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La mujer y el pelele es una exploración fascinante de la obsesión, el deseo y las dinámicas de poder en las relaciones humanas. Pierre Louÿs narra la historia de un hombre que se convierte en víctima de sus propios impulsos mientras persigue a una mujer cuya belleza y crueldad lo dominan por completo. La novela examina cómo el amor y la atracción pueden transformarse en herramientas de manipulación, revelando las luchas de poder ocultas en los vínculos románticos. Publicada en 1898, La mujer y el pelele destaca por su enfoque audaz sobre las cuestiones de género y la psicología del deseo. La obra ha sido objeto de múltiples adaptaciones, incluidas películas y óperas, que reinterpretan su poderosa narrativa. La protagonista femenina, Conchita, ha llegado a simbolizar la complejidad y ambigüedad de los personajes femeninos en la literatura, oscilando entre el control absoluto y la vulnerabilidad aparente. La relevancia de la novela radica en su análisis de las emociones humanas y las contradicciones del amor. Al profundizar en la manipulación emocional y los conflictos de género, La mujer y el pelele sigue siendo un reflejo atemporal de las pasiones humanas y las dinámicas que las alimentan.
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Seitenzahl: 131
Pierre Louÿs
LA MUJER Y EL PELELE
Título original:
“La Femme et le Pantin”
PRESENTACIÓN
LA MUJER Y EL PELELE
I – DE CÓMO UNA PALABRA ESCRITA EN UNA CÁSCARA DE HUEVO HACE LAS VECES DE BILLETE AMOROSO EN DOS OCASIONES
II – DONDE EL LECTOR CONOCE LOS DIMINUTIVOS DE "CONCEPCIÓN", NOMBRE ESPAÑOL
III – CÓMO Y POR QUÉ RAZONES ANDRÉ NO ACUDIÓ A LA CITA DE CONCHA PÉREZ
IV – APARICIÓN DE UNA MORENITA EN UN PAISAJE POLAR
V – DONDE REAPARECE LA MISMA PERSONA EN UN MARCO MÁS CONOCIDO
VI – DONDE CONCHITA SE MANIFIESTA, SE RESERVA Y DESAPARECE
VII – QUE ACABA EN CULO DE LÁMPARA CON UNA CABELLERA NEGRA
VIII – DONDE EL LECTOR EMPIEZA A COMPRENDER QUIÉN ES EL PELELE DE ESTA HISTORIA
IX – DONDE CONCHA PÉREZ SUFRE SU TERCERA METAMORFOSIS
X – EN QUE MATEO ASISTE A UN INESPERADO ESPECTÁCULO
XI – EN QUE TODO PARECE EXPLICARSE
XII – ESCENA TRAS UNA VERJA CERRADA
XIII – EN QUE MATEO RECIBE UNA VISITA, Y LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS
XIV – DONDE CONCHA CAMBIA DE VIDA, PERO NO DE CARÁCTER
XV – QUE CONSTITUYE EL EPÍLOGO, Y TAMBIÉN, LA MORALEJA DE ESTA HISTORIA
Pierre Louÿs
1870-1925
Pierre Louÿs fue un escritor francés conocido por sus obras que exploran el erotismo, la sensualidad y la mitología clásica. Nacido en Gante, Bélgica, su estilo literario se caracterizó por un lenguaje refinado y por la evocación de temas sensuales, convirtiéndose en una figura clave del simbolismo y del decadentismo de finales del siglo XIX y principios del XX. Aunque sus obras a menudo desafiaban las normas morales de su época, Louÿs fue celebrado por su originalidad y habilidad para combinar elementos clásicos y modernos en su narrativa.
Primeros años y educación
Pierre Louÿs nació en una familia acomodada y mostró interés por la literatura y las artes desde joven. Se trasladó a París en su adolescencia, donde se sumergió en los círculos literarios y artísticos de la época. Allí conoció a figuras destacadas como André Gide y Paul Valéry, con quienes estableció una estrecha amistad. Louÿs estudió en la prestigiosa École Alsacienne y más tarde en la École Normale Supérieure, aunque nunca terminó sus estudios formales. Fue durante este periodo que comenzó a desarrollar su estilo literario influenciado por los clásicos griegos y romanos, así como por los poetas simbolistas.
Carrera y contribuciones
Louÿs alcanzó fama con Les Chansons de Bilitis (1894), una colección de poemas eróticos atribuidos a una supuesta poetisa griega antigua, que él mismo había inventado. La obra fue un éxito por su contenido provocador y su atmósfera sensual, además de ser vista como un homenaje a la poesía sáfica y al espíritu del helenismo.
Otro de sus trabajos notables es Aphrodite: Mœurs Antiques (1896), una novela ambientada en la Alejandría helenística, que combina pasión, belleza y decadencia en una narrativa intensa. La obra se convirtió en un bestseller en su tiempo y consolidó su reputación como un maestro del género erótico. A lo largo de su carrera, Louÿs desafió las normas sociales de su época, explorando con audacia temas como el deseo, la sexualidad femenina y la libertad individual, con un estilo sofisticado y poético.
Impacto y legado
Pierre Louÿs es recordado como un pionero en la literatura erótica moderna, así como un defensor de la libertad artística y personal. Aunque algunas de sus obras fueron criticadas por su contenido explícito, su maestría en el lenguaje y su habilidad para evocar imágenes líricas le aseguraron un lugar destacado en la literatura francesa. Su influencia se extiende más allá de su género, inspirando a poetas, novelistas e incluso a cineastas que encuentran en su obra una riqueza de emociones y una celebración de la belleza.
Louÿs falleció en 1925 en París, dejando un legado literario que sigue siendo estudiado y admirado. A través de su escritura, logró captar la complejidad del alma humana, explorando sus deseos y contradicciones, lo que lo convierte en una figura fascinante y relevante incluso en la actualidad.
Sobre la obra
La mujer y el pelele es una exploración fascinante de la obsesión, el deseo y las dinámicas de poder en las relaciones humanas. Pierre Louÿs narra la historia de un hombre que se convierte en víctima de sus propios impulsos mientras persigue a una mujer cuya belleza y crueldad lo dominan por completo. La novela examina cómo el amor y la atracción pueden transformarse en herramientas de manipulación, revelando las luchas de poder ocultas en los vínculos románticos.
Publicada en 1898, La mujer y el pelele destaca por su enfoque audaz sobre las cuestiones de género y la psicología del deseo. La obra ha sido objeto de múltiples adaptaciones, incluidas películas y óperas, que reinterpretan su poderosa narrativa. La protagonista femenina, Conchita, ha llegado a simbolizar la complejidad y ambigüedad de los personajes femeninos en la literatura, oscilando entre el control absoluto y la vulnerabilidad aparente.
La relevancia de la novela radica en su análisis de las emociones humanas y las contradicciones del amor. Al profundizar en la manipulación emocional y los conflictos de género, La mujer y el pelele sigue siendo un reflejo atemporal de las pasiones humanas y las dinámicas que las alimentan.
A André Lebey
Su amigo,
P.L
Siempre me va V. Diciendo,
que se muere V. por mí:
muérase V. Y lo veremos
y despues diré que sí.
El carnaval de España no acaba, como el nuestro, a las ocho de la mañana del miércoles de ceniza. El memento quia pulvis sólo esparce durante cuatro días su olor a sepultura sobre la maravillosa alegría de Sevilla; y, el primer domingo de cuaresma, el carnaval resucita.
Es el Domingo de Piñatas, el día de gran fiesta. Toda la ciudad popular cambia de atavíos y se ven correr por las calles andrajos rojos, azules, verdes, amarillos o rosas, que antes han sido mosquiteras, cortinas o enaguas de mujer, y ahora flotan al sol sobre los morenos cuerpecitos de una chiquillería ruidosa y multicolor. De todos los rincones surgen niños que se agrupan en tumultuosos batallones que, blandiendo un trapo atado a un palo, conquistan con grandes gritos las callejuelas, ocultos bajo un antifaz de tela por el que se escapa la alegría de los ojos a través de los agujeros. "¡Anda! ¡Hombre! ¡Que no me conoce!" gritan, y la muchedumbre adulta se aparta ante esta terrible invasión de máscaras
En las ventanas, en los miradores, se apiñan innumerables cabezas morenas. Todas las mozas de la comarca vienen ese día a Sevilla, e inclinan bajo la luz sus cabezas cargadas de pesadas cabelleras. Los papelillos caen como la nieve. La sombra de los abanicos tiñe de azul pálido las jóvenes y empolvadas mejillas. Gritos, llamadas, risas zumban o chillan en las estrechas calles. En un solo día de carnaval, unos miles de habitantes hacen más ruido que todo París.
El 23 de febrero de 1896, domingo de Piñatas, André Stévenol veía acercarse, con una ligera decepción, el fin del carnaval, ya que esta semana, particularmente propicia para el amor, no le había procurado ninguna nueva aventura. Algunas estancias en España le habían enseñado que en esta tierra, aún primitiva, los lazos se hacen y se deshacen con gran rapidez y franqueza, y le entristecía que el azar y las ocasiones no le hubiesen sido favorables.
Sólo una joven con la que había emprendido una gran batalla de serpentinas desde la calle a las ventanas había bajado corriendo, haciéndole una señal, para entregarle un ramillete rojo, con un "Muchísima’ grasia’, cavayero", pronunciado con acento andaluz. Pero había subido tan rápido, y además, vista de cerca le había desilusionado tanto, que André se había limitado a prender el ramillete en su ojal, sin prender a la mujer en su memoria. Y la jornada le pareció aún más vacía.
Dieron las cuatro en veinte relojes. Dejó la calle Sierpes, pasó entre la Giralda y el antiguo Alcázar y llegó, por la calle Rodrigo, a las Delicias, que son como Campos Elíseos con árboles de abundante sombra, a lo largo del inmenso Guadalquivir, plagado de barcos.
Ahí es donde tenía lugar el carnaval elegante.
En Sevilla, la clase acomodada no siempre es lo suficientemente rica como para permitirse hacer tres comidas al día; pero preferiría ayunar antes que privarse de mostrar el lujo de poseer un landó con dos magníficos caballos. Esta pequeña ciudad de provincias cuenta con quinientos coches particulares, a veces anticuados, pero rejuvenecidos por la belleza de los animales, y además, ocupados por personajes tan distinguidos, que no cabe burlarse de la escena.
André Stévenol consiguió a duras penas abrirse paso entre la muchedumbre que bordeaba los dos lados de la enorme y polvorienta avenida. Los gritos de niños vendedores se oían por encima de todo: "¡Huevo’! ¡Huevo’!" Era la batalla de los huevos.
"¡Huevo’! ¿Quién quiere huevo’? ¡A do’ perra’ gorda’ la docena!"
En cestos de mimbre, había montones de cáscaras de huevo vacías, rellenas con papelillos, y pegadas con frágiles tirillas de papel. Como si fueran pelotas, la gente las arrojaba con fuerza, a la cara de los que pasaban al azar, en los coches y sin apresurarse; subidos sobre las banquetas azules, los caballeros y las señoras contestaban sobre el gentío, protegiéndose como podían tras pequeños abanicos plegados.
Desde el principio, André se llenó los bolsillos con estos inofensivos proyectiles, y peleó con entusiasmo.
Se trataba de un combate real, ya que los huevos, aunque no herían, golpeaban con fuerza antes de estallar desparramándose en una nieve de colores, y André se sorprendió lanzando los suyos con más ahínco del necesario. Una vez, incluso, partió en dos un frágil abanico de carey. Pero ¡a quién se le ocurre aparecer en una barahúnda semejante con un abanico de baile! Así que continuó sin inmutarse.
Iban pasando coches de mujeres, de amantes, de familias, de niños o de amigos. André miraba desfilar este alegre gentío, en medio de un bullicio de risas, bajo los primeros rayos de primavera. En más de una ocasión sus ojos se detenían en otros hermosos ojos. Las mozas de Sevilla no bajan los párpados; al contrario, aceptan el homenaje de las miradas, que sostienen largamente.
Como hacía una hora que el juego se prolongaba, André pensó que ya podía retirarse. Con mano vacilante, jugueteaba en su bolsillo, con el último huevo que le quedaba, cuando vio aparecer de repente a la joven a la que antes le había roto el abanico.
Era maravillosa.
Privada de la protección bajo la que había escondido su sonriente y delicado rostro, expuesta por todas partes a los ataques que le venían desde la multitud y desde los coches cercanos, había optado por la lucha, y de pie, jadeante, despeinada, enrojecida por el calor y por la alegría sincera, ¡contraatacaba!
Aparentaba unos veintidós años. Pero no debía de tener más de dieciocho. No había ninguna duda de que fuera andaluza. Poseía ese admirable tipo que nace de la mezcla de los árabes con los vándalos, de los semitas con los germanos y que reúne de una manera excepcional, en un pequeño valle de Europa, todas las perfecciones, aunque opuestas, de ambas razas.
Flexible y esbelto, su cuerpo entero, era expresivo. Daba la impresión de que, incluso ocultándole el rostro tras un velo, se podía adivinar su pensamiento, y de que podía sonreír con las piernas y hablar con el torso. Sólo las mujeres que no están inmovilizadas junto al fuego por los largos inviernos nórdicos tienen esta gracia y esta libertad. Su cabello era castaño oscuro, pero a distancia, brillaba como si fuera negro, cubriendo su nuca con su espesa caracola. Sus mejillas, de un contorno sumamente suave, parecían empolvadas con esa delicada flor que perfuma la piel de los criollos. El delgado borde de sus párpados era, por naturaleza, oscuro.
André, empujado por el gentío hasta el estribo de su coche, la contempló pausadamente. Sonrió, emocionado, y supo, por los rápidos latidos de su corazón, que esta mujer desempeñaría un importante papel en su vida.
Sin perder tiempo, ya que la marea de coches parados durante un instante podía ponerse de nuevo en marcha, retrocedió como pudo. Sacó del bolsillo el último huevo que le quedaba, y escribió en la cáscara, con lápiz, las seis letras de la palabra Quiero, escogió un instante en que los ojos de la desconocida se fijaron en los suyos, y se lo lanzó suavemente, hacia arriba, como una rosa.
La joven lo recibió en la mano.
Quiero es un sorprendente verbo que quiere decirlo todo. Significa querer, desear, amar, y también quiere decir demandar y adorar. Según el tono que se le dé, unas veces expresa la pasión más apremiante, o el capricho más ligero. Puede ser una orden o un ruego, una declaración o una concesión. A veces, no es más que ironía.
La mirada con la que André lo acompañó significaba simplemente "Querría amarla".
Como si supiera que la cáscara era portadora de un mensaje, la joven la guardó en un pequeño bolso de piel colgado en la parte delantera del carruaje. Probablemente se habría dado la vuelta, pero el desfile la condujo a la fuerza hacia la derecha, y como iban llegando más coches, André la perdió de vista antes de haber podido atravesar la multitud para seguirla.
Se apartó de la acera, se liberó como pudo y corrió hacia la calle paralela, menos concurrida… pero la muchedumbre que cubría la avenida no le dejó moverse lo bastante rápido, y cuando consiguió subirse a un banco desde donde podía dominar la batalla, la cabecita que buscaba había desaparecido.
Entristecido, regresó lentamente, deambulando por las calles; para él, el carnaval entero se ensombreció de repente.
Se reprochaba a sí mismo la lamentable fatalidad que acababa de truncar su aventura. Quizá, si hubiera sido más decidido, habría encontrado un camino entre las ruedas y la primera fila de la multitud… Y ahora, ¿dónde podría encontrar a esa mujer? Ni siquiera estaba seguro de que viviera en Sevilla. Y si por desgracia no era así, ¿dónde iba a buscarla? ¿En Córdoba, en Jerez o en Málaga? Era imposible.
Y poco a poco, influido por una lamentable ilusión, su imagen fue adquiriendo cada vez más encanto. Algunos detalles de sus rasgos sólo habrían merecido su atención por curiosidad, pero en su memoria se convirtieron en el centro de su desconsolada ternura. Se había fijado en que, en lugar de llevar sueltos y lisos los mechones de pelo sobre las sienes, se los ahuecaba con las tenacillas en forma de caracoles. No era una moda muy original, puesto que muchas sevillanas la practicaban; pero sin duda, sus cabellos no se prestaban tan a la perfección a la redondez de este bucle, ya que André no recordaba en absoluto haber visto ninguno comparable.
Además, las comisuras de sus labios tenían una enorme movilidad. A cada instante, cambiaban de forma y de expresión, a veces invisibles, otras escondidas, redondas o delgadas, oscuras o pálidas, animadas por una llama variable. ¡Oh! Se podría criticar lo demás, defender que la nariz no tenía un perfil griego, o que el mentón no era romano; pero no enrojecer de placer ante esos dos rinconcitos de su boca habría sido inconcebible.
Así discurría su pensamiento cuando al grito de "¡Cuidao!", de una voz ruda, tuvo que apartarse hacia una puerta abierta: un carruaje pasaba al trote corto por la calle estrecha.
Y, en la calesa, iba una joven que, al verlo, le lanzó suavemente, como si fuera una rosa, el huevo que llevaba en la mano.
Afortunadamente, el huevo cayó rodando y no se rompió, porque André, totalmente sorprendido por este nuevo encuentro, no había intentado cazarlo al vuelo. El coche había dado ya la vuelta a la esquina cuando se agachó a recoger el envío.
Seguía leyéndose la palabra Quiero sobre la cáscara redonda y lisa, y no habían escrito nada más, pero la última letra terminaba con una rubrica muy decidida, que parecía grabada con la punta de un broche, como si quisiera responder con la misma palabra.