Lejos de nuestra tierra - Dina Nayeri - E-Book

Lejos de nuestra tierra E-Book

Dina Nayeri

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Beschreibung

Dos hermanas gemelas separadas a los once años. Dos vidas diferentes. Los mismos sueños de libertad. «Nayeri es la descendiente contemporánea de la antigua tradición de contar historias». La Estampa«Una novela mágica sobre una joven iraní que supera el dolor de la guerra y de la separación de su familia, incluida su hermana gemela, alejada de los tópicos sobre la historia de Irán, y que habla del poder de la memoria y de la adaptación a otras culturas».  El Imparcial Una novela cautivadora y exótica, con tintes autobiográficos, sobre la lucha de una valiente joven por ser dueña de su propio destino en el Irán de los ayatolás. Un desgarrador recuerdo marcó la infancia de Saba Hafezi: cuando en 1981 ella tenía once años, su madre y su hermana gemela, Mahtab, se alejan de ella en el aeropuerto y su padre impide que ella las siga. Acababa de triunfar en Irán la Revolución islámica. Todo el mundo afirma que Mahtab está muerta y que debería olvidar a su conflictiva madre. A lo largo de los años, Saba se empapa de libros, películas y revistas occidentales ilegales, e imagina para su hermana gemela una vida paralela que, como en un espejo, reproduce la suya propia de una forma extraña e improbable. Y mientras la historia de Saba posee toda la sordidez y la brutalidad de la vida real en el Irán posrevolucionario, la de Mahtab es como una serie de televisión estadounidense…Lejos de nuestra tierra reúne personajes sólidos y pintorescos, una voz narrativa única y la misteriosa manera de contar de Oriente para transmitir un mensaje sobre la identidad femenina y sobre cómo ser dueña del propio destino sin dejar de vivir y luchar con la ayuda de la fantasía.

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Edición en formato digital: junio de 2024

Título original: A Teaspoon of Earth and Sea

© En cubierta: ilustración © Arsenal Handicraft

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Dina Nayeri, 2013

© De la traducción, Lola Diez

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-81-0

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Primera parte EL HILO INVISIBLE

PRÓLOGOPueblo de Cheshmeh (provincia de Gilán), en Irán. Verano de 1981

Se lleva en la sangre (Khanom Basir)

CAPÍTULO UNOVerano de 1981

El Hombre del Sol y la Luna (Khanom Basir)5

CAPÍTULO DOSOtoño de 1984

La cuentacuentos (Khanom Basir)

CAPÍTULO TRESOtoño de 1988

La petición de matrimonio (Khanom Basir)

CAPÍTULO CUATROOtoño de 1988

La realidad del asunto (Khanom Mansuri, la Anciana)

Capítulo Cinco Otoño-invierno de 1989

Arroz, dinero y velos (Khanom Basir)

CAPÍTULO SEIS Otoño-invierno de 1989

Notas del diario (Doctora Zohreh)

CAPÍTULO SIETE Otoño-invierno de 1989

Segunda ParteEL DINERO DEL YOGUR

Fiebre por ti (Khanom Basir)

CAPÍTULO OCHOFinales de primavera de 1990

La dallak de los hilos en los dedos (Khanom Basir)

CAPÍTULO NUEVEFinales de primavera de 1990

Bésame mucho (Khanom Basir)

CAPÍTULO DIEZOtoño de 1990

Una humilde opinión (Khanom Omidi, la Dulce)

Notas del diario (Doctora Zohreh)

CAPÍTULO ONCEOtoño-invierno de 1990

La música de la revolución (Khanom Basir)

CAPÍTULO DOCEVerano de 1991

Soghra y Kobra (Khanom Basir)

CAPÍTULO TRECEVerano de 1991

CAPÍTULO CATORCEVerano de 1991

Tercera ParteLAS MADRES, LOS PADRES

CAPÍTULO QUINCEOtoño de 1991

Los estudios islámicos (Khanom Basir)

CAPÍTULO DIECISÉISInvierno-primavera de 1992

El Noruz (Khanom Basir)

CAPÍTULO DIECISIETEVerano de 1992

El peregrinaje a la costa (Khanom Basir)

CAPÍTULO DIECIOCHOFinales de otoño de 1992

El día del Caspio (Khanom Basir)

CAPÍTULO DIECINUEVEFinales de otoño de 1992

Maast y dugh (Khanom Basir)

CAPÍTULO VEINTEFinales de otoño de 1992

EPÍLOGOCalifornia, otoño del 2001

Nota de la autora

 

A Philip y a Baba Hayyi, a quienes habría deseado ver juntos en la misma habitación

Primera parte EL HILO INVISIBLE

Tus recuerdos y los míos llegan más lejos que el camino que se abre ante nosotros.LOS BEATLES

PrólogoPueblo de Cheshmeh (provincia de Gilán), en Irán. Verano de 1981

Esto es la suma de todo lo que Saba Hafezi recuerda del día en que su madre y su hermana gemela se marcharon para siempre, puede que a Estados Unidos, puede que a algún otro lugar todavía más lejano e inalcanzable. Si le pides que haga memoria irá juntando todas las piezas como una maraña de recuerdos dentro de otros recuerdos, dos agradables días en Gilán arrancados de la secuencia, suspendidos en algún punto de su decimoprimer verano, y vueltos a componer como sigue:

—¿Dónde está Mahtab? —pregunta Saba una vez más, y se revuelve en el asiento de atrás del coche. Su padre va conduciendo, mientras en el asiento de al lado su madre busca en su bolso los pasaportes y los billetes de avión y todos los papeles que hacen falta para poder salir de Irán. Saba está mareada. No ha parado de dolerle la cabeza desde aquella noche de la playa, pero no se acuerda de casi nada. No sabe más que una cosa: que su hermana gemela, Mahtab, no está con ellos. ¿Dónde se ha metido? ¿Por qué no está en el coche cuando están a punto de marcharse para no volver?

—¿Tienes los certificados de nacimiento? —pregunta su padre. Lo dice en un tono seco y apresurado que hace que a Saba le falte el aire. ¿Qué está ocurriendo? Nunca ha estado tanto tiempo separada de Mahtab: en estos once años, las gemelas Hafezi han sido un solo ser. No había Saba sin Mahtab. Pero ahora han pasado días… ¿o son semanas? Saba ha estado enferma en la cama y no es capaz de precisarlo. No le han dejado hablar con su hermana, y ahora la familia va en un coche camino del aeropuerto sin Mahtab. ¿Qué está ocurriendo?

—Cuando lleguéis a California —le dice su padre a su madre— os vais derechas a casa de Behruz. Y luego me llamáis. Yo os mandaré dinero.

—¿Dónde está Mahtab? —pregunta otra vez Saba—. ¿Por qué no está aquí Mahtab?

—La recogeremos allí —dice su madre—. La va a traer en coche Khanom Basir.

—¿Por qué? —pregunta Saba. Le da al botón de stop de sus walkman. Todo esto resulta demasiado desconcertante.

—¡Ay, Saba, para ya! —le espeta su madre, y se vuelve otra vez hacia su padre. ¿Lleva su madre un velo verde? Hay una zona oscura en esta parte del recuerdo, pero Saba se acuerda de un velo verde. Su madre continúa—: ¿Y los controles de seguridad? ¿Qué les digo yo a los pasdares?

La mera mención de la policía moral asusta a Saba, porque en Irán desde hace dos años es delito ser cristiano converso (o exmusulmán del tipo que sea) como los Hafezi. Y resulta tremendo ser un delincuente en un mundo de brutales pasdares con sus crudos uniformes y mulás con sus túnicas y sus turbantes.

—¿Allí habrá pasdares? —pregunta con voz temblorosa.

—Calla ya, Saba yan —le dice su madre—. Tú sigue con tu música, que no nos la podemos llevar.

Saba canta una canción estadounidense que Mahtab y ella aprendieron de una casete importada de contrabando, y repasa mentalmente sus listas de palabras en inglés. Va a ser valiente. Va a aprender bien el inglés y no va a tener miedo. Abalone, Abattoir, Abbreviate.1

Su padre se frota la frente.

—¿Estás segura de que esto es necesario?

—¡Ya lo hemos hablado, Ehsan! —replica su madre—. No pienso dejar que se críe aquí… perdiendo el tiempo con los niños del pueblo, metida debajo de un velo aprendiendo el árabe de memoria y esperando a que vengan a detenerla. No, gracias.

—Ya sé que es importante —dice su padre en tono de súplica—, pero tampoco hace falta dar el espectáculo. Qué tiene de malo que digamos que… O sea… Tampoco es tan difícil de ocultar.

—No, si eres un cobarde —susurra su madre, y se pone a llorar—. ¿Qué pasa con lo que ocurrió…? —dice—. Me detendrán.

Saba se pregunta qué ha querido decir.

—¿Qué significa abalone? —está intentando distraer a su madre, que no le responde. A Saba le dan miedo las discusiones, pero ahora hay cosas más importantes de las que preocuparse. Le da a su padre unos toquecitos en el hombro—: ¿Por qué a Mahtab la va a traer Khanom Basir, y no nosotros? Tenemos sitio en el coche.

Resulta raro que la madre de Reza vaya a conducir. Pero igual eso significa que Reza viene también, y Saba le quiere casi tanto como a Mahtab. De hecho, a cualquiera que le pregunte le cuenta encantada que algún día se casará con él.

—Dentro de unos años te alegrarás de esto que estamos haciendo, Saba yan —dice su madre, decidiendo responder a alguna pregunta que nadie ha hecho—. Ya sé que las vecinas dicen que soy una mala madre, que os pongo en peligro por nada. ¡Pero sí que es por algo! Por más de lo que ninguna de ellas les da a sus hijos.

Enseguida están en el concurrido aeropuerto de Teherán. Su padre va delante, andando a paso rápido y enfadado.

—Mira lo que has hecho con nuestra familia —gruñe—. Mis hijas… —Se detiene, se aclara la garganta y cambia de tono—. No, esta es la mejor manera, la más segura. Sí, sí. —Y sigue adelante con el equipaje. Saba nota que su madre le está apretando la mano.

Ella hace meses que no ha estado en Teherán. Cuando la República Islámica empezó a hacer cambios, su familia se trasladó de forma permanente a la gran casa que tienen en el campo: en Cheshmeh, un pacífico pueblo donde se cultiva arroz, donde no hay manifestaciones, ni muchedumbres enfurecidas tomando las calles, y la gente confía en la generosa familia Hafezi, de hondas raíces en el lugar. Aunque algunos pueblos, con su aterradora justicia de los mulás, son más peligrosos para una familia cristiana que las ciudades grandes, en Cheshmeh no los ha molestado nadie, porque los conservadores y esforzados campesinos y pescadores del norte no atraen la atención de los pasdares, y porque el padre de Saba es lo bastante inteligente para mentir, para untarles de aceite el pan a los vecinos curiosos abriéndoles sus puertas a los mulás y a la gente del pueblo. Saba no entiende qué es lo que les fascina tanto de su familia. Reza solito le parece más interesante que todos los Hafezi juntos, y lleva viviendo en Cheshmeh los once años que tiene. Es más alto que los otros niños, tiene los ojos grandes y redondos, acento del pueblo y una piel cálida que ella ha rozado dos veces. Cuando se casen y se vayan a vivir a un castillo en California con Mahtab y su marido rubio estadounidense, le acariciará la cara todos los días. Tiene la piel aceitunada, como los chicos de las películas iraníes antiguas, y le encantan los Beatles.

En el aeropuerto, Saba ve de lejos a Mahtab.

—¡Ahí está! —grita, y se suelta de un tirón de su padre y corre hacia su hermana—. ¡Estamos aquí, Mahtab!

Y ahora llega esa parte en que el recuerdo se nubla de tal forma que no es más que un etéreo mosaico de destellos fugaces. Es un hecho aceptado que, en algún momento de ese día, su madre desaparece. Pero Saba no recuerda en qué punto de la confusión de controles de seguridad, controles de equipaje e interrogatorios de los pasdares ocurre eso. Solo recuerda que unos minutos más tarde ve a su hermana gemela al otro lado de la sala (como un reflejo escapado de un espejo de un viejo libro de cuentos de miedo), agarrada de la mano de una mujer elegante con un gabán azul, una gruesa prenda exactamente igual que la que lleva su madre. Saba saluda con la mano. Mahtab le devuelve el saludo y se vuelve para otro lado como si no estuviera pasando nada.

Cuando ve que Saba se echa a correr hacia ellas, su padre intenta sujetarla. Grita. «¡Para! ¡Para!». ¿Qué está ocultando? ¿Está molesto porque Saba lo ha descubierto?

—Para, Saba. Solo estás cansada y confundida —le dice. En los últimos tiempos, mucha gente intenta ocultarle cosas diciéndole que está confundida.

Qué bromas tan crueles le gasta a la mente la memoria: como una película cuando se le sale la cinta y se la vuelves a meter, que no se ven más que unas pocas imágenes indescifrables. La siguiente escena da en cierto modo la impresión de estar fuera del lugar que le corresponde: en algún momento, su madre vuelve (por más que un minuto antes le estuviera dando la mano a Mahtab). Le coge a Saba la cara con dos dedos y le promete tiempos maravillosos en Estados Unidos.

—Ahora, por favor, solo estate callada —le dice.

Entonces un pasdar de un control de seguridad les hace a sus padres una retahíla de preguntas.

—¿Adónde van? ¿Para qué? ¿Cuánto tiempo van a estar? ¿Van todos los miembros de la familia? ¿Dónde viven?

—Van mi mujer y mi hija solas —dice Agha Hafezi: una sobrecogedora mentira—. Solo unos días, de vacaciones a ver a unos parientes. Yo me quedo aquí esperándolas.

—¡Mahtab también viene! —se le escapa a Saba. ¿Lleva el pasdar un sombrero marrón? No puede ser. Los pasdares siempre llevan gorra. Pero en el recuerdo siempre se materializa el mismo sombrero marrón.

—¿Quién es Mahtab? —ladra el pasdar, de un modo que da miedo se tenga la edad que se tenga.

Su madre deja escapar una risita incómoda y dice lo más espantoso de todo:

—Es el nombre de su muñeca.

Ahora Saba lo entiende. Solo va a ir una de las hijas. ¿Están pensando en llevarse a Mahtab en lugar de a ella? ¿Es por eso por lo que la han mantenido apartada todo este tiempo? Al ver que empieza a llorar, su madre se inclina hacia ella:

—Saba yan, ¿te acuerdas de lo que te he dicho? ¿Lo de hacerse fuerte como un gigante ante las dificultades? ¿Tú crees que un gigante lloraría delante de toda esta gente?

Saba sacude la cabeza. Su madre le sujeta otra vez la cara con las manos y dice algo lo bastante altisonante para consolarla:

—Tú eres Saba Hafezi, una chica afortunada que sabe leer en inglés. No te pongas a llorar como una campesina, que no eres ninguna pequeña cerillera.

Su madre detesta ese cuento de una niña desamparada de la calle que malgasta las cerillas en invocar espejismos en lugar de encender un fuego para calentarse.

No eres ninguna pequeña cerillera. Eso es lo último que Saba recuerda de ese día. En un abrir y cerrar de ojos, su madre desaparece y hay un revoltijo de otras imágenes que Saba no es capaz de explicar. Se acuerda de un velo verde. De un hombre con un sombrero marrón. De su madre apareciendo por entre los controles y las puertas. De sí misma alejándose a la carrera de su padre, persiguiendo a Mahtab hasta la ventana que da a los aviones. Cada una de esas imágenes está cubierta de una capa de difusa incertidumbre que Saba ha aprendido a aceptar. La memoria es una cosa resbaladiza. Pero hay una imagen clara y cierta, y no hay argumento que la pueda convencer de lo contrario. Es esta: su madre con un gabán azul (después de que su padre afirmara que la había perdido en la confusión de los controles de seguridad) embarcando en un avión para Estados Unidos, de la mano de Mahtab, la gemela afortunada.

 

 

 

 

 

 

 

 

1 «Oreja de mar. Matadero. Abreviar». (Todas las notas son de la traductora si no se especifica otra cosa).

Se lleva en la sangre(Khanom2 Basir)

Puede que Saba no lo recuerde con claridad, pero yo me acuerdo. Y sí, sí. Os lo contaré cuando llegue el momento. A quien cuenta la historia no se le puede meter prisa. Las mujeres del norte sabemos tener paciencia, porque nos pasamos el día metidas en los campos encharcados del arroz, y estamos acostumbradas a no hacer caso de una comezón. Somos famosas en todo Irán, sabéis… nosotras las shomali, las mujeres del norte. De nosotras se dicen muchas cosas buenas y malas: que nos comemos las cabezas del pescado, que somos mujeres fáciles y llenas de deseo, dehati. Se fijan en que tenemos la piel blanca y los ojos claros, en que, aunque a veces rechacemos sus modas de ciudad, seguimos siendo las más guapas. Todo el mundo sabe que somos capaces de hacer cosas que las demás no pueden: cambiar una rueda, acarrear pesados cestos bajo el aguacero, trasplantar arroz en los arrozales inundados y andar todo el día peinando un apretado océano de arbustos del té…, somos las únicas que trabajamos de verdad. El aire del Caspio nos da fuerza. Tanto frescor…, el verde del norte, dicen, el lluvioso y nublado del norte. Y sí, a veces sabemos movernos despacio; a veces nos agobian, como al mar, cargas invisibles. Llevamos cestos de hierbas en la cabeza, manteniendo el equilibrio bajo el cilantro, la menta, el cebollino y el heno griego, y no nos apresuramos. Esperamos a que la cosecha sature el aire, a que llene nuestras dispersas casas del perfume cálido y húmedo del arroz en verano, del azahar florecido en primavera. Todo lo bueno lleva tiempo, como hacer un buen guiso, encurtir los ajos o ahumar el pescado. Somos gente paciente, y tratamos de ser amables, justas.

Así que cuando digo que no quiero que Saba Hafezi ponga sus esperanzas en mi hijo Reza no es porque yo tenga el corazón negro. Por mucho que Saba piense que la odio, por mucho que ella le dé a la vieja Khanom Omidi todo su amor de hija, yo no le he quitado ojo a esa niña desde que perdió a su madre. Aun así, que una invite a cenar a una niña todos los martes tampoco significa que le esté ofreciendo su hijo más querido. Saba Hafezi no es para mi Reza, y se me ponen las tripas en salmuera solo de pensar que ella se aferra a esa esperanza. Sí, Saba es una niña muy agradable. Sí, su padre tiene dinero. Dios sabe que en esa casa hay de todo, desde leche de pollo hasta alma de hombre (es decir, todo lo que existe y algo de lo que no existe, todo lo tangible y algunas cosas intangibles). Yo sé que están muy por encima de nosotros. Pero a mí no me preocupa el dinero, ni los estudios. Yo tengo una educación más práctica que la de todas las mujeres de ese caserón juntas, y sé que un tejado más grande solo sirve para que se acumule más nieve.

Quiero que mi hijo tenga una mujer de ideas claras, no una que ande con la cabeza llena de libros y principios teheraníes y cosas difusas que no tienen nada que ver con las necesidades del aquí y el ahora de la casa de una. ¿Y qué es toda esa música extranjera que ella le ha dado? ¿Dónde se ha visto que un niño ande escuchando esas tonterías, con los ojos cerrados y sacudiendo la cabeza como si estuviera poseído? Que Dios me asista. Los otros niños apenas saben que hay un país que se llama Estados Unidos… Mira, yo lo que quiero es que los amigos de Reza no tengan yinns, espíritus. Y Saba tiene yinns. Pobre criatura. Se le fue su hermana gemela, Mahtab, y se le fue su madre, y no me da apuro decir que algún conflicto se está cociendo en el fondo del alma de esa niña. De cien cuchillos que hace, no hay uno que tenga mango (que es como decir que ha aprendido a mentir demasiado bien, hasta para mi gusto). De Mahtab cuenta unos disparates tremendos. Y ¿cómo no va a estar inquieta? Los gemelos tienen algo de clarividentes, por la forma en que se leen el uno al otro el pensamiento cuando están separados. Yo ni en cien años negros habría podido predecir que se iban a separar, y tampoco los problemas que eso iba a traer.

Las recuerdo a las dos en tiempos más felices, tumbadas en la terraza, debajo de un mosquitero que había puesto su padre para que pudieran dormir fuera en las noches calurosas. Se decían cosas al oído, con las uñas de los pies pintadas de rosa transparentándose por el mosquitero, y se rebuscaban en los bolsillos de aquellos pantalones cortos, de un corto indecente, alguna barra de labios a medio usar de su madre que llevaran escondida. Eso era antes de la revolución, por supuesto, o sea que tiene que haber sido unos cuantos meses antes de que la familia se trasladara a Cheshmeh a vivir todo el año. Eran las vacaciones que se tomaban de su colegio fino de Teherán: una ocasión para aquellas niñas de ciudad de hacer como si vivieran la vida del pueblo, de jugar con los admirados niños de por aquí al corre que te pillo mientras eran pequeñas y semejantes cosas estaban permitidas. En la terraza, las niñas picoteaban las flores de los cúmulos de madreselvas que crecían por la parte de fuera de los muros de la casa, las chupaban como abejas hasta dejarlas secas, leían sus libros extranjeros y conspiraban. Se ponían sus gafas de sol moradas de Teherán, se dejaban el largo pelo negro suelto sobre los hombros desnudos, morenos del sol, y comían bombones de aquellos extranjeros que tanto hace ya que no se ven. Entonces Mahtab hacía alguna trastada, la muy diablilla. Yo a veces le dejaba a Reza meterse con ellas en el mosquitero. La vida parecía tan agradable…, asomarse desde la gran casa de los Hafezi a las estrechas callejuelas serpenteantes sin asfaltar de abajo, y ver las montañas cubiertas de árboles a sus espaldas, y en sus faldas, más pequeños, todos nuestros muchos tejados de tejas de barro y caña de arroz, como libros de Saba abiertos boca abajo y desparramados por el campo. A decir verdad, nuestra ventana tenía mejores vistas, porque de noche se veía la casa de los Hafezi en lo alto de su colina, con el resplandor de esa bonita pintura blanca, una docena de ventanas, los altos muros, y muchas luces de bienvenida encendidas. Aunque tampoco es que haya gran cosa que ver últimamente, ahora que los placeres nocturnos ocurren detrás de gruesas cortinas que sofocan la música.

Unos años después de la revolución, a Saba y a Mahtab les encasquetaron el velo y ya no teníamos las pequeñas diferencias en el corte de pelo o sus camisetas preferidas para distinguirlas por la calle (no me preguntéis por qué sus camisetas se volvieron ilegales; supongo que por alguna impertinencia extranjera que llevarían escrita). Así que se cambiaban de lugar para intentar confundirnos. Yo creo que eso es parte del problema que Saba tiene ahora: lo del cambio de lugar. Se pasa demasiado tiempo obsesionada con Mahtab y reinventándose la historia de su vida, poniéndose a sí misma en el lugar de Mahtab. Su madre solía decir que el destino se lleva en la sangre. Todas nuestras habilidades y nuestras inclinaciones y nuestros pasos futuros. Y Saba piensa que, si uno lo lleva todo escrito en las venas y las gemelas son genéticamente idénticas, lo más lógico es que las dos vivan vidas idénticas, aun en el caso de que las formas y las imágenes y los sonidos que las rodean sean diferentes… Para entendernos: aun en el caso de que una esté en Cheshmeh y la otra en Estados Unidos.

Me parte el corazón. Le oigo esa voz ilusionada, le levanto la cara y le veo esa expresión soñadora, y se me abren las carnes de la pena. Aunque ella no diga nunca en voz alta «Me gustaría que Mahtab estuviera aquí», es todos los días el mismo guiso en la misma olla. Tampoco hace falta oírla decirlo cuando una sabe mirar, ese tic en la mano por la ausencia de la persona que solía estar a su izquierda. Aunque yo intento distraerla y hacer que se preocupe de cosas prácticas, ella se niega a bajarse del maldito burro, ¿y quién querría que su propio hijo se dejara la juventud en intentar llenar un vacío como ese?

Lo más preocupante es la poca maña que se da su padre para comprenderla. Nunca he visto a un hombre estrellarse tantas veces intentando acercarse al corazón de su hija. Trata de demostrarle afecto, siempre de forma tosca, y no lo consigue. Así que se va con sus refinadas elucubraciones a sentarse donde el narguilé, pensando: «¿Creo yo en lo mismo en lo que creía mi mujer? ¿Debo enseñar a Saba a estar a salvo o a ser cristiana?». Contempla a los niños que no se lavan de Cheshmeh (los mismos cuyas madres se recogen las túnicas de colores o las faldas entre las piernas, se remangan los pantalones hasta la rodilla y se pasan el día metidas en los campos de su propiedad) y se pregunta por sus almas. Yo a ese hombre, desde luego, no le digo nada. Nadie le dice nada. Solo cuatro o cinco personas saben que son una familia de devotos de Cristo; si no, resultaría muy peligroso para ellos, en un pueblo pequeño. Pero él nos trae berenjenas a la mesa y nos pone sandías debajo del brazo, así que nadie le dice una palabra de su manera de educar a Saba, sus espíritus nocturnos y su religión clandestina.

Ahora que a las gemelas las separan tanta tierra y tanto mar, Saba está dejando que ese cerebro Hafezi suyo se le eche a perder bajo un chador rasposo y pueblerino de los de salir a jugar, uno de un turquesa claro con hileras de cuentas que le ha dado Khanom Omidi. Se cubre con él ese cuerpecillo de once años para fingir que este es su sitio, se lo enrolla alrededor del pecho y por debajo de los brazos como no lo harían jamás las mujeres de la ciudad como su madre. No se da cuenta de que a todos nosotros nos gustaría cambiarnos por ella. No aprovecha en nada las oportunidades que tiene. Mi hijo Reza me cuenta que se inventa historias sobre Mahtab. Hace como si su hermana le escribiera cartas. ¿Cómo le va a escribir su hermana, pregunto yo? Reza dice que están en inglés, así que no puedo enterarme de lo que dicen en realidad, pero déjame que te diga que para tres hojas de papel que son, les echa un montón de cuento. A veces me dan ganas de darle un pellizco para sacarla de su mundo de sueños. Si le digo: «Tú y yo sabemos que eso no son cartas…, probablemente no son más que los deberes del colegio», yo sé lo que me va a responder. Se reirá de mí por no tener estudios. «¿Y tú cómo lo sabes –dirá para pincharme–, si no sabes leer en inglés?».

Se lo tiene demasiado creído la niña; se lee unos cuantos libros y ya anda por ahí presumiendo como si le hubiera cortado los cuernos a Rostam3. Vale, puede que yo no sepa inglés, pero me dedico a contar cuentos y sé que fingir no es nunca la solución. Sí, alivia lo que te escuece por dentro, pero a los espíritus del mundo real hay que plantarles cara y vencerlos. Todos sabemos la verdad sobre Mahtab, pero Saba va tejiendo sus historias y Reza y Ponneh Alborz la dejan que siga y siga, porque ella necesita que sus amigos la escuchen… y porque se le da muy bien contar cuentos. Eso lo aprendió de mí; cómo tramar una historia o una buena mentira, cómo elegir qué parte contar y qué parte dejar fuera.

Saba piensa que estamos todos confabulados para esconderle la verdad sobre Mahtab. Pero ¿por qué íbamos a estarlo? ¿Qué razón podríamos tener su padre y los benditos mulás y sus madres sustitutas para mentirle en una cosa como esa? No, eso no está bien. No le puedo entregar mi hijo a una soñadora de imposibles con el corazón lleno de cicatrices. ¿Qué destino sería ese? Mi hijo menor, enredado en una vida de pesadillas y de elucubraciones y de otros mundos. Creedme, por favor. No tendría nada de extraño que eso ocurriera… porque Saba Hafezi lleva encima la desgracia de cien años negros.

 

 

 

 

 

 

 

 

2 En persa, y a lo largo de esta historia, Khanom significa «señora» o «señorita», y Agha significa «señor». Estos títulos se colocan a veces detrás del nombre para que el tratamiento resulte algo menos formal. (N. de la A.).

3 Héroe mítico de la antigua Persia.

Capítulo UnoVerano de 1981

Saba está sentada en el asiento delantero, al lado de su padre, que va conduciendo, primero por autopistas que llevan fuera de Teherán y luego, horas más tarde, por carreteras curvas más estrechas, de vuelta a Cheshmeh. En el coche hace calor y humedad, y ella está sudando con su fina camiseta gris. Su padre se inclina por delante de ella y le baja la ventanilla. Entra flotando un olor a hierba húmeda. Pasan por delante de un encharcado campo de arroz, un arrozal o, en gilaquí, un biyâr, y Saba se asoma hacia afuera para mirar a los campesinos, casi todos mujeres, con sombreros de paja y ropa poco conjuntada de colores vivos remangada hasta las rodillas para meter los pies en los sembrados inundados. Saba alcanza a ver al otro lado del campo, cerca del té y del arroz, algunas de las casas de adobe de los trabajadores. La mayor parte de los terratenientes como Agha Hafezi no viven tan cerca de sus fincas, prefieren las grandes ciudades modernas como Teherán. Pero hay una guerra que está asolando los pueblos de la frontera, puede que pronto también las grandes ciudades, y la aldea de Cheshmeh (hogar de unos pocos miles de personas, y a una hora en coche de la gran ciudad de Rasht) resulta un lugar sencillo. Punteado de pozos de agua y gordos granjeros de arroz que se alzan sobre sus delgadas patas como señores de la guerra con sombreros de paja, es un húmedo y bochornoso refugio de tejados de mimbre sobre casas pintadas de azul o del color natural del barro cocido, viviendas de caña de arroz que sobresalen apenas del suelo húmedo y apiñadas en mahalles al pie de los montes de Alborz. El centro de Cheshmeh lo marcan varias calles empedradas que convergen en una plaza y un bazar de un día a la semana (yomeh-bazaar se llama, «mercado de los viernes»). Aunque puede que en Teherán estuviera mejor escondido, Agha Hafezi se siente más seguro aquí, en la tierra de su niñez, donde tiene amigos que le protegen.

En lo más alto de un cerro grande, nada más pasar el cartel de madera pintado a mano que dice «Cheshmeh», el padre de Saba frena un poco para dejar pasar a dos ciclistas. Uno de ellos es un joven que lleva unos vaqueros viejos y un fardo grande a la espalda. El otro es un pescador con pantalones anchos grises. Su olor salobre a mar se les cuela en el coche mientras él sigue zigzagueando hacia la siguiente colina verde, para luego perderse de vista. A ella le suenan las caras de los dos. Al contrario que los pueblos residenciales más cercanos al Caspio, Cheshmeh no atrae a las masas que vienen de vacaciones, aunque hay veces que los turistas se acercan al pueblo en coches o autobuses para mirar la cosecha o para comprar algo en el bazar. Saba apoya la frente en el cristal de la ventanilla y espera el indefectible momento en que la bruma deje paso a un estallido de árboles a lo lejos. Un médico con una bata que no es de su talla pasa conduciendo una baqueteada furgoneta amarilla. Disminuye la marcha al pasar junto a ellos y los saluda con la mano. Agha Hafezi le dirige unas palabras en dialecto gilaquí por la ventanilla abierta. Saba es consciente de que para su padre Cheshmeh es el lugar donde acaban todos los caminos. Tiene cientos de olores y de sonidos inigualables: el aturdimiento embriagador del azahar florecido, las tiendas adornadas con diademas de dientes de ajo, las berenjenas fritas con ajos en vinagre, las canciones en gilaquí y los grillos por las noches. Él se deleita con el silencio que hay. Mientras el coche avanza hacia la casa, Saba comprende que su padre nunca va a volver a intentar irse. Es un hombre cansado, demasiado prudente, obsesionado con sus secretos y con borrar cualquier signo externo de su propia fuerza. Y es un mentiroso.

Ahora, sola con su padre en el asiento delantero, Saba no llora. ¿Por qué iba a llorar? Ella no es la pequeña cerillera. Por muy grande que parezca el coche sin su madre y su hermana, y por muchas veces que su padre pretenda decirle que no van a volver nunca, Saba se aferra a su convicción de que todo está bien en el universo. Nothing’s gonna change my world 4, canta en inglés durante todo el camino hasta casa, y esa se convierte en su canción preferida para todo el mes siguiente.

A la entrada del pueblo, su padre intenta convencerlos de la primera de las mentiras. Mahtab está muerta. Ella le mira a ver si se le nota que la está preparando. La tiene que estar preparando. No hay más que verle la cara de nervios y la frente sudorosa.

—No hemos querido decírtelo mientras estabas enferma —dice, y al ver que ella no responde—: ¿Me has oído, Saba yan? Deja esos papeles y escúchame.

—No —gimotea ella, agarrándose con más fuerza aún a su lista de palabras inglesas—. Estás mintiendo.

Se jura que no le va a volver a hablar, porque todo esto lo tiene que haber planeado… Y Saba es consciente, por los años que lleva siendo hija de Khanom Hafezi, de que solo una persona de cada mil consigue llegar a saber la verdad de algo. Tiene que aferrarse a lo que vio: una mujer en la zona de embarque del otro lado de la sala del aeropuerto (una mujer elegante y distinguida con el pelo rebelde de su madre escapándosele del velo y el gabán azul marino de su madre y la expresión apresurada de su madre) que llevaba de la mano a una niña triste, obediente, inquietantemente callada, que solo podía ser (era) Mahtab.

No, no está muerta.

—Saba yan —dice su padre—, escucha a tu padre. Tienes a tu amiga Ponneh. Ella va a ser como tu hermana. ¿No te parece bien?

No, no está muerta. No hay necesidad de buscar una nueva Mahtab.

Como no hay comida esperándolos en casa, se comen unos kebabs al borde de la carretera, mientras contemplan sin palabras el telón de árboles y niebla que les tapa el mar. Su padre le compra una mazorca de maíz, que el vendedor pela y sumerge en un cubo de sal haciéndola sisear y gotear, para que no se escape ese sabor perfecto a agua de mar churruscada. Mientras se la come, el recuerdo se solidifica y los vacíos se van llenando por sí mismos (como esos animales de sus libros de ciencias a los que les vuelven a crecer partes del cuerpo, una especie de magia de la supervivencia) para formar un todo indescifrable: la silueta borrosa de una mujer alta, envuelta en un gabán. Un espectro de niña flaca de once años con la ropa de Mahtab. ¿Es de culpa ese gesto que tiene? ¿Se siente mal por estar traicionando a su gemela? Y luego, entre brumas, la sala descolorida con sus hordas de pasajeros sin rostro empujándose unos a otros para montarse en un avión para Estados Unidos.

Mahtab se ha ido a Estados Unidos sin mí. La cuestión de cómo había aparecido en la sala de embarque del aeropuerto es todavía un misterio. Probablemente la había llevado Khanom Basir porque sus padres no querían que Saba se diera cuenta de que habían elegido a Mahtab en lugar de a ella para ir a Estados Unidos. Preferían ahorrarse sus sentimientos, porque la habían engañado y porque ella es la gemela menos importante. Puede que esto sea el resultado de algún dislocado regateo para que cada uno de los padres se quedara con una hija.

Saba se pasa la semana siguiente intentando que los escurridizos adultos de Cheshmeh admitan que están mintiendo. Si Mahtab ha muerto, entonces ¿por qué no ha habido funeral? Y ¿adónde ha ido su madre? Su padre debe de haberles pagado a los vecinos para que repitan sus mentiras. Así es como consigue todo lo que quiere, y por eso ella no se deja engañar por la fanfarria de muerte y ceremonia y duelo que viene a continuación. No es más que una elaborada artimaña urdida por el acaudalado y poderoso Agha Hafezi para darle a su otra hija, más especial, una vida mejor: una vida que Saba puede contemplar en las revistas y en los programas de televisión ilegales.

Un mes después de ese solitario trayecto de vuelta del aeropuerto, Saba intenta por tercera vez demostrar que Mahtab está viva. Se escapa con Ponneh Alborz, su mejor amiga, y Reza Basir, el amor que ambas comparten. ¿A quién le importa que la madre de Reza grite y se desgañite y llame a Saba todo tipo de nombres que suelen reservarse para los niños malos? Vale la pena por llevarse a sus amigos. Los convence de que vayan con ella haciendo autoestop hasta Rasht, donde tiene intención de visitar una vez más la oficina de correos. Ahora que ha pasado un mes desde que Mahtab se fue, es razonable esperar carta suya: porque por mucho que sus padres traten de encubrir sus insidiosos planes, Mahtab siempre encontrará una forma de escribir a Saba.

Los tres amigos van andando por esas calles rashtíes que no conocen, manteniéndose cerca de los adultos que pasan para que no se les note que viajan solos. Saba consulta a cada poco un plano dibujado a mano, y se alisa el velo azul, pero sobre todo observa a Reza, que va unos pasos por delante haciéndose el chulo, poniéndose su andrajosa pelota de fútbol debajo de un brazo y dándole de vez en cuando una patada mientras corre hacia delante, como para crear un campo de fuerza para Saba y para Ponneh… porque para Reza no tiene sentido ser amigo de niñas si no puede uno hacer ver que las está protegiendo. Lleva jugando a ese juego desde los primeros veranos de los Hafezi en Gilán. A pesar de la insistencia de su madre en que se deje guiar por la convicción de que ella no es menos que ningún chico, a Saba nunca le ha importado dejar que Reza se ponga al mando. Es una forma de conseguir encajar en el mundo de Reza y Ponneh: en su vida campestre de vaqueros de tercera mano, zumo de naranja chupado directamente de un agujero en la cáscara, pulseras mal emparejadas, velos provincianos rojos y turquesas con lentejuelas, el pelo sucio con raya en medio saliéndose por fuera. A ella le encantan todos esos detalles. Y aunque a su padre se le frunce el ceño solo de pensar que Saba ande entrando en sus casas y tocando los cuencos de sus diminutas cocinas, tampoco le prohíbe que lo haga. Ponneh y Reza son de familias de artesanos que tejen las telas y trenzan el mimbre, hacen mermeladas y encurtidos. Tienen muchos trabajos y poco de sobra, pero saben leer y escribir y viven en casas respetables. Sus hijos de momento van al colegio, y puede incluso que lleguen a ir al instituto si se les dan bien los exámenes. Para el padre de Saba, son distintos de los trabajadores del campo que paran por la casa en temporada baja para hacerle las tareas domésticas…, aunque en realidad toda la gente de Cheshmeh está inextricablemente entrelazada, unos con otros y todos con el campo. ¿Quién ha llegado aquí a viejo sin haber trasplantado el arroz ni recogido el té del día?

A la mitad de una calle estrecha, oyen una voz cortante:

—¡Eh, niños! Venid aquí.

Hay un agente de la policía moral en la puerta de un local sin ventanas del otro lado de la calle. Tiene una rodilla apoyada en un taburete y se lleva todo el rato a los labios una botella de refresco de yogur. Saba se queda helada. Los pasdares le recuerdan al aeropuerto, a aquel que ladraba «¿Quién es Mahtab?», estropeándole sus últimos momentos con su madre. Casi no se da cuenta de que Reza les coge a las dos las manos y echa a correr detrás de su pelota por las callejuelas de detrás, demasiado rápido para que el policía pueda seguirlos. Se burla de él cantando el himno de la selección iraní de fútbol (que ha oído en la televisión de los Hafezi) mientras corre:

—Tu-turu-tu-tu, ¡Irán!

«Un día os vais a meter en un lío muy gordo con la policía», le dice todo el rato la madre de Reza al trío. Se lo dice a Saba por los hábitos clandestinos de su madre y por la música extranjera que Saba comparte con Reza, y a Ponneh porque también ella es cabezota y demasiado guapa para pasar inadvertida. Saba duda mucho de que Reza preste ninguna atención a esas advertencias. Está demasiado ocupado haciéndose el héroe. Quizá no debería haberlos traído a los dos juntos.

Al poco, las callejuelas y las calles zigzagueantes de esa oscura parte de Rasht empiezan a resultarles conocidas. Aparte de sus excursiones a la oficina de correos, Saba vino una vez con su madre a esta parte de la ciudad a comprar unos zapatos. Las gemelas tenían ocho años y el Gobierno partidario del pelo todavía no había sido derrocado por los partidarios del velo: aquellos que gritaban por las calles y que luego se convirtieron en los partidos políticos del mundo de cuarto curso de las gemelas. Ese día se compraron un par de zapatos cada una, los de Saba con el tacón ligeramente más alto. Su madre lo había hecho expresamente, por la injusticia de esa mínima diferencia de altura que había entre las dos; Saba lo sabe porque le vio en la cara la sonrisa de estar maquinándolo cuando Mahtab se estaba abrochando las sandalias.

Cuando llegan los tres a la oficina de correos, Saba se guarda su plano casero, se alisa el velo como ha visto que hacen las mujeres adultas y corre directa hacia el mostrador donde está Fereidun, cuya cara se derrumba al verla venir saltando hacia él. Reza y Ponneh se quedan detrás, esperando a que Saba recoja su premio para poder ir a la heladería como les ha prometido. Ella por su parte le sonríe educadamente a Fereidun, que se frota con su mano peluda la enorme frente y baja la vista desde su ventanilla para mirarla.

—No hay nada hoy, pequeña Khanom.

Ella no le hace caso.

—Hafezi —los ojos expectantes en su pálido rostro, los dedos pequeños agarrados al borde del mostrador que los separa—. Hafezi de Cheshmeh.

Fereidun se pone a rezongar para sí mismo mientras simula que está rebuscando en una pila que hay detrás de él.

—No, no hay nada para los Hafezi. Mira, niña, el correo te va a llegar a Cheshmeh. No hace falta que vengas a buscarlo.

Saba es consciente de que Fereidun está cansado de ella, pero hoy presentía que iba a tener suerte, porque sus amigos estaban con ella y porque ha pasado exactamente un mes. Se vuelve para mirar a Reza y a Ponneh, que se han puesto cerca de un hombre mayor para que nadie se dé cuenta de que están solos.

Por un instante se queda petrificada (incluida la sonrisa que lleva puesta en la cara), y Fereidun se aclara varias veces la garganta y mira al reloj de la pared. Al final Reza se acerca corriendo y la agarra de la mano. Dice, imitando lo mejor que puede la forma de hablar de la ciudad:

—Gracias por su atención, señor. —Y con un par de medias reverencias patéticas, tira de Saba hacia fuera.

Reza se encamina hacia la puerta, pero ella consigue soltarse de su mano. No necesita que él intervenga. Por si fuera poco, están en una dependencia estatal, dos niñas y un niño solos: eso es buscarse un problema. Cuando él intenta cogerla otra vez del brazo, ella le da un empujón y sale corriendo de la oficina de correos, con la angustia de esconder las lágrimas que se le agolpan tras los párpados.

Ponneh y Reza la siguen fuera de correos, calle abajo y por un callejón estrecho que gira en redondo y al final está cortado. Ella sabe que vienen detrás, porque le llegan sus cuchicheos, amortiguados de vez en cuando por una mano que hace pantalla sobre la oreja del otro.

—¡No me la arranques! —le dice Reza a Ponneh: le debe de estar arrancando otra vez la costra del codo. Él siempre protesta, pero nunca se lo impide—. ¿Te acuerdas del río de sangre?

Saba se acuerda del río de sangre, un juego de palabras en persa que Mahtab usaba en combinación con uno de los libros ilustrados de medicina aplicada de su madre para asustar a Ponneh. Ahora que Mahtab ya no está, Saba tiene que corregir los desequilibrios, liberar a Ponneh de sus supersticiones y encontrar a una nueva compañera de conspiraciones. Saba lleva semanas teniendo que ser una persona doble, haciéndose cargo de los pensamientos y los sentimientos de Mahtab tanto como de los suyos propios para que su gemela no se extinga. Si Mahtab estuviera allí a su lado, como Saba se la imagina, lo que haría sería precisamente invocar todos los terrores médicos relacionados con el arrancamiento de costras.

Saba se deja caer en el suelo de un callejón sin asfaltar, cruza las piernas y apoya la cabeza en el muro de adobe. Nota cómo la miran sus amigos mientras hunde la cara en él, esperando el aroma a guisos de la casa contigua, a tierra seca y a lombrices. Pero el muro huele como a pescado y a barro húmedo y a mar. Saba retrocede, escondiendo la cara en las mangas. El mar está lejos, pero su olor siempre está cerca: ese funesto olor del Caspio. No se siente todavía capaz de darle otra vez la bienvenida, por mucho que antes le encantara el aroma del mar. Puede que vuelva a hacerlo alguna vez, pero por ahora intenta mantener el agua a raya. Las manos se le van solas a la garganta y la respiración se le acelera. Intenta ahuyentar la imagen de pesadilla de Mahtab en el agua, el día en que habló con ella por última vez, ese día que los adultos llaman de suerte porque Saba salió ilesa. «Salvada por la mano de Dios», dicen. Pero Saba lo sabe mejor, porque ella estaba allí cuando las dos gemelas fueron rescatadas. ¿Por qué hicieron que Mahtab se esfumase? ¿Por qué fue ella la que consiguió irse a Estados Unidos?

¿Y qué pasó en el agua? Se acuerda de que Mahtab y ella habían salido a escondidas de la casa de veraneo en mitad de la noche y se habían ido a dar un baño. Se acuerda de haber jugado con las olas. De haber probado el agua medio salada del mar Caspio. De haber visto pasar un pez. Se acuerda de las casas construidas sobre pilotes, desdibujadas por la niebla nocturna, que se iban perdiendo de vista a medida que se adentraba flotando en el mar con su hermana. Mahtab no paraba de salpicar y de cantar canciones estadounidenses, mientras Saba hizo lo único que sabía hacer cuando estaba asustada: se negó a separarse de su gemela, incluso cuando ya estaba segura de que quería irse a casa. Se quedó haciendo el muerto en el agua y le contó en susurros cuentos a Mahtab, y Mahtab le enseñó a ella cuatro palabras nuevas en inglés que había aprendido esa semana. Cuatro palabras secretas que Saba no conocía. Mahtab le pidió perdón por habérselas guardado para sí misma, como si hubiera cogido cuatro caramelos de más cuando los estaban repartiendo uno por uno. Uno para Mahtab. Uno para Saba.

Entonces Saba recuerda que algo la obligó a tragarse unos buenos buches de agua salada. Pasó un minuto, con la línea de la costa subiendo y bajando, antes de que las olorosas manos de lija de un pescador las sacaran a las dos del mar. Mahtab estuvo cantando canciones absurdas durante todo el adormilado camino de vuelta a la orilla en el barco. ¿O eso fue otro día, como sostienen los adultos? En su recuerdo Mahtab lleva un chubasquero de pescador, de plástico amarillo, como el que perdió ella en el viaje del año pasado. Igual lo había encontrado en el agua. O puede que este fuera del pescador. ¿Qué pasó después? Gente gritándose unos a otros como en un relámpago. Policías escrutándole el rostro. Zonas oscuras.

Un instante después estaba en una cama de hospital, en Rasht. ¿Dónde estaba Mahtab? Médicos y vecinos parloteaban a su alrededor, decían: «No os preocupéis. Mahtab está bien». Más tarde, cuando hubieron tenido tiempo de tramar lo del viaje a Estados Unidos, cambiaron la historia.

Saba pilla a Ponneh mirándola fijamente con sus bonitos ojos rasgados, y se dice a sí misma que tiene que ser valiente. Para tranquilizarse repite las palabras de su lista de inglés.

Banal. Bandit. Bandy.5

—Tuve un sueño —dice, dirigiéndose casi al muro— en el que mi madre se presentaba en el colegio y me decía que no había estudiado suficiente inglés, y que por eso no podía hablar con Mahtab.

Ponneh se rasca la punta de la delicada nariz y le echa una mirada a Reza.

—Vamos a buscar unos bollos —dice, con voz algo dubitativa.

Mahtab le habría preguntado hasta el último detalle del sueño.

—Yo creo que significa que la voy a volver a ver —dice Saba, prefiriendo responder a las preguntas de Mahtab, y levanta la vista hacia sus amigos. Sonríe ampliamente con el deseo de que ellos le devuelvan la sonrisa—. Y Mahtab también —añade, y vuelve a apoyar la cabeza en el muro de detrás. Se echa hacia atrás el velo hasta los hombros y se arranca una hebra suelta del jersey mientras tararea una canción estadounidense de una de las cintas de música ilegal que su padre tolera ahora que ella se ha convertido en una cosa delicada que hay que coger cuidadosamente con las dos manos.

—Vamos a jugar a algo —sugiere Ponneh. Al ver que Saba no responde, la expresión se le endurece. Se sienta al lado de Saba, le saca la mano de entre el holgado tejido y entrecruza los dedos con ella—. Deberías admitir sin más que Mahtab está muerta…, como dice todo el mundo.

Mahtab habría barajado cien posibilidades antes de aceptar semejante derrota, especialmente sin ninguna prueba. ¿Cómo puede creerse todo el mundo que Mahtab está muerta sin haber visto el cadáver, sin haberle puesto el oído en el pecho para contar los latidos? A veces Saba se despierta por la noche, con la piel mojada y salobre otra vez, después de haber visto en sus pesadillas el cadáver de Mahtab, ahogado y rescatado del fondo del mar. Es idéntica a ella misma y por eso da el doble de miedo. Puede que no haya cadáver porque Mahtab nunca ha existido. Puede que fuera solo el reflejo de Saba en el espejo. ¿Estará ahora ahí atrapada? ¿Puede Saba romper el cristal de un puñetazo y sacar a Mahtab?

Reza sigue de pie junto a ellas, echando de vez en cuando miradas a la calle principal y mordisqueándose el labio hasta dejárselo en carne viva. Ponneh no para de hacerle gestos de que se siente al lado de Saba para hacerle un poco de caso. Esa es la forma que tiene Ponneh de consolar a su mejor amiga: ofrecerle a Reza como regalo; no es más que un chico, y para cosas así está bien. Pero Reza se mantiene en su puesto.

—¿Os parece que aquí nos encontrarán los pasdares? —dice, y vuelve a escrutar la calle. Se muerde el labio y le da a la pelota unas cuantas patadas nerviosas, murmurando—: ¡Irán, Irán! ¡GOL!

—Puede que no esté muerta —dice Saba, por centésima vez en el último mes. Se toca la garganta, se la frota con las palmas de las manos, un tic reciente que sabe que preocupa a su familia y a sus amigos—. Puede que se haya ido con mi madre a Estados Unidos.

—Mi madre dice que tu madre no se ha ido a Estados Unidos —murmura Reza por encima de sus cabezas—. Y que no va a volver.

—Tu madre es una víbora mentirosa —replica Saba—. Ya lo verás cuando Mahtab encuentre la forma de mandarme una carta. Ella es mucho más inteligente que vosotros dos.

Ponneh tiene esa mirada de preocupación fingida que perfeccionó por la época en que tenía ocho años. Qué convincente, qué reconfortante incluso: Ponneh haciéndose la adulta.

—No te va a llegar ninguna carta —dice: un hecho tan simple como el mar azul.

Reza se cruza de brazos y farfulla:

—¿Por qué iba a mentir mi madre?

—Por un millón de razones —dice Saba—. Yo las vi (a las dos) en el aeropuerto. Y además, mi padre y yo llevamos nosotros mismos a mi madre hasta allí. Tenía pasaporte y papeles y todo. Ponneh, de eso te acuerdas, ¿verdad?

Ponneh asiente y le aprieta aún más fuerte la mano a Saba.

—Aun así.

—Exacto —dice Saba, y no parpadea cuando Ponneh, a quien cuando está nerviosa le gusta arrancar cosas, se pone a pelarle la pintura de las uñas—. Hacedme caso. Las vi yo con mis propios ojos. Puede que hayan dicho que mi madre está muerta para que los pasdares le pierdan la pista… y nos dejen a nosotros en paz. Lo más probable es que mi padre haya pagado a todo el mundo para que mienta. —Se frota con el pulgar las manchas de los zapatos, el último par elegido por su madre que todavía le sirve. Al cabo de un rato decide que tampoco pasa nada. Mahtab va a escribir pronto y los hechos son inamovibles: el pasaporte, el viaje en coche hasta el aeropuerto. Son cosas que nadie puede negar. Se frota la cara, respira hondo una última vez y se saca a sí misma a tirones del abismo. Se chupa el salado labio superior y ofrece una distracción—: He oído que Khanom Omidi tiene cuatro maridos, cada uno en un pueblo distinto.

—No. ¿De verdad? —Ponneh levanta la vista, olvidado todo lo malo—. ¿Cómo lo sabes?

—Las Khanom Brujas —Saba se encoge de hombros—. Siempre están hablando las unas de las otras.

Las Tres Khanom Brujas, las Tres Señoras Brujas, es el nombre que les ha puesto Saba a las vecinas que se han autoinvitado a casa de los Hafezi desde que su madre se fue. Ellas saben hacer cosas que su padre no sabe, de modo que se han convertido en su familia suplente. Cuentan historias, cocinan, limpian, chismorrean, y, lo mejor de todo, se traicionan las unas a las otras de las maneras más divertidas.

Khanom Omidi, la Dulce, dice casi todos los días:

—Tengo una sorpresa para ti, Saba querida. Una gran sorpresa. No se la enseñes a los demás.

Se mueve pesadamente, con todas esas carnes sobrantes embutidas en un chador de colores vivos, una prenda larga y holgada que lleva puesta desde que dejó el trabajo en los campos. Apenas alcanza a ocultar un accidente que tuvo con el tinte y que le ha dejado el pelo blanco de un marrón violáceo. A veces la mujer se pone cinta adhesiva en la cara para prevenir las arrugas. Su ojo vago rebusca en su alijo de monedas escamoteadas a veces entre los pliegues del chador, a veces en el cinturón de tela, y le ofrece algunas a Saba, que custodia esas monedas con más celo que todos los fajos de billetes que le da su padre.

Khanom Basir, que es la Mala y la madre de Reza, también le dice siempre:

—Saba, ven aquí… tú sola. —Sus finos labios pronuncian palabras desagradables mientras su rostro flaco y anguloso revisa el cuerpo de Saba en busca de signos de que se está convirtiendo en mujer—. ¿Te ha ocurrido algo especial últimamente… en el hamam o en el retrete?

Cada vez que pregunta eso, Saba la odia, porque no sabe qué andará buscando Khanom Basir ni qué le estará contando a Reza.

La tercera bruja, Khanom Mansuri, la Anciana, no hace más que roncar por las esquinas de la casa de Saba, y de vez en cuando les suelta a las otras dos alguna verdad milenaria sobre los niños. A diferencia de Ponneh y de Reza, que viven en una calle estrecha al pie de la casa de los Hafezi, en un racimo de casas pequeñas con cortinas de algodón y encaje hechas a mano y algunas comodidades básicas (pequeñas neveras, mesas de cocina, hornillos de gas), Khanom Omidi, la Dulce, y Khanom Mansuri, la Anciana, viven en chozas hechas de madera, paja y barro. Sus achaparradas viviendas se asoman por entre los puntiagudos tejados de paja de arroz que motean las laderas a solo un corto y accidentado paseo en bicicleta o una enérgica caminata desde el mercadillo semanal. Aisladas como están en una zona boscosa, dejan las gallinas sueltas junto a los escalones de la entrada por entre los zapatos desechados, y venden los huevos en el mercado. En algún momento de sus muchos años, todas y cada una de ellas se han remangado los pantalones y han doblado la espalda en los campos de arroz: de eso es de lo que conocen a Agha Hafezi, que las eligió para que cuidaran a sus hijas.

Para Saba sus casas son como piezas de cerámica, como arte. Le encanta la comodidad de arrebujarse en espacios minúsculos en medio de gruesos doseles colgantes que separan dos cuartos mohosos o de sentarse bajo los techos bajos en acogedores rincones forrados con telas y caldeados con estufas de carbón y lámparas de aceite. Por las mañanas el té recién hecho fluye de los samovares, y las ventanas de cristal partido en cuatro se abren a las llanuras verdes, invitando a entrar al olor de hierba húmeda. Se siente atraída por ese enclave de madres envueltas en túnicas y acuclilladas en cocinas calurosas e incómodas que van amontonando pieles de pollo y de ajo, vigilando cazuelas borboteantes y exprimiendo granadas en vasos que Ponneh y Reza se pasan el uno al otro, pero que a Saba no le permiten tocar. A veces, para fastidiar a su padre, Saba se mete dentro de sus camas, mantas de intrincado dibujo cosidas a mano y colocadas en las cuatro esquinas de la casa donde las familias duermen juntas. La ropa de cama huele a aceites para el pelo y a henna y a pétalos de flores.

Para evitar que Saba vaya a sus casas, Agha Hafezi permite que sus madres sustitutas entren y salgan a placer en la suya, que usen su gran cocina de estilo occidental y que jueguen con Saba en su dormitorio, en el que la cama está levantada del suelo y hay una mesa para que ella ponga sus papeles.

Ahora Ponneh parece embebida en el pensamiento del asunto de la vida secreta de Khanom Omidi.

—Bueno, yo sé una cosa —aporta—. Omidi tiene una pierna de plástico. Una vez la vi quitársela y rellenarla de caramelos y de pétalos de flores para que no oliera mal.

—Eso es una estupidez —dice Reza, que le tiene a la siempre cantarina Omidi de redondo rostro tanto cariño como Saba—. Los caramelos los lleva en el chador.

¿Cómo sabe Reza lo de los tesoros del chador? Khanom Omidi es la bruja buena de Saba, la sustituta de su madre ausente.

—Eso no se lo cree nadie —le dice—. Yo le miré las piernas cuando estaba dormida y lo único de lo que las tiene llenas es de carne. —Sus amigos sueltan una risita gratificante—. Pero lo de Khanom Basir sí que es verdad. He oído que es bruja de verdad.

—¡Eso no es verdad! —dice Reza, siempre al quite para defender a su madre.

Las niñas se miran y estallan en un coro de carcajadas. Luego vienen los chistes en voz baja sobre supuestos frascos llenos de mejunjes y dedos de mono secos colgados por los tejados. Reza al principio no les hace caso; luego coge su mochila y hace ver que se está preparando para marcharse.

—¡No, quédate! —dice Ponneh, y añade en tono cursi—: Te dejo que me beses… en los labios.

Reza, rumiando todavía lo de su madre, se coloca la mochila en los hombros y dice:

—Como no se te ocurra nada mejor…

Saba intenta no reírse, aunque Ponneh se lo merece por presumida.

—Yo te enseño algunas palabras en inglés —se ofrece—. Abalone significa…, mmm…, pensión de viudedad.

Reza baja la vista a la mochila de Saba.

—¿Qué llevas ahí dentro?

Saba tira de la cremallera, porque dentro tiene una cosa que va a hacer que él se quede. Reza devora igual que ella la música estadounidense, aunque Saba es su única proveedora. Le pide prestadas sus casetes viejas y trata de sacar las notas en el viejo setar de su padre, que lleva cogiendo polvo desde que él se fue a vivir con su nueva familia.

—Seguro que nunca has oído hablar de Pink Floyd —le dice.

—¡Claro que sí! —dice Reza, con la voz y la mano llenos de expectación—. ¿Me dejas verlo?

Es evidente que es mentira, pero Saba no dice nada. Saca una cinta sin nada escrito y se la tiende a su amigo.

—Te la puedes quedar —le dice—. Total, yo ya estoy harta de oírla.

—¿De verdad? —Reza, con los ojos todavía fijos en la cinta, se deja caer al suelo y se quita la mochila. Saba se pone más cerca y empieza a contarle toda la letra de su canción preferida de Pink Floyd, que habla de ladrillos y profesores y niños rebeldes: una canción tan ilegal que con solo oír una frase cien mulás se harían pis encima.