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Mona, bufona, bruja, espía, mal espíritu o caníbal. Estos fueron algunos nombres que la población local utilizó para referirse a Heike Behrend durante sus investigaciones de campo en África Oriental. Con el tiempo, comprendió el significado de estos calificativos: eran formas que tenían los pueblos estudiados para referirse a lo extraño, a lo ajeno a la comunidad. En concreto, «mona» fue el nombre con el que se refirieron a ella los habitantes del pueblo Bartabwa, en Kenia, con el que convivió un tiempo. Lejos de ser una palabra despectiva, con ella designaban a los niños, porque vienen de los simios y están en proceso de transformarse en hombres. Descubrir esto le permitió a la autora realizar un análisis desprejuiciado de los grupos humanos, explorando al mismo tiempo otra manera de conocerse a sí misma. Heike Behrend define su libro como un relato etnográfico, pero también como una «historia de enredos, más bien poco heroicos, y malentendidos culturales». Es, además, una historia que recoge las experiencias y palabras de la población estudiada, que forman parte no solo de un relato científico, sino también de la propia biografía de la autora.
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Heike Behrend
La humanización de un mono
Una autobiografía de la investigación antropológica
Traducción de Almudena Otero
Herder
Título original: Menschwerdung eines Affen. Eine Autobiografie der ethnografischen Forschung
Traducción: Almudena Otero
Diseño de portada: Toni Cabré
Edición digital: Martín Molinero
© 2020, Matthes & Seitz Berlin Verlag, Berlín
© 2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-4795-2
1.ª edición digital, 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Herder
www.herdereditorial.com
Para mis nietas Hanna, Lili y Emma
INTRODUCCIÓN
I. LA HUMANIZACIÓN DE UN MONO
En las montañas Tugen del noroeste de Kenia (1978-1985)
II. LA REBELIÓN DE LOS ESPÍRITUS
Trabajo de campo en una zona de guerra en el norte de Uganda (1987-1995)
III. EN EL CORAZÓN DE LA POSCOLONIA
La Iglesia católica en el oeste de Uganda y la figura del caníbal (1996-2005)
IV. FOTOGRAFÍA COMPARTIDA
Prácticas fotográficas en la costa oriental de África (1993-2011)
EPÍLOGO
Regreso al mono
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
NOTAS
INFORMACIÓN ADICIONAL
¡Vuestra simiedad, señores míos, en tanto que tuvierais algo similar en vuestro pasado, no podría estar más lejana de vosotros de lo que de mí está la mía. Sin embargo, le cosquillea los talones a todo aquel que pisó sobre la tierra, tanto al pequeño chimpancé como al gran Aquiles.
FRANZ KAFKA1
El mono que quiere convertirse en ser humano soy yo, una etnóloga (berlinesa). «Mono» me llamaron los habitantes de las montañas Tugen en el noroeste de Kenia cuando llegué allí en 1978. «Mono», «bufona» o «payasa», «espía», «espíritu satánico» y «caníbal» fueron otros de los nombres que también se me dieron en posteriores investigaciones en África Oriental. Sobre estas investigaciones etnográficas me gustaría hablar aquí. Por tanto, mi texto se puede adscribir al género del informe de trabajo de campo, y sigue a «antecesores» etnológicos como Hortense Powdermaker, Laura Bohannan, Claude Lévi-Strauss, Paul Rabinow, Alma Gottlieb, Harry West o Roy Willis, por nombrar solo a algunos. Pero mientras en ellos el etnógrafo aparece en el campo la mayor parte de las veces como heroico científico y maestro de la investigación, yo en este libro trato sobre todo de la historia de enredos más bien poco heroicos y malentendidos culturales, los conflictos y fallos que tuvieron lugar durante mis investigaciones de campo en África Oriental. Lo que interesa son las irritaciones, las casualidades, las experiencias desafortunadas y los puntos ciegos, hasta donde soy consciente de ellos, que casi siempre se dejan fuera en las monografías publicadas.2 Sin embargo, las situaciones de fracaso forman parte de un modo esencial de la práctica etnográfica. Duelen y obligan a la etnógrafa a modificar el curso de su investigación, a buscar otro «informante» o también otro campo del saber. Pero en los textos publicados el fracaso se ha borrado la mayor parte de las veces; la etnógrafa cuenta sobre todo una historia de éxito. La productividad que también puede hallarse en el fracaso rara vez es reconocida y sometida a reflexión.
Pero, de hecho, irritaciones, malentendidos y casualidades determinaron de forma fundamental mi proceso de investigación, pues me obligaron a pensar de maneras no previsibles y a formarme una y otra vez una nueva idea del objeto de la investigación.
Las investigaciones de campo toman cada una su propio rumbo, puesto que también las personas del lugar tienen intereses y proyectos en los que tratan de involucrar a la etnógrafa. «Mi» investigación no me pertenecía. Era determinada en gran parte, como mostraré, por los etnografiados, no se desarrollaba ni conforme al plan ni sin conflictos. Pues mi «voluntad de saber» (Foucault) chocaba no pocas veces con intereses locales y concepciones de cortesía, moral, poder, sexo y secreto. Justamente la aceptación, el exponerse a choques y la reflexión acerca de ellos, se evidenció como extraordinariamente productiva y abrió campos del saber que en casa no habría podido imaginar. Pero esto significa también que postulo un otro que no surge en la relación con lo propio. Hay un afuera que va más allá del reflejo narcisista de lo propio en lo extraño y rompe el círculo de la autorreflexión.
Los errores y extravíos que se acumulaban «en el campo» adoptaban una forma espectral y anhelaban, como espíritus, así me lo parece, el reconocimiento. Llevaban a la conformación de un «objeto» que comúnmente se denomina tema de investigación. Este no era simplemente dado, sino que debía encontrarse primero en el intercambio —a veces también en el conflicto— con los hombres y las mujeres del lugar. En esto mis interlocutores eran, como me vi obligada a constatar, sumamente interactivos y en absoluto indiferentes; cambiaban ya mientras estábamos hablando. Y me cambiaban; también yo soy hoy eso que ellos hicieron de mí durante mi tiempo de investigación en África.
Un informe autobiográfico se funda en un único nombre. Puesto que yo soy la autora, narradora y protagonista del texto, cumplo con el «pacto autobiográfico»3 y respondo de él. Pero al mismo tiempo hago saltar su marco, pues le añado al nombre que garantiza el pacto otros nombres ajenos. En el centro de mi autobiografía de la investigación etnográfica pongo los nombres que los sujetos de mi investigación me dieron en África. No son nombres halagadores, y no me reconozco necesariamente en ellos. Intento elevar y ampliar mi subjetividad hasta el extremo, dejándome transformar en objeto de los etnografiados, y muestro cómo ellos me veían y llamaban. En este contexto me resulta difícil reforzar el «auto» en «autobiografía». ¿Acaso la verdadera signatura del texto no se rompe, fragmenta, amplía y enajena cuando se colocan en el centro nombres ajenos? ¿Sigue siendo un texto autobiográfico cuando se esfuerza en proporcionar elementos de una descripción etnográfica de lo ajeno?
En efecto, mi texto es el intento de entender cómo, en el intercambio con los sujetos de mis investigaciones, surgen numerosos «yos» muy insólitos e inquietantes, que me hacen preguntarme qué verdad, qué crítica, qué promesa y qué fracaso esconden estos nombres ajenos que se me dieron. Mi texto es al mismo tiempo un intento de convertir en objeto de una narración la producción etnográfica de conocimiento —a veces poco científica—. En este contexto, no pretendo tampoco producir un relato científico, pues algunas veces me aferro a las dos partes de una oposición y en numerosas afirmaciones me doy a mí misma, una y otra vez, una puñalada por la espalda.
Ocuparme críticamente de la tradición autobiográfica occidental, de nuestra «ilusión biográfica»,4 como la llamó Pierre Bourdieu, me indujo también a tratar de aclarar las ideas de (auto-)biografía, vida e itinerario vital de los sujetos de mi investigación y a incluirlas en este texto.
En Alemania y en Francia hay una pequeña tradición que se puede describir como «etnografía inversa». Antes y después de la Segunda Guerra Mundial, Julius Lips, Hans Himmelheber, Michel Leiris, Jean Rouch, Fritz Kramer y Michael Harbsmeier y otros se interesaron por la cuestión de cómo la confrontación con la experiencia ajena de lo extraño podía sacudir la autopercepción europea y —sobre todo— colonial. Ellos invertían la perspectiva, cambiaban las posiciones coloniales de observador y observado, y tematizaban en distintos medios cómo los colonizados convertían en objeto de sus propias etnografías a los colonizadores, su modo de vida y sus tecnologías. Esta figura de la inversión, de la mirada inversa del etnografiado a la etnógrafa y su investigación, está también en la base de este relato y lo impulsa. ¿De qué categorías se servían los sujetos de mi investigación para designarme a mí y mi trabajo? ¿Qué posibilidades de inclusión se me ofrecían como alguien, en principio, extraño? ¿Cuándo y bajo qué condiciones fui aceptada o rechazada como persona? ¿Qué límites me impusieron? ¿Hubo momentos en los que sus perspectivas y la mía se encontraron o incluso llegaron a coincidir? ¿Con qué conocimientos, con qué conceptos y teorías me obsequiaron? ¿Qué alianzas contrajimos y qué resistencias se conformaron tanto en ellos como en nosotros? ¿Pudieron reconocerse en mis textos? ¿Y cómo lidié con los nombres que ellos me dieron? Mono, bufona o payasa, bruja, espía, mal espíritu y caníbal, estos irritantes calificativos que se me dieron durante mis estancias en África me desconcertaban, confundían y herían. ¿Qué fuerza y dinámica adquirieron estos nombres durante la investigación y al escribir sobre esta?
Como constaté más adelante en mi trabajo etnográfico, los nombres tenían ya una larga historia. Eran más o menos estereotipos clásicos de la extrañeza que aparecen en encuentros interculturales, descritos ya en el siglo XIX (a veces, incluso mucho antes) en diarios de viaje, y que eran representados por los implicados —colonizadores y colonizados— alternativamente. La «alterización» es una práctica que no solo han realizado etnólogos coloniales, los sujetos de su investigación también han «alterizado» a los extraños —incluidos los etnólogos—, los han descrito como caníbales, los han hecho danzar como espíritus extraños en rituales de posesión, los han colocado como figurillas de colonos en altares o ridiculizado con nombres.
Los nombres que se me dieron ofrecen así una visión de la experiencia ajena de lo extraño y muestran cómo los sujetos de mi investigación tomaron posesión de mí en sus categorías. Contra la autopercepción, las intenciones y los planes de investigación propios, multiplicaron versiones de mí que no me habría imaginado ni en sueños. Pero quizás sean justamente estas experiencias más bien desestabilizadoras las que posibiliten una comprensión de la diferencia.5
Me presento así al lector no tanto como sujeto autónomo y como observadora, sino más bien como objeto muy cuidadosamente observado en un campo de casualidades, inseguridades, conflictos y equilibrios de poder sumamente distintos. No obstante, yo soy la que escribe y describe. Yo soy la que, como sujeto que recuerda, se encuentra en una relación de diferencia con muchas versiones ajenas de mi yo. Y soy yo la que sigue el género de la literatura de viajes y de investigación —esa «literatura de pacotilla», como la llamó Lévi-Strauss—, pero también rompe o parodia algunas veces sus convenciones. Yo soy ambas cosas, víctima y actriz, en comedias y dramas ajenos, y desciendo, como mono o caníbal, a géneros cada vez más bajos —sin un grandioso regreso al final.
De hecho, se trata de algo más que una inversión. Pues los nombres que me dieron expresaban no tanto el otro de los otros —como yo suponía, al menos durante mi primer trabajo de campo—, sino más bien los reflejos recíprocos de imágenes propias y extrañas. En la larga historia de los encuentros y confrontaciones coloniales, el mono saltaba como alborotador de aquí para allá entre los distintos actores. Era al mismo tiempo insulto y figura subversiva, insertada en una jerarquía de alteridades dentro de un mosaico colonial de atracción y rechazo. Cuando los más ancianos en las montañas Tugen me llamaban «mono», esta denominación no se refería a mi conducta grosera, salvaje y simiesca, como yo había supuesto inicialmente, sino que era también una réplica a la propia discriminación y humillación colonial que habían sufrido. Al parecer, los nombres ya no tienen solo una relación unívoca con lo que nosotros llamamos «su propio contexto cultural». La división aparentemente clara entre ellos y nosotros, y entre sus ideas del otro y las nuestras, se vuelven inestables. La simple inversión de la perspectiva, tal y como la abordé al inicio de este texto, debe, por tanto, a la vista de una larga historia de procesos de globalización, intercambio y apropiación, hacer sitio más bien a una variedad de alteridades entretejidas unas con otras, que se rompen, reflejan y arremolinan como en un caleidoscopio, pero no son fáciles de aislar y producen una y otra vez nuevas diferencias.6
Bronisław Malinowski, el héroe fundador de la moderna etnografía, exigía de sus discípulos una estancia de al menos dos años en el extranjero. Mis estancias de investigación en África Oriental duraron mucho más tiempo; con interrupciones, regresé en un período de siete a ocho años una y otra vez al mismo lugar. Por lo general solo me quedaba en África de dos a cuatro meses seguidos, porque no quería dejar demasiado tiempo solos a mi marido y a mi hijo. La estancia en casa me permitía ganar distancia, leer y reflexionar para trasladarme de nuevo a África con nuevas preguntas. La desaparición y el regreso repetido al lugar de la investigación resultaron medidas inesperadas para crear confianza. Yo no desaparecía para nunca más volver, sino que regresaba; el regreso no era una promesa vacía, pues traía también los regalos que había prometido. Por lo que se refiere a la vuelta, resulté de fiar. De hecho, este ir y venir entre Europa y África le dio a mi vida un ritmo constante de desgarramiento.
Mientras que la investigación etnográfica de campo puede describirse también como una especie de obsesión —la cultura ajena toma posesión de mí y las relaciones sujeto/objeto se disuelven parcialmente—, la escritura de la monografía en casa va acompañada de una recuperación del poder perdido en el campo. Esa escritura la ha calificado Michael Harbsmeier como «ritual de regreso a casa»,7 a través del cual el retorno es purificado y se reintegra. Mientras que en el campo, en una situación ideal, etnógrafa y etnografiado se acercan e inventan conjuntamente la cultura que debe ser etnografiada,8 en el proceso de escritura se lleva a cabo un exorcismo, que con bastante frecuencia hace pasar a un segundo plano a los amigos e interlocutores en el extranjero. En lugar de ellos, en el centro se sitúan los compañeros de profesión a favor o en contra de los cuales se escribe. En la supresión parcial de los interlocutores en el campo, la etnóloga se afirma como autora; vuelve a entrar por entero en el discurso científico, que nunca había abandonado totalmente. Queda presa en el género de los informes de investigación y con ello en el discurso escrito, con sus órdenes jerárquicos coloniales y poscoloniales, también, o precisamente, en la inversión.
En lo sucesivo, sin embargo, contaré menos sobre el proceso de la escritura etnográfica que sobre la posterior vida de los textos etnográficos. Estos no circularon solo en el ambiente académico, sino que, como retribución, regresaron también —traducidos— a los etnografiados. Pues el diálogo y la confrontación no terminan tampoco tras la publicación de una monografía. Los textos, que están llenos del conocimiento de los etnografiados, encuentran el camino de vuelta hasta ellos; son (ojalá) también leídos por ellos, y entonces los sujetos de la investigación pueden, si quieren, vengarse, criticar, reescribir el texto, aceptarlo o también continuar escribiéndolo.
Desde hace tiempo informaciones y saberes mutuos alcanzan unos encima de otros las periferias de nuestro mundo. Todas las regiones en las que he trabajado etnográficamente habían sido ya visitadas y estudiadas por otros etnólogos. En las respuestas de mis interlocutores locales, por tanto, no me encontraba necesariamente con un saber supuestamente auténtico, sino algunas veces también con las huellas de mis compañeros. De este modo, los etnólogos y los sujetos de su investigación son a priori tanto conocidos entre sí como extraños. Sus historias y las de los etnografiados están ya desde hace tiempo estrechamente entretejidas y se transforman mutuamente. Puede que en el futuro se trate sobre todo de determinar con tanta precisión como sea posible, en un proceso de reflexión incesante, más las similitudes y menos las diferencias entre las distintas versiones.
Con el informe sobre mis cuatro investigaciones etnográficas en Kenia y Uganda en un período de casi cincuenta años, este libro contiene también un trozo de la historia de la etnología, una historia de los cambios de las estructuras de poder y de los debates, así como de las confrontaciones con sus teorías, métodos, medios y la crítica de estos. Este es también un intento de descolonización del trabajo etnográfico. Si bien es cierto que las relaciones (pos-)coloniales han experimentado en el transcurso de estos cincuenta años un cambio radical, la «miseria del mundo»,9 como Pierre Bourdieu ha descrito la situación de globalización, no ha acabado. Por el contrario, se crearon y se crean nuevas formas de dependencia y colonización, que producen una miseria que en algunas regiones es hoy quizás aún mayor que en la época del colonialismo clásico. Bajo estas condiciones, la descolonización sigue siendo un proyecto por concluir.
Aunque en adelante expondré cronológicamente en capítulos individuales las cuatro investigaciones de campo, los informes respectivos siguen siendo fragmentarios y dan saltos en el tiempo hacia adelante y hacia atrás, de tal modo que lo antiguo puede parecer algunas veces más próximo que el pasado más reciente. Los fragmentos individuales tienen el estatus de viñetas. Puesto que las monografías que he escrito sobre las distintas investigaciones —con una excepción—, se editaron en inglés (y francés), este texto es también una vuelta a mi lengua materna. Se basa fundamentalmente en textos ya publicados que, reescritos y ampliados, experimentan un nuevo enfoque.
Escribir una autobiografía significa llegar, en un movimiento de retroceso, al inicio. Por eso, en el epílogo el mono experimenta un regreso. Una vez más, se presenta en su ambigüedad, como «salvaje», como imitador, como investigador y como «mono académico», tal y como Franz Kafka lo hizo aparecer en su «Informe para una academia» de 1917.
(1978-1985)
El ser humano es también la suma de todos los animales en los que se ha transformado a lo largo de su historia.
ELÍAS CANETTI EN CONVERSACIÓN CONTHEODORW.ADORNO1
Claude Lévi-Strauss ha descrito a los etnólogos como los últimos aventureros más o menos heroicos. Y fue lo aventurero en el trabajo etnográfico de campo lo que me llevó una y otra vez a África, el reto de probar mi capacidad en un lugar extraño, en situaciones que en absoluto o apenas podía controlar, descubriendo así si conseguía ganarme el interés y la confianza de extraños y convertirlos en amigos. Pero olvidé que los aventureros también deben sufrir antes de regresar a casa después de innumerables percances.
Por un difuso sentimiento de protesta, comencé en 1966 los estudios de Etnología. También otras decisiones posteriores en mi vida se fundaron en una actitud que se nutría sobre todo de la oposición y el rechazo contra lo imperante. Mis padres habían contado —sin ejercer presión— con que seguiría sus pasos y sería médica. Había visto, con doce o trece años, la película francesa Es medianoche, Dr. Schweitzer, del año 1952, un engendro colonial y pomposo en blanco y negro, que muestra cómo Albert Schweitzer, con una enfermera hermosa y valiente, construye Lambarene. Antes incluso de que haya podido equipar el hospital, llega poco antes de medianoche el jefe de una tribu con unos aterradores guerreros, que traen a la clínica a su hijo enfermo, ya inconsciente, el cual, como el Dr. Schweitzer comprueba enseguida, padece una apendicitis. El jefe apunta a la luna plateada que se halla en el cielo, y explica que si, cuando la luna haya desaparecido detrás de una determinada palmera, doblada por el viento, el hijo ya no vive, le cortará la cabeza al doctor y a la hermosa enfermera. Para enfatizarlo, hace el gesto correspondiente con un cuchillo grande y afilado, que brilla a la luz de la luna. El Dr. Schweitzer y la enfermera transforman la mesa de la cocina en una mesa de operaciones y, con un cuchillo esterilizado improvisadamente con agua hirviendo, el valeroso doctor —con gotas de sudor en la frente— le corta la barriga al hijo del jefe. En un cambio de plano se visualiza de nuevo la luna, que se mueve demasiado rápido hacia la palmera. El suspense se eleva hasta hacerse insoportable. ¡Pero todo acaba bien! En el instante en el que la luna desaparece detrás de la palmera, el hijo da señales de vida, y el jefe no solo llega a ser, si recuerdo bien, el mejor amigo del doctor, sino que además se convierte al cristianismo.
Esta película colonial me impresionó, de principio a fin, de un modo decisivo. Se conectaba de una manera heroica con la profesión de mis padres, pero trasladaba los acontecimientos a un peligroso y extraño otro lado, a África. Allí quería ir yo.
La etnología por aquel entonces era una disciplina singular. Había configurado su objeto a partir de un resto despreciado, una mezcolanza de culturas que no pertenecen a las denominadas culturas avanzadas, sino que fueron definidas a través de la negación: no tenían escritura, no tenían Estado y no tenían historia. De hecho, la etnología experimentaba entonces un cierto menosprecio, que solo habría de cambiar tras 1968 con la redefinición de las ciencias sociales.
En el invierno de 1966-1967 comencé mi primer semestre de Etnología en Múnich, era la única principiante. El año anterior no se había inscrito nadie en la carrera, la continuación y el futuro del instituto se materializaban durante un semestre en mi persona. Se me trató de un modo extremadamente amable, atento e indulgente, y no tenía que ascender de los cursos de menor nivel a los de mayor, sino que podía asistir a todo lo que me interesase.
No tenía entonces ni idea de hasta qué punto el catedrático Hermann Baumann estaba profundamente implicado en la ideología del nacionalsocialismo. Los estudiantes de más edad y los asistentes guardaban silencio sobre el pasado de Baumann. En sus cursos y seminarios ocupaban un lugar preeminente los «Kulturkreise» [círculos culturales], sobre cuyas características, composición e historia se discutía a veces con verdadero fervor. Después de dos semestres estaba harta de Múnich, fui un semestre a Viena y después, en enero de 1968, a Berlín, al epicentro de la protesta estudiantil.
El Instituto de Etnología de Berlín se había quedado ese año acéfalo, después de que los estudiantes hubiesen tomado el poder; el catedrático había huido a Asia. Reinaba un estado de ánimo anormalmente entusiasta, sostenido por una esperanza ingenua (desde el punto de vista actual) en un cambio radical, que a veces mostraba características semejantes a las que más tarde volvería a encontrar en el movimiento profético de Alice Lakwena en el norte de Uganda. La vida estudiantil consistía en una serie de experimentos sociales bastante excitantes con resultado incierto. Teníamos un adversario realmente enorme, el sistema capitalista, y nos complacíamos en encontrar, desde esta oposición alucinatoria, justificaciones poco convincentes para el tumulto y todas las formas posibles de desobediencia. Y con bastante frecuencia conseguíamos desprendernos de lo antiguo con mucha diversión y placer. Yo compartía vivienda con estudiantes mayores en una vieja villa de Dahlem; leíamos juntos El capital y otros textos de Marx, pero también de Bakunin y Kropotkin, y debatíamos durante noches enteras cómo se debería llevar a cabo la revolución. Celebrábamos muchas fiestas, que en ocasiones duraban todo el fin de semana, participábamos en manifestaciones bajo la bandera negra de los grupos autónomos y conducíamos hasta Berlín Oriental, a la embajada cubana, para aprender español con el diario del Che Guevara, que repartían allí gratuitamente. Pues el objetivo era ponernos como etnólogos al servicio de los movimientos de liberación anticoloniales y anticapitalistas de un modo que fuese útil.
En 1971 se terminó la acefalia. Fritz Kramer llegó al instituto berlinés desde Heidelberg. Con ello mi concepción de la etnología sufrió un cambio fundamental. Kramer nos mostró que la etnología no tenía que ser museística y exótica. Nos dio a conocer la Dialéctica de la Ilustración, con él estudiamos los movimientos subversivos (campesinos) y más tarde la antropología social británica clásica. Las sociedades acéfalas, que habían investigado etnólogos ingleses como Edward E. Evans-Pritchard o Meyer Fortes, nos proporcionaron el modelo para las propias utopías sociales. Sin embargo, solo por un breve periodo. Después las ilusiones anarquistas y Karl Marx pasaron progresivamente a un segundo plano y dieron paso a Max Weber, Karl Löwith, Hans-Georg Gadamer y otros.
Algo más tarde llegó al instituto desde Nueva York Lawrence Krader. Con él, Fritz Kramer y Jacob Taubes se celebraron seminarios inolvidables. Y en el instituto de ciencias de la religión Klaus Heinrich enseñaba a relacionar el potencial crítico del psicoanálisis con la religión, la filosofía, la historia del arte y la etnología. En 1973 acabé la carrera y después di clases como profesora adjunta hasta 1978, sobre todo de antropología política y económica. No había ningún plan de estudios; los temas de los cursos los decidían los estudiantes junto con los profesores. Esto no cambió hasta que, hacia finales de los años setenta, la etnología se convirtió en una carrera con un número masivo de alumnos y de repente se sentaron en los cursos cientos de personas: como si nuestro entusiasmo por la esperanza frustrada de cambios radicales en la propia sociedad se hubiese desplazado al Tercer Mundo. Al igual que en la época tras la Primera Guerra Mundial, cuando los «primitivos» en África y Oceanía con su arte se utilizaron para reemplazar aquello que se había destruido o perdido en Occidente, así también nosotros buscábamos en África formas de vida alternativas. Sin embargo, no hace falta decir que el colonialismo había transformado ya el objetivo de nuestros intentos de huida en encuentros que nos confrontaban con las «formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica».2
A mediados de los años setenta me marché a París y conocí allí a Jean Rouch. Discípulo de dos Marcels, Marcel Mauss y Marcel Griaule, Rouch se había dedicado a la realización de películas etnográficas. Marginado al principio tanto por los cineastas establecidos cuanto por los etnólogos como outsider y chiflado, se tomó la libertad de experimentar contra la centralidad académica del texto con la cinematografía y las nuevas prácticas etnográficas. En oposición a los métodos asimétricos coloniales, desarrolló una «etnografía compartida», un proyecto cinematográfico que devolvía a África las imágenes y sonidos que había grabado allí, sobre todo en rituales de posesión, y que había montado en París. En el «cine-trance», una práctica mimética, compartía el trance y la posesión, el sometimiento por poderes extraños, con los filmados. Contra el empoderamiento científico del etnógrafo, que creía actuar en el campo, ponía en primer plano el otro lado de la acción, esto es, el sufrir la acción de otros, el ser objeto de la acción. Al igual que en los cultos de posesión los espíritus se corporizan en sus médiums, Rouch se dejó atrapar por la práctica de la posesión de espíritus de los etnografiados. Precisamente la técnica cinematográfica, la interconexión de su cuerpo con la cámara, le permitió entregarse a los espíritus extraños y practicar una etnografía recíproca, que se corregía una y otra vez a sí misma a través de feedbacks culturales.
Rouch practicaba también una etnología «al revés». En su famosa película Les maîtres fous [Los amos locos] de 1956, muestra el ritual anual de los hauka, espíritus coloniales extraños, «los espíritus del poder y del viento, que traen la locura». En el estado de posesión, los miembros del culto encarnan a los «espíritus de la sociedad colonial», del «gobernador», de la «locomotora» o de la «mujer del doctor». En el ritual esbozan su etnografía de la cultura (colonial) occidental. La película es, por tanto, al mismo tiempo etnografía doble e inversa: etnografía filmada, así como también la etnografía de lo filmado, que nos coloca un espejo delante y nos muestra cómo nos ven.
También en una película posterior, Petit à Petit, de 1969, Rouch trataba el tema de la mirada inversa y la violencia de los métodos etnográficos. Muestra a un etnógrafo africano en París, que realiza allí un trabajo de campo sobre los «salvajes parisinos» y sus problemas por vivir en edificios altos. A través del intercambio de las posiciones de sujeto y objeto, los métodos etnográficos se aplican en aquellos que los han desarrollado. A través de la inversión de la perspectiva que convierte a los europeos en objeto del trabajo de campo, el etnógrafo occidental puede reconocer lo que significa tener que sufrir métodos etnográficos.
El trabajo de cine etnográfico de Rouch me impresionó tanto que en 1977 organicé junto con Ulrich Gregor, entonces director del cine berlinés Arsenal, y los amigos de la Filmoteca Alemana, una primera retrospectiva de sus películas en Berlín, y en 1980 comencé, en la Academia Alemana de Cine y Televisión, una formación que acabé en 1984.
En el Instituto de Etnología de Berlín el trabajo etnográfico de campo se consideraba una obligación absoluta. Nuestros grandes modelos eran Bronisław Malinowski (a pesar o justamente a causa del escándalo en torno a la publicación de su diario en 1967), Edward E. Evans-Pritchard, Geoffrey Lienhardt y Jean Rouch. El trabajo de campo como observación participativa tenía el estatus de una doble iniciación, no solo a una sociedad extraña, sino también a la comunidad de los etnólogos berlineses. Era el rito de pasaje central con sus tres fases, como las describió Arnold van Gennep: el abandono del propio mundo, la estancia en el extranjero como fase liminal y el regreso.3
Puesto que ya tenía un marido y un hijo, fueron sobre todo consideraciones prácticas las que me llevaron a escoger las montañas Tugen en el noroeste de Kenia como campo de investigación. Las montañas Tugen, una cordillera que se extiende hasta los 2000 metros de altura en dirección norte-sur, forman parte de la gran placa africana, el Valle del Rift. Allí arriba no había malaria, pero, por si acaso, había un dispensario médico no demasiado lejos. Esta cordillera árida y no especialmente fértil había servido ya en el siglo XIX como lugar de refugio y de retiro a muchas personas. Sus habitantes lo llamaban «el país de las piedras» y contaban que su Dios, cuando creó las montañas, estaba ya tan cansado que solo pudo lanzar piedras sobre la tierra. El país era tan pobre que quedó relativamente al margen de perturbaciones cuando Kenia se convirtió en una colonia de asentamiento y desde Gran Bretaña y Sudáfrica afluyeron colonos al país para apropiarse de las regiones fértiles. Mientras que en la Provincia Central la gente fue expulsada brutalmente de su país, expropiada y forzada a irse a reservas, los habitantes de las norteñas montañas Tugen pudieron conservar su árido país.
En los años setenta la población comprendía aproximadamente 120 000 personas, que vivían muy dispersas en distintas granjas en las montañas. Cultivaban maíz y mijo, y tenían cabras, ovejas y vacas. De todos los animales apreciaban sobre todo el ganado vacuno. Llevaban a cabo —como los famosos nuer en Sudán— una «estética del ganado vacuno», con la que expresaban la belleza de sus toros y vacas en la danza y en poéticos cantos de alabanza. Si los habitantes masculinos de las montañas me hubiesen llamado «vaca», habría sido un gran cumplido, casi una declaración de amor. Por desgracia, los pokot, sus vecinos al norte, les robaban regularmente sus valiosas y apreciadas vacas y los llamaban despectivamente «gente de las cabras».
Además, cada pocos años una devastadora sequía asolaba la región. Cuando la situación se volvía insoportable y «las personas y los animales se desplomaban de hambre y sed», los hombres, las mujeres y sus hijos abandonaban las granjas y penetraban en la selva, para allí cazar y recolectar. Cuando llegaba la lluvia, regresaban a sus casas.
En la época precolonial sus habitantes no tenían ningún jefe, en su lugar tenían una organización gerontocrática dividida en ocho grupos de edad, cuyos nombres se volvían a repetir después de aproximadamente cien años, cuando se completaba un ciclo. Los hombres y mujeres ancianos mandaban sobre los más jóvenes. Mientras pudiesen engendrar hijos, las mujeres estaban excluidas de la política. Después de la menopausia, sin embargo, alcanzaban el estatus de ancianas rituales y eran equiparadas a los hombres ancianos.
Durante la época colonial los ancianos, hombres y mujeres, perdieron en gran parte su poder en favor de jefes más o menos despóticos que fueron designados primero por la administración colonial británica y más tarde, a partir de la independencia conseguida en 1963, por el Estado poscolonial. Por lo general, la población local rechazó a los jefes. Estos cobraban impuestos, administraban justicia e intentaban imponer los intereses del Estado. Además contaban con recursos financieros y decidían quién recibía harina de maíz de los programas de ayuda en épocas de hambruna.
En 1978 visité las montañas Tugen por primera vez. Quince años antes Kenia había conseguido la independencia. Jomo Kenyatta, un etnólogo que había estudiado y se había doctorado con Malinowski en Londres, se convirtió en presidente, y su vicepresidente, Daniel arap Moi, era originario, lo que no supe hasta más tarde, de las montañas Tugen. Reinaba (todavía) un sentimiento general de optimismo, que estaba sostenido por la esperanza de modernización y desarrollo (para todos).
Conforme a los estándares de entonces de una «etnología de rescate», yo estaba, sin embargo, menos interesada en una modernidad africana que en su contraimagen, en tradiciones lo menos influenciadas posible por el colonialismo. Había escogido por eso una región en el norte de las montañas Tugen donde los habitantes «seguían viviendo como sus padres». Me instalé en el pueblo de Bartabwa y comencé mi trabajo etnográfico, desprevenida y bastante ignorante.
Si bien es cierto que Bartabwa era una fundación colonial y servía como centro comercial y administrativo, la mayoría de la población vivía más lejos, en granjas circulares y dispersas en las montañas. Bartabwa consistía en una carretera polvorienta, sin asfaltar, con profundos baches y surcos, que había sido acabada a finales de los años cincuenta y en la temporada de lluvias se transformaba en una pista resbalosa apenas transitable. A ambos lados de la carretera había «modernas» casas de madera rectangulares con techos de chapa ondulada que recordaban lugares del salvaje Oeste. Algunas de las casas de madera albergaban pequeños negocios que vendían baterías, linternas, sal, cigarrillos, velas, jabón —sobre todo el detergente Omo— y diversas latas de conserva. Puesto que la clientela era, con pocas excepciones, muy pobre, los cigarrillos se vendían por unidad o incluso partidos por la mitad. Otras casas servían como pequeños bares, que ofrecían cerveza, té, chapati y potaje de alubias, patatas y puré de maíz. Había también una plaza del mercado, en la que las mujeres de los alrededores vendían dos veces por semana verduras, frutas y platos ya preparados. En una de las casas tenía su oficina la única persona corpulenta en Bartabwa: el jefe. Había además un molino de maíz, una escuela primaria y un dispensario médico.
Dos meses después de mi llegada murió Kenyatta y Daniel arap Moi tomó el poder. Con ello, los habitantes de las montañas Tugen se convirtieron en «the President’s people». De repente llegó mucho dinero a la región y tuvo lugar un desarrollo vertiginoso. Sobre todo, el sur fue conectado con Nakuru, la ciudad cercana más grande, por una elegante y moderna carretera de asfalto, en la que, no obstante, circulaban menos coches que cabras. En Kabernet, la capital del distrito a los pies de las montañas Tugen, surgieron en un santiamén tres pomposos edificios a imagen y semejanza de tres templos antiguos: una oficina de Correos, un supermercado y una escuela, que hacían que el resto del lugar pareciese aún más miserable.
El nuevo presidente, Daniel arap Moi, era originario de un pueblo llamado Kabartonjo, que se encuentra más o menos en medio de las montañas Tugen, las cuales se extienden en dirección norte-sur. Allí nació y hasta allí conducía la carretera asfaltada, ni un paso más. Los habitantes del norte, como también los de Bartabwa, quedaron excluidos de la nueva carretera, de la lluvia de dinero y de los procesos acelerados de desarrollo. Como «pobres», «primitivos», «subdesarrollados» y «atrasados», siguieron sirviendo de contraimagen despreciada en un Estado nacional que propagaba «progreso» y «desarrollo». Junto a la diferencia espacial aparecía una temporal. Aunque los habitantes del norte existían simultáneamente con los del sur y ambos compartían el mismo espacio, las montañas Tugen, fueron obligados a entrar en un «antes» y un «todavía no». Con la temporalización de la contraimagen surgió una dinámica de la negación, del descrédito y de la exclusión, que finalmente —a la luz de la promesa de modernización y progreso— aspiraba a la supresión. Así, aquí se repetía y ratificaba una vez más la división del mundo en regiones denominadas desarrolladas y subdesarrolladas, en desfiguración y dependencia.
Los habitantes de Bartabwa tomaron muy buena nota de esto. Cuando algunos años más tarde se vieron afectados por una terrible sequía y el gobierno no envió ninguna ayuda, llamaron a la hambruna «nyayo». Nyayo era el eslogan que el nuevo presidente había difundido tras asumir el poder y que representaba su «filosofía de paz, amor y unidad». Pero el presidente y sus partidarios practicaron en los años siguientes no solo una brutal «política de barriga llena», de corrupción y robo, sino también —para permanecer en el poder— una politización reforzada e incluso una militarización de la etnicidad, que en los años noventa condujo a violentas «limpiezas» étnicas. En ellas, los habitantes de las montañas Tugen habrían de convertirse tanto en perpetradores como en víctimas.
No es una casualidad que los habitantes de Bartabwa denominaran al propio gobierno nacional como «chumbek», en realidad una denominación para los europeos que habían colonizado Kenia y las montañas Tugen. Al parecer, no veían ningún motivo para considerar la época de la colonización, la opresión y la explotación como pasada. A pesar del cambio de dominadores, la época colonial no había acabado para ellos. No reconocían el «pos-» en «poscolonial».
En Kabarnet mi hijo y yo subimos a un matatu, una especie de transporte público que nos debía llevar a Bartabwa. Era un viejísimo y destartalado jeep con el suelo lleno de agujeros; cuando se inclinaba, completamente lleno de gente, hacia la derecha o hacia la izquierda en la carretera llena de grandes cráteres, la correspondiente puerta lateral se abría de golpe. Como se comprobó durante el trayecto, las ruedas no estaban sujetadas adecuadamente: faltaban tornillos. Teníamos los asientos más seguros, estábamos sentados junto al conductor, delante y en el centro, y no podíamos, cuando se abrían las puertas, caernos fuera. El hombre a mi derecha intentaba con una mano mantener cerrada la puerta, y asomaba una y otra vez la cabeza por la ventana para observar la rueda delantera y avisar a tiempo al conductor. De hecho, esta se soltó, paramos y el conductor la cambió por otra, pero estaba también sujetada solo con tres tornillos. Continuamos el viaje, hasta que también esta rueda se desprendió.
A pesar de la avería, el estado de ánimo entre los pasajeros era excelente. Bromeaban, contaban chistes y les daban a los tornillos que quedaban los nombres de famosos guerreros que habían sido especialmente valerosos, quizás con la esperanza de que los tornillos se demostrasen ahora también valerosos y resistentes. Pero el poner nombres no ayudó, no había otra rueda de repuesto. Nos quedamos en el camino. Después de tres horas llegó otro matatu y nos llevó hasta Bartabwa. Al llegar allí bajamos. Éramos visitantes no invitados. Éramos extraños que tenían que ser convertidos en huéspedes.
No tenía entonces ni idea de si mi permiso de investigación tenía valor y, en caso afirmativo, cuánto y en qué medida significaba protección y apoyo. Solo sabía que mi primera persona de contacto era el representante del Estado, el jefe. Visitamos su oficina en la calle principal; yo enseñé mi permiso de investigación, y el jefe, algo sorprendido pero amable, tras una breve reflexión puso a disposición de mi hijo Henrik y de mí una choza que estaba vacía, un poco en ruinas. Henrik, entonces con 7 años, era un niño de preescolar berlinés educado antiautoritariamente, abierto, curioso y descarado. Puesto que hasta entonces Bartabwa solo había sido visitada por europeos adultos, sobre todo misioneros católicos, se convirtió en una atracción exótica. Desde lejos llegaban los habitantes de las montañas para contemplarlo. Henrik ayudaba en los pequeños negocios y atraía clientes; vigilaba con los otros niños los campos de maíz; cuidaba cabras y ovejas, aprendió a lanzar mazas y manejaba —como Tarzán— las flechas y el arco. Fue colmado de obsequios, recibió incluso una cabra como regalo. Al contrario que yo, aprendió la lengua local en un santiamén, y por la noche me contaba cotilleos y chismes. Como era usual en las montañas Tugen, no fue a él al que se le llamó por mi nombre, sino que a mí se me llamó por el suyo: «mama Henry».
Como aprendí más tarde, mujeres y hombres recibían en el transcurso de su vida muchos nombres distintos. El acto ritual de dar un nombre es una práctica (auto-)biográfica. Poco después del nacimiento el niño recibe en un «pequeño» ritual el nombre de un antepasado. Antes los más ancianos descubren en un oráculo al antepasado que llevó «una buena vida» y está dispuesto a darle su nombre al niño. Cada linaje dispone solo de un determinado número de nombres que circulan entre sus miembros, los muertos y los vivos; no hay nombres nuevos. Los nombres son más duraderos que las personas que los llevan. Y comprometen: un niño con su nombre se enfrenta al futuro asumiendo el pasado de uno y con ello de muchos ancestros. Vive en cierto modo en la dirección inversa, pues debe estar a la altura del nombre del antepasado, orientar su vida en función de él, repetirla. Pero el antepasado cuyo nombre determina tan poderosamente la vida de su descendiente está muerto. Su «vida» pertenece a los vivos, ellos pueden doblegarla y utilizarla para sus propios fines. Si la relación entre niño y antepasado resulta desgraciada, se cambia el antepasado. Este debe demostrar que es el correcto garantizando el bienestar del niño. Si no lo consigue, su nombre es suprimido y olvidado, y otro ancestro debe ser utilizado con su nombre.
Mientras que las mujeres le daban al niño el primer nombre, algunos años más tarde recibía un segundo por parte de los hombres, el «nombre de cabra», es decir, el mismo nombre que recibe la cabra que el niño obtiene como regalo. A veces en el transcurso de la vida se imponía el nombre que habían dado las mujeres, otras veces el nombre de cabra. Pero también sucedía que el niño respondía a ambos nombres; entonces las mujeres lo llamaban con el nombre que le habían dado, y los hombres utilizaban el nombre de cabra.
Pero en ocasiones los padres les daban a sus hijos adicionalmente un tercer nombre, que recordaba un suceso que tuvo lugar durante el nacimiento. Numerosos niños se llamaban por ejemplo kemei, «hambre», porque en la época de su nacimiento reinaba el hambre. Un niño fue llamando chumba, «europeo», porque nació cuando los europeos estaban presentes. Encontré también un niño que se llamaba «cuchara», porque el día de su nacimiento sus padres vieron una cuchara por primera vez.
Mientras que los nombres de antepasados integran al niño como repetición en la genealogía, los nombres de sucesos (al igual que los apodos) destacan más bien su singularidad e individualidad, características que lo distinguen, pero que también —a diferencia de los nombres de antepasados— desaparecen con su muerte.
Puesto que hasta 1985 regresé regularmente a Bartabwa, los más ancianos me asignaron a un joven de nombre Naftali Kipsang que me acompañaba en todos mis proyectos, me debía proteger y servir de traductor, pero sobre todo me controlaba. Kipsang era también llamado «catedrático»; leía mucho y le gustaba llevar un libro consigo como signo de su erudición. En el pelo tenía metido un bolígrafo. Junto con los ancianos decidía qué o a quién podía ver y de qué me podía enterar. Yo le pagaba el sueldo habitual de un profesor allí. Pero el dinero no lo obligaba a sentir lealtad hacia mí, una extraña. Abandoné rápidamente la ilusión de tener control sobre mi trabajo.
Kipsang, mi galante acompañante, se convirtió en uno de los interlocutores más solicitados. Cuando volvíamos al pueblo de un encuentro con un anciano, hacía la ronda. Lo invitaban a una cerveza para que contase las últimas noticias sobre mí. Estas resultaban sumamente entretenidas; escuchaba las carcajadas que con él se desplazaban de una casa a la siguiente.
Durante los años siguientes, entre Kipsang y yo nació una amistad. Era un hábil mediador, que sabía mantener el equilibrio entre mis intereses y los de los ancianos. También empezó a interesarse cada vez más por la propia cultura y especialmente por sus rituales, y se convirtió él mismo en un etnógrafo de las montañas Tugen. Nos hicimos cómplices, y nos reflejábamos en los distintos roles que habíamos asumido. Mientras que él evolucionó a etnógrafo de su propia cultura, yo me convertí en la primitiva, en mono, con posibilidades, sin embargo, de ascender.
Me enteré por casualidad de que me llamaban «mono». Este nombre no era, como Kipsang me confesó, un nombre honorable, sino más bien un mote que debería permanecer oculto para mí. Con insistencia le pedí a Kipsang que me informase de cómo la gente hablaba sobre mí y qué nombres me daban. Yo le aseguré que no me enfadaría, tampoco si los nombres eran ofensivos. Pues los conocimientos que se me brindaban dependían del estatus social que se me asignaba. Por supuesto, entendió enseguida la dimensión epistemológica que encerraba la denominación «mono», pero lo que mejor sabía era lo que como mono permanecía escondido y oculto para mí.
Decidí explorar el campo semántico del mono. Kipsang me ayudó en esto. Descubrimos que los habitantes de las montañas Tugen distinguían dos tipos de extraños: bunik, los extraños próximos, contra los que se hace la guerra, pero con los que uno también se casa; y toyek, los radicalmente extraños, los cuales están tan alejados social y culturalmente que constituyen un contraste feroz. Los toyek viven como monos en la selva, están cubiertos de pelo, tienen largas colas, comen seres humanos, andan cabeza abajo y cometen incesto. Ambas categorías, los próximos y los totalmente extraños, no se encuentran en absoluta oposición, sino que pueden verse también como fases sucesivas en un proceso de integración de los extraños. En las historias de clanes los ancianos hablan de hombres salvajes que viven como monos. Una casualidad los conduce al mundo habitado. A los seres humanos que allí viven llevan mijo o el fuego, y reciben en retribución una mujer. El matrimonio los transforma en yernos, que pierden poco a poco su extrañeza y salvajismo y a través de sus hijos y nietos se integran por completo en el mundo habitado.
En lugar de nuestra historia de la cigüeña, las madres de la montañas Tugen les cuentan a sus hijos que una mujer que desea tener un hijo va a la selva. Allí roba el bebé de un mono, le corta la cola y lo lleva a casa. Lo pone en su pecho y lo llama «mi mono», hasta que en un ritual recibe el nombre de un antepasado. Entonces se «olvida» su procedencia, su origen simiesco.
La línea divisoria que los habitantes de las montañas Tugen trazan entre ser humano y animal, en este caso el mono, es mucho más permeable que aquella que traza el cristianismo. Mientras que la historia cristiana de la creación coloca al ser humano como señor sobre los animales, estableciendo con ello una fuerte discontinuidad entre ambos, la relación en las montañas Tugen es más bien continua; contiene un alejamiento de, así como un regreso al mono.
Los habitantes de Bartabwa representaban así un primitivismo y una teoría de la evolución que seguramente habría deleitado a Darwin. Su teoría de la humanización no era unilineal ni estaba orientada hacia el progreso. Lo simiesco nunca desaparecía por completo, nunca era totalmente superado. Pues en distintos rituales del ciclo vital los iniciados no solo debían regresar a la selva en la fase liminal, sino que tenían que convertirse también de nuevo en animales salvajes antes de que pudiesen transformarse en una «persona social mayor».
Como mono fui asignada a la categoría de los primitivos y totalmente extraños. No era un ser humano, sino un animal. Se me colocó en los márgenes de una cosmología para mí extraña. Pero se me dio la oportunidad de dejar atrás mi ser simiesco. Favorables para mi desarrollo eran los cada vez mayores conocimientos lingüísticos y el aprendizaje de las reglas de cortesía, aun cuando no siempre me atuviese a ellas. De mono ascendí a «criatura»; «criatura» designa a una persona que todavía no actúa de un modo realmente adulto y responsable (como cuando nosotros hablamos de «criatura» para referirnos a un muchachito o una muchachita). Pero puesto que regresaba regularmente a las montañas Tugen y los ancianos no se libraban de mí, un anciano de nombre Aingwo manifestó: «La criatura viene aquí una y otra vez, la criatura nos quiere». Mi constancia en regresar allí fue la primera característica que fijaron a mi, todavía sumamente imperfecta, persona social.