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Veinte magníficos relatos sobre la verdad, o la mentira, según como lo consideremos. Veinte visiones descarnadas de lo que significamos, si es que significamos algo, sin rodeos ni tapujos, sin analgésicos literarios ni barreras de seguridad frente a nuestras experiencias más profundas. Son visiones en movimiento que proporcionan gozo, atormentan y aparecen en el momento más inesperado. En estos relatos sólo hallamos el consuelo y las respuestas que obtenemos al mirarnos en el espejo desnudo de nosotros mismos, al contemplar la fenomenología de nuestros destinos compartidos y diversos, la belleza de decir sin más: «Ah, sí, aquí estamos, o aquí hemos estado». Sexo y muerte: éstas son las dos pulsiones que nos gobiernan, nuestras dos cuestiones más importantes. El abrazo húmedo y el sudor frío. El peso del ataúd en el hombro, el beso ilícito o la petite mort; la punzada de la carne íntimamente dividida y la maravilla de abrazar a una diminuta y aulladora máquina genética. Éstos son los momentos en que nos quedamos contemplando el abismo, sintiéndolo, celebrándolo o jodiéndolo todo.
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Portada
Sexo y muerte
Sexo y muerte
vv. aa.
Edición y selección de
Sarah Hall y Peter Hobbs
Traducción de Carme Camps e Irene Oliva Luque
Título original: Sex and Death
First published in 2016 by Faber & Faber Limited
Bloomsbury House, 74-77 Great Russell Street
London WCIB 3da
© Selection and Introduction by Sarah Hall and Peter Hobbs, 2016
© Stories. The individual contributors, 2016
© 2017, Carme Camps por la traducción de la Introducción; «Doctor Pacífico» de Robert Drewe; «George y Elizabeth» de Ben Marcus; «Obsesiones» de Ceridwen Dovey; «La postal» de Wells Tower; «Evie» de Sarah Hall; «Los días después del amor» de Yiyun Li; «Dónde has estado» de Jon McGregor; «La escala de diez puntos de la depresión posparto de Edimburgo» de Claire Vaye Watkins; «Reversible» de Courttia Newland; «La noticia de su muerte» de Petina Gappah; «La visita» de Damon Galgut; y «Los Maquetistas de Aviones de Porto Baso» de Alan Warner
© 2017, Irene Oliva Luque por la traducción de «The end» de Lynn Coady; «En el reactor» de Peter Hobbs; «Brunhilda enamorada» de Taiye Selasi; «Fecha de cierre» de Alexander MacLeod; «El pez adivino» de Clare Wigfall; «Toronto y el estado de gracia» de Kevin Barry; y «Metafísico» de Ali Smith
© de esta edición: Ediciones Gatopardo S.L.U, 2017
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: julio de 2017
Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Acto sexual, estudio de Egon Schiele (1915)
eISBN: 978-84-17109-22-6
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
Portada
Presentación
Introducción
Robert Drewe
Doctor Pacífico
Ben Marcus
George y Elizabeth
Ceridwen Dovey
Obsesiones
Wells Tower
La postal
Sarah Hall
Evie
Yiyun Li
Los días después del amor
Jon McGregor
Dónde has estado
Claire Vaye Watkins
La escala de diez puntos de la depresión posparto de Edimburgo
Courttia Newland
Reversible
Petina Gappah
La noticia de su muerte
Damon Galgut
La visita
Guadalupe Nettel
Los últimos días de Frank
Alan Warner
Los maquetistas de aviones de Porto Baso
Lynn Coady
The end
Peter Hobbs
En el reactor
Taiye Selasi
Brunhilda enamorada
Alexander MacLeod
Fecha de cierre
Clare Wigfall
El pez adivino
Kevin Barry
Toronto y el estado de gracia
Ali Smith
Metafísico
Agradecimientos
Otros títulos publicados en Gatopardo
Para Clare Conville,
brillante y feroz,
y en memoria de Deborah Rogers
Introducción
Qué vida tan civilizada llevamos. Tan correcta, tan controlada. Todo en orden y a salvo, todo en su lugar. Cuánto nos esforzamos para no tener miedo, para no permitir que la mente y el cuerpo actúen mal, para no perder el control. Ahí estamos, con nuestras corbatas y nuestras medias, tomamos vitaminas y compramos profilácticos, contratamos hipotecas y vaciamos el cubo de la basura, mejoramos, ordenamos. Y casi nos lo creemos.
Sin embargo, por debajo, más cerca de lo que nos atreveríamos a imaginar, se halla la naturaleza rojiza de la humanidad, la carne firme de nuestra anatomía. La fuerza que nos impulsa a seguir, generación tras generación, la ráfaga de viento que sopla por detrás y que no deseamos sentir, pero que siempre sentimos, y nos acerca al precipicio. Cómo entramos y cómo salimos, sexo y muerte: éstas son las dos pulsiones que nos gobiernan, nuestras dos cuestiones más importantes. El abrazo húmedo y el sudor frío. El peso de un ataúd sobre el hombro, el beso ilícito o la petite mort; la punzada de la carne íntimamente dividida y la maravilla de sostener una pequeña máquina genética que berrea en nuestros brazos. Éstos son los momentos en los que nos quedamos mirando al vacío, sintiéndolo, gozándolo o mandándolo todo a la mierda.
Con su dosis concentrada, su vía de acceso directo al alma y su insolvencia existencial, el relato es el vehículo perfecto para expresar nuestros embelesos y agonías, para recordarnos lo que ya sabemos, pero con lo que no acabamos de reconciliarnos: la disonancia cognitiva entre vivir y morir, y los intentos de amar en ese intervalo que media entre ambos. Por su naturaleza, el relato posee un poder inmenso, igual que la pulsión humana. Parece inevitable que ambos se encuentren, como una hermosa y terrible pareja, Eros y Thanatos fornicando en la intimidad.
Ahí van, pues, veinte espléndidas versiones adultas sobre la verdad, o la mentira, como queramos verlo, creadas por algunos de los mejores escritores de la actualidad. Se trata de veinte visiones de lo que significamos, si es que significamos algo. No hay ningún secreto, ningún analgésico literario ni barrera alguna, más que nuestras experiencias más profundas, que conmueven, nos regocijan, duelen y llegan en el momento más inesperado. En ninguno de estos relatos hallamos consuelo o respuesta, salvo el que obtenemos cuando nos miramos al espejo y vemos cómo somos, la fenomenología de nuestros destinos compartidos y diversos, la belleza de decir simplemente: ah, sí, aquí estamos, o aquí hemos estado.
sarah hall y peter hobbs
ROBERT DREWE
(Melbourne, Australia, 1943)
Nació en Melbourne, pero se educó en la costa occidental de Australia. En su juventud, fue columnista y redactor literario en The Australian y The Bulletin. Es autor de novelas, relatos, ensayos y obras de teatro. En 1976 publicó su primera novela, The Savage Crows, a la que siguieron Our Sunshine (1991), The Drowner (1998) y The Rip (2008), entre otras. Ha publicado también dos libros de memorias: The Shark Net (2003) y Montebello (2012). Sus obras han sido traducidas a numerosos idiomas y han ganado diversos premios nacionales e internacionales, como el National Book Council Award, el Premier’s Literary y el Australian Book of the Year Prize. Algunas de sus novelas han sido llevadas al cine y la televisión.
Ha residido y trabajado en San Francisco y en Londres, ciudad donde enseñó escritura creativa en la prisión de Brixton. Actualmente, Robert Drewe divide su tiempo entre la costa norte de Nueva Gales del Sur y la costa de Australia Occidental.
Doctor Pacífico
Don cayó muerto en la arena y eso fue todo. Habíamos finalizado nuestro paseo hasta el faro, se inclinó para quitarse los zapatos y darse su chapuzón habitual, y cayó de rodillas. Llevaba el bañador azul con las palmeras rojas. Tenía una zapatilla puesta y la otra no cuando la ambulancia se lo llevó; sus zapatillas nuevas Rockport para andar. Sólo tenía setenta y ocho años. Y de eso ya hace tres, y, como he dicho, eso fue todo.
Desde entonces, los días a menudo me parecen borrosos, como si por error llevara sus gafas. La gente merodea por las esquinas cuando menos lo espero y, al minuto siguiente, está ya delante de mi puerta. Testigos de Jehová. Los del Séptimo Día. Pedigüeños.
Vino una de esas mujeres ecologistas, vestida con ropa ajada, que quería salvar crías de murciélagos de la fruta. Dijo que con la ola de frío perdían agarre y se caían de los árboles, y que se las debía envolver en un pañuelo y darles batido de mango. Estaba recogiendo dinero para conseguir los pañuelos y los batidos de fruta y me mostró una foto de una cría de murciélago envuelta en un pañuelo rojo con la intención de convencerme.
—Mire qué monada, cómo asoma la cabecita, tan calentita —dijo.
—Ser una monada es un mecanismo de supervivencia de las crías de animales —dije yo—. Si quiere saber mi opinión, ésta parece un poco confusa, por estar cabeza arriba y no colgada cabeza abajo.
—Pero es una monada, reconózcalo —dijo ella, agitando la hucha de hojalata de Salvad la Zorra Voladora de Cabeza Gris. Apenas sonaba. Era una de esas mujeres de la costa norte que tienen mejor aspecto de lejos.
El motivo por el que fui poco tolerante con ella fue porque en nuestra calle vive una colonia de centenares de esos bichos que hacen incursiones en los árboles frutales, chillan durante toda la noche y dejan sus cagadas en nuestras terrazas, especialmente en las de los Hassett y los Rasmussen, y también en el jardín del ayuntamiento, de modo que los niños no pueden jugar al aire libre, y probablemente además estén diseminando el virus Hendra o el Ébola o algo parecido.
Aún peor que el ruido y el barullo y que no nos dejen dormir en toda la noche, lo más irritante de todos ellos, es que dan un solo mordisco a cada pieza de fruta. Les gusta hincar el diente en cada papaya y mango y mandarina que hay a lo largo de la costa; y los estropean todos. Y, por supuesto, están protegidos por la Ley de la Naturaleza.
Por aquí hay incluso a quienes les gustan las serpientes pardas, las que te matan más deprisa. Esas personas se merecen que les den un bofetón, francamente. Y en Broken Head antes había carteles que decían no molestar a las rayas venenosas. Los turistas se llevaron todos los carteles como recuerdo.
Le dije:
—Deje que la naturaleza siga su curso, señorita. Si yo fuera un murciélago de la fruta y empezase a hacer fresco, liaría el petate y me iría al norte de Queensland.
Otro día llamó a la puerta una mujer joven con tono autoritario que quería convencer a «la familia» de que contratara a otro proveedor de electricidad. Sun-Co o North-Sun o algo así. «La familia» se beneficiaría de numerosas ventajas si se cambiaba a Sun-Co, dijo.
Le contesté que ya no quedaba ninguna familia.
—Sólo este viejo y arrugado pajarraco.
—Debería pasarse a la energía solar y se ahorraría muchos dólares —insistió, con un acento que parecía sudafricano—. Aquí el sol es tan fuerte que podría beneficiarse económicamente de ello.
Entonces me miró de arriba abajo con aire de superioridad.
—Por su piel diría que disfruta mucho del sol.
Obvié la insinuación.
—Sin duda alguna —dije, y le dediqué una gran sonrisa soleada—. Voy a nadar todos los días, llueva o haga sol. Me he ganado cada una de estas arrugas.
A los ochenta años puedes decidir a qué insultos respondes. Le dije que la cocina era de gas y que sólo utilizaba electricidad para la tele y para el hervidor de agua. Le dije que sólo comía emparedados de queso y el menú especial para pensionistas de tres platos a diez dólares en la bolera. Un vaso de ron por la noche. No vale la pena cocinar para una sola persona.
Dije:
—Señorita, cuando oscurece y hace frío, me arrastro hasta la cama como la decrépita vieja viuda que soy.
Alzó sus cejas perfiladas y cortó el rollo sobre la electricidad, como si yo fuera una de esas viejas brujas excéntricas con el pelo encrespado como un nido de aves y cuarenta y tres gatos. Tal vez me había pasado interpretando el papel de anciana. Pero aquella muchacha era una caradura.
¿Se han fijado alguna vez en que después de que alguien muere parece que en el mundo hay más puestas de sol que amaneceres? Yo trato de evitar las puestas de sol. Significan que las cosas han terminado. Con las puestas de sol pienso en Don con su bañador de palmeras nadando por encima de árboles y colinas hacia esas nubes rosas y doradas, ese cielo exagerado que se ve en los panfletos que reparten los testigos de Jehová. Y nuestro querido hijo Nathan y su amigo Carlo en el 87. Mi madre y mi padre. Oh, las puestas de sol hacen aflorar la tristeza.
Cuando te embarga la sensación de la puesta de sol, cuidado. No pienses en todos los que han muerto, y en que no tienes nietos. La pesadumbre se refleja en el rostro. Mantente optimista y ocupada, éste es mi lema. Tampoco te preocupes por las últimas palabras. (La palabra final que Don farfulló en la arena sonó como «martes» o «cantes»; he dejado de preguntarme qué quiso decir.) Y ya no le reprocho a Carlo que contagiara a Nathan. Intento mirar hacia el este, hacia el amanecer, hacia el inicio de las cosas.
Todas las mañanas, justo después de que haya salido el sol, sea cual sea la época del año, doy mi paseo hasta el faro. Siempre es interesante: grandes medusas azules del tamaño de la tapa del cubo de la basura; a veces un pulpo o una pequeña raya venenosa varada en un charco entre las rocas. Una mañana, la orilla estaba sembrada de pimientos verdes, centenares, como si un carguero que transportara pimientos los hubiera arrojado allí. Todos verdes, no rojos, flotando como salvavidas deshinchados.
Lo que me gusta de esos días es recoger conchas y piedras y restos de la marea que me parecen de interés para llevarme a casa. Busco esas piedras raras en forma de corazón.
Don lo llamaba «desechos». Detestaba la decoración de tema playero. «Oye, Bet, ¿estamos haciendo ejercicio o recogiendo desechos? —decía—. ¿Quién quiere vivir en una caseta de playa?» Él prefería las superficies despejadas para su colección de barómetros y su reluciente telescopio y sus libros de sudokus y memorias de jugadores de críquet y de políticos. Libros con títulos mortalmente aburridos: Luz del atardecer, Diario de a bordo y Una larga vida. ¡Que Dios nos asista!
Después de mi paseo dejo los recuerdos matinales de la playa sobre mi toalla, me meto en el mar, y recorro nadando el kilómetro que va del Paso a la Playa Principal, como solíamos hacer Don y yo.
Una cosa es cierta: mi amor por el océano es lo que me ayuda a seguir adelante. ¿Saben cómo llamo al océano? Doctor Pacífico. Lo único que necesito para mantenerme sana y en buena forma es mi consulta diaria con el doctor Pacífico.
«¡Buenos días! —les grito a los surfistas que están encerando sus tablas en la arena, subiéndose la cremallera del traje de neopreno—. ¡Me voy a ver al doctor!»
Algunos me saludan amistosamente con la mano. Me tratan como si fuera su chiflada abuelita bronceada. «¡Buenos días, Bet! ¡Tienes un aspecto magnífico!» Están ansiosos por lanzarse al oleaje y cabalgar sobre la parte hueca de las olas. «¡Hoy son enormes!», gritan.
Allí se ven cosas: peces en abundancia, y hay un grupo de delfines que vive junto al cabo, además de numerosas tortugas. Y formas y sombras. A veces oigo un ruido de salpicadura cerca de mí, pero yo sigo. Me imagino que la sombra y la salpicadura son Don, que todavía está nadando a mi lado.
Aquí, en la costa más oriental del país, éste es el punto de partida de los ciclones tropicales. Es un caluroso día de verano y, en un instante, el ciclón Norman o el Sharon empiezan a girar hacia el sur con sus fuertes vientos, oleaje embravecido y salpicaduras de agua, pequeños tornados que cruzan el océano en forma de remolinos. La humedad invita a los lugareños a salir a las terrazas. Todo el mundo permanece allí sentado con su cerveza y su hibachi,y contempla el mal tiempo sobre el mar como si estuviera viendo el canal Discovery.
Todo tiene que ver con La Niña o El Niño o algo así. En primer lugar, las nubes se hacinan sobre los barcos de pesca y los barcos mercantes que pueden contemplarse en el horizonte, luego el cielo empieza a retumbar y se vuelve de color púrpura, el mar parece esquivo y, a lo lejos, se ve el resplandor de un rayo sobre la Costa Dorada. Puede olerse la tormenta que se aproxima, rauda, hacia el sur. El aire huele a carne.
El viento te arroja humo de barbacoa a la cara. Te aumenta la presión en los oídos. A continuación, se levanta una bruma amarillenta sobre el océano y comienza a caer granizo con fuerza. Para entonces los murciélagos de la fruta ya no saben si es de día o de noche y empiezan a chillar bajo esa extraña y turbia luz diurna, como si el cielo se estuviera desplomando.
Con la misma rapidez deja de caer granizo, igual que si hubieran cerrado un grifo, el cielo se despeja y el viento se desplaza de la playa hacia el mar. Las olas rompen hacia atrás, contra la marea, formando líneas de espuma. La atmósfera es tan nítida que se ve cómo las ballenas jorobadas se abren paso de regreso a la Antártida.
Es curioso cómo el tiempo que precede al ciclón sobreexcita a la ballena macho. El mar se calienta de forma extraña para los machos, que comienzan a ir en busca de ballenas hembra. Agitan la cola en el agua, exhibiéndose como adolescentes. Chap, chap, una y otra vez.
Durante la semana que duró el ciclón Sharon, estuvimos fuera todos los días, en las terrazas, incluso las principales víctimas de los murciélagos, los Rasmussen y los Hassett. La curiosidad y la inquietud, y también un atisbo de esperanza, hicieron salir a la gente de sus hogares. Aquello era como una casa de locos, con el ruido de los helicópteros de los guardacostas y las avionetas de reconocimiento y los socorristas con sus trajes de neopreno y sus motos de agua y las lanchas de la policía marítima. Arriba y abajo, a lo largo de la costa y en las desembocaduras de los ríos estuvieron buscando al pobre Russell Monaghetti.
Lo que ocurrió fue que el barco de arrastre de Russell, el Tropic Lass, volcó por la noche en los mares del ciclón, junto al cabo Byron. Se dieron por perdidos a Russell y a sus dos jóvenes marineros. Pero a la tarde siguiente, el muchacho más joven, Lachie Pascall, llegó arrastrándose hasta la playa de Belongil.
Lachie se había guiado por el faro y nadó once millas hasta la costa. Estaba exhausto, derrengado, pero informó a los servicios de rescate acerca de dónde se había hundido aproximadamente el barco.
Contó que antes de nadar a tierra había dejado a sus compañeros agarrados a un pecio flotante. De modo que intensificaron la búsqueda y, por increíble que pueda parecer, seis horas más tarde encontraron a Brendan Lutz, el segundo muchacho. Brendan parecía estar más muerto que vivo. Tenía graves quemaduras causadas por el sol, estaba deshidratado y se abrazaba a una nevera portátil. Tuvieron que hacer palanca en sus dedos para separarlos de ella.
Eso dio esperanzas a todo el mundo durante uno o dos días más. Brendan dijo que la última vez que había visto a Russell estaba agarrado a una boya de señalización. Pero ahora no había ni rastro de él, y tras otros cinco días se suspendió la búsqueda.
Muy triste. Yo conocía al pobre Russell. Su barco tenía el amarre en el puerto de pescadores de Brunswick Heads, y cuando no estaba en el mar era un bebedor habitual en la bolera los viernes y sábados por la noche. Era un pez gordo, en el comité del club y en todas partes.
—¿Cómo está mi pequeña surfista? —solía decirme a voz en grito. Le gustaba coquetear conmigo en broma—. ¿Sigues quitándote de encima a los surfistas, Betty? —decía—. ¡Ay, si yo pudiera!
—Eres demasiado joven para mí —le replicaba yo—. No soy ninguna tigresa.
Russell tenía setenta y tantos, imagino. Era un tipo apuesto, con el pelo canoso. Una sonrisa encantadora. La clase de hombre desvergonzado e irresistible que solía atraerme antes de que Don apareciera.
Russell sabía que me gustaba tomarme una o dos copas de ron por la noche. En el bingo, cuando yo no miraba, me traía un mojito a la mesa. Una vez cogió una flor del hibisco que había junto a la entrada del club y la dejó junto a la bebida.
En esa extraña época del ciclón Sharon, yo volvía a casa hacia las nueve, después de cenar en la bolera —se halla a un par de manzanas—, y cuando levantaba la vista en el cielo había multitud de murciélagos de la fruta atrapados en el rayo de luz del faro. Aleteando más frenéticos que de costumbre, chillando y chocando con los árboles y los cables eléctricos. «¿Dónde está vuestro famoso radar?», me preguntaba yo.
La colonia había comenzado a arrasar las plantaciones locales de café. Se había comido bayas maduras por valor de miles de dólares y el pánico se había apoderado de los cultivadores. Como de costumbre, Parks and Wildlife no había hecho nada.
«La zorra voladora de cabeza gris es una especie costera protegida —dijeron. Bla, bla, bla—. Prueben a utilizar armas para asustar a los animales o pongan redes en las plantaciones.» Pero las redes eran demasiado caras, y con las falsas armas sólo se conseguía que los murciélagos chillaran y se comportaran de manera enloquecida, sobre todo ahora que se habían vuelto adictos al café.
A medida que aumentó su afición a la cafeína, los murciélagos se volvieron más rápidos y nerviosos. Su vuelo era más temerario, sus chillidos más estridentes que de costumbre. Y empezaron a caerse de las alturas.
Tardaron un tiempo, pero los que finalmente sobrevivieron se despertaron y abandonaron su adicción a la cafeína. Para entonces ya no quedaba mucho para comer por aquí. Una noche de luna llena se oyeron fuertes aleteos, como si los murciélagos hubieran tomado una decisión, y lo que quedaba de la colonia se piró y se fue volando con el viento hacia el norte.
La casa de Carol Hassett había sido la más afectada por sus ruidos y deposiciones. Carol dijo que deseaba que todos ellos tuvieran dolor de cabeza por haber dejado la cafeína.
Salí a dar mi paseo matinal hasta el faro en la marea baja. Eso fue tres o cuatro semanas después de que el último ciclón hubiera puesto la costa patas arriba, y algo insólito, un bulto en la superficie homogénea me llamó la atención sobre la arena firme. Un hueso blanco y reluciente había sido arrastrado a la orilla.
Me detuve y lo recogí. No hacía mucho tiempo que estaba en el mar. No le habían crecido algas ni estaba erosionado. No se parecía a ningún hueso de animal que yo pudiera recordar. Era grueso, pesaba bastante y era más o menos largo como —lamento decirlo— un fémur humano.
Sé que estos días pienso demasiado en las cosas. Si no voy con cuidado se me desata la imaginación. Pero mientras le daba vueltas en mi mano, bueno, sentí un cosquilleo en la nuca. Este vejestorio casi se desmaya allí mismo.
Me dije: «¡Betty, tienes un fémur en la mano!». Sus cantos eran lisos y había un extremo claramente mordisqueado. En el extremo más ancho, el hueso estaba mellado, con un remate en zigzag de puntas afiladas, como si hubiera sido cortado por unas grandes tijeras dentadas.
Sostuve el hueso blanco con el extremo dentado en mi mano y sentí ese cosquilleo en la nuca. Pensé en la búsqueda de Russell, y en su carácter afable y en su aspecto canoso, y en lo que ahora suponía que le había sucedido. Necesité toda mi concentración para no desplomarme en la arena.
¿Qué se suponía que debía hacer con el hueso? ¿Llevarlo a la policía de la bahía de Byron? Probablemente los polis se habrían reído y habrían considerado que era el cebo de una trampa para cazar langostas o basura vertida desde un barco. («¡Sargento, esta señora cree que ha encontrado un fémur!»)
Me asaltó un montón de dudas. Si se trataba del fémur de Russell, ¿sus parientes más cercanos apreciarían que lo hubiera encontrado? (Estaba unido a sus tres hijas y en algún lugar tenía una ex esposa.) ¿Ver el hueso —aquel dibujo en zigzag puntiagudo— no sería demasiado brutal para las chicas? ¿No debería realizarse una prueba de ADN o como se llame eso? ¿Se podía hacer un funeral por un fémur?
En fin, ¿qué cantidad de restos, qué porcentaje de carne o hueso eran necesarios para que los restos de una persona se consideraran un cuerpo? No soy una mujer religiosa, no sé de estas cosas. ¿Qué dirían mis inoportunos testigos de Jehová y los del Séptimo Día? Dios está en la naturaleza, es lo único que creo.
Bueno, me preocupaba todo esto. Ahora, el hueso blanco que tenía en la mano había adquirido una gran importancia. Conllevaba el peso de muchas emociones. En la deslumbrante claridad de la playa poseía lo que las hippies locales llamarían un aura. Un aura pálida pero potente. El aura de un hombre apuesto y amable que había sufrido una muerte violenta.
Proseguí mi paseo mientras pensaba qué hacer. Y decidí que quería quedarme con el blanco fémur. Quería conservar el recuerdo del pobre Russell Monaghetti, quería ser capaz de mirar el fémur y recordar su sonrisa y los mojitos a los que me invitaba y la flor de hibisco sobre la mesa del bingo.
No tenía bolsillos y el hueso era demasiado aparatoso para llevarlo en la mano, así que lo dejé sobre un montón de arena seca, a salvo del agua, y clavé una rama, que había sido arrastrada por las olas, para señalar el sitio donde se hallaba. Lo recogería a mi vuelta.
Por supuesto, mientras caminaba fatigosamente empecé a sentirme culpable con respecto a Don. No había atesorado ningún recuerdo del pobre Don (había donado sus memorias de jugadores de críquet y políticos al Rotary, en el puesto que tenía en el mercadillo). Lo único que me quedaba era su ropa colgada en su lado del armario ropero, que acumulaba humedad y se la comían las polillas, pero que aún conservaba un poco de su olor. Chaquetas y jerséis que por mi sentimentalismo no quería dar a la tienda de segunda mano. Sus zapatillas Rockport en las que proliferaba el moho. El bañador de las palmeras que el hospital me devolvió.
¿Qué le parecería a Don que tuviera el fémur de otro hombre en la repisa de la chimenea? Porque ya había imaginado que allí sería donde pondría el fémur de Russell: sobre la chimenea, sobre el pequeño soporte dorado que sostenía el telescopio de latón de Don. (Sí, en ese mismo soporte del telescopio.) Con su pálida aura reluciendo en la habitación, a través de las ventanas y encarado al mar.
Durante casi todo el paseo me sentí extrañamente infiel y perversa, pero también joven y alocada, casi como una adolescente. El cerebro me bullía de excitación. Lo siento, Don.
En el camino de regreso recuperé el ritmo. Caminaba deprisa por la orilla con la intención de recoger el hueso y llevármelo a casa. Llegué al sitio que había marcado con una rama, sin embargo la señal había desaparecido. La marea estaba aún bastante baja, pero resultaba evidente que el oleaje había barrido el montón de arena, limpiándolo de cualquier escombro y dejándolo desnudo como una tabla rasa. Y hacía tan poco que se lo había tragado que aún estallaban burbujas de aire en su superficie.
Eso no es nada extraño, desde luego. Las olas, las mareas y los vientos son fuerzas impredecibles de la naturaleza, erráticas dentro de su propia organización, pero siempre tienen una razón de ser, como el ciclón Sharon, provocado por el rápido calentamiento de los mares.
Comprendí todo eso. Soy una chica de la costa norte. Lo veo todos los días. Comprendo mejor que nadie el modo en que el doctor Pacífico hace las cosas. Así que me metí en el agua, en la parte poco profunda, en el lugar donde rompen las olas y comienza la orilla propiamente dicha, y allí estaba el hueso, en el lecho del mar, rodando de un lado a otro en la marea. Como era tan blanco, resultó fácil de encontrar.
BEN MARCUS
(Chicago, Illinois, 1967)
Es profesor de la Universidad de Columbia y reside en Nueva York con su esposa, la también escritora Heidi Suzanne Julavits. Es el editor de The Anchor Book of New American Short Stories y el editor de ficción de The American Reader.
Ha escrito novelas y relatos, como The Age of Wire and String (1995), Notable American Women (2002), The Father Costume (2002), The Moors (2010), The Flame Alphabet (2012) y Leaving the Sea (2014). Su obra se ha publicado en The New Yorker, The Paris Review, The New York Times y McSweeney's.
George y Elizabeth
Cuando murió su padre, George olvidó decírselo a su terapeuta, algo que no habría tenido demasiada importancia de no ser porque ella era capaz de captar su estado de ánimo y sabía corresponderle con una despiadada muestra de indiferencia.
Había tenido una sesión con ella en la que le había contado que cuando era más joven había descubierto que, en la cama, no existía diferencia entre los hombres y las mujeres. No la había. Desde el punto de vista biológico, tanto da uno como otro, es obvio. Y, por lo tanto, la cuestión de qué es lo que uno prefería, por increíble que parezca, había dejado de tener importancia. No era necesario marcar una casilla o la otra.
—¿Alguna vez ha experimentado con sus genitales? —le preguntó él—. ¿Alguna vez se los ha restregado?
George gesticuló para mostrarle lo que quería decir. Como si manejara una cuchara, como si aliñara una ensalada.
La doctora Graco le hizo una señal con la mano para que continuara.
Él afirmó que era una lástima que no hubiera otras maneras de practicar sexo.
—¿O sea que se siente incapaz de experimentar? —le preguntó ella.
—Estoy seguro de que ahí fuera hay cosas que no he probado, pero en definitiva son modalidades que para mí han perdido interés. Verá, son sólo como cortes de pelo que ya he llevado, barbas que ya he lucido. Me sobra demasiado tiempo. Ojalá hubiera controlado mi ritmo.
—¿Controlar el ritmo?
—Sí.
—¿Acaso se trata de una carrera?
—Sí. Me limité a recoger mi dorsal. Debería habérmelo atado a la camisa. Lo lamento.
—No se toma esto en serio, ¿verdad?
—Bueno…, le pago para que usted se lo tome en serio. Eso me permite salirme por la tangente y bromear y mostrar mis inseguridades, que usted debería saber interpretar y utilizar para mi tratamiento. Otra información que le brindo para que puede añadirla a mi historial.
—¿A menudo piensa en cómo llevo su tratamiento, como lo llama usted?
George suspiró.
—Pensé en ello una vez, y luego me morí —dijo—, desangrado.
Y pam, la sesión había terminado. Se hallaba en la sala de espera poniéndose el abrigo cuando se acordó de la noticia que estaba dispuesto a contarle, pero antes tenía que vérselas con el dichoso aparato de hilo musical, que lo enervaba y le impedía hablar con soltura, y también con el miserable joven que esperaba su turno y que se negaba a saludar a George cuando éste salía apresurado después de su sesión. Todo ello era un poco cansino. ¿De verdad se esperaba que los dos fingieran que no pagaban a la doctora Graco para poder vomitar sus miserias y que ella guardara un silencio profesional al respecto? ¿Y no podían unirse, por fin, en la vergüenza e incluso montárselo tristemente en algún sitio? ¿Incluso pelársela contra la pared de un edificio o en el tiovivo de Central Park?
El sexo con personas tristes era algo que aún podía resultar liberador —en términos de puro letargo y torpeza—, pero no se podía luchar contra las estadísticas. Esas personas no salían exactamente a buscar rollo muy a menudo. No estaba claro qué reclamo se suponía que había que utilizar con ellas. En realidad, a uno no le quedaba otra que ir llamando a las puertas. En ese sentido, todo eso podía acabar en coacción.
Le habían dado la noticia de la muerte de su padre desde una lavandería. O tal vez se trataba simplemente de un lugar con máquinas que hacían mucho ruido y un barullo de fondo. Alguien, al otro lado del teléfono, preguntaba si un tal señor George era pariente.
Al principio George estaba confundido.
—¿De quién? —preguntó.
Por alguna razón, la palabra «pariente» le llevó a imaginarse a los Hare Krishna, unos tipos sin pelo que se movían elegantemente. Como si un hombre calvo y aguileño no pudiera agitar un garrote y aplastarle el cráneo a alguien.
—Todos los inquilinos tienen que dar el nombre del pariente más cercano. Necesito saber si es usted. El nombre del inquilino es… No puedo entender esta letra, la verdad. No conocía a este hombre. Tenemos muchos apartamentos.
George pronunció muy lentamente el nombre de su padre.
—Eso es. ¿Y es usted el señor George?
George dijo que lo era. Cada vez que alguien intentaba pronunciar su verdadero apellido sonaba inefablemente vulgar.
—Lamento comunicarle su pérdida —dijo la voz.
Procura no comunicarla a demasiada gente, pensó George. Gilipollas.
Sin duda sabía que algún día recibiría una llamada de ese tipo, y sabía que tendría que pensar en ello durante un tiempo, porque el impacto inicial fue suave, incluso irritante. Tendría que meter las narices en el sucio, cálido y presuntuoso estado de California y tratar de no ahogarse en medio de tanta autocomplacencia mientras resolvía el problema del cuerpo de su padre, que nunca le había preocupado demasiado cuando estaba vivo. Pero lo que más le preocupaba ahora era el asunto del pariente más cercano y por qué no habían llamado a nadie antes que a él.
Tenía una hermana, pero no quería saber nada de la familia. Era difícil recriminárselo. Ella había optado por comidas exquisitas, gente más guapa e interiores más elegantes. George de vez en cuando leía algo sobre ella en internet. Había alcanzado cierta notoriedad en el sector de los materiales industriales. En un momento dado consiguió que su ridículo segundo nombre, Pattern, subiera a primera posición. Igual que Onan, quizá. O Pelé. Elizabeth, su antiguo nombre, la vinculaba al pasado, y George en cierto modo lo entendía, dado lo vergonzosas que eran las Elizabeths a quienes él, en la época de la universidad, ni siquiera había considerado seres humanos. Sonámbulas, incitadoras, amigas absurdamente leales. Pattern era el apellido de su bisabuela, que vivió en una islita brutalmente fría, y que, según contaba su madre, había convertido en un deporte sobrevivir a su enfermedad terminal. Ahora, muchos años más tarde, la adorable hermana de George, Pattern, se había convertido en una persona, un negocio, una filosofía, un crimen. Se ocupaba de algo relacionado con el sector aeroespacial. O para éste. ¿Había declarado su brillante hermana en una ocasión, en un artículo suyo publicado en Newsweek, que quería «ayudar a la gente a olvidar todo lo que pensaba que sabía sobre la tierra»? Una hipnosis de este tipo le había proporcionado, al parecer, enormes beneficios, cantidades de dinero que te vuelven muy paranoico cuando piensas que las podrías perder. Se dedicaba a la producción de relucientes materiales sintéticos a partir de recursos naturales realmente escasos —una especie de colgaduras metálicas que servían de «toalla» a los drones—, y eso significaba que a menudo fotografiaban a Pattern estrechando la mano a ancianos vestidos con túnica en cualquier pista de cualquier aeropuerto del mundo, sin duda después de realizarle pajas portentosas en la parte posterior del aerobús.
Bueno, eso no era justo. Probablemente, pensaba George, el personal de su hermana llevaba a cabo estudios acerca de las tendencias sexuales de cada uno, de modo que podía ofrecer orgasmos a medida a esos titanes de la industria, a cuyos hijos Pattern había hecho trizas, y cuyos arrecifes, minas y cuevas, su empresa estaba destruyendo.
En casa, probablemente Pattern se mostraba sumisa ante un marido mucho mayor que ella, a quien le iba todo según soplaba el viento. ¿O tal vez su hermana no estaba casada? Era difícil recordarlo, la verdad. ¿Quizá porque nunca se lo había dicho? ¿Quizá porque Pattern no se hablaba realmente con nadie de su antigua familia? ¿Nunca?
Ahora, con las cenizas de su madre en un frasco de conservas y papá ya fallecido, George era el último hombre que quedaba en pie. O sentado, en realidad. En su casa, prácticamente desplomado en el centro de su viejo y asqueroso sofá, intentaba trazar sus planes de viaje y pensar cómo podría beneficiarse exactamente del descuento en su billete aéreo por el fallecimiento de un familiar. Y qué ocurriría si en la puerta, antes de subir al avión, le hacían una prueba con una varita mágica que fuera capaz de detectar la aflicción y descubrían, con precisión digital, que eso le importaba un comino.
El último contacto con su hermana era un correo electrónico desde [email protected], cuando las escasas visitas de ella a su casa eran negociadas por su personal, que aguardaba a su jefa en la calle en un Winnebago camuflado. ¿Hacía ya diez años de eso? ¿Su madre había muerto o aún estaba viva? En su momento, George se preguntó si Pattern simplemente no podía enviar a las comidas familiares un maniquí en su lugar, con los bolsillos repletos de dinero. Tal vez un maniquí comestible, la cara tallada de carne de cordero, para que, cuando ellos la desgarraran con los dientes, la catarsis resultase más profunda. En cualquier caso, ¿a su hermana no le gustaría saber que ahora había una persona menos que pudiera apropiarse de su dinero? Podría reducir las medidas de seguridad en el recinto donde vivía, dondequiera que fuera. Papá había muerto. Probablemente ella ya lo sabía. Cuando eres tan rico, los cambios producidos en tu huella biológica, como la súbita muerte de un patriarca, aparecen al instante en tu perfil en las redes. Parpadeas un segundo ante tu imagen reflejada en la pantalla de alta resolución, no observas ningún cambio, y sigues con tu rutina. Más adelante tal vez, durante la semana, consentiría que sus médicos personales le hicieran alguna prueba para medir su tristeza, sólo para estar segura.
Ahora la cuestión era cómo enviar un correo electrónico a su ocupada hermana y lograr que pasara el filtro de correos basura, que probablemente consistía en un grupo de gente, con los brazos cruzados, que se encargaba de bloquear las comunicaciones no deseadas que enviaban a su esquiva jefa, quien tal vez para entonces ya se habría esfumado.
Quizá lo mejor era ser escueto: «Querida Pat —escribió George—. Papá y mamá se han ido y no volverán. Ahora sólo quedamos tú y yo. Por fin tenemos este mundo para nosotros. P. D. ¡Contesta!».
George fue a California para recoger las cosas de su padre, pero con la intención de arrojar a la basura todo lo que encontrase. En cuanto comenzó a inspeccionar el anodino apartamento de un solo dormitorio, donde no podía imaginarse a su padre de pie, sentado, durmiendo o comiendo, sobre todo porque le costaba imaginárselo de cualquier manera, una vecina terriblemente alta entró y se plantó en la sala de estar sin que nadie la hubiese invitado a hacerlo. George había dejado la puerta abierta de par en par y había entreabierto las ventanas para que entrara la brisa. Para que los elementos de la naturaleza barrieran a su padre de ese lugar. Necesitaba velas, viento, un chamán. Y a propósito de necesidades: después del repentino viaje al caluroso clima, necesitaba comida salada que le explotara en la boca. Necesitaba sexo, aunque fuera a solas. Oh, estar solo ante su portátil y poder derramar un poco de leche sobre su estómago. Ahora había una intrusa en casa de su padre, vestida con ropa de ejecutivo. Resultaba realmente difícil imaginarse a ese tipo de personas como si fueran bebés. Y sin embargo uno se mostraba cortés de todos modos con ellas. Hacía un esfuerzo por comprenderlas. Pero aún costaba más imaginárselas como seres maduros. Al parecer, necesitaba creerse que con el tiempo esas criaturas, esas simples foquitas desnudas en sus inicios, crecerían y adquirirían vocabulario. Una capa de piel las cubriría, con partes húmedas, y dientes, y enormes bolsas marsupiales, ideales para guardar dinero. ¿Había alguna página web en la que los infelices yuppies del mundo entero exhibían sus pollas, se restregaban las espaldas y susurraban palabras íntimas en un lenguaje inventado? Puede que estuviera emergiendo una nueva modalidad sexual.
—Oh, Dios mío. ¡No puedes ser George! —exclamó la mujer.
George prácticamente se había quedado tan perplejo como ella. Tenía razón. No podía ser él. Esas cuestiones existenciales son perturbadoras si permites que te afecten. Pero día tras día, con una constancia aplastante, él no era capaz de desmentirlo.
La mujer se acercó con aires de suficiencia. «Examina a este espécimen», pensó. Extráele sangre a ser posible.
—¡No puedo creerlo!
Él le preguntó si podía ayudarla. Tal vez deseaba comprar algo, un recuerdo del muerto. El de la inmobiliaria le había dicho que era preciso que se lo llevara todo. Dejar la casa en los huesos, y de momento George sólo estaba picoteando la piel. Había leído los menús de comida para llevar de su padre y había echado un vistazo a su historial en internet. Había objetos de cerámica de Nuevo México que era preciso tirar, camisas que había que probarse.
Quizá se vistiera como su padre y se hiciera selfies. Los subiría a la red, aunque fuera de manera póstuma. Puesto que a nadie le gustaba demasiado cuando vivía, al menos ese cabrón podría recibir algún «Me gusta» en la otra vida. En serio.
La mujer reparó en sí misma.
—Soy Trish, la… de Jim, ya sabes.
—Ajá —dijo George.
—Ni siquiera me atrevo a pensar que pudo haberte hablado de mí —dijo Trish—. No es como si hubiésemos estado casados de manera oficial. Aún no.
Oh, Dios, una medio esposa.
La última vez que habló con su padre —de eso hacía meses ya—, George recordaba no haberle prestado atención mientras éste le contaba que había conocido a alguien, y que ella —¿a qué se dedicaba?— ofrecía algún tipo de servicio que estaba realmente mal pagado, o no lo suficiente bien, porque… ¡vaya mierda de país! Y esa nueva novia era de algún lugar único, y George fingió que le impresionaba lo que le explicaba. Sin duda su papi parecía estar muy orgulloso, como si hubiera conocido a alguien importante de otro planeta.
De modo que le había dado detalles, pero él no le había prestado atención. ¿Ahora le diría a George que su padre lo había querido de verdad? Que suspiraba por verle y todo eso, que deseaba recibir sus llamadas telefónicas, ¿tenía el nombre de su hijo en Alertas de Google?
—Claro, Trish —dijo George, dándose un golpecito en la frente, muy leve, sólo para hacerle saber que había caído en la cuenta de quién era. Ella se lo merecía. Se abrazaron, aunque manteniendo las distancias, como si el cuerpo de su padre estuviera en medio de ambos. Luego ella se acercó un poco más y lo abrazó de verdad. Él sintió que se quedaba sin aliento cuando ella se arrojó sobre él.
George suponía que debería sentir algo. Emocional, sexual. Rabia y pesadumbre, y algo de voracidad. ¿Incluso una mayor indiferencia? La historia prácticamente exigía que el hijo pródigo, al empaquetar las pertenencias de su padre muerto, buscara la cercanía de la nueva esposa, más joven. Medio esposa. Aquí había algún tipo de circuito que faltaba por completar. Él tenía una obligación.
Resultaba bastante agradable abrazarla. Ella se dejó llevar, pero no de forma pasiva. Él hundió la cara en su cuello. Últimamente había abrazado a algunos hombres y mujeres poco receptivos. Se ponían tensos cuando los abrazaba. Sus huesos sobresalían. Ella no. Ella sabía lo que hacía.
—Bueno, sin duda no hueles como tu padre —dijo interrumpiendo el abrazo—. Y no te pareces a él. En absoluto.
Se echó a reír.
—Oh, debería parecerme —dijo George. Sinceramente, no lo sabía.
—No. Créeme. He visto a ese hombre muy de cerca. Tú eres un joven muy guapo.
—Gracias —dijo George.
—¡Necesito que te identifiques! ¡Podrías engañarme!
Quedaron más tarde para ir a cenar a un chiringuito de la playa. La comida se la sirvieron en lo que parecía un disco metálico industrial.
George la probó y habría deseado que no fuera tan ridículamente buena.
—Oh, Dios mío —farfulló.
Era lo malo que tenía California, la forma desenfadada de darte placer, te acorralaba.
Después de cenar caminaron por la playa y hablaron del padre de George, procurando no cagarse directamente dentro de su urna, cuyas cenizas probablemente aún estaban calientes. George ni siquiera la había sacado aún de la caja.
—Yo lo amaba. De verdad. Estoy convencida —dijo Trish—. Cuando por fin lograba sacar toda la ira que tenía dentro, en su interior había algo conmovedor.
George se imaginó a su padre deshinchado como un flotador, arrugado en un rincón.
—Muchas veces me llamaba por el nombre de tu mamá. Por error. Rina. Irene. Sí, lo hacía a menudo.
—Debía de ser duro para ti —dijo George. ¿Quién era Irene?, se preguntó. ¿La había conocido? Su madre se llamaba Lydia.
—No, yo lo entendía. Él había tenido una vida antes de conocerme. No éramos unos niños. Supongo que es porque yo también quiero ser feliz, lo cual, si te paras a pensarlo, es una pretensión realmente innovadora —añadió Trish.
George pensó en ello, pero estaba cansado e iba perdiendo interés. Prefería la soledad a lo que sentía cuando estaba rodeado de otras personas. Y también de esa mujer, Trish. ¿Ahora era familia suya? ¿Por qué tenía la sensación de que estaban teniendo una cita?
—Mi felicidad, y lo que debía hacer para conseguirla, constituía una amenaza para tu padre —prosiguió Trish.
—¿Mi padre se sentía amenazado? —dijo George—. ¿A qué te refieres?
—Oh, me gustas. No te pareces en nada a él.
George asimiló el comentario. Sonaba bien, probablemente era cierto. No tenía forma de saberlo. Se acordó entonces de la radio nueva de su padre que le había visto montar cuando era niño, y cuyo dial, que producía estática, se pasaba días y días moviendo. Hacía reír a su padre fingiendo que la estática le salía de la boca, sincronizando los labios. Recordó lo asustado que se había mostrado su padre en Nueva York cuando fue a visitarle. George le agarraba del brazo adondequiera que fueran. Eso le había irritado muchísimo.
¿Qué más? Una vez su padre le preparó sopa de tomate. Y le dio una bofetada mientras se estaba cepillando los dientes, lo que provocó que salpicara con pasta dentífrica todo el espejo.
Ahora se suponía que George iba a seguir derrochando recuerdos. No estaba seguro de tener energía suficiente para ello. Tal vez se trataba de dejar que los recuerdos se arrojaran sobre él y le dejaran hecho polvo a lo largo de meses o años a partir de ahora. Necesitaban tiempo, dondequiera que se ocultaran, para poder hacer acopio de fuerzas, de tal modo que cuando regresaran para sofocarle nunca pudiera recuperarse.
Después de su paseo se detuvieron bajo una nube de humo que olía a chamuscado detrás del restaurante. El oleaje del océano rompía en algún lugar detrás de una duna. Trish arqueó la espalda y bostezó.
—Esta muerte… —dijo ella.
—Ex-ci-tan-te —gritó George. No estaba excitado, pero daba igual. Quizá si dejaban de hablar un rato aquel estado de ánimo desaparecería.
Trish contuvo la risa.
—No, qué curioso que digas eso. Justo estaba pensando…, me entran ganas de… —Y sonrió.
Cuánto deseaba George que éste fuera el principio de un pacto suicida después de una agradable cena en la playa con la amante de su padre muerto. Sencillamente adentrarse juntos en el oleaje. Sin embargo, intuía lo que se avecinaba en lugar de eso.
—Esta noche voy a consolarme, contigo o sin ti —dijo Trish—. ¿Te apuntas?
George apartó la mirada. En aquel momento se habría acostado con cualquiera, daba igual con quién: con cualquier modelo, con cualquier marca, prácticamente de cualquier año. Pero sólo si podía saltarse la fase de negociación, cuando se mostraban las cartas, cuando de pronto el lenguaje de la seducción se verbalizaba en vez de canturrearse de un modo desentonado. A menudo era un factor decisivo. A menudo. No siempre.
Después de haber mantenido relaciones sexuales, lo que requirió que uno de ellos tuviera que salir de la habitación para concentrarse en el asunto a solas, se ducharon y se tomaron una copa. Era agradable beber un poco de aquel asqueroso whisky añejo en las tazas de café de cerámica indígena de su padre. Ahora que cada uno había contemplado la fría depravación del otro, podían relajarse.
Trish sacó el tema inevitable.
—¿Y qué pasa con Pattern?
Allá vamos.
—¿Cómo es? ¿Mantenéis el contacto? Tu padre nunca hablaba de ella.
Probablemente debido al acuerdo de confidencialidad que ella le habría hecho firmar, pensó George.
—Verás —dijo él, haciendo una pausa para asegurarse la respuesta—, es una persona muy agradable, muy amable. Creo que no se la comprende bien.
—¿Acaso no comprendí bien cómo en sólo dieciocho meses su empresa causó al Arrecife de la Gran Barrera la mayor erosión de toda la historia?
—Pidió disculpas por ello.
—Creía que ibas a decir que no lo hizo ella. O que no había sucedido así.
—No, ella lo hizo, con toda la intención, creo. Apuesto a que con la marea baja ella misma llegó hasta el arrecife y pulverizó esa puñetera cosa para obtener combustible o lo que fuera que estaban explotando. Pero se disculpó. En cierto modo, eso es mucho mejor que no haberlo hecho. Ahora tiene autoridad. Solemnidad. Es humana.
—¿Qué era antes?
¿Antes? George caviló. Antes era su hermana. Le hacía de canguro. Una vez vio que otra chica le pegaba a ella. Fue a una escuela secundaria especial para alumnos inteligentes que hacían clase los sábados. Antes de eso, ella era simplemente esa persona que era mayor y vivía en su casa. Tenía sus amigas. Cerraba la puerta de su habitación. Alguien debería haberlo advertido de que un día ella iba a desaparecer. Habría intentado conocerla.
Por la mañana, Trish leyó el discurso que había preparado sobre ellos dos. Su familiaridad hacía honor a un legado. Su intimidad física no suponía una traición. Los dos habían perdido a alguien. Ahora les tocaba encender una hoguera que tuviera —aquí George perdió el hilo de lo que Trish pretendía decir— la forma del padre de George.
Era como si Trish quisiera que la contradijera. Por el contrario, lo que hizo George fue asentir y estar de acuerdo y tratar de abrazarla. Dijo que hacer una hoguera como aquélla le parecía una buena idea. Aunque la noche anterior se habían tratado como bichos raros, dos técnicos de laboratorio esforzándose por obtener un resultado, hoy su abrazo era inexplicablemente platónico. Él se imaginó con Trish sobre la nieve, trazando una silueta de su difunto padre con gasolina y prendiéndole fuego después. Qué quedaría después, ¿una efigie o una montaña de cenizas?
—Antes no nos conocíamos —dijo Trish—. Ahora sí. Estamos cada uno en la vida del otro. Esto es auténtico. Y es bueno. No vas a volverte a casa y olvidarme. No es posible.
George habría suscrito cualquier versión sobre lo ocurrido la noche anterior y lo que ahora significaban el uno para el otro siempre que le permitiese tomar su avión a las 9.30 de la mañana y no volver a verla nunca más.
En el momento de marcharse, Trish lo agarró.
—Diría «uno de despedida», pero la verdad es que no creo en eso. No me gusta esa forma de pensar y hablar. Suena triste y definitivo y no quiero que lo nuestro sea eso. Nosotros no somos así. No me gusta la palabra «despedida», y sin duda no me gusta la palabra «uno». Dos es mucho mejor. Dos es la medida justa.
Levantó dos dedos e intentó que George los besara.
George le sonrió, alegó agotamiento. Era muy bonito por su parte, se dijo, y en situaciones normales aceptaría. Pero…
—Bueno, la investigación demuestra —dijo Trish con insistencia— que resulta muy estimulante amar y ser amado. Llegar al clímax. Provocar el clímax. Abrazarse y charlar y escuchar y hablar. ¡Estás aquí! ¡Estás precisamente aquí conmigo ahora!
—Lo siento —dijo George—. Supongo que todo esto me está empezando a afectar. Papá. Que haya muerto. No creo que ahora mismo me encuentre en el estado más idóneo para ello. Te mereces algo mejor.
No le parecía bien ni correcto recurrir a algo así, pero cuando lo dijo le pareció que era más cierto de lo que había pensado.
Trish era guapa, pero dado que su práctica sexual era cada vez más solitaria, eso ya no parecía tener importancia. Puede que le apeteciera tener relaciones sexuales con ella, siempre y cuando ella pudiera encontrar una manera de desaparecer, y si los dos pudieran encontrar una manera de olvidar que ya lo habían probado, anoche, y que la experiencia había sido profundamente clínica y aislada. Era demasiado pronto para que un mecanismo de negación lo bastante eficaz borrara todo aquello y les permitiera mirarse de nuevo el uno al otro como extraños, llenos de lascivia y esperanza.
—¿Eso es malo? —preguntó George a su terapeuta, después de haber vuelto a casa y de contarle lo esencial—. Y por favor, no me pregunte lo que yo pienso —añadió—. La razón por la que alguien hace una pregunta es porque le gustaría tener una respuesta. Si me devuelve la pregunta le juro que puede conseguir que me tire por la ventana.
Los dos miraron la pequeña y sucia ventana. Tenía barrotes. El despacho se hallaba en la planta baja.
—No me gustaría ser la causante de su muerte —dijo la terapeuta sin parpadear.
—Bien, me pregunto qué piensa usted.
—De acuerdo, pero no tiene que darme lecciones acerca de si debo hacerle una pregunta. Al parecer cree que debo aprender cómo responderle. Hay otras muchas razones por las que la gente hace preguntas, aparte de querer respuestas. Es usted un estúpido si piensa otra cosa.
—De acuerdo, tiene razón, lo lamento.
—Bien, ¿sabe?, creo que debe de sentirse solo. De verdad. Sentirse atraído por una mujer que, a su vez, según usted, parece sentirse atraída por uno (si es que esto es cierto), y pensar que sería más satisfactorio fantasear sobre ella que tener una experiencia física con ella, me parece propio de alguien que está muy solo. Pero es preciso tener en cuenta que la suya es una soledad que usted ha elegido en función de sus deseos sexuales. Su sexualidad al parecer aflora en soledad. Y no puedo evitar pensar que una parte de usted está orgullosa de eso. Su historia es vagamente jactanciosa.
—Además, ella era la viuda de mi padre.
La doctora Graco frunció el ceño.
—¿Y eso? —preguntó.
—Bueno, estuvo liada con mi padre, antes de que él muriera. Supongo que no le he contado esa parte.
La doctora Graco se tomó un momento para escribir en su bloc. Escribía deprisa y con una especie de desdén, como si no le gustara entrar en contacto con la hoja de papel. Miedo a los contaminantes, tal vez. Aversión al lenguaje.
A veces pensaba que los terapeutas aprovechaban esos momentos de silencio en que se ponían a escribir, tras decir uno algo sorprendente o puede que aburrido, para tomar notas sobre otros asuntos. La lista de la compra, planes. Uno nunca alcanzaba a ver lo que estaba escribiendo, era imposible que todo fuera realmente importante. ¿Cuánto de ello era puro entretenimiento, un dejar pasar el tiempo? ¿Cuánto de ello servía simplemente para que el narcisista que estaba sentado frente a uno cerrara la boca durante un rato?
Escribió una página entera y empezó otra antes de levantar la mirada.
—Lamento lo de su padre.
—Debería habérselo dicho. Le pido disculpas.
—¿Ha muerto… recientemente?
—Hace dos semanas. Por eso estuve fuera. Me salté la sesión. Que ya pagué. Estaba fuera. No estoy seguro de que usted…
—Comprendo. ¿Habla en serio cuando dice que debería habérmelo dicho?
—Bueno, la idea de contárselo me parecía muy cansina, supongo. No me gustaba tener que hacerlo. Si debo serle sincero, deseaba que usted pudiera captar esa información, mediante ósmosis, del mismo modo en que puede ver lo que llevo puesto y no es necesario que lo hablemos. Es evidente. Con sólo mirarme podría saber que mi padre había muerto.
Se puso de nuevo a escribir, pero él no deseaba aguardar a que terminara.
—Eso no es una crítica, por cierto. No creo que usted tuviera que adivinarlo. Quiero decir que no creo que yo pensara eso. Tal vez. Verá, simplemente que usted fuese lo bastante sensible y perceptiva para saberlo. Creo que a veces sus facultades me decepcionan. Es cierto, lo reconozco. Sólo desearía tener… como un ayudante que pudiera correr por delante de mí para explicar las cosas, liberándome de tener que proporcionar todo este contexto cuando hablo con la gente. De lo contrario, soy sólo un tipo que empieza a decir: mi padre murió, bla bla bla. Sólo soy ese tipo.
—Pero no lo era. Porque no me lo contó. No era ese tipo.
—Correcto, supongo.
—Entonces, ¿quién era?
—¿Qué?
—Usted no quería ser el tipo que me daba la noticia de que su padre había muerto, por lo tanto, ¿qué tipo es en su lugar?
Por alguna razón, George se vio a sí mismo y a Pattern de niños, en una playa, aguardando a hacer la digestión del almuerzo para poder ir a nadar. Pattern contaba aplicadamente desde dos mil hasta cero. Era un recuerdo inútil, insignificante. Recordó cuando él iba a la compra y cocinaba para su madre, cuando ella no se encontraba bien y no se encontraba bien de verdad. Él limpiaba y la atendía. Su padre ya se había instalado en California. Él fue ese tipo, pero por un breve periodo de tiempo. ¿Dos semanas? Había sido muchas personas desde entonces. Pero ¿quién era cuando no le dijo a la doctora Graco que su padre había fallecido? Nadie. Nadie digno de mención. Había sido alguien demasiado asustado o demasiado aburrido, no sabía cuál de los dos, para hablar de algo importante.
—Eso me ha hecho pensar en algo —dijo por fin—. La palabra «tipo». No sé. ¿Ha oído hablar de Guy Fox?
—¿Se refiere a la figura histórica Guy Fawkes?
—No. F-o-x. Una estrella del porno, pero en realidad ésa no es una buena manera de definir lo que él hace. No está claro siquiera si se le puede seguir llamando porno.Es algo que parece tan remoto y como aleatorio, y sin duda no necesariamente sexual. Si es que llega a serlo. Quiero decir que es casi tedioso. Bueno, es algo nuevo. Él establece contacto visual. La gente paga mucho dinero por ello. Él simplemente te observa, en vídeo. Te lo puedes bajar a la tele, y él te observará. La gente le paga para que mire mientras tienen relaciones sexuales o se masturban, aunque ahora se dice que la gente lo contrata sólo para que lo observe mientras están solos en casa. En cuanto levantan la mirada, él les está mirando. Pagan para tener contacto visual cada vez que lo deseen. Quieren que haya alguien allí, viéndolos. Y él es fantástico. Al parecer no hay nada como que te mire. Es una adicción.
—Entiendo. Bien, me temo que tenemos que terminar.
«Miedo, miedo, miedo. No tengas miedo —pensó George—. Abrázalo.»
Por una vez deseó que ella dijera: «Estoy encantada de que nuestra sesión haya terminado, George, ahora haga el puñetero favor de largarse de mi despacho, monstruo».
Siguiendo determinado protocolo para las personas que han sufrido una pérdida, George compró un cachorro de perro: rosáceo y temible. Su terapeuta, después de que él insistiese, lo convenció de que lo hiciera. Ella le explicó que la persona que pierde a un progenitor, sobre todo si no hay prácticamente relación entre ellos, tiende a lamentarse de su falta de pena. Como si deseara sentir algo y no lo lograse y eso le entristeciera. Esa ausencia. Dijo que un remedio para paliar esa pena circular, masturbatoria, es ocuparse de algo. Responsabilizarse de otro ser vivo.
Pero George y el animal habían resultado ser una pareja mal avenida. Así es como lo expresó cuando le devolvió al criador, o comoquiera que se llamara aquel hombre, aquella cosa mojada, y después contrató un servicio de limpieza y desinfección para su casa. El animal era como un niño que esperaba que lo sacaran de paseo, y no mostraba ningún interés por la hospitalidad que le ofrecía la casa de George. Pocas veces se relajaba, estaba siempre en tensión. Se sentaba erguido en un rincón, a veces daba un brinco hasta la ventana, desde donde miraba a un lado y a otro de la calle, constatando, resignado, que le habían abandonado. ¿Reconocería una cara amiga cuando llegara? A veces en la vida no todo sale bien, parecía estar pensando, quizá en una próxima tendría mejor suerte. Dios sabe dónde dormía aquella jodida cosa. Si es que dormía.