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¿Qué tienen en común la desaparición de las variedades de manzana, la aparición de políticos en programas de entrevistas, el fundamentalismo religioso y el mercado del arte y la música? La diversidad se reduce en todas partes, lo inesperado y lo desajustado se rechaza. En lugar del contenido peculiar, hay una supuesta autenticidad: ya no es el "qué" lo que cuenta, sino solo el "cómo". En la actualidad, la complejidad, la pluralidad y la diversidad ya no se perciben como un enriquecimiento. La sociedad moderna ya no acepta ambigüedades, lo cual se traduce en una drástica reducción de opiniones o posiciones sociales. En este breve pero contundente ensayo, Thomas Bauer pone en evidencia que la intolerancia a la ambigüedad es el signo de nuestro tiempo. Muestra, además, las consecuencias si continuamos en este fatal camino de pérdida de diversidad.
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La pérdida de la ambigüedad
Sobre la univocación del mundo
Traducción de Alejandro del Río Herrmann
Herder
Traducción: Alejandro del Río Herrmann
Diseño de la cubierta: Toni Cabré
Edición digital: José Toribio Barba
© 2018, Philipp Reclam Jun. Verlag GmbH, Ditzingen
© 2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-4809-6
1.ª edición digital, 2022
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Herder
www.herdereditorial.com
1. «TODO ES MULTICOLOR»: ¿UNA ERA DE LA DIVERSIDAD?
2. EN BUSCA DE UNIVOCIDAD
3. CULTURAS DE LA AMBIGÜEDAD
4. LAS RELIGIONES ENTRE EL FUNDAMENTALISMO Y LA INDIFERENCIA
5. ARTE Y MÚSICA EN BUSCA DE UNIVOCIDAD
6. ARTE Y MÚSICA EN BUSCA DE INSIGNIFICANCIA
7. EL DELIRIO DE AUTENTICIDAD
8. UNIVOCACIÓN POR ENCASILLAMIENTO
9. VINO AUTÉNTICO Y POLÍTICA AUTÉNTICA
10. EN POS DEL HOMBRE MÁQUINA
En 1978 decía Nina Hagen en su canción punk «Clavada al televisor»: «Clavada sin solución, / Imposible una decisión, / Todo es multicolor, / Clavada al televisor».
¿Qué decir hoy, cuando casi cualquiera puede sintonizar cientos de programas, para no hablar de la diversidad de los nuevos medios de comunicación? Pero no solo la oferta de medios se ha diversificado. También se han diversificado las propuestas de identidad, las series de crimen y misterio, las pastas de dientes o las chocolatinas. Ciertamente, no es sorprendente que en una sociedad de consumo capitalista la oferta de mercancías se diversifique y, con ella, también las identificaciones destinadas a todas las personas llamadas a comprar estas mercancías. Pero ¿vivimos por eso realmente en una era de la diversidad?
En Alemania, la población de aves se ha reducido desde 1800 hasta hoy en un ochenta por ciento. Peor suerte que las aves han corrido los insectos. Así, por ejemplo, según la Asociación Entomológica Krefeld, la biomasa de insectos «ha decrecido hasta un ochenta por ciento» en veinticinco años. De este modo, los insectos, con un decrecimiento poblacional de en torno al ochenta por ciento en veinticinco años, han «superado con creces a las aves con su descenso del ochenta por ciento en doscientos años». ¿Y las plantas? Según las listas de la International Union for Conservation of Nature, «aproximadamente un setenta por ciento de todas las plantas pueden considerarse en peligro», y el número de especies amenazadas «en el nuevo milenio ha aumentado por encima de un cincuenta por ciento. Por esta razón, hay biólogos que temen que hasta aproximadamente 2030 una de cada cinco especies conocidas pueda desaparecer, y hasta 2050, incluso una de cada tres». En palabras del ornitólogo Peter Berthold, esto sería obra del homo horribilis, que entretanto ha evolucionado a homo suicidalis, porque ni él mismo podría sobrevivir a la extinción de especies que ha desencadenado.1
En la naturaleza, por tanto, la diversidad disminuye en una amplitud y a una velocidad desconocidas hasta ahora. Pero ¿qué hay de la cultura? Empecemos por lo que los hombres han hecho de la naturaleza mediante el cultivo y la cría. No solo hay «listas rojas» para animales salvajes, también las hay para razas de animales domésticos, cada una con propiedades que la hacen especialmente idónea para condiciones medioambientales y planes de aprovechamiento determinados. La extinción de antiguas razas de animales domésticos no es tan solo una pérdida estética, pues ha de conducir a la pérdida de un valioso material genético que podría resultar necesario para la supervivencia con vistas a la futura cría de animales. Organizaciones como la «Sociedad para la conservación de razas animales domésticas antiguas y amenazadas» trabajan por su conservación y elaboran sus propias listas rojas.2
En el caso de las plantas útiles, el balance no es más positivo. Es cierto que existen hoy día más clases de muesli y de patatas chips que nunca. No obstante, lo que se nos ofrece cada vez más es una papilla uniforme, como afirma la periodista Silvia Liebrich: «Antaño existían treinta mil clases de maíz repartidas por todo el mundo, pero solo un par de docenas son cultivadas a gran escala, predominando las plantas modificadas por ingeniería genética».3 En el caso de los plátanos, solo hay ya una única especie en todo el planeta. De los veinte mil tipos de manzanas existentes en su día, a los clientes se les ofrecen hoy, a lo sumo, solo seis clases. Si asumimos que, según el Living Planet Index del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), solo entre 1970 y 2005 la diversidad biológica de nuestro planeta ha decrecido en un vientisiete por ciento, ¡difícilmente puede nuestra época ser un tiempo de la diversidad!
Y si no en la naturaleza, ¿existe hoy al menos entre los seres humanos mayor diversidad?
También aquí las noticias son desalentadoras. Por lo pronto, la variedad de lenguas es cada vez menor. La «Sociedad para las lenguas en peligro de extinción» constata que casi un tercio de las aproximadamente 6 500 lenguas habladas en el mundo «desaparecerán en el curso de las próximas décadas».4 Pero lenguas y dialectos, como afirma la «Sociedad para las lenguas en peligro de extinción», «no son únicamente rasgos de la cultura y del espíritu humanos, sino también los medios de sus hablantes para conocer el mundo y anudar lazos sociales. Representan un valor de por sí y deberían por ello —también como manifestaciones de la creatividad y de la diversidad del espíritu humano— ser conservadas y documentadas».
¿Y la cultura? La propia Nina Hagen dejaba constancia, en la canción citada al inicio, de que la multiplicación de los programas de televisión no ha de significar necesariamente un aumento de la diversidad de contenidos. Esto tampoco ha cambiado al centuplicarse los programas de televisión desde 1978. Muy al contrario, el admirable aumento de series policíacas y de tertulias ha relegado los programas culturales a unos pocos canales temáticos o al horario de medianoche.
¿Y la sociedad multicultural? Me parece que también aquí nos dejamos engañar por una diversidad aparente. Para empezar, recordemos que Europa fue, a lo largo de muchos siglos, una de las regiones más monoculturales del mundo. Europa se halla, como punta del extremo occidental de Asia, relativamente aislada, y ya por ese solo motivo ha atraído menos migrantes que, por ejemplo, el Oriente Próximo. Después de todo, también la homogenización religiosa, consecuencia de la cristianización, ha conducido a que apenas exista otro lugar en el mundo donde haya imperado una uniformidad religiosa semejante a la europea. A los fieles de religiones no cristianas no les estaba permitido asentarse. Solo los judíos podían instalarse, pero con frecuencia eran tolerados solo de mala gana y a menudo perseguidos. Los «herejes», como los cátaros, fueron exterminados sin piedad, y con la presencia del islam en Europa se acabó enseguida, tan pronto como se estuvo militarmente en condiciones de hacerlo. Cuando, en el siglo XVI, comenzó a formarse algo así como una pluralidad cristiana, en la historia islámica estallaron guerras hasta entonces desconocidas, a pesar de todas las pasajeras oposiciones y animadversiones, como, por ejemplo, las que enfrentaban a suníes y chiíes. A inicios de la Modernidad, ningún continente era religiosa y culturalmente tan uniforme como Europa. Solo sobre este trasfondo se puede comprender por qué se empezó a creer que, con la llegada de inmigrantes («mano de obra huésped») a partir de la década de 1960, con sus hábitos alimentarios distintos y, en parte, incluso otra (pero tampoco tan distinta) religión, nuestras ciudades se habían transformado en ciudades multiculturales.
La verdadera multiculturalidad, en cambio, predominaba en los inicios de la Modernidad en las rutas comerciales que iban de África occidental, atravesando Egipto, Oriente Próximo, Asia central y meridional, hasta China e Indonesia. En todas estas ciudades, de Marrakech, pasando por El Cairo, Tabriz, Bombay o Bujará, a Xi’an y Aceh, se levantaban casas de oración de muchas religiones distintas; hombres y mujeres vestían ropas de lo más variadas; en las calles se oían lenguas sin cuento, y todo esto les parecía a todos algo de lo más normal y evidente.
Incluso si hoy día también en Berlín y Londres hay personas que hablan hausa o suajili, los sijs llevan turbante y los restaurantes chinos sirven patas de pollo asadas, esta multiculturalidad no tiene parangón con la que existía en la antigua Ruta de la Seda o en el Imperio Otomano antes de la Primera Guerra Mundial. Porque esa vieja multiculturalidad no existe ya en ninguna parte. Stefan Zweig ya describió en 1925 esta mutación en un clarividente ensayo:
Fortísima impresión espiritual de cada viaje en los últimos años […]: un callado espanto ante el devenir monótono del mundo. Todo en las formas externas de vida se vuelve más igual, todo es nivelado conforme a un esquema cultural unitario. Los usos individuales de los pueblos pierden sus rasgos peculiares, los trajes se uniformizan, las costumbres se hacen internacionales. Cada vez más es como si los países fueran indistinguibles entre sí, como si los hombres desarrollaran su actividad y organizaran su vida según un esquema; cada vez más las ciudades se parecen externamente unas a otras. […] Nunca fue tan rápido este desplome en la uniformidad de las formas externas de vida, nunca tan caprichoso como en los últimos años. […] Es probablemente el fenómeno más candente, el más decisivo de nuestro tiempo.5
Y ello tiene consecuencias, dice Zweig, a saber:
El cese de toda individualidad hasta en lo externo. No impunemente van todas las personas vestidas igual […]: esta monotonía tiene que penetrar por necesidad hasta dentro. Los rostros se asemejan más unos a otros por una igual pasión, los cuerpos se asemejan más unos a otros por un igual deporte, los espíritus se asemejan más por iguales intereses. Inconscientemente surge una equivalencia de las almas, un alma de masa, por un impulso acrecentado a la uniformización; una atrofia nerviosa en favor de los músculos; un morirse lo individual en favor del tipo.6
Independientemente, pues, de adónde miremos, ya sea a la naturaleza, a los seres humanos o a su cultura, se observa por doquier la tendencia a una disminución de la variedad, a una reducción de la multiplicidad. Se puede nombrar toda una serie de causas de esto (interconectadas en gran parte), como la urbanización, la creciente movilidad, la globalización en general, los perjuicios del tráfico, la agricultura industrializada, el cambio climático, los monopolios de los grandes grupos de la industria alimentaria y, en términos generales, la economía capitalista. Pero todos estos factores no penden fatalmente sobre las personas. Tiene que haber, entonces, algo así como una disposición moderna a la destrucción de la diversidad. Los enconados debates en torno a la multiculturalidad lo muestran a las claras. Aunque en Alemania se trate, de todos modos, de un fenómeno rebajado por el proceso de igualación de la Modernidad globalizada, la multiculturalidad se ha convertido en uno de los temas más importantes del discurso político. Es evidente que captan mayor atención los debates absurdos sobre la cultura dominante que temas como la diversidad y la seguridad alimentarias, y una polémica sobre el hiyab causa excitación a muchas más personas que la pérdida de la fauna aviar o de insectos.
Por esta razón, en las páginas siguientes no se tratará tanto de trazar un mapa de la diversidad que nos rodea como de nuestra disposición o renuencia a tolerar la variedad en todas sus formas de aparición. Por una parte, nos ocuparemos de nuestro trato con la variedad externa, como la diversidad étnica o la variedad de proyectos de vida; por otra parte, de nuestro trato con las verdades polifacéticas de un mundo no unívoco. Pues eso precisamente es nuestro mundo: algo no unívoco. Las personas estamos constantemente expuestas a impresiones que admiten diferentes interpretaciones, son de apariencia confusa, no dan un sentido inequívoco, parecen contradecirse, provocan sentimientos encontrados o parecen sugerir acciones contrarias. En suma, que el mundo está lleno de ambigüedad.
1Cf. P. Berthold, Unsere Vögel. Warum wir sie brauchen und wie wir sie schützen können, Berlín, Ullstein, 2017, pp. 83, 91, 92.
2Gesellschaft zur Erhaltung alter und gefährdeter Haustierrassen, Rote Liste der bedrohten Nutztierrassen in Deutschland 2016. http://www.g-e-h.de/images/stories/news/pdf/roteliste.pdf.
3S. Liebrich, «Rettet die Vielfalt!», Süddeutsche Zeitung, 10/11 de septiembre de 2016, p. 26.
4Cf. Gesellschaft für bedrohte Sprachen (http://www.uni-koeln.de/gbs/).
5S. Zweig, «Die Monotonisierung der Welt», en Zeiten und Schicksale. Aufsätze und Vorträge aus den Jahren 1902-1942, Frankfurt del Meno, Fischer, 1990, p. 30.
6Ibid., p. 33.
El concepto de ambigüedad es menos usual en alemán que sus equivalentes en inglés, francés o español, pues ambiguity, ambiguité o «ambigüedad» son palabras que pertenecen al lenguaje cotidiano. Sin embargo, el término también es irrenunciable en alemán, a saber, como concepto de todos los fenómenos que implican plurivocidad, indecidibilidad y vaguedad, cosas con las que las personas se hallan permanentemente confrontadas.1
A veces tiene sentido distinguir entre ambigüedad y vaguedad. Pero para nuestros fines no es necesario hacerlo, pues ambas estriban en la posibilidad de que a un signo o a una circunstancia se le atribuyan diversas interpretaciones, ya sea porque el signo o la circunstancia no son suficientemente claros o unívocos (vaguedad), ya porque los signos o las circunstancias señalan a un tiempo a más de un significado (ambigüedad en sentido estricto). Así pues, en lo sucesivo emplearemos «ambigüedad» como concepto genérico.
La ambigüedad se produce a menudo involuntariamente; por ejemplo, cuando una sociedad de tiro adopta el lema: «Aprende a disparar y acierta con amigos». Pero, frecuentemente, la ambigüedad también se crea a conciencia, como cuando en literatura se emplean juegos de palabras con más de un sentido o imágenes ricas en asociaciones, o cuando en diplomacia los acuerdos no se formulan a propósito con entera claridad para poder llegar así a una conclusión. La primera frase del artículo primero de la Ley Fundamental alemana, formulada adrede con vaguedad: «La dignidad del hombre es intangible» —una frase sobre la que se han escrito bibliotecas enteras—, pudo convertirse, precisamente gracias a su imprecisión, en la columna basal de la dicha ley. De este modo, permanece abierta a interpretaciones distintas y no depende de representaciones concretas de la dignidad, vigentes en un determinado momento.
Lo importante es que la ambigüedad nunca puede ser evitada del todo. Incluso en casos muy simples, en los que en buena medida es posible suprimir la ambigüedad y la vaguedad, la producción de univocidad resulta sumamente costosa. Veamos un ejemplo sencillo. Es una convicción general que los niños no deben tomar bebidas alcohólicas. Pero ¿a partir de qué edad habría que permitir que los jóvenes compren vino y cerveza? El desarrollo individual de cada joven es diferente, pero no se puede fijar para cada uno un límite de edad individual. Tenemos aquí, por tanto, un caso de ambigüedad. El legislador tiene que decidirse a discreción entre distintos límites de edad posibles —cada uno de los cuales tiene buenos argumentos a su favor— por un único límite de validez universal. Así, en Alemania, está permitido servir vino y cerveza a jóvenes mayores de 16 años. En muchos estados de Estados Unidos, las personas mayores de 16 años pueden comprar fusiles automáticos (algo que, en cambio, no está permitido en Alemania), pero no pueden comprar legalmente vino y cerveza si no son mayores de 21.
Mediante la fijación de una edad mínima, la ambigüedad parece, por lo pronto, haber sido suprimida. Pero sigue habiendo un resto de vaguedad en la implementación de la norma. ¿Cómo reconoce el dueño del establecimiento que el cliente ha cumplido ya los 21 años? La solución parece sencilla: que todos los clientes jóvenes que no sean sin duda mayores de 21 años enseñen su carnet. Pero aún habría lugar para una ultimísima inseguridad. ¿A partir de qué momento un cliente es en realidad, sin absolutamente ninguna duda, mayor de 21 años? ¿Cómo es posible excluir aun la más mínima posibilidad de error en la apreciación del dueño? La solución definitiva la tenemos en el aeropuerto O’Hare de Chicago. Todo viajero que quiera aliviar su miedo a volar en el bar (bastante bueno, por cierto) del hall de salidas con una copa de vino es obligado, da igual lo mayor o lo achacoso que esté, a presentar su carnet: «¡Esto no me había sucedido en sesenta años!», refunfuñaba la persona sentada a mi lado, visiblemente anciana.
Tan pronto como se disuelve la ambigüedad en un extremo, surge de nuevo en otro extremo y en una forma a menudo inesperada. Es, por tanto, destino humano tener que vivir con la ambigüedad. Y es razonable intentar reducir la ambigüedad a un grado vivible, sin pretender por ello eliminarla por completo. El objetivo, así pues, es domeñar la ambigüedad en lugar de hacerla desaparecer, lo cual, de todos modos, es un intento condenado al fracaso. El sociólogo Zygmunt Bauman da un paso más cuando escribe que la ambigüedad aparece entre tanto «como la única fuerza capaz de limitar y rebajar el potencial destructivo y genocida de la Modernidad».2
El único problema es que los hombres, por naturaleza, tienden a evitar situaciones ambiguas, poco claras, vagas o contradictorias. Los seres humanos, por tanto, dicho con una expresión típica de la psicología, tienden a ser intolerantes a la ambigüedad. Por ello, en ocasiones es también difícil mantener la ambigüedad.