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Beschreibung

La vida en el cosmos: el gran misterio que define quienes somos Desde el Big Bang hasta la búsqueda de vida extraterrestre, este libro nos sumerge en la mayor aventura del conocimiento humano. La materia primordial del universo, forjada en el corazón de las estrellas, se transformó en moléculas cada vez más complejas que sembraron el cosmos con los ingredientes básicos de la vida. El agua, omnipresente pero esquiva, marca el camino de nuestra búsqueda en lunas heladas y exoplanetas distantes. Mientras la humanidad da sus primeros pasos hacia las estrellas, nuestros instrumentos escudriñan el cosmos en busca de señales de vida. Por primera vez en la historia, tenemos las herramientas para responder científicamente a la pregunta más antigua: ¿estamos solos en el universo? La respuesta podría transformar para siempre nuestra comprensión del cosmos y de nosotros mismos. Viaja desde el Big Bang hasta los océanos subterráneos de lunas distantes en una aventura que conecta los orígenes del cosmos con nuestro destino entre las estrellas.

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Seitenzahl: 768

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PRÓLOGO POR MANUEL LOZANO LEYVA

GRANDES MOLÉCULAS EN EL COSMOS: LAS PIEZAS BÁSICAS DE LA MATERIA

INTRODUCCIÓN

LOS COMPONENTES ESENCIALES DE LA MATERIA

LAS MOLÉCULAS EN EL ESPACIO

LA QUÍMICA DE LOS ASTROS

GRANDES MOLÉCULAS EN EL SISTEMA SOLAR

EL AGUA EN EL COSMOS: LA MATRIZ DE LA VIDA

INTRODUCCIÓN

RETRATO DEL AGUA

EL AGUA EN LA TIERRA

EL AGUA EN EL SISTEMA SOLAR

EL AGUA EN EL UNIVERSO

LA PRESENCIA HUMANA MÁS ALLÁ DEL SISTEMA SOLAR: PRIMEROS PASOS HACIA EL ÉXODO INTERESTELAR

INTRODUCCIÓN

EL SUEÑO DEL VIAJE INTERESTELAR

PLANETAS EXTRASOLARES

MÁS ALLÁ DE LA HELIOSFERA

¿CÓMO LLEGAR A LAS ESTRELLAS?

LA ELECCIÓN DE UN DESTINO

EL FACTOR HUMANO

UN POSIBLE ENCUENTRO EXTRATERRESTRE

EL FUTURO DE NUESTRA ESPECIE

LA VIDA NO TERRESTRE: ¿ESTAMOS SOLOS EN EL UNIVERSO?

INTRODUCCIÓN

LA VIDA: ORIGEN Y DEFINICIÓN

¿QUÉ TIPO DE VIDA?

EL UNIVERSO COMO ESCENARIO BIOLÓGICO

BÚSQUEDA Y EXPANSIÓN DE LA VIDA EN EL SISTEMA SOLAR

BÚSQUEDA DE VIDA MÁS ALLÁ DEL SISTEMA SOLAR

EL CONTACTO CON INTELIGENCIAS LEJANAS

LECTURAS RECOMENDADAS

© del prólogo: Manuel Lozano Leyva, 2025.

© del texto de La vida no terrestre: Juan Antonio Aguilera Mochón.

© del texto de Grandes moléculas en el cosmos: Joel Gabàs Masip.

© del texto de La presencia humana más allá del sistema solar: Óscar Augusto Rodríguez Baquero.

© del texto de El agua en el cosmos: Juan Antonio Aguilera Mochón.

© de las fotografías de La vida no terrestre: Archivo RBA: 514a; Sebastien Decoret /123RF: portada; ESA: 569; ESO/R. West: 606; NASA: 581b, 615, 625 NASA/Adler/Universidad de Chicago/Wesleyan/JPLCaltech: 531, 537; NASA/JPL-Caltech:542,575;NASA/JPL-Caltech/ ASI/Cornell: 581a; OHB System AG: 607; REUTERS/Cordon Press: 609a, 609b; Science Photo Library/Age Fotostock: 514b, 622.

© de las fotografías de Grandes moléculas en el cosmos: Age Fotostock: 31a; Age Fotostock/Carlos S. Pereyra: 71a; Age Fotostock/ Charles D.Winters: 31b; Age Fotostock/Johan Swanepoel/SPL: 111a; Age Fotostock/John Cancalosi: 131b; Age Fotostock/Marshall Space Flight: 139b; Age Fotostock/Mary Evans/Natural History Museum: 111b; Age Fotostock/Mikel Bilbao: 121a; Age Fotostock/NASA/ESA/S.Beckwith/HUBBLE: 46-47; Age Fotostock/NYPL/ Science Source: 71b; Age Fotostock/Science Photo Library: 35a, 35b; ALMA: 102; Getty Images/Adhemar Duro: 62-63; Getty Images/BSIP: 135a; NASA: 37, 49a, 49b, 50a, 50b, 71a, 74, 79, 81, 83a, 83b, 88a, 88b, 103a, 103b, 117a, 117b, 139a, 140 , 147a, 147b, 154-155; NASA/Cassini: 107a; NASA/Chandra: 61b; NASA/Hubble: 61a; NASA/JPLCaltech/ SSI/Ian Regan: 97a; NASA/JPL: 97b; Shutterstock: Portada; Wikipedia: 121b, 131a, 135b, 145, 151a, 151b.

© de las fotografías de La presencia humana más allá del sistema solar: AGE: 325, 426, 443; Bill Saxton (NRAO/AUI/NSF)/NAO: 359; Bill Stafford, James Blair, Regan Geeseman/NASA: 425; Bill Stafford/NASA: 379; CAHA: 403a; Daein Ballard/Wikimedia Commons: 418; CU Boulder; Torin Clark: 411a, 411b; Donald Davis-NASA Ames Research Center/Wikimedia Commons: 319a; ESA, NASA, and L. Calcada (ESO for STScI)/ESA, NASA: 415bi; ESA: 428; Galaxy Publishing/Ed Emshwiller/ Wikimedia Commons: 427; John Frassanito and Associates/NASA: 415ai; JPL-Caltech/ NASA: 369, 397, 414; L. Weinstein/Ciel et Espace Photos/ESO: 335a; M. Kornmesser/ESO: 393b; M. Kornmesser/Nick Risinger/ESO: 335b; Marshall Space Flight Center/Wikimedia Commons/NASA: 373b; Michael Okoniewski 1994/Wikimedia Commons: 439; Miksu-Own work/Wikimedia Commons: 451a; N. Bartmann/spaceengine. org/ESO: 345b; NASA: 319bi; NASA/JPL : 363bd; NASA and Ball Aerospace/NASA: 339; 391i; NASA’s Goddard Space Flight Center/NASA: 363bi; NASA’s Goddard Space Flight Center/Chris Gunn de Greenbelt, MD, USA/NASA: 391d; NASA/MSFC: 415ad; NBC Television/Wikimedia Commons: 319bd; NordGen/Dag Terje Filip Endresen/Wikimedia Commons: 459b; Óscar Augusto Rodríguez Baquero con imágenes de ESO/M. Kornmesser, NASA, NASA Ames/ SETI Institute/JPL-Caltech: portada; Óscar Augusto Rodríguez Baquero/ESO/NASA: 363a; P. Kalas (Univ. of California, Berkeley) et al./ESA, NASA: 345a; PHL @UPRArecibo:403b;Q.Zhang,University of California/NASA: 373a; SAIC/NASA: 345bd; Schokraie E, Warnken U, Hotz-Wagenblatt A, Grohme MA, Hengherr S, et al./ Wikimedia Commons: 437; Y. Beletsky (LCO)/ESO: 393a.

© de las fotografías de El agua en el cosmos: D.A. Aguilar/Centro para la Astrofísica de la Universidad Harvard y el Instituto Smithsoniano: 293; Yuri Beletsky (LCO)/ESO: 284-285; Cassini Imaging Team, SSI, JPL, ESA, NASA: 261b; Centro Goddard de Vuelos Espaciales de la NASA: 249a; Pam Engebretson/Universidad de California en Santa Cruz: 269a; ESO/M. Kornmesser: 303b; ETH Zurich: 185b; Expedición de 2004 al Cinturón de Fuego del Pacífico/Oficina de Exploración Oceánica de la NOAA/Bob Embley: 185b; A.D. Fortes/ UCL/STFC: 266; Mark Garlick/SPL/Age Fotostock: portada; NASA/Adler/Universidad de Chicago/Wesleyan/JPL-Caltech: 301; NASA/JHUAPL/SWRI: 115b; NASA/JPLCaltech: 259, 303a; NASA/JPL-Caltech/ASI/Cornell: 201; NASA/JPL-Caltech/ Universidad de Arizona: 249b; NASA/JPL/ESA/K. Retherford/SWRI: 257; NASA/JPL/Universidad de Colorado: 261a; Richard Siemens/Universidad de Alberta: 215, 215 (foto inserta); Sociedad Química Estadounidense (ACS): 263; Emily Stone, NSF: 185; Universidad Ben-Gurion del Negev: 233a; Universidad Cornell/Instituto de Ciencia Planetaria/NASA/Google Earth/Alexis Rodriguez, Alberto G. Fairén et al.: 250; World Water Development Report 4. World Water Assessment Programme (WWAP), March 2012: 226.

Diseño de interior: Tactilestudio.

Infografías: Joan Pejoan.

Realización: Editec.

Composición del ómnibus: El Taller del Llibre.

© RBA Coleccionables, S.A.U.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: abril de 2025.

REF.: OBDO475

ISBN: 978-84-1098-321-2

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Prólogo

por

MANUEL LOZANO LEYVA

Las incógnitas más esenciales que nos podemos plantear son de dónde venimos, por qué estamos aquí y cuál es nuestro destino. Pero quizás la más inabarcable y enigmática de todas es si estamos solos en el universo. Esta pregunta, que ha cautivado a la humanidad desde que alzamos la vista hacia las estrellas, nos lleva a un viaje extraordinario que comienza con el origen mismo del cosmos.

El más colosal acontecimiento de la historia, al que llamamos Big Bang, fue en rigor un proceso de sorprendente simplicidad. Del vacío surgió espontáneamente energía en forma de radiación —luz si se prefiere, aunque esta no sea más que la parte del espectro electromagnético visible al ojo humano—. Inherente a esa fluctuación del vacío, se generaron las dimensiones fundamentales que conocemos como espacio y tiempo.

Una minúscula fracción de esa radiación primordial —apenas una parte en cuatro mil millones— se transformó en las primeras partículas elementales: quarks y gluones. Los quarks se agruparon de tres en tres, unidos por los gluones, para formar las partículas que serían el fundamento de toda la materia: los protones y neutrones. Minutos después, los electrones se unieron a esta danza cósmica para formar el átomo más simple y abundante del universo: el hidrógeno. Así nacieron los cimientos de todo lo que vendría después.

¿De dónde proviene entonces la rica diversidad de elementos que forman nuestro mundo? La respuesta está en las estrellas. La materia primigenia, bajo la influencia de la gravedad, se organizó primero en galaxias, y dentro de ellas, en estrellas. Esta arquitectura fundamental persiste: cientos de miles de millones de galaxias, cada una conteniendo una cantidad similar de estrellas, como edificios cósmicos construidos con ladrillos de luz.

En el interior de aquellas primeras estrellas comenzó la verdadera alquimia cósmica. A temperaturas de millones de grados, las reacciones de fusión nuclear no solo generaron la energía que hacía brillar a las estrellas, sino que también forjaron elementos más pesados. El carbono y el oxígeno, elementos fundamentales para la vida, se cocinaron en estos hornos estelares. Cuando las estrellas más masivas agotaron su combustible, explotaron como supernovas, sembrando el espacio con estos elementos recién creados.

Esta historia cósmica de creación y transformación se desarrolla en cuatro etapas fundamentales, cada una construyendo sobre la anterior para revelar nuestra relación con el cosmos. La encontramos en las moléculas complejas que flotan en las nubes interestelares, en el agua que se esconde en los rincones más inesperados del sistema solar, en los primeros pasos de la humanidad más allá de nuestro planeta, y en las señales que podrían indicar la presencia de vida en mundos distantes.

La primera parte de nuestro viaje nos sumerge en el mundo de las grandes moléculas cósmicas, los verdaderos bloques de construcción de la vida. Desde los aminoácidos hasta las cadenas moleculares más complejas, estas estructuras químicas flotan en el espacio interestelar, viajan en cometas y meteoritos, y pueblan las atmósferas planetarias. Su presencia universal sugiere que los ingredientes básicos de la vida son parte inherente de la química cósmica.

La segunda parte sigue el rastro del agua por el cosmos, esa molécula crucial para la vida. La encontramos en los casquetes polares de Marte, en los océanos subterráneos de Europa y Encélado, y en las atmósferas de exoplanetas distantes. Su distribución en el universo no solo marca potenciales oasis de vida, sino que nos ayuda a entender dónde y cómo podrían surgir las condiciones necesarias para la vida.

La tercera parte explora la expansión de la humanidad hacia las estrellas. Más allá de las hazañas tecnológicas, examinamos los desafíos fundamentales de convertirnos en una especie multiplanetaria. Desde la supervivencia física hasta las implicaciones filosóficas de colonizar otros mundos, esta exploración está redefiniendo lo que significa ser humano en la era espacial.

La cuarta parte aborda la pregunta central que impulsa nuestra exploración del espacio: ¿estamos solos en el universo? A través de la astrobiología moderna, examinamos las múltiples vías para descubrir vida más allá de la Tierra. Desde la búsqueda de microbios en Marte hasta la detección de biomarcadores en exoplanetas, la ciencia moderna está transformando esta antigua pregunta filosófica en una investigación rigurosa y sistemática.

Estas cuatro vertientes de nuestra exploración cósmica no son historias aisladas, sino hilos entretejidos de una misma narrativa. Las grandes moléculas que encontramos en el espacio nos muestran cómo la química compleja emerge de forma natural en el cosmos. El agua, omnipresente pero esquiva, actúa como el solvente universal que hace posible esta química compleja. Juntas, las moléculas orgánicas y el agua crean las condiciones necesarias para la vida tal como la conocemos.

Nuestra expansión hacia el espacio no solo representa el siguiente paso en la evolución humana, sino que también nos proporciona las herramientas y perspectivas necesarias para buscar vida más allá de la Tierra. Cada sonda que enviamos, cada telescopio que construimos, cada nuevo mundo que exploramos, nos acerca más a comprender si los procesos que llevaron a la vida en la Tierra se han repetido en algún otro lugar del cosmos.

El experimento de Miller y Urey, que recreó en el laboratorio las condiciones de la Tierra primitiva, nos mostró que el camino de la química simple a la compleja es casi inevitable bajo las condiciones adecuadas. Hoy, nuestros instrumentos nos revelan que estas condiciones no son únicas de nuestro planeta: las encontramos en las lunas heladas de Júpiter y Saturno, en las nubes de Venus, en el subsuelo de Marte, y potencialmente en innumerables exoplanetas que orbitan estrellas distantes.

En este momento crucial de la historia humana, nos encontramos por primera vez con las herramientas y el conocimiento necesarios para abordar científicamente la pregunta de si estamos solos en el universo. Los próximos años prometen ser decisivos: nuevos telescopios escudriñarán las atmósferas de planetas lejanos, misiones robóticas explorarán los océanos subterráneos de las lunas de Júpiter y Saturno, y nuestros instrumentos se volverán cada vez más sensibles a las señales de vida en otros mundos.

Cada nuevo descubrimiento nos recuerda que somos parte de algo mucho más grande: un universo que, desde sus primeros momentos, ha creado las condiciones para la complejidad y, potencialmente, para la vida. Las moléculas orgánicas que flotan en el espacio, el agua que se esconde en mundos lejanos, nuestros primeros pasos más allá de la Tierra, y la posibilidad de otros planetas habitados, son capítulos de una misma historia: la historia de un cosmos que se vuelve consciente de sí mismo a través de nosotros.

Este libro es una invitación a explorar esta historia en toda su magnitud. A través de sus páginas, veremos cómo la ciencia moderna está respondiendo a preguntas que han intrigado a la humanidad durante milenios. Y al hacerlo, quizás descubramos que la verdadera maravilla no está solo en las respuestas que encontremos, sino en el propio acto de búsqueda, en nuestra capacidad para comprender y fascinarnos ante los misterios del cosmos.

Como intuyeron Demócrito y después expresó bella y poéticamente Tito Lucrecio Caro, comprender nuestro lugar en el universo no debería provocarnos temor, sino llenarnos de asombro y alegría. Somos, después de todo, el medio por el cual el cosmos ha desarrollado la capacidad de contemplarse a sí mismo, de hacerse preguntas y de buscar respuestas. En esa búsqueda reside una de las expresiones más nobles del espíritu humano.

Grandes moléculas

en el cosmos

Las piezas básicas de la materia

Introducción

La mayor parte de las moléculas que componen nuestro planeta están formadas por átomos que se generaron en núcleos de estrellas actualmente extintas. El proceso completo que han atravesado para llegar hasta nuestros días no se conoce con exactitud, sin embargo, los avances realizados en las últimas décadas han sido muy importantes. La teoría cosmológica predominante en la actualidad nos presenta a nuestro universo en expansión desde el Big Bang, algo parecido a una gran explosión inicial. Se estima que los átomos formados en los instantes iniciales del universo correspondieron casi exclusivamente a hidrógeno y helio, los dos elementos con masas atómicas menores. El resto de elementos más masivos habrían sido generados básicamente por fusión nuclear en el interior de las estrellas e incorporados posteriormente al material interestelar. Si miramos el universo en su globalidad, la cantidad de átomos más masivos que el hidrógeno es muy pequeña. Globalmente, nueve de cada diez átomos son de hidrógeno, siendo el resto mayormente de helio. Los átomos de los otros elementos están presentes en el universo de forma vestigial. Sin embargo, en determinados entornos las proporciones son muy distintas y predomina la presencia de átomos más masivos que el del helio. El hidrógeno es hegemónico en la red de filamentos gaseosos de baja densidad, en cuyos nodos se disponen los supercúmulos galácticos, las propias galaxias, las estrellas e incluso los planetas gaseosos gigantes. Pero pierde esta hegemonía en cuerpos sólidos como los planetas rocosos. En la Tierra, por ejemplo, la presencia del hidrógeno como elemento aislado es muy escasa. Los elementos más abundantes en nuestro planeta son el hierro, el oxígeno, el silicio y el magnesio. Hay también multitud de otros elementos en cantidades menores. Uno de los más importantes es el carbono, principal componente de las moléculas orgánicas sobre las que se sustenta la vida. La química terrestre es la más compleja que conocemos, mucho más que la de los otros planetas y que la de los entornos espaciales. Sin embargo, esto no quiere decir que no exista una cierta complejidad química en el espacio. Actualmente, la lista de moléculas detectadas en entornos espaciales interestelares supera el centenar de entradas. La mayoría de estas moléculas son orgánicas y muchas de ellas son esenciales para la vida.

Las moléculas son las partículas elementales que determinan el conjunto de propiedades físicas y químicas de las distintas sustancias que percibimos a través de los sentidos. Las moléculas son combinaciones de átomos, que son las piezas esenciales de la materia a partir de las cuales se estructura toda la química. Si bien podemos encontrar los orígenes de la teoría atómica en la antigua Grecia, su versión moderna apareció ya a principios del siglo XIX. Se basa en los principios postulados por el químico británico John Dalton (1766-1844) que, grosso modo, se resumen en que la materia está constituida por partículas indivisibles llamadas átomos, iguales para los elementos y distintos para los compuestos. Así pues, las reacciones químicas son reestructuraciones de los átomos en las sustancias, que se agrupan formando distintas moléculas. A lo largo de ese mismo siglo se identificaron un gran número de elementos y se clasificaron en una tabla periódica según sus propiedades. Estas vienen marcadas por la estructura atómica, básicamente por el número y distribución de los electrones alrededor del núcleo. Esta distribución se ha podido establecer en el marco de la teoría de las ondas electromagnéticas surgida también en el siglo XIX de la mano del físico y matemático escocés James Clerk Maxwell (1831-1879). Uno de los pioneros en el establecimiento de la distribución electrónica alrededor del núcleo atómico fue el físico danés Niels Bohr (1885-1962). Para ello se basó en el estudio de las líneas espectrales características de las distintas sustancias. El espectro de un objeto, como por ejemplo el Sol, es el conjunto de ondas electromagnéticas emitidas en distintas frecuencias. Se puede representar como una banda donde cada una de las líneas corresponde a una de las frecuencias que se ordenan de mayor a menor. En el caso del espectro solar, las ondas emitidas en algunas de las frecuencias apenas presentan intensidad, pudiéndose representar como líneas oscuras en la banda. Estas líneas ya se conocían antes incluso de comprender la naturaleza electromagnética de la luz. Uno de los primeros en estudiarlas fue el astrónomo alemán Joseph von Fraunhofer (1787-1826), quien fue capaz de detectar centenares de ellas en el espectro solar. Décadas más tarde, el físico prusiano Robert Bunsen (1811-1899) y el químico alemán Gustav Kirchhoff (1824-1887) descubrieron que el espectro asociado a la luz emitida por determinadas sustancias al calentarlas se ubicaba en unas frecuencias características, que se podían representar como líneas luminosas en las bandas espectrales. Estas últimas se tradujeron como líneas de emisión, mientras que las líneas oscuras en el espectro solar se interpretaron como líneas de absorción causadas por las sustancias en las capas más externas del Sol o en la atmósfera terrestre. Fue a través de la interpretación de todas estas líneas espectrales a partir de las que Bohr elaboró sus primeros modelos de distribución de electrones alrededor del núcleo atómico. La idea básica es que cada sustancia presenta unos patrones espectrales característicos, que son consecuencia de las restricciones de emisión y absorción de ondas electromagnéticas que impone la distribución de los electrones en sus átomos o moléculas. En particular, las líneas espectrales corresponden a las frecuencias características en que emiten los electrones cuando cambian de nivel energético en sus átomos o moléculas.

Las líneas espectrales características que presenta cada molécula permiten identificarlas a distancia en otras zonas de nuestra galaxia. Eso no es siempre sencillo ya que en entornos con gran variedad molecular las líneas se observan como una enredada madeja que hay que desentrelazar. Es a partir del análisis de esta información que podemos conocer la composición de las distintas regiones interestelares. De hecho, casi toda la información que nos llega del espacio es a través de ondas electromagnéticas, exceptuando, claro está, las misiones espaciales al sistema solar y la aún tímida detección de ondas gravitatorias. Esta información se obtiene mediante potentes radiotelescopios, tanto terrestres como espaciales, capaces de captar con precisión un gran número de frecuencias. Las líneas espectrales se consiguen incorporando los instrumentos adecuados para obtener un espectro con las distintas intensidades de cada frecuencia en la que emite un determinado objeto astronómico. A través del análisis de espectros se han detectado en entornos interestelares más de un centenar de moléculas, incluyendo agua, amoníaco o metano, pero también diversas moléculas orgánicas esenciales para la evolución de la vida. Esta composición es el resultado de una compleja interacción entre el medio interestelar y las estrellas. Por un lado, los átomos masivos son incorporados al medio tras ser generados por fusión en estrellas que han colapsado del propio medio. Por otro lado, la radiación de las estrellas ioniza el medio poniendo en juego las fuerzas electrostáticas, viéndose atraídos los iones positivos resultantes por los electrones de otros átomos o moléculas neutros cercanos. De esta forma, algunas moléculas se empiezan a generar ya en las nebulosas interestelares antes de acabar formando parte de los distintos tipos de astros. A día de hoy, las mayores moléculas detectadas en entornos interestelares tienen decenas de átomos y son conocidas como fulerenos. Se trata de moléculas que forman superficies tridimensionales a partir de estructuras hexagonales, pentagonales e incluso heptagonales de átomos de carbono. Los detectados en entornos interestelares son básicamente esféricos, con estructuras similares a un balón de fútbol. Parece ser que tienen su origen en las nebulosas planetarias, cuyo nombre se debe solamente a que cuando fueron detectadas presentaban una apariencia esférica como la de un planeta. Hoy en día sabemos que se trata de las capas exteriores de estrellas como nuestro Sol expulsadas al colapsar tras haber fusionado gran parte de su hidrógeno y helio. Los primeros fulerenos se generaron en laboratorios hace tan solo unas décadas, cuando se simulaban las reacciones químicas producidas en la atmósfera de una de estas estrellas. Aunque se han encontrado también en la naturaleza, desde el principio su descubrimiento vino acompañado de la hipótesis que se pueden encontrar en el espacio interestelar. Desde entonces se ha realizado un gran trabajo para identificar sus líneas espectrales y detectarlas en entornos espaciales. Trabajo que ha empezado a dar su fruto, aunque muchos de los compuestos e iones espaciales de esta familia están aún por detectar.

Las moléculas que podemos encontrar en nuestro planeta son mucho más diversas y pueden alcanzar niveles de complejidad más grandes que en los entornos espaciales. Es consecuencia de las propiedades de la Tierra, entre las que destacan su masa, su composición y su estructura. En el sistema solar encontramos otros siete planetas conocidos, además de un número increíblemente grande de pequeños cuerpos. Cada uno de ellos tiene sus particularidades químicas y todos son el resultado del colapso de una gran nube molecular. La química detectada en este tipo de nubes es mucho más sencilla que la de los astros del sistema solar. El proceso por el cual se pasa de una a la otra aún no se conoce bien, aunque es mucho lo que se ha avanzado en las últimas décadas. Lo primero que sucede cuando colapsa una nube es que la masa se concentra en la parte central de una protoestrella que tiene un disco protoplanetario alrededor a partir del cual se forma el resto de astros del sistema. Estos astros se forman por acreción, juntándose los granos de polvo en pedazos cada vez mayores hasta llegar a conglomerados de entidad suficiente para ir acumulando masa. La composición de cada uno de ellos depende de su distancia a la estrella. Los planetas rocosos, como el nuestro, se forman en las cercanías de la estrella donde la temperatura es elevada, por lo que no incorporan compuestos volátiles como metano, amoníaco o agua. Los planetas gaseosos, así como gran parte del resto de pequeños cuerpos, se forman en las lejanías de la estrella donde la temperatura es baja, por lo que sí incorporan compuestos volátiles. De hecho, se cree que una parte de estos compuestos que existen hoy en día en la Tierra llegaron con posterioridad a su formación, a través del impacto de pequeños cuerpos formados en las lejanías del Sol. Así pues, la compleja química terrestre es probablemente el resultado de un largo historial astronómico. Sin duda uno de los resultados más impresionantes de este historial es la vida, en relación a la cual se puede distinguir entre química orgánica e inorgánica. La primera estudia los compuestos orgánicos, mientras que la segunda se centra en los compuestos inorgánicos, aquellos que no forman parte activa de los organismos vivos. Esta distinción no es siempre clara ya que la química orgánica también estudia muchos compuestos que no están presentes en los seres vivos y actualmente se define según la función estructural que tiene el carbono en sus moléculas. Las estructuras de carbono de los compuestos orgánicos consisten en cadenas lineales, ramificadas o cerradas, que pueden ser muy complejas a diferencia de los inorgánicos, cuyas moléculas acostumbran a ser sencillas y formar cristales regulares cuando se encuentran en estado sólido. El papel estructural del carbono en la química orgánica se debe a su configuración atómica. El átomo de carbono necesita cuatro electrones para alcanzar una estructura atómica más estable, así que tiende a formar enlaces con otros átomos, ya sea de carbono o de otros elementos.

Finalmente, las moléculas más grandes que conocemos son las que forman parte de los seres vivos. Aunque podría ser que la vida en nuestra galaxia fuera más frecuente de lo que imaginamos, a día de hoy tan solo sabemos que existe en la Tierra. Su desarrollo ha sido posible gracias a las características de nuestro planeta, como la gran presencia de agua en su superficie. El agua es un componente esencial de todos los organismos celulares, ya que es un buen disolvente y facilita las complejas reacciones químicas que tienen lugar en los procesos vitales. Otras condiciones que posibilitan la diversidad de reacciones químicas que se dan en la superficie de nuestro planeta son su gravedad y su presión, consecuencia de su envoltura gaseosa. Tanto la envoltura de agua como la gaseosa tienen una dinámica marcada por la energía solar, responsable de la evaporación de agua y el calentamiento de las masas de gas. Las masas calientes de gas en expansión se redistribuyen buscando nuevos equilibrios transportando el agua evaporada hasta que se enfría, condensa y precipita. Es lo que se conoce como ciclo del agua, que tiene un importante papel en el traslado de las sustancias propiciando la riqueza química y biológica de nuestro planeta. Esta riqueza no ha existido siempre, es el resultado de un complejo proceso evolutivo. Uno de los episodios más interesantes de esta evolución fue el paso de las primeras moléculas orgánicas prebióticas a los primeros organismos vivos. No sabemos cómo ocurrió esto, pero se estima que, más o menos, tuvo lugar los primeros cientos de millones de años tras la formación de nuestro planeta. Este episodio coincide aproximadamente con el llamado bombardeo intenso tardío en el que multitud de pequeños cuerpos del sistema solar exterior fueron enviados hacia el sistema solar interior debido al reajuste de órbitas planetarias. Muchos de estos pequeños cuerpos impactaron contra los planetas y la Luna, siendo los cráteres aún visibles en la actualidad. Se habían generado en las lejanías del Sol donde había una temperatura más baja y abundaban elementos volátiles como el metano, el amoniaco y el agua. Se cree además que algunos de ellos pudieron traer a nuestro planeta parte de los compuestos esenciales para la vida. En la actualidad, aún podemos encontrar muchos pequeños cuerpos formados en esa época vagando por el sistema solar. De hecho, cada año algunos de los más pequeños siguen cayendo a la superficie terrestre. Una pequeña parte son rocosos con poco contenido metálico y tienen un alto contenido de compuestos de carbono. En unos pocos se ha detectado incluso una enorme variedad de compuestos orgánicos como por ejemplo varios aminoácidos. Estas moléculas son mucho más complejas que las identificadas en las nubes moleculares interestelares a partir de las cuales se forman los sistemas estelares. A día de hoy, aún no es posible explicar cómo se pasa de la química de las nubes moleculares a la de los discos protoplanetarios. Puede que las moléculas más simples se junten como piezas o que intervenga también un proceso de fragmentación de moléculas como los fulerenos por el efecto de la radiación ultravioleta. En cualquier caso, las investigaciones más recientes apuntan a una química de los discos protoplanetarios mucho más rica de lo que habíamos imaginado.

Los componentes esenciales de la materia

En el universo, nueve de cada diez átomos son de hidrógeno. El resto es mayormente helio y la presencia de los otros elementos es vestigial. Suficiente, sin embargo, para que en algunos entornos espaciales exista una química elemental que, en algunos cuerpos, como la Tierra, se convierte en compleja.