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Beschreibung

LO QUE HOY ENTENDEMOS POR QUÍMICA SE DEBE EN GRAN MEDIDA A LOS DESCUBRIMIENTOS DE ROBERT BOYLE, ANTOINE LAVOISIER Y MARIE CURIE. Una historia divulgativa y rigurosa, que recorre tres siglos de avances en la historia de la química, a través de la vida y la obra de tres figuras eminentes.   Las dos transformaciones más profundas de la historia de la ciencia fueron la de la Astrología en Astronomía y la de la Alquimia en Química. La primera nos llevó al universo a gran escala y la segunda a lo más íntimo de la materia. Robert Boyle (1627-1691) fue un excelente alquimista, pero su espíritu crítico lo llevó a convertirse en el primer químico moderno. En el siglo siguiente, los trabajos de Antoine Lavoisier (1743-1794) supusieron una transformación radical en esta nueva rama de la ciencia, que pasó de un enfoque cualitativo a otro más cuantitativo. La última protagonista de este libro es la única persona que ha obtenido dos premios Nobel: Marie Curie, cuyo descubrimiento de la radiactividad encauzó la ciencia hacia derroteros insospechados. Las vidas de estos tres genios son tan apasionantes como sus logros científicos. 

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Índice

Genios de la quimica. Boyle, Lavoisier, Curie

Prólogo por Manuel Lozano Leyva

Boyle. La ley de Boyle

Introducción

El honorable Robert Boyle

El valor del experimento

La ley de Boyle

El químico escéptico

La sangre de Boyle

Lavoisier. La química moderna

Introducción

Un científico entre abogados

El oxígeno vence al flogisto

Una ciencia nueva

El estadista

Marie Curie. La radiactividad y los elementos

Introducción

Una polaca en París

Polonio y radio

Gloria y tragedia

La vida sin Pierre

Bibliografía

Prólogo

por

MANUEL LOZANO LEYVA

La astrología y la alquimia surgen en los tiempos más lejanos distinguiéndose en cierta medida de las supersticiones, las religiones y la magia. De lo que no escaparon astrólogos y alquimistas fue de las persecuciones y de la búsqueda más o menos mezquina del provecho personal. Sin embargo, tanto unos como los otros propiciaron el surgimiento de dos grandes ciencias: la astronomía y la química. El estudio del cielo y la tierra se encauzó a satisfacer la curiosidad; a gozar del saber por el saber. Hubo una transición en la que los auspicios de los astrólogos conseguían mantenerlos con una holgura económica suficiente para poder escrutar el firmamento sin objetivo crematístico alguno. La de los alquimistas fue más lenta, porque sus ambiciones eran más poderosas: transformar metales innobles en oro y encontrar el elixir de la larga, e incluso eterna, vida y, naturalmente, destinar sus frutos solo a quienes lo pudieran pagar. Ni todos los alquimistas se hicieron ricos ni los más desafortunados fueron perseguidos hasta la muerte. De hecho, jugando con fuego, agua y distintos materiales, fueron haciendo hallazgos sorprendentes. Su método, puro empirismo, y su secretismo endémico impulsado por la ambición y la seguridad, no permitían avanzar en el conocimiento como empezaba a hacer la ciencia tras el Renacimiento. Pero considérese que Newton, el más genial de los físicos de su época, dedicó mucho más tiempo y escritos a la alquimia que a las leyes de la física que le dieron fama y honor. Con la alquimia no consiguió absolutamente nada que perdurara. Por otro lado, piénsese que no fue totalmente estéril el resultado de los milenios de actividad alquimista, el cual ha quedado reflejado más en la filología que en la ciencia. Alcohol, amalgama, arsénico, baño de María, bilis, química, cólera, elixir, gas, humor, melancolía, panacea, soda, sublime y muchas otras palabras son un legado de los alquimistas. Este libro muestra quiénes y cómo hicieron la transición de la extraña y en cierto modo ruin alquimia a una de las grandes ciencias actuales: la química. Si no el primer protagonista de esta transmutación (palabra también alquímica) al menos uno de los más decisivos fue Robert Boyle.

Hasta que a partir del siglo XIX a la investigación científica pudieran dedicarse los hijos de la alta burguesía europea, lo normal hasta entonces era que la cultivaran los aristócratas. Robert Boyle nació en un castillo irlandés en 1627, hijo del conde de Cork. Sí, Corcho. Naturalmente, tuvo los mejores tutores, sobre todo franceses, y pudo viajar por toda Europa. Heredó tal fortuna que, junto con su gran formación y carácter introvertido, prefirió dedicarse a la ciencia que a disfrutar de los placeres mundanos. También le apasionaba la teología cristiana. Como alquimista pronto empezó a percatarse de que no conseguía nada serio, a pesar de lo cual nunca dejó de practicarla. No creía en la existencia de los átomos, pero fue el primero que hizo la distinción entre mezclas y compuestos. Su primer hallazgo importante, estudiando la combustión porque los gases le atraían más que los sólidos y líquidos, fue el papel del oxígeno en la misma. Aún más, se percató, más cualitativa que cuantitativamente, que el oxígeno debía desempeñar un papel importante en la respiración. Y así, poco a poco, Boyle fue convirtiéndose de alquimista en químico hasta alcanzar la categoría de físico. Su ley, formulada independientemente por el francés Edme Moriotte, puede parecer simple y no lo es. El producto de la presión a que se somete un gas confinado multiplicada por el volumen que ocupa siempre permanece constante. Eso ya es ciencia y no puro empirismo.

Más de un siglo separa a Boyle de su gran sucesor Antoine Lavoisier, nacido en París en 1743. Refiriéndonos solo a la química, el nombre de Lavoisier debería ir siempre acompañado del de su esposa Marie-Anne Pierrette Paulze, como sin duda él mismo habría preferido. Entre ambos remataron el estudio de Boyle sobre la respiración tanto animal como, la mucho más compleja, vegetal. Entre otros experimentos decisivos con agregados más variados que el aire, Lavoisier y Paulze establecieron ciertos principios entre los que sin duda destaca el de la conservación de la materia en las transformaciones químicas. También es importante de su legado científico lo que sería más útil para los jóvenes estudiantes de química de toda Europa: su Método de nomenclatura química (1787) y el Tratado elemental de química (1789). El único problema de Marie-Anne decisivo para Antoine fue que ella era hija del propietario de la Ferme Générale, una especie de Hacienda privada (por concesión gubernamental). El puesto principal de recaudador de impuestos lo desempeñó Antoine, sin dejar jamás la química, junto con las funciones que le permitían y exigían las poderosas influencias que conllevaba. Estas las utilizó Lavoisier de la manera más honrada y, sobre todo, eficiente para el estado: uniformó la elaboración de la pólvora, algo mucho más decisivo de lo que parece para la defensa nacional; colaboró en la unificación de los Pesos y Medidas; introdujo novedosísimos y rentables métodos de producción agrícola; y prestó muchos más servicios al estado. Pero la revolución supuso un vendaval tan tremendo que un año el gobierno dictaminó que «la república no precisa de científicos ni químicos, no se puede detener la acción de la justicia»; y al año siguiente hubo que lamentar que «pasará mucho tiempo antes de que en Francia vuelva a crecer una cabeza como la de Lavoisier». Efectivamente, Antoine Lavoisier fue guillotinado el 8 de mayo de 1794, a los 51 años de edad, por sus actividades supuestamente fraudulentas como recaudador de impuestos.

Si se desea imponer el rigor más exigente a la evolución histórica, la confirmación de la existencia de los átomos ha de establecerse en uno de los cuatro artículos históricos de Albert Einstein de 1905. Sin embargo, podría discutirse si no fue Lavoisier y Paulze los que despejaron toda duda de su existencia entre las pequeñas comunidades científicas de Europa. En cualquier caso, el átomo fue la hipótesis que, desde Leucipo y Demócrito, más tiempo tardó en confirmarse: unos dos mil cuatrocientos años.

Si fascinante, productivo y entrañable fue el matrimonio Lavoisier-Paulze, el de Pierre Curie con Marie Skłodowska no quedó atrás. Y también, lamentablemente, la viudedad de Marie fue casi tan trágica como la de Marie-Anne: Pierre murió joven arrollado por un coche de caballos.

La vida de Marie Curie siempre fluctuó entre la desdicha y la felicidad; de sufrir el menosprecio, hasta llegar al desprecio, a alcanzar la gloria; de recibir el premio Nobel de Química a ser rechazada el mismo año por la Academia de Ciencias francesa, aun habiendo sido galardonada nueve años antes con el premio Nobel de Física. Sí, Marie Curie es la única persona que ha conseguido dos premios Nobel de distintas especialidades. Los altibajos quizás alcanzaron su máxima amplitud al pasar de ser considerada heroína de guerra a ser difamada cruel y públicamente. Marie recorrió los frentes de guerra con su hija Irène en ambulancias dotadas de equipos móviles de rayos X, llamadas petites Curies. Las decenas de miles de radiografías que hicieron ellas dos y las indómitas enfermeras que formaron salvaron la vida de innumerables soldados heridos por balas y metralla; pero Marie acabó en los periódicos denigrada por establecer una relación amorosa, siendo ya viuda, con un científico casado y famoso: Paul Langevin.

Henri Becquerel recibió como herencia de su padre, e incluso su abuelo, la curiosidad por unos fenómenos esplendorosos que ya habían bautizado como fosforescencia y fluorescencia. Algunos compuestos emitían luz después de recibirla e incluso estando ya en la oscuridad. Los esposos Curie, como muchos otros científicos, sintieron curiosidad extrema por el fenómeno. El origen estaba en los átomos y el objetivo era ver qué elementos eran comunes a los compuestos que exhibían ese extraño comportamiento. Llegaron a la conclusión, por cierta casualidad, pero tras años de estudio, que solo los compuestos que contenían uranio y torio emitían radiaciones sin necesidad de haber estado expuestos a la luz. Lo distinguieron de los otros dos fenómenos llamándole radiactividad. Pronto, encontraron minerales de uranio y torio que emitían radiación mucho más intensamente que otros. Fue Marie la que se empeñó en que tenía que haber otros elementos cuya radiación fuera más intensa que la de aquellos dos. En una tarea que bien puede considerarse titánica (y en cierto modo alquimista) encontraron los elementos que acabarían llamándose radio y polonio. Este último en honor al país desaparecido por la rusificación zarista y tierra, que ya no patria, de Marie Curie. Concedieron el premio Nobel a Henri Becquerel y Pierre Curie por el descubrimiento y establecimiento de las primeras propiedades del nuevo fenómeno de la radiactividad. Pero no a Marie por ser mujer, motivo sostenido por los académicos explícitamente y sin pudor. Informado por un académico amigo, Pierre advirtió que rechazaría el premio si no se le concedía también a Marie.

Ser una rompehogares, judía, extranjera y atea, todo falso, además de estar amenazada de muerte, no impidió que la academia sueca le otorgara un segundo premio Nobel, esta vez de Física por el descubrimiento del radio y el polonio. Y este sin compartir. Las tremendas circunstancias agitadas por los tabloides, cartas anónimas y panfletos de todo jaez (¿recuerda a tiempos actuales con otros medios?) estuvieron a punto de evitar su asistencia a la ceremonia de entrega del excelso galardón. Pero Marie fue tan tenaz y osada como mujer como lo había sido como científica.

Marie y su hija Irene murieron como seguramente también hubiese muerto Pierre Curie: a causa de la exposición continuada a las radiaciones a pesar de tener certeza de los efectos dañinos de esta. Tras esta vida tumultuosa, Marie Skłodowska Curie, pasó a la historia como la científica quizá más importante de la historia de la ciencia. Sin embargo, hasta 1995, con la complacencia del presidente Mitterrand, no fue enterrada con su marido y todos los honores en el Panthéon francés.

Este libro, desarrollado por autores como Eugenio Manuel Fernández Aguilar (Boyle) y Adela Muñoz Páez (Lavoisier y Curie), muestra no solo la fundamental transición de la alquimia a la química, sino hasta qué extremos puede llegar la implicación social y humana de los protagonistas de la ciencia.

MANUEL LOZANO LEYVA

Catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear

BOYLE

LA LEY DE BOYLE

Introducción

La denominada Revolución científica suele situarse entre los siglos XVI y XVII. Se trata de un período en el que se establecieron las bases de la ciencia moderna, especialmente en física, astronomía, química, biología y medicina. Las dos obras que se citan habitualmente como más representativas de este fenómeno son Sobre el movimiento de las esferas celestes, de Nicolás Copérnico, y Sobre la estructura del cuerpo humano, de Andreas Vesalius. En varias disciplinas se establecieron nuevos objetivos, nuevos enfoques y nuevos métodos de trabajo en la investigación científica, pero, sobre todo, surgió la voz de la naturaleza para imponerse a los argumentos del pasado, basados muchas veces en los clásicos griegos. La Revolución científica se caracterizó, ante todo, por basarse en el experimento para conocer la naturaleza, ofreciéndole al ser humano nuevos fenómenos que nunca había presenciado. Un denominador común en esta época es la palabra nuevo, como se puede ver en algunos de los títulos publicados: Nueva astronomía (Kepler, 1609), Discurso y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias (Galileo, 1638) o Nuevos experimentos físico-mecánicos sobre el resorte del aire (1660) de Robert Boyle.

El honorable Robert Boyle fue sin duda el personaje más popular de la ciencia inglesa de aquella época, eclipsado únicamente y en sus últimos años por un joven llamado Isaac Newton, para quien sería una influencia importante. Dado que era hijo de la nobleza —el conde de Cork—, Boyle tenía derecho a utilizar el tratamiento de «Honorable», y de hecho así es como firmó sus libros, cartas y artículos. El desarrollo de su vida científica estuvo íntimamente relacionado con este aspecto aristocrático, pues gracias a ello tuvo la posibilidad de codearse con los más extraordinarios pensadores de su época. Sin embargo, la lectura de sus libros y resto de escritos puede ocasionarnos cierto bochorno si lo hacemos como lectores del siglo XXI, si solo atendemos a que dedicó buena parte de su tiempo a la religión, a la alquimia y a fenómenos paranormales. Es de vital importancia que el lector haga un esfuerzo de empatía, que se ponga en la piel del propio Robert Boyle y su realidad temporal, y que bucee entre sus escritos para hacer resurgir lo valioso de sus estudios científicos. Durante toda su vida Boyle sufrió una lucha interior entre sus creencias y su confianza en la filosofía material, aunque finalmente supo (o eso creyó) hacerlas confluir. Su fuerte carácter moralista le condujo a visiones proféticas, en las que la ciencia mejoraría la vida del ser humano. Invirtió muchos esfuerzos en poner de manifiesto que la medicina mejoraría notablemente con los avances y descubrimientos que estaba realizando la ciencia, y que esa medicina no podía reservarse únicamente a los ricos. Entre sus obras se pueden encontrar varios libros dedicados a esta disciplina, y en su epistolario la confección o mejora de recetas médicas era uno de sus temas preferidos con muchos de sus corresponsales. Intentó relacionar su visión corpuscularista de la materia con la fisiología y con la medicina en general, pues no aceptaba las ideas clásicas de Galeno. Sin embargo, como hombre al que le gustaban las buenas maneras y que cuidaba con celo sus relaciones sociales, Boyle no se atrevió nunca a inmiscuirse en agrias polémicas que le podrían haber acarreado problemas sociales.

Tras muchos años de abandono de sus estudios en medicina, ya casi al final de su vida publicó Historia natural de la sangre humana, obra en la que realizaba un estudio científico de las propiedades de la sangre a partir de multitud de experimentos. En ella se aprecia la gran habilidad de Boyle en el uso del instrumental y las técnicas de laboratorio. Se interesó principalmente por conocer las propiedades y características de la materia prima, más allá de la experimentación directa con seres humanos, aunque es cierto que fue testigo de algunas transfusiones y de que en la época en que vivía las sangrías habían llegado a su máximo apogeo. Incluso él mismo realizó transfusiones entre perros, pero su profundo respeto por los animales le generaba sentimientos encontrados. Apostó por delimitar la composición de la sangre antes de la prescripción indiscriminada de terapias poco comprobadas. Extrapolando su postura, podríamos decir que hoy sería un detractor de todas esas terapias alternativas tan de moda en el siglo XXI que no han probado su valía en base al estudio de sus principios activos.

Boyle fue un entusiasta de los nuevos instrumentos, pues pertenecía a esas nuevas generaciones de científicos crecidos durante la Revolución científica. En su juventud conoció los trabajos de Galileo y quedó fascinado con los telescopios, microscopios o con cualquier otro aparato con el que se pudiese ampliar la forma de percibir el mundo. A pesar de que los escolásticos habían considerado este tipo de instrumentos como introductores de sensaciones falsas, Boyle vivió su infancia en la decadencia de tal idea. Tuvo noticias de la bomba de aire creada por un alemán, lo cual le produjo tal excitación que introdujo mejoras significativas en el instrumento con la ayuda imprescindible de su ayudante más famoso, Robert Hooke. Los experimentos que realizó con su bomba de aire quedaron inmortalizados en un libro que le llevaría hacia la primera fila del panorama científico. Para Boyle el valor del experimento era crucial, estaba por encima de cualquier especulación teórica y su función en las demostraciones de los fenómenos naturales era necesaria, descartando las matemáticas para este fin. En este sentido, fue un baconiano convencido, pues llevó a la máxima potencia el proyecto de la metodología experimental e historias naturales de Bacon. Durante toda su vida continuó usando y mejorando la bomba, y se hizo muy popular haciendo demostraciones con ella en su propia casa o en la Royal Society; incluso la propia Sociedad llegó a tomar la bomba de Boyle como emblema en alguna ocasión. Tanto Boyle como Hooke fueron los científicos que más artículos publicaron en Philosophical Transactions, la primera revista científica documentada, nacida en el seno de la Royal Society.

De carácter heroico, las biografías realizadas en tiempos pasados sobre Boyle nos mostraban a un científico en términos actuales, pero la realidad es que Robert vivió en una época en la que la investigación científica todavía estaba salpicada de ciertas ideas pseudocientíficas difícilmente evitables. En ocasiones, ha sido considerado como fundador de la química, como el científico colosal que dio un carpetazo definitivo a la alquimia. Es completamente cierto que Boyle se esforzó por acabar con los cuatro elementos aristotélicos y con la Tria Prima paracelsiana, pero no llegó a dar una definición acertada de «elemento», lo que sí hizo Antoine Lavoisier, en contra de lo que a veces se ha recogido en distintos textos. Si bien no fue un alquimista al uso, tampoco puede considerarse un químico como se entiende en la actualidad. En este sentido, el principal logro de Boyle fue unificar la filosofía mecanicista y el atomismo para observar la intimidad de la naturaleza desde un corpuscularismo en el que las partículas interaccionan entre ellas. Se trata de otra de sus visiones proféticas, ya que estas ideas son la base de la actual teoría cinética, cuyos pilares son el mecanicismo newtoniano y el atomismo en general.

El análisis completo de la obra de Boyle es literalmente inabarcable: contiene en torno a los cuatro millones de palabras. Su libro más conocido es El químico escéptico, una obra que pretende tratar la química como ciencia independiente (realmente como una rama de la física), aunque con la terminología alquimista del momento. Estudió infinidad de fenómenos en distintas obras: la naturaleza del color, el frío, las gemas, aguas minerales, ácidos y álcalis, hidrostática, fosforescencia, distintos fluidos humanos, etcétera. Pero sus mayores contribuciones hacen referencia a su defensa del experimento y, a partir de ella, a lo que hoy conocemos como ley de Boyle. El estudio del aire sedujo su mente, así que puso manos a la obra con su bomba de vacío para demostrar empíricamente que el aire presenta elasticidad. A partir de finales del siglo XVI, el tema del aire se puso de moda en Europa y se organizó todo un movimiento de investigación en este sentido. Boyle consiguió acceder a los avances más punteros en el conocimiento del aire, dada su posición socioeconómica. En la segunda edición del libro dedicado al Resorte del aire presentó los datos de sus experimentos sobre la naturaleza elástica del aire, llegando a establecer la ley que lleva su nombre y que concluye que la presión y el volumen de un gas son inversamente proporcionales. En su época, la ciencia y la filosofía compartían intereses, y el estudio del aire es buen ejemplo de ello: fue un tema tratado por varias generaciones de filósofos, y fue precisamente Boyle el que dotó a dicho estudio de la seriedad científica que merece, centrando toda su investigación en el experimento. La ley de Boyle le valió a nuestro biografiado su inscripción en los libros de historia de la ciencia. Sin embargo, la verdadera valía de Boyle y sus aportaciones se extienden a otros muchos campos.

Aunque nació en Irlanda, pasaría casi toda su vida en Inglaterra. Debido a su posición socioeconómica, tuvo la fortuna de no tener que trabajar nunca para poder vivir, aunque lo hizo para la ciencia hasta el agotamiento, superando muchos cuadros de fiebre y distintos problemas de salud. Su posición le permitió también la posibilidad de realizar grandes viajes, montar laboratorios, pagar a innumerables ayudantes y financiar proyectos de todo tipo. Con tan solo ocho años, fue enviado a Inglaterra para recibir la formación básica en distintas disciplinas. A los doce, realizó un viaje de unos cuatro años por Francia e Italia, donde tuvo sus primeros encuentros provechosos con la ciencia, aunque más en el plano teórico. Una vez terminado el tour, volvió a Inglaterra, su lugar de residencia habitual. Desde allí visitó los Países Bajos y regresó en una ocasión a Irlanda para poner al día las propiedades que había heredado de su padre, el conde de Cork. Desde 1656 hasta 1668 residió en Oxford, donde realmente creó su red de conocidos: entró en el mítico Círculo de Hartlib y, de este modo, formó parte del nacimiento de la Royal Society. Fue esta una época de gran actividad científica, cuando salieron a la luz sus primeras y más importantes publicaciones. Abandonó Oxford para ir a vivir a Londres en casa de su hermana Katherine, con quien estaría unido durante toda su vida debido a sus intereses afines, tanto en el plano científico como en el religioso.

Robert Boyle se rodeó de los mejores científicos de la época, y pudo aprender de todas las personas de su entorno y divulgar lo que veía. Él mismo se convirtió en promotor de jóvenes investigadores, citándolos constantemente en sus libros y artículos. Un ejemplo de ello es la promoción que hizo de su ayudante Robert Hooke, cuya imagen no se vio nunca ensombrecida por la de su maestro. Por esta forma de trabajar, y aunque son pocos los resultados de Boyle que han pasado a la historia, ha sido reconocido como uno de los personajes más influyentes de la historia de la ciencia.

1627 El 25 de enero nace Robert Boyle en Waterford, Irlanda. Tres años más tarde fallece su madre.

1635 Ingresa en el Eton College, en Inglaterra, donde cursa estudios durante tres años, tras los cuales se establece en Stalbridge, cerca de Londres.

1639 Junto con su hermano Francis, comienza el Grand Tour por Europa. Viaja a Francia e Italia durante casi cinco años.

1643 Muere su padre.

1646 Regresa a Stalbridge, donde comienza a mostrar interés por los experimentos.

1649 Escribe Sobre el estudio del Libro de la Naturaleza.

1654 Durante una visita a Dublín, sufre una caída de un caballo y su visión se ve afectada de por vida.

1656 Se muda a Oxford para reforzar sus relaciones sociales e intelectuales.

1659 Con la asistencia de Robert Hooke, construye su famosa bomba de aire.

1660 Publica Nuevos experimentos físico-mecánicos sobre el resorte del aire, una de sus obras más célebres.

1661 Presenta su bomba de aire en la Royal Society. Publica El químico escéptico, otra de sus obras más conocidas.

1662 Publica una segunda edición de Nuevos experimentos con anexos en respuesta a las críticas de Thomas Hobbes y Francis Line. Demuestra la elasticidad del aire y establece las bases de la ley de Boyle.

1668 Se muda definitivamente a Londres a casa de su hermana Katherine, donde vivirá hasta su muerte.

1670 Sufre una enfermedad que él denomina «moquillo paralizante», pero que posiblemente fue de origen neurológico o cardiovascular. Su salud, ya maltrecha, se resiente aún más. A partir de este año comienza a publicar una serie de libros que recopilan su vasta producción de artículos, los Tratados.

1684 Publica Ensayos para una historia natural de la sangre humana, donde se exponen más de medio centenar de experimentos en los que se exploran las propiedades físico-químicas de la sangre y sus compuestos.

1690 Publica Medicina hidrostática, obra en la que confiere un papel importante al uso de la gravedad específica para establecer la naturaleza y pureza de fluidos, minerales y demás sustancias.

1691 El 23 de diciembre muere su hermana Katherine, con la que había vivido más de veinte años. Robert Boyle muere poco después, el 31 de diciembre, a causa de una parálisis.

El honorable

Robert Boyle

A las tres de la tarde del 25 de enero de 1627 Robert Boyle venía al mundo en las dependencias del castillo de Lismore, situado junto al río Blackwater, en el condado de Waterford, Irlanda. Su padre, Richard Boyle, era un hombre económicamente bien posicionado y ostentaba el título de conde de Cork. Robert Naylor, familiar de la madre de Richard, bautizó a «Robyn» quince días más tarde en la capilla privada del castillo, «mi capilla», como le gustaba decir al conde. El carácter profundamente religioso del padre ha dejado para la historia las primeras palabras escritas que hacen referencia a Boyle: «Dios le bendiga», escribía con alegría. A esto añadía «su nombre será Robert Boyle», en honor al padrino, Robert Digby, el primer barón Digby de Geashill, sobrino del conde de Bristol. Lord Digby se había casado en 1626 con Sarah, hermana de Robert Boyle. En este ambiente aristocrático creció y se crió el pequeño Robert; veamos cómo se forjó dicho entorno antes de su nacimiento.

Richard Boyle estudió leyes en Londres y, a pesar de que consiguió un puesto de empleado en el famoso Middle Temple (uno de los cuatro Inns of Court, agrupaciones profesionales en el derecho anglosajón), se volvió a Irlanda tras la muerte de su madre (su padre había muerto anteriormente) en busca de fortuna aprendiendo de la «escuela de la vida», aunque ello supusiese empezar prácticamente desde cero. En 1595 contrajo matrimonio con Joan Apsley, hija y coheredera de William Apsley, un miembro del Consejo de Munster, la provincia más meridional de la isla de Irlanda. Joan falleció al dar a luz a su primer hijo, que tampoco consiguió sobrevivir al parto. Con la herencia de su esposa comenzó la fortuna del conde. El segundo matrimonio llegó en 1603; Richard tenía entonces treinta y siete años y Katherine Fenton, hija del secretario de Estado Geoffrey Fenton, contaba con tan solo diecisiete. Richard Boyle fue escalando posiciones sociales paulatinamente y sus negocios lo llevaron a convertirse en el mayor empresario de Irlanda en el período isabelino y jacobino. Consiguió un puesto de consejero privado de Estado del Reino de Irlanda en 1612 y fue nombrado lord Boyle en 1616, año en que también obtuvo el título de barón de Youghal. Pero hay que remontarse a 1620 para la concesión del título de primer conde de Cork, además de vizconde de Dungarvan. Por fortuna se conservan tanto un extenso diario del conde, sus libros de cuentas y una espectacular actividad epistolar. Resulta fácil, por tanto, seguir los pasos de la vida de Richard y reconstruir la infancia de Robert Boyle. La fuerte personalidad y el gran ego del conde tuvieron mucho que ver en sus éxitos empresariales y pudo dejar una gran herencia a todos sus hijos. De hecho, en la época del nacimiento de Robert su riqueza estaba a punto de alcanzar el cénit y se dedicó en cuerpo y alma a buscar alianzas matrimoniales ventajosas para su extensa progenie, sobre todo entre terratenientes irlandeses y la aristocracia inglesa.

LA DESCENDENCIA DEL CONDE DE CORK

Richard Boyle, primer conde de Cork, en un retrato de juventud obra del pintor miniaturista Isaac Oliver.

Richard Boyle dejó una numerosa progenie en situaciones sociales y económicas muy ventajosas, fruto de cincuenta años de trabajo empresarial. La siguiente lista incluye los nombres de todos sus hijos, hermanos de Robert, con los matrimonios y títulos que consiguieron:

Roger Boyle (1606-1615).Alice Boyle (1607-1667). Primer marido: David Barry, conde de Barrymore; segundo marido: John Barry.Sarah Boyle (1609-1633). Primer marido: sir Thomas Moore; segundo marido: Robert Digby, primer barón de Digby.Lettice Boyle (1610-1657). Casada con el coronel George Goring, lord Goring.Joan Boyle (1611-1657). Casada con George Fitzgerald, decimosexto conde de Kildare.Richard Boyle (1612-1698). Principal heredero tras la prematura muerte de Roger. Segundo conde de Cork (1643), barón Clifford de Lanesborough (1644), lord Gran Tesorero de Irlanda (1660-1695) y primer conde de Burlington (1664).Katherine Boyle (1615-1691). Casada con Arthur Jones, segundo vizconde de Ranelagh.Geoffrey Boyle (1616-1617).Dorothy Boyle. Casada con sir Arthur Loftus y madre del primer vizconde de Lisburne.Lewis Boyle (1619-1642). Primer vizconde Boyle de Kinalmeaky, sucedido por su hermano Richard.Roger Boyle (1621-1679). Primer conde de Orrey.Francis Boyle (1623-1699). Primer vizconde de Shannon (1660).Mary Boyle (1625-1678). Casada con Charles Rich, cuarto conde de Warkick.Robert Boyle (1627-1691). Honorable.Margaret Boyle (1629-1637).

El título ha ido pasando de generación en generación, de modo que en 2003 John Richard Boyle tomaba posesión del título de XV conde de Cork. El primer conde mandó construir dos monumentos funerarios para él y su familia, uno en la Colegiata de St Mary de Youghal, condado de Cork, y el otro en la Catedral de St Patrik de Dublín.

HIJO DE LA FORTUNA

Robert se sentía querido por su padre, como afirmaría su amigo el obispo Gilbert Burnet (1643-1715) en su extensamente citado sermón fúnebre. Tal vez una de las mejores referencias que tenemos sobre la vida de Robert Boyle sea el conocido Memorando de Burnet, unas anotaciones que escribió Boyle para que el obispo pudiese escribir su biografía, aunque esta nunca tuviese lugar. Al menos el religioso usó estos papeles como base para escribir su sermón fúnebre, que luego significó un punto de partida para posteriores biógrafos. De los propios escritos del conde se deduce que Boyle ocupó una posición privilegiada, por ser el menor de catorce hermanos, aunque en realidad tuvo una hermana menor, Margaret, pero murió con solo ocho años (el conde tuvo en total dieciséis hijos). El padre buscó y fomentó el trabajo solidario y colaborativo entre todos sus hijos; por ejemplo, solía emparejarlos para que aprendieran en común y les asignaba niñeras para que se ocuparan de ellos. La responsabilidad de Robert recayó en una niñera nada más nacer y su educación y formación pasarían por manos de varios empleados. De hecho, ni siquiera llegó a conocer a su madre, quien murió en febrero de 1630 en Dublín, puesto que pronto fue apartado de la casa natal por precaución. En 1630 Robert y su hermano Francis no vivían en el castillo, se encontraban en la localidad irlandesa de Youghal a cargo de sirvientes, pero tras la tragedia el conde los hizo venir a la casa familiar. A tenor de las palabras escritas en su obra An Account of Philaretus during his Minority (Philaretus en adelante), una autobiografía escrita entre los años 1648 y 1649, Robert calificó de «desastre» la muerte de su madre. En su madurez, su hermana Katherine representaría de algún modo esa figura materna perdida en la infancia, además de compartir con ella, en su época de científico, algunos intereses, como los experimentos con recetas médicas y la propagación del protestantismo en Irlanda y más allá. Esta relación se estrecharía a partir de 1668, cuando Robert decidió ir a vivir a la casa de Katherine en Pall Mall, Londres. La relación entre ambos fue tan estrecha que Robert falleció ocho días después de la muerte de su hermana.

El primer conde de Cork fue muy celoso de su economía, hasta el punto de que anotaba hasta el más mínimo detalle en sus libros de cuentas. Gracias a estos papeles nos han llegado noticias de los primeros libros comprados para el joven Robyn: la Biblia (junio de 1632), las Fábulas de Esopo (septiembre de 1633) y Flores poetarum (enero de 1634). Los apuntes reflejan también que no escatimó gastos en la reforma del castillo de Lismore, una antigua construcción medieval que necesitaba ser reconvertida y adaptada a las nuevas necesidades. No todas las adaptaciones llevadas a cabo por el conde se mantienen hoy: la capilla, por ejemplo, se convirtió en una sala de banquetes en el siglo XIX.

«El padre de Boyle era un hombre hecho a sí mismo [...]. Llegado a Dublín desde Inglaterra a los veintiún años [...] emprendió una carrera cuya ambición y codicia solo tienen parangón en sus espectaculares éxitos. [...] Pero tamaña hazaña no se consigue sin labrarse un sinfín de enemigos».

— STEVEN SHAPIN,A SOCIAL HISTORY OF TRUTH: CIVILITY AND SCIENCE

IN SEVENTEENTH-CENTURY ENGLAND(1994).

En las biografías se suelen señalar las primeras lecturas de los personajes como algo decisivo en su formación, y lo mismo ocurre con los viajes, fuente de aprendizaje y de apertura a nuevas formas de pensar y de hacer. Robert realizó múltiples viajes —tal vez demasiados para la época— y residió en distintas partes de Irlanda, Inglaterra y Francia. En diciembre de 1634 realizó el primer viaje documentado a Dublín, donde el conde tenía otra de sus propiedades. El hijo mayor y principal heredero, Richard, fue para Robert un referente al que consultar todo tipo de temas. Precisamente, el motivo del viaje a Dublín no fue otro que visitar a Richard y a su cuñada Elizabeth, residentes en dicha ciudad, un viaje que cabe resaltar porque marcó para siempre al joven Robyn. En el Philaretus narra algunos detalles sobre el retorno de Dublín a Lismore, una travesía de unos doscientos kilómetros y cuatro días. Recuerda el viaje lleno de acontecimientos; en concreto, relata cómo los caballos perdieron el control y fueron arrastrados por la corriente, aunque afortunadamente el carro quedó anclado en las profundidades de un arroyo. Los sirvientes salvaron la situación cortando los arneses, y así alejaron al joven Boyle del peligro.

Por aquella época Robert parecía presentar cierta tartamudez, como de hecho él mismo cuenta en el Philaretus de forma trágica, donde incluso llegó a comparar la situación con la muerte de su madre. Era tal el sufrimiento que le provocaba su disfemia que pensaba que se trataba de un castigo de Dios por haberse burlado de otros chicos con el mismo problema. Robert no volvió a comentar más el asunto en otros escritos, no se sabe si por considerarlo tabú o por dejar de darle importancia, pues existe cierta documentación que parece indicar que no se liberó nunca de la tartamudez. Henry Wotton (1568-1639), preboste del Eton College, trató sin éxito su problema de locución entre los años 1635 y 1637. Por otra parte, Isaac Marcombes, uno de sus tutores, relató en 1640 un acontecimiento en Ginebra en el que comenzó a balbucear y tartamudear. También Thomas Molyneux, un físico irlandés, se percató de que tartamudeó al conocerlo, ya al final de su vida, y el inglés John Evelyn (1620-1706) lo comenta en su memoria póstuma, aunque relaciona la dificultad de dicción de Boyle con alguna parálisis debida a los experimentos químicos. Por último, se cuenta con el testimonio del filósofo italiano Lorenzo Magalotti, que en 1668 notó impedimentos en el discurso de Boyle. Algunos biógrafos defienden que su tartamudez y otros acontecimientos acaecidos en su vida lo convirtieron en alguien comprensivo y considerado con los sirvientes y personas situadas en un nivel social inferior. Aunque son especulaciones difíciles de corroborar, sí es cierto que tuvo un tacto especial con sus ayudantes e incluso con sus adversarios filosóficos.

La influencia del padre estaría presente los primeros quince años de su vida y continuaría incluso más allá de su muerte. A pesar de que pasaron poco tiempo juntos, la comunicación entre ambos fue constante, tanto a través de los cuidadores de Robert como por él mismo. Richard quería que su fortuna se perpetuara de generación en generación y sabía que el único modo era darle a sus hijos la mejor educación. Por eso fue programándoles viajes por distintos lugares, con el fin de convertirlos en personas con una preparación óptima.

ETON COLLEGE

En el verano de 1635 Richard Boyle discutió sobre la educación de Francis y Robert con lord Clifford, el suegro de su hijo mayor, Richard. Clifford lo animó a que enviara a los hermanos a sir Henry Wotton, el ya mencionado preboste del Eton College, prestigioso colegio situado en la localidad inglesa de Eton, y se ofreció a mediar en favor de ellos. Los dos hermanos partieron hacia Inglaterra en septiembre de 1635 acompañados por dos sirvientes de confianza, Thomas Badnedge y Robert Carew, haciendo escala en Youghal. Francis y Robert —con doce y ocho años, respectivamente— viajaban por primera vez fuera de Irlanda y sin familiares adultos, solo acompañados por Carew, que fue quien continuó el viaje con ellos.

La etapa de aprendizaje en el Eton College está muy bien documentada gracias a las misivas entre el conde y Carew. A estas hay que añadir las cartas de Wotton, figura que tiene cierto paralelismo con la del padre, especialmente por su compromiso con el protestantismo. También el director de la escuela estuvo al corriente de las evoluciones de los hermanos y participó en el intercambio epistolar. Los jóvenes aristócratas no estaban solos; llegaron en octubre de 1635, tras unos veinte días de viaje, y el propio Wotton los recibió y se encargó de que se sintieran cómodos. Francis y Robert fueron «comensales», lo que significa que pagaron por la comida, pero no por la enseñanza, que era gratuita. Gracias al libro de auditorías del colegio, hallamos detalles de lo más curioso que contextualizan el entorno en el que Robert se acercó al estudio; por ejemplo, que por ser hijos de la nobleza se sentaban en la segunda mesa, un lugar de gran privilegio. No existen evidencias de que conservara los contactos que hizo durante los dos años de estancia en dicha institución escolar.

Los alumnos se levantaban a las 5:30 y su primera tarea consistía en ir a la escuela a rezar. Una hora por la mañana y otra por la tarde eran reservadas para que pudieran escribir según sus necesidades; las asignaturas que estudiaron fueron música, drama, francés y latín. Es evidente que Wotton y Carew querían dar una buena impresión, por eso se esmeraban en proporcionar toda clase de detalles en sus cartas y se extendían de manera notoria. Solían relatar los grandes logros de los chicos, que eran muy estudiosos, diligentes en satisfacer a Dios y a sus superiores, respetuosos y muy queridos por todos. Este continuo optimismo convierte en ardua tarea evaluar los verdaderos logros y avances de Robert, aunque los informes solían mover la balanza hacia el futuro científico. Lo cierto es que estamos ante un personaje que mostró curiosidad e inquietud por el conocimiento desde pequeño, pues no se conformó con el currículum normal de la época, más enfocado a las pedantes convenciones sociales que a un verdadero conocimiento. Se interesó especialmente por las lecturas de historia; leyó por ejemplo a Quinto Curcio Rufo. Tuvo además acceso a la extensa biblioteca de Harrison, que aún hoy sigue existiendo en el colegio. Resulta interesante el detalle de que en algunas obras se han encontrado inscripciones realizadas por mano del propio Robert. Por ejemplo, en una copia de Ética a Nicómaco de Aristóteles dejó escrito «Yo, Robert Boyle, digo que Albert Morton es un chico valiente» y en una obra de Treminius esbozó otras palabras en la misma dirección: «Albertus Morton es el más valiente y raro chico. 1638». Albert era el sobrino-nieto de Wotton y parece que causó cierta impresión en el joven Robert, aunque no sabemos en qué sentido, pues no aparecen referencias en sus cartas ni diarios.

No todas las actividades en el Eton College fueron docentes; en marzo de 1636 Francis y Robert disfrutaron de una visita al castillo de Windsord en compañía de sus hermanos mayores Lewis y Roger. Poco después harían también un par de breves visitas a Lewes, una pequeña localidad a poco más de 100 km de Winsord, con el fin de visitar a su hermana Lettice.

Vista del castillo de Lismore en la actualidad, donde nació Robert Boyle el 25 de enero de 1627. La edificación está situada junto al río Blackwater, en el condado de Waterford, Irlanda.

Vista aérea del Eton College, en un grabado de David Loggan publicado en su Cantabrigia Illustrata, 1690. En este prestigioso colegio inglés Boyle cursó estudios durante tres años.

En marzo de 1638 Robert fue por primera vez a Londres, a ver a su hermano Richard, ya convertido en lord Dungarvan. Fue allí donde sufrió algunos episodios desafortunados. En una ocasión el muro de su habitación cayó y lo sepultó; pudo salvarse de la asfixia gracias a que las sábanas le cubrían la cabeza, formando una cámara de aire. En esa misma época, un tratamiento que comprendía la toma de un vomitivo que le administraron por error lo debilitó enormemente pues justo estaba saliendo de una disentería con fiebres altas. Tal vez este tipo de acontecimientos hicieron que se interesara por los remedios y recetas médicas en distintos momentos de su vida. Sea como fuere, la cadena de infortunios causaron en Robert, por entonces un chico de once años, un estado de «melancolía», como llamaban en la época a la depresión. Fue en ese momento cuando se interesó por las lecturas del género de los romances, entre ellas el mítico Amadís de Gaula. Sin embargo, como cuenta el propio Robert, estas lecturas fallaron en su propósito, que no era más que aliviar los delirios que sentía en sus pensamientos. Pero a pesar de las exageraciones, es más que probable que estos desvaríos no fuesen más que los de una mente inquieta y lo que sí es seguro es que constituirían una clara influencia formativa en la evolución de Boyle.

Mientras que Robert había seguido exitosamente su programa de estudios, Francis resultó ser una decepción. El conde de Cork acabó desilusionado y sentía que había perdido tiempo y dinero.

En agosto de 1638, el conde cruzó Inglaterra para tomar posesión de las tierras que había comprado en Stalbridge, Dorset, dos años antes. Entre tanto, Francis y Robert seguían en Londres, pero regresaron a Eton en octubre para abandonar definitivamente el colegio pocas semanas después por decisión paterna. Su nuevo hogar estaría en Stalbridge, aunque no en la casa del padre, sino en la de su tutor, el reverendo William Douch, a quien Robert recordaría más adelante por sus intereses en el latín. Ya en la primavera de 1639, fue a residir en la casa paterna de Stalbridge, que se le dejaría en herencia para el resto de su vida en 1640. Actualmente no existe la construcción, pues fue demolida en el siglo XIX, sin embargo allí le esperaría un cambio de rumbo en su trayectoria que le empujó directamente hacia la edad adulta.

EL GRAND TOUR

En la casa de Stalbridge Francis y Robert fueron tutelados por Isaac Marcombes, quien volvía de un viaje con dos de los hermanos mayores, Lewis y Roger. Marcombes era un francés de la región de Auvernia y había sido recomendado al conde por el propio Wotton. A la par que Francis y Robert ingresaron en Eton, la pareja de hermanos mayores partían hacia la Europa continental en compañía del francés. Isaac Marcombes había vivido varios años en Ginebra, donde frecuentó el entorno del famoso teólogo italiano Giovanni Diodati, quien tuvo que abandonar su país a causa del apoyo mostrado al protestantismo. Marcombes, tras el viaje con Lewis y Roger, se concedió un descanso para casarse con Madelaine, sobrina de Diodati, en 1637. Eran varias las cualidades de Marcombes que gustaron al conde: su comprometido protestantismo, sus maneras de caballero de la época, su amplia cultura, etcétera. El conde no dudó en ningún momento: su interés se centraba ahora en que Francis y Robert repitiesen la experiencia de sus hermanos conducidos por Isaac Marcombes, todo un caballero al que imitar.

Pero antes del viaje el conde estaba interesado en realizar algunas gestiones, relacionadas con la cuestión de legar el patrimonio que había atesorado durante más de cuarenta años a sus hijos. Era momento de ir pensando en el reparto de tierras y propiedades, así como de rentas vitalicias. Incluso tenía algunos hijos solteros aún, así que siguió buscando alianzas, entre ellas la que atañía directamente a Robert: decidió que Anne Howard, la hija de Edward, lord Howard de Scrick, un alto aristócrata de la época, sería una buena esposa para su hijo, aunque el matrimonio nunca tuvo lugar. El que sí se produjo fue el de su hermano Francis con Elizabeth Killigrew, el 20 de octubre de 1639, en la capilla real de Whitehall y en presencia de los reyes. El conde de Cork, en su ambición por preservar su dinastía, casó a su hijo Francis con tan solo quince años, lo cual no fue óbice para que los chicos, casados o no, cumplieran con su viaje formativo a Francia. Sin perder tiempo, partieron pocos días después de las nupcias. Francis y Robert comenzaron su aventura acompañados por Isaac Marcombes y dos sirvientes, siguiendo los pasos ya marcados por sus hermanos mayores. A pesar de que las cartas de Marcombes fueron menos exhaustivas que durante el primer viaje, contamos hoy con bastante información sobre las vivencias de Robert. El más joven de los hermanos contaba con doce años y medio y volvería en 1644, con diecisiete años y medio; regresaría más prudente y sofisticado: se fue siendo niño y volvió hecho un hombre.

El Grand Tour fue un itinerario de viaje por Europa que se puso de moda en el siglo XVII entre los jóvenes de la clase media-alta. Aunque el recorrido era muy variado, lo más usual era visitar Francia e Italia como, de hecho, hicieron los hermanos. Como bien sabía el conde, el viaje no solo consistía en ver ciudades, cortes y colegios, sino que sus hijos adquirirían conocimientos y aprenderían religión y civilidad, además de dotarse de las aptitudes necesarias para jóvenes de su estatus social. El propio conde no había ido más allá de Irlanda e Inglaterra, así que no era consciente de los desafíos y peligros de un viaje de tal índole en aquella época. Los chicos no estaban habituados al clima mediterráneo, con altas temperaturas en el verano italiano, y la inestabilidad política y social en Europa era preocupante. Sin embargo, confiaba en el buen hacer de Marcombes.

EL GRAND TOUR EN LA LITERATURA

El Grand Tour fue un itinerario de viaje que abarcaba varios lugares de Europa, entre la primera mitad del siglo XVII y mediados del XIX. Aunque fueron muchos los viajeros, se puso especialmente de moda entre los jóvenes británicos de clase media-alta. Este itinerario es considerado por los expertos como el antecedente del actual turismo. Sus orígenes se remontan al siglo XVI y era un evento destinado a la formación de los jóvenes de la época. No existía un circuito oficial, si bien Francia e Italia eran de visita obligada. Los Países Bajos, Suiza, Bélgica y Alemania eran opciones que enriquecían la experiencia y que irían haciéndose un hueco con el paso de los años. Muchos son los literatos y eruditos que han dejado plasmado el Grand Tour en la historia. La primera referencia escrita a un viaje de este tipo se encuentra en Viaje completo a través de Italia, un libro que el jesuita Richard Lassels publicó en 1670, es decir, en tiempos de Boyle el Grand Tour no estaba más que comenzando. Un siglo después, ya en sus últimos años, Voltaire (1694-1778) haría las veces de anfitrión para los viajeros que visitaban Ferney (Ferney-Voltaire en su honor), muy cerca de Ginebra. Por otra parte, las Confesiones de Rousseau (1712-1778) fue también un reclamo para intensificar las visitas a Saboya y Suiza. Respecto a Italia, el helenista Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) fue quien trazó un viaje basado en la historia del arte. Posiblemente, una de las obras más conocidas sobre este tema sea Viaje a Italia, de Goethe (1749-1832). Gracias a este autor, Alemania empezaría a tomar fuerza en el itinerario del Grand Tour en el siglo XIX, precisamente cuando el ferrocarril irrumpió en la sociedad y el recorrido desapareció como exclusividad para los adinerados, pues los viajes eran accesibles para un abanico más amplio de viajeros. Goethe utilizó un estilo en su relato del periplo por Italia que comenzó a popularizarse en la época: los libros de viajes ya no eran simples descripciones objetivas, sino relatos repletos de observaciones y sentimientos personales. En esta línea, forman parte del elenco literario las obras Viaje sentimental (1767), de Laurence Sterne (1713-1768), y la recopilación de título resumido Historia de un tour en seis semanas (1817), de las hermanas Mary Shelley y Percy Bysshe Shelley. A partir de ese momento los diarios de viajes experimentarían un gran auge en la época, especialmente entre las mujeres, que fueron viajeras y artífices de sus propias composiciones.

Goethe en la campiña romana (1787), de Johann Heinrich Wilhelm Tischbein. La obra de Goethe Viaje a Italia ha sido uno de los libros más influyentes en lo que concierne al Grand Tour por Europa.

Consiguieron cruzar el canal de la Mancha en un segundo intento, desde Rye (Inglaterra) hasta Dieppe (Francia). Desde allí fueron hacia París vía Ruan, donde Robert quedó fascinado por un puente colgante que subía y bajaba con la marea. El trayecto hacia Ginebra les llevó a conocer otras ciudades, entre ellas Moulins y Lyon. Durante el tiempo que estuvieron de viaje, hablaron en francés continuamente y recibieron diversas clases, no solo en francés, sino también en latín. Además, realizaron diversas traducciones en ambas lenguas. Estudiaron historia, retórica, lógica, matemáticas, diseño de fortificaciones e, incluso, geografía, basada en la obra Le Monde, de Pierre d’Avity. Como era de esperar, profundizaron en sus estudios del Antiguo y el Nuevo Testamento, estudiaron el Catecismo de Calvino, rezaban dos veces al día y acudían a la iglesia dos veces por semana. Todo en el ambiente moralista que deseaba el padre y que Marcombes compartía de motu proprio. Sin llegar a ser excesivamente desmedidos, las condiciones de vida en cuanto a dieta y vestimenta fueron bastante buenas, tal como se extrae de la correspondencia entre el tutor y el padre. Por las cartas se sabe también que dedicaban algún tiempo a actividades de recreo, como jugar al tenis, la equitación, el baile, la esgrima y las lecturas personales, que en el caso de Boyle solían ser romances.

No solo disfrutaron de estos momentos rutinarios de expansión: la recompensa al duro trabajo intelectual se haría material en un viaje a Italia a principios de 1641. Pero la situación religiosa no era la más adecuada para dos jóvenes protestantes, así que se sustituyó por un viaje a la región de Saboya, debido a que tantos meses seguidos en Ginebra empezaban a hacer mella en los chicos. Sería durante esta breve estancia cuando Boyle experimentó un cambio sustancial en su visión de la vida. Cuenta en el Philaretus que se despertó en mitad de una noche de tormenta, y fuera de la casa donde residían se escuchaban los truenos con violencia, el viento sacudiendo los árboles y la oscuridad se interrumpía con la cegadora luz de los relámpagos. Dada su falta de experiencia en este tipo de fenómenos, estaba verdaderamente asustado. Esa noche afloraron en su mente todo tipo de contradicciones referentes a su fe y vinieron ecos del estado de «melancolía» de sus años en Eton. Su decisión fue clara, entregarse en cuerpo y alma a una vida más religiosa. Y así fue: aunque este relato no vuelva a aparecer en ninguna carta ni escrito, todo su programa científico tendría siempre el telón de fondo de su compromiso cristiano, lo cual no es óbice para que sus estudios tuvieran siempre una postura crítica y objetiva. El prometido viaje a Italia no se cancelaría, simplemente se pospuso, pues en septiembre del mismo año comenzaron su periplo por Italia, pasando, entre otros lugares, por Venecia, Florencia y Roma.

En el invierno de 1641-1642 leyó La vida de los filósofos, del historiador griego Diógenes Laercio (siglo III d.C.), obra que lo recondujo a la senda de la filosofía estoica, que estaba calando fuerte en la Europa de la época, aunque luego la rechazaría. También las Cuestiones naturales, de Séneca (4 a.C.-65 d.C.), tuvieron una gran influencia en Robert, e incluso llegaría a citar la obra en su libro La utilidad de la filosofía natural (1663), más de veinte años después, cuando ya era un reconocido experimentador. Aprendió italiano del propio Marcombes y así pudo leer los trabajos de Galileo, de cuya muerte tuvo noticias justo cuando pasaban por Florencia. En el Philaretus describe que estuvo en Florencia coincidiendo con el Carnaval y vio algunas cosas que no le gustaron, en especial la visita a los burdeles de la ciudad, ante lo cual protestó a Marcombes porque pretendía mantener su castidad. En marzo de 1642 llegaron a Roma, donde presenciaron un oficio por parte del papa Urbano VIII y quedó impresionado por el tipo de culto. La vuelta la hicieron desde Livorno a Génova y de ahí a Marsella. En todo el recorrido por Italia se hicieron pasar por jóvenes franceses por miedo a represalias, y era tal su pronunciación que consiguieron pasar desapercibidos.

Mientras los hermanos iban de ciudad en ciudad por Italia, se fue forjando un problema político grave en Inglaterra: el 23 de octubre de 1641 estallaba la conocida como revolución irlandesa de 1641. Este hecho, unido a la crisis que sufría Inglaterra, dejó su marca en la situación financiera familiar. El conde de Cork pidió a Marcombes que regresara con sus hijos a Irlanda o que los enrolase en el ejército en Holanda. Mientras que Francis cumplió con los deseos del padre —recordemos que había dejado en Inglaterra a su esposa—, Boyle se quedó en Ginebra con Marcombes durante dos años más. Con tan solo quince años de edad, no tomó a bien la propuesta del padre, al que de hecho no volvería a ver, pues Richard falleció el 15 de septiembre de 1643. Por otra parte, su hermano Lewis ya había perdido la vida en la batalla de Liscarroll.

El mapa muestra las ciudades más importantes que visitaron Francis y Robert Boyle en el Grand Tour por Europa tutelados por Marcombes, su preceptor.

Este lapso de tiempo es una época poco documentada en la vida de Robert. Sin embargo, podemos afirmar que sus intereses por la ciencia dieron comienzo en ese período, pues hay escritos en los que relata los efectos de un terremoto y la fermentación de licores. Son pequeños flashes que se van grabando en la memoria de un futuro maestro de los experimentos. Estas referencias escritas provienen de la propia mano de Robert: se trata de una libreta de ejercicios datada en 1643. Es interesante resaltar que en ella se han encontrado tablas de calendarios, diagramas de los cuatro elementos y del universo ptolemaico. El resto de la libreta está plagado de observaciones teológicas y morales, en francés y en inglés, aunque también se observan algunas anotaciones matemáticas, como problemas, definiciones e instrucciones sobre medidas de tiempo y distancia. A pesar de que las matemáticas no ocuparon ni mucho menos la mayoría de su tiempo de estudio, en la sección sobre medidas de longitudes cita el Elementale mathematicum (1611), del enciclopedista protestante Johann Heinrich Alsted (1588-1638). El documento también contiene partes dedicadas a fortificaciones holandesas, lo que constata algo que contaría más tarde, que había escrito un tratado sobre fortificaciones en su juventud.

LAS GUERRAS DE LOS TRES REINOS

Retrato de Carlos I de Inglaterra por Anthony van Dyck, 1640.

Las guerras de los Tres Reinos (o de las tres naciones) fueron un conjunto de conflictos interconectados que tuvieron lugar en Inglaterra, Irlanda y Escocia entre los años 1639 y 1651, es decir, durante la infancia y la adolescencia de Robert Boyle. El período está dentro del tiempo en que gobernó Carlos I de Inglaterra, el conocido como Reinado Personal, que reunía el control de los tres países, entre 1629 y 1640. Estos conflictos fueron los siguientes: la guerra de los Obispos (1639-1640), la guerra civil escocesa (1644-1645), la rebelión irlandesa (1641), la Irlanda confederada (1642-1649) y la conquista de Irlanda por Cromwell (1649), y las guerras civiles inglesas (primera: 1642-1646; segunda: 1648-1649, y tercera: 1650-1651).

Boyle regresó a Inglaterra en el verano de 1644, convertido en una figura sofisticada y francófona. Contaba con la experiencia de cuatro años en el extranjero, algo que la inmensa mayoría de los jóvenes de su edad no tenía debido a que se veían obligados a trabajar. Al llegar a la casa londinense de su hermana Katherine, lady Ranelagh, sus parientes lo confundieron con un francés por su vestimenta y su acento. Incluso Katherine no supo reconocerlo en un primer momento. Allí permanecería durante casi cinco meses.

EL CÍRCULO DE HARTLIB

Cuando Boyle regresó a Inglaterra, la guerra civil ya llevaba algo más de dos años de recorrido. En julio de 1644 el ejército parlamentario ganó una decisiva victoria sobre las tropas realistas en Marston Moor, lo cual no era más que un presagio de su victoria final. Londres se había convertido en un centro de parlamentarios, y la corte real se había desplazado a Oxford. Lady Ranelagh, es decir, Katherine, había sido testigo directo de todos los acontecimientos, puesto que su cuñada Margaret era la esposa de sir John Clotworthy, uno de los líderes políticos parlamentarios del momento. Además, compartían casa en Londres, parece que en Holborn.

Hay evidencias de que a finales de 1644 Robert se instaló en la casa solariega de Stalbridge, que sería su residencia principal durante una década, con algunos viajes a Londres (principalmente), Bristol y Cambridge. Volvió a Francia en 1645, posiblemente para saldar una deuda con Marcombes, pues tuvo que hacerse cargo de los pagos paternos no efectuados por problemas de envío a causa de la guerra en referencia a los últimos meses de su estancia en Francia. Más adelante, en 1648, iría a los Países Bajos, a visitar a su hermano Francis y su esposa, que residían en La Haya. En su paso por Ámsterdam conoció a intelectuales judíos y cristianos. De este viaje cabe destacar su descubrimiento del funcionamiento de una cámara oscura (figura 1), que le permitió ver proyectada la ciudad de Leiden mediante el uso adecuado de distintas lentes. Este encuentro con la óptica fue el causante posiblemente de que en el futuro dedicase parte de su tiempo a realizar experimentos sobre el color.

Tras esta etapa de acumulación de vivencias vendría un período de tranquilidad y reposo, sobre todo sabiendo que en Inglaterra tenía asegurada una renta anual de 3000 libras, podía vivir holgadamente y dedicarse a sus aficiones, que irían dando un giro gradual en los siguientes años. En los comienzos de su etapa en Stalbridge se mostró preocupado por la ética y la búsqueda de la virtud, tema con el que comienza uno de sus múltiples tratados sobre ética, algunos de los cuales fueron escritos en esta época. En este período temprano se deja notar la influencia de la lectura de los romances y la filosofía estoica, en textos que exhalan moralidad; se trata de una continua lucha contra sus «delirios» de juventud y una afanada búsqueda de los más altos objetivos intelectuales, de autoconocimiento y de disciplina. Está claro que estamos ante un Boyle ingenuo, primerizo, pero que está a punto de alcanzar la madurez. Prueba de ello es su escrito Philaretus, la autobiografía ya mencionada, escrita entre 1648 y 1649, y que da muestras de una madurez real, hablando de sí mismo en tercera persona y haciendo esfuerzos por mostrarse objetivo. De hecho, se denomina a sí mismo Philaretus, que deriva del término griego antiguo que podría traducirse como «el que ama la virtud».

Hacia la mitad del siglo, Robert comenzó a tener contactos serios con el mundo de la filosofía y de la ciencia, que le llevarán, irremediablemente, hacia la fama como experimentador y a dejar su nombre grabado en la historia de la ciencia. Tal vez uno de los detonantes sea el contacto que mantuvo con Samuel Hartlib (1600-1662), en torno a 1647, a tenor del prolífico epistolario entre ambos intelectuales. Hartlib era un contertulio usual en las reuniones en la casa londinense de lady Ranelagh, mujer interesada por las conversaciones intelectuales y científicas. Sin embargo, no se trataba de un contertulio más.

El funcionamiento básico de una cámara oscura consiste en la proyección de imágenes en un recinto totalmente oscuro y cerrado excepto por un orificio pequeño, que es por donde penetran los rayos luminosos que se proyectan en la cara opuesta al agujero, dando como resultado la inversión de las imágenes captadas. Las cámaras oscuras que proyectan las imágenes de ciudades solían disponer de un juego de lentes para mejorar la proyección.

BOYLE EN LOS SELLOS