La promesa de un beso - Sarah Mccarty - E-Book
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La promesa de un beso E-Book

Sarah McCarty

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Beschreibung

Su pasado llevaba acosándolo toda la vida… Pero una mujer podía ser su salvación Viendo que sus compadres estaban siendo domesticados, el pistolero Caden Miller partió hacia Kansas en busca de una vida y un espacio propios: solo, como a él le gustaba. Maddie O'Hare se había sentido atraída por Caden ya desde su huida al rancho Ocho del Infierno procedente del burdel donde nació y creció. Y no estaba dispuesta a dejarlo escapar tan fácilmente… hasta que fue capturada por sus nuevos vecinos. Cuando Caden descubrió que Maddie estaba siendo retenida en contra de su voluntad en un rancho cercano, exigió su liberación, sin imaginar que le iban a obligar a casarse con ella a punta de pistola...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Sarah McCarty. Todos los derechos reservados.

LA PROMESA DE UN BESO, N.º 34 - mayo 2013

Título original: Caden’s Vow

Publicada originalmente por HQN.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3069-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Al personaje real en el que se inspira Caden.

Ojalá la frase «y vivieron felices para siempre» se presente de buenas a primeras en tu vida y te dé pronto un mordisco bien femenino en el trasero. Porque eso no podría ocurrirle a un hombre mejor, o que se lo mereciera más. Como estoy segura de que todas las damas que disfrutan con La promesa de un beso estarán de acuerdo.

Capítulo 1

El Ocho del Infierno había conseguido llenar de orgullo a Tia. Caden Miller no pudo reprimir una sonrisa mientras contemplaba el habitualmente tranquilo jardín que Tia había plantado en el rancho y que seguía manteniendo con la ayuda de Sally Mae, la mujer de Tucker, lleno en aquel momento hasta los topes de toda la gente que había acudido a celebrar la boda de Tia con Ed.

Diez años atrás nadie habría dado un centavo por la posibilidad de que Caine pudiera hacer realidad su sueño. Pero Caden, al igual que todos los demás, lo había ayudado en aquella empresa. Y la férrea determinación de Caine por alcanzar el éxito resultaba ahora visible en los solidos edificios del rancho, las igualmente cuidadas viviendas y el contento reflejado en las caras de los asistentes a la fiesta. En cuando a los Ocho del Infierno, más que contentos, estaban radiantes. Se estaban estableciendo, casando, teniendo hijos, hundiendo sus raíces en el Este de Texas. De los originarios ocho, solo él, Ace y Luke permanecían solteros y sin compromiso. Algo que debería haber complacido a Caden, pero que, en lugar de ello, le provocaba una cierta punzada de... ¿envidia? Maldijo para sus adentros. ¿Desde cuándo sentía envidia por algo que ni siquiera quería? Él no era un hombre de raíces. Siempre había sido tan inquieto como su padre. Como antes lo habían sido los Ocho del Infierno.

Contemplando aquel jardín, con las mesas llenas de comida, las parejas sonrientes, las caras de felicidad en las que antes solo había visto esfuerzos y sufrimiento, Caden volvió a experimentar aquel extraño nudo en el estómago. Los Ocho del Infierno estaban cambiando. La implacable rabia que los había dominado durante años había ido perdiendo fuerza hasta convertirse en algo igual de duradero solo que mucho más... reposado. Flexionó los hombros. A él no le gustaba, pero la tranquilidad parecía sentar muy bien a los más destacados componentes del grupo. Shadow, Tracker y Tucker, tres de los hombres más temidos de la región, conocidos por sus temerarias hazañas, estaban ahora ocupados con sus respectivas mujeres, en su papel de amorosos maridos. Caine y Sam, hombres audaces famosos en otra época por no hacer ascos a ninguna clase de misiones, se mostraban en ese momento tan sosegados como prósperos banqueros. Al menos para aquellos a los que les hubiera pasado desapercibida la leve tensión de sus músculos o la mirada alerta de sus ojos, que hablaba de hombres acostumbrados a sobrevivir a fuerza de agallas. Por no hablar de los revólveres que llevaban atados al muslo y los cuchillos que portaban al cinto... Maldijo de nuevo para sus adentros. Los tipos se estaban ablandando, y él también acabaría por ablandarse si se quedaba allí.

Caden suspiró y bebió un trago del champán que Desi había encargado de Chicago para la boda de Tia y de Ed. Le supo a orín de gato, pero... ¿qué sabía él de las cosas refinadas? Era hijo de un nómada irlandés, un soñador. Un hombre que había creído ver una fortuna esperándolo siempre en el próximo horizonte, a la vuelta del siguiente recodo del camino. Caden visualizó en aquel instante una fugaz imagen del rostro de su padre: rígido de determinación, como cuando le ordenó que se escondiera antes de que el ejército mexicano asolara su pueblo. Caden tenía en aquel entonces siete años, casi ocho: dos días le habían faltado para recibir el arma que su padre le había prometido como regalo de cumpleaños. No había querido esconderse. Había querido luchar, pero su padre no le había dado oportunidad de hacerlo. Lo había empujado al interior de una trampilla disimulada bajo el suelo de la cocina, y después de gruñirle un «recuerda quién eres, hijo», había vuelto a colocar las tablas para dejarlo en la más absoluta oscuridad. Aquellas eran las últimas palabras que le había dirigido su padre. A su madre no la había encontrado hasta... después. La llegada del ejército la había sorprendido en la tienda del pueblo.

Caden bebió otro trago de champán, lamentando que no fuera una bebida más fuerte. Había ocasiones en que un hombre necesitaba algo con que ahogar el ruido del pasado, pero el champán no era whisky, y los recuerdos seguían acudiendo a su mente. Había permanecido bajo aquellas tablas del suelo durante lo que le habían parecido horas, escuchando los gritos y los chillidos, esbozando muecas de horror al estruendo de los tiros, intentando escuchar la voz de su padre, enfermo de miedo y de impotencia hasta que no pudo soportarlo más.

Para cuando salió del agujero, la batalla ya había terminado. Nunca olvidaría el olor que lo asaltó: a pólvora, humo y... sangre, como tampoco la carnicería que vio esparcida por el suelo. Cadáveres de amigos y vecinos cubrían la carretera como hojarasca dejada por el viento, dando a la calle un aspecto macabro. Encontró el cuerpo de su padre en el umbral de la tienda todavía humeante, la cabeza ladeada hacia la derecha y un charco de sangre en la espalda. Tenía fuego en las piernas para cuando Caden consiguió arrastrarlo como pudo hasta la calle. El tufo a carne quemada quedó para asociado para siempre al recuerdo de aquel día, mientras apagaba con las manos desnudas el fuego que consumía el cuerpo de su padre. No llegó a sentir el dolor, no sintió nada. Y cuando alzó la mirada y vio a Sam, descubrió que su expresión de estupor era un reflejo exacto de la suya. Casi al instante descubrió lo que Sam ya sabía. Todo aquello que había constituido sus vidas había muerto. El pueblo. Sus padres. Su infancia.

Los únicos supervivientes de la masacre eran los ocho amigos. Por común acuerdo, ninguno enterró a sus propios padres, sino cada uno los de los otros. Pensaron que eso podría consolarlos: no fue así. Y, también por común acuerdo, juraron vengarse. Mientras se fueron haciendo mayores, tomaron venganza de los asesinos uno a uno, ganándose con ello el apodo de los Ocho del Infierno. Caden no sabía qué habría sido de ellos si Tia no los hubiera sorprendido aquel mismo día, muertos de hambre, robando aquella tarta, para terminar acogiéndolos bajo su protección. Estaba completamente seguro de que no se habrían convertido en rangers de Texas. Tia era única en el mundo: la fortaleza y la dulzura fundidas en una sola persona. Si alguna vez llegaba a conocer a una mujer como ella, se casaría sin dudarlo.

Sintió unos dedos en su brazo. No necesitó bajar la mirada para saber quién lo estaba tocando con tanta compasión y ternura. Maddie. La pobre y maltratada Maddie. Nacida para prostituta. Criada en un burdel. Manoseada durante toda su vida por los hombres, hasta que Tracker la llevó a casa después de una de sus fallidas excursiones en busca de Ari. Maddie era tan inquieta como un rayo de sol: de repente, sin previo aviso, se quedaba como ida, refugiándose en su propio mundo de fantasía. Sintió que sus dedos se tensaban ligeramente sobre su brazo, y le sonrió de manera automática. A pesar de las desgracias que había vivido, había algo en Maddie que permanecía incólume, capaz de arrancar una sonrisa a cualquiera. Aquella tentadora ilusión de inocencia probablemente había hecho de ella una prostituta condenadamente buena...

Caden se arrepintió de aquel pensamiento tan pronto como Maddie le sonrió, toda confiada. Sus ojos verdes tenían el mismo tono que las hojas del peral del jardín, y su roja y ondulada melena pareció recoger toda la luz del sol cuando algunos mechones escaparon de su moño para acariciarle las mejillas. Las pecas espolvoreaban su nariz como levísimos besos. Y su sonrisa... aquella dulce y delicada sonrisa capaz de capturar la esperanza del mundo siempre le hacía sentirse culpable. Aquella sonrisa tan confiada cuando no tenía razón alguna para confiar en nadie, y menos que nadie en él. Era, en suma, uno de aquellos seres especiales que hacían de puente entre este mundo y otro mágico, desconocido.

–Tia parece una reina, ¿verdad? –comentó Maddie con una ternura capaz de aliviar la tensión de cualquier hombre. Pese a sus diferencias, Caden siempre experimentaba una gran paz en su compañía.

–Y que lo digas –estaba contento por Tia y por Ed. Ed había tardado siete años en convencerla de que no tenía intención de marcharse de allí. Y Tia.... Tia se merecía lo mejor de todo. Y no solo porque hubiera acogido a ocho harapientos críos para convertirlos en hombres hechos y derechos, sino por ser quien era. Se hallaba en ese momento al lado de su marido, bajita y rechoncha pero elegante con su vestido de seda dorada, el cabello que empezaba a encanecer recogido en un moño y su preciosa mantilla de encaje colocada con mucho arte. Viéndola, Caden experimentó aquella familiar punzada de inquietud que siempre asociaba a la idea de establecerse y sentar cabeza.

Las voces se alzaron de pronto a su alrededor, como en un ambiente irreal, y el momento quedó congelado con súbita claridad. Todos estaban sentando cabeza. Caine tenía a su Desi. Tucker tenía a su Sally Mae. Sam tenía a su Bella. Tracker a su Ari, y Shadow a su Fei. Los chicos malos de las praderas se estaban convirtiendo en los forjadores del futuro. Los Ocho del Infierno habían constituido el puntal de la vida de Caden desde que tenía memoria, pero viendo el rancho que él había ayudado a construir, tenía la creciente y cada vez más incómoda sensación de que aquello no era lo suyo. Sentía un cosquilleo en la planta de los pies y un hormigueo de impaciencia bajo la piel. Había formado parte de los Ocho del Infierno durante veintidós años, y sin embargo en aquel momento sentía que no pertenecía ya a ese lugar.

–¿Te preocupa que Tia vaya a quererte ahora menos que a Ed? –bromeó Maddie, entrelazando los dedos con los suyos y apretándoselos.

Era un gesto completamente inapropiado, que consiguió sin embargo aliviar su inquietud. Intentó apartar la mano, pero ella no lo soltó.

Maldijo para sus adentros. Aquella mujer lo incitaba a aprovecharse de ella. Su dulce naturaleza y el hecho de que las más de las veces se encerrara en su mundo de fantasía, donde nada ni nadie podía tocarla, la convertían en un fácil objetivo. Todo el mundo deseaba que fuera más fuerte, pero desaparecer en su propio mundo constituía precisamente la defensa de Maddie contra todo lo que le había pasado en su vida. Caden pensaba que lo que tenían que hacer los demás era dejarla en paz. El mundo era un lugar duro de por sí, y mucho más para alguien que se había criado en un burdel. Demasiados hombres se habían aprovechado de la mujer inocente y optimista que habitaba en Maddie. Él no quería ser uno de ellos. Esa vez sí que logró liberar su mano.

–No estoy preocupado, Maddie mía.

El cariñoso posesivo se le escapó. Lo miró sorprendida.

–Si soy tuya, ¿qué necesidad tienes de mentirme?

¿Cómo se suponía que tenía que responder a eso? Al otro lado del jardín, sonrió a Tia y a Ed antes de levantar su copa a modo de silencioso brindis. Tia le devolvió la sonrisa, pero Caden supo por la tensión de su boca que sabía ya que se iba a marchar. Detestaba estropearle el día, pero él era quien era. Un Miller nunca daba tiempo a que la hierba creciera bajo sus pies: siempre estaba en camino. Bebió otro trago de champán, lamentando de nuevo que no fuera whisky.

–Por costumbre, supongo.

–A los otros nunca les mientes.

Porque los otros podían aceptar la verdad. Maddie seguía con la mirada levantada hacia él, las puntas de los dedos posadas sobre su antebrazo. La fijeza con que lo miraba le hacía sentirse incómodo, como si realmente tuviera poderes y pudiera ver más que los demás.

–Me marcho, Maddie.

Vio que parpadeaba lentamente. Tuvo la extraña impresión de que se había quedado sin aliento.

–¿Cuándo volverás?

Delineó con un dedo el rizo que le había caído sobre una sien. Siempre resultaba demasiado fácil tocar a Maddie.

–No lo sé.

–¿Adónde irás?

–Son demasiadas preguntas.

–¿No quieres responder?

Maddie podía llegar a ser sorprendentemente directa.

–No –admitió con un suspiro.

Ladeando la cabeza sin dejar de mirarlo, se acercó todavía más hasta que las faldas de su nuevo vestido de cuadros azules rozaron sus botas. Frunciendo el ceño, continuó acariciándole el antebrazo hasta llegar a la muñeca.

–Estás enfadado.

Al otro lado del jardín vio que Tia se fijaba en la familiaridad de aquel gesto, frunciendo también el ceño. Caden se encogió de hombros. Ya podían echarle a Maddie todos los sermones del mundo sobre lo apropiado o inapropiado de su comportamiento, que nunca conseguían nada. Los escuchaba, seguro, pero Maddie era Maddie. Su radiante alegría y optimismo disimulaban toda una vida de dolor. Su conducta era tan volátil como su anclaje en la realidad. Aunque jamás la había visto declararse a un hombre, a menudo daba la impresión de que anhelaba hacerlo. Y era una pena, porque tenía un corazón de oro y se merecía ser amada y venerada por alguien.

Los leves acordes de la música se mezclaban con el murmullo de las conversaciones. Cuatro de los vaqueros de Sam rasgueaban sus guitarras. El rumor de las voces fue creciendo conforme la gente se iba acercando al centro del jardín, donde el terreno de baile estaba señalizado con cintas y guirnaldas de flores. Tia había dicho que mayo era el mes perfecto para una boda, y Caden no había podido menos que mostrarse de acuerdo. El día era hermoso, el tiempo perfecto y los novios felices. No había una sola nube en el horizonte. Caden vio que Ed tomaba la mano de Tia y se la llevaba a los labios con una galante reverencia que resultaba insólita en un viejo vaquero como él. Cuando Tia sonrió a su marido con una expresión rebosante de amor, los últimos resabios de incertidumbre que podía albergar Caden desaparecieron de golpe. Ahora sí que podía marcharse tranquilo. Tia estaba feliz y en buenas manos. La última de sus deudas estaba saldada. Pero la reacción de entusiasmo que había previsto no terminaba de llegar.

–No estés triste –le dijo Maddie, acariciándole la cara interior de la muñeca.

–Los Miller nunca estamos tristes.

–Puedo sentir...

–Creo que todavía queda algo de tarta –la interrumpió Caine, apareciendo de pronto a su lado con un vaso de whisky en cada mano.

Su habitual voz bronca había adoptado un tono suave, casi dulce. Todo el mundo utilizaba aquel tono con Maddie. Resultaba imposible evitarlo. Tenía esa manera de ser que hacía que uno temiera siempre hacerle daño, como si un solo movimiento en falso fuera a hacer que saliera corriendo a esconderse. Pura y llanamente, las palabras duras y violentas hacían temblar el frágil anclaje de Maddie a la realidad.

–A lo mejor quieres un poco antes de que el goloso de Tucker le hinque el diente –añadió Caine.

Maddie soltó el brazo de Caden y se volvió hacia la mesa de la tarta. Efectivamente, Tucker se dirigía a probarla.

–Es como una nube de langostas, devorándolo todo a su paso –musitó ella.

La comparación arrancó una sonrisa a Caden. Tucker era un hombre prudente y reflexivo, a veces demasiado, pero los dulces le enloquecían.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Caine comentó:

–Al hombre le gusta la tarta.

A Maddie también. Teniendo en cuenta la manera en que se había criado, hasta los catorce años no probó su primer dulce. Robado, por cierto. Desde que llegó al rancho los Ocho del Infierno, había estado compensando el tiempo perdido. No contenta con probar todo lo que Tia horneaba, estaba aprendiendo a hacer sus propios dulces. Cuando un día Caden le preguntó por qué, ella le contestó en un relámpago de absoluta lucidez que si aprendía a hacerse las cosas que necesitaba, nunca volvería a estar necesitada de nada.

Y a él no le gustaba que estuviera necesitada o privada de algo. Le había pedido a Tia que le consiguiera ingredientes para hornear. Nadie se había quejado después de que Maddie les demostrara que podía hacer verdaderas maravillas en el horno. Ella nunca comía de lo que horneaba, sin embargo. Eso sí que no podía entenderlo Caden. Y ella tampoco le había explicado el porqué. Lo cual no hacía sino resaltar el misterio que significaba Maddie, la complejidad que escondía su aparente sencillez.

Maddie fulminó en ese momento a Caine con la mirada, convencida de que se estaba riendo de ella.

–No por eso tiene que comérsela toda...

Caden le dio la razón en silencio.

–Tia declaró barra libre después de servir la primera ronda.

Maddie se mordió el labio, revelando sus blancos dientes con la leve separación de sus incisivos superiores. Siempre estaba intentando disimular aquel presunto defecto. Personalmente Caden lo encontraba demasiado atractivo, y de alguna manera demasiado sexual. La vio vacilar, claramente indecisa entre dirigirse a la mesa de la tarta o quedarse con él. Aquello le dio pena. Maddie quería probar aquella tarta, y en ese momento él necesitaba darle alguna satisfacción porque quizá llegara a pasar algún tiempo antes de que volviera a verla. Para cuando regresara, quizá estaría algo más arraigada en el mundo. Quizá incluso casada. Resistió el impulso de acariciar con las yemas de los dedos las pecas que salpicaban sus pómulos.

Caden dejó su copa de champán sobre la mesa que tenía al lado.

–Ve a por tu tarta, Maddie.

Aun así vio que vacilaba, alzando la mirada hacia él con un brillo de temor en sus ojos verdes.

–¿No te marcharás antes de que vuelva, verdad?

–No –pero se marcharía esa misma noche. Había llegado el momento de irse.

–Será mejor que te des prisa –le aconsejó Caine.

Maddie miró ceñuda a Caine. Parecía un gatito desafiando a un puma mientras ordenaba:

–Y tú no le cuentes historias malas. No duerme bien cuando lo haces, y necesita descansar.

Caden maldijo para sus adentros. Maddie hablaba de él como si fuera un flojo, y eso no le gustaba nada. Lo cual no le pasaba desapercibido a Caine, a juzgar por la sonrisa que saltaba a sus labios.

–Ni en sueños.

Caden tomó a Maddie de los hombros y la hizo volverse hacia la multitud que se apiñaba ya ante la mesa de la tarta.

–Anda, Maddie, ve antes de que sea demasiado tarde y no te quede nada.

Así lo hizo, levantándose las faldas y mostrando una indecente porción de tobillo en su apresuramiento por adelantarse a Tucker. Tenía unos tobillos muy bonitos.

–Ni siquiera voy a preguntarte cómo sabe ella si duermes bien o no –se lo quedó mirando Caine, con una ceja levantada.

Y él tampoco iba a decírselo. Cruzó los brazos sobre el pecho.

–Yo no me he liado con ella.

Caine hizo un gesto de indiferencia con una mano, haciendo que el whisky chapoteara en el vaso de cristal tallado. Caden recordó cuando solían beberlo directamente de la botella.

–Diablos, eso ya lo sé, pero es que esa mujer te profesa un enorme afecto.

–Es como una niña.

–Quizá cuando llegó, sí. ¿Pero te has fijado en que últimamente está más aquí que allá?

–Se está curando.

–Desi dice que está olvidando.

Caden tomó uno de los vasos de Caine.

–¿Cómo diablos puede olvidar una mujer que ha sido obligada a prostituirse desde la infancia?

–¿Una mujer que sabe escaparse de la realidad para refugiarse en su mundo de fantasía? –Caine hizo un gesto con su mano libre–. ¿Cómo voy a saberlo yo?

–¿Entonces por qué has sacado el tema?

–Porque Sally Mae le dijo a Desi que debía hacerlo.

«Por supuesto», pensó Caden, suspirando, y agitó su vaso de whisky.

–La vida era muchísimo más fácil antes de que las mujeres invadieran este lugar.

La expresión de Caine se suavizó visiblemente mientras contemplaba a su esposa. Rubia y menuda, llevaba la rizada melena recogida en un moño. Desi era el amor y el consuelo de la dura vida que había llevado Caine, y él era el suyo. Si dos personas podían llegar a encajar tan bien como las piezas de un puzzle, esas eran Desi y Caine.

–Pues resulta que a mí me gusta esa invasión –rezongó Caine.

Caden no lo dudaba, pero los hombres de la familia Miller no tenían esa misma suerte en los asuntos del corazón. Eran buscadores de oro, aventureros, pioneros. Bebió un trago de whisky. Lo único que los Miller podían aportar a las mujeres era soledad y decepción.

–Ya lo sé.

–¿De veras vas a intentar recuperar esa mina de oro de Fei?

Caden saboreó el ardor del whisky. La sensación le gustaba. Con whisky suficiente podía cauterizarse cualquier herida.

–Ajá.

–Sam dijo que Fei la hizo volar.

–Lo cual solo sirve para aumentar el desafío.

–Un desafío demasiado grande para un solo hombre.

Caden sonrió y bebió otro trago.

–¿Alguna vez se han arredrado los Ocho del Infierno ante un desafío?

–Nunca –Caine agitó el whisky en su vaso–. ¿Es por eso por lo que sientes ese hormigueo en los pies? ¿Ya no te quedan desafíos por aquí?

Eran muchos los desafíos que les esperaban a los Ocho del Infierno. Pero que ellos hubieran sentado la cabeza no significaba que él tuviera que hacerlo también.

El rostro de su padre relampagueó por un instante en su mente. Congelado en el tiempo. «Recuerda quién eres...» Había cumplido su deber para con los Ocho del Infierno y para con Tia. Pero había llegado la hora de hacer lo mismo para con su familia.

–Se trata más bien de una promesa que cumplir.

–¿Qué promesa? –le preguntó Caine.

–Ninguna que tenga que ver contigo.

–Si tiene que ver contigo –replicó Caine–, tiene que ver con los Ocho del Infierno.

La lealtad de Caine hacia aquellos a los que tenía por su familia resultaba demasiado conmovedora. Caden apuró el vaso y lo dejó al lado de la elegante copa de champán. Tanta elegancia donde antaño no había habido ninguna... Se volvió.

–No es el momento.

–Y un cuerno.

Caden le sostuvo firmemente la mirada.

–Hablo en serio.

–Al menos deja que te acompañe Ace o Luke.

Caden podía ver a Maddie sirviéndose su pedazo de tarta. Vio que sonreía tímidamente a Tucker cuando este fingió quitárselo. Algo se le removió por dentro, provocándole una sensación de... ¿furia? Procuró ahuyentarla.

–No os sobran brazos.

–Nos sobran los que tú necesites –repuso Caine.

Caden conocía el estado del rancho tan bien como cualquiera. Conocía bien las amenazas. Acababan de expandirse: hasta el último hombre era necesario. Y en ese momento, con la caballería de vuelta en el Este debido a las discordias entre el Norte y el Sur, había que sumar también la renovada amenaza de ataques de los indios.

–Demasiada gente llamaría la atención...

–Dos no son demasiados –lo cortó Sam apareciendo entre ellos, con un vaso de whisky en una mano y una botella en la otra. Detrás de él estaba Ace–. No tienes ni para empezar con la tarea que hay. Recuerda que yo vi cómo quedó esa mina después de que Fei la hiciera volar. Esa mujer sabía lo que se hacía.

Caden sabía que acabaría necesitando ayuda, probablemente mucha, pero en ese momento no la deseaba.

–Tengo que hacer esto solo.

–¿Por aquella promesa que le hiciste a tu padre? –le preguntó Ace. La oscura crencha caída siempre sobre una ceja le daba un aspecto jovial, despreocupado.

Hasta que uno se acercaba y le veía los ojos. A nadie con una mínima capacidad para juzgar a los hombres podían pasarle desapercibidas la frialdad y determinación que ensombrecían aquellos ojos de color castaño claro. Ace podía degollar a un hombre con el mismo aplomo con que hacía aquellos trucos de cartas de los que tanto le gustaba alardear. Y con una sonrisa en los labios. No era que Ace disfrutara matando, pero en caso necesario, no tenía ningún escrúpulo en hacerlo. Caden suspiró, advirtiendo que Tracker y Shadow se acercaban también. Aquello tenía todo el aspecto de una bienintencionada emboscada. Maldijo para sus adentros.

–¿Alguien os ha invitado sin que yo me haya enterado?

–Más bien es una fiesta improvisada –sonrió Sam.

–¿Qué fue lo que le prometiste a tu padre? –inquirió Caine con aquella tenacidad que ponía en todo lo que hacía.

–Nada –Caden fulminó a Ace con la mirada. De los ocho, de quien más cerca se sentía era de Ace, lo que explicaba la confesión sobre su padre que le había hecho años atrás, borracho como una cuba. Una confesión que nunca debió haberse producido.

Ace se limitó a sacudir la cabeza.

–No vayas a darnos la sorpresa. Ya eres mayorcito. Pero puedes llegar a ser muy estúpido cuando quieres.

–Desde luego que sí.

–Déjalo ya, Caine –se cansó por fin Caden.

–Y un cuerno.

Sam se estiró para servir más whisky en el vaso no tan vacío de Caine.

–Bébete esto.

–Si me bebo esto, me emborracharé.

Sam se encogió de hombros y ofreció la botella a Ace antes de replicar:

–Al menos así tendrás una excusa para escupir tonterías.

–Todo esto es absurdo. Esa mina de oro está en pleno territorio indio, y Culbart no se prestará a ayudarlo si allí se le tuercen las cosas.

Eso era cierto. La mina no era lo único que Fei había hecho volar. Cuando el padre de Fei vendió a su sobrina a Culbart, aquella decidió tomar cartas en el asunto. Un buen lote de dinamita había servido para liberar a Lin. Lo que significaba que el único hombre blanco que se hallaba lo suficientemente cerca de Caden como para poder acudir a la mina en su ayuda no simpatizaba con nadie que fuera del rancho Ocho del Infierno. Caden se encogió de hombros mentalmente. Se había enfrentado a peores situaciones.

–Culbart es un tipo duro, pero estúpido no es –dijo Ace–. Si los Ocho del Infierno le piden ayuda, él acudirá. No puede permitirse no hacerlo con ese rancho suyo justo en pleno territorio indio.

–Yo pensaba, además, que parte de los problemas con Culbart venían de que el tipo pensó que Lin había sido secuestrada... –dijo Caden.

–Él tiene razón, Caine –reconoció Ace–. Nos guste o no Culbart, la verdad es que Lin no sufrió ningún daño mientras estuvo con él. Y cualquier hombre cabal habría salido en pos de una mujer que le hubiera sido robada... aunque el responsable del robo fuera uno de nosotros.

Caine frunció el ceño y bebió un largo trago de whisky. Sus ojos verdes se entrecerraron.

–Ese hombre aún sigue molesto con nosotros. Perdió sus buenos hombres por culpa de ese «malentendido».

–Habría sido más fácil que Fei hubiera negociado un poco antes de llevarse a su prima –intervino Sam, irónico–. Así se habría ahorrado problemas.

–El propio Culbart no le dejó mucha elección a la chica –murmuró Caine, bebiendo otro trago–. Había perdido un buen dinero en el trato. Retener a Fei era su oportunidad de poder recuperarlo.

–O al menos eso pensó él –Ace sacudió la cabeza–. Fei hizo un buen trabajo al convencerlo de que su padre se había vuelto loco de remate. No puedes echar toda la culpa a Culbart.

–Hablas como si te cayera bien –le dijo Caine a Ace, enarcando una ceja.

–Es que me cae bien –Ace se encogió de hombros–. Es terco como una mula, pero posee un firme sentido de la justicia –bebió un trago de whisky–. Para no hablar de su curioso sentido del humor...

–¿Dónde le has visto tú el sentido del humor al tipo? –le espetó Caden. La impaciencia lo estaba poniendo irritable. Quería marcharse de una vez, en lugar de quedarse allí sentado hablando de las presuntas buenas cualidades de Culbart.

–Cuando Caine, aquí presente, me envió para aclararle las cosas.

–Se suponía que tenías que intimidarlo –le recordó el aludido.

–Decidí socializar primero.

Caden sacudió la cabeza. Al parecer, Ace había sido capaz de convertir a un enemigo en aliado.

–No puede decirse que sea un amigo –precisó Ace–. Pero no es hostil.

Caden se irguió. Era él quien iba a correr el riesgo, así que al diablo con Culbart y al diablo con la conversación. Si eso molestaba a alguien, peor para él.

–Bueno, si Culbart está resentido, por mí que lo siga estando.

–Maldita sea, Caden –rezongó Caine–. ¿Por qué tienes que hacer esto ahora, cuando estamos tan mal de brazos?

Porque sí. Giró sobre sus talones y se alejó sin responder, pasando por delante de Shadow y de Tracker e ignorando el sorprendido gesto de Tucker. Cuando llegó a la verja del jardín, oyó a Caine preguntar una vez más:

–¿Puede alguien decirme qué promesa es esa?

–Es algo personal. No es importante –mintió de manera descarada Ace, algo que le agradeció Caden.

–Pues a mí me parece que es suficientemente importante que el tipo que nunca rompe sus promesas esté rompiendo ahora mismo una para cumplir otra.

Ace soltó un juramento.

–Diablos.

«Maddie», pensó Caden. Caine estaba hablando de Maddie.

Caden le había prometido que no abandonaría la fiesta antes de que ella volviera. La vio por el rabillo del ojo sonriendo y contemplando a los bailarines, ligeramente apartada de los demás, bella e invitadora como un rayo de sol después de una tormenta. Vio que Luke se dirigía hacia ella y maldijo entre dientes. Sabía que superaría ese desengaño.

Empujó la verja y siguió caminando. Mientras la puerta se cerraba a su espalda, la oyó gritar su nombre. La sorpresa y la decepción se mezclaban en un tono que le recordó al que demasiadas veces había oído a su madre.

Maldijo de nuevo para sus adentros.

Al fin y al cabo, él había salido a su padre.

Capítulo 2

Se marchaba. Maddie permanecía de pie, medio escondida detrás del peral contemplando los capullos que asomaban entre sus hojas, sintiendo cómo sus esperanzas se marchitaban a la vez que florecía el árbol. Nuevas flores y frutos que había imaginado llegarían a simbolizar un nuevo comienzo para ella. En unos meses aquellas diminutas y casi invisibles flores se convertirían en frutos. Había planeado recoger aquellas nuevas peras para Caden, pero ahora resultaba que se marchaba. La dejaba. Dejaba el Ocho del Infierno. Se marchaba sin despedirse. De ella al menos.

Al igual que todos aquellos a los que había querido. El hombre que había pensado era su padre. Su madre. Sus amigos. Todos se habían marchado. Y ella se había quedado, como siempre. Siempre con la esperanza de que las cosas mejoraran. Ya desde el momento en que aceptó la oferta de Tracker de acudir al Ocho del Infierno, se había estado aferrando a alguna clase de esperanza. Esperanza de que su vida mejorara. De que alguien pudiera amarla. De tener un marido. Un hogar. Hijos.

Y allí estaba ahora, rodeada de desconocidos a los que trataba como amigos, doliéndose por la partida de un hombre que no podía verla ni como mujer ni como prostituta. Viéndolo despedirse de los demás, preparándose para soportar su ausencia, la horrible incertidumbre de no saber si estaría vivo o muerto durante las interminables semanas que se avecinaban. Se estremeció, cerrado su estómago por un nudo helado. Amaba tanto a Caden... Pero más allá de una sonrisa cada vez que la veía, o de alguna que otra palabra cariñosa que nada significaba, él ni siquiera parecía registrar su existencia. Lo cual no cambiaba el hecho de que era el amor de su vida y que se marchaba.

El grito de protesta empezó en los confines de su mente, sutil pero insistente, para ganar fuerza como una tormenta que se desplazara por las praderas, tanto más sonora cuanto más se acercaba. El alarido se disolvió en una multitud de voces del pasado, amables algunas y crueles la mayoría, diciéndole lo que tenía que hacer y de qué manera, como si el dolor no fuera nada. Como si ella no fuera nada. El impulso de esconderse aún más profundamente en el follaje hasta desaparecer torturaba sus nervios.

Hundió las uñas en los antebrazos, dejando que el dolor ahogara aquella cacofonía de voces. Caden era un hombre fuerte. Él respetaba a las mujeres fuertes. Todas las mujeres de los Ocho del Infierno lo eran. Sally Mae, con sus convicciones pacifistas, su medicina natural y su actitud desafiante a las convenciones sociales. Desi, con su fogoso carácter. Ari, con aquella dulzura suya que disimulaba una fortaleza interior que jamás la abandonaba. Bella, que era pura vida. Fei, con su impulso y su determinación. Todas formaban la clase de mujeres que Caden admiraba. La clase de mujeres a la que ella necesitaba pertenecer.

Estiró el cuello para mirar a Tia al lado de su Ed, con su mantilla aleteando por la brisa y una sonrisa radiante en los ojos. Tia, que había perdido a su marido y a sus hijos, y que sin embargo había acogido a ocho chiquillos, salvajes y llenos de odio, para convertirlos en hombres admirables. ¿Por qué Dios no le había enviado a una mujer como ella?

Se humedeció los labios y desvió la mirada hacia el lugar por donde Caden había desaparecido. Quizá el buen Dios no le había enviado a una Tia cuando era una niña y sollozaba contra su almohada por las noches, pero al menos le había dado una manera de escapar de la realidad, un escape. En ese momento, sin embargo, parecía que se lo estaba quitando, y Maddie no podía evitar pensar que no era ninguna coincidencia que precisamente cuando su escape hacia la fantasía había perdido eficacia, su amor por Caden hubiera en cambio aumentado. Ella creía sinceramente que Dios la había enviado al Ocho del Infierno, y que ese era por tanto su destino. Pero no creía que la hubiera enviado allí para que estuviera sola. La había enviado allí para estar con Caden. Porque aunque se mostrara inquieto y distante, Caden era un hombre que necesitaba amor, que necesitaba ternura, y ella había esperado durante toda su vida para darle su amor a alguien. Y ahora él se marchaba.

Sacudió la cabeza. No podía dejar que aquello sucediera. De repente oyó un ruido cerca y alzó la mirada. Bella estaba a su lado, por una vez sin su apuesto Sam, con su abultado vientre y aquella sonrisa suya tan llena de vida. Maddie había pasado mucho tiempo estudiando lo que tanto atraía a aquellos hombres de aquellas mujeres. En el caso de Sam era el carácter de Bella, que tanto adoraba.

–Te has escondido otra vez, Maddie –era tanto una acusación como una pregunta, pronunciada con aquel melodioso acento suyo capaz de convertir las palabras en música. Incluso las más exasperadas.

Maddie se encogió de hombros.

–Estaba mirando qué cosas había que hacer.

Bella sacudió la cabeza.

–Solo estabas mirando una cosa, amiga mía.

Como siempre, el uso por parte de Bella de la palabra «amiga» la hizo estremecerse por dentro. Maddie nunca había tenido una amiga verdadera. Durante mucho tiempo había soñado con lo que sería sentirse querida, pero conforme habían ido pasando los años, la verdad se había hecho evidente y había aprendido a dejar de tener esperanzas. Aunque las mujeres de los Ocho del Infierno eran muy amables con ella, nunca llegaba a sentirse del todo cómoda con sus atenciones. Ella era una prostituta. Había escapado de aquella vida, sí, pero todos los testimonios de amistad del mundo no podían lavar aquella mancha. Era fácil fingir que aquel pasado nunca había existido, protegida como estaba allí, en el Ocho del Infierno. Allí el mundo no podía tocarla, cierto, pero algún día tendría que marcharse. Y, cuando lo hiciera, querría ser como Bella. Una mujer segura y confiada. Atrevida. De réplica fácil y directa. Que jamás se escondía.

Pero no era como Bella. Aún no. No tenía fuego. No tenía familia. No tenía convicciones. Había sido una niña perdida y en ese momento era una mujer perdida, aunque iba a encontrar su camino. El cura decía que Dios no mandaba a la gente al mundo sin una misión, un propósito determinado, lo que significaba que ella también tenía uno. La primera vez que se lo oyó decir, fue la única idea que no entendió de su sermón. Pero con el tiempo se le quedó grabada, y lentamente había ido echando raíces. Hasta el momento, encontrar ese propósito era precisamente su propósito en la vida.

–No sé a qué te refieres.

Bella sonrió y miró la verja por la que Caden acababa de salir.

–Es fácil ver a quién pertenece tu corazón.

Maddie se humedeció los labios, sintiendo de nuevo aquella punzada de dolor. Amar a alguien era perderlo, provocar su muerte. De manera instintiva había tirado siempre hacia la fantasía, pero ya no podía encontrar aquel difuso lugar donde lo real y lo imaginado se confundían con tanta facilidad. Ari decía que era una buena señal, pero ella no estaba tan segura.

–Los corazones de papel y las flores quedan preciosos en las bodas... –el comentario aparentemente absurdo e incongruente solo era medio fingido. Siempre le resultaba mucho más fácil actuar como si no sintiera nada.

Bella suspiró y cruzó los brazos bajo su ancho busto, sobre su vientre.

–Con los demás puedes practicar esas tonterías. Yo sé que no estás loca –utilizó la palabra en español.

A Maddie le había gustado tener esa misma seguridad.

–¿Tan segura estás?

–Hay mucho más en ti que tonterías.

Maddie parpadeó asombrada. Nadie le había dicho nunca eso antes.

–Soy solamente unos muslos dulces, unos senos suaves y placer para un hombre –había pronunciado tantas veces aquella frase que se la sabía de memoria.

Bella resopló indignada.

–Eres pasión y temperamento, y cuando pongas de una vez los pies en la tierra, el único hombre al que darás placer será el que tú misma elijas.

–¿Crees que llegaré a elegir?

Bella, siempre tan perceptiva, y siempre también tan brusca, le tocó una mano provocándole un nuevo estremecimiento, ya que nadie la tocaba nunca. El contacto significaba para Maddie algo malo. Doloroso. Mortal.

–Sí.

Retiró la mano y al momento se sintió mal por ello. Le gustaba Bella.

–Tú formas parte ya del Ocho del Infierno, Maddie –sonrió Bella–. Eso ya es algo.

–Porque Tracker me trajo aquí.

Bella volvió a sonreír y miró al hombretón que estaba hablando con Ed. El viento lo despeinaba, descubriendo la profunda cicatriz que lucía en una mejilla.

–A todas nos trajeron aquí.

Para Maddie, Tracker era un hombre aterrador con aquella cicatriz que le cruzaba la cara, aquellos músculos de gigante y aquella piel tan oscura, mientras que para Ari era el sol, la luna y las estrellas, lo que demostraba que la ternura vivía en todas partes. Caden no era tan grande como Tracker, pero sus manos eran lo suficientemente fuertes para golpear duro y romper huesos.

En ese momento Bella soltó un gruñido y se llevó la mano al estómago.

–Te juro que si este niño no para de darme patadas, dejaré que su papá lo críe solo.

Maddie se la quedó mirando.

–Es una niña.

–¿Cómo lo sabes?

Habría sido un falta de tacto confesarle que, a lo largo de sus dieciocho años de su vida, había visto tantas mujeres embarazadas en el burdel que podía saber a simple vista si una mujer portaba un niño o una niña. Así que, en lugar de ello, se encogió de hombros y dijo:

–Hay cosas que una mujer sabe sin más.

Bella enarcó las cejas e hizo un elocuente movimiento con las manos.

–¿Lo ves? Ya está –dijo en español–. Cuando no piensas en cómo van a reaccionar los demás, dices lo que tienes en la cabeza, y no esas tonterías de frases.

–Una mujer debe ser vista, que no escuchada.

Bella resopló indignada.

–Son los idiotas los que deben ser vistos y no escuchados.

Maddie no pudo evitar un estremecimiento que Bella se apresuró a aliviar tomándole la mano, arrepentida. Bella siempre estaba tocando a la gente. A Maddie ya no le molestaba tanto como al principio.

–Perdona, Maddie. Ya sabes que yo no pienso que seas idiota.

Y sin embargo eran tantos los que lo pensaban... Desvió la mirada hacia el camino que Caden había tomado. Esa vez Bella no le soltó la mano, sino que se la apretó al ver que hacía ademán de irse.

–¿Maddie?

–¿Sí?

–¿Crees que yo la verdad siempre digo?

Maddie asintió, habituada a la particular manera de hablar de Bella. Era, de hecho, muy bonita y algo disparatada, como una música singular que sonara bajo sus palabras.

–Te creo –volvió a tirar con intención de soltarse.

Bella le sujetó la mano con fuerza.

–¿Crees que yo nunca haría nada que te hiciera daño?

Maddie asintió de nuevo.

–¿Crees que yo no soy... convencional?

Maddie volvió a asentir.

–Me creo todo lo que me dices. Tú eres una buena persona. Nunca me mentirías.

–La gente buena miente todo el tiempo –gruñó Bella–. Y yo también. Mentiría para salvar a alguien que quiero. Pero no mentiría a alguien que quiero si no es por una buena razón.

–Sí –Maddie podía comprender eso.

Bella sacudió la cabeza.

–Voy a hablarte ahora claramente, con palabras que quiero que escuches.

Maddie se agarró a una rama del árbol y se preparó para lo peor. Solo las cosas malas empezaban de esa manera.

Bella rodeó el tronco del peral hasta quedar frente a ella, con su abultado vientre rozando los pliegues de su falda. Maddie quiso correr y esconderse, pero en realidad no importaba lo que ella pudiera querer o no. Bella estaba determinada a decirle lo que tenía que decirle, y rápido, porque Maddie podía ver a Sam buscando ya a su esposa, lo que significaba que en unos minutos estaría allí. Personalmente prefería no relacionarse demasiado con los hombres del Ocho del Infierno. No era que fueran malos, pero eran hombres, y los hombres le hacían sentirse incómoda.

–Te escucho.

–Perdona que sea tan... bruta, pero tú estás enamorada de Caden.

Maddie esbozó una mueca, apretando con fuerza la rama. Las hojas se agitaron y un leve aroma a fruta impregnó el aire.

–Un hombre así no es para mí.

Bella resopló.

–Es un hombre como cualquier otro, que necesita una mujer que lo ame.

–Mujeres no le faltan.

–Como a ti tampoco podrían faltarte hombres.

Maddie sacudió la cabeza. Solo una ingenua podía creerse aquello.

–Soy como una mercancía de segunda mano, hecha para la cama y para nada más. Nadie me querría.

Bella hundió las uñas en su muñeca.

–Que no se te ocurra volver a decir eso. Tú eres mi amiga. Estuviste a mi lado cuando Sam se marchó y lo pasé tan mal. Te sentaste conmigo y me hiciste té. Te paseas por este rancho como si no fueras nadie y sin embargo haces de todo, ayudas a todo el mundo, te preocupas de que Sally Mae tenga todo lo necesario para la boda, organizas, traficas...

–Soy buena vendiendo –la interrumpió Maddie, corrigiéndola.

–Eso, vendes. Pero ayudas en todo a aquellos a los que quieres. Eres como una fuerza tremenda en segundo plano, capaz de hacer posible cualquier cosa. Has cambiado muchísimo desde que llegaste al Ocho del Infierno, y sin embargo tú no ves nada de todo esto. No te valoras en nada. Te consideras únicamente buena para la cama.

Maddie desvió la vista, pero Bella le puso un dedo bajo la barbilla para obligarla a volver el rostro.

–Si quieres a Caden, tienes que dejar de pensar así. Necesitas creer en ti misma. Necesitas creer en la fuerza que te ha mantenido viva durante todos estos años. Necesitas creer en esa parte de ti misma que te convierte en la única mujer a la que él sonríe cada vez que te ve.

Maddie detestaba la esperanza que sentía aflorar en el pecho, y a la que sin embargo se aferraba.

–Tú no sabes...

Bella sacudió la cabeza.

–No. No sé nada de seguro, pero sé que cuando ves a Caden, tú sonríes, y que él sonríe cuando te ve a ti. Eso no determina el final de nada, pero a mí me parece un buen comienzo.

Maddie podía ver a Caine y a Ace discutiendo, supuestamente sobre Caden. Evidentemente Caine no quería que se marchara. Caine pensaba que tenía mucho poder sobre los hombres del rancho, pero Caden era muy testarudo. Y ella entendía mejor que Caine que Caden también era un hombre que necesitaba abrirse camino por sí solo.

–¿Y qué querrías que hiciera? Un caballero no busca a su princesa entre la basura.

–Mi Sam no quería tener nada que ver conmigo la primera vez que me vio.

Eso Maddie sí que no podía creérselo.

–Pero si tú eres la princesa de Sam...

–Yo era más bien un grano en su... –Bella sonrió al tiempo que se daba una palmadita en el trasero, dejando la palabra sin pronunciar–. Él pensaba que yo era demasiado buena para él, que solo me traería problemas. Sam negaba nuestro amor, la atracción que sentíamos y nuestra capacidad para ser felices.

–Pero estáis juntos.

–Sí. Lo estamos. Pero tuve que perseguir a ese hombre por medio país. Tuve que luchar por él.

–Tú no puedes obligar a alguien a que te ame. Eso me lo dijo Sally Mae.

–Y Sally Mae tiene razón. Pero sí que puedes impedir que alguien siga huyendo de lo que siente. O retenerlo al menos el tiempo suficiente para que se dé cuenta de ello.

¿Quién se creía que era Bella para intentar despertar tanta esperanza a una desesperada como ella?, se preguntó Maddie. No tenía ningún derecho a hacer eso.

–Quizá sea demasiado estúpida para entender esas cosas.

Bella le soltó la mano y retrocedió un paso.

–Quizá seas demasiado estúpida para estar con un hombre como Caden, que lo tiene todo excepto la ternura que necesita. Quizá seas demasiado estúpida para saber lo que es bueno y lo que es malo, y cómo deberían ser las cosas entre un hombre y una mujer. Y quizá también seas demasiado estúpida para muchas otras cosas porque estúpidamente te crees lo que la gente mala dice de ti –Bella cortó el aire con un brusco gesto–. Pero yo no lo creo. Yo he visto cómo has cambiado. Yo he visto cómo has crecido, así que cuando te digo todo esto, sé que estoy hablando con la Maddie que ha llegado a formar parte del Ocho del Infierno, no con la Maddie que no se valora en nada a sí misma. Ha llegado la hora de que te marches de aquí –le señaló la verja–. La hora de que sigas a tu corazón.

–¿Por qué?

La expresión de Bella se suavizó.

–Porque si quieres a Caden, Maddie, entonces tienes que hacer todo lo que haga falta para que él vea lo que eres y lo que podrías ser. Algo grande. Y nadie puede hacer eso por ti –dicho eso giró sobre sus talones para marcharse.

Maddie se quedó donde estaba, aferrada al árbol y como vencida por el peso de la absurda idea que Bella acababa de sugerirle.

–¡Espera!

Bella sacudió la cabeza y alzó una mano.

–No. Es hora de que decidas quién quieres ser.

Maddie experimentó el desquiciado impulso de salir tras ella para que le dijera lo que tenía que hacer pero... ¿qué sentido tenía? Bella tenía razón. Ella misma había decidido que había llegado el momento de dejar de ser una niña.

Caden se marchaba como si eso no fuera a importarle a nadie. El hombre no parecía entender que iban a echarlo de menos. O quizá no le importaba. A veces resultaba difícil saberlo. Bella le había aconsejado que hiciera lo que le dictara su corazón. ¿Tendría el coraje de hacer algo tan grande, tan importante en su vida?

Caden le había dicho que no se marcharía sin despedirse. La furia que sentía era muy fuerte. Tanto como su determinación. Estaba harta de que la abandonaran. Cada mañana, cuando se levantaba, se dejaba llevar por la vida. Al día siguiente tomaría las riendas de esa vida.

Los efectos personales de Maddie estaban ya bien guardados en una alforja, junto con dos mudas de ropa, antes de que empezara a clarear. Caden se había marchado una hora antes. Maddie había oído el crujido de los escalones del porche trasero cuando se escabulló, y vislumbrado la luz en las cuadras. Ya era hora de que ella se marchara también.

Bajando sigilosamente la escalera, se escabulló por la misma puerta que Caden, pero evitó el tercer peldaño para no hacer ruido. Aunque nadie protestaría por la marcha de Caden, por lo esperada, la suya, en cambio, causaría todo un escándalo. Su perro, un sabueso de pelaje rojizo, gimió y alzó la cabeza. Maddie sonrió y le hizo una seña: el animal acudió inmediatamente. Le dio un trozo de carne de las sobras de la cena. El sabueso lo engulló y, al ver que no iba a seguirle otro, bajó la cabeza y las cejas con expresión tristona. Tenía el mismo aspecto que su padre, Boone, solo que era la desesperación de la manada de Tucker. Hasta le habían puesto «Inútil» de nombre, porque aunque podía rastrear tan bien como su padre, nunca ladraba ni alertaba sobre sus presas.

El día en que Tucker lo separó de la camada, Maddie lloró por él. Y cuando oyó el nombre que le habían puesto, fue la gota que colmó el vaso. Había adoptado al perro esperando que alguien protestara. Nadie dijo una sola palabra. Había intentado cambiarle el nombre, pero el animal se negaba a responder a otro.

Seguía poniéndola nerviosa tener un amigo, aunque fuera un perro, pero ya no había vuelta atrás. Inútil la había reclamado como ella lo había reclamado a él. Hasta el momento habían sido amigos: a partir de esa noche se convertiría en su compañero. Eso esperaba ella, al menos. Palmeándose el muslo, lo llamó para que se acercara.

Llevaba arrugada en el bolsillo la nota de disculpa que había escrito. Flor era una yegua de carácter dulce que Tucker había entrenado para ella. Con Maddie era muy buena y no tenía un solo hueso de maldad en el cuerpo. Maddie confiaba en ella de la misma forma que desconfiaba de cualquier humano. Al margen de lo valioso que fuera el animal, Maddie no podía escoger a ningún otro. Y no solamente porque su habilidad para montar fuera escasa. En aquel momento necesitaba rodearse de cosas en las que tuviera fe. Que hubiera decidido apoderarse de su vida no significaba que confiara ciegamente en conseguirlo.

Flor relinchó suavemente conforme Maddie se acercaba a su cubículo en las cuadras. Abrió la portezuela con manos temblorosas. Palmeó el cuello de la yegua y aspiró profundo. La única otra ocasión en que había tomado las riendas de su destino fue cuando siguió a Tucker fuera de aquel burdel. Seguía sin saber qué era lo que la había impulsado a hacerlo, pero una vez hecho, no había habido vuelta atrás. Cuando lo vio, el aspecto del hombretón era tan temible que a punto había estado de cambiar de idea. Pero luego, con un asentimiento de cabeza, le había tendido la mano, y ella la había aceptado llena de miedo, solo para descubrir que debajo de su duro y hosco exterior era un hombre bueno.

Por entonces, Tucker había estado buscando a su Ari, e indudablemente la compasión que sentía por el triste predicamento en que ella se encontraba debía de haberlo impulsado a recoger a las mujeres descarriadas que se había encontrado por el camino. Había llevado a Maddie al Ocho del Infierno al igual que había hecho con muchas otras. Les había ofrecido un lugar donde curarse. La mayoría se habían marchado al cabo de un mes o dos, habían seguido adelante con sus vidas. Pero ella se había quedado. No había tenido ningún otro lugar a donde ir y también había tenido miedo de empezar de nuevo, sola. O al menos eso había pensado en aquel momento. Lo cierto era que simplemente había tardado más tiempo que las demás en prepararse para ello.

Miró más allá de la puerta abierta de las cuadras, hacia la noche que ya empezaba a clarear.

–Vamos a partir para la aventura, Flor.

Acercó la montura al amarradero y descolgó la silla y los arreos. Inútil revoloteaba en torno a ellas.

–Caden se cree que puede romper la promesa que me hizo, pero no se saldrá con la suya –le dijo al perro, que se la quedó mirando con sus grandes ojos castaños.

Gracias a las útiles instrucciones implacablemente impartidas por Caden, tardó poco en ensillar y embridar a la pequeña yegua. En aquel entonces había querido maldecirlo, pero en ese momento, cuando era tanta su urgencia, agradeció cada una de las tediosas lecciones. No podía permitirse que Caden se adelantara demasiado. Sacó la nota del bolsillo y la prendió en un clavo que sobresalía del poste. Robar un caballo era un delito castigado con la horca. Quería asegurarse de que en el Ocho del Infierno supieran que solamente lo estaba tomando prestado. La nota recogía unas líneas dirigidas a Tia y a Bella, muy breves. Un gracias seguido de un simple he decidido vivir mi vida