La Marca del Zorro - Johnston Mcculley - E-Book

La Marca del Zorro E-Book

Johnston McCulley

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Beschreibung

La Marca del Zorro(La maldición de Capistrano)El relato narra las aventuras y desventuras de un joven de la aristocracia californiana llamado Don Diego De la Vega, un joven noble, hijo de un hacendado español, que vivía en el entonces pueblo de Los Ángeles, en la antigua California española de comienzos del siglo XIX. De la Vega, se encuentra con que el gobierno colonial se ha vuelto una tiranía que explota y somete a los habitantes de esas tierras, tanto indígenas como colonos, además de cometer todo tipo de desmanes y actos de corrupción. Diego entonces, decide ponerse una máscara para combatir a los malhechores, transformándose en un jinete enmascarado con una capa negra y se hace llamar «El Zorro»; y junto a su sirviente sordomudo, Bernardo, enfrenta al capitán Ramón y al sargento González; lucha contra las injusticias cometidas por las autoridades y defiende a los oprimidos.«El Zorro» es uno de los mitos más populares, emblemáticos y de más renombre gracias al cine y la TV, (dilatadísima filmografía), además de inspirar varios imitadores de diversos nombres (p.ej.: «El Coyote»); así como precuelas y secuelas. Jamás imaginaría su creador Johnston McCulley, allá por 1919, —reportero de sucesos y autor de novelas de aventuras de escasa trascendencia—, que su narración por entregas, tendría aquella enorme repercusión, y le obligaría a conectarse con un arte naciente (el cinematógrafo), y que su personaje se haría mundialmente famoso.

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El relato narra las aventuras y desventuras de un joven de la aristocracia californiana llamado Don Diego De la Vega, un joven noble, hijo de un hacendado español, que vivía en el entonces pueblo de Los Ángeles, en la antigua California española de comienzos del siglo XIX. De la Vega, se encuentra con que el gobierno colonial se ha vuelto una tiranía que explota y somete a los habitantes de esas tierras, tanto indígenas como colonos, además de cometer todo tipo de desmanes y actos de corrupción. Diego entonces, decide ponerse una máscara para combatir a los malhechores, transformándose en un jinete enmascarado con una capa negra y se hace llamar «El Zorro»; y junto a su sirviente sordomudo, Bernardo, enfrenta al capitán Ramón y al sargento González; lucha contra las injusticias cometidas por las autoridades y defiende a los oprimidos.

«El Zorro» es uno de los mitos más populares, emblemáticos y de más renombre gracias al cine y la TV, (dilatadísima filmografía), además de inspirar varios imitadores de diversos nombres (p.ej.: «El Coyote»); así como precuelas y secuelas. Jamás imaginaría su creador Johnston McCulley, allá por 1919, —reportero de sucesos y autor de novelas de aventuras de escasa trascendencia—, que su narración por entregas, tendría aquella enorme repercusión, y le obligaría a conectarse con un arte naciente (el cinematógrafo), y que su personaje se haría mundialmente famoso.

Johnston McCulley

La Marca del Zorro

(La maldición de Capistrano)

Título original: The Mark of Zorro

Johnston McCulley, 1924

Prefacio

La historia original: «La maldición de Capistrano», es un relato escrito por Johnston McCulley en 1919. Fue publicado por entregas, en la revista pulp semanal: All-Story Weekly. Con esta historia empieza la leyenda del personaje de ficción: «El Zorro», creado por este autor. Un héroe romántico con una identidad secreta, que lucha contra la injusticia y la opresión en el pueblo de Los Ángeles de la antigua California española. Está formada por 5 episodios divididos en 39 capítulos. La primera entrega (publicación) fue el 9 de Agosto de 1919. Los episodios estaban divididos entre el volumen 100, #2; hasta el volumen 101, #2; (desde el 9-ago-1919 al 6-sep-1919). La historia fascinó a Douglas Fairbanks, quien la adaptó para el cine en la película muda: The Mark of Zorro, estrenada en 1920. Luego del éxito de la película (basada en la historia), el relato original La maldición de Capistrano, se reimprimió en formato libro de tapa dura, en 1924 por Grossett & Dunlap (hoy Penguin) y fue retitulada como: «La Marca del Zorro», para relacionarla con el éxito comercial de Hollywood. Se volvió a reimprimir por MacDonald & Co. en 1959 y por Tor books en 1998.

Ante el éxito, tanto de las entregas semanales, como de la película de 1920, y de la novela completa de pasta dura; McCulley decide seguir escribiendo la serie semanal con nuevas aventuras. Le cubre de nuevo la cara a Don Diego, y reinicia la narración como si este último nunca se hubiera desenmascarado. De ese esfuerzo, emergen tres novelas: La espada del Zorro (1928), El Zorro cabalga de Nuevo (1931), y La señal del Zorro (1941).

1 PEDRO, EL PRESUMIDO

LA LLUVIA caía a raudales sobre el tejado, el viento aullaba como alma en pena y el humo de la chimenea salía con tal fuerza que las chispas saltaban hasta el suelo.

—¡Qué noche más endemoniada para cometer fechorías! —rugió el sargento Pedro González, estirando sus enormes pies hacia la hoguera y tomando la empuñadura de su espada en una mano y el tarro de vino en la otra—. ¡Tal parece que el diablo aúlla en el viento y que los demonios bailan en las gotas de agua! ¡Qué noche más tétrica!, ¿verdad, señor?

—¡Así es! —asintió el posadero, un hombre gordo, apresurándose al mismo tiempo a llenar el tarro de vino, pues el sargento González tenía un genio horrible cuando lo provocaban, lo que siempre sucedía cuando no le servían el vino rápidamente.

—Una noche de todos los diablos —repitió el sargento, que era un hombre de gran estatura, apurando el contenido de su tarro sin tomar aliento, hazaña que siempre había llamado mucho la atención y que le había dado al sargento alguna fama por todo el camino real, como llamaban al camino que comunicaba las misiones en una larga cadena.

González se tendió muy cerca del fuego, sin tomar en cuenta que así impedía que llegara a todos un poco de calor. El sargento Pedro González con frecuencia opinaba que cada quien debería procurarse su propia comodidad antes que la de los demás, y como se trataba de un hombre muy alto y fornido, muy diestro con la espada, se topaba con pocos que tuvieran el valor de contradecirle.

Afuera, el viento rugía y la lluvia azotaba contra el suelo como una cortina sólida. En el sur de California, ésta era una tormenta típica de febrero. En las misiones, los frailes ya habían encerrado a sus animales y se disponían a recogerse habiendo cerrado todas sus puertas. En las haciendas ardían enormes hogueras. Los indígenas se habían encerrado en sus casitas de adobe, felices de encontrarse bajo techo.

Y aquí, en el pequeño pueblo de Reina de los Ángeles, que al cabo de los años se convertiría en una gran ciudad, la taberna que se encontraba a un lado de la plaza daba albergue en esos tiempos a hombres que buscaban el calor de la hoguera hasta el amanecer, por no enfrentarse con la lluvia.

El sargento Pedro González, atenido a su rango y a su estatura, se había apoderado de la chimenea, y un cabo y tres soldados del presidio estaban sentados frente a una mesa, un poco atrás del sargento, bebiendo y jugando a los naipes. Un criado indio estaba en cuclillas en un rincón. No se trataba de un neófito que hubiera aceptado la religión de los frailes, sino de un pagano y renegado.

Todo esto sucedía en los días de la decadencia de las misiones; no había mucha paz entre los franciscanos que seguían los pasos de fray Junípero Serra, fundador de la primera misión de San Diego de Alcalá (que ya había sido canonizado y había hecho posible un imperio). Quienes seguían a los políticos obtenían grados muy altos en el ejército. Los hombres que se encontraban bebiendo en la taberna de Reina de los Ángeles no querían un espía cerca de ellos.

En este momento se había acabado la conversación, lo cual le resultaba molesto al posadero y al mismo tiempo lo atemorizaba, ya que el sargento Pedro González era pacífico mientras hubiera una discusión; pero a menos que estuviera hablando, el soldado podría sentirse impulsado a provocar un altercado.

Ya dos veces lo había hecho González, causando muchos daños en los muebles y en las caras de los parroquianos de la taberna; el posadero había acudido al comandante del presidio, el capitán Ramón, sólo para que este último le informara que él ya tenía bastantes problemas encima y que la administración de una posada no era de su incumbencia.

De manera que el posadero observaba cautelosamente a González, acercándose hacia la orilla de la mesa grande y tratando de empezar una conversación general con el fin de evitar dificultades.

—Se rumora en el pueblo —dijo—, que el Zorro anda suelto otra vez.

Sus palabras tuvieron un efecto al mismo tiempo inesperado y terrible. El sargento Pedro González se enderezó súbitamente en la banca, arrojó al suelo su tarro, que todavía tenía algo de vino, y asestando un terrible golpe sobre la mesa con su puño, hizo que los tarros, las barajas y las monedas se desparramaran por todos lados.

El cabo y los tres soldados retrocedieron presas de pánico, y el posadero palideció; el indio que estaba sentado en el rincón se acercó a la puerta, pensando que sería mejor salir a enfrentarse con la tormenta que quedarse a arrostrar la furia del sargento.

—Conque el Zorro, ¿eh? —gritó González con voz estruendosa—. ¿Estoy condenado a oír por doquier ese nombre? «El Zorro», ¿eh?… ¡Mr. Fox, en otras palabras! Se imagina, digo yo, que es astuto como el que más. ¡Por todos los santos, apesta como un zorrillo!

González dio un trago, se volvió para verlos a todos de frente, y continuó con su perorata:

—¡Corre por todo el camino real como una cabra montesa! ¡Usa máscara, y luce una hermosa espada, según me han dicho, y con la punta graba su odiosa letra Z en la mejilla de su enemigo! ¡Bah! ¡La llaman la marca del Zorro! ¡Tiene una espada muy bella, en verdad!, aunque yo no podría jurarlo, pues nunca la he visto. No quiere concederme el honor de verla, ¡las pillerías del Zorro nunca ocurren por dónde anda el sargento Pedro González! Tal vez el Zorro pueda decirnos por qué, ¡bah!

Echándoles una mirada fulminante a todos, frunció el labio superior y las puntas de sus bigotazos negros se encresparon.

—Ahora lo llaman la maldición de Capistrano —dijo el posadero gordo, agachándose a recoger el tarro de vino y las barajas con la esperanza de adueñarse de paso de alguna moneda.

—¡Maldición de todo el camino y de toda la cadena de misiones! —rugió el sargento González—. ¡Un asesino, eso es, un ladrón! ¡Bah! Un tipo cualquiera tratando de ganarse la reputación de valiente porque roba una que otra hacienda y se dedica a asustar a las mujeres y a los indios. El Zorro, ¿eh? ¡He aquí un zorro que me dará gusto cazar! «Maldición de Capistrano» ¿eh? Yo sé que no he sido un santo, pero sólo pido una cosa al cielo: ¡Qué me perdone mis pecados y me conceda la gracia de enfrentarme cara a cara con este gentil salteador!

—Hay una recompensa… —empezó el posadero.

—¡Me quitaste las palabras de la boca! —protestó el sargento González—. Hay una buena recompensa que ofrece su excelencia el gobernador. ¿Y cuál es la buena suerte que le ha tocado a mi espada? Si estoy de servicio en San Juan Capistrano, el tipo hace de las suyas en Santa Bárbara. Si estoy en Reina de los Ángeles, se roba una buena cantidad de dinero en San Luis Rey. Ceno en San Gabriel, digamos, y roba en San Diego de Alcalá. Un fastidio, eso es. Una vez me lo encontré…

El sargento González se ahogó, tan furioso estaba, y tomó su tarro de vino, el que había vuelto a llenar el posadero, apurando todo el contenido.

—Bueno, afortunadamente, nunca ha venido por aquí —dijo el posadero dando un suspiro de alivio.

—Y con razón, gordo, con mucha razón. Tenemos aquí un presidio y bastantes soldados. Este guapo Zorro se cuida mucho de acercarse a cualquier presidio. Es como un fugaz rayo de sol, lo reconozco, e igual de valiente.

El sargento González descansó nuevamente en la banca, y el posadero le dirigió una mirada de tranquilidad, con la esperanza de que en esa noche de lluvia no se romperían tarros, muebles, ni caras.

—Sin embargo, el Zorro tiene que descansar de vez en cuando, debe comer y dormir —dijo el posadero—. Con seguridad tiene algún escondite para reponer sus fuerzas; algún día los soldados lo perseguirán hasta su guarida.

—¡Bah! —replicó González—. Claro que el hombre tiene que comer y que dormir. ¿Y qué es lo que alega ahora? Dice que él no es un verdadero ladrón, ¡por todos los santos! Que sólo se dedica a castigar a los que maltratan a los hombres de las misiones; ¡amigo de los oprimidos!, ¿eh? Hace poco dejó un letrero en Santa Bárbara diciendo esto, ¿no es verdad? ¡Bah! ¿Y cuál puede ser la respuesta? Los frailes de las misiones lo están amparando; lo esconden, le dan de comer y beber. Estoy seguro que si sacuden la túnica de un fraile, encontrarán alguna pista de este salteador, o dejo de ser militar.

—No dudo que diga usted la verdad —contestó el posadero—. No me extrañaría que los frailes hicieran tal cosa. Pero ojalá que el Zorro nunca venga por aquí.

—¿Y por qué no, gordo? —gritó el sargento González con voz de trueno—. ¿Acaso no estoy yo aquí? ¿Acaso no tengo la espada a mi lado? ¿Eres una lechuza, o es tan débil la luz del día que no puedes ver más allá de tus narices? Por todos los santos…

—Quiero decir —se apresuró a afirmar el posadero bastante alarmado—, que no quiero que me roben.

—¿Qué te roben qué, gordo? ¿Un tarro de vino y una comida? ¿Acaso tienes riquezas, estúpido? ¡Bah! Deja que venga ese individuo. Sólo deja que ese atrevido y astuto Zorro entre por esa puerta y se pare frente a nosotros. ¡Qué nos haga una caravana, como dicen que lo hace, y que brillen sus ojos a través de la máscara! Permíteme enfrentarme con él por un instante, y pediré la generosa recompensa que ofrece su excelencia.

—Tal vez tenga miedo de aventurarse a llegar tan cerca del presidio —dijo el posadero.

—¡Más vino! —rugió González—. Más vino, gordo, y cárgalo a mi cuenta. Cuando haya cobrado la recompensa, te pagaré todo. Te doy mi palabra de honor. ¡Ja! Si entrara ahorita este astuto y valiente señor Zorro, esta maldición de Capistrano…

Repentinamente se abrió la puerta.

2 EN EL FUROR DE LA TORMENTA

ENTRÓ UNA RÁFAGA DE VIENTO, y al mismo tiempo una marejada de agua y un hombre.

Las llamas de las velas se quedaron vacilantes, y una de ellas se apagó. Esta entrada tan repentina, a mitad de los alardes del sargento, sobresaltó a todos; González sacó su espada de la funda hasta la mitad, a medida que las palabras se apagaban en su garganta. El indio cerró la puerta rápidamente para que no entrara más aire.

El recién llegado se volvió y les dio la cara; el posadero suspiró tranquilo. No era el Zorro, naturalmente. Era Don Diego De la Vega, un apuesto joven noble, de veinticuatro años de edad, conocido por todo el camino real por su poco interés en las cosas verdaderamente importantes de la vida.

—¡Bah! —gritó González envainando de un golpe la espada.

—¿Qué, los alarmé, señores? —preguntó cortésmente Don Diego en voz muy baja, abarcando con la mirada todo el cuarto y saludando a los hombres que se encontraban frente a él.

—Si así fue, señor, se debió a que entró usted en el apogeo de la tormenta —replicó el sargento—. Su figura no alarmaría a ningún hombre.

—¡Hum! —gruñó Don Diego, haciendo a un lado su sombrero y arrojando su sarape, que estaba empapado—. Sus comentarios rayan en el peligro, mi bronco amigo.

—¿Acaso pretende usted desafiarme?

—Es cierto —continuó Don Diego— que no tengo la reputación de cabalgar como un imbécil arriesgando mi vida, ni de pelear como idiota con cada recién llegado, ni de tocar la guitarra bajo la ventana de todas las mujeres como un simplón. Sin embargo, no me gusta que digan estas cosas, que usted considera defectos, en mi cara.

—¡Bah! —gritó González un poco molesto.

—Hemos hecho un trato, sargento González, el cual nos permite ser amigos, pudiendo yo olvidar la enorme diferencia de cuna y de educación que existe entre nosotros mientras ponga usted freno a su lengua y se porte como mi camarada. Sus alardes me divierten, y por eso le compro el vino que tanto desea. Me parece un buen arreglo. Pero si me pone usted en ridículo otra vez, señor, ya sea en público o en privado, nuestro trato termina… También quiero mencionar que tengo alguna influencia…

—Mil perdones, caballero y buen amigo —gritó alarmado el sargento González—. Está usted más violento que la tormenta, sólo porque se me fue un poco la lengua. De aquí en adelante, a cualquiera que me pregunte, le diré que es usted muy inteligente y muy diestro con la espada, siempre dispuesto a pelear o a hacer el amor. Es usted un hombre de acción, caballero. ¡Bah! ¿Se atreve alguien a dudarlo?

Echó una mirada feroz por todo el cuarto, sacando su espada hasta la mitad y metiéndola enseguida de un golpe a la funda. Echando la cabeza hacia atrás se carcajeó y dio unas palmadas a Don Diego en la espalda; el posadero se apresuró a traer más vino, sabiendo que Don Diego De la Vega lo pagaría.

Ésta, extraordinaria amistad entre Don Diego y el sargento González daba mucho que hablar en el camino real. Don Diego provenía de una familia noble que gobernaba miles de hectáreas, innumerables ganados caballares y vacunos, y enormes campos de cereales. Don Diego, por su propio derecho, poseía una hacienda que era como un pequeño imperio, y también una casa en el pueblo; además, a la muerte de su padre, heredaría tres veces más de lo que ahora tenía.

Pero Don Diego no era como los otros Jóvenes nobles de su época. Aparentemente no era hombre de acción. Rara vez portaba su espada, o sí lo hacía, era sólo por vestir a la moda. Era exageradamente cortés con todas las mujeres y no cortejaba a ninguna.

Se sentaba bajo el sol y escuchaba las tremendas hazañas de los demás, y de cuando en cuando sonreía. En todos sentidos, era el polo opuesto del sargento Pedro González, y, sin embargo, con frecuencia andaban juntos. Pasaba lo que había dicho Don Diego; se divertía con los alardes del sargento, y el sargento era feliz bebiendo gratis. ¿Qué más podían pedir?

Don Diego se paró frente al fuego para secarse, agarrando el tarro de vino tinto con una mano. Era de estatura regular, pero muy sano, y tenía una presencia agradable. Las orgullosas dueñas se desesperaban porque no se volvía nunca por segunda vez a mirar a las señoritas que ellas protegían, para las cuales buscaban buenos partidos.

González, temeroso de haber hecho enojar a su amigo y de que éste no le pagase más vino, trataba de hacer las paces.

—Caballero, hemos estado hablando del sensacional señor Zorro —dijo—. Hemos estado discutiendo esta maldición de Capistrano, como algún ingenioso ha apodado a esta plaga del camino.

—¿Qué hay de él? —preguntó Don Diego dejando su tarro y tapándose la boca para bostezar. Los que conocían bien a Don Diego decían que bostezaba cuando menos doscientas veces al día.

—He estado diciendo, caballero —dijo el sargento—, que este buen señor Zorro nunca se aparece por estas cercanías, y que estoy rogando a todos los santos que me concedan la gracia de encontrármelo algún día, para que pueda yo cobrar la recompensa que ofrece el gobernador. Señor Zorro, ¿eh? ¡Bah!

—No hablemos de él —suplicó Don Diego volviendo la cabeza y moviendo la mano en son de protesta—. ¿Qué, no será posible que pueda yo oír algo que no sean hazañas de sangre y de violencia? ¿No será posible en estos tiempos tempestuosos que un hombre pueda oír palabras de sabiduría sobre música o sobre los poetas?

—¡Por los cuernos de Satanás! —resopló el sargento furioso—. Si este señor Zorro quiere arriesgar su pellejo, allá él. Es su propio pellejo, ¡por todos los santos! ¡Un asesino! ¡Un ladrón! ¡Bah!

—He oído mucho acerca de su obra —prosiguió Don Diego—. Indudablemente que el hombre tiene buenas intenciones. Sólo ha robado a los oficiales que a su vez han robado a las misiones y a los pobres, y no ha castigado sino a los salvajes que maltratan a los indios. No ha matado a nadie, según me han dicho. Déjelo que goce de su triunfo, mi sargento.

—¡Prefiero la recompensa!

—¡Gánela! —dijo Don Diego—. ¡Capture al hombre!

—¡Ja! Vivo o muerto, dice la proclama del gobernador. Yo mismo la he leído.

—Entonces enfréntese a él y atraviéselo, si así lo desea —replicó Don Diego—. Y cuéntemelo todo después, pero no ahora, por favor.

—Será una linda historia —gritó González—. Y se la contaré completa, caballero, palabra por palabra. Cómo jugué con él y me reía mientras peleábamos, y cómo lo arrinconé al poco rato y lo atravesé…

—Después, ¡ahora no! —gritó Don Diego, desesperado—. ¡Posadero, más vino! ¡La única forma de callar a este ronco presumido es llenarle la garganta de vino para que no puedan salir las palabras!

El posadero llenó los tarros rápidamente. Don Diego saboreaba su vino despacio, como todo un caballero, mientras que el sargento González bebió el suyo de dos tragos. Después, el vástago de la casa de los De la Vega se dirigió hada la banca y tomó su sombrero y su sarape.

—¿Qué? —gritó el sargento—. ¿Nos deja usted tan temprano, caballero? ¿Va usted a enfrentarse a la furia de esa tormenta?

—Tengo bastante valor para eso, cuando menos —replicó Don Diego, sonriendo—. Sólo vine de mi casa por una jarra de miel. Tuvieron miedo de llenármela los peones de la hacienda, por la lluvia. Dame una, posadero.

—Lo escoltaré a su casa —gritó el sargento González, pues sabía muy bien que Don Diego tenía excelente vino añejo en su casa.

—Usted se queda aquí junto al fuego —le dijo Don Diego con firmeza—. No necesito una escolta de soldados del presidio para atravesar la plaza. Estoy haciendo cuentas con mi secretario, y posiblemente regrese a la taberna cuando terminemos. Quería la jarra de miel para comer mientras trabajamos.

—¡Bah! ¿Y por qué no mandó usted a su secretario por la miel, caballero? ¿De qué sirve ser rico y tener criados, si no les puede uno ordenar que hagan los mandados en una noche como ésta?

—Es viejo y está débil —explicó Don Diego—. También es secretario de mi anciano padre; la tormenta lo mataría. Posadero, sírvales vino a todos los presentes y cárguelo a mi cuenta. Tal vez regrese cuando hayamos puesto mis libros en orden.

Don Diego De la Vega tomó la jarra de miel, se tapó la cabeza con el sarape, abrió la puerta, y se perdió en la obscuridad.

—¡He ahí un hombre! —gritó González, haciendo un ademán con los brazos—. Ese caballero ¡es mi amigo, y quiero que lo sepan todos! Rara vez lleva espada, y dudo que sepa usarla, ¡pero es mi amigo! Los ojos centelleantes de las chicas más preciosas no le afectan, y, sin embargo, ¡juraría que es un hombre cabal! Música y poetas, ¿eh? ¡Bah! ¿Acaso no tiene derecho, si eso le gusta? ¿Acaso no es Don Diego De la Vega? ¿No tiene sangre azul, miles de hectáreas y enormes bodegas llenas de alimentos? ¿No es liberal? Se puede parar sobre su cabeza o usar faldillas, si se le antoja, y a pesar de todo, ¡juro que es un modelo perfecto de hombre!

Los soldados se aunaron a sus sentimientos, ya que estaban bebiendo el vino de Don Diego; y de cualquier forma, no tenían valor para rebatir los comentarios del sargento. El posadero les sirvió otra vez, sabiendo que Don Diego pagaría. Un De la Vega no se rebajaría examinando su cuenta en una taberna pública, y el tabernero se había aprovechado de esto muchas veces.

—No puede soportar la violencia ni la sangre —continuó el sargento González—. Es gentil como la brisa primaveral. Y, sin embargo, tiene un puño recio y una mirada profunda. Es sólo su modo de ver la vida. Si yo tuviera su juventud, gallardía y riquezas, ¡ja!, ¡habría un río lleno de corazones rotos desde San Diego de Alcalá hasta San Francisco de Asís!

—¡Y de cabezas rotas también! —comentó el cabo.

—¡Ja!, ¡y cabezas rotas, camarada! Reinaría yo en estas tierras. Ningún jovenzuelo se atrevería a ponerse en mi camino. ¡Afuera la espada y a ellos! Cruzarse con Pedro González, ¿eh? ¡Bah! ¡Les atravesaría el hombro de una sola estocada! ¡Ja! ¡Les atravesaría los pulmones!

González se había puesto en pie y había sacado su espada.

La blandía hacia atrás y hacia adelante, embestía, paraba, se retiraba a fondo, avanzaba y retrocedía, gritaba, juramentos, y se carcajeaba mientras peleaba con las sombras.

—¡Así es como se hace! —le gritó a la chimenea—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Dos de ustedes contra mí? ¡Tanto mejor, señores! ¡Nos encantan los partidos desiguales! ¡Ja! ¡Toma, perro! ¡Muere, vil! ¡A un lado, cobarde!

Se recargó contra la pared, jadeante, casi sin aliento, apoyando la punta de su espada en el suelo, la cara morada por el esfuerzo y por el vino que había tomado, mientras que el cabo, los soldados y el tabernero reían a carcajadas de esta batalla sin sangre de la cual el sargento Pedro González había salido, sin lugar a dudas, vencedor.

—¡Si… si llegara el señor Zorro aquí ahorita! —dijo el sargento con voz entrecortada.

De pronto, nuevamente se abrió la puerta y entró un hombre a la posada con una ráfaga de la tormenta.

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!

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