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La esperanza crece de las cenizas Continúa la emocionante saga de aventuras y fantasía La niña de fuego Doce ya ha alcanzado la categoría de Cazadora, con un nuevo nombre digno de sus poderes incendiarios: Fénix. Aunque con los nuevos poderes, aparecen nuevas responsabilidades. Cuando llega una petición de ayuda del clan de las brujas, queda claro que el fuego recién descubierto de Fénix es su única esperanza. Fénix y sus amigos deben viajar a la Tierra del Hielo, donde residen las brujas, para luchar contra una oscuridad misteriosa que aumenta día a día. Pero en lo más recóndito de este territorio se encuentra un enemigo que podría arrasar todo…, a menos que Fénix reúna la fuerza suficiente para impedírselo. Sobre el primer libro Doce y el bosque de hielo : «Ambientada en un mundo prehistórico imaginario, este excelente debut en la literatura fantástica combina a la perfección escenas de alto riesgo y monstruos espeluznantes con amistad, humor y una heroína inolvidable». The Bookseller «Épica, arrolladora y apasionada, esta trilogía es verdaderamente especial». Hannah Gold, autora de El último oso «Fresca, ágil y muy entretenida, recomendada para los jóvenes lectores que se estén empezando a aficionar a la fantasía». @lidia.escritora «Sin duda, es una de mis mejores lecturas en lo que va de año y mi reconciliación con la fantasía». @losmundosdebella «Una narrativa muy cuidada nos va envolviendo en un aura de misterio. Las ilustraciones como grabados, en su justa medida, potencian aún más nuestra imaginación. Con protagonista femenina, de una fortaleza y valentía (aunque ella no las perciba así) dignas de alabanza». @123eraseunavez «Os recomiendo mucho este libro, lleno de giros inesperados en una obra que calificaría como magistral e inquietante». @profe_actividadsensorial «Me ha sorprendido muchísimo, me ha hecho reflexionar sobre muchísimas cosas y me ha encantado de principio a fin». @saragbooks «Te da todos los detalles necesarios para que puedas imaginarte cada escena en tu cabeza poniéndole un poco de imaginación. A parte de traer ilustraciones, que por cierto son preciosas, que eso nos ayudará todavía más». @booksbymaria_
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Índice
Portada
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Agradecimientos
Título original: Fireborn. Phoenix and the Frost Palace
Publicado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B – Planta 18
28036 Madrid
harpercollinsiberica.com
Primera edición: mayo de 2023
© del texto: Aisling Fowler, 2023
© de las ilustraciones de cubierta e interiores: Sophie Medvedeva, 2023
© del mapa: Virginia Allyn, 2023
© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2023
© HarperCollins Children’s Books, editorial de HarperCollinsPublishers Ltd.
HarperCollins Publishers 1 London Bridge Street London SE1 9GF
© HarperCollins Ibérica, S. A., 2023
Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica
Maquetación: Vicente Gómez
ISBN: 978-84-18774-72-0
Depósito legal: M-7629-2023
Impreso en España por: Black Print
Composición digital: www.acatia.es
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
A mi maravillosa agente Claire,
cuya fe y apoyo
han hecho posible esta serie.
A Fénix le dolían las piernas al subir sin parar los toscos y empinados escalones excavados en la ladera del barranco. A pesar del esfuerzo, se sentía optimista. Por primera vez en varios días, las nubes habían descendido por debajo del nivel de La Cornisa, lo que dejaba ver un cielo azul intenso sobre la aldea del Clan de las Montañas donde los Cazadores habían montado su base. Por fin, había dejado de llover y hacía el tiempo perfecto para salir de caza.
—¡No vamos a ser capaces de llegar a la cima! —resopló Cinco a su espalda junto a Seis y Siete.
—Ha-hagamos otro descanso —rogó Siete con voz entrecortada.
—Sí —dijo Seis sin aliento, jadeando como su hermana.
Cinco dejó escapar un suspiro de alivio.
—Una idea genial, Siete.
Fénix se volvió y vio que los tres ya se habían detenido tambaleantes. Se apoyaron unos sobre los otros, con el pelo húmedo de sudor pese al frío cortante. Reprimió sus reproches —acababan de descansar y a ese paso no iban a llegar nunca a la cima— y asintió.
—Quizá una parada rápida, entonces —dijo.
La verdad es que sentaba muy bien recuperar el aliento.
Sobre su hombro, su ardilla Chispa agitó la cola alegre, con su pelaje castaño reluciendo a la luz del sol. Tenía los ojillos brillantes clavados en algún lugar muy alto, por encima de sus cabezas, y Fénix inspiró hondo y estiró el cuello para mirarlo también. El acantilado se elevaba vertiginosamente y se perdía en las alturas, y los escalones recorrían la pared de un lado a otro. Su destino estaba en lo más alto, donde una plataforma pintada de rojo sobresalía sobre el precipicio. Era el lugar utilizado por los planeadores del Clan de las Montañas para despegar y aterrizar, y, por lo visto, se había convertido en el hogar de un gusano de los acantilados.
Fénix dejó escapar un leve gemido; daba la impresión de que la cima aún se encontraba a varios kilómetros.
—Tú sí que vives bien —susurró a Chispa—. ¡Ojalá a mí también me llevaran a cuestas!
Chispa gorjeó despreocupado, sin duda muy satisfecho consigo mismo.
Fénix miró hacia abajo y se arrepintió al instante. Las nubes se movían en un nivel más bajo y les impedían ver el suelo. Incluso La Cornisa, el colorido asentamiento del Clan de las Montañas, estaba bien oculto. Le dio un vuelco el corazón y apartó la vista rápidamente para concentrarse en aquel punto rojo.
—Ya se ve mucho más cerca —dijo a los demás.
Cinco resopló.
—¡Qué mentirosa eres, Doce! —Tenía la cara sofocada medio tapada por el pelo oscuro.
—Ahora soy Fénix —le recordó con una sonrisa—. ¡Y ya tenemos que estar más cerca! ¡Vamos!
Con un suspiro, sus tres amigos formaron una fila tras ella y reanudaron el ascenso pegados a la ladera. El Clan de las Montañas no creía en las cuerdas de seguridad y el inmenso precipicio los angustiaba y aumentaba su nerviosismo.
—¿Se os ha ocurrido algún otro nombre de Cazador? —preguntó Siete, volviéndose a mirar a Cinco y Seis.
Cinco se animó de inmediato.
—Qué curioso que me lo preguntes. Precisamente he hecho una selección. —Hizo una pausa y dirigió una mirada mordaz a Seis—. Sí, otra selección.
—Yo también —repuso su amigo con una sonrisa—. Creo que Papagayo te vendría de perlas.
Fénix se echó a reír.
—¿Qué? ¿Esos pájaros coloridos y escandalosos?
Seis hizo un gesto afirmativo, incapaz de ocultar su regocijo ante el enfado de Cinco.
—¿O q-q-quizá Pavo Real? —sugirió Siete en tono inocente.
—Sois un par de impresentables —protestó Cinco con aire digno—. No, estaba pensando en algo más parecido a… —Hizo una pausa para conseguir un efecto dramático—. Halcón de la noche.
Fénix y Siete intercambiaron una mirada y ambas apartaron la vista rápidamente, intentaban no reírse.
Seis negó con la cabeza haciendo verdaderos esfuerzos para ocultar el temblor indiscreto de las comisuras de los labios.
—Terrible —dijo.
—¿En serio? —Cinco se encogió de hombros al ver a sus tres amigos asentir con energía—. Vale, entonces, ¿qué os parece Esgrimidor de Espadas?
—¡No!
—¿Acechador de Grims?
—¡Ni hablar! —Seis hizo un gesto de hastío—. Y, además, ¿cuándo has acechado tú a un grim?
Fénix no pudo evitar estremecerse al oír mencionar precisamente aquella criatura de la oscuridad. Hacía solo tres meses que una de ellas se había cobrado la vida de Plata, su mentora, en el Fuerte de los Cazadores.
El rostro de Siete también mostró una sombra de tristeza y Fénix se preguntó si estaría pensando en el secuestro que había sufrido el mismo día. O en la batalla que se libró a continuación, durante la cual Fénix había destruido el Fuerte de los Cazadores accidentalmente con su recién descubierto poder elemental.
Desterró el pensamiento de su mente y se obligó a centrarse en la conversación.
—Creo que te toca a ti, Seis —dijo con una sonrisa forzada—. Por mucho que lo piense, Cabra es lo que se me viene a la mente una y otra vez.
—¿Qué? —El horror de Seis resultaba cómico.
—Siempre estás seguro del terreno que pisas. —Fénix se esforzó por mantener una expresión seria.
—¡Eso es cierto! —exclamó Siete sonriente—. ¡Siempre lo ha estado!
Cinco asintió con gesto serio.
—Muy bueno, Fénix. Cabra es, sin duda, un buen candidato.
—Utilízalo tú, si tanto te gusta —le espetó Seis con un bufido.
Los cuatro amigos continuaron el ascenso mientras debatían, hasta que, una hora más tarde y de forma totalmente inesperada, los escalones se allanaron y de pronto se encontraron en la cima. El aire era ligero; la vista, tan hermosa que los hizo enmudecer. Allá abajo, un océano blanquecino de nubes se extendía hasta el horizonte y de sus profundidades sinuosas surgía una montaña tras otra, con las cumbres cubiertas de nieve resplandeciente.
—Gracias a la escarcha —gruñó Cinco, que se hundía hasta las caderas.
—Bien —dijo Seis, que de pronto parecía muy resuelto—. ¿Repasamos lo que sabemos de los gusanos de los acantilados?
Tendió la mano a Cinco y lo ayudó a salir de la nieve.
—El Anciano Escarcha dijo que hace tres días estuvo a punto de atrapar a uno de los planeadores —empezó Fénix.
Los planeadores eran las personas más respetadas del Clan de las Montañas, solo por detrás del jefe. Utilizaban alas fabricadas por ellos mismos para planear sobre las corrientes térmicas, a menudo advirtiendo a su clan de los peligros que los acechaban mucho antes de que se presentaran.
—Cree que probablemente siga acechando en el borde de la plataforma —dijo Cinco con una mueca—. Pero espero que se haya hartado de tanta lluvia y se haya ido.
—¡Cinco! —exclamó Seis—. ¡Esa no es una actitud propia de un Cazador, y menos en nuestra primera cacería de verdad!
—Hasta yo es-p-p-pero que siga ahí —dijo Siete radiante.
—Tú no tendrás que enfrentarte a él —murmuró Cinco.
—P-P-Pero aprenderé mucho. —Siete esbozó una dulce sonrisa—. De tus errores.
—¡Eh!
—No habrá errores —dijo Fénix con voz firme mientras guiaba al pequeño grupo hacia los tablones rojos que se proyectaban sobre el espeluznante precipicio.
A pocos metros de la plataforma se alzaba un edificio en forma de A: la caseta de alas. El tejado estaba tallado con la forma de un par de alas cuando bajan en picado; su color blanco deslumbrante resultaba cegador al recortarse contra el cielo azul. Los escalones de la puerta conducían directamente a la plataforma de salto. A Fénix se le puso la piel de gallina con solo mirar los tablones rojos. Pensar en subirse a ellos, caminar hasta el borde, ajustarse unos trozos de madera cubiertos de plumas para después saltar y confiar en que todo saliera bien… Desterró la idea de su mente y ahuyentó el repentino acceso de miedo.
—No habrá errores —murmuró de nuevo para tranquilizarse.
Chispa corroboró sus palabras con un gorjeo y un alegre movimiento de la cola.
—Según el Bestiario mágico, los gusanos de los acantilados solo son peligrosos para el Clan de las Montañas, ¿no? —preguntó Seis.
Fénix hizo un gesto afirmativo.
Cinco suspiró.
—Venga, anda. Todos sabemos que lo tienes memorizado.
Fénix sonrió y hojeó mentalmente las páginas del Bestiario mágico hasta llegar a la entrada que les interesaba.
—«Los gusanos de los acantilados son una desagradable plaga de las montañas» —recitó—. «Acechan en lo alto de los barrancos escarpados y adoptan la forma del entorno que los rodea. Aplastándose contra el suelo y expandiéndose hasta rebasar el verdadero borde de un despeñadero, logran que parezca que el precipicio empieza cinco metros más adelante. El desventurado que pise uno de ellos hallará la muerte al caer al abismo, tras lo cual el gusano descenderá a devorar los restos de su víctima».
—¡Qué asco! —murmuró Cinco.
Fénix no le hizo caso.
—«Si son atacadas, estas desagradables criaturas recobran su verdadera forma, con múltiples patas. Sus poderosas mandíbulas son capaces de triturar huesos y su cola en forma de látigo está cubierta de púas venenosas. Evitad la cola por encima de todo: su veneno es paralizante».
—¿Y las estadísticas? —preguntó Seis mientras preparaba su carcaj.
Fénix sonrió.
—«Agresividad: Cuatro sobre diez. Peligrosidad: Seis sobre diez. Dificultad para neutralizarlos: Cuatro sobre diez».
—Bah —bufó Cinco—. ¿Dificultad de cuatro sobre diez? Nos hemos enfrentado a cosas mucho peores. No tendremos problema. —Miró a Siete de reojo—. ¿Verdad…?
Fénix lo observó con el ceño fruncido. Desde que habían descubierto que Siete era vidente, sus amigos habían vencido a duras penas la tentación de preguntarle qué veía en su futuro. Sabían que la hacía sentir muy incómoda.
Siete negó con la cabeza despacio.
—No he visto nada, Cinco. Lo s-s-siento.
Su amigo se encogió de hombros con fingida indiferencia.
—Vamos, pues —dijo al tiempo que desenvainaba la espada—. Ha llegado el momento de dar a Siete una lección impecable sobre cómo liquidar un gusano de los acantilados.
Junto a él, Seis tensó el arco y Fénix alcanzó las hachas que llevaba a la espalda.
Miró a Chispa.
—¿Por qué no te quedas con Siete?
La pequeña ardilla le clavó las garras en el hombro con más fuerza y la miró con los ojos entornados. Estaba justo donde quería estar.
—Como quieras —dijo Fénix con un suspiro; después se dirigió a los demás—: Vamos.
—¡Suerte! —exclamó Siete—. Aun-q-q-que no porque os vaya a hacer falta —añadió rápidamente.
Fénix inspiró hondo y subió a la plataforma.
—Ojalá no la hubieran pintado de rojo —susurró Seis.
—Sí, un poco chillón, ¿verdad? —dijo Cinco con una mueca de desagrado.
—Así es más fácil que los planeadores la vean desde el aire —murmuró Fénix.
La madera de color rojo sangre, lisa y plana como una losa, se extendía ante ellos hacia un infinito océano azul.
A Fénix le dio un vuelco el corazón cuando la madera crujió bajo sus pies. Se concentró en sus hachas y en la seguridad que le daba sentir ese peso en las manos.
Junto a ella, Cinco emitió un silbido suave.
—No es demasiado tranquilizador saber que esos tablones son lo único que nos separa del suelo —comentó—. ¿A qué altura dijo el jefe Remonte que estaban?
—No pensemos en eso ahora —repuso Seis al otro lado de Fénix mientras daba un paso con gran cuidado.
El borde de la plataforma se encontraba a unos tres metros.
Fénix escudriñó los tablones en busca de cualquier alteración de color o textura. Cinco avanzaba pinchando la madera con la espada casi centímetro a centímetro. Seis hacía lo mismo con una de sus flechas.
—De momento, nada —susurró Cinco presionando otro tablón con la punta de la espada.
No exteriorizaba ni rastro de su habitual humor. Todos los músculos de su rostro estaban tensos y en alerta.
«Algo menos de dos metros y medio hasta el borde».
Fénix avanzaba con cautela; el rojo le ocupaba todo el campo de visión. Sobre su hombro, Chispa estaba tenso e inmóvil, también con la vista clavada en los tablones pintados.
«Dos metros».
Seis hundió su flecha en una veta sin apenas hacer ruido.
«Un metro y tres cuartos».
Fénix intentó evitar volver la vista hacia el precipicio, hacia el azul infinito que los esperaba si cometían un error.
«Metro y medio».
Cinco tenía la frente cubierta de gotitas de sudor.
—Ya debemos de estar muy cerca —susurró mientras se disponía a tantear de nuevo con la espada.
—¡Ahí!
Con una repentina seguridad, Fénix advirtió un ligero cambio en las vetas de la madera, una alteración tan leve que nadie lo apreciaría a menos que estuviera examinándolas concienzudamente. Con un movimiento rápido, sujetó la mano de Cinco antes de que la punta de la espada llegara a tocar la madera.
—¿Aquí? —susurró Seis—. ¡Sí, lo veo!
Los tres retrocedieron a la vez. El borde de la plataforma parecía encontrarse a metro y medio de distancia. En realidad, estaba tan solo a unos tres centímetros. Un paso más y se habrían precipitado hacia una muerte segura.
Los envolvió un silencio absoluto; hasta el viento parecía contener la respiración. Después, Cinco se lanzó hacia delante a la velocidad del rayo. Hundió hasta el fondo la espada en la criatura camuflada a sus pies y, a continuación, se apartó de un salto al mismo tiempo que un furioso chillido rasgaba el silencio.
Codo con codo, Cinco, Seis y Fénix retrocedieron cuando la herida infligida por Cinco dio paso a una metamorfosis espeluznante. Los tablones rojos se ondulaban, se arqueaban y se retorcían mientras mudaban de color y textura. Instantes después, se hizo visible ante ellos una criatura deforme y cubierta de escamas. Les dirigió una mirada siniestra con sus ojos amarillos mientras su silueta baja y llena de patas se tensaba, preparándose para atacar.
—¡Cuidado! —exclamó Cinco cuando la cola en forma de látigo restalló lanzándose hacia ellos.
Fénix se agachó, sentía cómo el aire se movía sobre su cabeza. Chispa, con buen criterio, decidió que había llegado el momento de desaparecer entre las pieles de su ama.
El gusano de los acantilados avanzó abriendo y cerrando las mandíbulas, enseñaba los dientes manchados de moho y despedía un aliento tan fétido que a Cinco le dieron arcadas.
—¡Puaj! —exclamó con voz entrecortada.
Aquella momentánea falta de concentración fue justo lo que necesitaba la criatura. Lanzó de nuevo la cola hacia delante, rápida como un rayo, y habría ensartado a Cinco si no fuera por que Fénix se situó de un salto delante de su compañero y con un hachazo la despojó de varias púas venenosas. Entre gritos, la criatura se retiró rodando sobre sí misma; de su herida manaba sangre color verde oscuro.
El salto de Fénix había sido más largo de lo que pretendía y de repente se encontró sobre el borde de la plataforma; la criatura se interponía entre ella y sus dos amigos.
—¡No des un paso atrás! —gritó Seis pálida.
Fénix apretó los dientes para reprimir una mala contestación y se obligó a concentrarse en la criatura que tenía ante sí. Pero aquella chispa de furia pareció prenderle en el interior y, horrorizada, sintió que se avivaba el calor de su poder.
«No, no, no».
Cogió las hachas con más firmeza e inspiró hondo en un intento por tranquilizarse, pero era demasiado tarde. Unos filones de calor que se retorcían y expandían recorrieron sus entrañas. Notó cómo empezaba a encendérsele un fuego con cada latido del corazón, pidiendo a gritos que lo liberara.
No podía haber sido más inoportuno.
La criatura miraba a los tres Cazadores alternativamente, valoraba cuál sería el blanco más fácil.
Fénix intentó mantener una respiración profunda y regular que la ayudara a neutralizar el fuego. Por lo general, cuando aquello ocurría, cerraba los ojos y se sentaba en un sitio tranquilo durante unos minutos. Sin embargo, ahora no tenía esa posibilidad y el fuego parecía saberlo. Cobraba cada vez más intensidad, hasta que Fénix comenzó a notar un ardor desagradable en las manos y la frente se le perló de sudor.
—Vamos, gusanito —masculló Cinco entre dientes, que retrocedía junto a Seis para intentar alejar a la criatura de Fénix y dejarle un poco de espacio—. Somos nosotros quienes te gustamos.
Durante unos instantes, dio la impresión de que el ardid podría funcionar. La criatura avanzó un paso hacia los dos chicos, pero de pronto se volvió de nuevo hacia Fénix; sus innumerables patas se movieron con rapidez al mismo tiempo que lanzaba hacia delante y casi a ras del suelo la cola mutilada, intentando apresarle los tobillos.
Fénix tardó en reaccionar; debía dividir su atención entre la criatura y el fuego que amenazaba con estallar. Con un violento hachazo, a duras penas logró amputar lo que le quedaba de cola. Repelió de una patada a la escurridiza criatura cuando se lanzó sobre ella, aunque no lo hizo desde el ángulo correcto y el gusano se estrelló contra sus rodillas.
—¡NO!
El grito de Seis sonó muy lejano.
Casi a cámara lenta, Fénix sintió que perdía el equilibrio y comenzaba a caer de espaldas agitando los brazos. Solo acertó a ver el cielo cuando se tambaleó junto a la criatura hacia el borde de la plataforma.
—¡FÉNIX! —gritó Seis.
Con todas sus fuerzas, Fénix giró en el aire y dejó caer el hacha, que atravesó el muñón de la cola del monstruo para clavarse en la madera justo en el borde de la plataforma. A punto de caerse, movió los pies desesperada en busca de un punto de apoyo con el cuerpo asomado a aquel abismo, que parecía infinito, donde se arremolinaban las nubes.
El fuego de su interior se aplacó, ahogado por una oleada de terror gélido que la recorrió de arriba abajo. Solo el hacha le sirvió de anclaje. El corazón le latía como loco, el sudor le irritaba los ojos y se aferró a la empuñadura con todas sus fuerzas. A su lado, el gusano se revolvió furioso y un ruido aterrador de algo que se estaba astillando reveló a Fénix que el hacha estaba empezando a abrir la madera de la tabla que la sujetaba.
En su mente no había nada más que un pánico blanco y cegador. Con el rabillo del ojo, vio el destello de los dientes de la criatura cuando se retorció para intentar morderla. Por puro instinto, le asestó un golpe con el hacha que tenía en la otra mano. El gusano lanzó otro chillido y se retorció aún más; intentaba desesperadamente liberarse de la hoja que lo había dejado clavado en la madera. Fénix notó que los tablones cedían un poco más bajo el peso de ambos. Con un grito, hizo fuerza para elevarse; todos los músculos del cuerpo se le resintieron al luchar contra la fuerza letal de la gravedad. Algo la agarró de la otra mano y tiró hacia arriba con energía. Después quedó tendida bocabajo sobre los tablones rojos calentados por el sol mientras en sus oídos resonaba el ruido de Cinco y Seis terminando con la criatura.
Tomó aire, lenta y profundamente, e intentó calmar los latidos atronadores de su corazón y el temblor de sus manos.
—Fénix, ¿es-t-t-tás bien?
Unas manos la incorporaron y Fénix vio ante ella el rostro asustado de Siete y su pelo rojo agitado por una brisa repentina.
—Creo que sí —mintió.
No se podía creer lo que acababa de ocurrir. Su poder se había manifestado en el peor momento que podía elegir, la había distraído y casi le había costado la vida.
La sensación de alivio hizo que Siete riera de lo más complacida.
—Cinco tiró de ti j-j-justo a tiempo. Si no lo hubiera hecho…
No hizo falta terminar la frase.
—Por toda la escarcha… —susurró Cinco casi sin aliento; el campo de visión de Fénix quedó invadido por las rodillas de su amigo cuando se dejó caer sobre los tablones—. Por los pelos.
Seis se desplomó junto a ellos.
—Por un instante creí que te habías caído, Fénix. Yo… —Le temblaba la voz.
—Yo también —reconoció ella; su voz delataba agitación.
Se incorporó. Chispa asomó la cabeza entre las pieles de oso con los ojos muy abiertos.
—Oh, Chispa —susurró Fénix con un suspiro, también le rascaba la cabeza—. Ojalá te hubieras quedado con Siete.
La mirada de la ardilla parecía darle la razón.
—Obviamente, el Bestiario mágico está equivocado. —Cinco frunció el ceño y limpió la sangre de su espada—. ¡La dificultad para neutralizarlo es mucho más alta que cuatro sobre diez!
—A mí también me ha extrañado —dijo Seis con gesto de preocupación. Dirigió a Fénix una mirada furtiva—. ¿Seguro que te acordabas bien de las estadísticas?
—¿Así me agradecéis que me haya aprendido de memoria un libro entero? —les espetó Fénix.
—Sí —repuso Cinco con un gesto desdeñoso—. Y en cuanto bajemos a La Cornisa, voy a leer esa entrada yo mismo.
—¿Por qué esperar? —refunfuñó Fénix. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su macuto, que descansaba cerca de la caseta de alas—. Está ahí.
Seis y Siete la miraron asombrados.
—Lo trajiste, pero… ¿no lo comprobaste? —preguntó Seis.
—¡Ya os lo he dicho, me lo sé de memoria! —exclamó Fénix mientras Cinco sacaba el pesado libro del macuto.
Lo dejó caer sobre los tablones con un ruido sordo; después, se sentó junto a sus amigos y empezó a pasar páginas hasta llegar a la entrada sobre los gusanos de los acantilados, haciendo caso omiso de la mirada furibunda de Fénix.
—«Agresividad: cuatro sobre diez» —leyó—. «Peligrosidad: seis sobre diez. Dificultad para neutralizarlos…». —Cinco abrió los ojos como platos—. «¡SEIS sobre diez!».
—¿Eh? —Seis se inclinó sobre el hombro de su amigo para ver la página.
—¡Y tú dijiste que era de CUATRO sobre diez! —bramó Cinco.
—¡Ni de broma! —exclamó Fénix. Le arrebató el libro y leyó detenidamente la entrada—. Ni de broma recordaría mal algo tan impor… —Se interrumpió al encontrar la línea que le interesaba—. Oh.
Chispa se quedó mirándola con expresión recriminatoria.
Fénix hizo una mueca y cerró el libro rápidamente.
—Ya, bueno. No ha pasado nada grave.
Intentó usar un tono despreocupado, pero su voz sonó tensa, incluso a sus propios oídos.
—¿Que no ha pasado…? —Cinco la miró expectante—. Pero ¿tú has visto lo que acaba de ocurrir? Si no hubiera estado allí para salvarte…
—¡¡BOBOS PATOSOS!!
El rugido furibundo los hizo ponerse en pie de un salto cuando el Anciano Escarcha avanzó hacia ellos dando fuertes pisotones con la mirada sombría y furiosa.
—¿Podríais haber hecho que ese gusano pequeñito pareciera un poco más feroz?
A medio camino entre la plataforma y La Cornisa, a Fénix y sus amigos les había quedado muy claro lo lamentable que el Anciano Escarcha consideraba su trabajo. No había dejado sin criticar ningún detalle de su actuación; todo, desde la estrategia seguida hasta la manera de empuñar las armas, había sido juzgado y declarado deficiente.
—Jamás había visto una ejecución tan patética —concluyó Escarcha entre dientes.
Fénix caminaba justo detrás de él y le dolía la lengua de tanto mordérsela para no replicar. Hasta entonces, su destreza con las hachas siempre había sido calificada como poco de soberbia, y no le estaban gustando nada aquellas críticas. Por si fuera poco, Cinco seguía rezongando: «Cuatro sobre diez, cuatro sobre diez», y ya habían descendido hasta llegar a la capa de nubes que parecía existir siempre sobre La Cornisa. Una llovizna fina y persistente los estaba calando hasta los huesos. Con el agua colándosele por el cuello, Fénix se sintió muy abatida. Echaba de menos la escarcha limpia y fría de las montañas más altas, donde estaba el Fuerte de los Cazadores. O, mejor dicho, donde había estado… antes de que lo destruyera involuntariamente.
Abajo, los coloridos tejados del pueblo aparecían y desaparecían a través de la neblina. Los habitantes de La Cornisa vivían en vertical. Construidos sin orden ni concierto, los edificios de piedra se sustentaban precariamente sobre unos soportes que sobresalían del acantilado. Si había suerte, se podía circular entre ellos gracias a unos escalones cortados en la roca. Si no, había que recurrir a escaleras de travesaños y unas pasarelas de cuerda espeluznantes.
Mientras el grupo descendía hasta el nivel de los edificios más altos, los anchos escalones sobre los que se encontraban se bifurcaron en una multitud de escaleras más pequeñas y angostas que se extendían sobre la ladera como una telaraña para dar acceso a todas las zonas del pueblo. Escarcha se separó de ellos con una última mirada fulminante y se dirigió al edificio que le habían cedido. Tenía una expresión tan intimidante como un trueno y Fénix tuvo el repentino presentimiento de que el gusano no era la única causa de su mal humor.
Claramente, Siete pensaba lo mismo que ella.
—¿Alguna n-n-noticia de los Cazadores que fueron enviados a los distintos clanes? —preguntó Siete al Anciano cuando ya se alejaba.
Escarcha se volvió para mirarla con el ceño fruncido.
—Ninguna que nos sirva —respondió apretando los puños—. Ninguno ha encontrado ni rastro de esa miserable escurridiza, Victoria, ni de ese duende hechicero… —Frunció aún más el ceño, como en un intento por recordar.
—Morgren. —Fénix hizo una mueca.
La última vez que lo había visto, su fuego elemental lo había lanzado por los aires al otro extremo del campo de entrenamiento del fuerte. No sabía con seguridad si habría sobrevivido. Sus sentimientos sobre Victoria eran aún más sombríos. La antigua maestra de armas del Fuerte de los Cazadores los había traicionado a todos. Había ayudado a los duendes a acceder al fuerte y habría matado a todo el mundo con la mayor alegría si no se lo hubieran impedido los hasta entonces desconocidos poderes de Fénix. Pero la magnitud de la traición de Victoria era aún mayor: dos años antes había dirigido el ataque contra la aldea de Fénix, un ataque que terminó en una carnicería en la cual perdieron la vida todos sus habitantes.
—Eso —asintió el Anciano, ajeno a los pensamientos que se sucedían en la mente de Fénix—. Morgren. Ni una palabra sobre él ni sobre la otra criatura, el Croke. —El entrecejo se le había convertido en un surco profundo.
Fénix no pudo reprimir un escalofrío cuando lo oyó mencionar al Croke: el monstruo sin rostro y envuelto en una capa que le había invadido la mente y los recuerdos tres meses atrás. Aún más que Morgren o Victoria, el Croke la atormentaba en sueños, parecía acechar en cada rincón oscuro.
—Ni una palabra tampoco por parte de las brujas, y ninguno de los clanes tiene ni idea de quién puede ser ese al que llaman «Maestro» —continuó Escarcha, ignorando la incomodidad de Fénix—. ¡Unos malditos inútiles, todos ellos! ¡Un ejército entero de duendes surge de las profundidades de Ascua y desaparece sin más!
El hombre alzó los brazos al cielo, aunque, pese a sus exabruptos, Fénix percibió que estaba preocupado.
—¡Y, además —continuó el Anciano, cada vez más alterado al tratar aquel tema—, los jefes no solo no pueden ayudarnos, sino que encima vienen hacia aquí para exigir que distribuya a mis Cazadores entre todas las tribus de manera equitativa! ¡Ridículo!
—Se supone que el Fuerte de los Cazadores debe ser imparcial —intervino Cinco—. Claramente, no da esa impresión con todos los que estamos aquí, en La Cornisa.
La tez de Escarcha se tornó violácea.
—¿Crees que no lo sé? ¿Qué demonios se supone que debía hacer? ¿Hacer que mis Cazadores vivan en tiendas durante el invierno? El Clan de las Montañas es el más próximo a nosotros…
Cinco hizo un gesto de asombro.
—… geográficamente —concluyó Escarcha con un rugido al ver su cara—. No es en absoluto la situación ideal. —El Anciano resopló, sacudió la cabeza y les dio la espalda para dirigirse al pueblo—. Ahora tengo que reunirme con la jefa Rocío de la Mañana, del Clan de las Ciénagas. Buena arpía está hecha esa también.
Fénix hizo una mueca de dolor.
—Suerte —intentó infundir ánimos.
—¿Suerte? —Escarcha dejó escapar un gruñido—. No me hará falta. Nací para diplomático.
Por fortuna, no oyó el resoplido de risa contenida al alejarse a toda prisa con una cortina de lluvia a su espalda.
—¿Vamos a ver a Perro después de cenar? —propuso Seis.
Fénix sonrió.
—Buena idea —dijo más animada ante la perspectiva de volver a ver al Guardián del Fuerte de los Cazadores.
El único modo de llegar a La Cornisa era siendo izado a bordo de una cesta. Ni la cesta ni los operarios que tiraban de las cuerdas eran lo bastante fuertes para subir a Perro, así que se vio obligado a quedarse al pie del gran acantilado, cuidando de los patascortas, las robustas y peludas monturas de los Cazadores. Sin duda era una circunstancia que no agradaba a nadie, pero la única opción era bajar a verlo, y así lo hacían a diario.
* * *
Más tarde, cuando el sol descendía sobre el horizonte, Seis, Siete y Cinco recorrieron el pueblo detrás de Fénix, por los escalones que serpenteaban sobre, alrededor y por debajo de los edificios. Fénix seguía sin acostumbrarse a levantar la vista y ver la base de una casa suspendida sobre su cabeza, sobre todo, aquellas tan bonitas: los puntales estaban recubiertos de azul índigo, mientras que las constelaciones favoritas de las familias que las habitaban estaban pintadas en oro. El Clan de las Montañas veneraba al cielo sobre todas las cosas. Y donde más patente se hacía era en la decoración de sus edificios.
Más allá de La Cornisa, la ladera seguía bajando; rocas escarpadas y escalones cada vez más estrechos descendían hacia la cesta que los transportaría a la oscuridad del fondo.
—Odio este trocito —murmuró Cinco entre dientes mientras la luz se atenuaba cada vez más—. ¿Sería demasiado pedir que hubiera algo a lo que agarrarse?
El sendero se estrechó hasta reducirse a un escaso metro de anchura; el vacío parecía querer succionarlos desde el otro lado del precipicio.
—Puedes agarrarte a mí si quieres —susurró Seis.
—Oh…, eeeeh…, hum…, gracias —repuso Cinco.
Fénix prácticamente lo oyó sonrojarse.
En el Bosque de Hielo, Cinco se había visto obligado por Martillo de Roble, uno de los malvados Árboles Corazón, a confesar sus verdaderos sentimientos hacia Seis. Los dos chicos siguieron siendo tan buenos amigos como siempre, pero Fénix estaba segura de que había momentos en que Cinco desearía que hubiera algo más entre los dos. Había intentado abordar el asunto un par de veces, pero su compañero la había rechazado con delicadeza.
En lo alto, una mota naranja derramaba su luz sobre la penumbra cada vez más oscura.
—Gracias a la escarcha; están encendiendo las antorchas —dijo Cinco.
Un hombre y una mujer estaban al cargo de la plataforma de la cesta. Bajo las pieles que llevaban se intuían unos hombros impresionantemente anchos.
—¡Bienvenidos al casi-fondo, jóvenes Cazadores! —La mujer sonrió y los dientes le resplandecieron a la luz de las antorchas. Llevaba el cabello trenzado con plumas de águila y adornado con brillantes piedras de cuarzo.
—No hay mucha gente, aparte de la del Clan, a quien le gusten estos escalones cuando empieza a oscurecer. —El hombre se rio entre dientes al observar la palidez de Cinco y la aversión de Fénix al mirar el borde del precipicio.
En el centro de la plataforma había un agujero circular. Lo atravesaban dos cuerdas enganchadas a una polea que desaparecían en la oscuridad que había debajo. De algún lugar colgaba una cesta enorme y los dos habitantes de las montañas hicieron girar una gran rueda para izarla.
—Subid —dijo el hombre instantes después mientras la sujetaba—. Tocad la campana cuando queráis que os volvamos a elevar.
Cinco fue el último en subir y acto seguido la cesta comenzó a moverse a sacudidas: bajaba un par de metros seguidos, después se detenía y retomaba el descenso más despacio. Todos tenían los nudillos blancos y los rostros tensos.
—Esta es la p-p-parte que no me gusta a mí —gimió Siete, cerrando los ojos con fuerza cuando la cesta volvió a bajar a trompicones.
Seis tragó saliva.
—Estoy de acuerdo.
Chispa era el único que parecía contento. Como para dejarlo bien claro, saltó de un hombro a otro de los cuatro amigos antes de regresar junto a Fénix.
—A nadie le gustan los chulitos —murmuró su ama.
El gorjeo que obtuvo como respuesta sonaba más bien a risa de ardilla.
Las luces del pueblo quedaban ahora tan altas que Fénix tuvo la impresión de estar contemplando una población en el cielo. Y, en cierto modo, casi lo era.
Tras varios minutos de infarto, salieron de la cesta muy aliviados para pisar un terreno irregular salpicado de rocas.
Seis sonrió.
—¡Venga, vamos a buscar a ese Guardián!
—¿P-P-Perro? —llamó Siete.
El grupo se encontraba en medio de un círculo de luz junto a la cesta, todos oteaban las sombras que los rodeaban con mirada de esperanza. La luna era apenas un arco minúsculo que se asomaba entre las nubes cada vez menos compactas que se habían elevado sobre La Cornisa debilitando la luz de las estrellas.
La oscuridad oscilaba y describía remolinos ante ellos. Luego, oyeron un crujido de pasos.
Sobre el hombro de Fénix, Chispa saltó entusiasmado al ver una silueta moverse en la penumbra y acercarse poco a poco hasta revelarse como el Guardián. Bajo aquella luz tenue, el pelaje de piedra rojiza se le veía casi negro y parecía más gigantesco que nunca.
—Fénix —dijo Perro con voz ronca y profunda. Le rozó el hombro con el hocico con una dulzura sorprendente antes de volverse hacia los demás—. Seis, Cinco y Siete —saludó en un tono que encerraba una sonrisa—. ¡Me alegro de veros a todos!
Desde el hombro de Fénix, Chispa lanzó un chillido de indignación que hizo reír a Perro.
—Y al pequeño Chispa —añadió—. No me he olvidado de ti.
Aplacado, Chispa rozó el hocico de Perro con el suyo mientras su cola describía un dibujo alegre en el aire.
—Ya me parecía que me iba a topar con vosotros aquí abajo —dijo una voz conocida procedente de la oscuridad.
Instantes después, apareció Escarcha; la gravilla suelta crujía bajo sus pies.
—Escarcha me ha contado vuestra batalla contra el gusano de los acantilados —dijo Perro empezando a menear el rabo—. Parece que salisteis airosos. Por supuesto, no esperaba menos.
—¿Que salimos… airosos? —preguntó Cinco mientras miraba sorprendido al Anciano. Se rehízo inmediatamente y asintió con entusiasmo—. ¡Mejor que airosos! —exclamó—. ¡Tenías que habernos visto, Perro! Estuvimos todos soberbios, sobre todo yo. ¡Le salvé la vida a Fénix! ¿Te lo ha comentado el Anciano Escarcha?
Fénix le dio un fuerte codazo.
—No me salvaste.
—Basta ya —les espetó Escarcha—. Matasteis al gusano y sobrevivisteis a la experiencia. Una ejecución correcta.
—Eso no es… —Cinco dejó la frase sin terminar al ver la mirada furibunda que le lanzó Escarcha.
—¿Ha bajado hasta aquí solo para hablarle a Perro de nosotros? —preguntó Seis.
—Hablaré con el Guardián cuando me dé la gana —replicó el Anciano con brusquedad—. Y sin necesidad de daros explicaciones.
Seis se sonrojó.
—Por supuesto, pero…
Escarcha suspiró y se pasó una mano por la cara; de pronto, parecía muy cansado.
—Sigo esperando la llegada de un águila del equipo del joven Pino. Mandé a su grupo a hablar con el Clan de los Ríos y a vigilar por si había duendes en su territorio. Está tardando mucho en mandar noticias. —El Anciano se sorbió la nariz—. No es propio de él retrasarse tanto.
Cinco vaciló.
—No ha… —Se interrumpió y movió la cabeza—. Da igual.
—Suéltalo, chico —lo apremió Escarcha con impaciencia.
—Las brujas… —Cinco se encogió de hombros—. Aún no hemos tenido noticias suyas. ¿Cree…?
—¡Las brujas! —Escarcha enfureció de pronto. Cinco se estremeció—. Otro maldito grano en el culo. Después de escribirles contándoles lo ocurrido en el Fuerte de los Cazadores y que Fénix y Siete poseían alguna clase de magia, uno esperaría que respondieran al menos con cierto interés —concluyó alzando los brazos.
—O consejos —sugirió Seis.
—O pavor —dijo Fénix—. Por lo que parece, soy una bruja de las peligrosas.
—¡Un presagio de destrucción! —exclamó Cinco animándose de nuevo—. ¡Lo supe desde el día que te conocí!
El puñetazo que Fénix le propinó en el brazo no fue nada suave.
—¡Uno esperaría algún tipo de RESPUESTA, maldita sea!
—Una vidente, una bruja elemental y el retorno de la magia de los duendes —dijo Cinco con un suspiro—. Si eso no es suficiente para hacerlas reaccionar, claramente no habrá nada que lo consiga.
Escarcha asintió de mala gana.
—En eso tengo que darte la razón, Cinco.
En algún lugar muy por encima de sus cabezas se produjo una explosión de fuego. Un instante después oyeron una especie de restallido.
Escarcha levantó la vista para ver de dónde procedían las chispas que empezaban a caer.
—¿Qué demo…?
—Una bengala —dijo Perro en un repentino tono de aviso—. La señal de alarma de La Cornisa. A la cesta. Deprisa. Antes de que la recojan.
Fénix se dio cuenta al instante de que tenía razón. La cesta ya estaba despegándose del suelo. Chispa lanzó un agudo chillido.
En lo alto, estalló otra bengala mientras corrían hacia la cesta. Fénix se quedó petrificada al ver aparecer algo en el cielo sobre La Cornisa; el resplandor proyectó la silueta de una enorme ave sobre las nubes.
—¿Qué en todo Ascua…? —dijo Cinco con voz entrecortada y cara de asombro.
Otro estallido de luz y esta vez Fénix vio la silueta con más claridad. Era un ave: enorme y pálida como una perla en la oscuridad.
Escarcha apretó los puños con fuerza con la mirada clavada en el cielo.
Sobre ellos, la gran ave plegó las alas para descender casi en picado, paralela a la ladera y directamente hacia el grupo.
—Condenadamente increíble —susurró Escarcha.
—¿Qué? —preguntó Cinco con los ojos como platos al tiempo que echaba mano a su espada—. ¿Qué es eso?
Fue Perro quien respondió.
—Es un águila de los hielos —contestó impresionado—. Ha llegado una bruja.
Escarcha parecía haberse quedado petrificado; era la primera vez que Fénix lo veía tan inseguro.
La enorme ave, como un destello sobrenatural a la luz de la luna, rectificó la dirección de caída en el último momento para aterrizar junto a ellos con suavidad. Una mujer se deslizó al suelo desde su lomo y avanzó hacia el grupo con la barbilla levantada. Era alta y llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, con lo que aparentaba aún más altura. Tenía un rostro anguloso, con los pómulos marcados bajo la piel cobriza. De los hombros le caía un largo manto hecho de las mismas plumas blancas como la nieve del ave.
—Saludos, Escarcha —dijo con voz dulce. De cerca, se apreciaban vetas plateadas en el pelo y arrugas en torno a los ojos.
—¿Nara? —Escarcha le escrutó el rostro con el ceño fruncido—. ¿Eres tú? —preguntó con evidente sorpresa.
La mujer sonrió aliviada.
—No estaba segura de que te acordaras de mí.
Cinco dio un leve codazo a Fénix.
—¿Se conocen? —preguntó en un tono casi inaudible.
Fénix se encogió de hombros. Sobre su hombro, Chispa miraba alternativamente a uno y a otra con los ojos muy abiertos sin querer perderse detalle.
—Claro que te recuerdo —repuso Escarcha con voz ronca y recuperando en parte su tono bravucón—. Han pasado más de cuarenta años y puede que me esté haciendo viejo, pero esto todavía funciona perfectamente —añadió y se daba golpecitos en la frente con los ojos entornados.
La mujer asintió complacida y recorrió el grupo con la vista, deteniéndose en Perro con interés.
—Recibimos tu carta —dijo volviéndose hacia Escarcha y con expresión más seria.
El hombre levantó de golpe las pobladas cejas.
—¿Esa que te envié hace tres meses? Y has decidido responder. Cuánta amabilidad.
La bruja se envolvió en su hermoso manto de plumas.
—Tenemos que hablar —dijo en voz baja—. Han pasado muchas cosas. Hay un motivo para el silencio de la Tierra del Hielo.
—¿Silencio? —exclamó Escarcha con un bufido—. Más bien total desap…
Se interrumpió de repente.
—Ahora estoy aquí para explicártelo —dijo Nara serena y digna—. Y para hablar del contenido de tu carta. ¿Dices que entre las filas de tus Cazadores hay una bruja elemental de fuego?
Fénix se puso tensa.
Sobre ellos, las antorchas cobraban vida en La Cornisa mientras en los estrechos senderos resonaban las pisadas de pasos apresurados. La mujer que manejaba la manivela de la cesta preguntó algo a gritos a Escarcha y este respondió con un rugido que todo iba bien.
—Quizá lo mejor sea quedarnos donde estamos —le dijo después a Nara—. Tendremos algo más de privacidad. —Vaciló unos instantes, luego pareció tomar una decisión—. Esta es Fénix. —La señaló con un movimiento de cabeza—. Y sí, yo diría que es una bruja elemental de fuego, sin duda, aunque lo mantengamos en secreto por razones obvias.
—Por supuesto —dijo la mujer en tono suave—. Las viejas supersticiones siguen muy presentes entre ellos.
Miró a Fénix con tal intensidad que Chispa volvió a escabullirse bajo las pieles. La muchacha se percató de que, a ambos lados, sus amigos se acercaban como queriendo protegerla.
—Si vamos a hablar de Fénix, será mejor que os quedéis —dijo Escarcha con un gruñido al tiempo que guiaba al grupo hacia un círculo de rocas donde tomar asiento.
—Sí, sería conveniente —corroboró Nara al tiempo que lo seguía.
Fénix intercambió una mirada con Seis. La bruja parecía nerviosa. Escarcha también lo había notado.
Nara inspiró hondo y por fin apartó la mirada de Fénix para dedicar a todo el grupo una débil sonrisa.
—Escribiste pidiendo ayuda —empezó—. Pero he venido a pedírtela yo a ti.
Escarcha habría esperado cualquier cosa menos eso. Fénix casi podía ver las preguntas y protestas que pugnaban por salir de los labios del Anciano. En cambio, el hombre se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza.
—Continúa.
—Morgren —dijo Nara—. El duende sobre el que nos escribiste.
Un silencio absoluto se apoderó de los presentes y Perro dejó escapar un gruñido. Cinco y Fénix se miraron; el chico mostraba una evidente perplejidad.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Escarcha apretando los puños.
—Ha visitado la Tierra del Hielo —respondió Nara.
Fénix se rodeó el cuerpo con los brazos, empezó a temblar de pies a cabeza. Así que Morgren había sobrevivido a la batalla del Fuerte de los Cazadores. Chispa salió de entre las pieles emitiendo un sonido grave que parecía brotarle del fondo de la garganta y se apretó contra su cuello en ademán protector.
—¡Grimlets apestosos! —Escarcha se puso en pie de un salto—. ¿Sigue allí? ¿Ha llevado su ejército?
Nara hizo un gesto negativo, aparentemente impávida ante el arrebato del Anciano.
—Hace tres semanas, apareció de la nada sobre el hielo delante del palacio de escarcha. Una especie de portal mágico, imagino. Solo permaneció unos minutos antes de desaparecer, pero a menos que haya más de un duende hechicero, era él, desde luego. —Inspiró hondo—. Hizo…, hizo algo. Y, como consecuencia, la Tierra del Hielo corre un grave peligro. —Puso una mueca de dolor—. Todo Ascua podría estar en peligro.
—¿A qué se refiere con «hizo algo»? —preguntó Cinco con el ceño fruncido.
—¿Ascua está en peligro? —preguntó el Guardián al mismo tiempo.
Nara asintió inmediatamente.
—Para que lo entendáis, debo explicaros lo que ocurrió hace cuarenta años. —Intercambió una mirada con Escarcha—. Por qué desaparecimos.
A pesar de su estupor, Fénix estaba intrigada. Era difícil no estarlo. Las brujas eran una historia casi olvidada en Ascua. A veces, hasta se preguntaba si existirían de verdad. Pero ahora había una sentada delante de sus ojos, con su manto blanco de plumas de águila de los hielos resplandeciendo a la luz de la luna, tan real como Chispa, que seguía sobre su hombro. Miró a sus amigos y vio la misma mezcla de asombro e incredulidad en sus rostros.
—Continúa —dijo Escarcha.
De nuevo, Nara inspiró hondo con una expresión afligida.
—Ya sabéis que la Tierra del Hielo despojó a los duendes de su magia cuando terminó la Guerra Oscura. —Nara elegía las palabras con cuidado—. Que la mantuvimos, en secreto y en un lugar seguro, durante cientos de años. —Escarcha asintió—. Bien, hace cuarenta años, una de nuestras brujas pidió permiso a la Bruja Decana para estudiarla, para intentar… trabajar con ella.
—¿Por qué de repente todo esto me da mala espina? —rezongó Escarcha.
—Nunca sabremos qué ocurrió exactamente… —continuó Nara como si el Anciano no hubiera hablado—. Estaba estudiando la magia de los portales de los duendes. Pero, cuando intentó hacer su primer conjuro, la Veta Oscura apareció en la Tierra del Hielo.
—¿La Veta Oscura? —preguntó Cinco—. ¿Qué es eso?
Nara dejó escapar una risa sombría.
—Lo cierto es que, incluso después de tantos años, no puedo responder a esa pregunta. Es una especie de sustancia oscura. Causó una enfermedad mágica que no se parecía a nada de lo que hubiéramos visto antes; la llamamos mal de la veta. Ninguno de nuestros hechizos curativos funcionó. Éramos casi mil brujas. En cuestión de semanas, solo quedamos cincuenta de las más jóvenes. Yo era una de las mayores entre las supervivientes.
Se produjo un largo silencio antes de que Escarcha hablara. Fénix nunca lo había visto tan impresionado.
—¿La mayor de las que sobrevivisteis? Pero apenas tendrías…, ¿cuántos años? ¿Dieciséis?
El silencio se tornó más profundo y siniestro a medida que fueron captando el significado de las palabras de Nara. Sobre el hombro de Fénix, Chispa se estremeció y se encogió.
—Por toda la escarcha… —El susurro del Anciano se desvaneció en el aire.
Los cuatro amigos se miraron entre ellos con los ojos como platos.
Escarcha se golpeó la rodilla con el puño.
—¿Por qué no nos lo dijisteis? ¡Haber pedido auxilio! Os habríamos ayudado. ¡Los hechiceros os habrían ayudado!
—Vivimos aterrorizadas ante la posibilidad de que propagáramos la enfermedad por los Páramos de Hielo y la introdujéramos en Ascua —explicó Nara—. Antes de morir, nuestra Bruja Decana prohibió todo contacto con el mundo exterior hasta que lográramos destruir la Veta Oscura y supiéramos cómo tratar la enfermedad. Temía que incluso enviar una carta pudiera provocar una catástrofe.
Fénix notó mucho más cargado el aire que la rodeaba; el horror de las palabras de Nara era casi como un peso físico.
—Terminó por desaparecer —continuó la bruja en voz baja—. Pero ya se había cobrado demasiadas vidas. No había nadie para instruir a los Implumes y buena parte de nuestro conocimiento se perdió. —Dejó escapar un suspiro entrecortado—. Hemos pasado los últimos cuarenta años estudiando de nuevo nuestra propia magia, intentando recuperarla. Pero nunca encontramos la manera de destruir la Veta Oscura. Por eso no habéis tenido noticias nuestras.
—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con Morgren? —preguntó Cinco, con lo que se ganó una mirada de Seis que expresaba que se estaba muriendo de vergüenza—. ¿Qué? —murmuró—. Nos dijo que tenía relación.
Nara rio nerviosa.
—Y la tiene —dijo—. Durante cuarenta años, hemos mantenido la Veta Oscura encerrada en un óculo.
Seis se quedó desconcertado.
—¿En un qué?
—Una especie de trampa mágica —explicó la bruja.
A su espalda, la gran águila blanca chasqueó el pico con suavidad e inclinó la cabeza hasta apoyarla en el hombro de la mujer. La bruja acarició las plumas bajo los penetrantes ojos ambarinos como si el ave le infundiera fuerza.
—Desde la visita de Morgren, la Veta Oscura ha crecido. —Cuando la mirada de Nara se cruzó con la de Fénix, esta percibió un terror incontenible en los ojos de la mujer—. No había crecido en cuarenta años.
—¿Os preocupa que vuelva a propagarse la enfermedad? —preguntó el Anciano.
La risa de Nara rayó la histeria.
—Por supuesto. Pero nos preocupa todavía más que destruya el palacio entero.
Fénix la miraba sin pestañear.
—Ya hemos renovado el hechizo del óculo cuatro veces —dijo Nara con voz entrecortada—, algo inaudito. La Veta Oscura es cada vez más difícil de controlar. Y está… —La mujer sacudió la cabeza—. De alguna manera, está succionando la magia de la Tierra del Hielo, aunque esté dentro de la trampa. El propósito de un óculo es precisamente… —Hizo una pausa al ver las expresiones de desconcierto y se encogió de hombros con aire cansado—. No debería estar pasando. Si sigue así, a la Tierra del Hielo no le queda mucho tiempo de vida. Es la magia lo que mantiene en pie la estructura del palacio de escarcha. Sin ella…
—¿Qué? —preguntó Cinco impaciente—. ¿Se vendría abajo?
Escarcha miraba a Nara fijamente.
—No querrás decir lo que creo que quieres decir, ¿no?
La bruja asintió.
—Ya has estado en la Tierra del Hielo en una ocasión, Escarcha. Ya sabes cómo es. Si su magia falla, no solo sufriremos las brujas. Todo Ascua estará en peligro.
Fénix y Siete se miraron. La niña estaba tan desconcertada como ella.
Escarcha movió la cabeza con lentitud.
—¿Y qué crees que podrán hacer los Cazadores, Nara? Luchamos contra las criaturas de la oscuridad. Pero esto es distinto. Esto es pura magia, y solo la conocéis las brujas, no nosotros.
Nara habló en voz baja, pero con vehemencia y apremio:
—La Veta Oscura debe ser destruida para evitar que siga causando daño al palacio de escarcha, antes de que crezca lo suficiente para romper el óculo que la encierra. —Juntó las manos convulsivamente—. Si logra escapar de la trampa, será libre para traspasar los límites de la Tierra del Hielo, quizá también las Montañas Colmillo, y propagarse por los territorios de los clanes. Y, si vuelve el mal de la veta, todo lo que hemos hecho en estos cuarenta años, todos nuestros sacrificios… —cerró los ojos— habrán sido en vano.
Escarcha se puso en pie bruscamente y empezó a pasear de un lado a otro.
Nara siguió al Anciano con la vista.
—Verás que todo está en riesgo; no solo el futuro de la Tierra del Hielo, sino también el de los clanes…, el de todo Ascua.
—Por supuesto que lo veo —murmuró el Anciano sin dejar de pasear.
Fénix se estremeció cuando la bruja siguió hablando.
—Lo hemos intentado todo para librarnos de ella. —Levantó la vista para mirar a Fénix—. O, mejor dicho, casi todo.
De pronto, Fénix comprendió, como si en su interior se hubiera producido un fogonazo.
—Todo, excepto el fuego elemental —dijo.
—Exacto. —El rostro de Nara expresaba esperanza y desesperación a la vez—. ¿Vendrás conmigo a la Tierra del Hielo, Fénix? ¿Me ayudarás a destruir la Veta Oscura?
—Un momento —intervino Escarcha, de pronto con una expresión dura y recelosa—. ¿Qué has dicho que quieres?
Fénix agradeció la interrupción. El corazón le latía con un ritmo extraño y de repente se encontró bañada en sudor. ¿Nara quería que utilizara sus poderes? Había pasado tres meses intentando reprimirlos desesperadamente.
—Morgren y sus aliados atacaron el Fuerte de los Cazadores —dijo Nara al Anciano con firmeza—. Ahora avanzan sobre la Tierra del Hielo. Esperan apoderarse de mi hogar y utilizar la magia que encierra para amenazar todo Ascua. Convertirán la Tierra del Hielo en un arma. —Hizo una pausa. Fénix se mordió un labio mientras se convertía en el blanco de todas las miradas—. Si es como tú dices, Fénix es nuestra única esperanza para destruir la Veta Oscura y desbaratar su plan.
Poco después de hacer su petición, Nara los dejó solos para que la considerasen.
—Volveré al amanecer para escuchar vuestra decisión.
Fénix observó a la enorme ave elevarse hacia lo alto de la ladera y después desvanecerse en el aire con las plumas resplandeciendo a la luz de la luna.
—¿Qué quieres hacer, Fénix? —preguntó el Anciano, que se volvió para mirarla. Se encogió de hombros al observar las cuatro caras de sorpresa—. Ahora sois Cazadores. Y eso significa que conocéis vuestros puntos fuertes y vuestras debilidades, significa que tomáis vuestras propias decisiones. Nunca obligo a mis Cazadores a aceptar una cacería… —Se interrumpió y frunció el ceño—. Aunque, desde mi punto de vista, esto no es una cacería propiamente dicha.
Fénix notaba todas las miradas clavadas en ella, pero no era capaz de ordenar sus pensamientos para expresarlos con palabras. Un miedo agrio y descarnado comenzó a crecerle en el interior. Chispa lo percibió, le lamió una oreja y se acurrucó contra ella. Había pasado tres meses haciendo como si sus poderes no existieran, con la muda esperanza de que desaparecerían si no los usaba, pero parecía que ocurría todo lo contrario. El fuego crecía en ella, cada vez con más frecuencia, cada vez más fuerte, exigiendo que lo utilizara. Y cada vez que lo sofocaba, su temor crecía. Si se iba con Nara, tendría que usarlo. La idea la llenó de horror.
Levantó la vista y advirtió que Siete la observaba con gesto de preocupación.
Cinco se inclinó hacia delante en su roca y apoyó los codos en las rodillas antes de hablar.
—Creo que hay dos opciones —dijo por fin—. Una: vamos. Dos: no vamos.
La carcajada de Fénix la sorprendió a ella misma, aunque en su interior empezó a albergar una esperanza: había dicho «vamos».
Seis hizo un gesto de hastío.
—¿Es lo mejor que se te ocurre? ¿En serio?
Cinco se encogió de hombros con una sonrisa.
—Esto es serio, Cinco —dijo Siete con el ceño fruncido—. Las noticias de Nara lo cambian todo.
—Sí, ¿verdad? —dijo Seis. En su rostro no había rastro de humor.
—Siete tiene razón —gruñó Perro—. Nos hemos dedicado a buscar a Victoria y a Morgren…
—… preguntándonos cuál sería su siguiente maniobra —interrumpió Fénix levantando una mano para acariciar a Chispa, que agitaba la cola nervioso. El corazón le latía a toda velocidad y se notaba las manos húmedas y pegajosas sobre la piel de la ardilla.
—Exactamente —corroboró Perro—. Y ahora ya lo sabemos.
Escarcha los observaba en silencio.
La cara de Cinco era una pura arruga de concentración.
—A ver si lo he entendido. Morgren ha hecho no sé qué a esa Veta Oscura o como se llame para destruir la Tierra del Hielo —dijo lentamente—. Y, si logra su objetivo, la veta esa será libre para atacar a Ascua también.
—Y si la v-veta propaga la enfermedad entre los clanes, quedarán tan d-d-diezmados que no tendrán ninguna posibilidad ante un ejército de duendes —dijo Siete.