Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
¿Por qué se suicidó Víctor, el hijo menor de Ernesto Barroso? Para tranquilizar al anciano, obsesionado con esta pregunta, Eladio Monroy accede a echar un vistazo al asunto. No tardará en descubrir que la explicación oficial no es la correcta. También averiguará que la verdad es peligrosa. Es 2012 y, mientras una sociedad enferma ve desmoronarse sus escasos logros, el exmarinero vuelve a recorrer la ciudad agitando avisperos y pisando los juanetes de algunos poderosos que tienen mucho que esconder. La serie Eladio Monroy Eladio Monroy no es policía ni detective. Ni siquiera un periodista. Pensionista de la marina, complementa su mísero sueldo con encargos bajo cuerda. Tan sarcástico como sentimental, tan culto como maleducado, se enfrenta a cada problema con astucia, perplejidad y grandes dosis de mala baba. No es que le apetezca andar por ahí investigando a la gente y haciendo justicia. Lo único que quiere es ir echando días para atrás en la ciudad que lo vio nacer. Pero, irremediablemente, siempre acaba viéndose obligado a hacer cosas que nadie hará si no las hace él. Las novelas de la serie Eladio Monroy se inscriben en el hard boiled más clásico y, al mismo tiempo, resultan absolutamente singulares. Ambientadas en Las Palmas de Gran Canaria, bucean en las contradicciones de la sociedad española y las ponen de relieve en argumentos autoconclusivos plagados de giros, humor y violencia.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 361
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Alexis Ravelo (1971) es un escritor calvo que nació y aún sobrevive a régimen de cervezas y bocadillos de chopped en Las Palmas de Gran Canaria. Contra todo pronóstico, ocupa un lugar relevante en la narrativa española actual. Además de novelas, ha escrito libros infantiles, volúmenes de relatos para adultos, guiones, obras teatrales y hasta el libreto de una ópera. Su primera novela fue Tres funerales para Eladio Monroy, que abre una serie de novelas protagonizadas por el mismo personaje: Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía y Morir despacio. También publicó el díptico «La iniquidad», formado por La noche de piedra y Los días de mercurio.La estrategia del pequinés supuso su descubrimiento por parte de la crítica y los medios nacionales. Constantemente reeditada y a punto de ser adaptada al cine, obtuvo el Premio Dashiell Hammett 2014, así como otros galardones entre los que figuran el Premio Tormo 2014 o el Premio Novelpol 2014 (ex aequo con Donde lenguas, escrito por Rosa Ribas y Sabine Hofmann). Tras esta novela, vinieron otras, también de semen y sangre: La última tumba (XVII Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe), Las flores no sangran (Premio Valencia Negra 2014 y también traducida al francés) o El viento y la sangre, escrita con seudónimo como M. A. West. Ahora, tras explorar otros caminos literarios con sus novelas más recientes (La otra vida de Ned Blackbird y Los milagros prohibidos), Ravelo retoma su saga más golfa, irreverente y crítica. Y, como siempre,sospecha que Dios está de vacaciones.
¿Por qué se suicidó Víctor, el hijo menor de Ernesto Barroso? Para tranquilizar al anciano, obsesionado con esta pregunta, Eladio Monroy accede a echar un vistazo al asunto. No tardará en descubrir que la explicación oficial no es la correcta. También averiguará que la verdad es peligrosa. Es 2012 y, mientras una sociedad enferma ve desmoronarse sus escasos logros, el exmarinero vuelve a recorrer la ciudad agitando avisperos y pisando los juanetes de algunos poderosos que tienen mucho que esconder.
La serie Eladio MonroyEladio Monroy no es policía ni detective. Ni siquiera un periodista. Pensionista de la marina, complementa su mísero sueldo con encargos bajo cuerda. Tan sarcástico como sentimental, tan culto como maleducado, se enfrenta a cada problema con astucia, perplejidad y grandes dosis de mala baba. No es que le apetezca andar por ahí investigando a la gente y haciendo justicia. Lo único que quiere es ir echando días para atrás en la ciudad que lo vio nacer. Pero, irremediablemente, siempre acaba viéndose obligado a hacer cosas que nadie hará si no las hace él. Las novelas de la serie Eladio Monroy se inscriben en el hard boiled más clásico y, al mismo tiempo, resultan absolutamente singulares. Ambientadas en Las Palmas de Gran Canaria, bucean en las contradicciones de la sociedad española y las ponen de relieve en argumentos autoconclusivos plagados de giros, humor y violencia.
MORIR DESPACIO
la cuarta de Eladio Monroy
ALEXIS RAVELO
Incluye el relato inédito«La evitable muerte de Chano el Rata»Un caso mugriento del comisario Déniz
Primera edición en esta colección: noviembre del 2020
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a
08034 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© Alexis Ravelo, 2012
© de la presente edición, 2020, Editorial Alrevés, S.L.
© Diseño de portada: Ernest Mateu
ISBN: 978-84-17847-56-2
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
A ti, que sales a la calle para luchar por todos
Para la primera edición de esta novela, conté con la colaboración del equipo de Anroart Ediciones y de Fernando Martínez «Montecruz», además de con la compañía y ayuda de algunos amigos (Antonio Becerra, Nayra Pérez, Toñi Ramos, Inmaculada García) y de Thalía Rodríguez, esa golondrina que, desde hace años, sobrevuela cada página que escribo. Todos ellos alentaron mi trabajo pensándolo seriamente y trasladándome sus opiniones sobre él, además de aguantarme los baches, las ausencias o la compañía impuesta mientras lo desarrollaba. También me resultó muy útil el contacto con varios comunicadores, que alimentaron el argumento de esta novela a través de sus crónicas y entrevistas y, en conversaciones privadas, me sugirieron (con conocimiento de ello o no) detalles asombrosos y enriquecedores. Entre ellos están Juan García Luján y Carlos Guerra.
Las Palmas de Gran Canaria,enero del 2020.
Los personajes y acontecimientos que aparecen en esta novela pertenecen a la ficción. Por eso ninguna persona, partido político o empresa habrá de sentirse aludido o reflejado en ninguno de los personajes, entidades y situaciones mencionados en ella. Así, la bandera de Gran Canaria que ondea en la plaza del Fuero Real de Las Palmas, el Real Decreto-Ley 3/2012 de Medidas Urgentes para la Reforma del Mercado Laboral e Iñaki Undargarín no existen ni han existido nunca. De igual forma, tampoco existe la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Ni Canarias. Ni ese país, aquí mencionado con el nombre de España. Ni siquiera el autor y el lector de este libro existen. Todos, usted y yo incluidos, formamos parte de un mero juego de espejos en el cual nos está permitido, incluso, llegar a creer en la existencia. Pero no nos engañemos: los espejos siempre mienten.
La verdad es transparente y no se ve, la mentira es opaca y no deja pasar la luz ni la mirada. Existe también un tercer caso, en el cual las dos primeras están mezcladas, y es el más frecuente. Con un ojo podemos ver a través de la verdad, y nuestra mirada se pierde en la inmensidad para siempre; con el otro ojo, en cambio, no vemos a través de la mentira ni a un palmo de la nariz, y la mirada no puede penetrar más allá, se queda en la tierra y es nuestra; así nos abrimos paso a lo largo de la vida caminando de costado. Por eso la verdad no se puede entender inmediatamente como la mentira, sino solo comparando verdad y mentira, las letras y los espacios en blanco de nuestro libro.
Milorad Pavić,Diccionario jázaro
Pablo Barroso Andueza regresó a su despacho, se sentó al escritorio y volvió a leer la portada del dosier que su secretaria le había preparado:
REAL DECRETO-LEY 3/2012 DE MEDIDAS URGENTES PARA LA REFORMA DEL MERCADO LABORAL
No le apetecía un pimiento estudiar ese real decreto. Habría preferido salir a la mañana luminosa de la calle Mesa y López, pasear por entre la gente que recorría la zona comercial, acaso llegarse a la plaza de España, buscar sitio en una terraza y beber una cerveza. O dos. Pero no le quedaba otra que aprenderse el real decreto del diantre. Aprendérselo cuanto antes y al dedillo. Por supuesto, las nuevas medidas estaban en la calle, en los medios, en las redes sociales, en boca de cualquier verdulero; eran la comidilla, el motivo de preocupación de sindicatos e indignados, la causa del júbilo de los empresarios, quienes habían pedido a los Reyes un tren eléctrico y habían recibido del Gobierno la Renfe entera. Pero a él las valoraciones le daban exactamente igual; él tenía que ponerse al día de primera mano: un asesor laboral no trabaja con resúmenes o con visiones de conjunto, sino con detalles. Aún no se había centrado en el texto cuando en su móvil sonó la melodía correspondiente al teléfono de su padre. Pablo resopló. Era la tercera vez que llamaba esa mañana.
—¿Qué hay? —preguntó con impaciencia.
—Nada, hijo, lo mismo, que no consigo dar con Víctor.
—No te preocupes. Ya sabes cómo es.
—Sí, pero esta vez es distinto. No sé nada de él desde la semana pasada.
Se hizo un silencio. El viejo se quedó esperando a que Pablo dijera algo, pero él dejó transcurrir unos segundos arañando con el índice la página de portada del dosier, justo sobre la letra U de la palabra URGENTES. Al otro lado, su padre se cansó de esperar.
—Tú estás más cerca que yo, hijo.
—Ando liado, papá. La nueva reforma...
—Por favor, Pablo. Es solo un momento. Para asegurarnos. No te va a llevar más de diez minutos.
El asesor soltó un bufido.
—Vale, está bien. Me acerco por allí y miro. Pero si ha vuelto a las andadas, esta vez le voy a leer bien el cartel. Me tiene hasta... —Se detuvo un instante al recordar con quién hablaba y buscó un eufemismo—. Me tiene hasta las narices, el machango este.
Cinco minutos más tarde, Pablo Barroso transitaba por Mesa y López tal y como había deseado hacer un rato antes, pero a regañadientes. Al pasar por la plaza de España dedicó unos segundos a sentir magua de un sitio a la sombra y una cerveza fresquita. Quizá a la vuelta, pensó mientras bajaba la calle Diderot, maldiciendo la estampa de su hermano Víctor, el niño bonito, el pequeñín, el jodido diletante que vivía a lo grande una vida de eterno adolescente al mismo tiempo que él se deslomaba en la asesoría. Cuando cruzó la plazoleta de Farray ya lo odiaba lo suficiente como para echarle una buena bronca en cuanto lo tuviera delante. Recorrió la calle Kant hasta casi llegar a la playa, desde donde la brisa le traía efluvio a salitre como un canto de sirena. Allá también había una avenida, bares con terraza, aire fresco, cerveza. Sin embargo, hubo de detenerse ante el edificio donde vivía su hermano.
Disponía de su propio juego de llaves, pero prefirió pulsar primero el botón del portero automático. No quería enfrentarse a un Víctor cogido in fraganti en una amanecida, una resaca o un revolcón con alguna fulana que se hubiera quedado a dormir. Eso ya le había ocurrido en otras ocasiones y nunca había resultado agradable. Tras llamar un par de veces, abrió, entró en el ascensor y subió al ático. Una vez ante la puerta de la vivienda, tocó al timbre. Solo había, por supuesto, dos posibilidades: que estuviera en casa o que no. En el primer caso, Víctor estaría durmiendo la mona, pasando la resaca o aún colocado. Así que, cuando él entrara (porque pensaba hacerlo), lo iba a oír. En el segundo, lo esperaría hasta que volviese. Y, por supuesto, cuando lo hiciera, también le echaría la bronca.
Finalmente, usó la llave, dispuesto a encontrarse casi cualquier cosa. Para lo que no estaba preparado era para el hedor y la nube de moscas verdes, para el cuarto de baño y la bañera llena de agua sanguinolenta, sumergida en la cual se pudría, con las venas abiertas, el cuerpo desnudo de su hermano.
Una pátina caliginosa cubría Las Palmas de Gran Canaria. Con alevosa nocturnidad, los vientos africanos habían transportado la calima hasta la isla, depositándola sobre la ciudad de la luz y los despojos. El lunes, al amanecer, se había precipitado ya sobre el paisaje: la capa de polvo amarillento lo cubría todo, empobreciendo colores, deshaciendo en una nebulosa unánime los contornos de edificios, muebles urbanos, semáforos y automóviles. De haber tenido la posibilidad, los habitantes de la ciudad se habrían quedado en casa, escondidos en un cuarto en penumbra, con un ventilador y una botella de limonada cerca, soñando con una lluvia mansa e incesante que limpiara el aire y se llevara el polvo hasta el mar. Pero no era posible: la descarga eléctrica de cada día había vuelto a sacudir el hormiguero y, con la resignación que confiere el hábito periódico, la gente arrastraba por las aceras la disnea y el empanamiento, dirigiéndose, como todos los lunes, a sus quehaceres, porque las calimas de cada año no eran justificación suficiente para no ir a trabajar, a la compra, al colegio, a las gestiones burocráticas. Los alérgicos, los asmáticos, los afectados de migrañas sufrirían un tormento bíblico que quizá (solo quizá) les concediera una tregua a la caída del sol.
Eladio Monroy no era alérgico. Tampoco asmático. No padecía migrañas. A él, la polvajera simplemente lo ponía de mala hostia, como a todo dios. La sensación de cansancio, la abulia impenitente, la sequedad de mucosas y un aumento exponencial de su ya proverbial mala baba aplatanada y pachorrienta eran las consecuencias de ese anticipo del infierno que volvía cada temporada, el pago regular que había que satisfacer por ser inquilino de un supuesto paraíso. Así, malhumorado y ceñudo, entró en el Casablanca, ocupó su mesa y abrió el periódico después de que el tuerto Casimiro le trajera el cortado de siempre en la taza cascada de costumbre.
Monroy no había dejado de acudir al Casablanca, pero sus visitas eran más breves que antes. Por un lado, el periódico resultaba menos interesante (la realidad, en general, lo era cada vez menos); por otro, desde que ya no se podía fumar en el local, tenía que elegir entre el cigarrillo y el café, y a él (como a muchos) lo que le gustaba era combinar ambos vicios. O ambos placeres, como se decía antes de que todo diera cáncer.
Casimiro, cuando endurecieron la normativa, pensó en instalar una mesa de terraza, pero tuvo que enfrentarse al escollo infranqueable de la estrechez de la acera de León y Castillo en la zona en la que el bar se hallaba enclavado. Acabó contentándose con poner un cenicero alto en la entrada. Por supuesto, hubo de soportar las quejas de los clientes y las tropelías de la muchachada, que se hacía el simpa con la excusa de salir a fumar un cigarrito. Los simpas los combatió cobrando al servir a todo aquel que no fuera cliente habitual (piñita asá, piñita mamá, solía decir Casimiro para describir el procedimiento). De las quejas lo libró el tiempo, la costumbre, esa habilidad incomparable de los canarios para habituarse a convivir con el absurdo.
Con todo, a Monroy también le quedaron pocas opciones: leer el periódico tomándose el cortado pero sin fumar, o bien tomarse el cortado en la calle, en un vaso de papel, fumando su cigarrillo pero sin leer el periódico, lo cual no solo le restaba gracia al asunto, sino que le hacía pensar que era una gilipollez recorrerse media León y Castillo para pagar un cortado que tendría que tomarse en la puta calle como un paria, en lugar de quedarse tranquilamente en su casa y consumirlo como le saliera de las ingles.
Pero dejar de tomar allí sus cortados matinales, así como sus menos frecuentes cervezas vespertinas, hubiera sido lo más parecido a una deslealtad hacia Casimiro, cuyo negocio ya iba bastante mal antes de la ley antitabaco, la crisis y la madre-que-parió-a-to-esto, expresión con la cual el tuerto solía referirse al estado de cosas originado cuando los efectos de la situación socioeconómica nacional llegaban hasta su pequeño mundo de vasos turbios, pan bizcochado y tapas de ropavieja.
Esa mañana, Monroy tardó poco más de quince minutos en dar cuenta del cortado y de los titulares. Solo leyó completos un artículo sobre las nuevas exigencias de la Troika comunitaria y un editorial en el que se sostenía que las actividades de Iñaki Urdangarín no tenían nada que ver con la legitimidad de la monarquía española (con el mismo argumento con el que podría explicarse que la construcción del Muro de Berlín no guardaba relación alguna con la Guerra Fría). Cuando ya se levantaba para irse, observó a Mecánico aparecer en la entrada. Con una parsimonia digna de un wéstern de Clint Eastwood, el pequinés avanzó lentamente y se tumbó, mostrando su perfil a la clientela. Permaneció así, pequeña esfinge de baratillo, con la lengua fuera y la mirada oteando un invisible horizonte.
Monroy sabía que esa estampa era el inmediato preludio a la llegada del Chapi. En efecto: segundos más tarde, el propietario de Talleres Betancor (Chapa, Pintura y Automoción) hizo su entrada en el local, embutido en el sempiterno y grasiento mono azul y limpiándose (o ensuciándose) las manos con un paño mugriento.
—Buenos días por la mañana —canturreó el Chapi, dirigiéndose a la barra—. Casi, ponme un cortaíto largo, antes de que el Dudú se dé cuenta de que me escaqueé. —Casimiro no le respondió. Ya había comenzado a preparar el cortado nada más ver al perro. El Chapi se volvió hacia Monroy—. ¿Qué pasó, viejo? ¿Te echas algo conmigo?
—A puntito de irme estaba —dijo Monroy, dejando una moneda de un euro sobre la barra.
—Chacho, tío... No me digas que tienes algo que hacer, porque últimamente curras menos que la conciencia de un banquero. No como yo, que me parto el lomo...
Tenía razón. Hacía mucho que Monroy no tenía que estar a ninguna hora en ningún sitio. Sin embargo, no le había gustado la sorna con que el Chapi lo había dicho.
—Es que quedé con tu mujer, que dice que tú trabajas demasiado.
Casimiro reprimió una risita mientras salía de la barra con un botellín de Tropical y uno de los ahora inútiles ceniceros que antes ponía sobre la barra. El Chapi sabía que picarse no era una buena defensa. Así que, con indiferencia, repuso:
—Ah, si es así, está bien. Pero a ver si hoy se te levanta, porque la última vez, por lo que me dijo, no pudiste ni con la Viagra.
Casimiro puso el cenicero ante Mecánico y le sirvió un buen lingotazo de cerveza. Se quedó un momento allí, en la entrada, contemplando cómo el animal lengüeteaba el líquido con fruición. Luego volvió tras la barra con una inusual sonrisa en el semblante. El foco de atención del Chapi se desplazó desde Monroy hasta el tuerto.
—¡Míralo, Eladio! —gritó con indignación fingida—. ¿Tú te puedes creer esto? El cabrón no me lo deja entrar en el bar, pero luego se dedica a alcoholizarlo.
Casimiro entró al trapo, mirándolo de reojo con su ojo bueno.
—¿Y a ti qué más te da? Si ya lo tienes todo el día colocao con el pestazo de los porros tuyos, jodío mariguanao...
Esta vez el Chapi no encontró una respuesta digna. Se resignó a refunfuñar:
—Ditoseadiós... Lo que hay que aguantar.
Monroy se dirigió hacia la puerta.
—Coño, Eladio. No te vayas. Échate algo conmigo, hombre... —insistió el Chapi.
—No, Chapi, de verdad. Tengo que hacer un recado —mintió Monroy—. Nos vemos a la tarde, a lo mejor.
Al salir, se dio cuenta de que Casimiro y el Chapi habían comenzado a hablar a media voz, seguramente preocupados por él y su temporada de sequía. Sabía que su preocupación era de buena fe. También sabía que era inútil. Antes de tomar el camino hacia casa, se agachó a acariciar durante unos segundos a Mecánico, que, cuando estaba en copas, se olvidaba de ladrarle.
Monroy recorrió algunos metros de León y Castillo en dirección sur preguntándose qué haría para almorzar. Recordó que tenía en la nevera un par de berenjenas que estaban a punto de estropearse. Sacó el móvil y telefoneó a Gloria. Ella no tardó en cogerlo.
—¿Qué tal? —preguntó ella con desgana.
—Bien. ¿Qué te pasa?
—Nada, mi niño, que estoy más aburrida que Spiderman en un descampado. Hoy han entrado cuatro clientes y solo han comprado dos.
—Bueno, mujer, todavía es temprano.
—Ya, pero la cosa está jodida, Eladio. Y encima, con la calima, no tengo ganas sino de morirme, para hartarme de dormir...
—Venga, anímate, carajo. Te llamé para ver si comías hoy en mi casa.
—Vale. ¿Qué vas a hacer?
—Tengo unas berenjenas. Si encuentro setas te hago pasta al aceto, como a ti te gusta. ¿Qué te parece?
—Me parece que el día está empezando a mejorar —dijo Gloria, paladeando ya el plato con el pensamiento.
—Pues venga, se dijo. Voy a ver si consigo las setas.
La frutería estaba un poco más adelante. Allí solían tener setas cultivadas. Si no, tendría que conformarse con unos champiñones. Llegó hasta la puerta del establecimiento, pero antes de entrar sonó la melodía de su móvil. Se quedó en la calle, ante el escaparate, miró la pantalla y comprobó que no tenía registrado el número desde el que lo llamaban. Tras dudar un instante, contestó. Al otro lado se hizo oír la voz de un hombre indudablemente mayor.
—¿Eladio Monroy?
—¿Quién es?
—Usted no me conoce. Mi nombre es Ernesto Barroso. Espero no llamarlo en mal momento. —Hizo una pausa, a la espera de que Monroy le dijera si era así o no. Solo continuó hablando cuando le respondió el silencio—. Me dio su número un amigo, Nicolás Lara, el de Casa Lara.
—¿Nico, el cocinero? —quiso aclarar Monroy.
—Eso es, Nico. Pues bueno, Nico me dijo que... Verá, Eladio, tengo un problema y Nico me dijo que a lo mejor usted me podría ayudar...
El hombre hablaba en un tono amable, cordial, educado. A Monroy, cosa rara, le pareció simpático. Podía ser que realmente lo fuera o que Monroy, tras pensar en la perspectiva de cocinar para Gloria y almorzar con ella, estuviese teniendo su momento tierno del día.
—¿Qué tipo de ayuda necesita?
—Nada demasiado complicado. Hacer unas averiguaciones. Yo... Por supuesto, yo podría pagarle bien y... ¿Le importaría que nos viésemos en persona para hablar del asunto? Cuando a usted le venga bien, claro. No le voy a quitar más que un ratito.
Monroy miró el reloj. Aún no eran las diez y media.
Ernesto Barroso no vivía lejos. Monroy subió la calle Aguadulce y, al llegar al paseo de Tomás Morales, giró a la derecha. No tuvo que andar demasiado para dar con la dirección. Consultó el directorio del portero automático. El nombre figuraba en el botón correspondiente al 4.º A. Nada más pulsarlo le respondió una voz de mujer. Temió haberse equivocado, pero, en cuanto dio su nombre, un chisporroteo eléctrico liberó la cerradura del portal. Atravesó un zaguán angosto, un túnel de espejos que multiplicaban la sensación de amplitud y, tras cruzar un burocrático saludo con un conserje que ordenaba correspondencia en el mostrador adyacente, subió en un ascensor de última generación cuyo hilo musical le escupió en las meninges algo de Kenny G.
Al llegar ante la puerta de Ernesto Barroso, se encontró con que esta ya estaba abierta. En el umbral lo esperaba una mujer de unos cincuenta años, rellenita y de piel aceitunada, vestida con un sencillo traje estampado protegido por un mandil de hule. La mujer sonreía con amabilidad.
—¿Don Eladio? Pase, por favor —invitó con un deje cantarín que podía ser de Ecuador o de Colombia, mostrándole el camino con un gesto de la mano—. Don Ernesto lo está esperando.
Orientado por la mujer, Monroy recorrió un pasillo de paredes pintadas de color salmón donde se alternaban algunos cuadros que no se detuvo a contemplar. Pasó ante varias puertas cerradas y, finalmente, a indicación de la mujer, entró en una sala diáfana que daba a Tomás Morales. Allí, junto al ventanal, halló al hombre que lo había telefoneado. Ernesto Barroso era, efectivamente, un anciano de actitud afable. Delgado, de mediana estatura, iba vestido con unos sencillos pantalones de pinzas de color beis y una camisa a rayas. Al verlo entrar, se dirigió hacia él con un gesto de manos abiertas, adelantando una para ofrecérsela. Sus movimientos eran ágiles y precisos, quizá demasiado para alguien que debía de tener, con toda probabilidad, unos ochenta años. El apretón de manos fue firme, y lo primero que a Eladio le llamó la atención de su rostro fueron los ojos castaños. En ellos había dulzura, pero también cierta opacidad, como si la dulzura intentase ocultar, sin conseguirlo, algún secreto amargor. No obstante, se le ocurrió que no había que ponerse tan fino: igual era solo que el viejo tenía cataratas.
—Primero que nada, le agradezco que haya tenido la amabilidad de venir. Y tan pronto —dijo Barroso, invitándolo a sentarse en el enorme sofá que formaba una herradura en torno a una mesa de centro de madera de cerezo.
Monroy tomó asiento, notando que sobre la mesa había una bandeja con un servicio de café y un plato con galletitas.
—Si tengo que ser sincero, tenía mucha curiosidad. ¿De qué conoce a Nico?
El viejo se sentó también, de forma que quedaran frente a frente.
—Soy cliente suyo. Suelo ir a Casa Lara. Una buena persona.
Monroy recordó que, en efecto, Nico había dejado el restaurante en el que trabajaba y había abierto un negocio por su cuenta. El Casa Lara estaba en la zona de Bandama, cerca del campo de golf, y, al parecer, no le iba mal. El tipo de clientela que consumía esos lujos no había dejado de salir ni de gastar dinero. Hacía tiempo que no se veían. Desde que tenía el nuevo negocio, el asturiano no paraba demasiado en la ciudad y Monroy no podía permitirse ir a sitios como ese.
—Me contó lo que hizo usted hace unos años.
—No me quedó otro remedio. Yo también estaba metido en el lío.
—Sí, pero a quien acusaban era a él. —Sin consultarle, Barroso sirvió dos tazas de café y puso una ante Monroy—. Usted se podría haber desentendido del asunto. En cambio, se jugó el tipo por Nico. Podría no haberlo hecho, pero lo hizo.
Monroy tampoco preguntó antes de servirse un poco de leche y dos cucharadas de azúcar.
—Tenía mis motivos.
—Lo supongo.
Revolvieron y probaron sus cafés en silencio. Monroy se dijo que lo único que le faltaba a aquel café era un cigarrito. Luego preguntó al viejo qué problema tenía. El hombre, de pronto, perdió la sonrisa y el secreto que se adivinaba en sus ojos le invadió por completo la mirada.
—Mi hijo Víctor murió hace tres semanas. Vivía en la zona de Las Canteras, en un ático que tiene allí la familia. Allá se lo encontró su hermano, con las venas abiertas. Según la autopsia, primero había tomado alcohol. Y diazepam. Mucho.
Barroso carraspeó un poco, tomó otro sorbo de café, acercó un cenicero y sacó un cigarrillo de un paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa. Aprovechó esa circunstancia para recuperar la sonrisa, comentando:
—Espero que no le moleste. Me gusta con el café.
Monroy, que ya había sacado su tabaco, lo informó de que a él también.
—Víctor —dijo Barroso, retomando el hilo— era el más pequeño. Treinta años. Mi mujer, que en paz descanse, y yo lo tuvimos tarde, cuando pensábamos que ella ya no podría, y por eso, a lo mejor, lo mimamos demasiado. A lo largo de los años empezó un montón de carreras: Derecho, Empresariales, Geografía e Historia, Filosofía, Informática, Periodismo... No acabó ninguna. También intentó ser pintor, animador turístico, cantautor, escritor y no sé qué más. Para no cansarlo, Eladio, Víctor era... ¿Cómo se lo diría? Víctor era como esos jugadores de ajedrez que presumen de jugar simultáneas de diez partidas, pero no cuentan que las han perdido todas. Durante muchos años, las únicas cosas que se le dieron realmente bien fueron las drogas, las copas y las mujeres.
Ernesto Barroso hizo una pausa. Evidentemente, aquel ejercicio de sinceridad le resultaba penoso. Monroy descubrió que sentía verdadera compasión por él.
—Supongo que los defectos de los hijos son nuestros fracasos como padres, ¿no? Eso he oído decir, no sé dónde. —Barroso se rascó la oreja al decir esto y, sin esperar respuesta, continuó hablando—. En fin, que Víctor no encarrilaba su vida pero lo intentaba.
—Y, mientras tanto, ¿de qué vivía?
—De mí —respondió inmediatamente el hombre, encogiéndose de hombros—. Pero últimamente estaba más tranquilo. Hizo un par de cursos de informática y trabajaba diseñando páginas web. Era... —Se detuvo un momento, buscando la palabra—. Webmaster. Eso. Trabajaba como webmaster. Por su cuenta, a su ritmo, pero trabajaba. Me llamaba cada día y venía de vez en cuando a verme. Estaba, digamos, más formal.
—¿Cuánto duró esa etapa?
—Un año. O un año y medio, quizá.
—¿Y qué fue lo que le hizo ponerse las pilas? Quiero decir, ¿por qué le dio por cambiar de vida?
—No lo sé. Supongo que se hartó de tanta juerga. A lo mejor un día se levantó, se miró al espejo y se dijo que ya no tenía veinte años y que tenía que hacer algo. No lo sé. El caso es que, de repente, se matriculó en esos cursos y se puso a trabajar. Y parece que no se le daba mal. Llevaba las páginas web de un par de empresas. También le dio por abrir una página de esas personales, en la que ponía noticias y textos suyos.
—Un blog —apuntó Eladio.
—Eso: un blog.
—¿Usted, a qué se dedica?
Barroso se rio.
—Yo ya no me dedico a nada. Soy graduado social. Tenía una asesoría. Me jubilé hace ocho años y le pasé el testigo a mi otro hijo, Pablo, que llevaba ya años trabajando conmigo.
—Muy diferente de su hermano, supongo.
—La otra cara de la moneda. Está casado, tiene dos chiquillos, y su vida es la familia y el trabajo. Se divierte, como todo el mundo, pero sus diversiones son sanas. En general, se acuesta con las gallinas y se levanta con el gallo.
Se sonrieron con complicidad. A Eladio le gustaba la forma de hablar del viejo, su lenguaje cuidado, sus expresiones, algo anticuadas, cultas pero no pedantes. No obstante, en su reloj estaban a punto de dar las once y aún no entendía bien qué se pretendía de él. Así que intentó reconducir la conversación:
—Entonces, Víctor murió hace tres semanas.
De pronto, Barroso lo miró con frialdad.
—No murió: se suicidó. O, al menos, esa es la explicación oficial.
—Y usted no se la cree... —aventuró Monroy.
—¿Cómo lo sabe?
—Hombre, si se la creyera, no sé qué iba a pintar yo aquí.
El viejo dio un suspiro, asintió e intentó explicarse lo mejor posible.
—Si le hablo de Víctor contándole sus defectos, y no sus virtudes (que también las tenía), es, precisamente, para que entienda que no me ciega la pasión de padre, que no tengo estas dudas porque esté jodido. Que lo estoy. Que un hijo se muera antes que tú es la mayor faena que te pueden hacer. Ya sabe lo que se dice: ellos deberían enterrarte a ti, no tú a ellos. Pero, aparte de todo eso, mis dudas son razonables.
Monroy lo interrogó con la mirada y el viejo comenzó a explicar esas dudas.
—La última vez que vi a Víctor fue el miércoles 15 de febrero. Ese día vino a comer. Se le veía contento, ocupado, de buen humor. Hablamos sobre cosas de la familia y también sobre su trabajo. Me contó que estaba llevando los soportes de un periódico digital y que era una cosa interesante. Por supuesto, yo no tengo ni idea de lo que es un soporte —dijo Barroso, riéndose—, pero me sonaba bien. Al día siguiente me llamó por la tarde, como era costumbre. Me llamaba siempre sobre las siete o las ocho, para ver cómo estaba. Y esa fue la última vez que hablamos. El lunes, ya harto de llamarlo por teléfono, le pedí a su hermano que fuera al ático. Se lo encontró en la bañera, con las venas cortadas. Según la autopsia podría haber muerto el jueves 16 o el viernes. No hay manera de determinarlo con exactitud.
Barroso hizo una pausa, con la excusa de aplastar bien la colilla de su cigarrillo. Carraspeó de nuevo y continuó:
—Parece que no había señales de violencia. Sin embargo, no dejó ninguna nota. Y, al menos por lo que yo veía, pasaba realmente por un buen momento. Se le veía contento y estaba más cariñoso que nunca. No estaba deprimido, ni tenía ningún problema. Que yo sepa.
Que él sepa, pensó Monroy. Muchos suicidas parecen estar pasando un buen momento, no estar deprimidos, no tener ningún problema. No obstante, se cuidó de decirlo en ese instante, con el viejo allí, tragando saliva para intentar proseguir con entereza.
—Pero la explicación oficial es esa: el juez, la policía, el forense... Todos parecen estar seguros de que fue un suicidio. Y yo, si le digo la verdad, tampoco estoy seguro al cien por cien de lo contrario. Puede que sea cierto, que yo me esté engañando y que él me ocultara que se encontraba mal. Pero quiero asegurarme, Eladio. Quiero estar seguro de que no se metió en un lío, de que nadie le jugó una mala pasada. Ahí es donde puede usted ayudarme.
Hacía dos años que Monroy no aceptaba ningún encargo. Por un lado, nadie había solicitado sus servicios. Por otro, parecía haberse resignado a cumplir con la promesa que le había hecho a Gloria poco después de salir del hospital en la última ocasión.
—¿No ha pensado en contratar a una agencia?
Una lucecita se encendió en los ojos de Ernesto Barroso. Con aquel vigor que parecía caracterizarlo, se levantó y se dirigió al aparador cercano, diciendo:
—No solo lo pensé. También lo hice. —Abrió un cajón y extrajo de él un gran sobre amarillo, que arrojó sobre la mesa, no sin cierta suavidad, antes de volver a cerrar el cajón y regresar a su asiento. Eladio vació el sobre ante sí. Contenía una carpeta de dosier, de unas diez o quince páginas, todas ellas con el membrete de una agencia de detectives—. Tardaron cuatro días en darme eso y la factura. Esa copia es para usted. Sus conclusiones fueron las mismas: no ven nada extraño.
—Puede que sea la verdad —arguyó Monroy.
—Cierto —admitió Barroso—. Casi estoy por creerlo. Pero, como le dije, quiero asegurarme. Me acordé de lo que Nico me había contado sobre usted y pensé que no era mala idea contar con una segunda opinión. Una última opinión —precisó, antes de guardar silencio y quedar a la espera, mientras Monroy ojeaba el informe.
Cuando se hizo una idea general de las averiguaciones de la agencia y de sus conclusiones («debido al historial previo», «posible estado depresivo», «conducta autolítica»), Monroy, como solía hacer cuando pensaba, se pellizcó el mentón durante un largo rato sin dejar de mirar al viejo, que permanecía expectante.
—¿Qué piensa su otro hijo?
Barroso enarcó las cejas antes de contestar:
—¿Pablo? Pablo piensa lo mismo que todos los demás, que fue un suicidio. El pasado de Víctor, para qué engañarnos, era el que era. Y quien más tuvo que aguantarlo fue precisamente él, porque era a quien le tocaba sacarle las castañas del fuego. Sé que más de una vez, para que no nos lleváramos un disgusto su madre y yo, le solucionó muchos follones. Encima fue él quien lo encontró. —Esto último lo dijo con un dejo de amargura que se acercaba bastante a la culpabilidad—. Lo está pasando mal con esto. Se ha quedado fastidiado. Anda en psicólogos... En fin, que está intentando olvidar todo el asunto cuanto antes. Ellos... No es que se llevaran bien. Los hermanos, ya se sabe. Pero se querían, a su manera.
Monroy volvió a los pellizcos y al silencio. Sus reflexiones fueron interrumpidas por la entrada de la mujer, que venía a llevarse el servicio de café.
—¿Puedo? —preguntó a Barroso.
—Sí, por favor —respondió este, antes de volverse hacia Monroy—. ¿Le apetece alguna cosa más? ¿Una cervecita o algo?
—No, gracias. Muy bueno, el café —añadió Monroy, dirigiéndose a la mujer.
Ella sonrió con orgullo.
—En mi tierra lo hacemos así: cuando hacemos café, hacemos café.
En el momento en que ella se marchaba, recordó una escena de una novela de Joyce en la que dos señoras hablaban de cómo se hace un buen té. «Cuando hago té, hago té —decía una—. Y cuando hago aguas, hago aguas». La otra replicaba: «Y Dios la libre de utilizar la misma perola».
—No sé qué haría yo sin Adriana —dijo Barroso, refiriéndose, evidentemente, a la mujer—. Lleva veinte años en la casa. Mi mujer y ella se querían mucho. Cuando mi mujer enfermó, Adriana aprendió a ponerle la medicación para cuidarla y... Bueno, un encanto de persona. Volviendo al tema, Eladio. No quiero quitarle mucho tiempo más. Solo quiero que se asegure de que no hay nada extraño en lo de Víctor. En ese caso, si de paso consigue averiguar qué lo llevó a hacerlo, a tomar esa decisión, mejor. Si no, por lo menos, me gustaría tener la seguridad de que no hubo ninguna mano ajena que interviniera en esto. ¿Qué me dice? ¿Podría hacerlo? Por supuesto, estoy dispuesto a pagar lo que haga falta. No soy millonario, pero tengo mis ahorros y...
Monroy lo atajó con un gesto de la mano.
—No se me embale. Antes de eso, tiene que saber que a lo mejor tiene usted una idea equivocada de mí. Yo no soy un profesional.
—Lo sé.
—No soy más que un marinero jubilado. Ni siquiera soy trigo limpio. He tenido mis problemillas...
—También lo sé.
—Y cobro en negro.
—Eso no lo sabía, pero lo había supuesto.
Monroy inclinó un poco la cabeza hacia un lado y preguntó:
—¿Qué cree que voy a averiguar yo que no hayan averiguado la Policía y los detectives? ¿Qué supone usted que tengo yo que no tengan ellos?
El viejo sonrió con suficiencia, antes de soltarle:
—Por lo que sé, no solo se conoce usted a media isla, sino que es un redomado cabezota. Espero que no se lo tome a mal, pero eso es lo que se dice de usted, que es un cabezudo y que hasta que no está seguro de haber llegado al fondo, no se queda tranquilo.
—¿Ha hablado sobre mí con alguien más que no fuera Nico?
—La semana pasada pregunté por ahí. Un amigo mío conoce a Feluco Bosch. Habla maravillas de usted. Me enteré, por ejemplo, de lo de hace un par de años, en Mogán.
—No está uno ya para ciertos trotes —dijo Eladio Monroy, maldiciendo mentalmente a Feluco Bosch y sus indiscreciones.
—Esto es distinto. Es más sencillo. ¿O no le parece algo sencillo?
—Al principio, siempre lo parece.
Tras la puerta de enfrente se escuchaba la película de acción del día, que Matías estaría viendo en pijama y pantuflas y sin la dentadura postiza que solo se pondría cuando su hija llegara con la fiambrera para echarle, como él decía, el alpiste al viejito. Monroy llamó al timbre y esperó. En el interior, el anciano bajó el volumen de la tele y, aunque sabía perfectamente que era él, preguntó a gritos:
—¿Quién coño es?
Monroy, imitando la cantinela de los afiladores, gritó:
—Folladoooooor...
La madre que lo parió, en lo mejor de la película, cagoenlamadre, escuchó murmurar a Matías mientras se levantaba e iba a abrir.
—Déjate de gritar esas boberías, Eladio, que las viejas culichichis del bloque se van a pensar que soy tan maricón como tú.
Monroy le entregó, como era costumbre, el ejemplar de El País que él ya había leído.
—Mira que tienes mala leche, Matías...
—¿Cómo viene hoy? —Evidentemente, Matías se refería al periódico.
—Ya han salido a defender a Urdangarín. Ah, y en cuanto te despistes nos ponen el copago.
—Hijos de puta... Te pasas la vida cotizando para que ahora vengan a cobrarte dos veces...
Monroy se encogió de hombros.
—Sí, tú pasa de todo... Claro... Si yo tuviera veinte años menos, estaría ahí en San Telmo, acampado... O quemando bancos, me cago en la leche... Pero estoy viejo, diantre. Ustedes, los jóvenes, no hacen nada y estos cabrones nos están fastidiando a todos.
—Carajo, Matías —se carcajeó Monroy—, sí que tienes que ser viejo si hasta yo te parezco joven. ¿Qué película estás viendo hoy?
—La maté por un yogur —contestó Matías con suspicacia, acostumbrado a que Monroy le hiciera rimas groseras aprovechando los títulos de las películas que veía.
—No, hombre, en serio... A ver si hay suerte y es una que no he visto, para que me la prestes.
El viejo lo miró de reojo, aún reticente. Luego acabó diciendo:
—Una del Tommy Lee Jones, sobre un volcán.
—Ah, Joe contra el volcán. Esa la vi.
—No, no es esa.
—¿Cómo no va a ser esa? Si la he visto un montón de veces. Es Joe contra el volcán. Se llama así.
—Que no, carajo —dijo Matías con impaciencia—. Esta se llama Volcano.
—¿Volcaro?
—No, ignorante: ¡Vol-ca-no!
—Pues agárrame el banano —canturreó Monroy, corriendo hacia su puerta.
—¡Pero qué machango eres! —aulló Matías con indignación—. Jodío bobomierda este... Vergüenza te tendría que dar...
Monroy se meaba de risa, intentando abrir su puerta, cuando escuchó que Matías cambiaba el tono.
—Oye, Eladio... Mira que te diga una cosa...
Ahora quien no se fiaba era Monroy. Pensaba que Matías quería devolvérsela. El viejo insistió:
—Ven un momento, coño, que te tengo que comentar algo en serio.
Finalmente, el exmarinero se acercó, pero manteniendo una sonrisilla preventiva.
—Mira a ver si te enteras por ahí de algo para Carmelo.
Carmelo era el yerno de Matías. Un buen tipo. Albañil. En los últimos años había trabajado en varias obras. Sin embargo, llevaba ya casi un año en paro. No era la primera vez que Matías preguntaba a Monroy si sabía de algún empleo para él.
—Bueno, eso estaba hablado: si me entero de algo para él, te aviso...
—Sí, pero ya le da lo mismo que no sea en lo suyo. Si no es en la construcción, de camarero o limpiando pozos negros... Cualquier cosa... Ahora mismo se le va a acabar el paro y el hombre está que se sube por las paredes.
—¿Y no le salen trabajillos por su cuenta?
—Poca cosa. Antes, por lo menos, hacía alguna reforma o alguna cosa así, pero ahora ni eso. No está la gente por ahí para meterse en obras. El pobre está amargado.
Las miradas de ambos se reconocieron mutuamente en el territorio de la indignación.
—Qué jodida se ha puesto la cosa, Eladio.
—Y peor se va a poner, viejo.
Monroy entró en su casa y pensó en aquello, en que se podía poner aún peor. Un par de años atrás, opinaba que la crisis era solo cosa de ricos, que a quienes nunca habían tenido gran cosa no les podía llegar a afectar tanto. En los últimos tiempos, sin embargo, se había dado cuenta de su error. Porque, si bien en otras épocas los poderosos llegaban a empobrecerse durante las crisis periódicas, ahora las cosas habían cambiado: ellos, al contrario que las clases humildes, habían aprendido de sus errores, habían comprendido que aquellas crisis formaban parte del propio sistema y se las habían arreglado para que, cuando llegaran, fueran los de abajo los que pagasen.