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¿QUÉ OCURRE CUANDO MORIMOS? ¿QUÉ PASA CON NUESTRA CONSCIENCIA? ¿SOBREVIVE A LA MUERTE CEREBRAL? Estas inquietantes preguntas son las que Stéphane Allix se planteó tras la muerte de su hermano. Desde ese momento, utilizó todas sus habilidades y su instinto de periodista para tratar de dilucidar el misterio de la consciencia. Las investigaciones en medicina y neurociencia, así como los innumerables fenómenos inexplicables en torno a la muerte, sugieren que nuestra consciencia posee una dimensión espiritual. ¿Es aquello que el misticismo denomina «alma»? Para resolver este misterio, el autor decide experimentar por sí mismo esta dimensión a través de vías alternativas y prácticas espirituales milenarias como el chamanismo. Este es el estudio de un periodista, pero también el de un hombre y un padre que se preocupa por transmitir a su hija el alivio que ha sentido tras su viaje a las fronteras de la vida.
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Seitenzahl: 496
Veröffentlichungsjahr: 2024
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 1
828036 Madrid
La muerte no existe. 15 años de investigación sobre el más allá para ayudarte a afrontar la muerte con serenidad
Título original: La mort n’existe pas
© 2023 HarperCollins France
Publicado por acuerdo especial con HarperCollins Francia en colaboración con 2 Seas Literary Agency y SalmaiaLit, Agencia Literaria
© De la traducción del francés, Isabel García Olmos
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Para las citas de Cómo cambiar tu mente © 2018, Michael Pollan Licencia editorial otorgada por Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Diseño de cubierta: Caroline Gioux
Imagen de cubierta: Shutterstock
I.S.B.N.: 9788410640634
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Cita
1 Luna
2 Todo lo que quiero contarte
3 Cómo empecé a investigar sobre la muerte
4 Muerte cerebral y muerte clínica
5 ¿Qué sabemos sobrela consciencia?
6 Experiencias imposibles
7 La muerte en directo
8 La continuidad de la consciencia
9 La desconcertante lucidez terminal
10 Fantasmas en el hospital
11 Una visita inesperada
12 Primeros pasos hacia los chamanes de la Amazonia
13 Ayahuasca
14 Aprender a «ver»
15 Me mira en silencio…
16 El inconsciente y sus fantasmas
17 El declive
18 La muerte del hombre más importante de mi vida
19 Los médiums
20 Presencias
21 Los espíritus maestros
22 Experiencia solitaria
23 La revolución psicodélica
24 La herida
25 Viaje extracorpóreo
26 «Videntes» en la Casa Blanca
27 El Proyecto Stargate
28 La visión remota
29 La intuición: el lenguaje del alma
30 La ciencia ante las anomalías
31 Los testigos
32 En el umbral del mundo espiritual
33 Comprender lo indescriptible
34 Una nueva oportunidad
35 Los chamanes de la Antigua Grecia
36 Los iniciados
37 Dejarse llevar para aprender
38 LSD
39 Pedazos de vida
40 El viaje del alma
41 Desapego
42 Mantener la conexión con nuestra alma
Epílogo
Notas
A la vida…
«Morir no entraña ningún peligro».
RAM DASS
Estás en silencio, de pie ante el féretro de madera clara. Hija mía, en tu mirada interrogativa adivino un abismo de perplejidad. ¿Qué se puede entender de la muerte con tan solo tres años y medio? Percibes el sufrimiento a tu alrededor. Ese discreto desconcierto, esos rostros estupefactos. Ojos que miran a la nada, cuerpos titubeantes, torpes. De vez en cuando te hablamos, queremos tranquilizarte con un gesto tierno y obtuso o con palabras de voces familiares en las que, no obstante, percibes inflexiones fuera de lo común, emoción, un algo incomprensible, casi inquietante por ser desconocido para ti.
Hija mía, estás sola, impasible entre tantos adultos cuyas intenciones, por primera vez en tu vida, no logras comprender. Es una situación tan tranquilizadora como una bolsa llena de granadas a punto de estallar. Sin atreverte a decir ni una palabra, observas a todas esas personas marcadas por una herida invisible, tsunamis contenidos.
La muerte acaba de entrar a tu vida.
Hay un completo desajuste entre todo lo que oyes y la pesada y extraña atmósfera que te rodea, como un concentrado de tiempo presente, un pozo del que nadie puede salir. La levedad ya no está, ya no hay lugar para juegos.
No entiendes nada, ¿cómo ibas a hacerlo? ¿Qué hay que entender? Tu tío ha muerto. Murió pocos días antes en un accidente. Ya no volverás a verlo. Acaba de salir de tu vida de manera brutal, pero, en estos momentos, eres incapaz de comprender lo que eso significa. ¿Te has percatado, quizá, de que el hombre al que conocías, aquel que pocas semanas antes jugaba contigo, está ahí, inerte, en el interior de esa caja para siempre? La muerte es irreal a tus ojos de niña. No volverás a ver a ese hombre musculoso y original que te enseñaba a trepar a los árboles, te hacía preguntas extrañas tras las que ardía una urgencia esencial, te lanzaba por los aires y te hacía reír a carcajadas. Aún no lo sabes porque, de momento, estás inmersa en el presente de tus primeros años inocentes, pero en las décadas venideras olvidarás su rostro, sus gestos, su sonrisa, su mirada. Lo sé: años después me has confesado cómo esto despierta en ti una profunda melancolía.
Estoy de cuclillas y te hago un gesto para que te acerques. Te sientas en mi regazo. Hija mía. No quiero que se te oculte nada sobre ese día. Te acojo entre mis brazos. Probablemente tenga un semblante serio y confuso. Afligido de tanta emoción.
Con frases cortas, les cuento a los presentes los últimos momentos de tu tío, mi hermano. Les hablo del cálido sol que inundaba el cielo aquella mañana, de la luz. Sin duda, mis palabras te sorprenden. Jamás me has visto así. Hay una vibración extraña en mi voz. Una fragilidad, una pena indescriptible, una culpabilidad sorda. Todas escondidas tras un tono que pretende aparentar seguridad.
Mi vida acaba de cambiar para siempre. Tengo treinta y dos años. Hace una semana, durante el amanecer de un día de abril, mientras aún dormías, lejos, en París, estábamos Thomas y yo con otras personas en una carretera de Afganistán y ocurrió ese accidente, y Thomas murió ante mis ojos. También murieron tres jóvenes más. Aquella mañana, mientras estaba de rodillas sobre la tierra quemada, con las manos llenas de la sangre de tu tío, nuestra existencia dio un giro especial y definitivo.
El cuerpo de una persona muerta es desconcertante. Cuando tenemos la oportunidad de mirarlo de frente, no digo ni siquiera tocarlo, rápidamente vemos que algo no encaja, que algo nos falta. Ya desde los primeros instantes, la piel toma un color irreal, como si de viva pasase a artificial. De pronto, los grandes ojos abiertos pierden esa chispa, el polvo se posa libremente sobre ellos y apaga su brillo, los miembros se desarticulan sin ofrecer la más mínima resistencia. Sentimos la ausencia, el vacío y, sin embargo, el cuerpo tiene todo el aspecto de la persona que conocíamos. Pero ella ya no está.
Entonces, ¿dónde está?
En 2001, la muerte de mi hermano Thomas precipitó esta pregunta en mi vida. ¿Cómo podía estar preparado para ello? No lo estaba. ¿Quién puede estarlo? Nos encontrábamos en Asia central. Cuidé de su cuerpo, lo repatrié a Francia para que fuera enterrado allí. El choque fue inmenso. Estábamos muy unidos, compartíamos la misma impaciencia loca por conocer el mundo, por recorrer esa Asia central en la que se respiran los recuerdos de tiempos sagrados. Ya habíamos viajado juntos por aquellas tierras en las que la muerte nos sorprendió de la manera más cruel. Este hecho supuso para mí una completa revolución en mi existencia. Transformó mi carrera de periodista. Y también transformará tu vida, Luna.
¿A dónde fue Thomas?
En aquella época, el tema de la muerte se convirtió para mí en una interrogación constante. Desde entonces, he utilizado mi experiencia y mis recursos como investigador para intentar comprender científicamente todo lo que conocemos de ese momento lleno de miedo y de misterio. Principalmente, he indagado en la neurociencia, además de en otras disciplinas, para intentar comprender la naturaleza de la consciencia. He entrevistado a infinidad de investigadores de todo el mundo, pero también a testigos, especialmente a aquellos que vivieron una experiencia cercana a la muerte. En 2013, mi padre, tu abuelo, también dejó de respirar, lo que no hizo sino acrecentar mi deseo de encontrar respuestas. Probé con médiums.[1] Analicé todas las experiencias cercanas a la muerte[2] o relacionadas con el fallecimiento de un ser querido.[3] Así es como poco a poco me fui convenciendo de que la idea de que una forma de vida continuara tras la muerte no solo era una hipótesis racional, sino que, además, estaba respaldada tanto por la ciencia como por innumerables testimonios.
No obstante, sentía que faltaba algo. La prueba definitiva. Aquella que haría disipar todas las dudas. Aquella que me permitiría comprender por qué, a pesar de las evidencias que tenía, no existe unanimidad sobre esta cuestión. ¿Por qué ciencia y espiritualidad siguen aún presentándose como algo totalmente opuesto, como dos espacios irreconciliables?
A lo largo de mis investigaciones, a menudo sentía una especie de conflicto interno generado por la incapacidad que en ocasiones presentaba el método científico de decidirse, por sí mismo, entre diferentes hipótesis. De hecho, dentro de la propia ciencia, es posible encontrar opiniones radicalmente opuestas de las interpretaciones que se extraen de los hechos observados. La duda es un elemento constitutivo de cualquier razonamiento científico. La ciencia solo puede formular hipótesis ante aquello que observa y que intenta comprender. Su objetivo es ese precisamente: proponer hipótesis para explicar los fenómenos que estudia e intentar verificarlas.
La esencia misma de la ciencia es la de ser un espacio que está en continua evolución: no proporciona, por tanto, verdades perpetuas. La ciencia es hija de la duda.
Además, tiende a dar valor únicamente al conocimiento adquirido de manera intelectual y a considerar exclusivamente aquello que es reproducible. Sin embargo, por razones que desarrollaré más adelante, solo nos da acceso a una realidad relativa.
Actualmente, este hecho es algo reconocido de manera unánime por toda la comunidad científica. Sea cual sea su disciplina —física, biología, neurociencia…—, los científicos admiten que estamos lejos de lograr una comprensión global de nuestra realidad.
En este sentido, la naturaleza de la consciencia sigue siendo uno de los temas más vertiginosos que la ciencia no ha logrado resolver. El cerebro es todo un enigma. A pesar de toda la confianza que depositamos en la neurociencia, esta disciplina aún está en pañales. Las herramientas de observación de las que dispone son relativamente limitadas, sobre todo en lo que concierne a su capacidad para observar en tiempo real y con precisión todo lo que ocurre en nuestro cerebro. Tardé poco en darme cuenta de que la capacidad de la neurociencia para ofrecer explicaciones está profundamente sobrevalorada.
No obstante, buscaba respuestas. ¿Hay realmente una vida después de la muerte? Luna, también comprendí que, si quería tener una visión más amplia del mundo y acceder a los niveles más sutiles que lo conforman, pero, sobre todo, tener una oportunidad para descubrir los misterios de la consciencia y comprender dónde estaba tu tío, debía tomar otros caminos. Para abordar un tema de estudio tan complejo y delicado, no basta con una única disciplina: hay que entremezclar diferentes perspectivas.
¿Acaso existen otras herramientas más allá de la ciencia para explorar la naturaleza de la consciencia? Como cualquier occidental que se precie, y educado además en el país de la Ilustración, estaba convencido de que no. Era incapaz de concebir algo mejor que el método científico, la experimentación, la replicabilidad y el estudio de la materia para comprender de manera objetiva la realidad en la que vivimos.
Sin embargo, varias disciplinas y ciencias sociales, como la filosofía o el psicoanálisis, por ejemplo, nos ofrecen interesantes puntos de vista acerca de la muerte. Es cierto que son más subjetivas, pero en ellas encontré con lo que alimentar una valiosa reflexión paralela a lo largo de estos años. Por contra, lo que hizo que cambiara por completo el curso de mi investigación fue conocer a especialistas del chamanismo, la psicología, la medicina e, incluso, la antropología. Algunos de ellos habían estudiado y, sobre todo, experimentado personalmente con prácticas más espirituales, utilizadas durante milenios. Esto los había llevado a percibir lo que ellos mismos califican como otros niveles de realidad.
Durante décadas, no son pocos los investigadores occidentales que regresan conmocionados tras haber asistido a ceremonias invitados por chamanes. Este hecho despertó mi curiosidad. Quise ir más lejos y conocer esa perspectiva que cada vez despierta más interés entre los científicos. Ya conoces mi impulsividad.
Todos los chamanes del mundo, sean cuales sean sus tradiciones, pretenden contactar con un «mundo de los espíritus». ¿No es más que una creencia? ¿Puede existir algo de realidad en estas afirmaciones? Decidí, pues, que, para responder a esta pregunta, debía probar aquello que podía llegar a convertirse en una de las experiencias más importantes de mi vida. ¿Sería capaz yo también dever realmente esas dimensiones espirituales a las que místicos de todas las tradiciones pretenden acceder desde hace milenios y, posiblemente, descubrir lo que ocurre en el momento de la muerte, incluso después?
Por aquel entonces, con total inocencia, tomé el chamanismo al pie de la letra. Creía que, si tenía la oportunidad de ver por mí mismo el espíritu de un difunto, tu tío, eso acabaría definitivamente con las dudas que me inundaban desde el inicio de mis investigaciones sobre la existencia de una vida después de la vida.
Al igual que el apóstol santo Tomás, el periodista que soy no puede dejar a un lado su carácter incrédulo. Necesito ver para creer. Eso fue lo que me condujo hasta la Amazonia.
En 2006, durante mi primer viaje por la selva, aún eras una niña. A pesar de la extrema confusión de mis primeras experiencias chamánicas, presentí el inestimable potencial de esas técnicas. Poco a poco, el chamanismo me condujo hacia otra visión del mundo. Comprendí que era posible explorar la realidad de otro modo.
Aprender de otro modo.
Para ello, me embarqué en una lenta iniciación, a pesar del miedo, las dificultades y el malestar que genera lo desconocido. Un camino de vulnerabilidad, de dejarse llevar, para alejarme por un tiempo de los innumerables automatismos que rigen nuestra vida.
Aprendí a usar mi mente como una aliada en lugar de verla como un obstáculo y a desarrollar mi intuición sin perderme en lo imaginario, algo que me llevó casi quince años. Quince largos años durante los cuales, además de seguir con mi vida de periodista, dedicada principalmente a observar, destripar y analizar infinidad de investigaciones científicas sobre la naturaleza de la consciencia (conociendo los límites de nuestros estándares de interpretación), avanzaba en mi recorrido espiritual hacia una subjetividad desconcertante. Estos dos ejes de investigación pueden parecer muy distintos, pero han resultado ser increíblemente complementarios. Un pausado aprendizaje entre razonamiento y percepción extrasensorial.
Luna, a lo largo de esta investigación, comencé a ver dimensiones de la realidad hasta entonces invisibles. La intensidad y la claridad de estas experiencias las convertían en un tipo de evidencia más. En esta realidad más amplia que, de pronto, era perceptible para mí, la muerte parecía haberse esfumado. Como si nunca hubiera existido, como si no hubiera sido más que un tupido velo, una frontera porosa, una ilusión mental.
Ahora tienes veinticinco años. La callada niñita que apretaba contra mi pecho aquel día de abril de 2011, nada más bajar del avión que me llevaba de vuelta a casa junto al féretro de Thomas, se ha convertido en una mujer plena, a pesar de la brutal irrupción de la muerte en tu vida infantil.
Hay tantas cosas que quiero compartir contigo. Entonces ignoraba todo lo que sé hoy. Ahora, pasados los años, a veces rememoro aquel momento en el que yo también dejé salir mi último aliento. Ya no lo recuerdo con inquietud, ni miedo. Me invade una profunda serenidad, curiosidad, pero no impaciencia. Soy consciente de tu emoción cuando abordo el tema. He querido hablarte de ello varias veces a lo largo de estos últimos años. Lo sé, es completamente irracional, pero lo que quiero contarte va a cambiarlo todo.
Voy a morir. ¡Pero, tranquila! No por ahora. No tengo ninguna prisa, más bien todo lo contrario, a medida que voy descubriendo lo maravillosa que es la vida. Aún nos queda tiempo, mucho tiempo, para pasarlo juntos. No obstante, ese momento llegará y será, irremediablemente, indeseado. Es una certeza.
Por tanto, hoy me gustaría transmitirte todo lo que he aprendido con mis investigaciones y mis viajes, para que, llegado el momento, seas capaz de ver las cosas como yo las veo ahora. Quiero que sepas que, tras todos estos años buscando respuestas, desde el accidente de tu tío, estoy convencido de que el día de mi muertesimplemente dejaré de ser visible a tus ojos, pero que mi existencia continuará en otro lugar.
La muerte no existe, Luna.
Cuando morimos, no dejamos de vivir. Cambiamos de mundo.
Voy a intentar explicarte cómo llegué a esta conclusión. No se trata de una creencia, sino del desenlace lógico tras un largo recorrido. Para comprenderlo, deberás apelar a la razón, al igual que hice yo —sigo siendo periodista en mi interior—, pero no solo a ella, ya que, desde el momento en el que abordamos este tema, hay cantidad de aspectos que sobrepasan nuestra capacidad de análisis. No basta consaber. Debes aprender a escuchar la voz de tu corazón tanto como la de tu razón. Esto requirió tiempo, mucho tiempo, dedicado a viajes y a numerosas experiencias.
Tu abuelo quedó devastado con la muerte de su hijo. Actualmente, está junto a él. Cuando hablaba del fallecimiento de Thomas, solía tomar prestadas las palabras de Baudelaire, incluso si estas hacen referencia a otra cosa en el poema del que las sacó. Decía que la muerte nos impulsa tras «la muralla inmensa de neblina». Así era tu abuelo, ¿recuerdas? Un gran lector que memorizaba frases y más frases de Tolstói, Flaubert, Stendhal, Gógol y otros tantos autores con los que conversaba. Sus amigos imaginarios. En cuanto citaba de memoria la música de sus palabras, aparecían irremediablemente lágrimas en sus ojos y su voz comenzaba a temblar. Era un hombre sensible, cultivado y bueno. Te contaré cómo fueron sus últimas semanas, pues fueron profundamente esclarecedoras. Y su último aliento, tan discreto, un increíble instante de amor.
Sí, en efecto, la muerte parece ocultarse tras la neblina de nuestros temores cual misterio incomprensible. Es una realidad de la que nadie escapa y, sin embargo, la gente prefiere no pensar en ella. Hasta que irrumpe en nuestra vida. Como cuando Thomas murió, sumergiendo a tu abuelo, a mí, a toda la familia en una incertidumbre desconcertante.
Vamos hacia la muerte sin comprender nada, como sonámbulos, y nos sorprendemos de que esto nos aflija. Colmamos, pues, nuestros días de placeres efímeros para poder soportar esta desconexión con nuestra parte espiritual. Esta desunión nos conduce impotentes a ese sentimiento de que algo importante, pero inaccesible, falta en nuestra existencia. Un sol apagado. Nuestra alma olvidada.
Sin embargo, la vida es algo más que un paseo irremediable hacia una desaparición asegurada. La vida no es solo esas décadas que pasamos, incrédulos, en este hermoso planeta, violento y loco. Y la muerte no es el fin de la vida. Redescubrirlo es primordial. Y podemos lograrlo.
Podemos resolver el misterio. Cuando esté a las puertas de la muerte, si las circunstancias me lo permiten y puedo mirarla conscientemente a los ojos, será difícil encontrar las palabras adecuadas tanto para ti, invadida por la emoción, como para mí, a punto de desprenderme de mi cuerpo. Por tanto, mejor decirlas ahora.
Mejor contártelo todo hoy, ya que cuando llegue el momento será tarde para hablar y el silencio será algo valioso. Cuando tu mano se pose sobre mi piel, tus gestos deberán ser lentos y delicados; tu corazón, liviano.
Voy a mostrarte todo lo que sé sobre ese momento, lo que ocurrirá conmigo, lo que verán los ojos de mi alma, el lugar al que me deslizaré, lo que me pasará después y lo que podrás hacer para ayudarme si sientes la fuerza necesaria para ello. Estoy convencido de que esto te permitirá aceptar de manera serena lo inevitable. Y quizá entonces podrás sentir el amor que inundará la estancia en la que nos encontremos en ese instante. Será como una luz. Será físicamente perceptible.
El momento de la muerte saca a la luz las emociones más extremas; es un momento paradójico, un desgarro inconsolable, pero también un instante de gracia: se abre una puerta entre dos mundos.
Tras morir, aún estaré ahí. Unas veces en tu entorno cercano, otrasmás allá, pero siempre contigo. El amor que nos une será intenso y fuerte, puede que incluso algo más. Comprenderás por qué digo esto a medida que avances en estas páginas. El amor es lo que permite el vínculo entre los mundos; te enseñaré a sentir esto. Es mucho más fuerte que la ausencia. Abrirse a él nos calma y disipa la confusión.
Cuando desaparezca de este mundo, aún seguiré vivo. No lo dudes. No dudes de que el amor que sentimos el uno por el otro es eterno y hace posible el diálogo entre nuestras almas.
De hecho, hablar ahora contigo de la muerte tendrá un efecto más importante que el de prepararte para ella, que espero que llegue lo más tarde posible. El efecto de abrir en ti un camino interior. Yo ya he pasado por esa experiencia.
Sí, la muerte da miedo. Me lo has confesado. El tema te preocupa. No eres la única, hija mía, es algo normal. No obstante, también me has confiado que no se trata de un miedo que rechaces, un miedo al que querrías renunciar. Admiro el coraje que demuestras al mirar de frente a tus miedos y a tus fantasmas. Puedo asegurarte que acoger tu vulnerabilidad es la manera de lograr la felicidad y la plenitud. Vulnerabilidad no es sinónimo de debilidad. Es el primer paso hacia el despertar. Es necesario tener mucho coraje, mucha humildad y ser capaz de explorar la verdad de nuestro ser. Pero ¿acaso no es esto lo más importante de nuestra existencia?
Sí, la muerte puede convertirse en algo familiar, es posible calmar nuestros miedos, revelar los secretos. Es entonces cuando deja de ser nuestro enemiga para convertirse en una ventana a la vida. Y es que la muerte nos desvela lo más valioso que poseemos, una dimensión de nuestro ser, nuestra consciencia pura, la cual, si aprendemos a reconectarnos a ella, representa una inestimable riqueza interior.
Comprendí que todos tenemos una guía, pero no sabemos escucharla. Convertir a la muerte en una amiga, en objeto de meditación cotidiano, nos aporta una gran calma y cambia por completo la visión que tenemos sobre nuestra azarosa existencia. Nos permite sentir la llama inmortal que brilla en el fondo de nuestro corazón a cada momento. Ahí, ahora, en este preciso instante. Conocerse a uno mismo es el primer paso hacia la sabiduría. Cuanto antes emprendamos esta exploración interior para encontrar nuestra alma, más clara e inspirada será nuestra existencia.
He necesitado más de una década para encontrar las palabras apropiadas. No han llegado de donde las esperaba. Esta es otra historia que quiero contarte.
Tras el fallecimiento de tu tío, como todos, yo estaba devastado. Para mí, «la vida después de la muerte» era un tema reservado para el ámbito religioso o filosófico. Es decir, algo relacionado exclusivamente con el credo y que no ofrece ninguna perspectiva racional ni científica. Fue entonces cuando oí hablar de las experiencias cercanas a la muerte.
¿Sabes?, hay personas que, tras sobrevivir a un accidente, cuentan que, mientras los servicios de emergencia estaban intentando reanimarlas, observaron la escena como si se encontraran fuera de su cuerpo, siendo testigos de lo que consideran que era su propia muerte.
Si Thomas hubiera sobrevivido, ¿nos habría contado lo mismo? Comencé a documentarme sobre el tema y rápidamente descubrí el hecho más determinante para mí: había numerosos profesionales de la ciencia interesados en ello.
Esto fue como recibir un electrochoque, ya que varios de estos investigadores hablaban de estas experiencias sin tenerlas muy en cuenta y considerándolas, de facto, creencias sin fundamento o alucinaciones.
En nuestro mundo, cuando una persona cuenta una experiencia fuera de lo común a la que calificamos de manera errónea de «sobrenatural», lo primero que pensamos es que no está sabiendo interpretar los acontecimientos, que es emocionalmente frágil, que miente, que todo es fruto de un sueño o de alucinaciones e, incluso, que sufre algún trastorno psicológico. Lo que más me desconcertó fue descubrir a tantos científicos que consideran que estas «explicaciones» no eran, necesariamente, correctas.[1] Para muchas personas, estos relatos no merecen atención, ya que chocan completamente con sus referencias teóricas. No obstante, para otras, representan todo un desafío que no hace sino aumentar sus ganas de explorar.
Las experiencias cercanas a la muerte (ECM) constituyen una realidad psicológica y sociológica. Al estudiarlas, nos hemos llevado infinidad de sorpresas. Se trata de anomalías en el sentido científico del término: un fenómeno realmente observado, pero que se aleja de los modelos conocidos y para el que no existe una explicación convencional.
Se empezó a hablar de las ECM en los años setenta, en los Estados Unidos, después de que un joven médico y doctor en Filosofía llamado Raymond Moody, actualmente toda una eminencia en su campo, publicara para el público general una recopilación de extraños testimonios que él mismo había recogido. Los relatos pertenecían a personas que habían estado a punto de morir y que afirmaban que eran capaces de recordar el momento en el que estaban inconscientes o, incluso, en coma.
Lo más sorprendente fueron las similitudes entre las diferentes historias: todas mencionaban la sensación de salir del cuerpo, de percibir los hechos desde una posición elevada y, en ocasiones, recordar detalles concretos que, para personas inconscientes en el momento de los hechos, habría sido completamente imposible conocer. También hablaban de visiones de seres queridos difuntos o de entidades de naturaleza espiritual, de una luz intensa, de un profundo sentimiento de bienestar, de rebosar amor, de ver pasar toda su vida, de sentir un éxtasis difícil de describir, de entrar a otra realidad. ¿Todo esto es real?
La publicación del libro de Moody, titulado Vida después de la vida,abrió el melón y reveló el inesperado alcance de un fenómeno hasta entonces invisible. En las semanas posteriores, Moody recibió una avalancha de cartas provenientes de todo el país en las que muchos de sus lectores narraban el mismo tipo de experiencias. Al no haber previsto semejante tsunami, Moody pidió ayuda a su supervisor, el director de urgencias psiquiátricas de la Universidad de Virginia, el doctor Bruce Greyson, ajeno al hecho de que este también se había sentido profundamente desconcertado con la historia de una de sus pacientes pocos años antes. Greyson se estremeció al descubrir que la inexplicable historia que aquella joven le había contado no se trataba, ni mucho menos, de un caso aislado.[2]
Un único relato no es significativo para poder abordarlo de manera científica. Sin embargo, el elevado número de nuevos testimonios que empezó a llegar a la universidad cambió por completo la situación.
En la actualidad, tras más de cuarenta y cinco años de investigaciones llevadas a cabo por numerosos equipos, entre los que se encuentra el de Greyson, los datos acumulados sobre las experiencias cercanas a la muerte constituyen un inestimable corpus de conocimiento. No obstante, la explicación de las ECM sigue siendo un enigma para la ciencia. Estas experiencias de naturaleza espiritual cuestionan nuestra visión de la vida y nuestra percepción de la realidad, además de cambiar la existencia de aquellas personas que las han vivido.
Lo más desconcertante es que, en el plano científico, hacen tambalear todas nuestras bases, pues un gran número de ECM se producen durante un periodo de degradación progresiva de las funciones cerebrales y su intensidad parece aumentar a medida que disminuye la actividad del cerebro. ¿Cómo es posible que cientos de miles (los estudios indican que entre un 12 y un 18% de las personas que sufren un paro cardíaco experimentan una ECM) de hombres, mujeres y niños que han pasado por momentos en los que su vida corría peligro y el funcionamiento de su cerebro estaba profundamente alterado (incluso totalmente paralizado) afirmen haber estado conscientes durante este episodio y, sobre todo, sean capaces de describir estados de consciencia de una riqueza e intensidad inhabituales? En efecto, los testimonios narran experiencias con una precisión jamás vista. Todo era más claro, límpido. Estaban lúcidos, ultraconscientes durante la experiencia. Todos hablan de haber percibido una realidad más real que lo real.
Es como si quitáramos la batería de nuestro portátil, destruyéramos sus circuitos y, a pesar de ello, este funcionara mejor. No tiene ningún sentido.
¿Cómo el cerebro puede permitir una experiencia de expansión de consciencia en el preciso instante en el que, tras un paro cardíaco, por ejemplo, su funcionamiento está, como mínimo, significativamente alterado? Debería ocurrir justo todo lo contrario.
La cuestión que nos plantean estas experiencias conlleva una serie de implicaciones vertiginosas: ¿depende nuestra consciencia de nuestro cerebro? En otras palabras, cuando nuestro cerebro deja de funcionar, ¿seguimos estando vivos? ¿Describen las ECM lo que ocurre en el momento de morir?
En Lieja, Bélgica, durante un coloquio en el que participé, conocí a dos investigadores que defendían posturas totalmente diferentes ante esta pregunta: el neurólogo belga Steven Laureys y el cardiólogo neerlandés Pim van Lommel.
Steven Laureys y yo tenemos la misma edad. Es director de investigación en el FNRS (Fonds National de la Recherche Scientifique) y responsable de la unidad de investigación GIGA Consciousness. Este científico amable y enérgico también es el fundador del Coma Science Group (CSG), el cual dirigió hasta 2020 y cuyo laboratorio se encuentra en Lieja. Steven es uno de los investigadores europeos más importantes en el campo de la neurociencia. El Coma Science Group es experto en el coma y otros «estados de inconsciencia completa», lo que antes denominábamos de manera poco delicada «estado vegetativo».
Junto a su equipo, se interesó por el estudio de diferentes estados de consciencia, lo que lo condujo a indagar en las experiencias cercanas a la muerte desde el prisma de la neurociencia.
Para él, no hay ningún misterio: todo ocurre en el cerebro. «La hipótesis con la que mi equipo y yo trabajamos es que todas estas experiencias cercanas a la muerte tienen una base orgánica. Que ciertas regiones cerebrales, durante el coma, sufren modificaciones en cascada de los neurotransmisores y que se trata simplemente de modificaciones en el funcionamiento del cerebro».[3] En definitiva, que las ECM no prueban que la consciencia sobreviva a la muerte.
Por otro lado, investigadores de renombre, como el doctor Pim van Lommel, defienden que las experiencias cercanas a la muerte demuestran que la consciencia no nace en nuestro cerebro y que, en consecuencia, esta persiste después de la muerte del mismo, ya que las ECM se producen cuando el cerebro parece haberse detenido.
Médico, cardiólogo hospitalario, el doctor Van Lommel es autor del estudio clínico más importante realizado hasta ahora sobre las experiencias cercanas a la muerte, publicado en la prestigiosa revista médica The Lancet. Van Lommel es, junto a Bruce Greyson y otros, uno de los mejores especialistas en este tema.
Su estudio revolucionó la comunidad médica internacional al demostrar que, aparentemente, es posible estar consciente durante un periodo en el que todas las funciones cerebrales han dejado de funcionar. Titulado«Near-death experience in survivors of cardiac arrest» (Experiencias cercanas a la muerte en supervivientes a un paro cardíaco), el estudio es innovador dada su magnitud (344 supervivientes de paro cardíaco interrogados en una decena de hospitales) e inédito dada su duración: se ha entrevistado a pacientes transcurridos cinco y, posteriormente, ocho años después del incidente. 62 personas, es decir, el 18% de los participantes en el estudio, informaron de una ECM.[4]
El hospital universitario en el que trabaja Steven Laureys se encuentra en el sur de Lieja. En el seno de este gran complejo hospitalario se instaló el Coma Science Group. Cuando accedo a su interior, debo abrirme paso a través de una multitud atareada de pacientes, familiares y personal sanitario durante su descanso para comer. Al final de un pasillo, llego a los ascensores que dan acceso a las diferentes plantas. Las estancias del CSG se encuentran en la quinta planta de la torre GIGA.
Reina una profunda calma.
El despacho de Steven Laureys es una estancia luminosa y repleta de libros, artículos, documentos y… un cerebro de resina, réplica exacta y a escala del de este sonriente hombre, padre de cinco hijos, que me invita a sentarme detrás de una mesa central y me tutea de manera espontánea. Desde nuestro primer encuentro en un plató de France 2 varios años antes, hemos contactado en varias ocasiones, pero nunca hemos llegado a mantener una conversación distendida. ¿Cómo aborda un neurólogo el estudio de un fenómeno, en esencia, no reproducible como las ECM? Le planteo diferentes preguntas a este respecto:
—¿En qué consisten tus investigaciones?
—Intento guiarme por la curiosidad y seguir una metodología científica con el objetivo de comparar lo que creo comprender con lo que puedo medir, en principio, sin dejarme llevar por ningún dogma. Evidentemente, soy neurólogo y, por tanto, estudio el cerebro para probar hipótesis. No puedo ignorar el hecho de que, si cambiamos el funcionamiento del cerebro con anestesias o alucinógenos, por ejemplo, nuestros pensamientos, percepciones y emociones también cambian. La consciencia es complicada.
—Es el mayor misterio…
—Sí, mientras no comprendamos la consciencia, será difícil explicar las experiencias cercanas a la muerte. Estas no dejan de ser una realidad fisiológica y merecen ser estudiadas. Es una pena que haya tan pocos compañeros interesados en ellas. Estudiarlas permitiría abandonar el binomio «creo-no creo». Por un lado, tenemos a aquellos que afirman que las ECM son la prueba de que el alma existe más allá del cuerpo, pero no profundizan en ello (yo soy curioso y necesito una teoría con un poder predictivo). Por otro lado, están aquellos que piensan que no pueden ser ciertas. Ambas posiciones nos mantienen estancados. El problema es que desconocemos cuándo va a producirse la experiencia y es imposible reproducirla en un laboratorio.
El hombre que está sentado ante mí es conocido principalmente por sus estudios sobre el coma y los problemas de consciencia (los de aquellos pacientes que, tras un episodio traumático, no recuperan la consciencia). También por sus trabajos sobre el estado de inconsciencia completa y sobre el síndrome de enclaustramiento (locked-in syndrome), en el que los pacientes están paralizados pero conscientes.
El GIGA Consciousness está compuesto por cincuenta personas, sin contar los colaboradores externos. Son principalmente psicólogos, médicos e ingenieros, pero también hay fisioterapeutas y físicos. Todos trabajan para comprender mejor los diferentes tipos de actividad cerebral cuando la conciencia está al límite, es decir, estudian a pacientes en coma, bajo hipnosis, mientras meditan, en trance e, indirectamente, a aquellos que han vivido una experiencia cercana a la muerte.
Una parte importante de las investigaciones sobre las ECM llevadas a cabo por GIGA Consciousness consistió, en un primer momento, en intentar comprender mejor las ECM a partir de testimonios de personas que habían pasado por ello (el equipo de Steven recopiló más de 2000, una muestra nada desdeñable dada la temática). El trabajo se realizó a partir de relatos espontáneos; por tanto, esta primera etapa fue, a la fuerza, retrospectiva y limitada. No obstante, permitió extraer conclusiones muy valiosas e, incluso, sorprendentes.
Más tarde, después de algunos años, los equipos de Steven se marcaron como objetivo intentar «reproducir» en el laboratorio varios tipos de experiencias similares a las experiencias cercanas a la muerte, con el objetivo de observar qué ocurre en el cerebro cuando esos estados de consciencia están alterados.
Para inducir estados de consciencia similares a las ECM, los equipos del GIGA Consciousness emplearon diferentes técnicas, como la hipnosis, y pidieron a personas que ya habían vivido una ECM que rememoran su experiencia. Es evidente que no revivieron el acontecimiento tal cual, pero sí que declararon haber percibido y sentido cosas parecidas a lo que habían experimentado durante su ECM. Una vez que estas personas estaban bajo hipnosis, se observaba su actividad cerebral a través de un electroencefalograma (EEG), un aparato que mide la actividad eléctrica del córtex (zona periférica del cerebro y sede de las funciones neurológicas más complejas).
Del mismo modo, emplearon la realidad virtual para hacer que un testigo «reviviera», gracias a una simulación, la experiencia de salir del cuerpo por la que ya había pasado, aunque también usaron este método con sujetos que no habían vivido una ECM. La actividad cerebral de todas estas «cobayas» fue observada minuciosamente. Además, probaron otros métodos de inducción, como el desmayo (pequeñas pérdidas de consciencia transitorias), ya que la literatura científica establece un posible vínculo entre las alucinaciones sufridas durante un desmayo y las ECM.
En otro registro menos común, la chamana Corine Sombrun, capaz de entrar voluntariamente en estado de trance, también colaboró con los investigadores del GIGA Consciousness. Su participación permitió observar el impacto que este estado de consciencia tan específico tiene en el funcionamiento del cerebro.
Otro de los colaboradores del GIGA Consciousness es el Centro para la Investigación Psicodélica del Departamento de Ciencias del Cerebro de la Facultad de Medicina del Imperial College de Londres. Su investigación se basa en la exploración a través de imágenes cerebrales de los efectos provocados por sustancias psicodélicas capaces de inducir potentes experiencias extáticas similares a las ECM. Más tarde hablaré sobre esto.
El objetivo de estas investigaciones es, por tanto, observar en el laboratorio experiencias que, a pesar de no reproducir exactamente las ECM, presentan diversas similitudes fenomenológicas con ellas, y estudiar los esquemas de actividad neuronal asociados.
Cada uno de los estudios permitió establecer una correlación entre la vivencia neuropsicológica de las personas analizadas y el relato de lo que estas afirmaban haber experimentado. Se recabaron importantes datos inéditos.
No obstante, aunque los estados de consciencia alterada se asemejan bastante a las ECM, neurológicamente hablando están demasiado alejados, hasta el punto de que una de las características más impactantes de las ECM es que, en ocasiones, estas se producen cuando el cerebro ya no funciona, aparentemente.
Mi conversación con Steven discurrió sobre este aspecto.
–Tú ves cierta correlación entre las experiencias de consciencia alterada y los diferentes esquemas de actividad cerebral asociadas a ellas, pero las ECM a veces se producen cuando el cerebro está sufriendo o, incluso, ha cesado su actividad…
Steven Laureys parece confuso.
—¿Ha cesado su actividad? No…
—¿Cómo que no?
—Actuamos como si estuviera demostrado que durante las experiencias cercanas a la muerte el cerebro está inactivo, incluso en muerte cerebral, pero no es así. Nadie se ha recuperado de una muerte cerebral.
Esta es la clave de nuestra conversación: durante estas experiencias, ¿el cerebro está activo o no? Según Steven, debe estar activo, ya que su planteamiento inicial es considerar que cualquier experiencia consciente está asociada a una actividad visible en el cerebro. Eso es lo que aprendió y es lo que, como neurólogo, siempre ha observado. Esa es la razón por la que el objetivo de todas sus investigaciones es el de comprender mejor la actividad cerebral de las personas que viven una experiencia parecida a una ECM, pues todas las ECM son, a priori, provocadas por «alteraciones en el funcionamiento del cerebro». A tenor de los hechos, esta hipótesis «racional» me parece tan cuestionable que estoy impaciente por escuchar los argumentos de Steven.
En realidad, nadie dice que podamos recuperarnos de una muerte cerebral. La muerte es un proceso de degradación progresivo. Después de que el corazón se detenga, se pone fin a la oxigenación de los órganos y de las células, los cuales no se degradan a la misma velocidad. Cuando disminuye el aporte de oxígeno y glucosa al cerebro, que es la fuente vital para la actividad cerebral, este deja de funcionar en pocos segundos. Entra en un estado de «muerte clínica», que puede ser temporal y, sobre todo, reversible. Sin embargo, tras varios minutos sin ningún aporte de energía, se inicia un proceso de degradación irreversible que acaba progresivamente con todas las neuronas. Esto es la «muerte cerebral».
Tras la muerte cerebral, algunos órganos pueden seguir siendo trasplantados, ya que aún están vivos (corazón, hígado, pulmones y riñones), pero la persona no podrá regresar, su cerebro está muerto irremediablemente. En efecto, ninguna persona que haya entrado en muerte cerebral ha vuelto a vivir.
No obstante, es precisamente durante ese primer estado de «muerte clínica», que puede alargarse durante varios minutos, durante el cual tantas personas afirman haber vivido una experiencia cercana a la muerte. Su cerebro está en pausa y las neuronas no se han degradado por completo, pero, en principio, no dan señales de actividad. Ese es el momento que me interesa. Reformulo mi argumento a Steven:
—Nadie defiende que las personas que han vivido una ECM estuvieran en muerte cerebral, sino que algunos presentaban un estado de muerte clínica y, en ese estado de muerte clínica, el cerebro se detiene rápidamente, ¿no? Varios estudios llevados a cabo sobre el paro cardíaco[1] indican que, como máximo, entre diez y veinte segundos tras un ataque al corazón, la presión sanguínea, la circulación se detienen… Por tanto, a priori ¿puede no haber ningún tipo de actividad en el cerebro?
—La presión disminuye, sí, es algo mecánico. Si la bomba se detiene, deja de llegar flujo sanguíneo al cerebro. Sin embargo, a menudo, el corazón no se detiene así, de repente. Por lo general, entra en fibrilación, es decir, comienza a latir muy rápido y de manera irregular, lo que hace que deje de ser eficaz, pero no sabemos exactamente qué ocurre durante una reanimación. Por tanto, sí, es verdad que suele haber momentos en los que se observa una disminución importante del flujo sanguíneo. El cerebro es muy frágil, aunque también es más fuerte de lo que creemos y, a veces, con las técnicas de reanimación actuales y la hipotermia, conseguimos preservar la actividad cerebral.
—Los estudios de los que te hablo demuestran que, en efecto, si solo transcurren pocos minutos, no hay deterioro irreversible en el cerebro, pero que, pocos segundos tras un paro cardíaco, el cerebro deja de estar irrigado…
—Durante un ataque al corazón, ocurren muchas cosas que son difíciles de observar. Sí, el cerebro muestra signos de sufrimiento, una actividad ralentizada y, progresivamente, alcanza el encefalograma plano. Después de eso, no me atrevería a afirmar con certeza que «tras equis segundos ya no hay nada». En realidad, hay mucha variabilidad.
Escucho sus explicaciones, pero intento indagar en sus argumentos.
—Pero las investigaciones señalan, sin embargo, ese tiempo exacto de entre diez y veinte segundos como máximo entre que sucede la parada cardíaca y cesa cualquier actividad en el cerebro. No me lo he inventado.
—Quieres mi opinión y te la estoy dando… La cuestión que planteas merecería toda una tesis doctoral. Para mí, hay dos interpretaciones. Podemos defender que el cerebro permanece inactivo, y que eso demuestra que la consciencia debe estar en otro lado, o podemos afirmar que el cerebro es quizá más fuerte y que, aunque esté sufriendo, aún queda una pequeña actividad cerebral. Por el momento, soy prudente.
Al igual que Steven, varios especialistas en anestesia y reanimación que entrevisté me mostraron sus reservas alegando, efectivamente, la dificultad de medir las constantes fisiológicas de un paciente durante una reanimación. También es cierto que, a partir del momento en el que el cerebro deja de recibir oxígeno, las células neuronales se ponen en pausa para retener el máximo de energía.
—Sí, así es… —me confirma Steven.
—Morirán tras varios minutos. Y en ese intervalo entre el cese de la llegada de oxígeno al cerebro y el momento de la muerte cerebral, no hay ningún tipo de actividad…
—No lo sabemos… Solo diagnosticamos una muerte cerebral tras varios minutos de anoxia cerebral (privación de oxígeno al cerebro). De hecho, el encefalograma «plano» no basta para un diagnóstico de muerte cerebral.[2]
—Pero ¿qué energía permitiría una actividad del cerebro si la circulación sanguínea que aporta el oxígeno indispensable para su funcionamiento se ha detenido?
De nuevo, Steven regatea y prefiere relativizar:
—Es un debate científico que merece ser estudiado. Dicen que, a veces, cuando una persona vive una experiencia cercana a la muerte, su cerebro ha dejado de funcionar. Puede ser. O quizá no. Es posible, y esta es mi opinión, que necesitemos mucha menos actividad cerebral de lo que tradicionalmente se ha pensado para que exista algún tipo de percepción, de pensamiento. Es una pista que debería ser explorada.
Este es el argumento de Steven: como el cerebro no está muerto de manera irreversible, no sabemos lo que puede estar ocurriendo en él, ni siquiera durante una parada cardíaca. No podemos descartar la hipótesis de que una especie de «actividad residual» es la responsable de las ECM. Ya había hablado de esta suposición con varios investigadores y se lo comento a Steven:
—Sin embargo, a varios especialistas de las ECM, como el psiquiatra Bruce Greyson, les cuesta imaginar cómo una actividad residual en el cerebro podría dar lugar a una experiencia vinculada a la consciencia. Sin siquiera referirnos a un paro cardíaco, muchas de las ECM se producen en periodos en los que el cerebro experimenta un gran sufrimiento. ¿Cómo podemos asociar una experiencia tan rica con una actividad cerebral reducida?
—Esa es la cuestión que nos ocupa. Pienso que debe ser analizada. En realidad, creo que sabemos muy poco sobre lo que ocurre durante una ECM. Personalmente, estaría encantado de descubrir que existe una consciencia más allá del cerebro. Ganaría el Premio Nobel, segurísimo. Pero hay que hacerlo intentando ser crítico con nuestras propias convicciones.
—Considero que es lo que está haciendo Greyson. Y, al igual que otros científicos que cuestionan el origen neuronal de las ECM, él trabaja y se apoya en testimonios respaldados por documentos médicos, ¡hay cientos![3] Estos investigadores explican que, si nuestra consciencia está relacionada con la actividad simultánea de numerosas regiones del cerebro, una «actividad residual» no puede dar lugar a una experiencia consciente. El doctor Bruce Greyson me confesó que él no creía que una actividad residual pudiera explicar una experiencia cercana a la muerte.
Steven ríe y me contesta, burlón:
—Se trata de una creencia, entonces.
Yo insisto:
—Él no habló en esos términos. Sus investigaciones lo llevan a considerar esa hipótesis como la más creíble. De hecho, pensar que una actividad residual tan sutil como para ser detectada pueda ser el origen de relatos hiperrealistas y de procesos de pensamiento lúcido contradice todas las teorías neurocientíficas del funcionamiento del cerebro.
—No creo que sea posible defender tal cosa hasta que no hayamos comprendido bien la correlación entre lo neuronal y la consciencia. Y Greyson no ha llevado a cabo experimentos científicos con un EEG, mucho menos con un EEG de alta densidad (25 electrodos), como sí ha hecho mi equipo.
—¿Y si no existiera? ¿Y si el cerebro no es quien crea la consciencia?
—¿Si no existiera? Estaría encantado de descubrir que hay otra cosa. Pero, de todas formas, tengo una consciencia sensorial (lo que veo, oigo y percibo en este momento) y, por ahora, todos los estudios me indican que, si cesa la actividad en la red cerebral de la consciencia, dejaría de percibir. Por definición, la consciencia es algo subjetivo. No tengo ningún problema en reconocer que no hemos podido comprender aún la consciencia. Me tachan de materialista, de reduccionista. Sí, el método científico consiste en reducir un problema a problemas más pequeños.
—¿Te consideras materialista?
—¿Qué entiendes tú por ello?
—Que todo emerge de la materia…
Steven se toma unos segundos para reflexionar antes de responderme:
—Sabemos perfectamente que todo emerge de la materia. Desde Einstein sabemos que materia y energía están íntimamente ligadas. Pero yo sigo siendo neurólogo, y científico. Miro el cerebro y pienso que es algo útil, que desempeña un papel importante, a pesar de que nadie sea capaz de explicar cómo algo material da forma a nuestros pensamientos, nuestras percepciones y nuestras emociones.
—El gran interrogante.
—Sí…, es el tema de nuestra unidad de investigación tanto en Lieja como en Canadá.
—Es precisamente al enfrentarse a este interrogante sobre la naturaleza de la consciencia que numerosos investigadores plantean la hipótesis de que las ECM quizá sean el primer engranaje de la máquina que va a permitirnos crear una concepción más amplia de la consciencia que distinga, por ejemplo, entre un nivel de consciencia funcional completamente vinculado a la actividad del cerebro y otro que sería independiente. ¿No es una pista en la que te gustaría indagar?
Mi interlocutor sonríe.
—No soy filósofo. Tampoco sacerdote. Mi punto de vista es científico, prosaico, pragmático. Quiero comprender. ¿Cómo probar esa hipótesis que planteas? Puedes decirme que la consciencia es algo «cósmico», que todos estamos conectados… Vale, pero no me conformo con una explicación poética. Si se trata de una energía, de una onda, necesito definir eso, que esa hipótesis sea probada. Que eso nos ofrezca una verdadera hipótesis científica con un valor explicativo y predictivo.
La luz se hace más tenue tras los grandes ventanales del despacho de Steven. Se acerca la noche. Hace más de una hora que comenzamos esta entrevista y debe marcharse: ya me había avisado de que debía llevar a uno de sus hijos a su grupo scout. Me propone acompañarlo para dejarme en mi hotel, ya que el hospital se encuentra muy alejado del centro.
Después de recoger a su hijo de casa y saludar a su mujer, Vanessa Charland, neuropsicóloga formada para la enseñanza de la meditación y la consciencia plena, Steven me deja en el centro de la ciudad Lieja. Paseo a orillas del Mosa mientras cae la noche.
Al salir de aquella entrevista, quedé circunspecto. Aprecio la hospitalidad de nuestro encuentro y comprendo la posición de Steven, que no es otra que la de un investigador que se encarga de llevar a cabo experimentos para intentar comprender el cerebro cuando este se halla en un estado fuera de lo común. Es neurólogo. No obstante, me desconcierta su determinación para defender que una actividad residual durante la fase de reanimación pueda producir un estado de consciencia y vigilia tan intenso como el de una ECM. Incluso si me aclara que, para él, esto no es una «explicación para las ECM», sino una hipótesis de trabajo. Entiendo que, como científico, no quiera descartarla sin haberla testado. Es la esencia del método científico.
Sin embargo, en mi opinión, imaginar que, a pesar de las alteraciones fisiológicas y un córtex aparentemente no funcional, una actividad residual totalmente especulativa y jamás observada sea la causa de esas experiencias nos conduce a pasar por alto elementos fundamentales. ¡Se producen tantas cosas increíbles durante una ECM que hacen que esa hipótesis sea imposible! Más tarde, detallaré todas esas características que nos obligan a replantearnos estas suposiciones relativas a la naturaleza de la consciencia. Pero, antes, puede que sea útil conocer con más detalle aquello que los neurocientíficos saben sobre la consciencia. Y también aquello que ignoran. Como, por ejemplo, su origen. De hecho, cuando hablo de «consciencia», ¿qué evoca eso para ti, Luna?
Hija mía, ¿cómo sabes que estás viva? ¿Cómo es posible que seas capaz de observar tu propia existencia, de pensar, de emocionarte, de amar? ¿Quizá es porque tienes consciencia de ser tú? Seguramente, pero ¿por qué somos conscientes de ello? ¿Por qué sentimos una experiencia interior? ¿Es un proceso o un estado? ¿Es, por ejemplo, una capacidad desarrollada por nuestras neuronas durante la gestación o más bien un estado permanente que destaca de nuestro desarrollo biológico?
El término «consciencia» hace referencia a tu experiencia subjetiva, en esencia imperceptible: es el flujo de pensamientos y sentimientos que experimentas cuando estás despierta.
Pero ¿dónde nace la consciencia?
¿En el cerebro? Aparentemente, esta es la teoría más lógica. ¿Por qué? Porque la neurociencia ha observado de manera indiscutible los procesos neuronales que subyacen tras nuestra experiencia subjetiva de la consciencia.
Por ejemplo, una actividad electroquímica detectada en una u otra zona del cerebro puede asociarse a una u otra función de la consciencia (lenguaje, memoria, percepción, vigilia, etcétera). Además, un mal funcionamiento, incluso mínimo, de nuestro cerebro altera, aparentemente, nuestra consciencia.
Disponemos de un número considerable de pruebas que demuestran estas relaciones. Los daños en el cerebro pueden provocar pérdidas de consciencia. Los accidentes cerebrovasculares pueden hacer que una persona entre en coma. Las crisis de epilepsia suponen una pérdida de consciencia temporal que siempre viene acompañada de cambios específicos visibles a través de un electroencefalograma. El vínculo entre nuestra experiencia consciente y nuestro cerebro es indiscutible. Pero ¿un vínculo entre dos elementos implica necesariamente que uno sea la causa del otro?
No. Lo que observamos son correlaciones entre actividad neuronal y estado de consciencia. Y afirmar que una actividad detectada en una zona determinada del cerebro, incluso si está asociada a un determinado estado de consciencia, provoca ese estado de consciencia es, en realidad, pura especulación. Por tanto, la neurociencia solo demuestra que existe una correlación, una relación entre actividad neuronal y estado mental.
Este punto es básico.
En realidad, la cuestión del origen de la consciencia es un misterio para la comunidad científica. Este gran enigma científico y filosófico (¿cómo el cerebro, esa estructura biológica compuesta por 86 mil millones de neuronas, dentro de la cual tiene lugar un número aún mayor de interacciones, puede dar lugar a una experiencia interior?) fue bautizado como el complejo problema de la consciencia.
Y nadie tiene la respuesta.
En la edición especial publicada con motivo de su centésimo quincuagésimo aniversario, la revista Science presenta esta incógnita como la segunda cuestión más importante no resuelta por la ciencia hasta ahora.[1]
De hecho, la idea comúnmente aceptada de que la consciencia emerge de la actividad de nuestro cerebro es una hipótesis que no comparten todos los neurocientíficos, entre los que se encuentran algunos de los investigadores más importantes y que dirigen las instituciones más prestigiosas de todo el mundo. El estadounidense Christof Koch, por ejemplo, especializado en investigaciones sobre la consciencia, explica: «La subjetividad es algo totalmente diferente a todo aquello que es físico, demasiado como para ser un fenómeno que emerge de él».[2]
Lo que quiere decir con esto (y su reflexión es compartida por otros neurocientíficos de renombre, además de por filósofos)[3] es que la experiencia interior, nuestra subjetividad íntima, resulta tan diferente a los elementos físicos que conforman nuestra realidad material, que es imposible explicar que esta emerja como por arte de magia a partir de un conjunto de neuronas, incluso si estas son muy numerosas.
Que algo tan inmaterial como la consciencia brote de la materia no es, en realidad, ninguna obviedad.
Es, incluso, algo difícil de comprender.
El filósofo Bernardo Kastrup comparte esta opinión y explica que «las propiedades emergentes de un sistema complejo deben ser deducibles de las propiedades de los componentes de nivel inferior de ese sistema».[4] En otras palabras, un conjunto de elementos únicamente material no puede dar lugar a una función inmaterial como la sensación de existir. Refiriéndose a la función del cerebro, añade: «¿Cómo y por qué esa estructura, sus funciones y su actividad pueden ir acompañadas de una experiencia interior profundamente problemática para el materialismo? Nuestro ordenador personal también tiene estructura, funciones y actividad. Sin embargo, sus cálculos internos no parecen en absoluto ir acompañados de una experiencia interior».[5]
En efecto, una calculadora no tiene emociones.
Hasta que se demuestre lo contrario, un ordenador, incluso el mejor, no tiene experiencia interior. La inteligencia artificial puede imitar la consciencia, aunque no es consciente; es, simplemente, inteligente. Puede realizar cálculos asombrosamente rápidos, es capaz de aprender, de desarrollar una forma de autonomía funcional, pero no puede emocionarse al ver un paisaje, una flor o un cuadro de Odilon Redon.
No, un ordenador no tiene experiencia interior, aunque ese sea el ambicioso objetivo de algunos multimillonarios en busca de la «inmortalidad física» y el tema principal de algunas obras de ficción, como aquella película que vimos juntos, Her, protagonizada por Joaquin Phoenix.
En realidad, la extrema complejidad de un ordenador, al igual que la de una red neuronal, no implica, automáticamente, la aparición de una experiencia consciente. Ver el cerebro como una especie de superordenador es una buena metáfora para comprender algunos aspectos de su funcionamiento, pero no lo es para para explicar el lado experiencial de la consciencia, y mucho menos su origen.
Esta analogía del cerebro visto como un superordenador es incapaz de explicar cómo vivimos la experiencia subjetiva de los colores, los gustos, los olores, las imágenes o los sonidos del mundo que nos rodea. Al igual que tampoco puede aclarar algunos fenómenos físicos de los que te voy a hablar en este libro ni, en el caso que nos ocupa, las experiencias cercanas a la muerte.
Entonces, ¿por qué la idea de que la consciencia emerge a priori de la actividad de nuestro cerebro es considerada como algo lógico por una gran mayoría de la comunidad científica, del mundo intelectual y del público en general a pesar de no estar sustentada por ninguna demostración científica y nos plantea, además, cuestiones fundamentales? En realidad, esta idea se sustenta en una especie de certeza inconsciente que impregna nuestra sociedad y según la cual todo puede explicarse en términos físicos: todo puede ser inteligible si logramos identificar las relaciones de causa y efecto que dirigen nuestra realidad material.
Esta corriente de pensamiento es el materialismo.
La visión materialista considera que los seres humanos son máquinas biológicas extremadamente complicadas. Por tanto, todo lo que somos y hacemos debería, en principio, poder explicarse en términos físicos, químicos y biológicos.
Nuestra identidad, nuestras emociones y nuestros recuerdos, el ser que somos, no podrían existir más allá de la materia y, por lo tanto, nuestra consciencia no puede ser más que un productode nuestra actividad cerebral.
Esta teoría es, aparentemente, sólida. Es considerada el modelo teórico más adaptado para comprender, a priori, nuestra realidad habitual, aunque no deja de ser un modelo hipotético, cada vez más cuestionado por las ECM. Pero no únicamente por ellas.
Esta visión materialista funciona como unas gafas de distorsión de la realidad, pues sin darnos cuenta, vemos e interpretamos el mundo en el que vivimos a través de ese filtro.
Los científicos, los primeros.
La ciencia necesita teorías para interpretar los resultados de sus investigaciones. Hasta los experimentos científicos más metódicos son interpretados, siempre, de manera subjetiva, en función de un modelo teórico. Desde su origen, la ciencia elabora teorías para comprender el mundo a partir de los conocimientos de los que dispone. Estas teorías sirven para analizar nuestra realidad e interpretar los fenómenos que observamos en ella. Pero el conocimiento evoluciona y, con frecuencia, aparecen nuevos hallazgos que contradicen los conocimientos que permitieron elaborar las teorías precedentes.
Así, con el paso del tiempo, hemos vivido varias revoluciones científicas que nos han obligado a modificar nuestros modelos, nuestras teorías (el término «paradigma» se emplea para designar esos modelos).
Mira la historia de la ciencia a lo largo de los siglos. Podrás constatar cuántas «verdades» son efímeras. Nuestra comprensión de la realidad siempre ha dependido de