Las conspiraciones en Cuba de 1810 y 1812 - Varios autores - E-Book

Las conspiraciones en Cuba de 1810 y 1812 E-Book

Varios autores

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Beschreibung

Las conspiraciones en Cuba de 1810 y 1812, es una antología a cargo de José Luciano Franco que muestra los hechos acontecidos en Cuba tras las revueltas de Haití, como parte del proceso independentista de los cubanos negros. Las conspiraciones aquí relacionadas sucedieron durante el gobierno del marqués de Someruelos, y tras ser descubiertas provocaron juicios y condenas a muerte de sus dirigentes. El presente volumen contiene documentos del Archivo General de Indias y del Archivo Nacional de Cuba, que describen los juicios a los miembros de las conspiraciones, además de que se muestra cómo José Antonio Aponte, con su «Libro de Pinturas», niega la historia «oficial» contándola desde su punto de vista. Las conspiraciones en Cuba de 1810 y 1812 incluye también documentos y testimonios de muchos de los principales implicado en los sucesos que aquí se analizan. Entre ellos destacan: - José Antonio Aponte - Gil Narciso - Juan Luis Santillán - José Fantacia Gastón - Isidro Plutón - Juan Barbier - Estevan Peñalver - Juan Barbier - Estanislao Aguilar - Juan Bautista Lizundia - Clemente Chacón - Salvador Ternero - Rafael Rodríguez - Ciriaco Olabarro - Domingo Calderón - Antonio Más - Jesus de Hita - Lorenzo Ponce de León

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Autores varios

Las conspiraciones en Cuba de 1810 y 1812 Edición José Luciano Franco

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Las conspiraciones en Cuba de 1810 y 1812.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-4027.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-308-5.

ISBN ebook: 978-84-9007-404-6.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Las conspiraciones de 1810 y 1812 José Luciano Franco 11

Documentos del Archivo General de Indias 37

I 37

II 38

III 39

IV 40

V 41

VI 42

VII 44

VIII 49

IX 52

X. Decreto 54

XI. Participación 54

XII. Auto de conformidad 55

XIII 56

XIV 57

XV 58

XVI 59

XVII. Ministerio de guerra 59

XVIII 60

XIX 60

XX 61

XXI 62

XXII 63

XXIII 63

XXIV 64

XXV 66

Documentos del Archivo Nacional de Cuba 69

I 69

II 70

III 71

Reservado 73

IV 74

V 74

VI 75

Gil Narciso 77

Juan Luis Santillan 80

José Fantacia Gastón 82

Isidro Plutton 84

Estanislao Aguilar 87

Juan Barbier 88

Careo de Estevan Peñalver y Juan Barbier 89

Careo de Estanislao Aguilar y Juan Barbier 90

Juan Bautista Lizundia 91

Clemente Chacon 92

Careo de Juan Barbier con Clemente Chacon 93

Salvador Ternero 94

Agreguese a su respectivo quaderno en que entiende p.r D.or D.n Rafael Rodríguez 95

VII 96

José Anto. Aponte 139

VIII 147

Ternero y Aponte 148

Estanislao Aguilar 151

Traducción 157

Ciriaco Olabarro 162

Careo de Ternero con Olabarro 163

Careo con Chirino y Ternero 165

Jose Antonio Aponte 166

Careo de Aponte con Ternero 169

Estanislao Aguilar 171

Careo de Aguilar con Lisundía 172

Estanislao Aguilar 175

Juan Bautista Lisundia 176

Chirinos 177

Cadete dn. Domingo Calderon 178

Antonio Mas 179

Cadete dn. Jesus de Hita 180

Cadete dn. Lorenzo Ponce de Leon 181

Libros a la carta 189

Las conspiraciones de 1810 y 1812 José Luciano Franco

El capitán general don Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos, tuvo bajo su mando el Gobierno colonial de la isla de Cuba, desde el 13 de mayo de 1799 al 14 de abril de 1812. Durante los últimos años de su administración confrontó gravísimos problemas que, además de amenazar seriamente la secular dominación española, desembocaron en las conspiraciones de 1810 y 1812.

La reanudación de la guerra entre España y Gran Bretaña (1804) y, sobre todo, el Acta de Embargo —puesta en vigor por el presidente norteamericano Thomas Jefferson en 1807, como represalia a los ataques a la marina mercante de Estados Unidos— provocaron una grave crisis entre los hacendados y latifundistas cubanos al ocasionar la caída de los precios de los productos básicos de la exportación. Y la isla de Cuba debió sufrir las consecuencias, no solo de los sucesivos conflictos en que se vio envuelta la metrópoli, sino también de la rivalidad anglo-americana por el predominio del comercio y control de los productos del Caribe; indispensables para las industrias nacientes de sus países respectivos, los que se alimentaban de materias primas tropicales.

En el período más crítico de los asuntos coloniales, llegaron a La Habana —17 de julio de 1808— las primeras noticias de los graves sucesos de España; la vergonzosa comedia de Bayona, la entrada en la península de las tropas francesas y la gloriosa insurrección del pueblo español.

Estos hechos, al divulgarse, produjeron una extraordinaria conmoción en La Habana. La tarde del 21 de marzo de 1809, estalló el primer motín contra los emigrados franceses. Preparado por ciertos núcleos de criollos blancos —parásitos que no tenían más preocupación que la de cultivar todos los vicios conocidos—, numerosos grupos de gentes de color y muchos marineros armados de cuchillos y garrotes se congregaron en el muelle y plazas de San Francisco y a los gritos de: ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los franceses!, saquearon establecimientos y casas particulares de aquellos emigrados antes de que las milicias pudieran intervenir para restablecer el orden. Algunos cabos y sargentos del Batallón de Pardos y Morenos, quienes tres años después estuvieron complicados en la Conspiración de Aponte, tomaron parte activa en estos motines.

La situación se agravó aún más al dictar el capitán general, marqués de Someruelos, una disposición para regular el tráfico mercantil internacional que, en la práctica, prohibía el comercio con Estados Unidos. El 20 de octubre de 1809, hacendados y comerciantes presentaron al Ayuntamiento capitalino un memorial de protesta, donde pedían la derogación de la citada medida antieconómica. En el documento figuraban las firmas de Román de la Luz, Joaquín Ynfante y Luis Francisco Bassave.

Los tres firmantes citados, pertenecientes a un grupo de ricas familias cubanas, aparecieron como dirigentes de un movimiento político encaminado a lograr la independencia de la isla de Cuba, gestado entre los integrantes de una logia masónica habanera.

En los documentos enviados por el marqués de Someruelos a la Regencia del Reino —16 de octubre de 1810—, aparecen los antecedentes de la causa formada por intento de sublevación y francmasonería contra los citados Ynfante, Luz y Bassave, en la cual están también comprometidos Manuel García Coronado, Manuel Ramírez, Manuel Aguilar Jústiz, José Peñaranda y otros. Informaciones éstas que amplió el propio Someruelos en oficios de 14 de noviembre y 6 de diciembre del citado año. Del texto de estos documentos se desprende que ya en 1809 tenían noticias las autoridades coloniales de que el reo principal de la causa, Román de la Luz, desde su incorporación a una logia que actuaba clandestinamente en La Habana, promovía «planes de independencia y rivalidad entre españoles, europeos y americanos», y conspiraba con los otros encausados para llevar a cabo su plan de comenzar la insurrección el 7 de octubre de 1810. En el procedimiento judicial llevado a cabo por una comisión especial, integrada por el brigadier don Manuel Artazo, teniente rey de la Plaza; don Francisco Filomeno, juez de Bienes de Difuntos; don José Antonio Ramos, oidor de la Real Audiencia; don Luis Hidalgo Gato y don José María Sanz, consta:

que Luz se ocupó en propalar papeles sediciosos, quince días antes de verificar su declaracion que procuro exitar una revolucion coligado con otros criminales, y que si no se hubiera reprimido con un procedimiento activo y acertado, habria realizado su proyecto de subvercion. [fol. 3v.]1

Mayor interés histórico tiene, si cabe, la participación de don Luis Francisco Bassave y Cárdenas —criollo blanco, habanero, capitán de Milicias de Caballería, hijo del coronel de dragones del mismo nombre, y perteneciente a la clase rica de La Habana.

Como a Román de la Luz, Someruelos acusaba al capitán Bassave de malas costumbres, y de que:

combocada y exitada a los negros y mulatos y a la hes del pueblo para sublevarse; y capitaneando esta turba multa, hubiera sin duda cooperado al plan de Don Roman de la Luz. Asi, pues, no es estraño que sabiendo este las gestiones de Basabe procurase acalorarlo contando con la fuerza que se iba adquiriendo en el populacho para atraersela en su oportunidad.2

La tarea realmente revolucionaria y popular de la conspiración de 1810 la llevó a cabo el capitán Bassave, quien, con su ejemplar decisión, rebasó los límites históricos de aquel período formativo de la nación cubana. Como reza en la acusación formulada por el brigadier Atazo, Bassave, que gozaba de alguna popularidad en los barrios más humildes de la capital, intentó insurreccionar al Batallón de Milicias Disciplinadas de Pardos y Morenos, así como a ciertos grupos de trabajadores negros y mulatos de los barrios que se conocen en las tradiciones habaneras como Belén, Jesús María, Barracones, Manglar, Carraguao y el Horcón.

El negro libre José Antonio Aponte, cabo primero del citado batallón, fue reclutado por Bassave para los trabajos conspirativos.

Ocupados los papeles sediciosos —guardados en la farmacia de don José María Montaño— que incitaban al pueblo a rebelarse contra el régimen colonial, pronto dieron los investigadores dirigidos por el brigadier Artazo con el núcleo más popular de la conspiración, el grupo de hombres de extracción más humilde y que lidereaba Bassave. Éste fue traicionado por la delación de dos artesanos con quienes contaba para el movimiento insurreccional; el capitán del Batallón de Milicias de Pardos y Morenos, Isidro Moreno, y el sargento Pedro Alcántara Pacheco.

Aponte, con alguna experiencia en estos menesteres, cooperó en las tareas conspirativas de Bassave —quien confió plenamente en él—, pero con habilidad logró sustraerse al proceso y eludir las investigaciones oficiales. Fracasada la proyectada sublevación, solamente Joaquín Ynfante y otros dos conspiradores lograron escapar hacia Estados Unidos. El 5 de noviembre de 1810 se dictó sentencia, aprobada por Someruelos, en la que se condenaba a presidio, para cumplir la condena en España y África, a Román de la Luz y Luis Francisco Bassave, así como a los negros libres: sargentos Ramón Espinosa y Juan José González; cabo Buenaventura Cervantes y soldado Carlos de Flores, del Batallón de Morenos; y los esclavos Juan Ignacio González y Laureano.

Sujetos a investigaciones posteriores, continuaron guardando prisión en los establecimientos militares de La Habana los mulatos José Doroteo del Bosque y Juan Caballero, y los negros Antonio José Chacón y José de Jesús Caballero, acusados todos de estar comprometidos en las actividades revolucionarias del capitán Bassave.

Para agravar la crisis que confrontaban las autoridades hispano-coloniales, los días 24 y 25 de octubre de 1810 azotó a Vuelta Abajo, o sea la región occidental, un violento ciclón —al que los pobladores de aquella zona denominaron de la Escarcha Salitrosa—, que también causó graves daños a la ciudad de La Habana:

70 buques destrozados en el puerto, se derrumbó la Ermita del Pilar en el Horcón, sufrió daños el Hospital de San Lázaro, las olas inundaron las calles y penetraron en la cueva de Taganana; llovió por espacio de 12 días después de la tormenta.

El 15 de enero y 6 de febrero de 1811, la Intendencia de Real Hacienda, cumplimentando las órdenes del capitán general, de 19 de diciembre de 1810, dispuso el embarque de los negros y mulatos condenados a presidio en África y España.

José Antonio Aponte, obrero, de oficio carpintero, con cierta habilidad artística para ejecutar bellas tallas en madera —a veces obras de imaginería religiosa como la Virgen de Guadalupe, la cual terminó a fines del año 1811 para una iglesia de extramuros—, había sido cabo primero de las milicias habaneras, en el Batallón de Pardos y Morenos, y fue retirado junto a otros muchos con el pretexto de la edad, pero la verdad era que sus relaciones con el capitán Bassave, aun cuando no aparecían cargos contra él, lo situaban entre los sospechosos de infidelidad al régimen hispano-colonial.

La leyenda popular habanera le atribuye a Aponte que, como miliciano, había formado parte de las tropas negras de La Habana las cuales mandadas por el general Gálvez y el teniente coronel Francisco de Miranda, tomaron parte activa en la Guerra de Independencia de Estados Unidos. Leyenda, en parte, verídica: Aponte participó en la expedición mandada por el general Cagigal que, en 1782, durante la guerra de las colonias de Norteamérica contra los ingleses, salió de La Habana y se apoderó de la isla de Providencia.

El pertenecer a las milicias disciplinadas contribuía a realzar el prestigio de Aponte entre los vecinos de los barrios extramuros de la capital. Además, la dirección del cabildo Shangó-Tedum le daba una especial superioridad dentro de la masa popular de La Habana. Por su origen yoruba, era un ogboni, es decir, miembro de la más poderosa de las sociedades secretas de Nigeria, y, también, en el orden religioso lucumí tenía la categoría de un Oni-Shangó.

Las innegables dotes de organización y la posición privilegiada que ocupaba entre los africanos y sus descendientes, libres o esclavos, le permitieron dar al cabildo Shangó-Tedum una singular fisonomía social y política, de marcado matiz revolucionario. También logró Aponte, quien era lucumí (yoruba), reunir bajo su liderato a hombres procedentes de otras zonas culturales africanas denominadas en Cuba: mandingas, ararás, minas, congos, carabalíes, macuá, bibís, etc. Y, además, incorporar a la bandera libertadora que intentaba enarbolar con el triunfo de su postulado, a los grupos de negros y mulatos emigrados de Haití, Santo Domingo, Jamaica, Panamá, Cartagena de Indias y Estados Unidos, quienes permanecían en Cuba burlando las reales órdenes que obligaban a expulsarlos.

A principios de 1811 salieron para España a cumplir las sentencias impuestas, el capitán Luis Francisco Bassave y Cárdenas y los milicianos negros y mulatos complicados en la Conspiración de 1810. José Antonio Aponte, por intermedio del catalán Pedro Huguet, mantuvo los contactos con determinados elementos, blancos todos, a quienes Bassave había comprometido en el movimiento insurreccional del año anterior.

En la modesta casita, en lo que es hoy calle de Jesús Peregrino —cuyo nombre se debe a la efigie religiosa que figuraba en la puerta de la casa-taller y residencia de Aponte y sede del cabildo Shangó-Tedum—, con el pretexto de celebrar actos religiosos y festivales, actividades corrientes entre los originarios de África y sus descendientes, desde los primeros meses del año 1811 comenzaron a reunirse: Clemente Chacón y su hijo Bautista Lisundia, Juan Barbier, Francisco Javier Pacheco, José del Carmen Peñalver, Estanislao Aguilar, Francisco Maroto y José Sendiga, todos negros libres. Adelantados los trabajos de reclutar adeptos para el movimiento insurreccional, participó igualmente en algunas reuniones Hilario Herrera, alias «el Inglés», dominicano, quien más tarde sería el responsable de la conspiración en Puerto Príncipe (Camagüey), Bayamo y otros lugares de la región oriental de la isla, coordinado con el centro superior de La Habana.

Como punto fundamental del programa mínimo de los conspiradores figuraba la abolición de la esclavitud y la trata negrera, también en forma rudimentaria, es lo cierto, aspiraban a derrocar la tiranía colonial y sustituir aquel régimen corrompido y esclavista por otro: cubano, y sin discriminaciones odiosas.

Coincidieron estas actividades revolucionarias de Aponte con dos hechos de singular importancia; la presencia en La Habana del agente oficial norteamericano William Shaler, cuya misión no era otra que preparar las condiciones objetivas que permitieran la anexión de la isla de Cuba a Estados Unidos, para cuyo plan contaba con el apoyo de un crecido número de hacendados y dueños de esclavos; y la divulgación en amplias capas de la población habanera del proyecto presentado a las Cortes de Cádiz por el diputado mexicano Guridi y Alcocer, en el cual se pedía la abolición de la esclavitud y de la trata en las colonias españolas de América.

Un informe de William Shaler al Departamento de Estado, el 5 de junio de 1811, daba minuciosa cuenta del efecto producido en La Habana por la moción de Guridi y Alcocer que, realmente, había llevado una sensación de catástrofe a los ánimos de los cubanos y españoles adinerados, ya que la noticia había corrido por la isla como un reguero de pólvora.3

Se rumoraba también que la isla sería incorporada a Inglaterra, dado el sesgo que tomaba la guerra franco-española. José de Arango y del Castillo, tesorero de la Real Hacienda, designado por el Ayuntamiento de La Habana para protestar ante las Cortes de Cádiz del proyecto de abolición de la esclavitud, celebró el 14 de junio una importante reunión con el agente norteamericano a quien hizo saber, hablando confidencialmente en nombre de los intereses esclavistas que representaba, la disposición en que se encontraba de buscar el apoyo y hasta la anexión de la isla a Estados Unidos, antes de aceptar la abolición de la esclavitud.

Shaler, quien distribuyó entre los propietarios y ricos hacendados cubanos y españoles numerosos impresos de factura norteamericana, sorprendido en sus turbios manejos fue expulsado del país por órdenes del capitán general, marqués de Someruelos.

El acuerdo del Ayuntamiento de La Habana, de 3 de mayo de 1811, redactado por don Francisco de Arango y Parreño, y en el cual se protestaba el proyecto de abolición de la esclavitud, fue comunicado a todos los demás Ayuntamientos, y se le adhirió el acuerdo del de Santiago de Cuba, el 25 de junio de ese año.

Los números 37 y 38 del Diario de Sesiones de Cortes, con los debates sobre la abolición de la esclavitud, circularon por La Habana. De ellos tuvo conocimiento Aponte, debido a informes suministrados por Huguet y otros elementos blancos, quienes, atraídos por las revoluciones separatistas de México, Venezuela, Colombia, etc., se sentían enemigos del régimen español. Como las circunstancias históricas eran favorables, Aponte y su grupo, antes de realizar alguna tentativa de rebelión armada, hicieron circular por todas las regiones del país la noticia de que habían sido declarados libres los negros esclavos, medida que ocultaban maliciosamente autoridades y hacendados. La propaganda fue tan bien distribuida que, en oficio número 291 de 26 de septiembre de 1811, el Gobernador de Santiago de Cuba trasladó al capitán general los informes de Holguín, donde se hacía saber que en esta villa oriental se había esparcido la noticia «de que los esclavos estaban declarados libres».

Para alentarlo más en su empresa, Aponte conoció en las últimas semanas de 1811 de la llegada al puerto habanero de un barco procedente de Centro América que, en tránsito hacia Santo Domingo, conducía al brigadier negro Gil Narciso y otros oficiales de las tropas auxiliares al servicio de España quienes, bajo el mando de Jean François, Jorge Biassou y el propio Narciso, habían estado en este puerto en 1796. Por temor al efecto que produciría en la población afrocubana la presencia de esos oficiales, el capitán general Someruelos dispuso alojarlos en un barracón del barrio de Casa Blanca.

Aponte, Barbier y Ternero, con distintos pretextos, los visitaron. Esas entrevistas determinaron seguir la táctica de la rebeldía armada que se proyectaba. Recibieron informes detallados de la Revolución de Haití, y de cómo los esclavos se apoderaron de las armas y pertrechos de los colonialistas franceses y ocuparon aldeas y pueblos. Bajo un juramento secreto —cuyo alcance y seriedad solo conocen los abakuá— el brigadier Narciso se comprometió con Aponte en ponerse al frente de los rebeldes cuando éstos tuvieran las armas en su poder.

Por medios que solamente ellos sabían, y que aún guardan en secreto algunos grupos abakuá, los conspiradores de La Habana avisaron a los abolicionistas y a muchos hombres negros y mulatos —libres o esclavos— de Norteamérica, Jamaica, Santo Domingo, e incluso del Brasil, acerca de la revolución que se estaba organizando, y se les incitaba a imitar a los afrocubanos.

Clemente Chacón, Salvador Ternero, Juan Bautista Lisundia, Juan Barbier, Estanislao Aguilar, Francisco Javier Pacheco, José del Carmen Peñalver e Hilario Herrera, «el Inglés», fungieron de segundos de Aponte y acataron su liderato.

Coincidió con los trabajos conspirativos la proclamación de Henri Christophe como rey de Haití. Alguien, no identificado, regaló a Aponte un retrato de Christophe en el cual aparecía con su vistoso traje de ceremonia, y llegó a insinuarle la posibilidad de recibir de parte de éste armas y recursos para los conspiradores de Cuba.

Aponte realizó algunos viajes al interior de la isla, con el objeto de ganar adeptos para la lucha contra la esclavitud y la tiranía colonial. Herrera, «el Inglés», quedó encargado de sublevar las dotaciones de las haciendas e ingenios azucareros de Puerto Príncipe (Camagüey) y Bayamo, y apoderarse de ambas ciudades.

En La Habana el plan era: incendiar las fincas azucareras y las instalaciones industriales de esta provincia y de Matanzas; provocar, en una fecha previamente señalada, incendios en los barrios extramuros de la capital, y apoderarse por sorpresa del Castillo de Atarés y el Cuartel de Dragones, de donde se surtirían de fusiles y cañones para armar a los rebeldes y ocupar la ciudad. José Sendiga planeó una estratagema para sorprender, en el interior de la ciudad de La Habana, la guarnición del Cuartel de Artillería y recoger así una gran cantidad de armas y pertrechos.

Aponte, en su casa, bajo el pretexto de fiestas religiosas, adiestraba y adoctrinaba a los hombres y les mostraba el retrato de Christophe contándoles todo lo que sabía del heroísmo de los esclavos que hicieron triunfar la Revolución haitiana. Con planos preparados de antemano para utilizarlos en la contienda armada, trataba de capacitarlos para la lucha y distribuía los mandos entre los que consideraba mejores.

A Barbier, para ocultar el verdadero nombre del militar negro que habría de mandarlos, se le ocurrió decir que asumiría el mando supremo Jean François, y de ahí partió la conocida leyenda popular.4 En tanto, el catalán Pedro Huguet tenía a su cargo los contactos con elementos descontentos de la población blanca, antiguos conspiradores de 1810 y amigos del capitán Bassave.

Hilario Herrera, «el Inglés», actuaba como agente de la conspiración proyectada por Aponte en las zonas orientales de la isla. Y por campos y poblaciones hizo circular —por medio de sus ayudantes los negros José Miguel González, Calixto Gutiérrez, Nicolás Montalbán, Fermín Rabelo y Román Recio, en Puerto Príncipe; Blas Tamayo y otros en Bayamo— la propaganda oral que prepararía a los esclavos para la rebelión armada.

La propaganda activa del grupo que José Antonio Aponte alentaba y dirigía logró penetrar en las masas afrocubanas de La Habana. Desde las primeras semanas del año 1812, los caleseros y demás sirvientes de la oligarquía negrera comentaban, cada día con mayor interés, las cuestiones que afectaban a su condición de esclavos. En la plaza de San Francisco, en la Alameda de Paula y en el Muelle de Luz, los negros caleseros comentaban que «siendo ya libres, los amos se mantenían callados sin decirles su libertad, y que por esto se habían de levantar».

Interpretaban los debates sobre la iniciativa de Guridi y Alcocer en las Cortes de Cádiz como un hecho consumado. Creían que ya el Rey de España —en esos años prisionero en Francia— había ordenado el cese de la esclavitud. Pero, además, les era casi familiar la liberación haitiana, y, también, los mejor enterados por saber leer y escribir, tenían conocimiento de las revoluciones del cercano virreinato de Nueva España (México) y del de Nueva Granada; por eso decían «que en ninguna parte más que aquí [hablando de la isla] se consentían ni conocían esclavos».

Los más diligentes en los quehaceres revolucionarios eran, en la parte de la ciudad comprendida dentro del recinto de las murallas, los esclavos Cristóbal de Sola, zapatero, y Pablo y José Benito Valdés, caleseros. Los esclavos de la Real Compañía de Comercio se comprometieron. Las reuniones ocasionales casi siempre se realizaban bien en la plaza de San Francisco o en la del Cristo. Los agentes que establecieron esas relaciones —negros libres y criollos— instruyeron a Cristóbal de Sola de que, en el libro en que estaban anotados los nombres de los comprometidos en la dirección de la próxima sublevación, había «como unos treinta entre negros y blancos». Pablo y José Benito Valdés tenían contactos con José Antonio Aponte y Juan Barbier.

En sus misteriosas andanzas por las cercanías del puerto y alrededor de la Plaza de Armas, los tres conjurados en varias oportunidades trataron con Luis —el negro cochero del capitán general Someruelos— acerca de los rumores del cese del régimen esclavista.

La agitación revolucionaria cobró impulso. Aponte dictó una proclama que escribió Francisco Javier Pacheco, en la cual recomendaba estar alertas para derribar la tiranía. Una copia de esa proclama la fijaron en un costado del Palacio de los Capitanes Generales, por la calle de O’Reilly, próximo a la cochera.

Para completar la tarea de preparación revolucionaria, Aponte redactó un extenso documento en el cual se invitaba a los comerciantes blancos de La Habana, a reunirse y tomar acuerdos en vista de que «estaba para caer una columna», anunciándoles el triunfo de la rebelión con la frase: «que en la Iglesia se cantaría la gloria antes del sábado Santo». Documento que hizo llegar Aponte, por medio de un agente de su confianza, al conocido comerciante don Pablo Serra, natural de Cataluña, y quien, al recordar el fracasado intento revolucionario de 1810, y temer por sus propios intereses, lo llevó personalmente al propio capitán general Someruelos.

El citado documento, la aparición del pasquín sedicioso, y, quizás, alguna imprudente charla de De Sola y los Valdés con el cochero del Gobernador, pusieron a Someruelos en guardia. Y el 9 de marzo de 1812 fue detenido Cristóbal de Sola. Poco después, se le juntaron en la cárcel sus compañeros de conspiración Pablo y José Benito Valdés.

El 15 de marzo de 1812 Juan Barbier, Juan Bautista Lisundia y Francisco Javier Pacheco sublevaron a los esclavos y, después de una breve y sangrienta refriega, asaltaron e incendiaron el ingenio Peñas Altas, en Guanabo, provincia de La Habana. Pero, al siguiente día, fracasan en el intento de repetir el plan en otro ingenio cercano, Trinidad, no solo por la decisión del mayoral blanco Antonio de Orihuela que se preparó a defenderlo —pues a tiempo fue avisado de la proximidad del peligro por el esclavo Pedro María Chacón— sino también porque el cura de Guamutas, padre Manuel Donoso, influyó con los esclavos para que no participaran en la rebelión.

El lunes 16 de marzo en casa de Aponte se reunieron: Clemente Chacón, Francisco Javier Pacheco, Melchor Chirino, Salvador Ternero, Estanislao Aguilar, Juan Bautista Lisundia y Francisco Maroto. Lisundia relató lo ocurrido en el asalto y toma del ingenio Peñas Altas.

Y como Barbier —quien se hacía llamar Jean François entre los negros bozales— continuaba su tarea tratando de apoderarse de los ingenios Trinidad, Santa Ana y Rosario. Lisundia estaba asustado y confesó sus temores a Clemente Chacón, su padre. Chirino dio detalles más exactos de lo sucedido.

Algunos comenzaron a dudar del éxito de la insurrección. Pero Aponte, con la serenidad que le era habitual, logró reanimar a los que parecían más desalentados. Ternero preguntó si aquélla era toda la gente con que contaba, y Aponte le contestó que era suficiente, «pues en el Guarico los de su clase habían hecho la revolución y conseguido lo que deseaban». Aseguró también Aponte que había hombres muy buenos con los cuales podía contar. A lo que repuso Chacón que no podían hacer nada metidos entre tantos castillos y que serían destruidos por los cañonazos de metralla, y le contestó aquél que no tuviera cuidado, pues en otras partes se había peleado con pólvora de barril, chuzos y otras armas, alcanzando victorias y lo mismo debía esperarse en el caso presente en que se hallaba.

Finalmente acordaron seguir el plan sugerido por Aponte. Se incendiaron las casas de extramuros para distraer la atención de las autoridades, mientras, Salvador Ternero con su grupo tomaba el Cuartel de Dragones, y Clemente Chacón, con el suyo, el Castillo de Atarés.

José Sendiga se ofreció para sorprender el Cuartel de Artillería. La señal de ataque la daría Aponte desde su propia residencia, levantando un gran estandarte blanco con la imagen de Nuestra Señora de los Remedios que, a manera de escudo, estaba colocado en el centro del citado pabellón. Y cuando estuvieran alcanzados los objetivos señalados y los hombres provistos de armas y municiones, el misterioso general negro que estaba en Casa Blanca —Gil Narciso— y sus oficiales vendrían a dirigir las operaciones militares. Aponte confiaba en ellos y, también, según aseguró a los libres y esclavos que le seguían, en los refuerzos que le había prometido —por medio de mensajeros ignorados— Henri Christophe, rey de Haití.

Al capitán general Someruelos —quien desde el día 4 de marzo tenía los informes completos de las abortadas conspiraciones en Puerto Príncipe, Bayamo, Jiguaní y Holguín— le sorprendió, sin embargo, el ataque de los afrocubanos a Peñas Altas. Ni él ni la junta de policía, creada por el Ayuntamiento de La Habana para perseguir toda propaganda a favor de la libertad, tenían la más ligera sospecha de la conspiración revolucionaria que Aponte lidereaba.

Los negros y mulatos, libres o esclavos, comprometidos bajo un juramento que consideraban sagrado, no dieron lugar a que se descubrieran sus planes, próximos ya a ejecutarse. El 19 de marzo, Juan de Dios Hita, capitán y juez pedáneo del barrio de Guadalupe, dio cuenta al capitán general que Esteban Sánchez, pardo libre, platero, natural de Matanzas y gastador del Batallón de Pardos Libres de La Habana, le había denunciado que en la casa del negro Salvador Ternero, uno de los complicados en el motín efectuado el 2 de marzo de 1809, mantenía misteriosas reuniones con José Antonio Aponte, Clemente Chacón y otros. La denuncia fue ratificada por Mauricio Gutiérrez, negro libre, carpintero, vecino que era del citado Salvador Ternero, a quien acusó de que el lunes 16 de marzo, cuando corría en la ciudad la noticia de la sublevación de los esclavos en Guanabo, lo llamó para invitarlo a tomar parte en la insurrección.

Tan pronto recibió las denuncias el capitán pedáneo Hita, las llevó al capitán general, y éste pasó las actas levantadas al primer asesor general, don Leonardo del Monte, quien en vista de las declaraciones del traidor Sánchez, convino en su informe que, en las circunstancias del momento, el asunto era grave, por lo que ordenó el arresto de José Antonio Aponte, Salvador Ternero, Clemente Chacón y Juan de Dios Mesa, quienes fueron detenidos en sus respectivos domicilios y, posteriormente, recluidos de manera provisional en el Cuartel de Dragones, donde el capitán Hita practicó las primeras diligencias. Luego fueron conducidos a la Real Cárcel y finalmente trasladados a la fortaleza de La Cabaña, a cuyas prisiones militares, según avanzaban las investigaciones, fueron llevados Juan Barbier, Juan Bautista Lisundia, Estanislao Aguilar, y los esclavos de los ingenios Peñas Altas, Trinidad, El Rosario y Santa Ana, así como los que aparecieron acusados de agentes de la insurrección en los pueblos de Alquízar y San Antonio de los Baños.

Rápidamente confió el capitán general Someruelos al licenciado Ignacio Rendón y al abogado don Sebastián Fernández de Velazco la instrucción del proceso. En la propia fortaleza de La Cabaña, donde estaban recluidos Aponte y sus compañeros, se constituyó la comisión encargada del procedimiento judicial.

A Clemente Chacón le encontraron en su casa un plano del Castillo de Atarés, toscamente dibujado. Una proclama a los dominicanos de Christophe, rey de Haití; copia u original de la proclama de Aponte; un signo convencional utilizado por los abakuá, a manera de firma o de señal así como una caja de color rojo con atributos religiosos de origen africano y una esquela, firmada Santa Cruz, cuyo desconocido redactor demandaba de Chacón aclaraciones, pues «decía que las ideas se le habían frustrado».

En la casa que habitaba Salvador Ternero junto al puente que cruzaba la Zanja Real por la calle de Manrique, fueron ocupados también varios objetos religiosos africanos, que calificaron los agentes de la autoridad colonial como de brujería; un sello con una flor de lis, que parece era utilizada como contraseña para identificar o estampar a manera de firma; circulares y otros escritos revolucionarios.