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La noche de piedra se puede considerar un «thriller rural» y es la primera de las dos novelas dedicadas al mal (Los días de mercurio siendo la otra), entendido como problema ético, social y ontológico, y que enlaza directamente con la iniquidad. Ambientado en la isleña población de San Expósito, el libro cuenta cómo sus protagonistas, movidos por el sexo, el dinero, la ambición de dominio o la mera crueldad evolucionan de forma irremediable hacia un último encuentro mortal. Así, intriga, erotismo, violencia, deconstrucción de estereotipos y reflexión moral se entrecruzan en el territorio de esta historia que supone una indagación en la infamia, una inspección ocular de los sótanos del alma humana y las oscuras motivaciones que hacen que el hombre sea un lobo para el hombre.
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Alexis Ravelo (1971-2023) nació y vivió toda su vida en Las Palmas de Gran Canaria. Además de ocupar un lugar relevante en la narrativa española, escribió libros infantiles, volúmenes de relatos para adultos, guiones, obras teatrales y hasta el libreto de una ópera. Su primera novela fue Tres funerales para Eladio Monroy, publicada originalmente en 2006 y que inauguraba la serie de Eladio Monroy, compuesta por Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía, Morir despacio, El peor de los tiempos y Si no hubiera mañana. En sus inicios también publicó La noche de piedra y Los días de mercurio.
La estrategia del pequinés supuso su descubrimiento por parte de la crítica y los medios nacionales. Constantemente reeditada y adaptada al cine, obtuvo, entre otros galardones, el Premio Dashiell Hammett. Tras esta novela, vinieron otras, también de semen y sangre: La última tumba (XVII Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe), Las flores no sangran (Premio Valencia Negra 2014 y también traducida al francés), El viento y la sangre, escrita con seudónimo como M. A. West, La ceguera del cangrejo (Premio Acción Cívica en Defensa de las Humanidades) o Un tío con una bolsa en la cabeza. En el 2021, fue galardonado con el Premio de Novela Café Gijón por Los nombres prestados y, en 2022, con el Premio Rana y el Premio Bruma Negra en reconocimiento a su trayectoria.
La noche de piedra se puede considerar un «thriller rural» y es la primera de las dos novelas de Alexis Ravelo dedicadas al mal (le seguiría Los días de mercurio), entendido como problema ético, social y ontológico, y que enlaza directamente con la iniquidad. Ambientado en la isleña población de San Expósito, el libro cuenta cómo sus protagonistas, movidos por el sexo, el dinero, la ambición de dominio o la mera crueldad evolucionan de forma irremediable hacia un último encuentro mortal. Así, intriga, erotismo, violencia, deconstrucción de estereotipos y reflexión moral se entrecruzan en el territorio de esta historia que supone una indagación en la infamia, una inspección ocular de los sótanos del alma humana y las oscuras motivaciones que hacen que el hombre sea un lobo para el hombre.
La noche de piedra
ALEXIS RAVELO
Primera edición: junio de 2023
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2007, Alexis Ravelo
© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S. L.
ISBN: 978-84-18584-61-9
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
La noche de piedra fue mi segunda novela y la primera de un díptico cuya siguiente entrega sería Los días de mercurio. En los años previos a su escritura, yo leía y releía a Freud, a Nietzsche, a Gide, a Bataille. Supongo que en algún momento comencé a necesitar escribir un texto de ficción en clave alegórica que me permitiese formularme algunas preguntas que me inquietaban cuando hacía esas lecturas. Así pues, los pequeños hijos de puta que la pueblan son personajes de una novela negra, pero, en una segunda lectura, también son simbólicas representaciones de posturas éticas y políticas, cuya clave de correspondencia me llevaré a la tumba para poder proporcionar algo de entretenimiento a críticos y doctorandos presentes y futuros.
Recuerdo que el argumento comenzó a surgir a partir de la imagen, muy clara, de una mujer bajo la lluvia junto a un coche averiado. A partir de ahí, fueron apareciendo los personajes, en grupos de tres, formando triángulos cuyos vértices formaban parte, a su vez, de otros triángulos. Pensé en ese argumento y esos personajes durante meses y no comencé a escribir hasta que estuve seguro de cómo acabaría aquella historia y qué le ocurriría a cada uno de ellos. El trabajo de verdad consistió, como siempre, en elegir una manera adecuada de contar todo eso.
Al volver a leer el resultado dieciséis años más tarde, descubro que ya estaban ahí caracteres, temas y preocupaciones que luego me han acompañado siempre. La noche de piedra podría ser entendida, se me ocurre, como el revés tenebroso de otras historias mías más optimistas o, al menos, menos despiadadas. También como un primer intento de acercarme a algunos asuntos que el tiempo me ha desvelado como inagotables. Esto apuntalaría la impresión que a veces tengo de trabajar, no como los buenos novelistas, que siempre están buscando temas nuevos con los que sorprender a sus lectores, sino como los artistas plásticos, que giran obsesivamente en torno a ciertos motivos, intentando dar con la forma adecuada para captar esa porción de la realidad que representan.
Por cierto, esta novela fue, además, mi primera expedición por la geografía de San Expósito (que luego he frecuentado tanto), ese territorio insular que se acerca y se aleja con respecto al continente según convenga a mis intereses narrativos, para confusión y hasta consternación de quienes lo querrían todo ordenado y arreglado.
Como no siempre se tiene la oportunidad de enmendar los errores de la juventud, he decidido aprovechar la que me brinda esta nueva edición para limpiar el texto de anacolutos, metáforas lexicalizadas y excesos en la prosa, intentando respetar, no obstante, el trabajo del autor que yo era entonces, el resultado de sus manías e ingenuidades.
Con esta nueva edición, considero este texto definitivamente fijado (al menos hasta dentro de otros dieciséis años), reiterando mi agradecimiento a la mayoría de las personas que me acompañaron en su primera escritura (Alicia Pardo, Catherine Hernández, Carmen Sánchez, Lara Carrascosa, Fernando Martínez ‘Montecruz’, Carlos Álvarez, Santiago Gil, Pipo Hernández y Antonio Becerra), a cuyos nombres quiero y debo sumar ahora los de la familia Alrevés (la editorial que no solo habla con sus autores, sino que les aguanta todos los caprichos) y mi imprescindible Thalía Rodríguez, que siempre ha defendido esta novela mucho más de lo que lo he hecho yo mismo.
ALEXIS RAVELO
El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos.
ITALO CALVINO,
Las ciudades invisibles
El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que solo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.
SIGMUND FREUD,
El malestar en la cultura
El origen de este libro está en los tristemente célebres sucesos ocurridos en San Expósito en fechas relativamente recientes, desde una recreación libre de los mismos. Se trata, pues, de una novela y no de un documento con pretensiones de objetividad. El lector habrá de recordarlo en todo momento, ya que la imaginación literaria ha intentado subsanar la ausencia de conocimiento cierto sobre muchas de las misteriosas circunstancias que rodean el caso. Asimismo, los nombres de algunos supervivientes y los de aquellas víctimas y verdugos que pudieran haber llevado a la fácil identificación de aquellos han sido suprimidos o modificados.
Aunque se ha procurado, en la medida en que lo permitía el desarrollo de la narración, mitigar o sublimar los contenidos más sórdidos o desagradables de la misma, no en todas las ocasiones ha sido posible.
Los caracteres sensibles habrán de considerarse, pues, advertidos, y, a este respecto, el autor desplaza su responsabilidad a partir de esta misma línea a la temeridad del lector que se aventure en la lectura del texto desoyendo el aviso constituido por el párrafo anterior.
El autor desea, por último, dar las gracias al sargento Vidal, destinado en el puesto de la Guardia Civil de San Blas, por su apoyo y colaboración en el proceso de documentación que dio pie a la escritura de este libro y sin los cuales su tarea habría sido imposible.
Los Álamos, 29 de febrero de 2008
Ahora intentamos olvidar el horror y por eso queremos pensar que la fiesta de la sangre nos sorprendió; que fue espontánea e inédita, que nadie la presentía. En esa creencia viviremos. Pero el otro pavor coincidente, periódico e inevitable, el espanto anual del meteoro, ese sí. Ese se olía en el aire. En la densa humedad y el bochorno que habían enrarecido la atmósfera. El cabo Casañas no necesitaba que la locutora se lo contase con la burocrática indiferencia de quien va a pasar la noche a salvo y caliente bajo un edredón nórdico. Estaba por llegar, como cada año, pero con más rabia que nunca. Un techo de nubes negras taparía todo; el vientre del cielo se abriría luego para que el viento y el agua avasallaran la tierra. Se desplomarían tejados y tabiques. Se inundarían sótanos y almacenes. Alcantarillas y pozos negros se desbordarían al mismo tiempo que lenguas de tierra y rocas irían invadiendo los accesos al municipio. Además, había que contar con la más que probable ignorante temeridad de algún pescador (profesional o deportivo) que, obviando alertas y avisos, se hiciera a la mar en una de aquellas barquillas que habían pasado por las manos de dos o más generaciones de estúpidos pescadores (profesionales o deportivos). Y él aguantaría el chaparrón, como cada año, todo de una vez y de golpe entre sequía y sequía en aquel lugar árido y brutal.
El parte meteorológico dio paso a una cuña publicitaria: RESTAURANTE-GRILL EL FACÓN, ESPECIALIDAD EN CARNE ARGENTINA (¿en qué iban a estar especializados, si no?), y Casañas apagó la radio maldiciendo entre dientes su propia estampa. Sin embargo, no pudo evitar que Marta le oyera desde la cocina, aun teniendo en cuenta el escándalo que Elisa armaba porque no quería comer el puré de verduras.
—¿Qué pasa, Sergio? —gritó.
—Que van a caer chuzos de punta toda la noche —respondió, también a gritos, Casañas—. La tormenta del año. Justo encima de nosotros. Ya verás cómo voy a llegar por la mañana. Joder —añadió en voz más moderada, para evitar que Elisa le oyera. Casañas era puritano a sus horas.
Resignado, terminó de atarse los cordones de los zapatos, salió del dormitorio y fue a su cuarto a preparar la bolsa del trabajo.
La voz de Marta no volvió a oírse salvo para intentar convencer a Elisa de que cenara de una vez. Casañas, al tiempo que metía en el bolso el bloc de denuncias, la gorra y la defensa, imaginó a su mujer encogiéndose de hombros y desentendiéndose del asunto. Bastante tengo yo con lo mío, pensó que pensaría.
Abrió con el llavín el cajón de su escritorio y sacó el cinturón canana con la munición y las esposas. Pensó por un momento en llevar la Walther P5, su nuevo juguete, pero al final sacó, como siempre, el Flobert de 2 pulgadas, pequeño y ligero. Al fin y al cabo, no tendría oportunidad de utilizar el arma. De hecho, no la usaba en servicio desde aquella vez, hacía dos años, cuando el rottweiler de Adalberto se escapó y se abalanzó sobre Benito Marín. Casañas recordaba al perro tirado en el suelo, convulsionando y vomitando sangre en medio de la plaza del Ayuntamiento, rodeado de curiosos que le prestaban más atención que a Benito, sentado lamentablemente junto a él, sangrando, también, por la dentellada en el muslo. Y, luego, la mirada de reprobación y súplica de Adalberto, que acabó por decidir a Casañas a volverse hacia el animal y rematarlo, mientras su sangre y la de Benito terminaban por mezclarse sobre el pavimento.
Por último, del fondo del cajón, Casañas extrajo la insignia de la Policía Local de San Expósito y la metió en la bolsa antes de cerrarla.
Cuando entró en la cocina, Elisa estaba en la fase del numerito Es que me duele la barriga, má, ante el plato de puré casi intacto. Hacía pucheritos y soltaba hipidos bajo la mirada intermitente de Marta, que, justo en ese instante, retiraba la cafetera del fuego diciéndole por lo bajini eso de Ya verás como tu padre se enfade.
Se sentó frente a la niña con la taza de café recién servida por Marta, le chistó hasta que los negros y redondos ojos de la pequeña se clavaron en él y le dijo a media voz:
—Elisa, te juro por lo más sagrado que como no te comas ahora mismo ese plato de puré tú solita y sin rechistar, te lo hago tragar con cuchara y servilleta. Dos segundos más tarde se impuso en la cocina un silencio roto tan solo por el rítmico entrechocar de la cuchara contra el fondo del plato.
Refractario a la mirada reprobatoria de su mujer, Casañas se dedicó a tomar el café silenciosamente, mascullando la rabia que llevaba dentro desde hacía tanto.
Te haces viejo, Casañas. Ya te cuesta reconocer en ese gordinflón del bigote hirsuto al brigada Casañas. Aquí no se está mal. No se está mal siendo el jefe de la Policía Local del pueblo de mierda donde nació tu mujer. El sueldo llega justito, pero el trabajo es poco y el prestigio mucho. En Intendencia, en cambio, era otra cosa. En aquella época, por ejemplo, no te hubieses tenido que manchar las manos arreglando el techo del garaje, como vas a tener que hacer la semana que viene. Cualquier recluta lo hubiese reparado en tu lugar. Y de mil amores. De todas formas, saliste bien parado, no te puedes quejar, porque a nadie del regimiento le interesaba un escándalo. Por eso te licenciaron con el expediente limpio, que si no. Y to-do por el jodido chivato de Matías, que no supo callarse como se callan los hombres.
Quitarte el uniforme militar y ponerte el de policía fue todo uno, sobre todo porque eras el marido de la prima del alcalde que había en ese momento y en San Expósito ciertas cosas siempre quedan en familia. Después solo hubo que ascender. Con poca competencia, porque Roquito se jubilaba en un año y los otros no servían para nada. Estrella es una excepción. Pero también es una mujer y San Expósito sigue siendo San Expósito, solo igual a sí mismo: un pueblucho que quiere dárselas de progresista y tranquila localidad costera y en realidad no es más que un nido de comadres y brutos que arrastran el cadáver podrido de una endogamia rencorosa.
En el recibidor sonó el teléfono y Marta, tras notar en su rostro la mirada de reojo de Casañas, que no soltó la taza en ningún momento, fue a responder. Él se quedó allí, mirando a su hija (que ahora, cucharada a cucharada, sí había comenzado a llorar en silencio, intentando hacer el menor ruido posible sin dejar de tragar puré), y escuchó la voz y las pausas de Marta, al otro lado de la puerta.
—Diga… Hola, guapa —canturreó. Casañas odiaba que su mujer hablara canturreando. Debía de ser alguna de sus primas. O, probablemente, Estrella.
—Sí, sí está.
Confirmado: Estrella.
—¿Este domingo? Igual la puedo dejar en casa de mi madre. O con Sergio. No sé. Ya se lo comentaré… Bueno, espera, que te lo paso.
Marta volvió a la cocina y le entregó el inalámbrico a Casañas, informándolo, innecesariamente, de que era Estrella quien llamaba.
—¿Qué hay, Estrellita? —saludó—. Habrás oído el parte…
—Sí —respondió Estrella al otro lado de la línea, sentada en su cuarto de estar, encendiendo un cigarrillo—. Por lo visto va a caer de lleno sobre todo el norte. Pero, espera, que todavía te puedo joder más la noche.
—¿Y eso?
—Me llamó Déniz hace un rato. Por lo visto está con un virus de estómago.
—Vaya, hombre, qué casualidad… Y Alfredo de vacaciones.
—Eso es. Déniz dijo que te había intentado localizar, pero…
—Ya. Ese te llamó a ti porque sabe que si habla conmigo lo pongo a parir… Pero, bueno, vamos a dejarlo estar…
—Pues, a ver qué hacemos. Porque a los del otro turno no les vamos a pedir…
—No, no. No estamos para pagar horas extras. Mira, nosotros, a lo nuestro. Patrullo yo contigo. No vas a ir tú sola. Intentaremos cubrir el sector de ellos. De todas formas, para lo que se nos quede grande, damos parte al puesto de la Guardia Civil, que deben de estar en alerta, y cada palo que aguante su vela. De lo demás, yo me lavo las manos.
—Pues, vale, jefe… Nos vemos en el puesto.
—Vale. Oye, y sobre eso de que yo me quede con la niña para que tú te lleves a mi mujer por ahí, ya hablaremos…
—Casañas, a mí no puedes decirme que no.
—Esta vez me cierro en banda.
—Sabes que te voy a acabar convenciendo…
Los tres ventanales dan al aparcamiento, a la carretera, a la gasolinera de enfrente, al viento y la oscuridad de esta noche tormentosa.
Ante estos, las tres mesas de aluminio distribuidas a lo largo de la pared opuesta a la barra de acero galvanizado.
Un expositor de baño maría donde se aburren una ropavieja de pulpo y unas carajacas sospechosas como un político en el yate de un empresario.
La colección de llaveros y encendedores desechables con todo tipo de escudos, emblemas y logotipos de publicidad atestando la pared a lo largo de la cual se alternan un par de baldas con botellas caras y polvorientas que no se han abierto jamás.
Un reloj publicitario de una marca de cerveza. Un ventanuco que da a la cocina, donde a estas horas no hay nadie que espante a las cucarachas.
El televisor, ofreciendo un show nocturno interrumpido por interminables series de anuncios.
Un pasillo que da a los baños en los que a estas horas el olor a orín forma ya una masa compacta con el de las lejías mil veces usadas; esa masa que resulta una pátina adherida a los mugrientos azulejos, el espejo cascado, las piezas amarillentas.
Y las reinas de la casa: las dos tragaperras dispuestas entre la puerta y la barra, promocionándose con cantinelas irritantes.
Algo así es el bar La Parada (Tapas Caseras), del cual salen en este momento dos matrimonios de mediana edad que regresaban de una excursión campestre y han parado, como suelen, a tomar una cerveza y saludar a Adalberto.
Este se siente ahora algo intimidado por la presencia del hombre que entró hace un rato con el casco negro en la mano y se sentó en la mesa más lejana a la puerta para beber cerveza y observar fijamente la pantalla de su teléfono móvil.
Procura que no se le note, pero la inquietud está ahí, haciendo temblar ligeramente sus manos que colocan en la repisa los vasos fregados hace un rato; nublando levemente sus ojos, que consultan el reloj publicitario y comprueban que aún queda un buen rato para la hora de cierre.
Estrella colgó el teléfono y se quedó allí, en el sofá, junto a la mochila ya preparada, terminando el cigarrillo. En algún momento, cayó ceniza sobre la tela azul del pantalón de su uniforme y ella la sacudió negligentemente con el dorso de la mano. De la habitación contigua provenía el eco de un programa de chismorreos. Consultó el reloj. Carmela no tardaría en llegar para hacerse cargo de la vieja, quien, sorprendentemente, llevaba un buen rato sin hacerse oír. Tal vez se hubiese dormido. O quizá, con un poco de suerte, todo hubiera acabado al fin. Estrella fantaseaba en ocasiones con esta posibilidad. Total, qué podía aportar ya la vieja al mundo salvo unos cuantos disgustos más.
Por otro lado, meterla en una residencia le hubiera costado un dineral. Convenía más pagarle a Carmela para que viniera a cuidarla.
Apagó el cigarrillo y fue a la alcoba procurando hacer el menor ruido posible. A todo volumen, unos cuantos canchanchanes discutían sobre la amistad de no se sabía qué modelo con no se sabía qué cantante. Aspiró el olor a muerte y meados que la colonia de nenes jamás lograba disimular del todo. En la cama, la vieja roncaba bajo las sábanas estampadas de flores, rodeada de sus muñecas y sus payasitos de porcelana.
Estrella llegó hasta los pies de la cama y se la quedó mirando. Mirando aquel rostro gordo y arrugado. Aquel pelo rizado y débil. El bocio tremendo. Los brazos con las carnes flácidas y blanquecinas más allá de las tiras de encaje del camisón beige. Tocó con la punta del dedo índice el cojín que Carmela usaba para incorporar a la vieja en los ratos en que le tocaba comer.
Qué fácil habría sido tomar aquel cojín, aplicárselo al rostro y apretar. La vieja estaba tan sentenciada a muerte, y desde hacía tanto, que a nadie le habría extrañado la muerte en medio del sueño. Insuficiencia respiratoria. Fin del asunto. Comienzo de una nueva vida.
Se percató de que la idea la tentaba con más fuerza que de costumbre, así que se fue al cuarto de baño a lavarse los dientes, como quien se lava la mente y la despoja de todo lo que conviene no pensar.
Tras enjuagarse la boca se miró en el espejo el rostro cercano a los cuarenta que aún conservaba en los ojos negros y almendrados algo del brillo que tenían hacía veinte años.
Fuiste guapa, Estrella. Lo fuiste. Pero pasó tu momento. Habrá quien te quiera, de hecho lo hay, pero no quien sienta pasión por ti. Para despertar pasiones hace falta algo que hace ya al menos diez inviernos que perdiste. Las estrías de los muslos, el culo que se te empieza a caer… Sabes que quien te quiera, quien te quiere, lo hace por ternura, por apego, por otra cosa que no es eso que puede ofrecer cualquier jovencita o cualquier mujer de tu edad bien conservada. Ahora no eres más que una especie de marimacho. La vieja te ha pegado su olor a podrido. Te ha condenado a una vida de deseos muertos y de hacerte dedos de madrugada con cuidado de no armar escándalo. Seguro que si supiera que tienes un solo instante de placer, se mearía encima sobre la marcha solo por jodértelo haciéndote levantar para cambiarle los pañales. Igual Carmela se retrasa. Es fácil: vas al cuarto, le pones el cojín en la cara y lo mantienes así un rato. Ni se va a enterar. Luego te vuelves al salón y pones la tele para que cuando llegue Carmela te encuentre allí. Después, aguardar hasta la entrada de Carmela en el dormitorio, hasta sus llamadas a la vieja, hasta su grito de alarma, sus llantos histéricos de lumpen dominicano. Ir entonces tú misma al cuarto, llamar a una ambulancia inútil, hacer un poco de comedia. Hazlo, Estrella. Quítate a la vieja de encima. Total, ¿qué te ha dado ella salvo la vida? ¿Qué ha hecho, aparte de arruinártela?
Estrella salió del cuarto de baño y volvió al dormitorio de su madre, con paso lento pero firme. Para armarse de valor, para tener una buena excusa que justificase aquel acto horrible que, de una vez por todas, había determinado realizar, iba recordando cada bofetada, cada insulto, cada insidia que la vieja le había dirigido a lo largo de toda su vida.
Finalmente, entró, tomó el cojín con ambas manos y se dirigió junto a la cabecera mientras en la televisión una voz en off decía ¿Para qué esperar, si puedes tenerlo ahora?, y, de alguna manera, aquella frase se le incrustó en la mente, repitiéndose una y otra vez. Estaba ya a punto de ponerlo sobre la cara horrible de la vieja, que continuaba roncando como un legionario beodo, cuando sonó el timbre. Carmela, por una vez, había llegado a tiempo.
Todo acto, por insignificante que sea, es un punto de no retorno: elegir un camino en una bifurcación, perder un montón de oportunidades, asumir las consecuencias del camino elegido, aceptar su paisaje y evitar el burdo tormento del quéhubieraocurridosi…
Ponerse el chaleco reflectante y arrojar el teléfono móvil dentro del vehículo no era una excepción. A partir de ahí todo consistía en que las cosas fueran como debían ir.
Nadie más pasaría por allí. Eso estaba claro. La tormenta arreciaba y Julia no acertaba ya a distinguir entre el ruido provocado por el golpear de la lluvia y el del mar rugiente estrellándose contra el acantilado.
Mientras hurgaba en el motor se imaginó la ridícula figura que debía componer, con los tejanos, la camiseta y el chaleco, la larga cabellera ondulada, convertida en una especie de estopa húmeda, con la cabeza y los brazos metidos en un capó cuyo interior representaba un completo enigma para ella.
Aparentar ser como todos. Y todos somos iguales. Todos los que no tenemos ni la más remota idea de mecánica, cuando se nos jode el coche, abrimos el capó y nos ponemos a toquetear piezas y resortes, comprobando si están demasiado apretados o flojos. Pero la cosa es que no sabemos si los resortes de marras deberían estar flojos o apretados. Y así, dale que va, reproduciendo mediocridad, haciendo el imbécil. Y tú aquí, en medio de la nada, bajo el gran diluvio, sola y absurda como una puta en un convento.
Sacó la cabeza y miró a su alrededor, a la oscuridad que caía a la izquierda sobre el acantilado, la misma que atenazaba el monte, prácticamente yermo y ahora, seguramente, hecho un completo barrizal, a su derecha. Justo en ese instante un relámpago iluminó el cielo y pudo adivinar, más que ver, la casa en lo alto de la montaña: la casa de una planta con las luces apagadas, dominando todo aquel paisaje invisible. La carretera conducía a aquella casa. Eso lo sabía bien. Pero bordeando la montaña. Eran, al menos, dos kilómetros a pie. Nada en una noche tranquila. Un éxodo bajo aquella tempestad.
—Mierda —pronunció en voz alta.
Después emitió un suspiro, se metió en el coche sin preocuparse de cerrar el capó, abrió una rendija de la ventanilla, para evitar el vaho y la sensación de asfixia, y encendió un cigarrillo. Con tal de que la ladera no se derrumbase sobre el coche y se lo llevara por la mar fea, todo iría bien. Era cuestión de esperar. Como siempre.
Consultó su reloj: las once de la noche. Encendió el teléfono móvil y volvió a leer el mensaje, breve, contundente, preciso: «ya pasó x aki». Solo eso. Volvió a apagar el teléfono y se hizo, por enésima vez, la misma pregunta: qué diantres haces aquí. Sola. Aislada. A más de cuarenta kilómetros de la ciudad. A cuatro de la población más cercana. Entre los riscos y el mar. En un viejo Renault 5 que debió de fabricarse cuando aún estabas en el instituto. Qué camino te ha conducido hasta este sitio. No la carretera tortuosa que te trajo desde el pueblo, sino ese camino que empezaste hace años, cuando dejaste la universidad para vivir lo que denominabas «tu vida» y que luego no ha sido más que un ir dando tumbos de acá para allá, de un hombre a otro hombre más. Cómo te dejaste embaucar (no solo por Nico, sino por Daniel, por Esteban, por Javier, por todos aquellos cuyos nombres no recuerdas pero engrosan la hoy triste nómina de los tipos que un día penetraron en ti) para estar aquí ahora, justo en este momento, cuando es viernes por la noche y en la ciudad los bares seguro han empezado a llenarse hace rato, y estarías más que caliente apoyada en la barra, tomando un vino y fumando un cigarrillo tras otro entre desconocidos que entran y conocidos que salen.
Distraída con esta imagen, reconfortante y tortuosa a un tiempo, no se percató de la presencia del Range Rover hasta que casi estuvo a su altura. El vehículo aminoró la marcha al pasar junto al Renault, hasta el comienzo de la curva, avanzó unos metros más, y allá, finalmente, se detuvo. Julia, repasando mentalmente riesgos ya previstos, salió del coche y se situó ante él, mientras del cuatro por cuatro descendía un individuo con anorak azul, que caminó lentamente en su dirección, linterna en mano.
—Gracias a Dios —dijo ella a modo de saludo cuando el hombre se paró ante ella.
Él se limitó a mirar alternativamente a Julia y al capó abierto y a preguntar si se trataba de la batería o algo así. Ambos repararon en que, de haber sido la batería, no hubieran podido estar encendidas las luces de posición, pero les pareció una incómoda obviedad mencionarlo.
—No tengo ni idea. A lo mejor, si usted le echa un vistazo…
—Me temo que no voy a servirle de mucho. No sé absolutamente nada de mecánica.
Era alto y se le adivinaba delgado, pese al volumen que le confería el anorak. La capucha impedía verle los ojos, pero no el mentón anguloso y la boca de labios bien dibujados, el afeitado perfecto, la nariz prominente. Durante unos segundos, solo el mar y la tormenta se dejaron oír. Después, Julia tomó la palabra.
—Estuve intentando llamar a mi hermano, pero el móvil se quedó sin batería.
—Pues yo no tengo móvil. Vivo ahí arriba —dijo, señalando a lo alto del monte—. Hay teléfono. Si quiere, suba conmigo y llame para que vengan a buscarla. Así se podrá meter bajo techo hasta que escampe.
—No sabe cómo se lo agradezco. Espere a que coja mis cosas.
—Claro.