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Existe una clara diferencia entre dos tipos de enfermedades: las sobrevenidas y las adquiridas. Las primeras tienden a despertar compasión y apoyo entre la ciudadanía, los medios de comunicación e, incluso, entre los profesionales sanitarios creando un entorno favorable para que las personas diagnosticadas compartan su estado con el mundo y busquen apoyos en su proceso de curación o mejora. Las enfermedades adquiridas, aquellas que son prevenibles y por tanto evitables, no reciben la misma consideración social. El diagnóstico viene acompañado de un estigma asociado a la creencia de que necesariamente algo malo habrán tenido que hacer para haberse contagiado. Esta categorización de la salud es tan perversa e injusta como real y palpable en muchos ámbitos de la vida cotidiana. El autor, Iván Zaro, les invita a conocer los testimonios de hombres y mujeres diagnosticados de VIH que se enfrentaron a sus propios miedos y a una parte de la sociedad que les considera culpables de haber adquirido la enfermedad. El VIH se ha convertido en una excusa para rechazar a homosexuales, migrantes, pobres, drogodependientes, en definitiva, a los otros. Acompañaremos a estas personas en el duelo y en los momentos críticos a los que son sometidos y veremos cómo gracias a la resiliencia y a la superación han rehecho sus vidas para poder convivir con un virus que no solo ha condicionado su salud sino también sus relaciones laborales, personales, sexuales y amorosas. "Cuando me dijeron que había contraído este virus, me di cuenta enseguida de que había contraído además una enfermedad social." David Wojnarowicz "Una enfermedad infecciosa cuya vía de transmisión más importante es de tipo sexual, pone en jaque, forzosamente, a quienes tienen vidas sexuales más activas; y es fácil entonces pensar en ella como un castigo." Susan Sontag, El sida y sus metáforas
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© Iván Zaro, 2019
© Prólogo de Rozalén, 2019
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2019
Todos los derechos reservados.
Primera edición: diciembre, 2019
Publicado por Punto de Vista Editores
www.puntodevistaeditores.com
@puntodevistaed
Diseño e imagen de cubierta: Joaquín Gallego
Coordinación editorial: Miguel S. Salas
ISBN: 978-84-16876-88-4
IBIC: JFFH2
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com
Sumario
Prólogo
Prefacio
Introducción. El estigma social
1. El golpe
David, un médico paciente
Pablo, un sacerdote hecho de carne y espíritu
2. El duelo
El negacionismo y sus peligrosas consecuencias
La negación de Eva
3. La resiliencia
María José Fuster: la resiliencia hecha mujer
4. La visibilidad
Miguel Caballero: la segunda salida del armario
5. El amor en tiempos del VIH
José Manuel y Pedro: una historia de amor en positivo
El amor: José Manuel tras el diagnóstico
Pedro: el amor vence al miedo
6. La sexualidad positiva
Asier se emancipó del miedo
7. El legado
Enrique, un superviviente del sida
Epílogo
Agradecimientos
Dedicado a quienes miraron la adversidad y la invitaron a bailar. A Teresa Navazo y Javier Vázquez, a Imagina. A Xavier Mercé, mi compañero de viaje.
Llevaba muy poquitos meses en Madrid y me sentía la hormiguita más pequeña del hormiguero.
Iba siempre con mi guitarra en la espalda, como quien porta un arma noble cargadísima de ilusión, cantando por los garitos y plazas.
Buscaba trabajo como psicóloga (o como cualquier cosa) mientras estudiaba Musicoterapia. Deseaba que la vida y la noche me brindaran todo el rato historias emocionantes que sentir, que beber y que contar.
Aún recuerdo esa llamada. Caminaba algo perdida por la Gran Vía. Supongo que me andaría cuestionando si esta decisión de apostar por lo que deseaba valdría la pena. Una voz dulce detrás del teléfono me hablaba de mi canción «Comiéndote a besos». Me invitaban a la presentación de la primera campaña de Imagina MÁS, una nueva ONG que nacía con el deseo de mejorar la vida de las personas seropositivas, de las personas, en general. Me decían que por fin encontraban una canción llena de luz sobre el VIH. No me podía creer que mi letra y mi melodía provocaran algo tan grande. Se me iluminó la cara para el resto del mes.
Y ahí me presenté, un 2 de junio de 2012.
Ese día conocí a todo el equipo de Imagina MÁS y conocí a Iván.
Los dos vestíamos de blanco. Los dos con falda. Sí, los flechazos existen. Me enamoré perdidamente de ellos.
Es difícil no fijarse en Iván por la personalidad arrolladora que gasta, porque tiene arte hasta en los andares, porque es divertido a rabiar, porque es de los de mirada verdadera, fulminante, por su transparencia, por su manera hipnótica de hablar… Por la seguridad que proyecta tras tantos años de preparación y, por qué no decirlo, porque le encantan las lentejuelas y el brilli brilli.
Desde ese día me hicieron sentir parte de esta familia sensible y comprometida… porque con ellos uno puede despreocuparse de aparentar y vive el privilegio de ser quien es en realidad.
Sigo cada uno de sus pasos con orgullo y admiración. Son pasos firmes, creativos y exquisitos. En un mundo vacío de réplicas exactas, ellos trabajan duro para aportar contenido, originalidad y luminosidad.
Así es este libro: luminoso y necesario.
Hace referencia al autoestigma y sus consecuencias. Si ya es duro vivir con una enfermedad crónica, vivir además con el estigma de tenerla es demoledor.
La persona que interioriza estereotipos y prejuicios sobre su propia condición se verá abocada a la creencia de que es un ser poco valioso, al aislamiento social, al autoboicot y al temor de ser identificada. Por eso es importante que las personas seropositivas se empoderen tomando parte activa en la lucha frente al estigma.
Estas páginas también pasean por la historia de la infección, por las experiencias de la primera generación del VIH. Es imprescindible que la sociedad esté informada para avanzar en cualquiera de las causas sociales. Conocer la raíz, la historia de nuestros antecesores, los porqués y la evolución. Saber que el tratamiento actual consigue detener la replicación del virus en el organismo, dejándolo latente, dormido, hasta llegar a ser indetectable y, por tanto, intransmisible. Si todos supiésemos que a día de hoy las personas con VIH en tratamiento no pueden transmitir el virus, que su esperanza de vida es idéntica a la del resto de la sociedad, tendríamos el aliado perfecto para derrotar el prejuicio existente hacia las personas seropositivas.
Este libro también es un homenaje a los activistas del VIH en España. Es el reconocimiento a los héroes de una generación diagnosticada en la década de los ochenta y principios de los noventa. Los supervivientes de una de las enfermedades más crueles del siglo XX. Una era en la que el diagnóstico a menudo suponía una sentencia de muerte.
Estas páginas son esenciales por su defensa del sexo seguro, por una liberación sexual que no implique riesgo. Porque «no existe el mundo perfecto, un lugar sin sida. Porque los condones no solo son necesarios, sino que son obligatorios». Porque el sexo seguro salva vidas.
Este libro es salud porque irrumpe en una sociedad infantilizada en la que se esquiva cualquier oportunidad de dialogar sobre los territorios más sombríos de la vida como la enfermedad, el envejecimiento o la muerte. Te invita a hablar del dolor y de la tristeza con normalidad, como algo que vivimos y sentimos absolutamente todas las personas.
Y lo mejor de todo es que esta obra es ave fénix. Este libro es resiliencia, la capacidad que posee el individuo para crecerse ante la adversidad, la manera de pegar con paciencia las piezas rotas de nuestra porcelana, ensalzarlas, hacerlas bellas y descubrir nuestra transformación.
Iván acompaña en su día a día a pacientes en el proceso de aceptación. Estoy convencida de que todo el esfuerzo volcado en estas páginas también acompañará a las personas en cualquier fase de la enfermedad en la que se encuentren. Cambiará más de una vida. Más de una vida salvará. Porque combate el terror universal de la vida: el miedo a no ser amado, a la soledad.
Ponte la chaqueta más brillante que tengas y sal a la calle. Nos toca bailar…
Rozalén
En la sociedad occidental existe una clara diferencia entre las enfermedades: las sobrevenidas y las adquiridas. Las primeras tienden a despertar compasión y apoyo entre la ciudadanía, los medios de comunicación e, incluso, entre los profesionales sanitarios creando un entorno favorable para que las personas diagnosticadas compartan su estado con el mundo y puedan buscar apoyos en su proceso de curación o mejora. Todos conocemos a afamados artistas que hacen público su diagnóstico de cáncer y de esta forma reciben hasta cierta admiración, ya que hacer pública la enfermedad puede ayudar a otras personas que padezcan la misma patología.
Las enfermedades adquiridas, aquellas que son prevenibles y por tanto evitables, no reciben la misma consideración social. El diagnóstico viene acompañado de un estigma asociado a la creencia de que necesariamente algo habrán tenido que hacer estas personas, estableciendo así dos categorías de enfermedades: una correspondiente a personas correctas que no pueden hacer nada para evitarlas y que producen compasión y apoyo social y otras patologías asociadas a personas cuyas conductas desviadas les ha llevado irremediablemente a una enfermedad. Esta categorización de la salud es tan perversa e injusta como real y palpable en muchos ámbitos de la vida cotidiana, especialmente y de forma curiosa, en el sector sanitario. Recuerdo haber estado en una sesión clínica sobre la Profilaxis Preexposición (PrEP) rodeado de profesionales de la medicina y la enfermería. Un médico expuso datos científicos sobre la eficacia del tratamiento para la prevención del VIH y apuntaba a lo útil que sería en colectivos tan vulnerables a la infección como hombres que tienen sexo con otros hombres (HSH) o en personas que ejercen la prostitución donde la negociación y el uso del preservativo puede ser una tarea compleja. Al terminar la exposición científica, una enfermera lanzó la pregunta sobre quién iba a costear ese tratamiento cuando ya existen otros medios profilácticos más baratos como el preservativo. Obviamente esa enfermera no había querido entender nada. El médico aportó información sobre la implementación de la PrEP en otros países del mundo como Francia, donde se dispensa sin coste alguno. Al auxilio de la enfermera, indignada ante la posibilidad de tener que sufragar este tratamiento con sus impuestos, salió otra compañera microbióloga. El médico dijo que no entendía dónde estaba el problema, que nadie se queja cuando hablamos de sufragar tratamientos para la diabetes, y que no deberían existir diferencias entre la diabetes y el VIH. Ante lo que la microbióloga exclamó «yo soy diabética y la diferencia está en que yo no me he ido buscando la diabetes y ellos el VIH, sí». Pensé que había escuchado mal sus palabras, le pedí amablemente que repitiera su intervención. Ella, desafiante, las reprodujo. Abandoné la sala no sin antes apuntar que su actitud era tremendamente ofensiva.
Es novedoso que miremos a las personas que están al otro lado del camino, en el lado incorrecto, aquellos que adquirieron una infección asociada al libertinaje, reconociéndolas como seres con capacidades heroicas.
Les invito a conocer de primera mano las historias de hombres y mujeres que se enfrentaron a la adversidad. Y, aunque en muchos casos pagaron un precio muy elevado, hoy siguen con vida para contar al mundo todo cuanto aprendieron. Gracias a todas y cada una de ellas, y a otras tantas cuyas historias no han podido tener cabida en este libro. También resulta innovador centrar la atención en las personas y no en el virus. Es frecuente que los medios de comunicación hablen sobre la vacuna del VIH, su erradicación y cura. Mientras que la representación de las personas con VIH queda relegada a noticias residuales con una profunda carga de criminalización. Este libro tiene como protagonistas a las personas y no al virus, porque este es demasiado pequeño para darle tanto poder.
Desde el estallido del sida en 1981 han pasado tres generaciones del VIH y, a pesar de ello, sus voces siguen siendo ignoradas. Esta obra pretende rendir homenaje a todas ellas, compartiendo sus experiencias, las lecciones aprendidas y las historias de superación. La primera generación está compuesta por aquellas personas que recibieron el diagnóstico de una enfermedad mortal de la que poco se sabía. Se desconocían los mecanismos de transmisión, no existían tratamientos efectivos y aquellos prescritos tenían una toxicidad terrible (AZT). La segunda generación es aquella que fue diagnosticada a partir de 1996, con la llegada de los inhibidores de la proteasa y el tratamiento antirretroviral de alta eficacia (TARGA), también conocidos como «cóctel» debido al elevado número de pastillas que lo componían. Esta medicación convirtió al VIH en una infección crónica, aunque los efectos secundarios del tratamiento seguían siendo duros y temidos entre las personas seropositivas. Algunos de ellos eran la lipodistrofia y lipoatrofia, que suponían cambios en la distribución de la grasa en el cuerpo. Esto deformaba la fisionomía mostrando por ejemplo rostros cadavéricos sin tejido que cubriera las mejillas o bien la acumulación de una cantidad anormal de grasa en la nuca (giba de búfalo) o en el abdomen. La tercera generación arranca en 2006, con la llegada de tratamientos monodosis que simplifican la toma del medicamento, mejorando la adherencia y reduciendo considerablemente los efectos secundarios. Y alcanza hasta el hito de la indetectabilidad en la era de la PrEP.
Desde el inicio de la epidemia, el tratamiento que los medios de comunicación dieron sobre la enfermedad la relacionaba inexorablemente con la homosexualidad. Este es el motivo por el que desde mi niñez siempre me sentí tan próximo a las personas con VIH. Tenía la convicción de que el miedo que la sociedad sentía hacia las personas con sida era injusto. Recuerdo que con doce años comencé a lucir un lazo rojo cada 1 de diciembre en un entorno conservador y religioso como era el colegio Menesiano en Madrid. Sabía que mostrar públicamente mi apoyo a las personas diagnosticadas de VIH era lo único que podía hacer a mi edad. En mi adolescencia, comencé a leer algunos libros sobre el tema ya que mi hermano mayor estudiaba Farmacia y tenía acceso a obras sobre enfermedades infecciosas. Asimismo, a principios de los noventa falleció a causa del sida alguien muy próximo a mi infancia, mi padrino. Recuerdo aquel incómodo silencio en torno a su muerte, era algo de lo que sencillamente no se podía hablar. Así es como gran parte de mi vida ha estado ligada al VIH, a su lucha desde la prevención pero, por supuesto, desde la erradicación del estigma y la discriminación.
A lo largo de quince años de carrera profesional, he tenido la oportunidad de conocer a innumerables personas con VIH. Solo en mi entorno cercano, haciendo un ejercicio de memoria, en los últimos diez años, al menos 33 hombres han seroconvertido. Es decir, amigos, conocidos o compañeros activistas que conocí siendo seronegativos posteriormente adquirieron el VIH. La mayoría de ellos han encajado la noticia del mejor modo posible, algunos han asistido a los grupos de apoyo que gestiono o bien han necesitado de apoyo individual en sesión de counselling conmigo o con los psicólogos de Imagina MÁS. Todas me han enseñado algo, todas han cincelado la persona y el profesional que soy hoy. También he lamentado la muerte de compañeros activistas que consagraron su vida a preservar la igualdad y los derechos de la comunidad LGTBI y de las personas con VIH.
Este libro, aunque tiene un compromiso didáctico, no está pensado ni escrito para dar nociones básicas de VIH, no es un compendio de la enfermedad desde sus inicios hasta la fecha y tampoco es un repaso a la historia reciente del movimiento frente al VIH. Es una obra que trata de rendir un homenaje a través del testimonio de personas que se enfrentaron a la adversidad saliendo victoriosas. Trata de unificar las distintas generaciones del VIH para arrojar algo de luz entre tanto silencio. La estructura del libro consta de siete capítulos a modo de fases por las que habitualmente una persona deambula desde que recibe la noticia hasta que alcanza su aceptación. Algunos de ellos me consta que pueden resultar controvertidos y polémicos puesto que en el universo del VIH también existen tabúes. Escribir este libro ha sido el viaje más íntimo que he realizado hasta la fecha. Me ha llevado a lugares absolutamente oscuros como la muerte, la vergüenza, el dolor o la negación. Sin embargo, recorrer este camino me ha dado la oportunidad de alcanzar cimas como la aceptación, la fortaleza, la compasión o el amor.
La primera parada del viaje nos lleva hasta «el golpe», el momento en el que una persona recibe el diagnóstico. Conoceremos la historia de David, un joven médico que recibió el diagnóstico al ser ingresado de urgencias en el hospital en el que trabajaba. Con él exploraremos la discriminación en el ámbito sanitario y veremos cómo la moral forma parte de la consulta médica. También tendremos la oportunidad de conocer al padre Pablo, un sacerdote homosexual recientemente diagnosticado. De su mano reflexionaremos, entre otros aspectos, sobre el posicionamiento de la Iglesia católica frente al uso del preservativo y el concepto del sida. Este capítulo pretende romper con la creencia de que el VIH solo afecta a determinadas personas. A pesar de la extendida creencia que asocia el VIH con hombres homosexuales y personas consumidoras de sustancias por vía inyectada, la realidad es que este virus no entiende de género, orientación sexual ni edad y tampoco discrimina por profesión o vocación.
La aventura de este viaje continúa adentrándonos hasta el camino que debe transitar una persona tras recibir el diagnóstico, el inicio de un duelo que culmina con la aceptación. Conocerán una oscura fase en la que algunas personas se quedan atrapadas confeccionando todo tipo de fabulaciones que niegan la existencia de la enfermedad. El negacionismo es una corriente que ha causado un daño irreparable y ha acabado con innumerables vidas. Eva es una superviviente que estuvo a punto de morir al negar durante años la existencia del VIH. A través de su testimonio desea advertir del peligro que supone caer en la trampa de la disidencia del sida. Es una corriente carente de solidez científica que se lucra de la esperanza de las personas afectadas.
El estigma es un tema trasversal en este libro y supone una señal visible en el individuo que sirve para poder ser reconocido y excluido por la sociedad. Si antaño marcaban la fisionomía a personas privadas de libertad para que fueran evitadas por la ciudadanía una vez alcanzaban la libertad, cuando llegó el VIH se estigmatizó a los enfermos para proteger a la sociedad. El estigma, en este caso, pretende culpabilizar (en especial, a las minorías sexuales, las personas que ejercen la prostitución, los consumidores de sustancias, extranjeros y las personas sin recursos económicos) con el fin de establecer una distancia de seguridad imaginaria entre esta sociedad y las personas que forman estos grupos vistos como amenazas. El paradigma del estigma asociado a la enfermedad lo encontramos en Gaëtan Dugas, un auxiliar de vuelo francocanadiense, también conocido como el paciente cero. Durante casi treinta años el mundo entero le responsabilizó de llevar el sida a Estados Unidos diseminando el virus por Nueva York. Los medios de comunicación encontraron en él un blanco perfecto para sus lapidaciones por ser seropositivo, homosexual y activo sexualmente. De este modo la publicación National Review (1987) lo bautizó como «El Colón del sida» y la primera plana de TheNew York Post publicó una imagen suya bajo el titular «El hombre que nos dio el sida». La reputación de Dugas, que murió en 1984 a causa de la enfermedad, y la de su familia fue destruida de forma injustificada. Por fortuna, Richard McKay (Universidad de Cambridge) y Michael Worobey (Universidad de Arizona) realizaron un estudio que detallaba los primeros movimientos del virus en Estados Unidos cuyos hallazgos publicaron en 2016 en la revista Nature1. Esta investigación establece el árbol filogenético que detalla cómo el virus se originó en chimpancés del África Central a principios del siglo XX para llegar a Haití a mediados de los años sesenta y saltar finalmente a Nueva York en 1971. Extendiéndose principalmente en California y Nueva York hacia 1976.
Es cierto que actualmente el VIH diagnosticado precozmente y con un tratamiento médico no presenta grandes problemas para tener un buen estado de salud. Sin embargo, las consecuencias del estigma, como la invisibilidad y el silencio, suelen acompañar a los pacientes. Quienes a veces no comunican a sus seres queridos su diagnóstico, llegan a quitar la pegatina del envase de la medicación al llegar a su casa o temen ser vistos por compañeros de trabajo o conocidos en la consulta médica o en la farmacia hospitalaria. El estigma es tan correoso que algunas de las personas que aparecen en este libro me pidieron que maquillara detalles sobre su identidad. A menudo las necesidades de las personas con VIH y el compromiso para combatir el estigma con el que viven han pasado desapercibidos para las administraciones públicas. Se infravalora el poder que el estigma social tiene de cara a la prevención de la infección, responsable en muchos casos de los diagnósticos tardíos con sus complicaciones para la salud. Generar las condiciones necesarias para que las personas con VIH sean visibles en su entorno cercano tendría un gran impacto no solo en su calidad de vida sino también favoreciendo que la sociedad ponga cara a los retos que conlleva ser seropositivo. Mientras nadie se lo impida, la existencia del estigma continuará alimentando la creencia infundada de que el VIH afecta a los otros, no a mí. Si el tratamiento antirretroviral resulta fundamental para garantizar la supervivencia de las personas seropositivas, la educación lo es para combatir el estigma y aquellos prejuicios que promueven actitudes discriminatorias (también conocidas como serofobia).
De igual modo, este viaje nos mostrará cómo el ser humano es capaz de crecerse ante las situaciones más críticas. La cultura japonesa tiende a reparar las fracturas de la cerámica uniendo las piezas de nuevo. Para ello, sella las grietas con un barniz mezclado con polvo de oro, plata o platino. Este arte es denominado kintsugi, un término que significa «carpintería de oro». La filosofía de esta técnica plantea que las roturas en la porcelana forman parte del objeto y que estas deben ser ensalzadas para embellecer la pieza y descubrir su transformación. Esta técnica adaptada al ser humano bien podría compararse con la resiliencia, esa capacidad que posee el individuo para crecerse frente a la adversidad. Y es que hay personas que se rompen al recibir el diagnóstico pero, tras un tiempo, renacen en la mejor versión de sí mismas. Este viaje nos llevará hacia los testimonios de María José Fuster y Miguel Caballero, dos personas cuyas cicatrices están selladas con oro. De su mano conoceremos los desafíos que conlleva la visibilidad como personas seropositivas y cómo se sienten siendo referentes en un mundo plagado de oscuridad. Ojalá sus voces les inspiren para ganar la batalla al silencio y les ayuden a caminar hacia la transformación como si piezas de artesanía kintsugi se tratara.
En este viaje existe un mundo anhelado por todas las almas aventureras que sueñan con su conquista. No es otro que el amor, algo por lo que merece la pena vivir. Si hay un temor universal entre las personas con VIH, y no solo tras recibir el diagnóstico, es enfrentarse al momento de enamorarse y tener que comunicar su seroestatus a la persona amada. ¿Cuándo decirlo? ¿El primer día o tras tener meridianamente claro que esa persona es con quien quieres construir algo sólido? ¿Conviene decirlo antes de mantener relaciones sexuales? Son muchas las dudas en torno a tan compleja cuestión. Lo que está claro es que, cuando nos enamoramos y parece que estamos en sintonía con la otra persona, situar el VIH entre los primeros temas de conversación puede hacer que la relación se ralentice. En especial, entre personas heterosexuales para quienes el virus es algo inusual en su imaginario. El temor a sufrir un rechazo y, por tanto, al desamor es cotidiano, aunque el amor es más fuerte que la ignorancia e, incluso, que el miedo. Conoceremos la experiencia de José Manuel y Pedro, una pareja serodiscordante, es decir, un equipo de dos en el que uno de sus miembros es VIH y el otro no. Veremos cómo el miedo más irracional y primigenio puede ser vencido a base de información científica y amor. Porque el amor hacia uno mismo y hacia la pareja resulta ser el antirretroviral más eficaz frente al miedo.
Uno de los pasajes de este libro nos aproxima a la liberación sexual experimentada tras recibir el diagnóstico. Junto a Asier reflexionaremos sobre cómo toda una generación de hombres gays ha crecido con miedo a la infección. Desde la infancia han venido escuchando como una vieja letanía aquel cuento que les advertía de la llegada de un temible lobo a sus vidas. Al final la profecía se vio cumplida y el lobo terminó convirtiéndose en un perro totalmente domesticado a los pies del amo. Para descubrir una sexualidad sin miedos, disfrutando del placer junto a otros cuerpos sin sombra alguna de amenazas. Nos detendremos también en un punto de no retorno que continúa siendo un tabú entre las personas con VIH: el sexo sin preservativo.
El viaje concluye mirando hacia atrás, al origen de la epidemia. Conocerán a Enrique, un superviviente del sida que estuvo a punto de morir. Un héroe que vivió los peores años, alguien que perdió a muchos seres queridos a causa de la enfermedad. De su mano conoceremos el síndrome del superviviente del sida y rescataremos su experiencia para honrar homenaje a las primeras generaciones del VIH, garantizando que sus voces no se pierdan en el olvido. El legado es el capítulo final del libro que sirve de cierre de un círculo infinito. Porque actualmente se estima que cada día en España diez personas reciben un diagnóstico de VIH. Almas que volverán a sufrir un golpe que les dejará fuera de juego, iniciando el camino del duelo hasta volver a ponerse de pie convirtiendo aquellas cicatrices en insignias de una batalla vencida. Personas que se enfrentarán al rechazo externo y a los prejuicios internos, descubriendo una nueva intimidad en el universo de la sexualidad. Y tal vez amando con más intensidad la vida al reconocerse como seres vulnerables y finitos. Para mirar irremediablemente hacia atrás, al origen de la epidemia, al sentir junto al diagnóstico el peso de sus treinta años de historia. A todas esas almas, os aseguro que no estáis solas.
Escribir este libro ha supuesto para mí un reto ya que el VIH es una inmensidad que puede ser explorada desde muy distintos enfoques. He querido en todo momento no perder el centro gravitacional que son las personas seropositivas. Mediante técnicas etnográficas, he pretendido recoger sus voces sin censura alguna, reproduciendo sus palabras para compartirlas con la sociedad. Siempre desde el respeto y el cariño, alejándome de cualquier enfoque sensacionalista. Este libro supone un desafío: convertir un tema desconocido para muchos y doloroso para otros en algo divulgativo para todos. Una contribución con la que poner fin a tantos años de silencio.
En España actualmente las personas con VIH se enfrentan a dos retos: el primero, derivado de la propia infección, como pueden ser la adherencia al tratamiento, las comorbilidades o el envejecimiento precoz; el segundo estaría relacionado con las consecuencias del estigma. Algunas actitudes negativas frente a las personas con VIH son flagrantes y reconocibles, sin embargo, otras muchas, por no decir la inmensa mayoría, son tan sutiles que pasan prácticamente inadvertidas, resultando improbables. El estigma asociado al VIH, como afirma ONUSIDA, es el más intangible de los fenómenos.
Estas actitudes discriminatorias pasan, por ejemplo, por desvelar el estado serológico de una persona sin su consentimiento y, a menudo, a sus espaldas. Además, este acto tiende a ser revestido de un interés general, a modo de advertencia, con el objeto de evitar contacto con la persona seropositiva y, a la postre, una posible transmisión. Hay quien entiende que compartir el estado serológico de una persona es una estrategia para la prevención, un asunto de salud pública. Mientras escribo estas líneas uno de mis usuarios, recientemente diagnosticado, se pone en contacto conmigo para compartir su rabia. Alguien ha comunicado a sus padres que fue diagnosticado de VIH hace tres meses. No sabe quién es la persona responsable ya que sus padres se niegan a revelar su identidad. Alguien ha violado su intimidad imponiendo una decisión tan importante como es la de compartir con unos progenitores semejante información. Le han arrebatado el poder de decisión pasando por alto que es su salud, es su momento y es, en definitiva, su voluntad. Tal vez necesitara tiempo para aceptar su diagnóstico y compartirlo con sus padres desde la serenidad y no desde el dolor o la incertidumbre. Puede que con el tiempo decidiera que no quería compartir esa información con sus seres queridos ahorrándose excesivas preocupaciones. Desafortunadamente eso ya nunca lo sabrá. Cabe señalar que esta estrategia de revelar el estado serológico de otra persona, además de suponer un delito (tipificado en el código penal español al revelar información que atenta contra la intimidad del individuo), no tiene nada de heroico ni solidario, más bien todo lo contrario.
Estos comportamientos responden a la hipótesis o creencia del mundo justo desarrollada por Lerner en 1965. En ella se plantea que el ser humano necesita creer que el mundo es un lugar justo, por tanto ordenado y controlado. Esta creencia sostiene que las personas tienen lo que se merecen y se merecen cuanto les sucede, «un mundo en el que la gente buena es recompensada y la gente mala castigada»2. Las personas necesitan sentir que tienen control sobre el medio, necesitan creer que cuanto tienen en la vida es consecuencia de sus actos realizados o gracias a su mérito personal. Esto aplicado al universo del VIH asentaría la falsa creencia de que las personas seropositivas son merecedoras de su infección crónica como consecuencia de ciertos estilos de vida. Estableciendo dos claros grupos de personas: ellos (quienes desafían las normas establecidas y, por tanto, seropositivas) y nosotros (quienes obedecemos las reglas, estando a salvo de adquirir la infección). De este modo, los sujetos filtran su percepción a través de una creencia como «es necesario que las personas a quienes les sucede algo malo lo hayan merecido»3. Así las enfermedades sobrevenidas tienden a ser más aceptadas socialmente que las adquiridas y, por tanto, prevenibles. Como si el ser humano fuera infalible, programable cual máquina, sin emociones, y cuya percepción del riesgo no se viera afectada por realidades como, por ejemplo, el enamoramiento. La creencia del mundo justo asociada al VIH no solo favorece la segregación en base al seroestatus, sino que además carece de fundamento como estrategia de prevención.
El término «estigma» engloba aquellas actitudes que un determinado grupo social mantiene hacia otros grupos minoritarios. El estigma social es la herramienta a través de la cual una mayoría ejerce control y opresión hacia una minoría que presenta un rasgo diferencial e inmodificable. Etimológicamente la palabra «estigma» proviene del latín stigma, concepto que hacía referencia a aquella marca en la piel realizada con un hierro candente. El sociólogo Erving Goffman en su obra Estigma: la identidad deteriorada4 bucea hasta el origen del concepto: «los griegos crearon el término estigma para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el status moral de quien los presentaba». Estas marcas solían consistir en quemaduras o cortes en el cuerpo que delataban a su portador como esclavo, criminal o traidor. El autor afirma que este estigma sirve como señal para identificar aquellos atributos indeseables que atentan contra el estereotipo que determina un modelo correcto de persona. El estigma, como vemos, desde su origen no solo marcaba a una persona, condenándola al ostracismo, sino que la devaluaba como ser humano, mostrando signos monstruosos (del mismo modo que las secuelas que el sida dejaba en los cuerpos de los afectados, deshumanizándolos). Además, identificaba a quienes desafiaban las normas y debían ser evitados por la ciudadanía.
Este proceso de categorización social trata de simplificar información compleja con una finalidad defensiva para la sociedad. Es decir, trata de reconocer con apenas contacto visual aliados y enemigos potenciales, aunque a menudo este proceso genere desigualdades basadas en atribuciones infundadas. Esta asociación está activada por características simples e identificables como pueden ser determinadas conductas y rasgos físicos, que hagan reconocer a aquellas personas que pueden ser consideradas como amenazantes o peligrosas (delincuentes, por ejemplo). Goffman5 estableció tres tipos de estigmas. Una adaptación actualizada de dicha clasificación correspondería a: rasgos físicos (como, por ejemplo, un determinado color de piel o tener malformaciones congénitas), psicológicos (patologías mentales, entre otras) y socioculturales6 (ser inmigrante o profesar una determinada religión). Además, pueden converger diversos estigmas en la misma persona, produciendo lo que se entiende por discriminación múltiple7 como puede ser el caso de una mujer transexual inmigrante irregular que sea trabajadora del sexo y esté diagnosticada de VIH.
Este enfoque es claramente revelador y está próximo al concepto de norma de Michael Foucault, que entiende el estigma como una herramienta para que determinados grupos y actores sociales sean subestimados y excluidos dentro de la sociedad. Mientras que para el resto, la mayoría, sirve para consolidar entre sí un sentimiento de cohesión y superioridad moral. La teoría del estigma, adoptada por Goffman, supone una ideología para dar cuenta de la inferioridad y peligrosidad de las personas desacreditadas por dicha marca. La persona, una vez es diagnosticada de VIH, adquiere una nueva etiqueta social de la cual no podrá desprenderse jamás. Es decir, el VIH con su aparición trajo la conceptualización de la enfermedad como castigo8.
Existen también una serie de actitudes ligadas al estigma social9; la primera y más básica está constituida por los estereotipos, que son aquellas creencias, generalmente infundadas y falsas, que la sociedad mantiene en relación con una minoría. Por ejemplo, el creer que las personas con VIH son gente de mal vivir o con estilos de vida nada saludables. Estas falsas creencias sesgan la percepción y valoración de las personas que integran dicho grupo social. Sobre los estereotipos se asientan los prejuicios, que son predisposiciones emocionales negativas, generalmente, que la sociedad tiene hacia aquellas minorías estereotipadas. Por ejemplo, un prejuicio es el miedo a mantener cualquier contacto con personas con VIH. Y, por último, sobre los prejuicios se corona la discriminación, es decir, la tendencia a desarrollar acciones negativas, o positivas, generalmente destinada a promover la distancia social hacia una minoría en particular. Como, por ejemplo, no querer compartir espacio de trabajo con una persona con VIH. Aunque cabe destacar una discriminación estructural basada en políticas públicas y leyes que tienen repercusiones directas sobre las personas estigmatizadas reforzando el proceso de estigmatización. Como puede ser que, a pesar de los avances científicos respecto al VIH, en España existieran hasta diciembre de 2018 normas que excluían a personas seropositivas del acceso a ciertas plazas de empleo público.
Estigma público
Autoestigma
Estereotipo
Creencias negativas sobre un grupo (peligrosidad, incompetencia, falta de voluntad).
Creencias negativas sobre uno mismo (peligrosidad, incompetencia, falta de voluntad).
Prejuicio
Conformidad con las creencias y/o reacciones emocionales (miedo, cólera).
Conformidad con las creencias y/o reacciones emocionales (baja autoestima, desconfianza sobre la propia capacidad, vergüenza).
Discriminación
Comportamiento en respuesta al prejuicio (rechazo, negativa a emplear, alojar o ayudar).
Comportamiento en respuesta al prejuicio (falta de aprovechamiento de oportunidades de empleo, alojamiento, rechazo a buscar ayuda).
Componentes cognitivos, emocionales y conductuales con el «estigma público» y el «autoestigma»10.
La figura de un individuo poseedor de un estigma reconocible por su entorno supone ser una persona desacreditada. Como lo fueron aquellas personas marcadas por las secuelas del sida y los incipientes antirretrovirales, conocidas como lipoatrofia y/o lipodistrofia. No podían eludir las consecuencias físicas de su enfermedad o los efectos secundarios de los tratamientos farmacológicos que estaban tomando. Sin embargo, aquellos individuos cuyo estigma no es reconocido por su contexto, a menos que lo revele, son personas desacreditables. Un ejemplo serían actualmente las personas con VIH en España, que a menos que lo comuniquen nadie puede determinar que lo son. Además, el estigma del VIH puede agudizar los estigmas previamente existentes. Esto se conoce como estigma compuesto11 y se da en aquellos casos en los que múltiples características del individuo estigmatizadas se refuerzan entre sí, sumando diversos pesos a la mochila de la opresión y exclusión social.
Si hemos crecido inmersos en la cultura del estigma, esas voces y prejuicios están dentro de nosotros, disparándose de forma automática. Esto es lo que llamamos autoestigma: cuando una persona tiene internalizados estereotipos y prejuicios sobre su propia condición. El hecho de vivir en una sociedad en la que se estigmatiza a las personas con VIH genera la interiorización de estigmas consolidando la creencia de ser menos valiosos por tener el virus. La influencia del autoestigma también afecta a la conducta, traduciéndose en aislamiento social. Es habitual, en ciertos momentos de la infección, que la persona diagnosticada tienda a aislarse evitando relaciones interpersonales incluso con su entorno más cercano. He conocido algunos hombres con VIH cuya imagen de sí mismos estaba tan distorsionada por el estigma internalizado que el virus llegaba a truncar muchas de sus ilusiones como las de tener pareja o trabajar en el extranjero. Y no es que el VIH tenga potestad para ello, sino que el propio individuo puede llegar a autoboicotear cualquier oportunidad de que se materialice. El aislamiento social deriva en la invisibilidad ante el entorno y la sociedad, cooperando en la perpetuación del imaginario social acerca de cómo son las personas con VIH. El autoestigma también tiene otra consecuencia negativa, ya que entre algunas personas el temor a ser identificadas (y, por tanto, estigmatizadas) es tan fuerte que disuade cualquier oportunidad de acceder a asociaciones de pacientes o a grupos de apoyo en busca de ayuda por miedo a ser reconocidas. O, incluso, a sumarse a campañas frente a la discriminación de las personas con VIH en redes sociales por temor a que ese apoyo haga sospechar entre sus contactos su seroestatus. Si las propias personas seropositivas no se empoderan, tomando parte activa en la lucha frente al estigma, esta causa estará lejos de ser superada.
Las personas que tienen autoestigma pueden anticipar el rechazo incluso cuando este no se haya producido; es lo que se conoce como estigma anticipado, que se corresponde con creencias sobre la discriminación que experimentará la persona por ser seropositiva. A modo de profecía autocumplida, si siento dentro de mí que soy menos valioso por mi seroestatus, interpretaré todo comportamiento ajeno a través de esa mirada. El estigma anticipado se diferencia del estigma experimentado, es decir, de aquellas experiencias vividas de rechazo y discriminación12. A menudo los miedos internos son más grandes que la realidad y se dan momentos en los que el VIH gana la partida tomando el control de una persona generando sufrimiento y aislamiento social.
Las respuestas frente al estigma son variadas, la más frecuente consiste en la ocultación del seroestatus. Siguiendo esta estrategia, por ejemplo, es habitual entre hombres que tienen sexo con otros hombres que, cuando hacen uso de aplicaciones móviles para la búsqueda de contactos sexuales, hagan referencia a la toma de la PrEP. Identificándose como seronegativos, aunque su tratamiento antirretroviral tenga una función terapéutica, además de ser una herramienta preventiva. Son anecdóticos los perfiles en estas aplicaciones que afirman ser VIH y muchos hombres evitan introducir información en este campo o dicen ser negativos tomando PrEP. Existen otras respuestas ante el estigma y, entre ellas, se encuentra el empoderamiento como herramienta activa para el cambio. Un ejemplo son los hombres que forman parte del equipo de Mentores en Imagina MÁS, voluntarios seropositivos que ayudan a otros iguales en la unidad de enfermedades infecciosas del hospital madrileño Clínico San Carlos al ser referentes empoderados y visibles para pacientes recién diagnosticados que tienden a vivir en solitario el proceso de acceso al sistema sanitario y seguimiento de la infección. Sin duda, la lucha frente al estigma es una tarea ardua y compleja para la cual cada persona elabora estrategias individuales.
Esta serie de emociones, actitudes y comportamientos negativos hacia las personas con VIH es lo que entendemos por serofobia, que está instalada en la sociedad española y, a menudo, interiorizada en gran parte de las personas seropositivas. Los avances biomédicos en lo referente al VIH han logrado el control de la infección en España pero culturalmente apenas se han visto cambios significativos en relación con la serofobia, pese a ser aspectos capitales también para la calidad de vida de los pacientes y punto cardinal para el diagnóstico precoz y la prevención de la infección.
El miedo a la adquisición del VIH es el germen de muchas actitudes negativas, pudiendo llegar a convertirse en un verdadero problema denominado nosofobia13. Este temor al VIH junto al estigma, los estereotipos, los prejuicios y a la falta de información actualizada sobre la infección sirven de acelerantes para el incendio de la discriminación. Algunos recientes ejemplos pueden ser las noticias aparecidas en diferentes medios de comunicación como la publicada por ABC el 17 de abril de 2015 con el titular «Los bomberos de Parla activan la alerta nuclear tras atender a una persona con VIH». Los bomberos de la localidad madrileña, tras atender a una persona con VIH implicada en un accidente de tráfico, activaron un protocolo de descontaminación nuclear, bacteriológico y químico de los trajes. O la aparecida en eldiario.es el 4 de abril de 2016 con el titular «Los bomberos de Santander queman los muebles de un comercio para “evitar riesgos” de contagio del VIH». El caso fue que un individuo sufrió una hemorragia bucal y pidió ayuda en un comercio de la zona, dado que era hemofílico. Fue atendido por las cuatro personas que trabajaban en este negocio, que llamaron a los servicios de emergencias cuando comprobaron que la hemorragia no se detenía, hasta el punto de que el hombre perdió el conocimiento en un sofá en el que esperaba la llegada de la ambulancia. La alarma saltó una vez que el paciente fue ingresado en el Hospital Universitario Marqués de Valdecilla, dado que el personal médico del centro sanitario se puso en contacto con los propietarios del comercio para comunicarles que el hombre auxiliado tenía VIH. Al parecer, la policía dio aviso a los bomberos para que prendieran fuego al sofá manchado con la sangre del auxiliado.
Y es que, en ocasiones, la realidad supera a la ficción ya que no solo se vulneró el derecho a la intimidad de ambos pacientes, revelando su estado serológico, sino que además esa actitud generó una alarma desproporcionada dejando al descubierto la falta de actualización y reciclaje profesional en lo referente al VIH del entorno sanitario en algunas regiones del país. Sin duda este tipo de situaciones despiertan el miedo y perpetúan el estigma. Al igual que la forma en que estas noticias son tratadas por los medios de comunicación.
Lo curioso de estas noticias es que pasan de puntillas por lo realmente capital de ambos sucesos, poniendo el foco de atención en el sensacionalismo e ignorando que aquellas instituciones que deben velar por la salud general parecen carecer de la actualización o formación necesaria por lo que generan una alarma desproporcionada. Y lo que es si cabe aún más importante: vulnerando los derechos fundamentales de los pacientes. Los medios de comunicación tienen una tarea pendiente con la lucha frente al estigma del VIH, ya que pocos son los periodistas especializados en la materia que adoptan la nomenclatura adecuada y apuestan por hacer visibles ante la sociedad las reivindicaciones de las personas con VIH y no sus estereotipos. Los medios de comunicación son los principales responsables de seguir reforzando los prejuicios existentes en la sociedad española sobre las personas con VIH.
La discriminación consiste en el trato diferenciado y excluyente hacia una persona por alguna característica inherente14. Mediante este proceso se merma notablemente la calidad de vida de las personas estigmatizadas. El lenguaje que se utiliza para hacer referencia a la epidemia y a las personas con VIH o sida puede servir también para perpetuar el estigma. Algunos ejemplos de ello los encontramos en Tanzania cuando hacen referencia a personas con VIH como «cadáver que camina» o «alguien que espera que muera»15. En España se ha utilizado, y se sigue haciendo aunque con menor frecuencia, el término «sidoso» para hacer referencia a alguien merecedor del rechazo y escarnio social. Sin duda, este motivo provoca que muchas personas no hablen con naturalidad sobre su realidad en estas comunidades. Sin embargo, el lenguaje también puede asentar una base para mitigar el estigma. Un ejemplo reside en la lucha que muchas asociaciones de pacientes, activistas y organismos como el Grupo Español de Estudio del Sida (GESIDA) han emprendido en España para cambiar la actual categoría de infecto-contagiosa por una más acertada, infecto-transmisible. No es baladí, ya que esta categoría de contagiosa conlleva «que se pega fácilmente» (definición obtenida de la RAE), convirtiendo a las personas con VIH en algo que conviene evitar. Esta categoría, por tanto, incluye aquellas enfermedades que pueden ser fácilmente contagiosas, por ejemplo, en entornos laborales, como el caso de la tuberculosis. Esta errónea clasificación ha impedido durante muchos años que las personas diagnosticadas con VIH, en tratamiento y por tanto indetectables, con buenas condiciones de salud y físicas, optaran a determinados puestos de la administración pública como guardia civil, el ejército o funcionario de presiones.
Es un ejemplo de cómo, en ocasiones, la legislación y la acción política no avanzan al mismo ritmo que los progresos científicos y/o sociales. Así lo caricaturiza esta triste realidad: en España, en 2019, la sociedad científica internacional afirma que un individuo con VIH en tratamiento con carga viral indetectable no transmite el virus a otra persona... ¡pero se sigue categorizando el VIH como en la década de los ochenta excluyendo a personas perfectamente capaces del desempeño de un puesto en la administración pública! Después de más de treinta años de lucha frente a la enfermedad, continuamos viviendo en silencio bajo la condena de la vergüenza, con escasos referentes culturales en nuestra sociedad que permitan desmontar la espeluznante e injusta maquinaria del estigma.
La serofobia existe, está ahí fuera, en las empresas, en las redes sociales, en las saunas, en las escuelas, en las aplicaciones móviles de ligue, en determinadas bases de acceso al empleo público y sí, también está en las consultas médicas, en atención primaria y en especialidades. El miedo de las personas seropositivas a ser apuntadas con el dedo por su entorno es real. Pero la serofobia también está dentro, en la cabeza de muchas personas que tienen VIH, pugnando por el control de sus sentimientos incluso en la toma de decisiones, truncando planes, viajes, relaciones afectivas y/o sexuales.
La alerta saltó simultáneamente en Nueva York y California en 1981. Jóvenes homosexuales acudían a los hospitales con graves patologías, como Pneumocystis carinii (neumonía), citomegalovirus o candidiasis. También con diversos tipos de cánceres, entre ellos, el temido sarcoma de Kaposi: un tipo de cáncer de piel que afecta a los pulmones y a los ganglios linfáticos. Los pacientes presentaban un sistema inmunológico tan comprometido que solían fallecer en un corto plazo de tiempo. Estos casos inicialmente fueron identificados entre hombres homosexuales, pero después se comenzaron a detectar también entre personas usuarias de drogas inyectadas y entre personas hemofílicas que habían precisado de algún tipo de transfusión sanguínea o hemoderivados. Los investigadores sospecharon que estaban ante un agente infeccioso que producía una inmunodeficiencia y comprobaron, además, que en estos pacientes el recuento de CD4 llegaba a ser muy bajo. Comenzaba una carrera contra reloj para investigar y determinar qué estaba causando semejante avalancha de muertes. La comunidad científica dedicó grandes esfuerzos durante la década de los ochenta a conocer, detallar y poner nombre al enemigo número uno de la humanidad, para entonces una epidemia que alcanzaba dimensiones mundiales.
En 1982 se definió el sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida), pero no sería hasta un año más tarde cuando Françoise Barré-Sinoussi y Luc Montagnier aislaron por primera vez el virus al que denominaron como ymphadenopathy-associated virus (LAV) o virus asociado a la linfoadenopatía. Simultáneamente, Robert Gallo en el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos (NIH) descubrió el primer retrovirus humano (HYLV-I) y confirmó el aislamiento del virus denominándolo human T lymphotropic virus type III (HTLV-III) o virus linfotrópico T humano tipo III. También desde California el equipo liderado por el virólogo Jay Levy consigue aislar otros virus de las muestras de pacientes de San Francisco. Se demuestra que los tres virus tienen grandes similitudes, perteneciendo a la misma familia el VIH-1 (el VIH-2 no sería descubierto hasta 1986 por el Instituto Pasteur). Una vez identificado el virus se comenzaría a trabajar en la secuencia de su genoma.
Tras aislar el VIH pudieron desarrollar antígenos que permitieran conocer si una persona tenía anticuerpos y, por tanto, era seropositiva. Gracias a esta prueba diagnóstica se demostró que el número de personas con anticuerpos al VIH era superior a las personas con sida. Por ese motivo, se determinó que el sida era una enfermedad con varios años de evolución, siendo la fase final de un proceso que causaba el deterioro del sistema inmune. Se comenzó a diferenciar entre portadores del virus y enfermos de sida. En aquel momento una persona diagnosticada de VIH tenía una esperanza de vida en torno a dos años, con una tasa de mortalidad que rondaba el cien por cien.
Durante los primeros años de la década de los ochenta, la sociedad fue testigo de la propagación de una nueva y mortal enfermedad. Entre la ciudadanía no quedaban claras las vías de transmisión de la misma, pero todo parecía apuntar a que afectaba a determinados grupos, en especial, a los homosexuales (de hecho, se le comenzó a denominar «el cáncer rosa»). Pero también se asoció con heroinómanos, hemofílicos y haitianos, por este motivo se le comenzó a llamar «la enfermedad de las cuatro haches». Esta categorización asentó la falsa creencia sobre la existencia de determinados grupos de riesgo ante el VIH y contribuyó a la estigmatización no solo de estos colectivos, ya de por sí duramente excluidos por la sociedad, sino también de la propia enfermedad.