La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas - Alfonso Orejel Soria - E-Book

La niña del vestido antiguo y otras historias pavorosas E-Book

Alfonso Orejel Soria

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No te asomes a estas páginas si quieres evitar una taquicardia o un mal sueño. Los personajes de estos cuentos lucen inocuos (una niña que invita a un amigo a jugar a su casa, unos dependientes de feria, un joven que huye de su padrastro, una familia disfuncional, un escritor, un viejo que no sabe volver a casa y un niño que cree oír fuegos artificiales), pero en esa aparente calma el miedo se agazapa para asaltarnos de improviso.

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La niña del vestido antiguo

y otras historias pavorosas

Alfonso Orejel Soria

El Barco de Vapor

La niña del vestido antiguo

LAescuela es el último lugar al que Juan va por su voluntad. Lo ha hecho cada día de la semana, de lunes a viernes, y no es algo de lo que se sienta orgulloso. Cada mañana el irritante reloj timbra y él le da un manotazo para callarlo. Se sienta sobre la cama. Por un momento no sabe quién es. Mira las cosas que están en el cuarto: su banderín del Barcelona, un diploma de valores que les dieron a todos los alumnos del salón, los tenis con la lengüeta de fuera. Mete los pies en las pantuflas y camina tambaleándose hacia el baño para lavarse la cara. Un niño despeinado lo saluda desde el espejo. El sol empieza a iluminar la ciudad. Golpean su puerta.

—¡Ya es hora!

—¡Sí, mamá!

Se pone el uniforme. Los calcetines ya tienen hoyos, que no tardarán en hacerse cada vez más grandes. Mete los libros en la mochila. El de Geografía, el de Español, el odiado libro de Matemáticas. Enseguida, los cuadernos. Solo alcanzó a hacer dos tareas. Algo es algo. La maestra no se puede quejar. Se acomoda el cabello con los dedos. Su mamá siempre se queja de que no se peina, pero sí lo hace. Desayuna cualquier cosa, lo suficiente como para que no rujan las tripas. Mamá vuela de un lugar a otro de la casa, prepara la comida, acomoda los platos, tira las sobras del desayuno, le pone masa a su pericoLorenzo.

—¡Oye, niño, muévete, no te quedes ahí sentadote! Ayúdame con las cacas de la perra.

—Monet,se llamaMonet,no le digas perra.

—Ándale pues,Monet.Le limpias las cacas que deja por todos lados la señoritaMonet.Y apúrate, que ya faltan quince para las ocho. No quiero que llegues tarde. Cierras con doble llave. Nos vemos por la tarde.

Portazo.

Acaricia a su mascota. Su pelo es suave, suave.Monetmueve la cola y se aleja.

—¿Por qué cada año pesa más la mochila? —habla solo—. Sospecho que si no me hago ingeniero o doctor, con esta costumbre podré al menos ser cargador.

Sale de casa.

El barrio donde vive está en pleno centro de la ciudad. La casa es rentada, y aunque ya tiene al menos cincuenta años de haber sido construida, hay otras que le duplican la edad. Es un barrio antiguo, con edificios de tipo colonial, de una sola planta, con herrajes del mismo estilo en las largas ventanas. Las fachadas de esas casas son semejantes, como si el mismo arquitecto las hubiera proyectado. Hace años están abandonadas. Acusan estragos de la humedad, el viento, la lluvia, el sol, el olvido.

Cuando Juan camina hacia la escuela recorre las mismas calles empedradas y ve las mismas casas desvencijadas, antiguas pero altivas, como ancianas que a punto de quebrarse se mantienen erguidas. Ahora avanza tratando de no “caerse” de la raya, por que si se cae “se muere”.Le gusta caminar por ese barrio viejo y sus rústicas calles, sentir aquel ambiente que lo remite a otra época, una en la que la ciudad no estaba infestada por la plaga de autos y ruido, por los enormes anuncios comerciales que ensucian el cielo ni por el grafiti en las paredes. Da vuelta por la avenida Hidalgo y entra a una calle más angosta, la calle Zaragoza. A través de las ventanas observa que la mayoría de esas casas están solas y que la hierba crece libre en los cuartos antes habitados. Se nota que la humedad ha ido comiendo la pintura, la madera de las puertas y los escasos muebles que yacen arruinados.

Pero unas pocas casas se conservan casi intactas; revelan, sí, las huellas de la erosión y los años, pero parece que la vida dentro de ellas jamás se ha detenido. Esa hilera de casas entre la calle Obregón e Hidalgo tienen tales características. Cada vez que Juan pasa frente a ellas le entra la extraña sensación de que están habitadas. En la cuarta hay un letrero de madera en el que por el polvo apenas se alcanza a leer: “Etimologías. Clases de 3 a 6. Solo niños”. Parece que allí hubiera vivido alguna maestra. ¿Qué serán etimologías? De seguro alguna materia aburrida, pasada de moda. El número 423 a punto de caer aguarda en la puerta.

Juan camina unos metros y nota que hay alguien en una de las ventanas. Tal vez hayan restaurado la casa y la vayan a rentar. Sería estupendo: no serían su mamá y él casi los únicos inquilinos de aquellas casas a punto de caerse.

Un pájaro lo mira desde la marquesina de otra casa y canturrea. Una niña delgada está parada detrás de la ventana y con las manos aprieta los barrotes del cancel. Su cara es hermosa, pero tiene ojeras profundas. Juan pasa justo frente a ella. La mira de cerca. Lleva puesto un vestido antiguo con encaje en el cuello. Es alta, de pelo lacio, y sus ojos miran sin posar su mirada en un punto fijo. La ve de arriba abajo y la niña no se incomoda; permanece estática, imperturbable. Tal vez tenga once, doce años. Usa zapatos con broches. Nunca ha visto Juan a una niña con un par de ese tipo. Se peina con dos trenzas, como solían peinar a su abuela cuando era niña. Sí, tal cual aparece en aquella foto sepia colgada de la pared. Detrás de la niña la ventana de madera se encuentra cerrada y por lo tanto no se puede atisbar hacia el interior de esa casa. Pasa de largo, aunque queda cautivado por aquella misteriosa presencia.

Llega hasta la esquina, se detiene y mira hacia la calle. A lo lejos un auto da vuelta. Cruza. Dos cuadras adelante se localiza la escuela. Le encanta ir, por sus amigos, pero le molesta el escándalo de los niños y le aburre la parsimonia de su maestra. Ahí se encuentra con Ramiro, que habla hasta por los codos, y con Ramón, quien solo habla con metáforas y tiene la mirada temblorosa. Son amigos incondicionales con los que puede conversar con entera libertad. Los tres sienten que el mundo no les brinda un lugar acogedor, y eso los une de algún modo.

A veces se sientan sobre los pupitres descuartizados que se amontonan cerca de la barda de la cancha de básquet, y hablan de un nuevo videojuego, de una película que está por estrenarse o de la prefecta que se especializa en cazar niños para enviarlos a la Dirección. Comen sus lonches. Ramiro casi no los deja hablar; Ramón nunca platica acerca del choque brutal que tuvo su familia al ser embestida por una camioneta, y Juan jamás dice una palabra sobre la ausencia de su padre. Juan hace garabatos con una ramita sobre el suelo polvoriento. Cuando que el timbre anuncia el fin del recreo vuelven a la realidad.

—Ya está rebuznando el timbre —dice Ramón.

Al regresar a casa, solo, porque sus amigos vuelven por otro camino, Juan recorre las mismas calles tal como lo hace todos los días que asiste a la escuela. Con el dedo índice rozando la pared, camina hasta la siguiente esquina. El olor que emana de aquellas casas está impregnado de humedad, de madera mojada y de hierba que crece entre las baldosas. Juan se detiene al ver algo que se mueve dentro de una casa color rosa. Observa que una enorme rata husmea entre el piso buscando algo, tal vez restos de fruta o algún animal muerto. Sigue caminando. Al pasar frente a la casa que tiene el deteriorado letrero de las clases de etimologías, ve a la misma niña parada frente a la ventana. Sobre la palma de su mano izquierda ella sostiene una tarántula roja. Con el dedo índice de la otra mano la acaricia suavemente. Juan se queda boquiabierto. Sigue caminando y casi choca contra un poste por no dejar de mirarla.

El resto de la tarde, mientras le cambia el periódico sucio al perico, pica las teclas del control del televisor, y aun cuando juegaPSPlo asalta el recuerdo de aquella niña extraña. Por primera vez en su vida piensa en una niña. Siente un leve estremecimiento. No, no es momento para perder el tiempo pensando en niñas, mucho menos en aquellas extravagantes que parecen vivir en casas abandonadas. Juan tiene solamente once años, y las niñas hasta ahora le han parecido seres de otro planeta, absortas en sus espejos, con sus lápices y hojas de colores, coleccionistas de brillos y lentejuelas, especialistas en chismes y delaciones. Lo que menos espera es ser atrapado por una niña como una mosca es atrapada por una araña. O por una tarántula de las que parecen gustarle a la niña.

Al día siguiente se esmera en realizar las tareas obligadas de rutina. Su mamá le dice:

—Oye, ¿ahora qué mosca te picó, que andas tan apurado y trabajador? Te iba a preguntar si quieres ir con mi mamá. Saliendo del trabajo me voy a pasar el fin de semana con ella. Se ha sentido mal últimamente. ¿Vamos?

—No, mamá. Tengo cosas que hacer. Además, me aburro mucho en el campo. Solo hay gallinas y pollos.

—Pero si desde diciembre no has ido con tu abuela.

—A la otra que vayas, te acompaño. De veras.

—Está bien, pero quiero que hagas las tareas y que no descuides a miLorenzo.Nada más tienes ojos para tu perra. Y no andes en la calle muy tarde. Ya ves lo que le pasó al niño de tu escuela que se perdió… ¿Cómo se llamaba?

—Braulio, ya te lo he dicho como diez veces.

—En todo caso, no quiero que andes fuera. Es peligroso.

—No se perdió. Se habrá ido de vago, o a Estados Unidos a buscar a su papá. Siempre se iba de pinta.

—Pues como sea. De la escuela te vienes derechito para acá. No quiero saber que andas en la calle, ¿entendiste? Vuelvo el domingo por la noche.

—Está bien.

Juan se apura con sus quehaceres, ni siquiera acaricia aMonet. Sale rumbo a la escuela.

—Sí, niño, nos vemos el domingo. ¡Siquiera despídete!

—¡Adiós! —le da un beso y recibe otro. Cuando su mamá ya no lo ve se limpia la mejilla con el dorso de la mano.

Apura el paso. Dobla por la avenida Hidalgo y entra a Zaragoza. Al acercarse al número 423 se detiene. Allí en la ventana está la niña alta con el vestido blanco. Observa que tiene los dedos en la boca: se muerde las uñas.

Juan se siente un poco avergonzado al mirarla. Pasa frente a la ventana. Levanta la cara y cree ver que a la niña le escurre sangre de los dedos. Sobre la banqueta parece haber gotas frescas. Se desconcierta. Intenta acercarse para preguntarle qué le sucede y si puede ayudarla, pero ella se aleja de la ventana y desaparece tras las portezuelas de madera. No hay duda: a pesar de todo, le parece más bonita que ayer. Toca la ventana. Está herméticamente cerrada. Nadie abre. Desalentado, se dirige hacia la escuela. No tardará en sonar el timbre para llamar a clases.

No deja de pensar en los dedos de aquella niña. La maestra de computación le pregunta tres veces qué es el disco duro, pero Juan no responde, absorto en sus pensamientos.

—¿No sabes lo que es un disco duro, Chávez? —inquiere con ese tono alargado e intimidante que gusta tanto a algunos profesores.

—¿Serán los discos de acetato de mi mamá?

El grupo estalla en una ruidosa carcajada que parece no cesar. Él, avergonzado, se refugia en su silencio.

—Tú andas en otro mundo —le comenta Ramón en el recreo.

—Oigan, ¿supieron lo de la empacadora de jaiba?

—¿Qué?

—¿No supieron?

—¡Claro que no! ¿Qué pasó?

Bajando el volumen de su voz y tras echar un vistazo a los costados, Ramiro confesó:

—Encontraron un cuerpo en un refrigerador abandonado —se cubrió parcialmente la boca con la mano para que las palabras no llegaran a nadie más—. Era un niño de once o doce años.

—¡No manches! ¿De veras?

—¡Que se muera mi mamá si te estoy echando mentiras!

—¿Cómo lo supiste?

—Me lo contó el ahijado de una señora que es tía de un muchacho que saca copias fotostáticas en los archivos de la policía, y a él se lo platicó la señora que barre la oficina del comandante, una vez que escuchó sin querer todo esto mientras sacudía con una franela su escritorio —agregó Ramiro.

—La verdad, yo no sé si creerle.

—Tal vez lo dicen nada más para asustarnos —dice Juan— y para que nos vayamos luego, luego a casa. Ya ves cómo son las mamás: siempre de preocuponas.

—Dejen de pensar en eso. Mejor vamos a comer a la casa. Nos la pasaremos súper. Claro, siempre y cuando a mi archiodiosa hermanita no se le ocurra acaparar la compu y adueñarse del control de la tele, porque esa es su costumbre, y no hay ser vivo en este planeta que pueda quitársela ni decirle nada, porque la señorita echa humo por las orejas, hace berrinches y casi se le para el corazón. Es su especialidad —dice Ramiro.

—No puedo —responde Ramón.

—Otro día, tengo que volver a casa a darle comida aMonet—concluye Juan.

A las dos y media Juan regresa por la misma ruta. Prefiere pasar de nuevo por la morada de la niña alta de ojos hermosos. Quiere saber si se encuentra bien. Lo ha pensado toda la mañana y ha decidido hablarle. Toma una larga bocanada de aire para adquirir valor. Se ajusta las agujetas de los tenis. Camina a grandes pasos para llegar más rápido a su destino. El bullicio de la escuela ya no se escucha. Arriba a la zona del centro histórico, donde se erige ese conjunto de mansiones y casas antiguas, deshabitadas, de arquitectura colonial.

Desde la acera alcanza a distinguir la ventana donde aparece ella. Aprieta el paso y cruza la calle. De repente se oye un chirriar de llantas frenando intempestivamente. Juan siente un golpe y ve la defensa frontal del automóvil. Cae de espaldas sobre el pavimento. Por unos segundos pierde el conocimiento, pero de inmediato lo recupera. El hombre calvo que conducía el auto baja para mirarlo. Vuelve a subirse y se aleja a toda velocidad del lugar del accidente, sin hacer el menor intento por prestarleayuda.

El muchacho se incorpora con dificultad y alcanza a gritar:

—¡Viejo baboso!

Se sienta. Coloca las manos sobre el pavimento para equilibrarse. Está mareado, aturdido por el golpe. Se soba la cabeza. Se levanta. Tiene raspones en los brazos. Su pantalón está lleno de polvo y aceite. La calle está vacía. El viento juega con unas envolturas de celofán. Toma su mochila, que apenas se ensució. Atraviesa la calle y llega a casa de la niña de la ventana.

Desde lejos la mira. Ella deja de mirar el vacío y levanta la cara. Entonces sucede algo extraordinario: le brinda una sonrisa cautivadora. Juan se perturba. Mete las manos en los bolsillos, nervioso, y se acerca. La niña está en el mismo lugar, pero sus dedos no tienen nada ahora, están incólumes. Sus ojos son más grandes de lo que el muchacho creía. Es realmente hermosa. En sus labios florece una sonrisa. Agacha la cabeza y la levanta en un gesto de discreta coquetería. De repente le habla:

—¿Quieres pasar?

A él la invitación lo sorprende y emociona. De inmediato asiente con la cabeza. Ella le dice que la puerta está abierta. Juan da unos pasos y nota que puede entrar. Empuja la puerta. Suena un rechinido lento y añejo. Entra con ciertas reservas. Atraviesa un pasillo en penumbras. Recorre unos diez metros. Sale a un pequeño patio lleno de macetas con orquídeas, girasoles, alcatraces. Una bugambilia asciende por el muro con su desplante morado. En una jaula dos canarios saltan de un extremo a otro. En otra aguarda un petirrojo. Desde el fondo de la última pieza se escucha una canción: “Yo sé que es imposible que me quieras, que tu amor para mí fue pasajero, y que cambias tus besos por dinero, envenenando así mi corazón”.

No ve a nadie. Camina en dirección al cuarto donde se encuentra la niña.