La primavera de los bárbaros - Jonas Lüscher - E-Book

La primavera de los bárbaros E-Book

Jonas Lüscher

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Beschreibung

Preising, el protagonista de esta exquisita novela de Jonas Lüscher, un magnate industrial de una fábrica en Suiza, es testigo, durante un viaje de negocios a Túnez, de los costosos preparativos de una boda. Por este motivo, unos jóvenes ingleses pertenecientes al mundo de las finanzas de Londres han convocado a amigos y familia a una gran fiesta en un antiguo campamento bereber, situado en el desierto y uno de los destinos del turismo de lujo. Preising asiste a la celebración, donde el derroche y la ostentación parecen ser requisitos indispensables, al tiempo que los indicios económicos de crisis se manifiestan con signos evidentes de catástrofe: la libra esterlina se desploma y poco después el Reino Unido entra en bancarrota. Mientras los invitados se recuperan en sus camas del agotamiento de la derrochadora fiesta, ignoran que tienen las tarjetas de crédito bloqueadas, que se hallan embarrancados en el desierto y que, de pronto, están endeudados hasta las cejas. Todos parecen hallarse a un paso de regresar a la barbarie. Preising se da cuenta de lo fina que es la piel de la civilización y aprende su propia lección acerca de la globalización. Emocionante, construida con inteligencia, cómica, llena de imágenes inolvidables y narrada con un lenguaje rico y ágil, esta novela disecciona las debilidades humanas y apunta con maestría al corazón de nuestro presente.

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Portada

La primavera

de los bárbaros

La primavera

de los bárbaros

jonas lüscher

Traducción de Carlos Fortea

Índice

Portada

Presentación

La primavera de los bárbaros

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Jonas Lüscher

Título original: Frühling der Barbaren

Este libro se ha contratado a través de

Ute Körner Literary Agent

www.uklitag.com

© 2014 Verlag C.H. Beck oHG, Múnich

© de la traducción: Carlos Fortea

«Axe Handles», Gary Snyder, 1983, en:

Gary Snyder: Axe Handles, Poems de Gary Snyder,

Counterpoint Press, San Francisco

La traducción de esta obra ha recibido una ayuda

de la Swiss Arts Council Pro Helvetia

© de esta edición Gatopardo ediciones

Rambla de Cataluña, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España).

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: octubre 2015

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Oasis en Túnez

© Dennis Jarvis bajo licencia CC BY-SA 2.0

eISBN: 978-84-17109-02-8

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La primavera de los bárbaros

Prólogo

¿Qué es «barbarie», en realidad? No es lo mismo que primitivismo cultural, un echar hacia atrás el reloj [...]. Es un estado en el que están presentes muchos de los valores de una cultura elevada, pero sin la coherencia social y moral que es condición previa del funcionamiento racional de una cultura. No obstante, precisamente por ese motivo, la «barbarie» también es un proceso creador: cuando la cohesión global de una cultura se rompe, queda abierto el camino a una renovación de la energía creadora. Indiscutiblemente, ese camino puede pasar por un desplome de la vida política y económica, por siglos de empobrecimiento espiritual y material y por terribles padecimientos. Quizánuestra propia y particular forma de civilización y cultura no consiga sobrevivir intacta..., pero podemos estar seguros de que los frutos de la civilización y la cultura sobrevivirán de alguna forma. No hay ningún fundamento histórico para creer que el resultado final será una tabula rasa.

franz borkenau

Capítulo I

—No —dijo Preising—, haces las preguntas equivocadas —y, para enfatizar su réplica, se detuvo en mitad del sendero de grava, una costumbre que yo no podía soportar, porque de ese modo nuestros paseos se asemejaban a los cortos recorridos de un viejo basset con sobrepeso. Y aun así paseaba todos los días con Preising, porque en ese lugar, a pesar de sus numerosas cualidades irritantes, seguía pareciéndome el mejor compañero—. No —repitió, y volvió por fin a ponerse en movimiento—, haces las preguntas equivocadas.

A pesar de hablar tanto, Preising se tomaba muy en serio la importancia de sus palabras, y sabía siempre con exactitud lo que quería que le preguntaran para que la corriente de sus palabras pudiera recorrer el camino previsto. A mí, que allí era en cierto modo un prisionero, no me quedaba más remedio que seguirlo por esos senderos.

—Escucha —dijo—, voy a demostrártelo, y a tal efecto voy a contarte una historia.

Ésa era otra de sus particularidades, emplear expresiones de las que podía estar seguro de ser el único que aún las conservaba en su repertorio. Además, me temo que se trataba de una manía que, a lo largo de las últimas semanas, se me había contagiado. A veces existían razones de peso para dudar de que Preising y yo fuéramos una buena influencia el uno para el otro.

—Una historia —me prometió— de la que se puede aprender algo. Una historia llena de quiebros increíbles, extravagantes peligros y exóticas tentaciones.

Quien espere ahora una historia obscena no puede estar más equivocado. Preising jamás hablaba de su vida sexual. No tenía por qué temer tal cosa, lo conocía demasiado bien. Sólo podía hacer conjeturas acerca de si tenía una historia. Era difícil imaginárselo. Pero las apariencias engañan. Al fin y al cabo, a veces yo mismo me sorprendo, de pie ante el espejo, de que alguien como yo, con tan poca vida, haya conseguido tenerla.

Antes de poder comenzar su historia, Preising volvió a interrumpir nuestro paseo, como si echara un vistazo al pasado que parecía vislumbrar en el horizonte, que en nuestro caso estaba muy próximo, pues lo formaba la cima del alto muro amarillo. Para eso, entrecerró los ojos, arrugó la nariz y apretó los finos labios.

—Quizá —dijo, iniciando por fin su historia— todo esto nunca habría ocurrido si Prodanovic no me hubiera enviado de vacaciones.

Pese a ser responsable del internamiento de Preising, Prodanovic no era ni siquiera su médico de cabecera. Prodanovic era aquel antaño joven y todavía brillante empleado de Preising que, al inventar la conexión CBC de wolframio, un componente electrónico sin el que ninguna antena de móvil de este mundo podría cumplir con su función, había salvado de la quiebra la sociedad comanditaria de receptores de televisión y antenas heredada por Preising y la había llevado a insospechadas esferas de liderazgo mundial en el mercado de las conexiones CBC.

El padre de Preising, que se había tomado para morir el tiempo suficiente para que éste pudiera terminar sus estudios de economía de empresa, interrumpidos un año y medio antes para estudiar canto en una escuela privada en París, dejó a su hijo en herencia una fábrica de antenas de televisión con treinta y cinco empleados, en un momento en el que hacía mucho que se había impuesto la televisión por cable. La empresa, que procedía del negocio de manufacturas de bobinas y potenciómetros del abuelo, en la que los antepasados de Preising se habían desollado los dedos con finos hilos de cobre, obtenía por aquel entonces casi todo su volumen de ventas de la fabricación de aquellas antenas, larguísimas pero, puesto que apenas tenían ramificaciones, muy baratas, que los radioaficionados —por desgracia otra especie en extinción— solían clavar en los tejados.

Así pues, Preising, sin culpa alguna por su parte, se hizo cargo de una empresa arruinada que habría requerido la aplicación de unas cuantas medidas drásticas; podemos asegurar que, hoy en día, ya no existiría si aquel joven técnico de mediciones, llamado Prodanovic, no hubiera diseñado la conexión de CBC de wolframio y no hubiese tomado las riendas del negocio. Por lo tanto, Prodanovic era responsable de que Preising se hubiese convertido no sólo en un propietario adinerado, sino también en presidente del consejo de administración de una sociedad con mil quinientos empleados y sucursales en cinco continentes; al menos de puertas afuera, porque hacía mucho que Prodanovic manejaba, junto a un grupo de emprendedores ejecutivos, el negocio operativo de la dinámica empresa, que ahora llevaba el dinámico nombre de Prixxing.

Sin embargo, Preising seguía siendo la cara visible de la firma, porque Prodanovic sabía que, si había algo que Preising podía hacer, era transmitir credibilidad, el espíritu solvente de una empresa familiar que iba a entrar en su cuarta generación. Eso era lo único a lo que Prodanovic, hijo de un bosnio que trabajaba de camarero en un bufet, no se atrevía, porque él mismo pensaba que lo balcánico era la encarnación de la inestabilidad, una impresión que había que evitar a toda costa. A Prodanovic le gustaba dar, cuando su apretada agenda se lo permitía, pequeñas charlas en colegios para chicos problemáticos, en las que se presentaba como modelo de una integración exitosa. Aquel Prodanovic que ostentaba plenos poderes era, pues, el que había mandado a Preising de vacaciones. Algo que hacía regularmente cuando se avecinaban tomas de decisiones importantes.

Y así, lo capté enseguida, desde la primera frase de su historia, Preising consiguió rehuir toda responsabilidad sobre los acontecimientos venideros.

Tampoco tuvo que decidir adónde iría de vacaciones. Prodanovic era eficiente y siempre trataba de aunar lo agradable con lo útil. Lo que, en este caso, significaba que Preising volaría a Túnez, donde, en uno de los muchos polígonos industriales que hay a las afueras de Sfax, en un edificio bajo de uralita, junto a la carretera que llevaba a la capital, tenía su sede una de sus empresas suministradoras. Slim Malouch, el propietario de la ensambladora, era un comerciante mangoneador, que participaba en sectores tan distintos como la fabricación de aparatos electrónicos, el comercio de fosfatos y el turismo de lujo. Era el dueño de unos cuantos hoteles exclusivos. Preising sería su invitado.

Malouch se arrimaba a todo el que tuviera que ver de algún modo con las telecomunicaciones, porque en ellas no sólo veía el futuro, como hacía a esas alturas todo el mundo, sino la salvación de su empresa familiar. Tenía cuatro hijas inteligentes y, según Preising, de muy buen ver. Pero, para su desgracia, las circunstancias en Túnez eran tales que no podía confiarles la dirección del holding de la familia, por lo que dicha responsabilidad debía recaer por entero sobre los hombros de su hijo varón. Hombros que Foued Malouch había cargado previamente con el peso moral de unos estudios de geología en París, lo que hacía que no se sintiera en condiciones de dirigir una empresa cuyos principales ingresos procedían del comercio de fosfatos, que terminaban en los sembrados de Europa convertidos en abono artificial. Foued llegó a amenazar a su padre con buscarse la vida en una granja ecológica, en el departamento del Lot. Slim Malouch no sólo era un hombre decente, o eso creía haber advertido Preising, también era un hombre razonable, y trataba de escapar de los fosfatos a las telecomunicaciones, razón por la cual tenía interés en conocer a Preising.

Así que Preising tuvo que abandonar las brumas de la región de los Tres Lagos por la primavera tunecina. Cambió la chaqueta de tweed y los pantalones de pana color borgoña por una chaqueta de espiguilla color licor de huevo y unos chinos con la raya muy marcada, una vestimenta que le parecía imposible, pero que le había preparado su asistente personal, y temía ofenderla, razón por la que se sentó a su lado con una sonrisa indulgente y se dejó llevar al aeropuerto, en su coche, porque él no tenía ninguno.

—El vuelo fue agradabilísimo —me aseguró Preising—. En contra de mi costumbre, bebí alcohol. La azafata no me entendió y me trajo un whisky en vez del zumo que le había pedido, pero aun así me lo tomé, porque me enterneció su figura rechoncha, que tanto contrastaba con las numerosas gacelas estilizadas que adornaban su uniforme. Realmente no era guapa, y los pasajeros, que sentían que les habían escatimado parte de la experiencia que creían haber comprado junto con el billete, se lo hacían pagar. Habría sido injusto no aprovechar cualquier oportunidad de ser amable con ella, así que al primer vaso siguió un segundo, y al segundo un tercero.

Slim Malouch, acompañado de su hija mayor, recibió a Preising en el refrigerado vestíbulo del aeropuerto de Túnez-Cartago. Y cuando Preising vio el envidiable gesto de autoridad con el que Malouch apartaba a los taxistas en medio del calor a la salida del edificio y llamaba a su chófer, por un momento pensó en dar credibilidad al rumor de que Malouch era hijo ilegítimo de Roger Trinquier, el autor de la obra de referencia La guerre moderne, y de su cortesana argelina, que, la noche en la que los franceses abandonaron el Magreb, había huido a través del desierto hasta Túnez, llevando al pequeño Slim en brazos. Allí, gracias a su encanto y sus conocimientos de mecanografía, se había convertido rápidamente en secretaria, y pronto en esposa, de un oscuro diputado del partido Neo-Destour que estaba preparando un atentado contra el presidente Burguiba y que no pudo perpetrar porque sufrió un infarto en medio de una sesión del Parlamento, pero que, como había muerto en acto de servicio a la patria, recibió una condecoración póstuma y dejó a su viuda, la antigua cortesana del torturador francés de Argelia, una renta nada despreciable.

Sin embargo la fuente, recordó Preising, era dudosa. Conocía la historia por un hombre llamado Moncef Daghfous, que no sólo era el más feroz competidor de Malouch, sino que incluso había ofrecido a Preising ensamblar las conexiones CBC en su fábrica, a las afueras de Túnez, a precios mucho más bajos, y confesaba sin rubor que ese precio tan ventajoso era debido, sobre todo, a que empleaba dinkasmenores de edad, huidos de Darfur. Hábiles muchachitos, los llamaba. A Preising le habría gustado rechazarlo, pero ese asunto de la mano de obra infantil no era tan sencillo. Recordaba una cena con el grupo de empresarios liberales de Prodanovic, en la que su vecino de mesa le había explicado lo difícil que era lo del trabajo infantil. Mucho más difícil de lo que les gustaría a esas gentes idealistas, no era tan sencillo, y en determinadas circunstancias quizá fuera incluso un mal menor. Preising no estaba seguro de que en este caso se dieran esas determinadas circunstancias, porque ya entonces le costó trabajo seguir el razonamiento de aquel hombre. Sea como fuere postergó la decisión, quería hablar primero con Prodanovic, y entretuvo a Moncef Daghfous con confusas explicaciones.

Daghfous estaba muy equivocado con respecto a Preising. Lo consideraba un aprovechado. Tras haber desacreditado a su competidor Slim Malouch con un dudoso origen y ofrecerle un precio competitivo, seguía sin conseguir ser socio de Preising, de modo que sacó la artillería pesada y mandó llamar a sus seis hijas. Podía elegir, podía disponer de las seis, todas estaban en edad casadera, tan sólo la segunda por la izquierda estaba ya adjudicada, pero, si no había más remedio, podían hacer que su prometido se viera envuelto en un accidente de tráfico, aunque eso era un asunto delicado, y además las otras cinco no desmerecían en nada a la ya prometida. «Voilà», dijo señalando a sus hijas y mostrando las palmas de las manos. «Voilà», repitió Preising, porque no se le ocurrió nada mejor que decir.

Desde luego, Preising estaba perplejo, pero era un relativista cultural declarado y, además, de una especie nada chovinista. Su liberalismo era un relativismo tibio como un baño infantil. Sin embargo, en nuestros paseos se mostraba siempre dispuesto a enarbolar la ética de la virtud, como si se tratara de una custodia. Preising, el gran seguidor de la doctrina aristotélica del término medio, se alegraba de que no fuera algo matemático, sino que tuviera que decidirse caso por caso. Era ahí donde se producía un choque de mundos, y ahí debía ser prudente. Se trataba de un caso muy difícil, era preciso pensarlo detenidamente.

Ya empezaba a temerme que aquella Scherezade magrebí era el punto adonde quería ir a parar. La tentación exótica: Preising en presencia de seis tunecinas menores de edad, ofrecidas por su padre como el choix de fromage del Kronenhalle. La historia amenazaba con volverse escabrosa.

—Pero justamente cuando la cosa empezaba a ponerse difícil —prosiguió— y el hombre comenzaba a preguntarme si sus hijas no eran lo bastante guapas para mí, y si, quizá, tendría sentido despacharlas y llamar en su lugar a sus tres hijos, y yo me esforzaba en asegurarle que el problema era más bien elegir, tan admirable y única era cada una de ellas, mientras buscaba para mis adentros el modo de rechazar de plano su oferta sin infligirle una profunda ofensa, fue reclamado por un empleado de la casa con manchas rojas de acaloramiento en el rostro. Una de las fábricas de fosfatos de Moncef Daghfous había sido presa de las llamas. Daghfous me dejó al cuidado de sus hijas, que se ocuparon de mí de un modo conmovedor, y me aseguró que volvería lo antes posible para conocer mi elección.

Pero no llegó a ocurrir tal cosa. Mientras las hijas, bajo la vigilancia de una anciana, servían té y dulces, Daghfous, sin dejar de agitar los brazos y profiriendo violentas amenazas, intentaba que sus trabajadores regresaran al foco del incendio y se enfrentaran a las llamas. Cuando vio que todo el manoteo y las intimidaciones no servían de nada, cogió un cubo de arena y una pala y avanzó, con valeroso ejemplo, hacia el almacén en llamas, en dirección a la onda expansiva, causada por una violenta explosión, que le arrancó a Moncef Daghfous la cabeza del cuerpo y diseminó su fábrica de fosfatos, la uralita, las anticuadas cintas transportadoras, las palas cargadoras francesas y las excavadoras americanas por un extenso radio del pedregoso paisaje.

—Cuando el mismo empleado de antes nos dio la triste noticia, pensé que iba a producirse un ritual folclórico de duelo. Gritos y lamentos, tirones de cabellos, un expresivo arañarse los rostros desfigurados por el dolor, desvanecimientos y cosas por el estilo. Sin embargo, en vez de eso, las seis hijas se miraron en silencio, recogieron las tazas de té y la tetera plateada y me pusieron de patitas en la calle con un baklava mordisqueado en la mano.

Nunca se podía saber del todo si las historias de Preising eran ciertas o no, pero no era ésa la cuestión. A Preising le importaba la moraleja. Consideraba que en toda historia digna de ser contada había una. Y, en la mayoría de los casos, sus historias daban fe de su propia prudencia, a la que concedía mucha importancia.

Una prudencia que la doctora Betschart consideraba que debía ser tratada, y para la que, tres semanas después del internamiento de Preising, seguía buscando el término psicopatológico correcto. El diagnóstico parecía difícil, la sintomatología poco clara, y tampoco la irracionalidad del paciente, que se mostraba unas veces encantador y amable, y otras agotadoramente testarudo, facilitaba las cosas.

Mi depresión común era mucho más fácil de diagnosticar, y, al mismo tiempo, mucho menos interesante. Pero Preising y yo nos asemejábamos en nuestra incapacidad para apañárnoslas como personas que «actúan». Él consideraba una virtud ese defecto evidente. Yo, sin embargo, sufría mucho por eso. Pero cambiarlo ya significaba actuar.

—En cualquier caso —prosiguió Preising—, la fuente era dudosa, y la conducta de Slim Malouch tampoco daba el menor motivo para dudar de su impecable origen. Con toda formalidad, me invitó a sentarme junto a su hija Saida, al fondo de una limusina francesa, cuya bamboleante travesía por las agujereadas carreteras de Túnez me recordó la cabalgada de un camello; pero luego hablaremos de los camellos —terció Preising—; cerró la portezuela y se puso él mismo al volante de un todoterreno que se había detenido junto a nosotros sin que yo lo viera. Pasó de largo a nuestro lado, con el teléfono pegado a la oreja y un guiño encantador. No volvería a verlo hasta el atardecer. Lamentándolo mucho, me había asegurado que tenía mucho trabajo, pero que Saida se ocuparía de mí y me llevaría al hotel que dirigía, donde me alojaría esa primera noche.

»Saida me fue señalando con noble ademán, que disipó mis últimas dudas respecto a la familia Malouch, los monumentos que se deslizaban más allá de los cristales tintados. Una esquinita del Lac Tunis, unos cuantos metros de la Avenue Habib Bourguiba, el Magazin Général, unas cuantas puertas pintorescas. Yo volvía la cabeza con interés. Hacía como si lo viera todo por primera vez. Malouch no tenía por qué saber que, apenas un año antes, había pasado unos días en Túnez por invitación de su competidor Moncef Daghfous.

»El coche se detuvo en una calle contigua a la Place de la Victoire, ante un edificio de cuatro plantas, encalado, con postigos azules en las ventanas, numerosas y esbeltas columnas y adornos murales de estilo árabe.

»—El Hôtel d’Elisha —anunció Saida, mientras se abría la portezuela del coche—. Elisha, también conocida por su nombre romano, Dido, fundadora y soberana de Cartago.

—Ah, Dido. —Preising contrajo los labios en un gesto de conocedor, y detuvo una vez más sus pasos—. De todos los dioses y similares —levantó el índice—, Dido siempre fue mi favorita, quizá incluso la más querida. Ella, que pronunció la lapidaria frase de que «en aras de asegurar la continuidad de la patria», aunque, estarás de acuerdo conmigo —dijo volviéndose hacia mí—, en el caso de Cartago el concepto más adecuado es la «madre patria», todo el mundo tenía que estar dispuesto a inmolarse o a pagar su negativa con la muerte. Y cuando a ella misma, la reina, le tocó el turno, y para impedir la toma de Cartago hubo de consentir casarse con el despótico, y probablemente falto de carácter, Yarbas, hijo de Garamantis, una ninfa libia, y de Júpiter, no lo dudó, pues hizo levantar y prender una pira y, como puede verse en una conmovedora ilustración del Vergilius Vaticanus, se clavó una espada en el pecho sobre los leños ardientes. Y de esto —continuó, empujándome con la palma de la mano y ejerciendo una suave presión entre mis omóplatos, como si fuese yo quien había interrumpido nuestro paseo— se puede extraer una enseñanza para la vida de los negocios. Cuando uno se compromete a algo como consejero delegado, tiene que poder aplicárselo, en primer lugar, a sí mismo. Si el gasto en fotocopias es demasiado elevado y exhorta a ser prudentes en el uso de las fotocopiadoras, entonces uno debe hacer menos copias y, si eso le resulta difícil, lo que tiene que hacer es dejar de hacerlas.

Así que, silbando los primeros compases de Dido, la ópera de Purcell, se dejó llevar por la directora Saida Malouch al Hôtel d’Elisha, al que llamó consecuentemente Hôtel Dido, al fin y al cabo ése era el nombre con el que su querida reina había sido conocida entre su pueblo. En el interior de aquella cosmopolita boutique de pernoctaciones, que aparecía reproducida en múltiples revistas bajo la rúbrica «Hideaway», lo árabe se limitaba al exterior. En el interior, lo que predominaba eran las paredes encaladas y los suelos de cemento pulido gris azulado, que se alternaban con entarimados oscuros, sobre los que había sugestivos asientos. Decoraban las paredes unas pocas representaciones de Dido de todas las épocas.