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En 2014, cuando la negociación entre el Estado colombiano con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tomaba rumbos tan interesantes como problemáticos, un grupo de investigadores lideró una alianza estratégica con docentes de distintas áreas disciplinares y de diversas universidades, con el fin de iniciar un proyecto editorial de largo aliento que se concebía más como un "programa de investigación" y cuyo objetivo consistía en aportar estudios y reflexiones sobre los retos que, como sociedad, tenemos en la construcción de paz y en la tramitación no violenta de nuestros conflictos socioculturales, políticos y económicos. Desde esta dinámica, el proyecto editorial en mención materializó sus resultados a través de tres insumos. Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia (2014), Perspectivas multidimensionales de la paz en Colombia (2015) y Esta guerra que se va… territorio y violencias; desigualdad y fragmentación social (2017). Un acumulado de 1200 páginas escritas, distribuidas en 34 capítulos con aportes de 38 autores sobre las más diversas temáticas (prácticas políticas y modelo económico, retos del posconflicto, escenarios para la transformación del conflicto, el rol de la cultura, régimen político, sociedad civil, territorio, drogas, fuerzas armadas, actores sociales, pedagogía de la paz y comunidad internacional). En esta oportunidad, se presenta La Colombia del posacuerdo: retos de un país excluido por el conflicto armado, una apuesta investigativa e intelectual que revela la emergencia de distintos individuos y colectivos que comienzan a pujar por la visibilización de sus demandas, los apoyos y las resistencias que tienen al modelo de paz que se construyó en cinco años de negociación y posiblemente, lo más problemático, pero más interesante, la pregunta de cómo podremos reconstruir el tejido social, ausente y silenciado por los ruidos de la guerra y la exaltación conveniente a la represión y al odio.
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La Colombia del posacuerdo:
retos de un país excluido por
el conflicto armado
© Universidad Distrital Francisco José de Caldas
© Centro de Investigaciones y Desarrollo Científico
© Ricardo García Duarte, Jaime Andrés Wilches Tinjacá, Hugo Fernando Guerrero Sierra, Mauricio Hernández Pérez (Editores)
Primera edición, julio de 2018
ISBN: 978-958-787-023-7
Dirección Sección de Publicaciones
Rubén Eliécer Carvajalino C.
Coordinación editorial
Miguel Fernando Niño Roa
Nathalie De la Cuadra
Corrección de estilo
Nathalie De la Cuadra
Edwin Pardo Salazar
Miguel Fernando Niño Roa
Diagramación
Astrid Prieto
Diego Abello Rico
Diseño de cubierta
Diego Abello Rico
Editorial UD
Universidad Distrital Francisco José de Caldas
Carrera 24 No. 34-37
Teléfono: 3239300 ext. 6202
Correo electrónico: [email protected]
La Colombia del posacuerdo : retos de un país excluido por el conflicto armado / Ricardo García Duarte y otros. -- Bogotá: Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2018.
598 páginas ; 24 cm. -- (Colección ciudadanía y democracia)
ISBN 978-958-787-023-7
1. Conflicto armado - Colombia 2. Postacuerdos de paz - Colombia 3. Proceso de paz – Colombia 4. Acuerdos de paz - Colombia I. García Duarte, Ricardo, autor II. Serie.
303.6609861 cd 21 ed.
A1596601
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Todos los derechos reservados.
Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Sección de Publicaciones de la Universidad Distrital.
Diseño epub:
Hypertexto – Netizen Digital Solutions
CAPÍTULO A MANERA DE PRÓLOGO
Entre la guerra que se va y la paz que no llega
Ricardo García Duarte
INTRODUCCIÓN
De la paz signada hacia los retos de un país excluido por el conflicto armado
Mauricio Hernández Pérez
Jaime Andrés Wilches Tinjacá
Hugo Fernando Guerrero Sierra
PRIMERA PARTE
LA INSTITUCIONALIDAD DE LA PAZ
Transformaciones críticas de la ruralidad en Colombia y los desafíos institucionales para la construcción de un modelo económico incluyente
Gina Paola Rico Méndez
Leslie Hossfeld
Las víctimas ante el reto de la paz: de las negociaciones al cumplimiento de los acuerdos
Néstor Calbet Domingo
De las políticas públicas del posacuerdo a la evolución institucional para una paz estable en Colombia
David González Cuenca
Ana María Montes Ramírez
Carlos Antonio Pinedo Herrera
Fortalecimiento del Estado colombiano como reto clave de la construcción de paz
Javier Fernando Torres Preciado
La paz desde concepciones y discursos pontificios: Francisco y el caso colombiano
Laura Camila Ramírez Bonilla
SEGUNDA PARTE
LA REGIÓN OLVIDADA, EL TERRITORIO POTENCIADO
Minería criminal en Colombia. Necesidad de su construcción como amenaza en la agenda de seguridad y defensa del posacuerdo
Alexander Emilio Madrigal Garzón
Catalina Miranda Aguirre
Las Zonas Veredales Transitorias de Normalización como una apuesta por la transición de las FARC a la vida civil
Jhenny Lorena Amaya Gorrón
Grupos ambientales juveniles como constructores de paz ambiental: caso Brigada Ambiental de la Policía Nacional en Leticia (Amazonas)
Emilmar Sulamit Rodríguez Caldera
Douglas E. Molina O.
Ana Milena Molina
Espacialidades de resistencia en Colombia: el pacto de paz de los indígenas de Gaitania (Tolima) y la construcción de territorialidades campesinas en los Llanos del Yarí
Erika Andrea Ramírez
Camilo Ernesto Gómez Alarcón
Prácticas de memoria y paz de las víctimas del conflicto armado en Tumaco (Nariño)
Karen Betancourt
José Luis Foncillas
Freddy A. Guerrero
TERCERA PARTE
EL ACUERDO Y SUS PARTES, LA PAZ Y SUS ACTORES
Funciones y retos de la sociedad civil organizada “pro-paz” en el escenario de vida cotidiana en Colombia
Mauricio Hernández Pérez
Jaime Andrés Wilches Tinjacá
Reflexiones para el escenario del posacuerdo: desencuentros con la política de reintegración social y económica en Colombia a través de las voces de sujetos desmovilizados entre 2008-2016
Marisol Raigosa Mejía
Alba Lucía Cruz Castillo
Las variables psicológicas y su incidencia en la expansión de capacidades esperadas en el proceso de reintegración del conflicto armado en Colombia
Marcela Gaitán Forero
Luz Dary Sarmiento
Lucas Uribe Lopera
Los retos de la justicia contencioso administrativa ante el desplazamiento forzado.
En busca de razones para una jurisdicción especial de víctimas
Miguel Andrés López Martínez
La asociatividad en la construcción de paz en Colombia
Amanda Vargas Prieto
Marcos, aprendizaje social y la percepción de justicia en el proceso de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC
Claudia M. Pico
Álvaro A. Clavijo
CUARTA PARTE
COMUNICAR LA PAZ: HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL RELATO NACIONAL
Estilo de liderazgo de Uribe y Santos: ¿rasgo de la personalidad o estrategia política?
José Manuel Rivas Otero
Una paz ¿colombiana?, imaginarios políticos reforzados por los medios de comunicación
Nathalia Bonilla Berríos
Reflexiones sobre el conflicto armado en Colombia a partir del cine
Martín Agudelo Ramírez
¿Cómo nos estamos comunicando? El reflejo de las interacciones sociales en el humor memético colombiano
Irene del Mar Gónima Olaya
QUINTA PARTE
LA PAZ, UN ASUNTO LOCAL, UNA PREOCUPACIÓN GLOBAL
De Plan Colombia a Paz Colombia: el abordaje al conflicto armado desde la subordinación selectiva en las relaciones Colombia – Estados Unidos y el neoconservadurismo en la política exterior estadounidense
Hugo Fernando Guerrero Sierra
Camila Andrea Fúquene Lozano
Federico Lozano Navarrete
La triple frontera entre Colombia, Brasil y Perú. Una mirada en torno al posacuerdo desde la seguridad ambiental
María Eugenia Vega
Hadrien Lafosse
Implementando la paz: la ONU y el monitoreo del acuerdo de La Habana
Alexander Arciniegas Carreño
Notas al pie
Ricardo Garcia Duarte*
Clausewitz, ese maduro y discreto príncipe del análisis de las guerras, sentenció, calculador y prometedor, la advertencia de que si sus protagonistas quisieran aniquilarse mutuamente, no por ello se convertirían en los ilusorios jugadores entregados in abstracto a los golpes que se propinan. Decía a este respecto el tratadista:
Si, ateniéndonos estrechamente a los absolutos, tratásemos de eludir todas las dificultades mediante una simple afirmación, manteniendo desde un punto de vista estrictamente lógico que es menester estar siempre dispuesto a todo y a hacer frente a este extremo con un empeño, rayano en el paroxismo, nuestra afirmación no pasaría de letra muerta sin aplicación en el mundo real. Aun admitiendo que este extremo del esfuerzo constituye un absoluto fácil de descubrir, no por ello no dejaríamos de reconocer que el espíritu humano difícilmente se sometería a semejantes fantasías lógicas. (1972, p. 15)
En efecto, no es el intercambio de mandobles en un juego fútil y descontextualizado algo que se libre por cada uno de los contendientes, al margen del equilibrio de fuerzas, sin consideración a la relación entre ataque y defensa; por lo demás, sin conexión con las circunstancias, las de lugar y las de tiempo; esas que ofrece la sociedad y la cambiante historia.
De ahí que el general prusiano, el mismo que combatiera en las guerras napoleónicas y que por cierto cayera prisionero en Francia —gran observador de los ejércitos y las estrategias, inspirador de un Lenin arrebatado pero frío planificador— teorizara en el sentido de que si bien la guerra era claramente un juego de elevado nivel, hecho a la vez de razón y pasión, era también un campo de cálculos; esos a los que tienen que consagrarse los generales en sus mediciones y meditaciones nocturnas, y que giran seguramente alrededor de sus fuerzas, las morales y las materiales; las anímicas y las geopolíticas; alrededor de cómo está la cohesión de su vanguardia y qué tan amplias son sus reservas y duraderos sus recursos.
Pero, además, deben conjeturar sobre las condiciones del enemigo; sobre la calidad y cantidad de sus recursos. Estos cálculos tienen que ser circunstanciados, condicionados, acercarse a las hipótesis más plausibles; al menos, así tendrían que hacerlo, en los límites de su información y de sus conocimientos a propósito de los teatros de la guerra. De estas consideraciones, en verdad sutiles sobre la inteligencia que deben tener los que dirigen los enfrentamientos bélicos, surge lo que podría ser denominada su teoría acerca de la doble lógica en la guerra.
En una guerra de corte clásico, esa que se libra entre ejércitos convencionales, coexisten dos lógicas; en otras palabras, dos formas racionales de abordar el enfrentamiento armado y de perseguir el fin último de la victoria. La una dicta el desenvolvimiento de los golpes mutuos, es la que podría ser llamada la lógica general-abstracta; la que solo mira el aniquilamiento del otro. Es apenas normal pensar que en ese estado en el que dos enemigos quieran liquidarse mutuamente, la dinámica que los empuje uno frente al otro sea la de propinarse un golpe sí y otro también, y que, i los dos hacen lo mismo se produzca inevitablemente el efecto de escalada; ese que el propio Clausewitz llamara “la ley de los extremos”; la del crecimiento de los golpes mutuos, cada vez más grandes y siempre más intensos y demoledores. Es, para decirlo de un modo coloquial, la lógica más lógica. Así lo hace notar Raymond Aron, en la interpretación que hizo de la teoría de la guerra, con su obra Clausewitz, penser la guerre, un libro enjundioso sobre la dialéctica y la perspicacia de nuestro general prusiano, el más notable pensador moderno sobre la guerra.
Esta es un gran juego, uno de aquellos a los que más se acomoda el ser humano; un juego en el que al mismo tiempo se despliega íntegra la inteligencia del uno frente al otro; toda su racionalidad en la utilización de los recursos. En dicho juego se pone a prueba la inteligencia estratégica del ser humano, la de la acción calculada frente al otro para reducirlo. A lo cual esto último responde del mismo modo. De ahí el principio de la polaridad y la espiral en ascenso; y, por cierto, la dificultad enorme para que los contendientes paren de pronto el enfrentamiento bélico, pues con razón muchos han dicho que la gente sabe cómo y cuándo empiezan las guerras, pero no cómo ni cuándo terminan. Es una suerte de ley inexorable: aparentemente la lógica más lógica.
Pero no es la única que el monstruo lleva en sus entrañas y a veces, tampoco, la más importante. El engendro de la muerte, ese que está animado mutuamente “por la intención de hostilidad”, el que no conoce “límite alguno en la manifestación de la violencia”, no es solo una fantasía, aunque los guerreros suelen fantasear con el aniquilamiento del otro, en el danzante ritual de la destrucción.
Solo que sus jefes también tienen la obligación de dejar de soñar por momentos y someter, al cálculo de las sumas y restas, sus muertos y el agotamiento de sus tropas; también el hambre y la economía, y las maniobras para evitar el desastre final; después de que, mirando hacia atrás, las reservas evidencien agotamiento y los aliados se tornen esquivos.
Estos últimos, y los recursos y las geografías previstas para los repliegues, y la producción material que evite el desfallecimiento colectivo y dé para alimentar los frentes y proveer las armas conforman los accidentes, son los elementos, de cuyo comportamiento emanan las contingencias. Las de, por ejemplo, una férrea defensa en el enemigo que haga inocuas las ofensivas; las contingencias de la voluntad y las de la sostenibilidad material. Son los accidentes de la historia; el material del que está hecha esa realidad que, según Clausewitz (1972), encierra las “dos cosas que pueden reemplazar la imposibilidad de resistir y que pueden dar lugar a móviles de paz”; “en primer término, la improbabilidad del éxito, y en segundo lugar, el precio excesivo que haya de pagarse por él” (p. 42). Son las circunstancias históricas que vuelven difícil, si no imposible, el hecho de que los guerreros se entreguen a los combates como si apenas fueran la carne de cañón, el soporte de una mera obsesión sin horizontes. Se trata de la lógica histórica-concreta.
Esta condición (dimensión sincrónica) de las líneas lógicas, en las que se mueve la guerra, obra como un polo a tierra frente a las derivas de las meras fantasías, que toman vuelo en unos combates prolongables ad infinitum. Se convierte en un antídoto contra el veneno representado en unos riesgos, a los que empuja la sola pasión, uno de los motores de los ejércitos contra sus enemigos, algo que por otra parte podría parecerse también a una operación reduccionista, agotable en la sola acción de golpear y pretender así ganar.
No hay que olvidar que los jefes políticos y los estrategas están obligados a preservar las fuerzas, a veces, cuando estas últimas se resienten tanto que no hay más remedio que “salvar los muebles”, como reza el adagio popular, para indicar que una persona rescata el mínimo de sus haberes, con el fin de sustraerlos a las consecuencias del naufragio. En la guerra, a veces valen más un retroceso o una pausa en las hostilidades que la continuación de los combates, desde el dictado de las ambiciones que enciende la posibilidad del triunfo.
El solo efecto de escalada, el que se desprende de la racionalidad de los golpes mutuos, puede ciertamente conducir las cosas a la victoria de uno de los dos contendientes. Aunque suele suceder que los golpes del uno y del otro se prolonguen sin romper su equilibrio de fuerzas, o que la defensa del uno sea tan contundente que vuelve ineficaz los ataques del otro. Son razones por las que el resultado se enreda en un desgaste para ambos, sin un horizonte de solución en los campos de batalla.
Por otro lado, la suerte del enfrentamiento armado, largo y envolvente, posiblemente lleve a las debilidades de uno de los contrincantes; de modo que a sus jefes les estalle en las manos el siguiente dilema: por una parte, continuar con las armas, pero sucumbir a una probable derrota o a daños severos en sus filas; por otra parte, que prefiera abandonar el proyecto de derrotar a su enemigo —el objetivo mayor—, pero que al mismo tiempo preserve lo fundamental de sus fuerzas.
Por supuesto, cabe también la posibilidad de una mezcla de las dos situaciones; a saber, que haya un empate muy prolongado, con el consiguiente desgaste de los dos bandos, y que a la vez se acentúe el peligro de pérdidas serias para uno de ellos. Son, en todo caso, las circunstancias en las que se impone un sentido más razonable y a la vez más intenso de la realidad. Así, la lógica históricaconcreta compite con mayores posibilidades frente a la lógica abstracta, en ese juego complejo de la guerra. Es cuando se abre el margen para las treguas, según el pensamiento de nuestro general y teórico Clausewitz. Entre tanto, la sucesión de estas llega a abonar el terreno para acuerdos mayores, en función del término de la guerra, sin que necesariamente finalice con la derrota total de uno de los enemigos. Ha dicho Clausewitz (1972):
Cuanto más frecuentes sean los periodos de inacción, tanto más rápidamente podrá ser reparada una falta, tanto mayor firmeza adquirirán las hipótesis del comandante, y, por consiguiente, tanto más acá de la línea de los extremos se mantendrá este, fundando toda su actividad sobre probabilidades y conjeturas. (p. 27)
En la medida en que se imponga esa precaución de evitar unos riesgos más grandes que los habituales, en esa misma medida en que impere la lógica de los cálculos nacidos de las contingencias históricas, se hará posible la apertura de negociaciones.
Así, la coexistencia de las dos lógicas de la guerra —la abstracta y la histórica—, abre el camino para su fin; bien por medio de la derrota de uno de los enemigos o por una solución negociada.
Esta alternativa, prevista en la teoría de Clausewitz y destacada por Aron, cabe naturalmente para las guerras convencionales, pero también para los conflictos internos de carácter asimétrico, los que tienen lugar entre un Estado y un grupo insurgente de cualquier naturaleza ideológica que sea, especialmente si se trata de una guerrilla con aspiraciones de poder; tanto más si no está inclinada al fundamentalismo religioso o nacionalista, casos en los cuales la negociación aparece más lejana y brumosa.
Hay, quizá, dos motivos por los cuales una fuerza insurgente llega a contemplar la negociación como método para finalizar el enfrentamiento armado. Uno es el estratégico; otro, el propiamente político.
El primero, que concierne a la correlación de fuerzas, resulta del propio conocimiento del grupo insurgente, que de ese modo visualiza un horizonte de equilibrio frente al Estado. En esas condiciones, amplía sus posibilidades estratégicas, pero se expone a los golpes que provienen de aquél, a la respuesta del aparato armado oficial. Además, comienza a tropezar con el progreso de la sociedad urbana y con las lealtades que el sistema político dominante suscita entre los ciudadanos, por medio de las elecciones que pone en acción periódicamente para la renovación de las autoridades.
El otro campo de motivos nace de la política. Si el grupo insurgente no se reduce, en la repetición de sus acciones, a la inclinación militar, y en cambio conserva un discurso alrededor de la conquista de poder y un programa en esa misma dirección, entonces mantiene un proyecto provisto de una razón política y no solo militar. Así, hace intervenir en cualquier momento ese factor del cálculo sobre el peso de las contingencias históricas; esto es, el conjunto de consideraciones, a propósito de la preservación de sus fuerzas. Con esto, podrá mantener sus estructuras en función de los objetivos últimos, sin arriesgar, dadas ciertas situaciones-limite, la existencia de su proyecto, por las solas ambiciones de un militarismo fatuo, un practicismo de repeticiones estériles en la acción guerrillera; pero ya sin posibilidad alguna de legitimación creciente.
Tales fueron las condiciones que dieron lugar al hecho de que después de un “interminable” conflicto armado entre la guerrilla más antigua de América Latina y el Estado colombiano estas dos fuerzas se avinieran a una negociación que puso fin con relativa rapidez a esa suerte de conflicto asimétrico, en el que ambas partes comprometieron con intensidad sus “intenciones de hostilidad”. Un conflicto armado que nunca alcanzó las dimensiones de una guerra civil, pero que provocó la multiplicación de actores violentos y la degradación de los enfrentamientos con unas consecuencias que desvirtuaron ampliamente la vigencia de los derechos humanos, en un nivel tal que los homicidios y asesinatos, los secuestros y las extorsiones, los despojos y los desplazamientos forzados fueron crímenes que efectivamente alcanzaron por décadas unos niveles de tal elevación, que bien pudieron asociarse a la conflictividad y a la virulencia de una guerra civil, en cualquier otro lugar del planeta. Fueron las dimensiones devastadoras de un conflicto armado, mostradas en el informe ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad, del Centro Nacional de Memoria Histórica (2013).
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) incrementaron notablemente su potencia militar y su implantación territorial entre 1982 y 2002. Fueron años en los que sus frentes y sus bloques se consolidaron, con la extensión de su presencia en casi todas las grandes regiones del país, y con una movilidad táctica que llevó al grupo a nuevos alcances estratégicos, los de una guerra de movimientos, algo que le hizo vislumbrar una nueva etapa estratégica para ocupar terrenos cerca a algunas de las grandes ciudades, incluida de un modo particular Bogotá.
Después de sus errores políticos en El Caguán, entre 2000 y 2003, cuando sus jefes no mostraron una voluntad firme para comunicar confianza a unas conversaciones que finalmente terminaron sin el más pequeño resultado positivo, el grupo guerrillero comenzó a sufrir severos golpes que, cinco años después, tocaron letalmente a los propios miembros de su secretariado general. Para 2008, además de sufrir la baja de Raúl Reyes, las FARC habían sufrido la desarticulación completa de los bloques que operaban en las regiones central y del Caribe. Al mismo tiempo, se vieron obligadas a replegarse en algunas líneas fronterizas y selváticas del territorio nacional, hasta cuando reiniciaron su recuperación, mediante el regreso a la clásica guerra de guerrillas. Con esta última recuperaron su movilidad, una situación táctica que les permitió retomar su capacidad de ofensivas puntuales, mediante una guerra de hostilizaciones, y así multiplicaron sus asaltos, no masivos, pero en todo caso frecuentes, sobre todo en la franja occidental del país.
Con todo, ya habían perdido su apuesta de carácter estratégico. En adelante, no podrían aspirar a implantaciones territoriales extensas y menos a rodear las principales ciudades; tampoco a sostener combates duraderos con las fuerzas del Estado. Incluso, en medio de su recuperación a través de la guerra móvil de guerrillas y de su dispositivo de hostilizaciones múltiples, experimentaron el acoso que les representaban los bombardeos aéreos de las Fuerzas Armadas, dirigidos contra sus campamentos; una operación múltiple que les dificultaría cualquier posibilidad para agrupar contingentes guerrilleros, en función de asaltos masivos.
La obturación de sus horizontes estratégicos puso a las FARC ante el siguiente dilema: por una parte, continuaban la lucha armada sin perspectiva alguna de avances sustantivos; por otra parte, abordaban una negociación que les permitiera la solución política de la guerra, para revalorizar las posibilidades de representación y legitimación, proporcionadas por la razón política de su proyecto, aunque esta hubiese estado sofocada por la persistencia del militarismo y sus acciones durante décadas. Ahora bien, la recuperación de su movilidad y de su hostilidad, lo mismo que la protección de las estructuras básicas, eran componentes que las convertían en un factor permanente de perturbación, base para la prolongación del conflicto interno.
En la otra orilla, en la trinchera opuesta, la del Estado, pudo aparecer un sector de las élites sensibles a las posibilidades que encierra una negociación, si al mismo tiempo se detectaban tendencias en la guerrilla favorables a una resolución política. En efecto, desde la instalación de su Gobierno en 2010, Juan Manuel Santos, a pesar de ser elegido con el apoyo del expresidente Álvaro Uribe Vélez —el mismo de la seguridad democrática—, permitió ver su disposición para dejar abiertas las puertas de la paz. Las circunstancias pasaban a ser favorables a la exploración del terreno para unas negociaciones con la guerrilla, lo que efectivamente se comenzó un tiempo después, con tanta prontitud como discreción. Fue un primer paso que dio como resultado la confección de una agenda que contenía explícitamente el propósito de terminar el enfrentamiento violento, lo que significaría, sin más, la deposición de las armas por los insurgentes; naturalmente después de que se hiciera la negociación. Además, incluía un catálogo limitado de concesiones que las élites razonablemente garantizarían en función del programa de reivindicaciones levantadas por los insurgentes; tanto más materializables, puesto que hacían parte de la deuda social y política con los sectores más empobrecidos de la sociedad.
Durante las negociaciones, llegó el momento en el que las FARC decretaron una tregua unilateral, renovable, lo que políticamente creó un clima de confianza que fue consolidado un tiempo después con el gesto correspondiente del Gobierno, el que, sin dar muestras de debilidad, ordenó a la Fuerza Aérea suspender los bombardeos, cuyo blanco eran los campamentos guerrilleros.
Estas dos medidas constituyeron movimientos dentro de una lógica de cooperación, la cual retroalimentaba la disminución del enfrentamiento armado. Mientras tanto, se congelaban la polarización y el efecto de escalada en el teatro de los combates, en el de las emboscadas y los bombardeos. Esto favorecía la intensificación de las negociaciones como espacio del intercambio de concesiones, aún si estas encontraban obstáculos casi insuperables, por la energía con la que cada uno de los actores defendía en la mesa algunas posiciones sobre temas particularmente sensibles.
La agenda en las negociaciones era precisa, estaba bien delimitada; pero no por ello era fácil de tramitar, pues tenía puntos con viejas reivindicaciones de la guerrilla, relacionadas con los cambios sociales siempre aplazados, “huesos duros de roer” por algunos sectores del establecimiento, habitualmente reacios a la modificación de ciertas estructuras, como las que tienen que ver con el régimen sobre la propiedad de la tierra en el mundo rural.
De entrada, un punto como este último, el primero de la agenda, aparecía con ribetes de complicación. Sin embargo, el tema fue evacuado sin grandes traumatismos, con el acuerdo inicial de que el Estado constituiría un banco de tierras, para propiciar la redistribución de tierras entre los pobladores más vulnerables del campo, una operación que tenía un antecedente favorable en la Ley de Víctimas y Tierras de 2011, la misma que facilitaba algo parecido, por la vía de la recuperación en beneficio de las víctimas del despojo.
Tampoco el tema de la ampliación de la democracia y menos el punto del narcotráfico y los cultivos ilícitos fueron problemas que hicieran tardar desesperanzadoramente la negociación.
El aspecto que, por el contrario, representó una insufrible dificultad para que las partes se allanaran a un consenso fue el de la justicia que se debía aplicar contra los insurgentes responsables de crímenes y delitos atroces cometidos durante el conflicto armado, antes de que ellos pudiesen acceder a la legalidad.
Varios obstáculos se alzaban en este diferendo que resultó el más sensible, y que en el pasado se solucionaba despachando el asunto por medio de indultos y amnistías. Ahora, los obstáculos estribaban en las posiciones políticas que pudiesen emerger entre las partes y, sobre todo, las limitaciones provenientes del contexto, que intervenían como efectos de constricción en los campos jurídico y moral.
En un comienzo, la guerrilla mostró una posición negativa frente a la justicia transicional, a la que no se acogería por considerarla una exigencia de rendición. Su fuerza en el terreno de la guerra no era, sin embargo, suficiente para mantener una posición que conduciría a un callejón sin salida o, en todo caso, a empujar al Gobierno a una posición insostenible, dados los compromisos internacionales del Estado colombiano.
En la imposibilidad de que el Gobierno cambiara de posición, radicaba una de las constricciones insuperables del entorno, sobre todo del jurídico, representado en la Corte Penal Internacional, la cual no aceptaría una amnistía para los delitos atroces. Las normas internacionales que han surgido del Tratado de Roma, y que dieron nacimiento a dicha corte, no permitirían simplemente este tipo de amnistías.
De ahí, entonces, que las FARC no tuvieran más remedio que aceptar la justicia transicional, a no ser que estuvieran en disposición de regresar a la guerra abierta, algo que ya parecía alejarse en el horizonte de su existencia. Esta guerrilla carecía de la fuerza para imponerle al Estado y a las instancias internacionales una amnistía total, pero tenía la suficiente capacidad de perturbación para conseguir finalmente el propósito de que, a cambio de someterse a esa justicia, el Gobierno flexibilizara su posición respecto de las penas contempladas en la que se denominaría la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
La solución, a la vez política y jurídica, fue encontrada en el terreno de esas penas, con la famosa determinación de que estas no implicarían una privación, sino una restricción de la libertad, un beneficio muy generoso; eso sí, concedido como un favor, condicionado por la circunstancia de que el acusado debería contar toda la verdad.
Un acuerdo de esa naturaleza —el que más dificultades entrañó ciertamente—resultó viable jurídicamente hablando; además, políticamente recogía una reclamación plausible en el arte de la negociación: que esta debía reconducir el conflicto armado a un simple enfrentamiento legal, cuestión que ha de consumarse con el tránsito del grupo subversivo al partido político. Este hecho, según lo ha reconocido el negociador Sergio Jaramillo, encierra un elemento incluyente en la negociación, favorable a la consolidación de la paz.
Las estadísticas demuestran que la paz democrática opera igualmente a la hora de salir de un conflicto armado interno. Cuanto más incluyente sea un acuerdo de paz y mientras más participen en el proceso democrático quienes antes estaban en armas, más posibilidades tiene la paz de ser “estable y duradera” (Jaramillo, 2018 p. 4 y 5).
Era por supuesto una condición a la que ayudaba esa concesión de justicia sin cárcel, de penas sin reclusión intramural.
Claro está que la determinación tomada no resolvía por entero la dimensión propiamente moral de los crímenes; la de su condigno castigo y la del resarcimiento de las víctimas. Lo resolvía, sí, en el interior mismo de los procedimientos de la JEP, pues esta incluye las penas, así sean sin privación de la libertad, pero a cambio de la verdad, de la no repetición y de la reivindicación de las víctimas, lo cual puede abrir el margen para el perdón, signo de connotaciones morales, si lo hay. Pero en estos casos se hace presente otro componente moral: el punto de vista de la opinión pública, al igual que el de los actores reales en el escenario político.
Se trata de las percepciones que tiene cada persona o de las que circulan predominantemente en la masa. Estas son resultantes de la forma como cada uno de los individuos se acerca valorativamente (o prejuiciosamente) al problema en mención; esto es, al tema de delitos atroces cometidos dentro del conflicto y al tipo de justicia dentro del que recibirán tratamiento punitivo los reos, aun si estuvieron empujados por motivos políticos. Las encuestas siempre mostraron que la mitad de la población rechazaba los acuerdos de paz, y que una clara mayoría impugnaba el hecho de que a los guerrilleros no se les diera cárcel como castigo y en cambio se les permitiera participar en política.
En tales percepciones se han mezclado, por supuesto, la legítima indignación y los prejuicios frente a una negociación que en función de la paz tiene que incluir concesiones en temas espinosos, como el tratamiento a quienes han cometido violaciones contra el derecho internacional humanitario.
Se trata de un terreno cultural donde prevalecen las representaciones y los imaginarios colectivos frente a hechos políticos; unas representaciones que son mediadas por referentes morales o por ideas preconcebidas y que, por cierto, no admiten fácilmente una valoración neutral de los hechos que construyen la esfera de lo público. Es una dimensión social en la que se combinan valoraciones morales, representaciones imaginarias, que circulan como tendencias comunes en la opinión pública.
En todo este fenómeno, hubo un hecho político notable. Este cúmulo de reacciones, este universo de percepciones, adversas particularmente a la justicia transicional y a su incorporación dentro del acuerdo con las FARC, fue rápidamente canalizado por la oposición política al Gobierno de Santos, el presidente empeñado en el acuerdo. La negociación, la justicia transicional y el acuerdo quedaron instalados muy pronto en el centro de la fractura abierta en el seno de las élites gobernantes. Una división que nació sobre todo de la imposibilidad jurídica para que el presidente Uribe Vélez fuera reelegido por segunda vez consecutiva, un hecho político que dio lugar a una sucesión presidencial inicialmente limpia, pero que muy pronto devino pedregosa y crítica, pues descoyuntó la alianza estrecha entre la clase parlamentaria y el ya expresidente de la República.
Con esto, dicho expresidente, dueño de la opinión pública, del poder ejecutivo y de la clase política, se vio obligado, ya sin esta última y sin el Gobierno, a lanzarse a la oposición y a radicalizar un discurso de confrontación; a la vez que afianzaba su anclaje en una opinión pública, a la que ya había trabajado ideológicamente en su lucha contra las FARC.
De esa manera, la fractura típicamente electoral, en el sentido de mecánica política y de control de la clase gobernante, pasó a ser la ruptura de dos bloques ideológicos, tanto arriba como abajo, en el interior de las élites gobernantes y simultáneamente entre franjas distintas de la población, una polarización en torno de las negociaciones de paz.
Surgió entonces una muy ajustada y sorprendente simetría ideológica y política; claro, inversamente proporcional, de la que emergían dos escenarios distintos: el de las negociaciones entre el Gobierno y la oposición armada de izquierda, y el de la confrontación legal llevada a cabo por la oposición y el Gobierno. Sendas lógicas se ponían en movimiento dentro de los dos escenarios, solo que en un sentido inverso: la lógica de la cooperación y la lógica de la confrontación.
A mayor acercamiento entre los enemigos dentro de las negociaciones, mayor alejamiento entre los adversarios, en el interior del establishment. Esa era la simetría en un juego de equilibrios políticos, una simetría de gran exactitud: la dinámica escalonadamente progresiva entre enemigos se desdoblaba casi al milímetro en la dinámica regresiva entre los amigos.
Se trataba de dos escenarios distintos, desde luego, en la dialéctica de las tensiones, en medio de las cuales se resuelven las aspiraciones en función del control de las decisiones públicas; en función del manejo de la representación política, y finalmente en el objetivo de controlar las riendas del poder. Por la mitad de ambos escenarios pasaba el meridiano de la paz. En la mesa de las negociaciones se definía directamente el fin de la guerra; en la otra “arena”, la apuesta era por el control de la representación política entre el Gobierno y la oposición, solo que mediado por la retórica, a menudo ideologizada, frente a esa misma paz.
Cuando el Gobierno y las FARC, después de cuatro años, finiquitaron el proyecto del acuerdo final en La Habana, los dos escenarios se dieron cita por fin en una misma “arena”, la del plebiscito. La definición por voto popular del acuerdo, metiendo a las fuerzas electorales en las definiciones, trasladaba el país político a la misma mesa de las negociaciones. Con un eventual triunfo del “Sí“, el presidente quería encontrar una base amplia de legitimidad para una negociación controversial, apenas apoyada en el mandato constitucional y en la representatividad de un Gobierno reelegido en 2014 con la promesa de sellar el acuerdo. Confiaba por supuesto en el poder de demostración, emanado de los resultados del proceso, justamente, la efectiva cancelación del conflicto armado.
En el frente contrario, la oposición política descansó sus apuestas en el cuestionamiento moral contra la JEP, asimilándola a la impunidad. A esto agregó la predica artificiosa del peligro “castrochavista”, lo mismo que el estigma de la “ideología de género”; como si estos dos últimos riesgos imaginarios hicieran parte intrínseca del acuerdo.
Al final, la demostración del cese real de los combates no sirvió para movilizar en las urnas una franja de electores que, habiendo votado por Santos para que firmara la paz, terminó más bien absteniéndose, sobre todo en la Costa Caribe. Por el contrario, un segmento importante de votos, motivado por la identidad religiosa, se desplazó, electoralmente hablando, hacia el NO, y lo hizo desde la invitación de distintas iglesias, algo que le configuró el plus necesario para que esta última opción ganara, así fuera apenas por un 0,3 %.
Santos reaccionó a tiempo, negoció con la oposición el acuerdo y luego renegoció con las FARC en La Habana. En tales ocasiones tuvo en cuenta muchas de las exigencias del “No“, 58 de las 60 que hicieron parte de una matriz diseñada por los nuevos negociadores. Los dos restantes, un par de inamovibles en las posturas de las FARC, estaban revestidas de cierta lógica, aceptable en unas negociaciones de esta naturaleza; es lo que se ha encargado de mostrar el exconsejero de paz Sergio Jaramillo (2018), del siguiente modo:
Por último, las inhabilidades. De todos los puntos de la matriz fue el único que las FARC rechazaron de tajo fundamentalmente por dos razones. Primero, de nuevo, ninguna guerrilla entra a una negociación de paz para saltar a un precipicio y desaparecer, sino para transformarse en una fuerza política legal […] Segundo, la transición ordenada a la paz requiere que los comandantes participen en política. En La Habana nos decían: ¿Cómo quieren que nosotros hagamos una transición a la vida civil si nos dejan por fuera del sistema y descabezan a la organización? ¿Qué va a pensar la guerrillerada si ve que sus líderes desaparecen del escenario? (p. 4)
En consecuencia, no se modificaba el beneficio de la restricción, en vez de la privación de la libertad, como pena para los guerrilleros condenados dentro del Tribunal de Justicia Especial; igualmente se conservó en el acuerdo la participación como partido en la arena electoral.
La Corte Constitucional le había dejado el margen al Gobierno para renegociar el acuerdo, en caso de que popularmente este no fuese refrendado. Asimismo, había contemplado la posibilidad de que en un segundo momento hubiese ratificación por parte de otra instancia legítimamente representativa.
Aunque el potencial de las urnas daría un peso mayor al nuevo acuerdo, el presidente Santos no quiso poner a prueba el prestigio del Proceso de Paz en las urnas; más bien, lo hizo ratificar por parte del Congreso. Esto, desde luego, no solucionó la fractura abierta en el interior de las élites y en el seno de la opinión pública, tal como lo siguieron atestiguando las encuestas y los discursos y caricaturas que comenzaron a hablar proverbialmente de un “conejo”, expresión vulgar para designar un engaño o un timo contra alguien.
A continuación, vendría una etapa en la que iban a surgir dos componentes igualmente significativos en todo el desarrollo del proceso; a saber, una sólida implantación del acuerdo en el orden constitucional, con vocación de durabilidad, a fin de sortear los peligros de que fuera deshecho o desvirtuado por alguno de los próximos Gobiernos; además, su implementación, por medio de leyes y reformas constitucionales de muy pronta aprobación.
Estos eran dos procesos, jurídicos y políticos, que desplazaban el centro de gravedad de las decisiones en materia de paz, en el interior del Estado, en medio del juego de equilibrios y colaboraciones entre los principales órganos de poder. Gobierno, Congreso y Corte Constitucional tendrían que intervenir activamente en esta nueva fase, una vez sellada la paz por los contendientes.
En este terreno, en el de los procesos decisionales dentro de los órganos de poder, el Gobierno de Santos contaba en principio con mayorías confortables; así sucedería al menos en el Congreso. A su turno, la Corte Constitucional contaba con una composición, dentro de la cual los “amigos” del Proceso de Paz, amigos en el sentido de entenderlo como si fuera un tratado acorde con los mandatos contenidos en la Carta Política, representaban también una clara mayoría; sobre todo, bajo la conducción de su presidenta, la magistrada María Victoria Calle.
Fue una Corte que aceptó, hasta donde pudo, la condición de carácter constitucional de la parte sustantiva del acuerdo, a fin de comunicarle una fuerza que lo pusiera a salvo de cualquier tentativa de “volverlo trizas”. Por otra parte, entre el Gobierno, la Corte y el Congreso, encontraron un mecanismo importado de otras latitudes constitucionales para materializar del modo más ágil posible la legislación que dejara las bases sentadas para la implementación efectiva de la paz. El fast track se convirtió sin duda en el motivo de un consenso entre los poderes del Estado para las decisiones especiales, esas de orden excepcional, de las que estaba urgida la paz.
Fue por esa vía, expedita pero legítima, por la que se aprobó un buen número de leyes, imprescindibles para consolidar el Proceso de Paz y para desarrollarlo en los campos de la justicia, de la democracia y de l a equidad social.
En los últimos meses de su aplicación aparecieron, sin embargo, contingencias —esos azares propios de las coyunturas en las que se mueven los partidos— que afectaron el consenso para las decisiones en el interior del Estado. En la Corte terminaron su periodo tres o cuatro magistrados que consistentemente mostraron su inclinación a favorecer el acuerdo. En el Congreso, la proximidad de las elecciones y el final del Gobierno de Santos, sin que al mismo tiempo las encuetas ayudaran mucho a los amigos del acuerdo, fueron circunstancias que empezaron a erosionar la coalición que respaldó al presidente en estos propósitos; de modo que algunos sectores comenzaron a desgranarse hacia el escepticismo o a voltearle la espalda a todo el proceso, través del ausentis mo.
Ambos factores coyunturales reforzaron el efecto de que el fast track se hizo más lento en su trámite; simultáneamente las mayorías parlamentarias se adelgazaron hasta volverse inciertas. En los estertores del fast track, cuando languidecía el periodo de su vigencia, se enredó la aprobación de las 16 curules en la Cámara de Representantes para las comunidades de las zonas más azotadas por la violencia. En apariencia, la reforma no alcanzó la mayoría requerida, razón por la cual la presidencia del Senado archivó el proyecto. Sin embargo, al descontar las sillas vacías de congresistas suspendidos o encarcelados, necesariamente bajaba el quorum, lo cual convertía a la mayoría obtenida en requisito viable para la aprobación, por lo que el proyecto debía salvarse.
En consecuencia, el asunto quedó para que lo resolvieran los tribunales; es decir, para que la determinación se dirimiera entre demandas y contrademandas. Al mismo tiempo, en ciertas regiones rurales del país, el orden público se deterioraba. En Urabá continuaba la presencia intimidante del Clan del Golfo; en el Chocó se sucedían los golpes del Ejército de Liberación Nacional (ELN), grupo que después del cese bilateral del fuego acudió a golpes terroristas contra la Policía, de forma tal que las posibilidades exitosas de un acuerdo con esta guerrilla han quedado sometidas a serios interrogantes. Finalmente, las disidencias de las FARC comenzaban a mostrar un poder depredatorio en algunas de las localidades donde han decidido implantarse. Eran hechos que parecían mostrar la dificultad para que sobreviniera una paz integral, a pesar de unos acuerdos que permitieron la concentración de 7000 guerrilleros de las FARC en pacíficas zonas de reinserción.
De todos modos, el fast track —proceso decisional expedito, bajo la colaboración de Gobierno, Corte Constitucional y Congreso— rindió frutos importantes, cuya cosecha debe ser recogida en los meses venideros. Una muestra de ello ha sido la posesión de los magistrados en el Tribunal Especial de Paz, un paso decisivo para el comienzo de los procesamientos judiciales contra los involucrados en delitos atroces, desde donde debe despejarse el camino para la verdad y el perdón.
Centro Nacional de Memoria Histórica. (2013) ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional.
Clausewitz, C. (1972). Arte y ciencia de la guerra. Ciudad de México: Grijalbo.
Jaramillo, S. (14 de enero de 2018). La inclusión política garantiza que no se repita la violencia. El Tiempo, p. 4.
Mauricio Hernández Pérez
Jaime Andrés Wilches Tinjacá
Hugo Fernando Guerrero Sierra
En 2014, cuando la negociación entre el Estado colombiano con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tomaba rumbos tan interesantes como problemáticos, un grupo de investigadores lideró una alianza estratégica con docentes de distintas áreas disciplinares y de diversas universidades, con el fin de iniciar un proyecto editorial de largo aliento que se concebía más como un “programa de investigación” y cuyo objetivo consistía en aportar estudios y reflexiones sobre los retos que, como sociedad, tenemos en la construcción de paz y en la tramitación no violenta de nuestros conflictos socioculturales, políticos y económicos.
El proyecto en su planteamiento fue interesante, toda vez que dejó como carta de navegación la idea de que el rol de la academia frente al conflicto armado en Colombia, con sus errores y aciertos, continúa hoy día ocupando un papel protagónico en su comprensión y, a su vez, en la superación de escenarios de confrontación y eliminación violenta de ese otro que piensa diferente. Tanto a nivel nacional, como local, han tenido lugar algunas iniciativas tramitadas desde la academia o, más exactamente, donde académicos reconocidos, así como nuevas generaciones de estos, han dispuesto sus visiones en la apertura hacia diálogos, intercambios de saberes, puntos de vistas, argumentos, opiniones y demás aspectos que identifican a una academia seria, responsable y comprometida frente a un clima y ambiente político cada vez más marcado por la polarización, la confrontación ideológica y el juego sucio que han minimizado la capacidad de debate, la reflexión y la confrontación de ideas desde los argumentos.
Como parte de estas iniciativas tramitadas desde la academia en el orden nacional se hace necesario reseñar el trabajo de la Comisión Histórica del Conflicto y sus víctimas: Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia que, aunque con bastantes críticas en lo procedimental y elección de sus miembros, así como en lo que compete al contenido, la extensión y el direccionamiento del texto mismo, no se puede desconocer que allí se encuentra materializado un aporte importante en la reflexión sobre la violencia armada del país.
En el plano local, en Bogotá, el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación del Distrito, durante el tiempo que duraron las conversaciones de paz, decidió “abrir” el escenario de robustez académica y propiciar el acercamiento hacia estos temas al público en general; esto es, al ciudadano de a pie, al estudiante de bachillerato, a estudiantes universitarios, a líderes sociales comunitarios y a todo aquel que estuviese interesado en los temas tratados en el marco de la negociación, independiente de si se estuviese o no de acuerdo con esta. Conversatorios, presentación de libros, cine-foros, actividades pedagógicas, artísticas y culturales de sensibilización, y diplomados fueron, entre otros, algunos de los mecanismos que permitieron a los ciudadanos aproximarse a temas que parecían ajenos y lejanos o que en su momento no eran comprendidos ante la desinformación o tergiversación de algunos medios.
Lo anterior constata que sin investigación, relatos y canales de comunicación conducentes a impactar en las nuevas generaciones —tal vez indiferentes a la historia de Colombia— nos veríamos abocados a repetir los ciclos de división y ruptura que han impreso de manera dolorosa el sello de nuestra identidad nacional.
Desde esta dinámica, el proyecto editorial en mención materializó sus resultados a través de tres insumos. Así, Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia (2014) realizó una recuperación del estado del arte de las distintas dimensiones del conflicto armado en el país. En 2015, Perspectivas multidimensionales de la paz en Colombia concluyó que el aporte más importante de lo que llevaba el proceso de paz en el Gobierno Santos, en su momento, consistió en superar la dimensión armada del conflicto como la única vía para interpretar los problemas del país. Acontecimientos como el plebiscito del 2 de octubre y la posterior firma del acuerdo de paz en 2016 otorgaron razones suficientes para pensar que la conclusión expuesta por los autores firmantes durante esta etapa del proyecto no obedecía al acierto soberbio de un grupo de investigadores, sino a la necesidad de movilizar otras variables, para construir una sociedad justa, equitativa e incluyente que superara el egoísmo de los actores que decidieron imponer sus intereses por las vías de hecho. En esta coyuntura, y en un tono más optimista que se logra identificar desde su título Esta guerra que se va… territorio y violencias; desigualdad y fragmentación social (2017), estableció las dinámicas, los obstáculos y retos de la articulación entre instituciones estatales y el modelo socioeconómico como una variable fundamental para la comprensión de la naturaleza del conflicto, de las estrategias de sus actores en la búsqueda de una salida negociada y su tránsito a escenarios de posconflicto.
Un acumulado de 1200 páginas escritas, distribuidas en 34 capítulos con aportes de 38 autores sobre las más diversas temáticas (prácticas políticas y modelo económico, retos del posconflicto, escenarios para la transformación del conflicto, el rol de la cultura, régimen político, sociedad civil, territorio, drogas, fuerzas armadas, actores sociales, pedagogía de la paz y comunidad internacional, entre otros) dan cuenta del escenario ideal para que se identificara la necesidad de continuar con el proyecto, esta vez, en lo que ha dado en llamarse posacuerdo, y que revela la emergencia de distintos individuos y colectivos que comienzan a pujar por la visibilización de sus demandas, los apoyos y las resistencias que tienen al modelo de paz que se construyó en cinco años de negociación y posiblemente, lo más problemático, pero más interesante, la pregunta de cómo podremos reconstruir el tejido social, ausente y silenciado por los ruidos de la guerra y la exaltación conveniente a la represión y al odio.
En el camino de este proyecto, en los textos que se presentan a continuación, se han sumado nuevas voces, que aportan desde sus investigaciones, trayectorias y experiencias un caleidoscopio de situaciones, actores y prácticas que se vuelven indispensables indagar, trabajar e intervenir, si es que se quiere que la dimensión armada del conflicto no siga sembrando por sus caminos semillas de tristeza, dolor y resignación, y que, por el contrario, brote, de esta historia fragmentada de nación, experiencias de reparación, tolerancia y movilización social.
La propuesta editorial que aquí se presenta está compuesta por cinco partes. La primera, “La institucionalidad de la paz”, pretende reconocer las falencias institucionales que ponen en peligro la construcción de paz y la prevención de escenarios de violencia, a causa de la ausencia o presencia ineficiente de los organismos estatales. El capítulo inicial, escrito por Gina Paola Rico Méndez y Leslie Hossfeld, busca describir y analizar los elementos que caracterizan las transformaciones críticas y estructurales de la ruralidad en Colombia en el marco del posacuerdo. Sucesivamente, el texto de Néstor Calbet Domingo expone la metodología participativa de los diálogos de paz de Colombia para, desde allí, analizar el alcance de esta junto con su nivel de incidencia y con especial atención a las propuestas en torno al punto de víctimas, lo que le permitirá plantear los principales retos para la garantía de los derechos y el resarcimiento de estas. En el tercer capítulo, David González Cuenca, Ana María Montes Ramírez y Carlos Antonio Pinedo Herrera analizan el papel de las instituciones estatales en el logro de un desarrollo administrativo que permita la reacción adecuada ante los nuevos retos que se originan de la firma del acuerdo de finalización del conflicto, el cual tendrá un trasfondo que requerirá la generación de políticas públicas orientadas a la inversión social y la seguridad. El aporte de Javier Fernando Torres Preciado en el cuarto capítulo constata que el proceso de formación y fortalecimiento estatal, a la luz de la centralización y descentralización, ha estado atravesado por la amenaza de un conflicto interno y de los actores armados que en él se involucran, lo cual ha provocado que los resultados de los dos procesos de diseño institucional, antes de propiciar un fortalecimiento estatal, ocasionaran efectos colaterales. Cierra esta primera parte el capítulo de Laura Camila Ramírez Bonilla, que analiza los discursos y las acciones del pontificado de Francisco frente a la paz en Colombia, ante la doctrina que la Iglesia ha construido en torno a la paz y el activismo desde mediados de los años ochenta, así como desde las convergencias y discrepancias que generó en el interior de la jerarquía eclesiástica el proceso de paz con las FARC y la convocatoria puntual a un plebiscito para refrendar popularmente los pactos alcanzados con esta guerrilla.
La segunda parte, “La región olvidada, el territorio potenciado”, busca identificar las prácticas territoriales que han transformado y resistido las acciones violentas generadas por el conflicto armado en Colombia. Alexander Emilio Madrigal Garzón y Catalina Miranda Aguirre plantean sus reflexiones de apertura del capítulo inicial en torno a la pregunta: ¿por qué debería entenderse la minería criminal como un fenómeno que afecta la seguridad y defensa del Estado colombiano en el escenario de posacuerdo? Frente a esto, una hipótesis hace tránsito: la minería criminal debe entenderse desde una doble perspectiva: como recurso, por cuanto constituye el medio de financiación de grupos armados organizados (GAO), y como impacto a la seguridad ambiental y los recursos naturales estratégicos. Por su parte, Jhenny Lorena Amaya Gorrón cuenta las vivencias de la construcción de paz desde las zonas de transición y normalización en el sur colombiano, donde se agruparon los frentes del Bloque Sur de las FARC, y muestra la realidad del fin del conflicto y la última marcha de este actor de movimiento armado hacia una organización social y política legal en Colombia. Emilmar Sulamit Rodríguez Caldera, Douglas Molina y Ana Milena Molina establecen un marco conceptual sobre la categoría de paz ambiental a partir del trabajo realizado por el grupo juvenil Amigos de la naturaleza, de la Policía Nacional en Leticia (Amazonas). Por su parte, Erika Andrea Ramírez y Camilo Ernesto Gómez Alarcón, dan cuenta de las dinámicas locales que han permitido la continuidad de los pactos de paz entre el pueblo Nasa que reside en el corregimiento de Gaitania, en el municipio de Planadas (Tolima) y el Frente 21 de las FARC, con el fin de identificar las posibles potencialidades que existen en los territorios de guerra para construir confianza y afianzar la paz estable y duradera. Esta segunda parte la cierran Karen Betancourt, José Luis Foncillas y Freddy Guerrero, que identifican algunas prácticas de memoria de víctimas del conflicto armado en el municipio de Tumaco y su relación con la construcción de escenarios de paz durante el periodo comprendido entre 1999 y 2015; los autores muestran importantes acciones locales de resistencia y encaramiento de la marginalidad y la violencia del conflicto armado.
La tercera parte, “El acuerdo y sus partes, la paz y sus actores”, está compuesta por seis capítulos y pretende, desde sus diferentes andamiajes teóricos y procedimentales, analizar las trayectorias de los actores sociales que tienen un aporte crucial en la refrendación de los acuerdos de paz. El primer capítulo, escrito por Mauricio Hernández Pérez y Jaime Andrés Wilches Tinjacá, da cuenta de cuáles serán algunos de los retos y funciones que la sociedad civil organizada pro-paz en Colombia tendrá que asumir frente al país, ya no en clave de conflicto armado, sino de posconflicto bélico (posacuerdo). El capítulo plantea una legítima preocupación por cómo entender y justificar hoy día el accionar y acumulado de paz de la sociedad civil organizada en Colombia hacia un nuevo escenario donde el conjunto de capacidades y los incentivos que dinamizan su razón de ser han cambiado. El segundo capítulo, elaborado por Marisol Raigosa Mejía y Alba Lucía Cruz Castillo, abarca una reflexión teórica sobre el proceso de reintegración social en Colombia a partir de testimonios de desmovilizados de diferentes grupos armados al margen de la ley (FARC, EPL y AUC), con el propósito de desentrañar —desde sus vivencias— aquellos elementos que en la operatividad y puesta en marcha de la política se tornan como problemáticas y que son asumidas por ellos como demanda o expectativa, pero que en ocasiones no son cubiertas mediante la oferta institucional o social acerca del proceso de reintegración, lo que produce una relación fragmentada entre el desmovilizado y las instituciones del Estado colombiano. El tercer capítulo, de Marcela Gaitán Forero, Luz Dary Sarmiento y Lucas Uribe Lopera, desarrolla una reflexión desde la psicología en la que se señala que los procesos institucionales por los que pasan los niños, niñas y adolescentes desvinculados del conflicto armado no son procesos aislados de su vida, sino que hacen parte integral de su historia personal y que el éxito de un programa institucional de desvinculación no depende exclusivamente de quienes lo diseñan e implementan, ni de su marco normativo o los recursos invertidos, sino que variables como el locus de control, los autoesquemas y las ideas irracionales influyen en una experiencia de reintegración exitosa, manifestada en la expansión de capacidades de las personas que hacen parte de dicho proceso. El capítulo cuarto, escrito por Miguel Andrés López Martínez, da cuenta de la existencia de dos circunstancias que podrían tornar ineficaz la vía judicial contenciosa para las víctimas del desplazamiento forzado, a saber: como mecanismo excluyente que propicia la desigualdad y, segundo, que puede existir una grave distorsión temporal entre el momento de reclamación judicial y el de su decisión definitiva. Frente a esto, el texto explora las posibilidades de superación de dichas limitaciones. El quinto capítulo, de Amanda Vargas Prieto, toma en cuenta la problemática del sector rural y los desafíos de la implementación de los acuerdos de paz para el sector solidario en Colombia, con el fin de reflexionar por qué y cómo los procesos de asociatividad territorial se constituyen en una herramienta de desarrollo en el marco del posacuerdo. Cierra esta tercera parte el sexto capítulo de autoría de Claudia Pico y Álvaro Clavijo, que analizan las diferencias discursivas entre promotores y detractores del acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las FARC, con el fin de plantear que una ruta efectiva para la construcción del país en el posconflicto debe estar acompañada de un discurso más responsable que dé cuenta del verdadero contenido de los acuerdos y del reconocimiento de la existencia de problemas socioeconómicos de naturaleza estructural.
La cuarta parte, “Comunicar la paz: hacia la reconstrucción del relato nacional”, propone examinar el aporte de los estudios en comunicación en la reconstrucción de los relatos para superar la confrontación violenta en Colombia. En función de este propósito, José Manuel Rivas Otero, en el capítulo de apertura, evalúa los estilos de liderazgo de Uribe y Santos para comprobar si se producen cambios en estos y, si es así, explorar los factores situacionales que podrían dar cuenta de estos. Natalia Bonilla Berríos analiza si existe un imaginario mediático —o colombiano— sobre el uso de la palabra paz, y cómo los medios de comunicación locales e internacionales reforzaron narrativas de conflicto y reprodujeron posturas políticas en sus líneas editoriales. Para la autora, mientras la prensa internacional giró a favor de la campaña del “Sí” y el optimismo que conllevaba presenciar un hecho histórico, a nivel doméstico la prensa colombiana ofreció espacio a una pluralidad de voces que generó muchas dudas sobre la legitimidad del acuerdo de paz. La reflexión realizada por Martín Agudelo Ramírez, en el tercer capítulo de este apartado, parte de reconocer que el cine se constituye en una pieza valiosa para realizar una aproximación sobre la crudeza del conflicto armado colombiano. Desde allí, el autor hace un reconocimiento a la labor emprendida por los realizadores colombianos que han dejado un testimonio importante al deber de memorar, y con especial énfasis en lo concerniente a los rostros de las víctimas, el accionar paramilitar y los desplazamientos, los dramáticos casos de falsos positivos y la violencia contra niños. Para finalizar, el texto de Irene del Mar Gónima Olaya, enfocado en el fenómeno de los “memes”, estudia si el humor se presta para la articulación de memorias, historias e identidades alternativas a las concebidas por los discursos estatales-nacionalistas, y así genera nuevos, o revierte los tradicionales, discursos de la historia.
La quinta y última parte, “La paz un asunto local, una preocupación global”, reúne tres capítulos en los que, desde diversas ópticas, se evalúan las experiencias y retos de la comunidad internacional en su involucramiento con la superación del conflicto armado en Colombia. El primero de estos capítulos, escrito por Hugo Fernando Guerrero Sierra, Camila Andrea Fúquene Lozano y Federico Lozano Navarrete, presenta un análisis cimentado en un doble propósito. El primero conducente a analizar las cuatro etapas en las que se han desarrollado diferentes grados de alineación entre las amenazas a la seguridad identificadas por Estados Unidos y el abordaje que el Estado colombiano ha dado a problemáticas internas como el conflicto armado, los grupos armados ilegales (GAI) y el narcotráfico. El segundo analiza cómo, paralelamente, tanto la guerra fría como el 11-S permitieron que el neoconservadurismo modificara sus prioridades temáticas de lo doméstico a lo internacional y profundizara su influencia en la política exterior de ese país. El segundo capítulo, de María Eugenia Vega y Hadrien Lafosse, dirige la mirada hacia el trapecio geográfico compuesto por la frontera compartida entre Colombia, Brasil y Perú, región donde convergen múltiples actores e intereses de importancia estratégica en los planos local, subregional y global, y donde se hace presente, en todas sus facetas, el concepto de seguridad multidimensional. Los autores destacan que aspectos como el tráfico ilegal de especies y la biopiratería, el narcotráfico o las actividades extractivas legales e ilegales, que a su vez se retroalimentan con el marco general del conflicto interno colombiano y sus efectos sobre los países vecinos, ponen de manifiesto que en la actualidad los problemas de seguridad abarcan aspectos militares, políticos, económicos, sociales y medioambientales. El último capítulo, escrito por Alexander Arciniegas Carreño, argumenta que, en coyunturas fluidas —como es el caso de la implementación de un acuerdo de paz—, la presencia de actores internacionales que puedan ser garantes de imparcialidad para las partes y que además cuenten con conocimiento técnico para el manejo de estos contextos (Organización de las Naciones Unidas) es fundamental en el propósito de consolidar el fin del conflicto y avanzar en el proceso de construcción de la paz.