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«A menudo me pregunto si morí de la mejor manera posible». Una tarde, en una ciudad del sureste de Nigeria, una madre abre la puerta de su casa y se encuentra el cuerpo de su hijo, envuelto en tela de colores, a sus pies. Así comienza la vibrante historia de una familia y sus dificultades para comprender a un hijo de espíritu tan delicado como enigmático. Criado por un padre distante y una madre comprensiva pero sobreprotectora, Vivek a menudo sufre desmayos, momentos confusos de desconexión entre su ser y el mundo que lo rodea. Cuando la adolescencia dé paso a la edad adulta, Vivek hallará consuelo en la amistad de un grupo de chicas cálidas y escandalosas, todas hijas de las Nigerwives, una asociación de mujeres nacidas en el extranjero y casadas con hombres nigerianos. Sin embargo, será Osita, su primo, con quien forje el vínculo más profundo. Lleno de vida y más experimentado que Vivek, Osita oculta tras una fachada burlona de seguridad en sí mismo una vida privada que no comparte con nadie. A medida que su relación se vaya estrechando –y Osita luche por comprender la crisis creciente de Vivek–, el misterio estallará de forma sorprendente. Adictiva, vertiginosa y repleta de personajes inolvidables, La muerte de Vivek Oji es una magistral novela que indaga en la familia y la amistad, en las fronteras de la identidad personal, social y de género y en el modo en que el colonialismo infecta a personas y países. Un asombroso relato sobre la pérdida, la libertad y la transcendencia que conmoverá a quien lo lea.
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«[Una] historia deslumbrante y devastadora […]. Un rompecabezas envuelto en bellísimo lenguaje que formula preguntas acerca de la identidad y la lealtad tan importantes como imposibles de responder». —The New York Times Book Review
«Electrizante». —O: The Oprah Magazine
«De una solidez y gracilidad excepcionales […]. De nuevo Emezi nos insta a reconocer y atesorar un espectro más amplio de experiencias humanas». —The Washington Post
«Una de las novelas más aclamadas de 2020».—Newsweek
«Uno de los mejores libros de 2020 […]. Una experiencia que impulsa y revitaliza […] acerca de la libertad y nuestra capacidad para imaginar cómo es ser otras personas, o quizá, más bien, cómo es experimentarlas tal y como son». —Goop
«Testimonio de la inmensa destreza literaria de Emezi». —Elle
«Hay libros que nos dejan poso mucho después de terminarlos, pero La muerte de Vivek Oji es tan permanente como un tatuaje». —Paper Mag
«Emezi tiene un don para la prosa que a menudo es tan visceral, tierna y desgarradora como lo que describe. […] Si bien la novela se embarca en la resolución del misterio de la muerte de Oji, lo que le otorga su poder es su modo de ir desvelando la historia de una persona protegida por la autoaceptación contra el dolor del mundo. He aquí una demostración del efecto que tiene la mejor ficción: es un antídoto contra la invisibilidad». —The Guardian
«A partes iguales reconfortante y emocionalmente demoledora, la historia de la vida y la muerte de Vivek Oji es verdaderamente inolvidable». —Teen Vogue
«Emezi es un ejemplo de genialidad literaria […]. En las hábiles manos de Emezi, el mosaico de amor, dolor, comunidad, familia, trauma y belleza forma una corona sobre la que Vivek se alza como una joya ensangrentada. Un verdadero arte que da forma a una historia inolvidable y profundamente conmovedora». —Lambda Literary
«Un recio triunfo literario […]. Un retrato finamente delineado, tan bello que duele, de las fronteras de la identidad personal, social y de género». —Chicago Review of Books
«Un viaje tan brillante como demoledor que nos lleva a descubrir las partes ocultas de la vida de Vivek y el misterio que rodea su muerte». —Marie Claire
«Vuelve Akwaeke Emezi, que se cuenta entre nuestros más grandes autores […]. Una historia de familia elegida, descubrimiento, amor, dolor, duelo… y sobre el modo en que el colonialismo infecta a personas y países». —Shondaland
«Una lectura que propele y reverbera […]. Emezi es un deslumbrante talento literario cuya obra llega hasta la médula del ser espiritual». —Esquire
«Un libro asombroso […]. Emezi explora, con todo detalle y una gran calidez, la compleja fricción que surge del choque cultural y la pérdida de la inocencia de la juventud». —Stylist
Akwaeke Emezi (elle) es autore de La muerte de Vivek Oji, superventas de The New York Times y finalista del Dylan Thomas Prize, Los Angeles Times Book Prize, PEN/Jein Stein Award y DUBLIN Literary Award. Mascota fue finalista del National Book Award en la categoría de literatura para gente joven y recibió una mención de honor a los premios Stonewall y Walter. Agua dulce fue nombrado libro notable por The New York Times y finalista de los premios PEN/Hemingway, NYPL Young Lions de ficción, Edmund White de ficción debut y Lambda. Sus obras más recientes son su primera colección de poemas, Content Warning: Everything; su segunda novela juvenil, Bitter, y su debut en la novela romántica, You Made a Fool of Death with Your Beauty. Seleccionade entre los «5 menores de 35» de la National Book Foundation, apareció en portada de la revista TIME como uno de los líderes de la próxima generación. Reside en espacios liminales.
FotografÍa: Omofolarin Omolayole
Autoría Akwaeke Emezi
Traducción Arrate Hidalgo
Corrección Diego Galar Irurre y Sonia Berger
Diseño de colección y maquetación Rosa Llop
Imagen de cubierta Ana Galvañ
Producción ePub Bookwire
Edición consonni
C/ Conde Mirasol 13-LJ1D
48003 Bilbao
www.consonni.org
Primera edición en español:
octubre de 2022, Bilbao
ISBN: 978-84-19490-04-9
Edición original: The Death of Vivek Oji, Riverhead Books, 2020
© 2020 by Akwaeke Emezi. Todos los derechos reservados
© de la traducción, Arrate Hidalgo, 2022
© de la imagen de cubierta, Ana Galvañ, 2022
© de esta edición, consonni ediciones, 2022
Esta obra ha recibido una ayuda a la producción editorial literaria del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco; y este ebook es un proyecto financiado por Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte.
consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.
Akwaeke Emezi
Traducción de Arrate Hidalgo
A Franca, mi primera (y mejor) amiga narradora.
Nunca olvides el apellido de Kurt.
Te quiero un montón.
Vive libre.
El día que murió Vivek Oji prendieron fuego al mercado.
Si esta historia fuera un montón de fotografías –de las antiguas, esas de esquinas redondeadas que se meten en álbumes y se guardan bajo el cristal y los tapetes de encaje de las mesas bajas de los salones de todo el país–, empezaría por el padre de Vivek: Chika. En la primera foto saldría él en un autobús de camino al pueblo a visitar a su madre; se lo vería sacando un brazo por la ventanilla, sintiendo la presión del aire en la cara y la brisa que se le cuela por la boca sonriente.
Chika tenía veinte años y era tan alto como su madre, más de metro ochenta de piel roja y pelo del color de la arcilla tocada por el sol; dientes como huesos pulidos. Las mujeres del autobús lo miraban sin disimulo, miraban la camisa blanca que se henchía como una nube a la altura de su nuca, y se sonreían y cuchicheaban porque era una belleza de hombre. Tenía una cara que debería haber vivido para siempre, facciones que dejó a Vivek en herencia –los dientes, los ojos almendrados, la piel sedosa–, facciones que murieron con Vivek.
La siguiente foto del montón sería de la madre de Chika, Ahunna, sentada en el porche al llegar su hijo, junto a un cuenco de udara. Ahunna tenía el wrapper atado alrededor de la cintura, lo que dejaba los pechos al descubierto, y su piel era más roja que la de Chika, más oscura y más vieja, como una olla a la que se le hubiera escurrido el vidriado al cocerla. Tenía los ojos bordeados de finas arrugas, el pelo trenzado en cornrows prietas y una venda en el pie izquierdo, que sostenía en alto sobre un taburete.
–Mama! Gịnị mere?! –gritó Chika al verla, subiendo a toda prisa las escaleras del porche–. ¿Estás bien? ¿Por qué no me mandaste llamar?
–No había por qué molestarte –replicó Ahunna, abriendo una udara en dos y chupándole la pulpa. El gran recinto de su casa de pueblo se extendía en torno a ellos: añeja propiedad de la familia, todo un legado de tierra a la que Ahunna se había aferrado tras la muerte del padre de Chika varios años atrás–. Estaba trabajando en el cultivo y pisé un palo –explicó a su hijo mientras este se sentaba junto a ella–. Mary me llevó al hospital. No ha pasado nada.
Escupió semillas de udara que salieron despedidas de su boca como perdigones negros.
Mary era la esposa de su hermano, Ekene. Una chica de cuerpo blando y pleno con unas mejillas como dos pequeñas nubes. Se habían casado hacía unos meses, y aquel día Chika vio a Mary flotar hasta el altar con el cuerpo circundado de encaje blanco y un velo que le ocultaba aquella boca tan bonita. Ekene la esperaba en el altar con la espalda recta y orgullosa, la piel reluciente, del color de la tierra fértil y húmeda, en contraste con el negro alquitranado del traje. Chika nunca había visto a su hermano desprender semejante ternura; aquel modo en que le temblaban los dedos largos, el amor y el orgullo hirviendo en su mirada. Mary tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo durante la pronunciación de los votos –todos los hombres de la familia de Ekene eran altos– y Chika contempló la curva de su garganta, la luz que irradiaba su cara cuando su hermano levantó el tul y la besó. Tras la boda, Ekene decidió dejar el pueblo y trasladarse a la ciudad, al trajín y el estrépito de Owerri, así que Mary se quedó viviendo con Ahunna mientras él se marchaba a prepararlo todo para su nueva vida juntos. Desde el porche, Chika lanzó una mirada furtiva a Mary, que estaba regando el jardín de hibiscos. Se había recogido el pelo en un nudo flojo y llevaba un amplio vestido de algodón estampado de flores desvaídas. Era la viva imagen del hogar, de algo en lo que Chika podría dejarse caer, arremolinado en sus caderas, sus muslos, sus pechos.
Su madre lo miró con desaprobación.
–Ojo con lo que haces –advirtió, como si pudiera leerle la mente–, que es la mujer de tu hermano.
A Chika le ardió la cara.
–No sé de qué me hablas, mama.
Ahunna no se inmutó.
–Anda y búscate una para ti, y ni se te ocurra empezar wahala con esa chica en esta casa. Tu hermano no va a tardar en venir a recogerla.
Chika alargó el brazo y tomó la mano de su madre.
–No voy a empezar nada, mama.
Ella se carcajeó, pero no retiró la mano. Se quedaron ahí sentados, otra fotografía, mientras la tarde se deslizaba por el porche y el cielo, y algo bullía lento en el interior de Chika, algo que le tamborileaba en la garganta. Todo esto era antes de Vivek, antes del incendio, antes de que Chika descubriera la dificultad exacta de cavar su propia tumba con los huesos de su hijo.
La herida de Ahunna, al sanar, le dejó una cicatriz en el empeine; una mancha marrón oscuro con la forma de una estrella de mar flácida. Su hijo Ekene llegó y se llevó a su esposa a Owerri y a su nueva casa: un bungalow blanco con una cancela junto a la que crecían flamboyanes y una valla flanqueada por guayabos. Chika solía ir de visita. Estas serían las fotos alegres: Mary sonriendo en la cocina; Mary trenzándose el cabello con extensiones y cantando a voz en cuello en el coro de su iglesia; Mary y Chika contándose chismes mientras ella cocinaba. Como Ekene no aguantaba a las mujeres habladoras ni tampoco era de los que se ponen celosos, no le molestaba que su hermano pequeño y su mujer se llevaran tan bien.
En cuanto a Chika, aquello que le bullía por dentro empezó a calentarse aún más cada vez que veía a Mary. Cantaba y borboteaba y lo escaldaba en lugares que nadie veía. A sus parientes les decía, bromeando, que prefería estar en una casa donde había una mujer antes que en su desangelado piso de soltero, y Mary le creyó, hasta una tarde, cuando Chika se le acercó por detrás mientras ella cocinaba y le apretó la boca contra la nuca. Ella se dio la vuelta de golpe y empezó a golpearlo con la larga cuchara de madera con la que estaba preparando garri.
–¿Estás loco? –gritó. El garri ardiendo salía despedido de la cuchara y quemaba a Chika en los antebrazos, que este había levantado en un intento por bloquear los golpes–. ¿Pero qué te crees que haces?
–¡Perdón, perdón! –Chika se hincó de rodillas y agachó la cabeza con los brazos aún en alto–. Biko, Mary, ¡para! No lo volveré a hacer, ¡te lo juro!
Mary se detuvo, resollando, con el semblante herido y consternado.
–¿A ti qué te pasa, ehn? ¿Por qué tienes que intentar arruinarlo todo? Ekene y yo somos felices, ¿me oyes? Muy felices.
–Ya lo sé, ya lo sé –Chika se levantó despacio, flexionando una rodilla y luego la otra, sin bajar las manos, mirándola a los ojos–. Ya lo sé. No quiero arruinar nada. Perdóname, por favor.
Mary negó con la cabeza.
–Tienes que dejar de venir si era para eso.
Chika quería alargar los brazos y tocarla, pero los nudillos de Mary seguían apretados alrededor de la cuchara.
–Ya lo sé –respondió con voz suave.
–Te lo digo de verdad –insistió Mary–. No vuelvas a venir con estas tonterías.
Chika, al ver la humedad de las lágrimas suspendidas en los ojos de Mary, bajó las manos.
–Lo he entendido. A partir de ahora serás mi hermana y nada más. Te lo juro –Chika sintió los ojos de Mary sobre él mientras llevaba la mano a las llaves del coche–. Ya me voy. Nos vemos la semana que viene. Por favor, vamos a olvidar lo que ha pasado hoy, ¿okey?
Mary no dijo nada. Se limitó a mirarlo marchar y no relajó los dedos aferrados al mango curvo de madera hasta que la puerta se cerró tras él.
Los meses siguientes Chika no se acercó a Owerri. Consiguió trabajo de contable en una vidriería de Ngwa, la ciudad de mercado a la que se había mudado tras marcharse del pueblo. El médico de la empresa era el Doctor Khatri, un hombre indio de tez pálida y sienes canosas. A veces llevaba a la consulta a Kavita, su sobrina, para que lo ayudara con las tareas administrativas. Chika la vio por primera vez un día que visitó al doctor a cuenta de una tos. Kavita estaba sentada a la mesa de recepción rodeada de pilas de historiales, hojeándolos con el ceño fruncido. Era una mujer menuda de piel marrón oscuro con una gruesa trenza de pelo negro que le llegaba por debajo de la cintura. Aquella mañana llevaba un vestido de algodón color naranja; era como un atardecer en llamas, y Chika supo de inmediato que su historia terminaría ahí mismo, con ella, que se ahogaría en aquellos inmensos ojos líquidos y sería la forma perfecta de dejar este mundo. No sintió nada bulléndole por dentro, nada salvo una exhalación alta y clara, una grávida paz que le envolvía el corazón. Kavita alzó la vista y le sonrió, y Chika logró armarse de valor para invitarla a comer. Ambos se sorprendieron cuando Kavita accedió. También cuando vieron el cariño que se fue desplegando entre ellos a lo largo de las semanas siguientes.
Cuando se hizo evidente que el cortejo iba en serio, el médico invitó a Chika a su casa, donde Kavita les sirvió té y pequeños cuencos de murukku. Tenía muñecas delicadas, y el cabello oscuro le llovía sobre los hombros. El Doctor Khatri le contó a Chika que, al morir sus padres, Kavita había pasado a estar bajo su tutela. Un día, la muchacha emprendió el largo viaje desde la India para vivir con él en Nigeria.
–Tuvimos ciertos… problemas familiares en Delhi –explicó–. Por la casta de su padre. Un nuevo comienzo era lo mejor.
Chika asintió. Era la misma razón por la que él había decidido no vivir en la misma ciudad que nadie de su familia. Los nuevos comienzos eran buena idea; era en esa separación donde cualquiera podía sentirse uno mismo y descubrir quién era al distinguirse de todos los demás.
Foto: la joven pareja en el jardín trasero después de la cena, paseando a lo largo de una hilera de rosales desnudos, Kavita recorriendo las ramas suavemente con los dedos.
–Qué ganas tengo de que florezcan –dijo–. Cuando vivíamos en Delhi odiaba el olor a rosas, pero a mi tío le encantan, y ahora… Es raro, pero simplemente me recuerdan a mi casa.
Foto: la mano de Chika cubriendo la de ella, las palmas de sus manos aplastando hojas serradas, un beso silencioso en el que se enredan sus alientos.
Después, Chika fue al pueblo y habló de Kavita a su madre.
–Quiero que la conozcas –dijo, rehuyendo su mirada. Ahunna lo observó: los hombros caídos, la forma en que sacaba constantemente las manos de los bolsillos y las volvía a meter. Está claro que los hijos no cambian nunca, pensó, por muy mayores que se hagan.
–Trae a la chica –dijo Ahunna–. Nsogbu adịghị.
Después siguió pelando ñame. Sentada en un taburete bajo, frente a la palangana que contenía los tubérculos, lanzaba las mondas al jardín trasero para sus cabras. Una sonrisa aturdida iluminó el semblante de Chika, que seguía en pie frente a ella.
–Sí, ma –dijo al fin–. Daalu.
Solo entonces se sintió por fin preparado para volver a Owerri de visita y comunicarles la noticia a Mary y Ekene, ahora que podía entrar en su casa con la conciencia limpia. Nunca habló con Mary de lo ocurrido, de aquel momento de deseo descarriado en el calor sofocante de una cocina.
Tres meses después, Chika propuso matrimonio a Kavita en la rosaleda de la casa de su tío. Para entonces, los tallos estaban llenos de flores rosas y rojas, el aire denso con su perfume. Kavita sonrió, reprimió las lágrimas, arrojó los brazos alrededor del cuello de arcilla de Chika y le dio el sí con un beso. A los pocos días, las familias se enzarzaron en una discusión a cuenta de la dote. Chika intentó explicarle al Doctor Khatri que era la familia del marido quien pagaba a la de la novia, pero el viejo médico montaba en cólera solo de pensarlo.
–¡Nos trajimos la dote de Kavita desde la India hasta aquí! Es su herencia. No puedo dejarla ir sin ella, ¡como si para nosotros Kavita no tuviera ningún valor!
–¡Y yo no puedo aceptar un excrex del padre de mi esposa!
Al oír la palabra «padre», al Doctor Khatri se le llenaron los ojos de lágrimas y se hizo un paréntesis en la disputa.
–Verdaderamente la siento como hija mía –dijo con voz atragantada.
Ahunna alzó los ojos al cielo e intervino.
–A los hombres os gusta demasiado gritar. Que una dote contrarreste a la otra, así nadie paga nada y ya está —el Doctor Khatri cogió aire para protestar, pero Ahunna alzó una mano–. Guarda la dote de Kavita para sus hijos. No quiero volver a oír pim sobre este asunto.
Y se acabó. La dote de Kavita consistía en una pequeña colección de joyería de oro macizo que su madre había aportado a su propio matrimonio, heredada de las generaciones de mujeres que la precedieron.
Foto: Chika con Kavita en su dormitorio, recién casados, el peso de los collares y brazaletes desparramándose sobre las manos de él.
–No sé ni qué decir. Es como un tesoro de los que hablan en los libros.
Kavita tomó las joyas de sus manos y las puso de nuevo en el joyero.
–Para nuestros hijos –le recordó, sin saber que solo tendrían uno–. Hagamos como si no estuvieran.
La mayor parte de las joyas no se movieron de aquel estuche en dos décadas, descansando sobre el terciopelo carmesí, gemas y eslabones de oro relucientes en la oscuridad. Hubo alguna ocasión, cuando pasaban por estrecheces, en la que Chika y Kavita vendieron alguna que otra pieza de menor tamaño, pero las conservaron casi todas. Su intención era usarlas para enviar a su hijo, Vivek, a Estados Unidos. Sin embargo, fueron las manos de Vivek las que finalmente sacaron las joyas del estuche.
Foto: el niño, descamisado, colocándose collares contra el pecho, cubriendo con ellos su cadena de plata, enganchándose pendientes de oro en las orejas, el pelo cayéndole por los hombros. Parece una novia, semidesnuda, parcialmente desvestida.
Ahora sale otro chico en esta foto. Se llama Osita. Es tan alto como Vivek, pero de hombros más anchos y piel oscura como la tierra fértil. Es el hijo de Ekene, nacido de Mary, y tiene los ojos rasgados, labios de una plenitud inconcebible. En esta foto, la preocupación talla y oscurece el semblante de Osita. Está inmóvil, cruzado de brazos, la mandíbula tensa frente a algo que no puede predecir.
Vivek, con gotas de oro que le caen sobre las cejas, sonríe a su primo.
–Bhai –dice con una voz de campanilla–. ¿Qué tal estoy?
Osita, mucho después, lamentó no decirle la verdad en aquel momento: que era tan bello que nublaba el aire a su alrededor, que hacía que a Osita se le pusiera dura de deseo. Pero lo único que dijo fue:
–Quítatelas –tenía la voz ronca–. Vuelve a ponerlas en su sitio antes de que nos pillen.
Vivek, sin hacerle caso, dio vueltas sobre sí mismo. Había tanta luz atrapada en su cara que a Osita le hacía daño en los ojos.
–Haría lo que fuera –dijo, tras el entierro de Vivek–, daría lo que fuera por volver a verlo así aunque fuera solo una última vez. Vivo y cubierto de opulencia.
El mercado que incendiaron estaba justo al pasar la segunda rotonda en coche por Chief Michael Road, dejando atrás los edificios abandonados de oficinas y la intersección del vulcanizador, aquel hombre bajito con una cicatriz que le dividía la mejilla derecha. Se llamaba Ebenezer y llevaba trabajando en aquel cruce más tiempo del que nadie podía recordar. Allí llevaba Kavita el coche familiar cuando había que repararle los neumáticos. Era un Peugeot 504 gris plateado, que Chika había comprado tras años de trabajo en la vidriería como reemplazo del anterior, que estaba viejo y destartalado. De niño, Vivek apretaba la palma de su manita contra el metal caliente del vehículo, en equilibrio sobre un pie y luego el otro, mientras miraba trabajar a Ebenezer. La cicatriz le formaba una línea gruesa en la piel, de un rojo lustroso y coagulado que resaltaba sobre el marrón de la cara. Cuando sonreía a Vivek, la cicatriz se resistía contra el pliegue de la piel y la boca solo se levantaba del todo por un lado.
–Pequeño oga –solía llamar a Vivek, bromeando, al tiempo que con las manos movía llaves fijas y tubos y aire a presión. Vivek soltaba una risita y ocultaba la cara en la falda de Kavita. Por entonces era un niño pequeño, con vida. Si Kavita bajaba la mano, caía sobre la curva de su cráneo infantil, sobre el pelo suave y la piel tibia de debajo, el hueso formado dándole forma a él. Años después, cuando Kavita halló su cuerpo tendido cuan largo era sobre su porche delantero, cubierto por tres metros y medio de tela akwete en un patrón rojo y negro que, según dijo, jamás olvidaría, la parte posterior de aquel cráneo estaba rota y empapaba el felpudo de su casa. Kavita le levantó el cuello de todas formas, para apretar su mejilla contra la de él y chillar. El pelo de su hijo le cayó sobre los brazos, húmedo, largo y espeso, y ella soltó un alarido.
–Beta! –chilló con una voz que agujereó el aire–. ¡Despiértate, beta!
Uno de los pies de Vivek estaba torcido en medio de un montón de tierra, desparramada al volcarse el tiesto de flores junto a él. Todo le olía a humo. Sus pies descalzos revelaban la cicatriz del empeine izquierdo: una estrella de mar sin vida, de color marrón oscuro.
El día que nació Vivek, Chika sostuvo al bebé en brazos y miró aquella cicatriz fijamente. Ya la había visto antes: Kavita siempre comentaba su forma cuando le frotaba los pies a Ahunna. Aquella había pasado tanto tiempo sin madre que su amor por Ahunna era táctil y estaba colmado de afecto infantil, cien mil excusas para tocarla. Se sentaban juntas, leían juntas, paseaban juntas por los cultivos, y Ahunna daba gracias por haber alumbrado a dos hijos y haber recibido el don de dos hijas. Cuando Ekene y Mary tuvieron a su hijo, Osita, Ahunna lloró sobre su carita, cantándole en igbo en voz baja. Se moría de ganas de que llegase el bebé de Chika y Kavita.
Transcurrió un año y Chika notaba algo que se iba acumulando lentamente en su interior al sostener a su hijo recién nacido en brazos –como pliegues de hormigón que al verterse se solidifican en un miedo enfermizo–, pero no le prestó atención. No fue hasta el día siguiente cuando llegó a Ngwa un mensajero del pueblo a comunicarle a Chika que Ahunna había muerto la víspera; su corazón se había detenido en el umbral de su casa, su cuerpo desplomado en su recinto, la tierra recibiendo su semblante inerte.
Debería haberlo sabido, se dijo Chika mientras Kavita aullaba de pena con Vivek aferrado contra el pecho. En cierto modo, lo había sabido. ¿De qué otro modo habría entrado esa cicatriz en el mundo en forma de piel sino abandonándolo antes? Nada puede estar en dos sitios a la vez. Con todo, Chika negó esta realidad durante muchos años, tantos como pudo. Son supersticiones, se decía. Era una coincidencia, esas marcas de sus pies, y de todos modos Vivek era niño, no niña. ¡Cómo! Aun así. Su madre estaba muerta; su familia, desamparada, y en el centro de todo había un recién nacido.
Así fue el nacimiento de Vivek, en la estela de la muerte y de lleno en el dolor. Lo marcó, en cierto modo: lo taló como a un árbol. Lo llevaron a una casa anegada de una aflicción embrutecedora; su vida entera fue duelo. Kavita no tuvo más hijos.
–Con él basta –decía–. Con esto bastó.
Foto: una casa ahogada en llanto el día que Vivek la dejó, devuelta al estado en que se encontraba cuando llegó a ella.
Foto: su cuerpo, envuelto.
Foto: su padre hecho trizas, su madre enloquecida. Un pie muerto con una estrella de mar desinflada cubriéndole el empeine, el principio y el fin de todo.
Cuando yo tenía once años, Vivek me partió un diente. Ahora, cuando me miro en un espejo y abro la boca, pienso en él y noto como la tristeza me recorre otra vez. Pero cuando Vivek aún vivía, cuando hacía poco que había pasado, la ira me bombeaba por todo el cuerpo al verlo. Me sentí igual cuando murió, esa ira caliente, como pimienta que se te va por el otro lado.
Cuando éramos pequeños siempre nos estábamos peleando. Casi siempre eran riñas sin importancia. Pero una vez, estando en el jardín trasero de su casa, empezamos a darnos empujones; los pies nos patinaban sobre la arena, bajo la plumeria, ambos enfadados por algo. Vivek me empujó y yo caí contra un pozo de drenaje de hormigón que había fuera, se me abrió el labio y fue entonces cuando se me partió el diente. Lloré, después me avergoncé de haber llorado y pasé unos días sin dirigirle la palabra. Vivek estaba a punto de marcharse a un internado del norte, una academia militar o algo así a la que De Chika se había empeñado en mandarlo, aunque aunty Kavita pasó meses suplicándole que no lo hiciera. Pero mi tío quería que su hijo se curtiera, que dejase de ser tan blandengue. Yo quería que se quedara, pero estaba demasiado enfadado como para decírselo. Con lo cual Vivek se marchó y yo ahí me quedé, a solas con un orgullo herido que me hacía querer pegarme con el primero que mencionase mi diente y la esquina que le faltaba. Tuve muchas peleas en el colegio aquel trimestre.
Para fin de año ya lo echaba muchísimo de menos. Empecé a esperar con ilusión que volviera a Ngwa a pasar las vacaciones de la estación de lluvias. Fue durante uno de aquellos largos descansos cuando la madre de Vivek convenció a la mía para apuntarnos a ambos a clases de preparación para el SAT.
–Así prepararán a los chicos para ir a la universidad en Estados Unidos –dijo aunty Kavita–. Pueden conseguir becas y un visado F1. Piensa que es la forma más directa.
Aunty Kavita y De Chika daban por hecho que Vivek iría estudiar la carrera al extranjero con una convicción que él heredó: la certeza de que su estancia aquí, en casa, era temporal y que había una puerta esperándole en cuanto hubiese terminado con sus exámenes finales en Nigeria. Más adelante me di cuenta de que lo que cimentaba esta convicción era el caudal de oro de la dote, pero en aquel momento yo creía que simplemente estaban siendo optimistas, cosa que me sorprendía, porque ni siquiera mi propia madre, que creía en rezar mucho, había dicho nunca nada de mandarme al extranjero. El oro era una puerta secreta, una cuenta de ahorros con la que podían comprarle Estados Unidos a Vivek.
Yo no quería ir a esas clases de preparación para los exámenes, pero aunty Kavita me lo rogó.
–Vivek no va a ir si no vas tú –dijo–. Te tiene en un pedestal. Eres como un hermano mayor para él. Necesito que se tome las clases en serio.
Me dio una palmadita en la mejilla, asintió como si yo ya hubiera accedido y, tras dedicarme una sonrisa, se marchó. No podía decirle que no y ella lo sabía. Así que todos los viernes y sábados de aquellas vacaciones, Vivek y yo cogimos un autobús que nos llevaba por Chief Michael Road al centro de exámenes. Me acostumbré a pasar los fines de semana en casa de Vivek, a los desayunos de los sábados, cuando De Chika arrancaba la sección de tiras cómicas del periódico para Vivek y para mí, y aunty Kavita preparaba ñame con huevos como si lo llevara haciendo toda la vida.
Había aprendido a cocinar comida nigeriana de sus amigas, un grupo de mujeres, extranjeras como ella, que estaban casadas con hombres nigerianos y eran aunties para los hijos de las demás. Pertenecían a una organización llamada las Nigerwives, que las ayudaba a asimilarse a sus nuevas vidas tan lejos de sus países de origen. No eran de las expatriadas con dinero, al menos no las que nosotros conocíamos. No habían venido a trabajar en las petroleras; habían venido por sus maridos, por sus familias. Algunas conocían Nigeria porque llevaban décadas viviendo aquí, también durante la guerra; otras hablaban igbo con fluidez. Entre todas enseñaron a Kavita a preparar sopa de oha, arroz jollof, ugba. Celebraban fiestas de cumpleaños y de Pascua, y cuando éramos pequeños, yo solía acompañar a Vivek para poder ir. Nos colocábamos juntos para la foto detrás de la tarta de cumpleaños; nos disfrazábamos de ninjas para la fiesta de disfraces; pasábamos fines de semana en la piscina del club deportivo local con los demás hijos de las Nigerwives.
Un año, cuando teníamos unos trece o catorce, aunty Rhatha organizó una comida en su casa a la que todo el mundo trajo algo. Aunty Rhatha era tailandesa y tenía dos hijas, Somto y Olunne, niñas de cara redonda que reían como carillones idénticos y nadaban ágiles como dos peces. Su marido trabajaba en el extranjero, pero aunty Rhatha parecía arreglárselas perfectamente sin él. Hizo cupcakes rosas y amarillas, esponjosas por el aire y el azúcar, cuidadosamente decoradas con manga pastelera y adornos de azúcar con forma de pájaros y mariposas de colores chillones. Aunque sí era goloso, Vivek odiaba las cupcakes, pero cogió la que le tocaba de todas formas para dármela a mí. Nos paseamos por la casa con alas deshaciéndose en mi boca, los pies descalzos sobre el frescor de las baldosas de mármol. Aunty Eloise estaba recorriendo el salón trasero de lado a lado mientras hablaba al teléfono con alguien, probablemente uno de sus hijos, que ya se habían ido a universidades del Reino Unido. Eloise era una mujer bajita y rechoncha de abundante pelo rubio y sonrisa permanente. Tanto ella como su marido, un médico de Abiriba, trabajaban en el hospital universitario. A aunty Eloise le gustaba celebrar cenas y fiestas en su casa, más que nada para que hubiera algo de bullicio entre aquellas paredes, ahora que sus hijos ya no estaban.
–¿Por qué no se va con sus hijos y ya está? –se preguntó Vivek en voz alta.
Yo estaba quitándole el envoltorio a una cupcake. Me encogí de hombros.
–A lo mejor le gusta vivir aquí. O lo mismo le gusta su marido.
–Venga ya. Si es un muermo –Vivek miró alrededor. Las otras Nigerwives, apiñadas en el comedor, organizaban sartenes de curry, pollo y arroz a lo largo de la mesa–. Además, la mayoría solo están aquí por sus hijos. Si no fuera por ellos ya se habrían largado hace mucho.
Chasqueó los dedos para darle énfasis.
–¿Y tu madre, nko?
–Mba ahora, no es lo mismo. Ya vivía aquí antes de casarse.
Oímos la puerta de la entrada que se abría y después la voz aguda y rutilante de aunty Rhatha dándole la bienvenida a la recién llegada. Vivek ladeó la cabeza tratando de captar la voz de la invitada y me sonrió con malicia.
–Creo que es aunty Ruby –dijo meneando las cejas con picardía–. Ya sabes lo que quiere decir: tu novia está aquí.
Agradecí que no pudiera ver como me ruborizaba bajo la piel, pero sus ojos se burlaron de mí igualmente. Aunty Ruby era una mujer alta de Texas que llevaba una guardería; su marido tenía una tienda de alfombras y su hija, Elizabeth, era una de las chicas más guapas que había visto en mi corta vida. Era corredora, esbelta, de huesos largos y cuello cimbreante. Una vez intenté echar una carrera contra ella, pero era inútil; se movía como si el suelo se fuera derrumbando bajo sus pies, como si el futuro estuviera acelerando para darle alcance. Así que tiré la toalla y me dediqué a contemplarla corriendo contra todos los chicos del barrio que creían poder con ella. Siempre ganaba Elizabeth, con el pecho erguido y echado hacia delante, levantando nubes de arena a su paso. La mayoría de los chicos no se atrevían ni a dirigirle la palabra; no sabían qué hacer con una chica que era más rápida que ellos, pero yo siempre intentaba charlar un poco con ella. Creo que aquello le sorprendía, pero yo no parecía gustarle como ella me gustaba a mí. Eso sí; siempre era simpática conmigo, aunque algo reservada.
–Déjame en paz, jo –le dije a Vivek–. ¿Qué te pasa, es porque no ha venido Juju?
Vivek se ruborizó al instante y yo me reí en su cara. Justo en ese momento aparecieron Somto y Olunne doblando una esquina con un cuenco lleno de dulces.
–¿Queréis? –preguntó Somto con tono aburrido, alargándonos el bol. No le gustaba nada cuando su madre organizaba eventos, porque Olunne y ella siempre tenían que ayudarla a montarlo todo y después servir las cosas y limpiar. Vivek negó con la cabeza, pero yo rebusqué en el cuenco y elegí los caramelos de chocolate Cadbury, que eran mis favoritos.
Olunne, al lado de su hermana, daba vueltas con la boca al palito blanco de una piruleta.
–¿De qué hablabais? –preguntó.
–De su mujer –contesté con una sonrisa cruel–. Juju.
Somto se besó los dientes con desaprobación.
–Tchiu. Por favor. No pienso malgastar saliva hablando de esa.
–Ah-ahn –respondió Vivek–. ¿A ti qué?
–Nunca viene a estas cosas –se quejó Somto–. Los demás tenemos que venir, pero a ella le da igual dejar a su madre que venga sola. Quién se cree, abeg.
Somto tenía razón: a Jukwase, a quien todo el mundo llamaba Juju, no le gustaba venir a los eventos de las Nigerwives. Su madre era aunty Maja, una enfermera de Filipinas casada con un empresario mucho mayor que ella. Yo llevaba años viendo a Vivek suspirar por Juju, pero la chica era muy así, un poco rara.
–Igual se cree demasiado inglesa para estar aquí –dijo Olunne, encogiéndose de hombros. Juju había nacido en el extranjero, y de hecho había ido allí al colegio unos años hasta que sus padres volvieron a Nigeria. Era muy pequeña cuando aquello, pero su voz aún conservaba un acento diferente del nuestro. Era un blanco fácil para las críticas, sobre todo porque nos evitaba.
–Pasad de ella; se hace la estupenda por ese pelo que tiene –dijo Somto levantando el labio con desprecio. Yo me mordí la lengua: el pelo era un tema sensible para Somto, que había tenido que cortarse el suyo hacía un año, al empezar secundaria. La madre de Juju la había matriculado en una escuela privada donde no exigían que las niñas mixtas se cortasen el pelo, y por eso Juju pudo dejar crecer unos rizos que ya le caían por la espalda. Vivek frunció el ceño, pero sabía por experiencia que era mejor no provocar a Somto ni defender a Juju con demasiadas ganas. Fue ya volviendo a casa cuando bajó la voz para quejarse a solas conmigo:
–Si las chicas no quieren saber nada de Juju es porque están celosas. No es justo.
Asentí, consciente de que le había dolido oírlas hablar así de ella.
–No, no lo es –convine, por él, más que nada. Le gustaba demasiado esa chica. Vivía en la misma calle donde estaba el bungalow de De Chika, una zona tranquila cerca del hospital Anyangwe. Nos pasábamos la vida yendo en bici por esa calle, frenando un poco al pasar junto a la casa de Juju. A aunty Maja le encantaban las flores; su valla estaba cubierta de montones de buganvillas rosas y blancas.
–Llámale a la puerta –le dije a Vivek–. A ver si está en casa.
–¿Y qué le digo? –replicó, pedaleando en círculos lentos en medio de la calle.
Me encogí de hombros, desorientado por las complejidades que entraña cortejar a una chica en la casa de su padre. Seguimos pedaleando hacia casa y dejamos las bicis junto a los columpios del jardín trasero. Delante de las dependencias del servicio había un grupo de arbustos de vernonia amarga que se disputaban el espacio con un seto de ixora. Antes aunty Kavita y De Chika tenían una asistenta doméstica que vivía allí, pero volvió al pueblo al cabo de un año o dos –por la muerte de un familiar, creo– y nunca le buscaron sustituta. Vivek y yo nos encargamos de las tareas del hogar tras su marcha; barríamos el que fue su cuarto, en las dependencias del servicio, como si todavía viviera alguien allí, arrastrando la escoba bajo el armazón metálico de la cama. Allí nos quedábamos cuando queríamos perder de vista a los adultos; despatarrados sobre sábanas de color rosa palo, comíamos cacahuetes hervidos y nos tirábamos las cáscaras. Aunty Kavita nos dejaba en paz cuando estábamos ahí metidos; como mucho, nos gritaba desde la puerta trasera de la casa principal si le hacía falta algo. De Chika nunca puso un pie allí. Gracias a eso lo tuve un poco más fácil para ocultarles lo de Vivek cuando todo empezó.
No sé cuánto tiempo llevaba sucediendo cuando me di cuenta. Quizá hubo quienes lo notaron antes que yo y simplemente no dijeron nada, o quizá nadie lo notó. La primera vez que lo vi con mis propios ojos fue al cumplirse un año desde que Vivek me rompiera el diente, un domingo después de ir a misa con su familia. Era por la tarde y Vivek y yo seguíamos vestidos con la ropa de la iglesia. Habíamos comido, retirado la mesa y escapado enseguida a las dependencias del servicio con unos cómics de Archie heredados de los sobrinos de aunty Eloise, que los había traído de su último viaje a Londres. Yo tenía uno desplegado sobre el suelo de hormigón, con la cabeza y un brazo colgando del borde de la cama y los pies apoyados contra la pintura descascarillada de la pared. Vivek estaba sentado junto a mí en el colchón, con las piernas cruzadas y su cómic en el regazo. Tenía la espalda encorvada e inclinaba la cabeza sobre las páginas. Era un día cálido y tranquilo; los únicos sonidos eran el susurro del papel fino y algún que otro cloqueo de las gallinas que había fuera.
La voz de Vivek rompió aquel silencio, grave y áspera.
–Se está cayendo la pared.
Levanté la cabeza.
–¿Qué?
–Que se está cayendo la pared –repitió–. Sabía que teníamos que haber reparado el tejado después de último chaparrón. Y encima acabamos de meter los ñames.
Cerré el cómic y me incorporé. Vivek seguía con la cabeza inclinada, pero la mano descansaba, inmóvil, sobre una página a medio pasar. Tenía las uñas ovaladas, cortadas hasta la base.
–¿De qué hablas? –pregunté–. ¿Estás bien?
Vivek levantó la cabeza y me miró sin verme.
–¿No oyes la lluvia? –dijo–. Hace un ruido tremendo.
No había nada salvo el sol entrando a raudales a través de las lamas de la ventana y las viejas cortinas de algodón. Miré a Vivek fijamente y alargué la mano para posársela en el hombro.
–No llueve –comencé a decir, pero al tocar el algodón de su camisa y el hueso del hombro que cubría, Vivek puso los ojos en blanco y su cuerpo, desplomándose de lado, cayó sobre el colchón. En cuanto su mejilla tocó la espuma, pegó una sacudida como si acabase de despertar y arañó el aire con brazos y piernas. Se incorporó de golpe, resollando.
–¿Qué? ¿Qué ha pasado?
–¡Shh! No grites.
No lo toqué, temiendo provocarle otro arrebato.
Tenía los ojos agitados y muy abiertos; recorrió la habitación con una mirada que apenas posó en mí mientras se le calmaba la respiración.