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Este texto está pensado para acercar a los niños y jóvenes a una de la experiencias más apasionantes que se han dado en el territorio americano: la Expedición Botánica. La narración no se limita a los asuntos técnicos concernientes a la Expedición; por los 59 breves capítulos discurre la vida cotidiana de aquellos días junto con reflexiones sobre la botánica, la zoología, la entomología y la física, y anécdotas sobre los protagonistas, que por entonces definían el curso de nuestra historia. Aunque don José Celestino Mutis es el personaje de mayor relevancia en la narración, Elisa Mújica destaca con justicia a sus colaboradores y discípulos, que tan gran aporte harían no solo al desarrollo de las ciencias, sino también a las luchas por la libertad de la Nueva Granada: José Félix Restrepo, Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Francisco Javier Matis, Salvador Rizo, entre otros. En esta nueva edición, además, encontramos las maravillosas ilustraciones del artista español Daniel Piqueras Fisk, quien, como un nuevo expedicionario, nos lleva a conocer de primera mano el fabuloso viaje del curioso Sabio Mutis.
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La Expedición Botánica
contada a los niños
Mújica Velásquez, Elisa, 1918-2003 La Expedición Botánica contada a los niños/ Elisa Mújica ;ilustraciones Daniel Piqueras Fisk. – Segunda edición. -- Bogotá :Panamericana Editorial, 2021. 196 páginas : ilustraciones ; 21 cm. -- (Literatura juvenil) ISBN 978-958-30-6349-7 1. Mutis, José Celestino, 1732-1808 2. Expedición botánica- Colombia - Literatura infantil 3. Expediciones científicas -Colombia I. Piqueras Fisk, Daniel, 1972- , ilustrador II. Tít. III.Serie. I508.861 cd 22 ed.
Segunda edición, febrero de 2021
Primera edición, Carlos Valencia Editores, 1981
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., marzo de 1997
© Marina Daza de Hernández de Alba
Derechos reservados:
Marcela Hernández de Alba Daza, Andrés Hernández de Alba Daza,
Rodrigo Hernández de Alba Daza y Adriana Hernández de Alba Daza
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Ilustraciones
Daniel Piqueras Fisk
Diagramación
Paula Forero Díaz
© Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30. Tel.: (57 1) 3649000
www.panamericanaeditorial.com
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., ColombiaISBN 978-958-30-6349-7
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
Calle 65 No. 95-28. Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355
Fax: (57 1) 2763008
Bogotá, D. C., Colombia
Quien solo actúa como impresor.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
La Expedición Botánica
contada a los niños
Elisa Mújica
Ilustraciones de
Daniel Piqueras Fisk
Contenido
El Dorado para un hombre solo
Llega un mensajero brillante
La ceiba
Caimanes y tortugas
Una planta que se prepara para desempeñar un gran papel
Lo más importante: la gente
Los obstáculos disfrazados
Mutis se relaciona con la pasionaria
Mutis y el cerro de Guadalupe cambian regalos
Un genio bueno despierta a una princesa
Mutis se hace sacerdote
Los sacerdotes botánicos nos han ayudado mucho
La teoría de Copérnico y las fresas
Una luna de miel muy particular
El estropajo
El palo de balso
La guadua
Las hormigas
El lenguaje de las plantas y los animales
Lo sucedido con Brissón y Micón
Un ejército enemigo: las plagas
Los discípulos
Lo que resultó de la epidemia de viruelas y una visita
Los cuatro sabios alemanes
Se funda la Expedición Botánica
La Mesa de Juan Díaz
El árbol que habla
Mariquita: una población con nombre de mujer
Vuelve a aparecer la aristolochia (o aristoloquia)
Los motivos del águila
Francisco Javier Matis se inmortaliza
El jefe de los pintores: un moreno de Mompox
Los pintores ecuatorianos
Los colores
La tina de baño y los voladores
La muerte de Roque Gutiérrez y el perico ligero
El retrato de Linneo
Los manantiales del aceite de piedra
La canela, el azogue, el mármol azul, las ollas de mono
Un precio muy alto
La quina, gloria y cruz
Una sed jamás saciada
El olfato de la marquesa
El éxito y el fracaso, dos fantasmas
Ezpeleta y el “frailejón”
De nuevo en Santafé
La biblioteca
Una casa de silencio y de trabajo
Dos buscadores de tesoros
Últimos resplandores antes de que se eclipse el Sol
El encuentro con Caldas
Escriben las plantas y en el Observatorio brilla otra estrella
El balance final
Despedida de cánticos
Las tres medallas y los tres herederos
Lo más triste de todo
Otra vez el águila
El lazo vivo
Toda averiguación requiere tiempo,
paciencia y proporción.
José Celestino Mutis
Todo buen americano debe amar
a vuesamerced, porque tal vez
vuesamerced es el primer europeo
que ama a la América y a sus hijos.
José Ignacio de Pombo, en carta a Mutis
Vamos a contar la historia de José Celestino Mutis y de su Expedición Botánica, pero sin empezar por decir que el sabio nació en Cádiz en 1732; que estudió en el Colegio de San Fernando de esa ciudad las materias que entonces se enseñaban: gramática latina, matemáticas, filosofía y parte de teología, y que después se especializó en medicina, en Sevilla, donde se graduó, trasladándose en seguida a Madrid, a practicar su profesión. Esos datos tan importantes se encuentran en la historia, uno después del otro como las cuentas de un collar.
Nosotros no queremos por ahora un collar. Buscamos un amigo que, aun cuando murió hace bastantes años, en 1808, llegue a nuestro lado cuando miremos las flores rojas de la enredadera Mutisia, o la cúpula plateada y octagonal del Observatorio Astronómico de Bogotá, o las láminas de la “más bella colección de flores del mundo”, o cuando recordemos que, en el Colegio Mayor del Rosario, Mutis fundó los primeros cursos de Matemáticas y Medicina, y que sus discípulos se llamaron Camilo Torres, Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Pedro Fermín de Vargas, Joaquín Camacho, y muchos más.
En la historia de El principito, vivida y relatada después por un señor tan bueno como osado y valeroso, Antoine de Saint-Exupéry, escritor y héroe de Francia, en el desierto donde cayó de un asteroide el niño que es el protagonista, conoció a un zorrito de pelaje rojizo, el cual le pidió que fueran amigos. Si el principito lo trataba con cariño —le dijo más o menos el animal— sucedería algo muy bello. Las cosas cambiarían de aspecto. Es decir, seguirían siendo las mismas, pero mostrarían además lo que esconden a los ojos indiferentes y fríos. Así, por ejemplo, el ondular de las espigas de un campo de trigo se convertiría en lo más amado por el zorrito: el tono dorado de los cabellos del niño.
Para que un personaje de la historia y de la ciencia como José Celestino Mutis sea nuestro amigo necesitamos descubrir el secreto que lo empujó como un motor a fin de realizar su obra. Cuando lo hayamos atrapado como si se tratara de un duende que gesticula aquí y allá, amaremos a José Celestino. Alguien dijo que conocer es amar.
El Dorado para un hombre solo
En el año de 1760 se le había presentado la oportunidad de aceptar una beca en Londres a fin de perfeccionarse en las ciencias naturales que eran las que lo atraían. Pero la rechazó por venirse a América con el propósito de realizar esa tarea directamente en el suelo que producía las maravillas aún no conocidas de los hombres. Cuando acababa de cumplir 28 años se alistó, con el puesto de médico, en la comitiva del recién nombrado virrey de la Nueva Granada, don Pedro Mexía de la Cerda, y se embarcó para Cartagena. Sin embargo, apenas desembarcado en el puerto de Cartagena de Indias, Mutis se puso muy triste. ¿Por qué, si había cumplido su mayor anhelo, que era ponerse en contacto con la naturaleza situada al norte del ecuador, la nuestra, la colombiana, que antes se llamaba neogranadina? Las playas de Cartagena eran el telón magnífico que él debía descorrer para descubrir un espectáculo todavía más apasionante de lo que se había figurado en España.
Pero el virrey Mexía de la Cerda (para que no se nos olvide este apellido o cualquier otro, el mejor sistema consiste en fijarse en algún detalle: en este caso puede ser en que la x de Mexía se convirtió con el tiempo en la j con que se forma hoy el apellido Mejía, tan conocido; en cuanto a Cerda, el gentilicio viene efectivamente de la hembra del cerdo, tótem o animal simbólico de esta familia noble de España), aunque desde cuando propuso el viaje a José Celestino, aceptó que se dedicaría a los descubrimientos científicos, no cumplió su palabra. La realidad fue que abrumó a su médico con tantas tareas, que para él se volvió casi imposible obedecer la voz interior que constantemente lo mandaba explorar la naturaleza.
La voz interior es la vocación. Mutis sentía desde muy joven el deseo de llegar a ser sabio. Un hombre no es como un gato ni como un pato. El primero sabe, desde que abre los ojos, que su papel consiste en comerse los ratones. Se halla perfectamente equipado para eso, sin poner nada de su parte. El patito se lanza al agua apenas ve un charco. En tanto que el hombre para ser feliz necesita realizarse como científico, como músico, como poeta, como agricultor o como lo que quiera. Pero le toca hacerse él mismo. Muchas veces no es fácil. Al contrario. En la mayoría de los casos todo conspira para oponerse.
Cuando llegaron a nuestra tierra los conquistadores españoles —esos hombres que a los primitivos habitantes les parecieron de hierro y fuego porque se vestían con armaduras y disparaban con arcabuces provistos de pólvora— comprendieron que se hallaban en un país fabuloso, repleto de oro. Por eso lo bautizaron El Dorado. Mutis adivinó que existía otro El Dorado todavía mejor que el primero. Poseía sus mismos atributos de belleza y valor, pero no era inanimado sino vivo. Sin embargo, el nuevo El Dorado se mostraba también inasible y fugitivo como había sido hasta cierto punto el otro, el de los insaciables conquistadores. Había que ganarlo con armas por cierto muy distintas de las de los soldados. Las suyas serían la observación, la constancia, el estudio, la entrega. Mutis debía construirlas él solo. Para eso necesitaba, en primer lugar, tiempo. Y Mexía de la Cerda le multiplicaba los trabajos, menos precisamente los que interesaban a José Celestino.
Había llegado a la Nueva Granada, una tierra llena de tesoros como si fuera un cofre de Las mil y una noches. A él le correspondía localizarlos, describirlos y hacer que se aprovecharan. Cuando lo pensaba, su corazón saltaba como si fuera a arrodillarse para dar gracias. Qué privilegio el suyo. Qué bien hizo en salir de España. Pero le hacían falta libros, instrumentos, compañeros, dinero, tiempo. De todo carecía por entonces. Esta es la historia de cómo fue conquistándolos poco a poco para realizar su empresa: la Expedición Botánica.
Llega un mensajero brillante
Todavía se encontraba en la goleta que lo aproximaba a la playa, cuando se le acercó un mensajero de la tierra aún no pisada. Era un bichito que volaba en la cubierta del barco, diminuto pero brillante como una luz microscópica alada. Iba a saludarlo, volando “con mucha tranquilidad”, como escribió Mutis en el Diario de observaciones que llevaba.
Los marineros le informaron que el ser luciente, desconocido y bello se llamaba cocuyo y que había muchos en Cartagena, con lo cual se calmó la pena de José Celestino por no haber podido cazarlo. El insectillo se dio sus mañas para evitarlo. Pero en sus revoloteos rodeó a su perseguidor como si lo señalara con un halo. Para corresponderle, en adelante, siempre que Mutis lo nombra en el Diario lo califica de “hermosísimo insecto”. Cualquiera que lo lee advierte que el adjetivo “hermoso” es el más pronto en la pluma del José Celestino de ese tiempo.
La ceiba
Calculemos lo que representó para él ver por primera vez una ceiba, en las orillas del río Magdalena, que bajó en un champán en enero de 1761, junto con Mexía de la Cerda y su comitiva, para encaminarse a Santafé, la capital del virreinato. En uno de los altos que efectuaban en la navegación, se le ofreció la visión del árbol majestuoso. Mutis llamó al virrey y a su familia para que compartieran con él su júbilo. Luego lo midió valiéndose de dos horquetas largas y de hilo, porque carecía de escalera. Tenía de circunferencia siete varas, y de altura seis y tres cuartos. Sus ramas se entrechocaban por el viento como si una voz murmurara palabras. Tal vez hablaba de libertad porque es un árbol sagrado de América y porque José Celestino se hallaba designado, todavía sin saberlo él mismo, para contribuir a conquistarla.
Llegaría un día en que el Libertador Simón Bolívar oiría también agitar sus hojas a las ceibas que lo rodearon en la quinta de San Pedro Alejandrino, como si quisieran rendirle un tributo de gratitud cuando se aproximaba su última hora.
Caimanes y tortugas
A Mutis le faltaban ojos para admirar las novedades del río y de sus riberas. Aunque en ese tiempo, al parecer, hombres y mujeres eran más fuertes y resistentes de lo que hoy nos han vuelto las comodidades del progreso, el infernal calor en el viaje, las nubes de mosquitos, los pasos trabajosos del río donde se varaban los champanes, la duración tan prolongada, resultaban terribles para los europeos. Pero José Celestino disponía de un talismán a fin de sobrellevar las molestias y privaciones. Se consagraba a mirar y a tomar apuntes en elDiario.
Los caimanes se le presentaban en número tan enorme, arrumados por centenares en las orillas, que llegaron a aburrirlo. En cambio, le fascinaron las tortugas. Al acercarse a las playas, los bogas se botaban al agua para buscar los nidos, orientándose por las huellas que habían dejado las tortugas madres. En una ocasión cogieron en un cuarto de hora 390 huevos. Claro que Mutis los probó. Un sabio es así: todo lo quiere ver, oler, palpar y gustar. Es el único medio de formarse ideas propias sobre las cosas. Pero José Celestino a veces se llevaba sus chascos. Mucho después de su llegada, cuando ya se encontraba administrando las minas de La Montuosa, situadas en el hoy departamento de Santander, una salamanquesa estuvo a punto de saltarle a la cara.
“Yo me admiro, y mi hortelano, testigo del hecho, se admira igualmente del peligro a que me expuse y del que me libró la Divina Providencia”, anotó en el Diario. La salamanquesa es un reptil que trepa por los árboles y que en contacto con la piel humana la marca como una quemadura. Durante la Edad Media se creyó que una parienta suya, la salamandra, habitaba en el fuego.
Una planta que se prepara para desempeñar un gran papel
Era el 27 de enero de 1761 cuando Mutis vio en la ribera una bellísima aristolochia (o aristoloquia) llamada por los del país contracapitana por “la singularísima eficacia que dicen tiene contra las culebras”. La describió como una cafetera globosa con un pico largo y una lengüeta por encima, y recogió unas semillas. Se hallaba lejos de imaginar lo que sucedería en Mariquita 22 años después, con un discípulo suyo, Francisco Javier Matis, y otra aristolochia, también en forma de cafetera y con lengüeta, como la primera.
Lo más importante: la gente
José Celestino no sería tan nuestro si, aparte de las bellezas de la tierra, no se hubiera fijado desde el principio en sus habitantes. Qué contraste. Casi desnudos y miserables pisaban con los pies descalzos riquezas que, de aprovecharlas, los habrían salvado para siempre de la indigencia.
Lo escandalizaba que el gobierno español no hubiera mejorado la navegación en el Magdalena. Su crítica era terminante: “Estoy firmemente persuadido de que la pérdida de tantas vidas y caudales recae sobre el descuido de los que podían hacer el río navegable”. En la metrópoli se miraban “con desgano y negligencia los más arduos negocios de América”.
Ya sabe que en la empresa que lo espera lo ayudarán los neogranadinos. Habrá de todo: profesores, sacerdotes, miembros de la nobleza criolla, pero también hortelanos y peones y artesanos. A uno de los más humildes, pero también más fieles, lo arrastrarán las aguas del mismo río grande de La Magdalena por el que ahora navega Mutis rumbo a su destino, el día que, por darle placer, el herbolario ganó a nado la orilla opuesta para arrancar una planta, y de regreso se encontró con la creciente del río.
Si el cocuyo voló hasta la goleta para saludar a José Celestino, el primer colaborador de la futura Expedición Botánica también fue americano y perteneciente no a la casta gobernante sino a la sujeta y explotada. Por desgracia no conocemos su nombre. Mutis no lo dijo. Pero el servicio que recibió sí lo apuntó en el Diario: “Allí (o sea durante el viaje por el Magdalena) encontré un zambo de mulato que me hizo una nota de los árboles que él conocía por el río. Este es un asunto en que todos los naturales merecen superiores alabanzas que nuestros europeos”.
Todo eso lo escribió en las primeras páginas del Diario de observaciones