar esta pesadilla.
Las figuras en la descubierta no visten el gris oscuro de los soldados Plateados de Cal, a los que él mismo adiestró con extremo rigor. Ni siquiera son soldados. Son sirvientes con sacos rojos, mascadas rojas, guerreras rojas, pantalones rojos y zapatos rojos. Tan rojos que se diría que sangran. Y alrededor de sus tobillos, donde producen un retintín cuando chocan con el piso, hay cadenas de hierro. Ese ruido se restriega contra mí y ahoga el de los aviones y los misiles, e incluso las ásperas órdenes de los oficiales Plateados que se esconden detrás de su muralla Roja. Las cadenas son lo único que escucho.
Kilorn lanza un alarido de cólera. Da un paso y alza el rifle para disparar, pero el arma le tiembla en las manos. El ejército está todavía en el otro extremo del camino, demasiado lejos hasta para que un experto dispare, aun en ausencia de un escudo humano. Es imposible hacerlo en este momento.
—Tenemos que seguir avanzando —masculla Shade, con ojos llameantes de ira, pero él sabe lo que debemos hacer, lo que debemos ignorar, para seguir vivos—. Ven con nosotros, Kilorn, o te dejaremos.
Las palabras de mi hermano son tan punzantes que me sacan de mi horrible aturdimiento. Como Kilorn no se mueve, lo tomo del brazo, y susurro algo en su oído con la esperanza de apagar el rumor de las cadenas.
—Kilorn —le digo, con la misma voz que empleaba con mamá cuando mis hermanos se iban a la guerra, cuando papá resollaba, cuando las cosas se venían abajo—. Kilorn, no podemos hacer nada por ellos.
—No es cierto —silba él entre dientes, y me mira por encima del hombro—. Tienes que hacer algo. Tú puedes salvarlos…
Para mi infinita vergüenza, sacudo la cabeza.
—No, no puedo.
Echamos a correr. Y Kilorn nos sigue.
Nuevos misiles hacen explosión, cada vez más rápido y más cerca, pero casi no puedo escuchar otra cosa que el zumbido en mis oídos. Acero y cristal se mecen como carrizos al viento, y se doblan y rompen hasta que una penetrante lluvia argentina cae sobre nosotros. Correr implica pronto demasiado peligro, y Shade me agarra con fuerza, sujeta a Kilorn y salta llevándonos consigo, mientras el mundo se desploma. A mí se me revuelve el estómago cada vez que la oscuridad se cierne sobre nosotros, y cada vez, la ciudad devastada está más cerca. Ceniza y polvo de concreto nublan nuestra visión y nos dificultan respirar. Al romperse, los vidrios producen una tormenta luminosa, que deja heridas poco profundas en mi cara y manos, y rasga mis ropas. Kilorn tiene peor aspecto que yo, con vendas enrojecidas con su sangre fresca, pero sigue en marcha y procura no dejarnos atrás. Aunque mi hermano no me suelta, empieza a cansarse y palidece a cada nuevo salto. No estoy inutilizada, así que me sirvo de mis chispas para desviar la metralla de metal dentado de la que ni siquiera Shade nos puede librar con sus saltos. Pero no somos lo bastante hábiles para defendernos.
—¿Cuánto falta? —pregunto con un hilo de voz, ahogada por la oleada bélica.
Debido a la bruma, no puedo ver más allá de un par de metros, pero todavía puedo sentir. Y lo que siento son alas, motores, electricidad que chilla en las alturas, de donde desciende en forma cada vez más abrupta. Podríamos ser por igual simples ratones, a la espera de que las aves nos arranquen del suelo.
Shade se para en seco, con ojos color miel que miran en todas direcciones. Por un segundo sobrecogedor, temo perderlo.
—Esperen —dice, en conocimiento de algo que nosotros ignoramos.
Observa el esqueleto de lo que antes fue una gran estructura. Es inmensa, más alta que la punta más descollante de la Mansión del Sol, más ancha que la majestuosa Plaza del César en Arcón. Siento un escalofrío cuando me percato de que se mueve. Adelante y atrás, de un lado a otro, oscila sobre retorcidos soportes desgastados por siglos de negligencia. Mientras miramos, comienza a ladearse, lentamente al principio, como un viejo que se arrellanara en su sillón, y luego cada vez más rápido, hasta caer sobre y en torno nuestro.
—¡Sujétense bien! —grita Shade por encima del barullo, y nos aprieta a ambos.
Envuelve mis hombros con su brazo y me estruja contra él, casi demasiado fuerte para soportarlo. Cuando supongo que llegará la ya desagradable sensación del salto, percibo un sonido más familiar.
Disparos.
Lo que me salva la vida ahora no es la habilidad de Shade, sino su cuerpo. Una bala dirigida a mí lo alcanza en pleno brazo mientras otras descargas castigan su pierna. Él gime de dolor, y casi cae en el terreno agrietado bajo sus pies. Siento cómo la bala lo traspasa, pero no tengo tiempo para sufrir. Más balas cruzan el aire, demasiado veloces y numerosas para repelerlas. Lo único que podemos hacer es correr, y huimos tanto del edificio en ruinas como del ejército que se avecina. Uno anula al otro, ya que el acero combado cae entre la legión y nosotros, o al menos así debería ser. La gravedad y el fuego hicieron caer la estructura, pero el poderío de los magnetrones le impide resguardarnos. Cuando miro atrás, veo que una docena de ellos, con cabello plateado y armadura negra, remolcan a un lado cada viga y soporte de hierro. No estoy tan cerca para distinguir sus rostros, pero conozco bastante bien a la Casa de Samos. Evangeline y Ptolemus encabezan a su familia, y despejan la calle para que la legión pueda continuar. Ellos podrán terminar lo que comenzaron y matarnos a todos.
Si Cal hubiera acabado con Ptolemus en la plaza y yo hubiese sido con Evangeline tan amable como ella lo fue conmigo, quizá tendríamos una oportunidad. Pero nuestra piedad tiene un costo, y podría ser nuestras vidas.
Me engancho a mi hermano, a quien sostengo lo mejor que puedo. Kilorn se lleva la peor parte y carga sobre sí casi todo el peso de Shade, a quien prácticamente arrastra hacia el todavía humeante cráter que dejó un impacto. Nos arrojamos gustosamente a él, en busca de un refugio. Pero no es muy efectivo, ni durará mucho tiempo.
Jadeante y con la frente cubierta de sudor, Kilorn desprende una manga de sus ropas, que usa para vendar la pierna de Shade. La tela se mancha de sangre rápidamente.
—¿Puedes saltar?
Mi hermano arruga la frente, pero no porque sienta dolor, sino porque busca su fuerza, algo que entiendo muy bien. Sacude despacio la cabeza, al tiempo que los ojos se le oscurecen.
—Todavía no.
Kilorn maldice para sí.
—¿Qué hacemos entonces?
Tardo un segundo en darme cuenta de que me lo pregunta a mí y no a mi hermano. No al soldado que conoce la batalla mejor que nosotros. Aunque en realidad tampoco me lo pregunta a mí, a Mare Barrow de Los Pilotes, la ladrona, su amiga. Mira a otra persona, a aquélla en la que me convertí en los salones de un palacio y las arenas de un ruedo.
Se lo pregunta a la Niña Relámpago.
—¿Qué hacemos, Mare?
—¡Dejarme, eso es lo que deben hacer! —dice Shade entre dientes antes de que pueda contestar—. Corran hasta el río, busquen a Farley. Los alcanzaré de un salto en cuanto pueda.
—No te atrevas a mentirle a un embustero —digo, y hago todo lo posible por no temblar. Mi hermano acaba de volver a mi lado, es un fantasma que ha regresado de entre los muertos. Por nada del mundo dejaré que se escabulla de nuevo—. Saldremos de esto juntos.
La marcha de la legión sacude el suelo. Una mirada sobre la orilla del cráter me indica que está a menos de cien metros, y que avanza con presteza. Consigo ver a los Plateados entre las rendijas de la línea Roja. Los soldados de infantería visten los uniformes gris oscuro del ejército, pero algunos llevan armaduras, con placas cinceladas con conocidos colores. Son los guerreros de las Grandes Casas. Veo destellos de azul, amarillo, negro, café y otros matices. Ninfos, telquis, sedas y colosos, los combatientes más eficaces que los Plateados pueden lanzar contra nosotros. Están convencidos de que Cal es el asesino del rey, de que yo soy una terrorista, y destrozarán toda la ciudad para aniquilarnos.
Cal.
Solamente la sangre de mi hermano y la respiración desacompasada de Kilorn me impiden salir de un salto del cráter. Debo buscar a Cal, debo hacerlo. Si no por mí, cuando menos por la causa, para proteger el repliegue. Él vale un centenar de buenos soldados. Es un escudo estupendo. Pero probablemente ha escapado ya, tras derretir sus cadenas mientras la ciudad empezaba a desmoronarse.
No, él no escaparía. Jamás huiría de ese ejército, de Maven ni de mí.
Espero no estar equivocada.
Espero que no haya muerto ya.
—Levántalo, Kilorn.
En la Mansión del Sol, la difunta Lady Blonos me enseñó a hablar como una princesa. Es una voz fría, implacable, que no deja lugar a negativas.
Kilorn obedece, pero Shade tiene arrestos para protestar todavía.
—Sólo les causaré problemas.
—Ya te disculparás de eso más tarde —replico, y lo ayudo a ponerse en pie. Pero apenas les presto atención, estoy concentrada en otra cosa—. ¡Andando!
—Mare, si crees que vamos a dejarte…
Cuando volteo hacia Kilorn, tengo chispas en las manos y determinación en el corazón. Sus palabras se extinguen en sus labios. Mira más allá de mí, hacia el ejército que adelanta a cada segundo. Telquis y magnetrones retiran escombros de la calle, para abrir el bloqueado camino en medio de los chirridos resonantes del metal contra la roca.
—¡Corran!
Kilorn obedece de nuevo, Shade no tiene otra opción que cojear junto a él y ambos me dejan atrás. Mientras salen trabajosamente del cráter en dirección al oeste, doy pasos mesurados al este. El ejército se detendrá por mí. Tendrá que hacerlo.
Después de un segundo aterrador, los Rojos aminoran la marcha hasta hacer alto entre el tintineo de sus cadenas. A sus espaldas, los Plateados balancean sus rifle negros en sus hombros, como si fuesen cualquier cosa. Los transportes de guerra, las magníficas máquinas con neumáticos de dibujo dentado, se detienen con un gran chirrido de frenos detrás del ejército. Siento que su poder repiquetea en mis venas.
El ejército está tan cerca ahora que oigo a los oficiales dar órdenes.
—¡La Niña Relámpago!
—¡Mantengan la formación, no se muevan!
—¡Apunten!
—¡No disparen!
La peor de ellas llega al último, y rebota en la calle repentinamente quieta. Reconozco la voz de Ptolemus, llena de odio y ferocidad.
—¡Abran paso al rey! —vocifera.
Doy un paso atrás, tambaleante. Esperaba los ejércitos de Maven, pero no lo esperaba a él. No es un soldado como su hermano, y no tiene derecho a dirigir un ejército. Pero aquí está, al acecho entre las tropas, seguido por Ptolemus y Evangeline. Cuando emerge detrás de la línea Roja, las rodillas casi se me doblan. Su armadura es de negro pulido, y su capa de color carmesí. En cierto modo, parece más alto que esta mañana. Trae puesta todavía la corona de llamas de su padre, pese a que esté fuera de lugar en un campo de batalla. Supongo que desea mostrarle al mundo lo que ganó con sus mentiras, el espléndido premio que ha robado. Aunque está muy lejos de mí, siento el calor de su mirada y de su furia hirviente. Me quema desde adentro.
Sólo los jets silban en el cielo; ése es el único sonido en el mundo.
—Veo que eres valiente todavía —la voz de Maven hace eco entre las ruinas, como si se burlara de mí—. Y tonta.
Lo mismo que en el ruedo, no le daré la satisfacción de mi ira y mi temor.
—Deberían llamarte la Niña Muda —suelta una risa fingida, y su ejército ríe con él. Los Rojos guardan silencio, con los ojos fijos en el suelo; no quieren ver lo que está a punto de suceder—. Bueno, Niña Muda, diles a tus miserables amigos que todo terminó. Están rodeados. Llámalos, y les concederé la misericordia de morir en paz.
Aunque yo pudiera emitir esa orden, jamás la daría.
—Ya no están aquí.
No te atrevas a mentirle a un embustero, y nadie es más embustero que Maven.
Pero parece inseguro. La Guardia Escarlata ya ha escapado muchas veces, en la Plaza del César, en Arcón. Quizá podría volver a hacerlo ahora. ¡Qué vergonzoso sería! ¡Qué fatídico comienzo para el reinado de Maven!
—¿Y el traidor? —su voz se vuelve más aguda, y Evangeline se aproxima. El cabello plateado de ella brilla como el filo de una navaja, más destellante que su armadura de oropel. Pero Maven la aparta de un golpe, como un gato a un juguete—. ¿Qué hay de mi infeliz hermano, el príncipe envilecido?
No oye mi respuesta, porque no la tengo.
Maven ríe de nuevo, y esta vez me traspasa el corazón.
—¿Te abandonó a ti también? ¿Huyó? ¿El cobarde mata a nuestro padre e intenta robarme mi trono sólo para correr a esconderse?
Finge encolerizarse, por consideración a sus nobles y soldados. Ante ellos, él debe seguir pareciendo el hijo trágico, un rey que no estaba destinado a la corona, que no quiere más que justicia para el caído.
Alzo la frente en señal de desafío.
—¿Crees que Cal haría algo así?
Maven dista de ser un necio. Es malvado, pero no tonto, y conoce a su hermano mejor que nadie. Cal no es ningún cobarde, y no lo será nunca. Aunque Maven les mienta a sus súbditos, aquello no cambiará jamás. Sus ojos delatan su verdadero sentir y él desvía la mirada, a las calles y callejones que salen del ruinoso camino. Cal podría estar oculto en cualquiera de ellos, a la espera del mejor momento para atacar. Incluso puede ser que yo sea la trampa, el cebo para atraer a la rata a la que alguna vez llamé amigo, mi prometido. Cuando él voltea, la corona resbala sobre su cabeza; le queda grande. Hasta el metal sabe que no debería estar ahí.
—Creo que te han dejado sola, Mare —dice en voz baja. A pesar de todo lo que me ha hecho, mi nombre en su boca me hace estremecer, pues me recuerda los días del pasado. Pero antes lo pronunciaba con bondad y afecto, y ahora suena como una maldición—. Tus amigos se han marchado. Perdiste. Eres una abominación, la única en tu desgraciado género. Será una bendición borrarte de este mundo.
Más mentiras, y ambos lo sabemos. Imito su risa forzada. Durante un segundo, parecemos amigos nuevamente. Nada está más lejos de la verdad.
Un jet pasa volando arriba, y sus alas casi rozan la punta de una ruina próxima. Está muy cerca. Demasiado cerca. Puedo sentir su corazón eléctrico, sus ronroneantes motores que de algún modo lo mantienen en el aire. Apunto en su dirección lo mejor que puedo, como lo he hecho tantas veces. Igual que de las lámparas, las cámaras, cada cable y cada circuito desde que me convertí en la Niña Relámpago, me apodero de él y lo detengo.
El avión cae en picada, planea un momento apoyado en sus pesadas alas. Su trayectoria original perseguía elevarlo sobre el camino, por encima de la legión, para proteger al rey. Ahora se dirige precipitadamente contra ella, y surca la línea Roja hasta estrellarse contra cientos de Plateados. Los magnetrones de la Casa de Samos y los telquis de la de Provos no son lo bastante rápidos para detener el jet, que estalla en la calle, donde lanza por los aires cuerpos y asfalto. Su estridente y cercana explosión me hace alejarme de un salto. La detonación es ensordecedora e hiriente. No tengo tiempo para sufrir, escucho en mi cabeza. No me molesto en comprobar el caos que esto ha causado en el ejército de Maven. Ya he echado a correr, y mi rayo está conmigo.
Chispas purpúreas protegen mi espalda, con lo que me mantengo a salvo de los raudos que intentan darme alcance. Algunos de ellos chocan con mi rayo. Caen sobre pilas de carne ahumada y huesos que se retuercen con movimientos espasmódicos. ¡Qué bueno que no puedo ver sus rostros, o de lo contrario soñaría con ellos después! Luego llegan las balas, pero la carrera en zigzag hace de mí un blanco difícil. Los escasos disparos que me tocan se parten en mi escudo entre chillidos, como debió ocurrir con mi cuerpo cuando caí en la red eléctrica durante la prueba de las reinas. Ese momento parece muy lejano ahora. En lo alto, los jets vuelven a aullar, aunque esta vez procuran mantener su distancia. Pero sus misiles no son tan corteses.
Las ruinas de Naercey resistieron el paso de cientos de años, pero no sobrevivirán a este día. Edificios y calles se desmoronan, destruidos en igual medida por poderes y proyectiles Plateados. Todo y todos han sido liberados. Los magnetrones tuercen y parten soportes de acero mientras los telquis y los colosos lanzan escombros al cielo ceniciento. Agua mana de las cloacas porque los ninfos intentan inundar la ciudad, y hacer salir de los túneles a los últimos miembros de la Guardia. El viento aúlla con la fuerza de un huracán desde los forjadores de vientos que integran el ejército. El agua y los vestigios hieren mis ojos, con ráfagas tan intensas que resultan casi cegadoras. Las explosiones de los olvidos sacuden el suelo bajo mis pies y tropiezo, confundida. Mi cara raspa en el asfalto y deja sangre a mi paso. Cuando me levanto, el grito capaz de romper cristales de un gemido Plateado me derriba de nuevo y me obliga a cubrirme los oídos. Más sangre gotea rápida y abundantemente entre mis dedos. Pero el gemido que me derribó, me ha salvado accidentalmente. Mientras caigo, otro misil vuela sobre mi cabeza, y casi lo siento ondular el aire.
Estalla demasiado cerca, y su calor perfora mi presuroso escudo de rayos. Me pregunto vagamente si moriré sin cejas. Pero en lugar de consumirme, el calor permanece, incómodo pero no insoportable. Unas manos ásperas y fuertes me ponen en pie de un tirón, y cabellos rubios refulgen a la luz del fuego. Apenas distingo el rostro en medio de la cortante ventisca. Farley. Su arma ha desaparecido, sus prendas están hechas jirones y sus músculos tiemblan, pero me sostiene en pie.
Detrás de ella, la negra silueta de una figura alta y conocida se recorta sobre la explosión, que contiene con una mano extendida. Sus grilletes se han esfumado, tras haber sido derretidos o rotos. Cuando se vuelve, las llamas aumentan y lamen el cielo y la calle, pero sin acercarse a nosotros. Cal sabe exactamente lo que hace: fija la quemazón en torno nuestro como agua alrededor de una roca. De igual manera que en la plaza, forma una muralla ardiente de un lado a otro del camino, para protegernos de su hermano y la legión. Pero sus llamas son ahora más fuertes, avivadas por el oxígeno y la ira. Se abalanzan sobre el aire, tan calientes que la base crepita con un azul fantasmal.
Caen más misiles, pero Cal contiene el impacto que usa para alimentar sus llamas. Es casi hermoso ver que sus largos brazos componen un arco y giran, hasta transformar la destrucción en protección a un ritmo constante.
Farley intenta arrancarme de ahí con un gesto imperioso. Defendida por el fuego, volteo hacia el río, a cien metros de distancia. Incluso logro ver las sombras descomunales de Kilorn y mi hermano, quien cojea en dirección al sitio supuestamente seguro.
—¡Vamos, Mare! —ruge ella, y casi arrastra mi cuerpo amoratado y débil.
Por un segundo, permito que me lleve con ella. Hace mucho daño pensar claramente. Pero me basta con lanzar una mirada para comprender lo que ella hace, lo que quiere obligarme a hacer.
—¡No me iré sin él! —grito por segunda vez en este día.
—Parece que no le va mal solo —dice ella, y en sus ojos azules se refleja el fuego.
Antes pensaba como Farley. Que los Plateados eran invencibles, dioses sobre la Tierra, demasiado poderosos para ser destruidos. Pero justo esta mañana maté a tres de ellos: a Arven, al coloso de la Casa de Rhambos y al ninfo Lord Osanos. Y quizá con la tormenta eléctrica eliminé a más todavía. Aunque es cierto que ellos estuvieron a punto de matarnos a Cal y a mí. Tuvimos que salvarnos juntos en la plaza. Y debemos hacerlo otra vez.
Farley es más fornida que yo, y más alta, pero yo soy más ágil, aun vapuleada y semisorda. Con un vaivén de mi tobillo y un empujón oportuno, ella da un paso atrás y me suelta. Impulsada por el mismo movimiento, extiendo las palmas, en busca de lo que necesito. En Naercey hay mucho menos electricidad que en Arcón, e incluso que en Los Pilotes, pero yo no tengo que tomar energía de nada. Genero la propia.
La primera ola de agua de los ninfos bate contra las llamas con la fuerza de un maremoto. Casi toda se convierte al momento en vapor, pero el resto cae sobre la muralla, cuyas grandiosas lenguas de fuego extingue. Respondo al agua con mi electricidad, y apunto hacia las olas que se encrespan y colapsan en pleno vuelo. Detrás de ellas avanza la legión Plateada, que arremete contra nosotros. Cuando menos los Rojos encadenados han sido destituidos, relegados al final de la línea. Esto es obra de Maven. No permitirá que ellos le estorben.
Sus soldados reciben mi rayo en vez de aire libre, y atrás el fuego de Cal renace de sus cenizas.
—Retrocede poco a poco —me dice él, y me hace señas con la mano tendida.
Copio sus mesurados pasos mientras procuro no perder de vista la amenaza venidera. Nos turnamos para proteger nuestra retirada. Cuando su llama decae, mi rayo crece, y así sucesivamente. Juntos, tenemos una oportunidad de salir ilesos.
Él suelta órdenes escuetas: cuándo adelantar, cuándo erigir un muro, cuándo dejarlo caer. Nunca lo había visto tan fatigado, con venas de un azul muy oscuro bajo su pálida piel y círculos grises alrededor de sus ojos. De seguro mi aspecto es peor, lo sé. Pero su ritmo acompasado impide que nos agotemos por completo, pues permite que parte de nuestra fuerza retorne justo cuando más la necesitamos.
—¡Ya falta poco! —exclama Farley a nuestras espaldas, pero no corre; permanece a nuestro lado, a pesar de que es sólo humana. Es más valiente de lo que yo estaba dispuesta a reconocer.
—¿Para qué? —digo entre dientes, y arrojo otra red de electricidad.
Pese a las órdenes de Cal, pierdo impulso, y un montón de escombros pasa junto a mí. Se estrella unos metros adelante, donde se hace polvo. Nos queda poco tiempo.
Pero a Maven también.
Huelo el río, y el mar. Impetuoso y salado, nos atrae, aunque ignoro con qué fin. Sólo sé que Farley y Shade creen que nos librará de las garras de Maven. Cuando me doy vuelta, lo único que veo es el paso, que termina justo al borde del río. Mientras Farley se detiene a esperarnos, su cabello corto ondea en el viento cálido. ¡Salten!, nos dice con muecas antes de arrojarse al vacío desde el filo de la calle destrozada.
¿Acaso está loca para lanzarse a un abismo?
—¡Quiere que saltemos! —le digo a Cal, y volteo justo a tiempo para reemplazar su muralla.
Él resopla en señal de asentimiento, demasiado concentrado para hablar. Al igual que mi rayo, sus llamas se debilitan y desgastan. Ahora casi podemos ver a los soldados a través de ellas. Una llama trémula distorsiona sus rasgos y convierte sus ojos en tizones calcinantes, sus bocas en sonrisas con colmillos y a los hombres en demonios.
Uno de ellos camina hasta la pared de fuego, tan cerca que podría quemarse. Pero no arde. En cambio, descorre las llamas como si fueran una cortina.
Sólo una persona puede hacer eso.
Maven sacude los rescoldos de su ridícula capa, aunque permite que la seda se consuma mientras su armadura permanece impoluta. Tiene el descaro de sonreír.
Y Cal tiene la fuerza de apartarse. En vez de destrozar a Maven con el solo empleo de sus manos, me toma por la muñeca y casi me chamusca con su piel. Corremos juntos, sin molestarnos en defender nuestras espaldas. Maven no es digno rival para nosotros, y lo sabe. Así que vocifera. Pese a su corona y la sangre que mancha sus manos, es muy joven todavía.
—¡Huye, asesino! ¡Huye, Niña Relámpago! ¡Escapen tan lejos como puedan! —su risa rebota en las ruinas, como si me persiguiese—. ¡Daré con ustedes dondequiera que vayan!
Me doy cuenta a medias de que mi rayo declina, que mengua a medida que me alejo. También la llama de Cal se desvanece, lo que nos deja a merced del resto de la legión. Pero justo en ese instante saltamos al río, que está tres metros abajo.
No caemos en agua, sino en sonoro metal. Tengo que rodar para no romperme los tobillos, aunque de todas formas siento un dolor agudo e incontenible que me sube por los huesos. ¿Qué pasa? Hundida en el río helado hasta las rodillas, Farley nos espera junto a un tubo cilíndrico de metal con una tapa abierta. Sin decir palabra, se encarama en el tubo y se introduce en él, hasta desaparecer en lo que está bajo nuestras plantas, sea lo que sea. Nosotros no tenemos tiempo para discutir ni para hacer preguntas, así que la seguimos ciegamente.
Cal tiene al menos la prudencia de sellar el tubo a nuestras espaldas, para impedir el paso del río y la guerra. El tubo se cierra herméticamente. Pero esto no nos protegerá mucho tiempo de la legión.
—¿Más túneles? —pregunto sin aliento mientras giro hacia Farley.
Mi visión se turba a causa del movimiento, y tengo que recargarme en la pared con piernas temblorosas.
Tal como hizo también en la calle, Farley mete un brazo bajo mi hombro para cargarme.
—No, esto no es un túnel —responde con una sonrisa desconcertante.
Y entonces lo siento. Una especie de batería que zumba en algún lado, aunque más grande. Más fuerte. Vibra a nuestro alrededor en el extraño pasillo lleno de botones intermitentes y bajas lámparas amarillas. Alcanzo a ver un destello de pañoletas rojas que se desplazan por el corredor, y que ocultan rostros de la Guardia. Parecen difusos, como sombras carmesíes. Con un crujido, el pasaje se zarandea, y se suelta en dirección descendente. Hacia el agua.
—Un submarino —dice Cal.
Su voz suena apagada, poco firme y débil. Justo como me siento.
Ninguno de nosotros puede dar más de unos pasos sin caer sobre las paredes inclinadas.
En los últimos días he despertado en una celda, y después en un tren. Ahora, en un submarino. ¿Dónde despertaré mañana?
Empiezo a pensar que todo ha sido un sueño, una alucinación, o algo peor. Pero ¿es posible que uno se canse en sueños? Porque a mí me sucede. Mi fatiga llega hasta la médula de los huesos, a cada músculo y cada nervio. Y mi corazón es sin duda una herida más, que aún supura a causa de la traición y el fracaso. Cuando abro los ojos y veo paredes grises y apretujadas entre sí, todo lo que quiero olvidar regresa de golpe. Es como si la reina Elara estuviera de nuevo en mi cabeza y me obligara a revivir mis peores recuerdos. Por más que trato, no puedo detenerlos.
Mis discretas doncellas fueron ejecutadas pese a que su única culpa era que pintaban mi piel. A Tristan lo trincharon como a un cerdo. Walsh era de la misma edad de mi hermana, y una ayudante originaria de Los Pilotes, mi amiga: una de nosotros. Murió cruelmente, por su propia mano, para proteger a la Guardia, a nuestro propósito y a mí. En los túneles de la Plaza del César cayeron más todavía, los miembros de la Guardia extinguidos por los soldados de Cal, quienes murieron por culpa de nuestro plan insensato. El recuerdo de la sangre roja lastima, pero el de la plateada también. Lucas, un amigo, un protector, un Plateado de buen corazón, fue ejecutado debido a lo que Julian y yo le obligamos hacer. A Lady Blonos la decapitaron porque me enseñó a sentarme con propiedad. Y la coronel Macanthos, Reynald Iral y Belicos Lerolan fueron sacrificados por la causa. Casi me da náuseas cuando recuerdo a los gemelos de Lerolan, de apenas cuatro años de edad, y quienes perdieron la vida en la explosión que siguió a los disparos. Maven me dijo que esto fue un accidente, provocado por la perforación de una línea de gas, pero ahora sé que no es cierto. Él es demasiado perverso para que ésa haya sido una simple coincidencia. Dudo que le importara arrojar algunos cadáveres más a la hoguera, así haya sido sólo para convencer al mundo de que la Guardia estaba formada por monstruos. Y matará también a Julian, y a Sara, si no es que están muertos ya. No puedo pensar en ellos ni un minuto; es demasiado doloroso. Ahora mis pensamientos vuelven a Maven, a esos ojos fríos y azules y al momento en que comprendí que su encantadora sonrisa ocultaba a una fiera.
La litera bajo mi cuerpo es dura; las cobijas, livianas, y no tengo una almohada que pueda consultar, pero una parte de mí desearía volver a acostarse. Mi dolor de cabeza retorna, y late con la pulsación eléctrica de este milagroso navío. Es un firme recordatorio de que aquí no habrá paz para mí. No todavía, mientras queden tantas cosas por hacer. La lista. Los nombres. Debo hallarlos. Debo ponerlos a salvo de Maven y su madre. Siento que el rostro se me calienta y que mi piel se enrojece cuando recuerdo el librito de los secretos que Julian tan arduamente ganó. Un registro de otras personas iguales a mí, poseedoras de la extraña mutación que nos dota de sangre Roja y habilidades Plateadas. Esta lista es el legado de Julian. Y el mío también.
Mientras columpio las piernas en la orilla de la cama y casi me golpeo en la cabeza con la litera de arriba, miro en el suelo una muda de ropa bien doblada: unos pantalones negros demasiado largos, una camisa de color rojo oscuro con los codos raídos y unas botas sin agujetas. No son en nada comparables a las finas prendas que encontré en una celda plateada, pero producen una sensación agradable en mi piel.
Apenas me estoy metiendo la camisa por la cabeza cuando la puerta de mi compartimiento se abre de golpe sobre grandes bisagras de hierro. Kilorn aguarda con expectación al otro lado, donde muestra una sonrisa forzada y deprimente. No debería ruborizarse, porque durante muchos veranos me ha visto ya en grados diversos de desnudez, pero sus mejillas se ponen rojas.
—¡Qué raro que hayas dormido tanto! —dice, y percibo preocupación en su voz.
Hago caso omiso de sus palabras y me levanto sostenida por mis débiles piernas.
—Supongo que lo necesitaba.
Un extraño retintín toma posesión de mis oídos pero, pese a su intensidad, no duele. Agito la cabeza para librarme de él, y adopto entre tanto el aspecto de un perro mojado.
—Debe de ser el grito del gemido —Kilorn se acerca a mí y toma mi cabeza con manos delicadas aunque encallecidas. Me someto a su inspección y suspiro enfadada. Me vuelve de lado para mirar unas orejas que enrojecían de sangre desde tiempos inmemoriales—. Tuviste suerte de que no te golpeara de frente.
—Tengo muchas cosas, pero creo que la suerte no es una de ellas.
—Estás viva, Mare —dice con tono incisivo y se aparta—. Eso es más que muchos.
Su mirada me devuelve a Naercey, al momento en que le dije a mi hermano que no confiaba en su palabra. En lo más hondo de mi corazón, sé que es verdad.
—Lo siento —mascullo rápidamente.
Sé desde luego que otros han muerto por la causa y por mí. Pero yo he muerto también. La Mare de Los Pilotes murió el día que cayó sobre un escudo de rayos. Mareena, la princesa Plateada perdida, falleció en el Cuenco de los Huesos. Y no sé qué nueva persona abrió los ojos en el tren subterráneo. Sólo sé lo que ella ha sido y lo que ha perdido, y el peso de esto es casi apabullante.
—¿Vas a decirme adónde iremos, o eso es otro secreto?