Lo encontré en tus ojos - Andrea López - E-Book

Lo encontré en tus ojos E-Book

Andrea López

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Beschreibung

Al descubrir que su novio, la persona en la que más confiaba, no es quién dice ser, Carolina huye de Paris. Con lo puesto y el corazón destrozado como único equipaje, abandona todo lo que conoce y viaja hasta su tierra natal en busca de la oportunidad de ser feliz. Pero superar las traiciones que la atormentan y empezar de cero no será tarea fácil. Por eso, cuando conoce a Marco, que con sus ojos verdes le desquicia los nervios cada vez que la mira, solo un minuto le basta para decidir que ese prepotente, egocéntrico y guapísimo hombre es lo último que quiere en su vida en ese momento. Sin embargo, lo que quieres puede ser muy distinto de lo que necesitas... ¿Conseguirá superar el dolor, la rabia y la decepción? ¿Se atreverá a arriesgar su corazón de nuevo? Juntos descubrirán que, a veces, para poder tener un presente y un futuro primero es necesario cerrar el pasado. "Lo encontré en tus ojos" es la segunda novela independiente de la serie Hermanos Piagiano, escrita por Andrea López. Una novela que te atrapará el corazón desde el primer minuto.

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Lo encontré en tus ojos

Andrea López

Copyright © Andrea López y Word Audio Publishing, 2021

Diseño portada: Marien F. Sabariego

ISBN: 978-91-80345-56-9

Publicado por Word Audio Publishing Intl. AB

www.wordaudio.se

[email protected]

1

Intento abrirme paso entre la gente que abarrota la pizzería para conseguir alcanzar la puerta, la caja de pizza recién horneada está a punto de caerse al suelo, pero después de muchos empujones llego a ella y la empujo.

El húmedo aire de la noche parisina me golpea en la cara nada más poner un pie en la acera. Hace frío, sobre todo, teniendo en cuenta que la primavera ha hecho acto de presencia unos días atrás, pero no me importa. En realidad, nada podría importarme en este momento.

¡Estoy feliz! Tras cuatro años estudiando Arte, por fin me dan la oportunidad de hacer mi propia exposición en exclusiva.

Es cierto que en estos años he presentado algunos cuadros e incluso he vendido bastantes de ellos, pero siempre con mis compañeros. Nunca había tenido la ocasión de tener una exposición solo para mí. Nunca hasta ahora, claro, y nada me apetece más que llegar a casa y contárselo a Dick. Dick, mi novio, mi amigo, la persona que más me ha apoyado en estos duros años, quien más me ha ayudado a salir adelante.

No puedo negar que mi hermano Luca y Nora, su novia, también han sido un gran apoyo en todo este tiempo, pero, al fin y al cabo, es Dick el que comparte mi día a día. Él es quien me ha ayudado a salir del agujero cuando todo estaba oscuro y la primera persona con la que yo quiero compartir la que es, sin duda, la noticia más feliz de mi vida en los últimos años.

Con la caja aún en la mano, corro por las calles esquivando a la gente que se dispone a dar una vuelta, disfrutando de la noche del viernes.

Esa es una de las cosas que más me gusta de vivir en París: la vida en la calle, su ambiente. Creo que, de alguna forma, entre toda esta multitud me siento un poco menos sola. Porque, aunque mi novio está conmigo, ese sentimiento de soledad también ha sido mi compañero todos estos años. Normalmente, me encanta sentarme en la terraza de un café para observar a la gente pasear por las hermosas calles de París. Me gusta imaginarme las historias que esconden sus rostros. Pero hoy, hoy solo quiero llegar a casa para darle la noticia a Dick y celebrarlo juntos comiendo la exquisita pizza que acabo de comprar.

La pizza me recuerda a mi casa en Italia, la casa donde pasé los primeros años de mi vida y sin duda los más felices. Creo que en el fondo por eso me gusta tanto.

En el cielo, los truenos y los relámpagos hacen presagiar lo que sin duda será una fuerte tormenta primaveral. Miro hacia arriba frunciendo el ceño y un leve temblor sacude mi espalda cuando la intensa luz de un relámpago ilumina la calle a unos metros de donde me encuentro. Vale, probablemente, ha sido más lejos que unos metros, pero a mí me ha parecido cerquísima. Resoplando, intento quitarme el flequillo de los ojos y aprieto la caja contra mi pecho mientras acelero aún más el ritmo con la intención de estar en el calor de mi casa antes de que la lluvia comience.

Llego al portal. Como la puerta está abierta, la empujo con el pie para no tener que soltar la pizza y me dirijo a la escalera. Vivimos en un sexto piso sin ascensor, pero ninguno de los dos hemos tenido ningún problema en renunciar a esa pequeña comodidad a cambio de un luminoso piso en el centro de París. No es muy grande, pero es nuestro hogar, y a mí me encanta.

Al llegar al sexto, casi sin aliento, pienso que de verdad de la buena tengo que apuntarme al gimnasio de una buena vez. Saco como puedo la llave del bolsillo de mi abrigo y, no sin esfuerzo, abro la puerta sin tener que deshacerme de mi preciado paquete. Una sonrisa atraviesa mi rostro. ¡Está claro que hoy es mi día de suerte!

Entro en casa y llamo a Dick.

—¡Hooolaaa, estoy en casa!

Enciendo la luz de la cocina y apoyo la caja de la pizza en la barra americana que la separa de nuestro pequeño salón.

Miro hacia el sillón, pero Dick no está aquí. La tele continúa encendida como si hubiese salido un momento y se le hubiese olvidado apagarla.

—Dick, ¿estás en casa? He traído pizza para cenar —digo, dirigiéndome hacia el dormitorio y asomándome al baño para comprobar que no hay nadie.

Vuelvo a la cocina para abrir una botella de vino para la cena. Una exposición propia bien merece ser celebrada con un poco de vino. Entonces, cuando estoy abriendo la nevera, lo escucho: un teléfono empieza a sonar, no es el mío y tampoco me parece el de Dick.

Las manos empiezan a temblarme y siento un fuerte nudo en el estómago. Me obligo a tranquilizarme pensando que, fácilmente, Dick le ha cambiado el sonido a su teléfono. Seguro que eso es lo que pasa y por eso no lo reconozco.

Corro al salón, pero de aquí no proviene. Entro en nuestra habitación.

El sonido sale de la mesilla de noche de Dick, pero encima tampoco hay nada. Abro la mesilla y la vacío; no encuentro ningún teléfono. El sonido cesa y escucho un par de pitidos, como los de los mensajes de texto.

Las manos me tiemblan y no entiendo el motivo. ¿Qué leches es lo que me está poniendo tan nerviosa?

Por más que busco, no encuentro nada. Cojo los papeles que he sacado y empiezo a meterlos de nuevo en su sitio. Es ahí cuando, al rozar con los dedos el fondo del mueble, noto algo raro. Me siento en el suelo para evitar caerme de la impresión. ¡Esta mesilla tiene doble fondo! Deslizo mis temblorosos dedos palpando la fina madera del fondo hasta que encuentro una pequeña hendidura. Respiro hondo un par de veces y, muy suavemente, como si de una pieza de cristal se tratase, la aparto. El espacio que queda al descubierto es pequeño. No me atrevo a dirigir la mirada hacia el hueco. Pero, aunque algo me dice que lo que allí hay no va a ser bueno, nada, absolutamente nada, podía prepararme para lo que están viendo mis ojos. De hecho, necesito frotármelos varias veces para comprobar que mi visión es real y no una cruel jugarreta de mi imaginación.

Delante de mí tengo un teléfono móvil, un par de pasaportes, una cantidad indecente de billetes de quinientos euros y una pistola.

Madre de Dios, pero ¡qué significa todo esto!

Abro uno de los pasaportes y veo la foto de Dick, el resto de los datos son falsos. No tengo ninguna duda de lo que me voy a encontrar al abrir el otro, pero necesito verlo con mis propios ojos, así que lo compruebo.

Mi cara me sonríe desde la foto tamaño carnet del pasaporte como si se estuviese burlando de mí. ¡Es un pasaporte falso! ¡Por Dios santo, un pasaporte falso con mi cara! Temblando como una hoja, me guardo los dos pasaportes en el bolsillo de la chaqueta sin saber muy bien por qué ni para qué. Cojo el teléfono móvil y miro el listado de llamadas. Todas, todas las llamadas son desde un número con prefijo del Reino Unido.

Una idea empieza a tomar forma en mi cabeza y el pánico se apodera de mí. Empiezo a sentir los brazos agarrotados y un sudor frío se me va extendiendo desde la nuca por la espalda mientras mi pecho sube y baja frenéticamente. El corazón me late tan deprisa que creo que me va a explotar y, en este momento, casi agradecería que así fuese.

No puede ser verdad, tiene que haber un error. Me niego a creer que mi pareja, mi mejor amigo, la persona en la que más he confiado en el mundo me haya estado haciendo esto.

Con el dedo tan rígido que apenas consigo moverlo, le doy al botón de rellamada.

Un tono. Dos tonos. Tres tonos. Cuatro tonos. Y su voz.

La voz de mi padre. La voz de esa persona que llevo intentando sacar de mi cabeza durante cuatro largos años. Porque, definitivamente, ya no está en mi corazón. La persona que ha destrozado mi vida contesta en este momento al teléfono.

¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede tener un teléfono si está en prisión desde hace cuatro años?

Sacudo la cabeza para intentar escuchar lo que él está diciendo. Suena muy enfadado. En realidad, no consigo recordar alguna vez que no haya sonado así.

—¡Dick, ya era hora de que te dignases a llamar! Hoy es día de llamada y sabes que tienes que contestar a la primera. No puedo correr riesgos desde aquí ni andar llamando veinte veces. ¿Lo tienes todo preparado?

Cuelgo el teléfono rápidamente y unas terribles ganas de vomitar se apoderan de mi cuerpo. Las lágrimas se deslizan descontroladamente por mis mejillas. Me echo la mano a la boca y, como puedo, me arrastro al baño.

Me incorporo y, abriendo el grifo, consigo echar agua por mi cuello y por mi cara.

El agua fría hace su trabajo y consigo despejarme un poco. Con los ojos anegados aún en lágrimas, sentada en el suelo del baño, abro la bandeja de mensajes.

Todos los mensajes son del mismo número. El número desde el que, hace un momento, mi padre ha hablado conmigo pensando que yo era Dick.

Los mensajes empiezan unos tres meses después de que llegásemos a París. Hay uno semanal. Los que mi padre mandaba eran indicaciones. Habla con aquel o te va a llamar aquel otro.

A estos mensajes, Dick solía contestar horas o días más tarde y siempre ponía lo mismo.

Trabajo realizado.

¿Trabajo realizado? Entonces, ¿es eso? ¿Todo este tiempo que yo he estado engañada, Dick ha estado trabajando para mi padre?

Trago saliva con dificultad mientras las lágrimas vuelven a pasearse libremente por mi cara, ni siquiera me molesto ya en intentar evitarlas. Sigo pasando los mensajes de texto, hasta que veo uno de hace un mes que consigue que se me erice el vello de todo el cuerpo.

El mensaje es de Dick a mi padre y dice: Preparando salida cárcel. Pasaportes listos, avisar a dónde tengo que llevarla y cuándo.

Esto no puede ser posible. Mi padre está en la cárcel y, aunque dentro de poco tenga el juicio, es del todo imposible que consiga salir.

Hace cuatro años, el día que mi vida cambió para siempre, mi padre intentó matar a mi madre e hirió a mi hermana pequeña.

Es más, cuando la novia de mi hermanastro Luca descubrió un maletín lleno de pruebas que lo incriminaban en la muerte de la madre de Luca, el asesinato del policía de Italia que lo había investigado y en otros muchos crímenes más, así como el auténtico testamento de la madre de Luca, que demostraba que gran parte de la fortuna de mi padre pertenecía a Luca por herencia y que mi hermano pasaba a ser rico sin depender de él, el gran Carlo, también conocido como el hombre que me engendró, la secuestró y amenazó con matarla si Luca no le daba el maletín. Por suerte, la policía llegó a tiempo y pudieron salvarla.

Mi madre quedó paralítica, pero con mucho esfuerzo y ayuda consiguió recuperarse. Se enamoró locamente de uno de sus terapeutas y, con él y mi hermana pequeña Arrieta, había conseguido rehacer su vida en Australia, de donde él era y a donde se mudaron en cuanto mi madre consiguió restablecerse completamente. Sin embargo, el destino aún nos tenía reservada otra jugarreta y, hace dos años, ambos sufrieron un accidente de coche en el que fallecieron. El consuelo que nos quedó fue saber que mi madre se había ido enamorada y amada como nunca antes se había sentido. Mi hermana Arrieta, quien no iba con ellos en ese momento, gracias a Dios, se volvió a España para vivir con Luca y con Nora; gracias a ellos y a los abuelos de mi hermanastro, es una niña feliz pese a todo lo que le ha tocado vivir a su corta edad.

Ese día, el día que lo cambió todo, descubrí no solo que mi padre era un asesino, sino que también llevaba años dándole palizas a mi madre sin que yo hubiese estado lo suficientemente atenta para darme cuenta. Y me enteré de que, además de todo esto, había llevado a cabo muchas más operaciones delictivas en Italia que aún se estaban intentando demostrar. Ese día, mi vida se rompió, yo me rompí en pedazos. Hoy, hoy, simplemente, han conseguido destrozar esos pedazos.

Sacudo la cabeza con violencia para intentar volver a la realidad. No puede ser que consiga salir de la cárcel, es imposible con todas las pruebas que tenemos en su contra. El juicio será dentro de poco y, con el testimonio de Luca, de Nora, de la policía y con todo lo que hemos conseguido reunir en su contra a lo largo de estos años, es imposible que salga. Me lo repito mentalmente como si de un mantra se tratase.

A no ser… A no ser que esos pasaportes…, ¿qué decía el mensaje? Decía «avisar cuando el sitio esté listo y decirme a dónde la tengo que llevar».

¿Podría ser que quieran secuestrarme a mí en algún sitio para chantajear a mi hermano y a Nora? Me parece totalmente irreal, pero eso explicaría lo de los pasaportes y la pistola.

¿Podría mi novio, la persona que me jura amor y dice que lo soy todo para él, usarme de moneda de cambio? Otra arcada sube por mi garganta, pero no tengo tiempo para eso.

¡Tengo que salir de aquí y tiene que ser ya!

Respiro profundamente y me sujeto al lavabo para intentar incorporarme. Las piernas me tiemblan tanto que, por un momento, tengo miedo de que no me respondan, pero una puerta cerrándose en el descansillo me hace reaccionar.

—No tienes tiempo para esto, Carolina, ahora no —me digo con un hilo de voz que me cuesta reconocer como propia.

Aparto el pelo de mi cara y salgo corriendo hacia la habitación. Abro el cajón de la mesilla, saco mi pasaporte, lo guardo en mi bolso y llego al salón, doy una última mirada a la que ha sido mi casa, mi hogar, el lugar donde junto con Dick había vuelto a sentirme segura y feliz y, nuevamente, los ojos se me encharcan. Lágrimas de dolor, de impotencia, de rabia, de desilusión, corren por mis mejillas sacando todo lo que llevo en mi interior y dejándome completamente vacía.

Me doy la vuelta, fijando la vista al frente, y cierro la puerta de casa y con ella la puerta de la vida que, por segunda vez, me han robado.

Con la cabeza dando vueltas y la visión nublada, salgo a la calle y comienzo a correr sin rumbo fijo. La lluvia cae como una manta espesa sobre mí, calándome, mientras los relámpagos iluminan de cuando en cuando el oscuro cielo. Mi cabeza no ordena, simplemente, mis pies parecen haber cobrado vida propia y corren frenéticamente intentando escapar de todo y de todos.

Mis intentos por respirar se ahogan con mis sollozos, cada vez me resulta más costoso conseguir que entre aire en mis pulmones. El pecho empieza a dolerme, respirar escuece, pero mis piernas se niegan a detenerse.

Un poco más adelante, una luz capta mi atención: es una parada de taxis. Reduciendo un poco la velocidad, me dirijo allí y abro la puerta del primero que encuentro.

—Al aeropuerto, por favor —digo en un susurro.

—Señorita, tiene que coger el primer taxi de la fila —responde el taxista, mirándome fijamente con mala cara. Probablemente, porque estoy empapando el asiento del coche.

—Al aeropuerto, por favor —repito un poco más alto sin mirarlo a la cara.

—Le agradecería, señorita, que se baje usted de mi taxi y tome el que le corresponde —me contesta el hombre con cara de enfado, mirándome como si yo fuese un bicho raro.

Levanto la cabeza y lo miro directamente a los ojos mientras, apretando con fuerza los puños y alzando la voz más de lo necesario, le digo:

—¡Al aeropuerto ya! Por favor —añado un poco más bajo al ver como el hombre pone mala cara.

Cuando estoy convencida de que me va a hacer bajar del taxi, arranca y empieza a conducir.

Involuntariamente, dejo escapar un suspiro de alivio y apoyo la cara contra el cristal de la ventanilla.

La sensación del frío contra mi piel y el ruido del limpiaparabrisas me sumen en un estado de sopor. Tengo el cuerpo empapado, entumecido, y tiemblo ligeramente, pero mi mente se deja ir. Cierro los ojos y, durante unos minutos, me duermo y el mundo deja de existir.

Poco después, escucho una voz. Medio dormida como estoy, distingo que es la del taxista. Ya no suena enfadado, parece preocupado, incluso me parece percibir una ligera angustia en sus palabras.

—Señorita, señorita, despierte, por favor. Señorita, ¿se encuentra usted bien? —pregunta el pobre hombre, que no sabe muy bien qué hacer.

Mis párpados se niegan a abrirse, pero poco a poco voy reaccionando. ¡Madre mía, no me extraña que el hombre se haya asustado! Sentada en el asiento, estoy calada hasta los huesos y lo que antes era un temblorcillo se ha convertido en un violento temblor mezcla del frío, los nervios y el miedo. Mi cabello castaño, que siempre llevo suelto porque es demasiado corto para recoger en una coleta, está ahora pegado a mi cara y esta, aun sin alcanzar a verla, la supongo hinchada y totalmente descompuesta de tanto llorar. Doy gracias mentalmente por el hecho de llevar el flequillo largo, pues este cubre ahora mismo parte de mis ojos y no permite ver con claridad el color rojo que de seguro han adquirido en las últimas horas.

Con las manos agarrotadas, me aparto un poco el pelo y, esbozando un intento de sonrisa que más debe parecer una mueca tétrica, contesto:

—Estoy bien, gracias.

—¿No sería mejor ir a un hospital? Está usted muy pálida.

—No se preocupe, me encuentro perfectamente —respondo, haciendo un esfuerzo por controlar los espasmos y el castañeo de mis dientes.

El taxista me mira fijamente sin parecer muy convencido por mi respuesta, pero no insiste. Yo aprovecho para pagarle rápidamente y bajarme antes de que cambie de idea y vuelva a la carga.

Apoyo los pies en el suelo y comienzo a andar mecánicamente para acceder a la terminal del aeropuerto.

La terminal del aeropuerto Charles de Gaulle es inmensa. No es la primera vez que estoy en ella, pero siempre me impresiona. Me dirijo directa a comprar un billete sin saber qué destino tomar. Llego delante de la gran pantalla que anuncia las próximas salidas.

Aunque ante mis ojos se extiende un amplio abanico de salidas y llegadas, anunciadas para las próximas horas, un único nombre se cuela en mi cabeza: Nápoles.

Las letras se deslizan veloces delante de mí. Abro los ojos como platos y una sonrisa asoma a mis labios.

—¡Vuelvo a casa! —susurro.

Camino con paso decidido y me quedo quieta, esperando a que la chica que está detrás del mostrador levante la vista del ordenador y repare en mí. Como parece no tener prisa en hacerlo, al cabo de un rato, comienzo a tocar nerviosamente el expositor de folletos que tiene al lado de su pantalla.

Susana, que así se llama la «amable dependienta», frunce el ceño, molesta, y levanta la vista. Me mira de arriba abajo con gesto de disgusto un momento para, a continuación, volver a ignorarme, centrándose en lo que está haciendo. Su actitud está empezando a molestarme, lo que mi «amiga Susana» no sabe es que ha elegido un mal día para tocarme las narices.

Soy totalmente consciente de que mi aspecto en este momento deja mucho que desear. Estoy empapada, tengo frío y me siento pesada e incómoda. Mi pelo es un desastre, al llevarlo tan corto, por debajo de la barbilla, gotas de lluvia caen constantemente sobre mis hombros, descendiendo por mi espalda. El flequillo es un amasijo de pelos que se niega a colaborar, separándose un poco para que se me vean los ojos. Lo de mi cara ya es mejor ni mencionarlo. Tengo los ojos de un tono rojo tomate, pero no un tomate cualquiera, sino uno bien madurito. La piel, llena de manchas negras, cortesía del maquillaje corrido, completa un aspecto bastante penoso. Pero, aun así, la actitud de esa mujer está fastidiándome y mucho. ¿Quién se cree ella que es para tratarme así? Es más, ¿quién se cree ella que es para tratar así a nadie?

Susana, «doña amable», se levanta de su asiento y se dirige a su compañera del mostrador de al lado. Tengo que reconocer que es una chica muy guapa, tanto como maleducada, pienso para mí. Tiene el pelo largo, recogido en una coleta perfecta de la que ningún pelo se atrevería a escapar. Es alta, con las curvas justas puestas en todos los sitios oportunos y tiene unos bonitos ojos azules que me miran disimuladamente mientras se ríe con su compañera.

¡Ya está bien!, pienso. Con el día que llevo, lo último que me falta es aguantar a la petarda esta ahora. La mala leche va subiéndome por el cuerpo a la vez que la poca paciencia que me queda se va esfumando y, antes de darme cuenta y contenerme, estoy llamándola.

—Disculpe, ¿sería usted tan amable de atenderme o le pagan por reírse de los clientes? —digo casi escupiendo las palabras.

Susana y su compañera dejan de reírse y miran en mi dirección. Después, Susana, ni corta ni perezosa, gira el cuerpo del todo para darme la espalda completamente y sigue hablándole a su amiga, la cual, por cierto, debe tener un poco más de educación, pues me lanza miradas nerviosas mientras un intenso rubor va cubriendo sus mejillas al darse cuenta de que yo estoy cada vez más enfadada.

—¡O me atiendes inmediatamente, o voy a llamar al supervisor y pongo una queja formal! ¡Me parece increíble la falta de educación y de profesionalidad que hay en este aeropuerto! —grito, agarrando los bordes del mostrador con tanta fuerza que se me están poniendo los nudillos blancos.

Susana se gira hacia mí y, con cara de enfado, va a contestarme cuando su compañera la engancha por el brazo.

—Susana, ¿por qué no aprovechas para tomarte un descanso y ya atiendo yo a la señora? —le pregunta con una sonrisa nerviosa mientras pasa el peso de su cuerpo de un pie al otro y me mira de reojo.

—Está bien —accede ella, mirándome con cara de pocos amigos.

Se separan y Vanesa, que así se llama la otra mujer, según la chapita identificativa de su blusa, se acerca a mí con paso inseguro, como si estuviese acercándose a una loca a punto de perder la cabeza. Para ser sinceros, tengo que reconocer que no anda muy desencaminada la pobre, yo misma siento que voy a perder la poca cordura que me queda de un momento a otro. ¡Necesito salir de aquí lo antes posible! En cuanto Dick regrese a casa, va a darse cuenta de lo que ha pasado y yo quiero estar lo más lejos en ese momento.

—Disculpe a mi compañera. —Escucho decir a Vanesa, que reclama mi atención—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Quiero un billete para Nápoles.

—¿Para Nápoles? El próximo vuelo sale en dos horas, debería embarcar en una hora y solamente me quedan asientos en primera clase. —Alza las cejas y me mira fijamente, esperando mi respuesta.

—No me importa —contesto, dándole la tarjeta de crédito para que efectúe el cobro y me entregue de una vez el maldito billete.

—Está bien. —Encogiéndose de hombros, toma la Visa que le ofrezco y, con agilidad, teclea en el ordenador. Al cabo de un par de minutos, me tiende la tarjeta junto con la tarjeta de embarque.

—Si me permite un consejo, le recomiendo que vaya a alguna de las tiendas del aeropuerto y se compre algo de ropa. Así no la van a dejar subir al avión. —Vanesa me mira, preocupada por mi reacción, mientras vuelve a pasar su peso de un pie al otro como hizo antes, cuando estaba con su compañera; está claro que la situación no le resulta agradable.

—Gracias, eso haré —respondo, algo enfadada aún por la actitud de su compañera. Me doy la vuelta con gran alivio por tener ya un destino y me alejo de ese mostrador.

Tengo una hora para adecentarme lo máximo posible y embarcar. Voy a una de las tiendas de la terminal y empiezo a buscar algo de ropa que comprar; no necesito gran cosa. Escojo unos vaqueros claros y un jersey de color lila, uno de mis colores preferidos, también un vestido de manga larga de color azul, no demasiado gordo, algo de ropa interior, calcetines, unos botines y un bolso inmenso, que se puede cruzar, para guardarlo todo.

Salgo del comercio y voy derecha a una tienda de telefonía móvil. Una idea se me ha pasado por la cabeza mientras compraba la ropa y, cuanto más lo pienso, más posibilidades veo de que mi teléfono tenga instalado algún tipo de localizador.

Compro un teléfono, tengo que llamar a Luca lo antes posible para ponerlo al tanto de todo esto, pero primero necesito estar lejos y a salvo. Si él sospechase que corro el más mínimo peligro, se empeñaría en pegarse a mí como una lapa, y mi hermano ahora tiene su vida, una vida que le ha costado mucho conseguir. Bastante se la ha fastidiado ya mi padre, no estoy dispuesta a consentir que siga haciéndolo.

Salgo del aeropuerto y me acerco al primer taxi que veo en la parada, abro la puerta de atrás y asomo la cabeza dentro.

—Disculpe, quería saber cuánto tiempo tardaríamos en llegar al centro, por favor.

—Una media hora —contesta el taxista.

—No me da tiempo entonces, lo siento, mi avión sale en un rato —digo mientras, disimuladamente, dejo caer mi móvil viejo en el suelo de la parte trasera del coche.

Cierro la puerta y entro de nuevo en el aeropuerto con una sonrisa de satisfacción en la cara. Sé que es una tontería, pero me siento como si hubiese logrado una pequeña victoria.

Si realmente Dick le ha puesto un localizador a mi móvil, como yo sospecho, se lo va a pasar pipa persiguiendo a un taxi por todo París. ¡Lo que pagaría por verle la cara cuando lo encuentre y descubra que solo está el teléfono y no yo!

Busco el letrero de los aseos y, en cuanto lo veo, entro como una bala. ¡Muero por deshacerme de toda esta ropa mojada! Me encierro en un baño y, quitándomela a toda velocidad, la tiro al suelo. La ropa que llevo hoy es mi preferida, pero no pienso guardar nada que me recuerde este fatídico día, por lo que, en cuanto me enfundo los vaqueros secos y el jersey, recojo la ropa y salgo descalza para tirarla a la papelera.

Bajo la tapa del inodoro y me siento para ponerme los calcetines secos y los botines nuevos.

—¡Qué gusto, por favor! —exclamo en voz baja. Aún no he conseguido quitarme el frío del cuerpo, pero, por lo menos, ya no estoy mojada.

Una vez vestida y calzada, me miro en el espejo del lavabo para comprobar los daños; cuando me veo, no me reconozco.

Me veo demacrada, sin luz en la cara. Mis ojos marrones están más oscuros y apagados de lo normal, carecen de toda vida. Una lágrima resbala por mi mejilla y la limpio con rabia. ¡Nunca más me voy a dejar utilizar por nadie como una imbécil! Eso lo tengo claro. En este momento, mirándome en el espejo del baño del aeropuerto, me prometo a mí misma que, cuando consiga recomponer los pocos pedazos que quedan de mí, no voy a permitir que nadie vuelva a romperme.

Salgo del baño y embarco rumbo a casa, mi casa.

2

—Señorita, despierte, por favor. —Escucho mientras una mano me toca suavemente el hombro.

—¿Qué pasa? —pregunto, estirando las piernas y los brazos. Sin poder disimular un bostezo, voy abriendo los ojos perezosamente.

—Nada. Estamos a punto de aterrizar —me informa con una sonrisa—. Ya han avisado por megafonía que deben abrocharse el cinturón.

—Gracias.

Me abrocho el cinturón y miro por la ventanilla cómo el avión empieza a descender. La hermosa ciudad de Nápoles va tomando forma poco a poco a medida que nos acercamos. Es la primera vez que regreso a casa desde que mi padre decidió que teníamos que mudarnos a Inglaterra tras el supuesto suicidio de su primera mujer.

Mi padre había estado llevando una doble vida con mi madre y con la madre de mi hermanastro Luca durante unos años. Cuando la madre de Luca había comenzado a ser una molestia para él, fue encontrada muerta con varios disparos; murió desangrada, sin que nadie la ayudase. A pesar de que a nosotros siempre se nos dijo que se había suicidado, años más tarde, nos enteramos de que el primer policía que investigó el caso aseguraba que se trataba de un asesinato. Curiosamente, el policía también falleció en otro «supuesto» accidente mientras trabajaba y los agentes que retomaron el caso, simplemente, dieron por buena la versión del suicidio. En ese momento, mi padre ordenó que nos trasladáramos a vivir a Londres y hasta hoy no he regresado.

Sé el dolor que supone para mi hermano recordar toda esa época. Él siempre fue quien más sufrió el desprecio de mi padre y nunca pudo olvidar ni perdonarse a sí mismo lo ocurrido a su madre, a pesar de que, siendo un niño como era, de ninguna manera estuvo en su mano poder evitarlo.

El sonido del avión aterrizando me devuelve a la realidad. Cuando abren las puertas, cojo mi bolso y bajo las escaleras que nos llevan a la pista de aterrizaje.

Está saliendo el sol cuando pongo un pie fuera del aeropuerto. El cielo luce un tono ámbar salpicado por alguna pequeña nube blanca, es tan temprano que el calor aún no ha comenzado a apretar, pero, aun así, cierro los ojos y, echando la cabeza hacia atrás, inspiro profundamente y disfruto de su caricia sobre mi piel.

Abro los ojos y llamo a un taxi. Estoy tan cansada por los acontecimientos de la noche anterior que decido no ir en autobús o en tren para no alargar más el viaje. En taxi abreviaré mucho.

—Buenos días. A Sorrento, por favor —digo mientras entro y cierro la puerta.

—Ahora mismo.

Me acomodo en el asiento y decido disfrutar, admirando el paisaje que tanto he echado de menos durante estos años.

—¿Es usted de esta zona?

—No, solamente estoy de vacaciones.

—Pues ha venido en una época muy hermosa. Los turistas suelen visitarnos más en verano, pero yo siempre digo que la primavera es la estación más bonita para nuestra tierra —comenta mientras me mira por el espejo retrovisor y esboza una gran sonrisa.

—Ajá —asiento, distraída—. ¿Sería mucha molestia que me lleve a Ravello en vez de a Sorrento, por favor?

—Usted manda —dijo, guiñándome un ojo.

Desde que en el avión he recordado todo lo acontecido con mi hermano y su madre, siento la necesidad de ir a esa casa. La casa familiar en la que Luca pasó sus primeros años de infancia y que aún le pertenece; está totalmente deshabitada, pero una extraña fuerza me atrae hacia allí. Y dado que ya no tengo nada que perder, ¿por qué no hacerle una visita?

Llegamos a Sorrento y un extenso azul se extiende ante mis ojos; el mar, la luz del sol, aún débil a estas horas, produce reflejos en la superficie como si de cristales preciosos se tratase. ¡Cuánta paz me ha dado siempre el mar! En estos momentos, ese color, ese olor a sal es un bálsamo para mi herido corazón.

Los hermosos acantilados que nos separan de Ravello se alzan ante mí, orgullosos y majestuosos. En algunas zonas, la piedra, trabajada a lo largo de los años por la erosión, se muestra desnuda, dejándonos ver sus recovecos y sus formas. En otras partes, se viste de frondosa vegetación con tonos verdes intensos y más tenues, engalanados por la primavera para recibirnos con grandes flores de intensos colores rosas, rojos y amarillos.

A los pocos minutos de comenzar a ascender, llegamos a la plaza del pueblo.

—¿Quiere que la lleve a algún hotel?

—Aquí está bien. Muchísimas gracias por todo, ha sido un viaje muy agradable.

—De nada, espero que disfrute de su estancia.

—Así lo hare. Quédese con el cambio —respondo sonriendo mientras me bajo del coche.

La plaza en la que me encuentro no es muy grande, pero es tan hermosa que me corta la respiración por unos instantes.

Es cuadrada y está presidida por una iglesia de piedra, antigua pero muy bien conservada. Un muro de piedra totalmente cubierto de enredaderas, madreselvas y flores rosas le confieren un toque romántico y bucólico. En el otro extremo de la plaza, un amplio jardín con árboles centenarios y flores de colores hacen las delicias de los niños, que juegan distraídos mientras sus padres desayunan en las terrazas de las cafeterías.

Sin poder contenerme, camino acariciando el muro. Cierro los ojos para sentir con más intensidad el frío de la piedra en mi mano y permito que el dulce aroma de la madreselva y las flores invadan y emborrachen mis sentidos. Mis músculos se van relajando poco a poco. Con cada paso, con cada inspiración, con cada nuevo sonido que me llega, la tensión que se ha acumulado en mi cuerpo tan solo unas horas antes va abandonándome, y me siento bien. Me siento en casa.

Pregunto en una de las cafeterías dónde hay un hotel y enseguida me indican el camino. No tardo demasiado en encontrarme con la entrada de un suntuoso hotel.

Su edificio principal es de piedra blanca. Solamente consta de tres pisos de altura, pero todas sus habitaciones disponen de una terraza con vistas al mar. Ante la puerta principal, se extiende un amplio jardín con una piscina rodeada de tumbonas y, a poca distancia, unas mesas redondas, de mimbre con sillas a juego, tapadas con sombrillas, permiten a los huéspedes descansar y refrescarse tomando algo tranquilamente.

Entro en el hotel. El suelo y las paredes son blancos, pero el mostrador de mármol negro y brillante como el azabache destaca en un lado de la estancia.

—Buenos días, ¿en qué podemos ayudarla?

—Me gustaría una habitación, por favor.

—¿Cuántos días va a permanecer con nosotros?

—Aún no lo he decidido. ¿Hay algún problema? —pregunto titubeando.

—No, siempre que recuerde avisarnos de que va a dejar la habitación con veinticuatro horas de antelación.

—Así lo haré. Gracias.

—¿Podemos ayudarla con el equipaje?

—Solamente llevo esto. No es necesario.

Sonrío algo nerviosa al ver cómo me mira. Resulta bastante raro que para una estancia indefinida no lleve ni siquiera una maleta.

—Aquí tiene la llave de su habitación, esperamos que disfrute su estancia —dice la recepcionista, entregándome la llave una vez acaba de cubrir los papeles.

Entro en un moderno ascensor de cristal y pulso el tres. Me miro en el espejo y compruebo que mi aspecto es mejor que la noche anterior, el color ha regresado a mis mejillas y ya no tengo los ojos rojos. Sin embargo, las emociones y el cansancio hacen mella en mí y me muero por una ducha caliente y meterme en la cama a dormir por lo menos veinte horas seguidas.

Suelto un silbido inconscientemente al entrar en la habitación.

Las paredes y el suelo, siguiendo la tónica del hotel, son de un blanco nuclear. La habitación la preside una enorme cama que se sostiene sobre cuatro imponentes patas color wengué. Un edredón también blanco la viste y este se adorna con cuatro cojines negros de diferentes tamaños. Al lado, veo una mesilla de noche en el mismo tono de madera que las patas de la cama, sobre ella, descansa una lamparita de cristal que, al ser iluminada por la luz del sol que entra por la terraza, proyecta una gama de extensos colores. Al otro lado de la cama, destaca el armario, sigue el estilo del resto de los muebles, pero con las puertas de espejo confiriendo sensación de amplitud a la estancia. El escritorio ha sido colocado estratégicamente para poder disfrutar de la luz natural que entra por la amplia terraza que hay al frente de la habitación, en la cual han dispuesto una mesa de mimbre con dos sillas iguales que las que he visto abajo en la piscina. Por último, el toque moderno a la habitación se lo pone la gran pantalla plana de televisión que cuelga de la pared encima del escritorio.

Apoyo el bolso encima de la cama y saco el móvil. Mataría por una ducha, pero lo primero es lo primero y eso, en este momento, es llamar a Luca.

Marco el número y espero pacientemente. Un tono. Dos tonos. Tres tonos.

—¡Carolina! ¿Qué tal todo por la ciudad del amor?

Escuchar la voz de mi hermano hace que todas las emociones de la noche anterior me arrasen de golpe y no puedo evitar que un pequeño sollozo escape de mi garganta.

—Carolina, ¿va todo bien? ¿Estáis bien los dos?

Intento contestarle, pero mi voz se niega a salir. ¡Maldita sea! Esto va a ser un palo para Luca también, ya que Dick es uno de sus mejores amigos desde hace muchos años. Si a mí me ha utilizado, está claro que a mi hermano también.

Por fin, en un hilo de voz que no sé ni de dónde sale, respondo.

—Ahora sí estoy bien, pero ha pasado algo.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? ¡Me estás asustando!

—Estoy en Italia, Luca. Siéntate, ahora te cuento —susurro, intentando parecer más tranquila de lo que realmente estoy.

Y le cuento, vaya si le cuento. Se lo cuento todo: lo que he encontrado, cómo escapé de París y dónde estoy ahora.

Después de escucharme atentamente, mi hermano está de acuerdo conmigo en que, probablemente, la intención de mi padre y de Dick era la de secuestrarme para chantajearlo a él de cara al juicio. Sin la declaración escrita de Nora y el resto de las pruebas que tenemos en su contra, mi padre tendría muchas posibilidades de acortar en gran medida su condena o incluso de salir en libertad, puesto que ya lleva cuatro años en la cárcel.

El juicio tenía que haberse celebrado mucho antes, pero, debido a la complejidad del caso, los abogados y los fiscales han ido pidiendo prórrogas para reunir toda la documentación necesaria, que en este caso es mucha, y el juez las ha ido concediendo.

—Será mejor que te vengas inmediatamente con nosotros, Carolina. No me parece nada sensato que estés ahí sola. —La voz de mi hermano me aparta de mis pensamientos.

—Lo siento, pero ahora mismo necesito estar sola. Necesito estar aquí.

El silencio al otro lado de la línea me deja claro que Luca no está para nada de acuerdo conmigo, pero lo conozco y sé que va a respetar mi decisión.

—Luca, solo una cosa más.

—¿Qué?

—No le digas nada a Arrieta ni a tus abuelos. No quiero preocuparlos más de lo que ya deben estar, sabiendo que se acerca el juicio. No creo que eso les venga bien.

Arrieta, nuestra hermana pequeña, ya ha vivido más de lo que cualquier niño, que digo niño, de lo que cualquier adulto vive en una vida normal, así que por nada del mundo quiero preocuparla con esto.

—Está bien, estoy de acuerdo, con la condición de que me llames para saber que estás bien y que lleves siempre el teléfono encima para poder localizarte.

—Trato hecho.

—Carolina, lo digo en serio, si tengo la más mínima duda de que puedes correr peligro, no voy a dudar en plantarme ahí y traerte por los pelos si hace falta. ¿Queda claro? —esto último lo dice usando ese tono que tanto le gusta utilizar de «yo soy el hermano mayor y aquí mando yo». El pobre piensa que con él nos intimida y nosotras dejamos que se lo crea, aunque nada más lejos de la realidad.

—Clarísimo, jefe —contesto con cariño—. Tenme tú informada también de cualquier cosa que pase. Un beso, Luca, te quiero mucho.

—Yo a ti también, pitufa.

Una lágrima resbala por mi mejilla mientras cuelgo el teléfono. Luca, a pesar de todo lo que le ha tocado vivir, es una persona increíble y, pese a ser hermanastros, para mí, siempre ha sido un hermano, un amigo e incluso ha ejercido como padre en muchas ocasiones.

Por un momento, la idea de ir a refugiarme en él, de dejarme cuidar y mimar para curar mis penas, ha resultado más que tentadora, pero esta vez siento que la herida es demasiado grande. Siento que hay demasiados trozos rotos que recomponer y que no existe en el mundo un pegamento lo suficientemente fuerte para pegar los pedazos de mi alma. Necesito encontrar algo para volver a encontrarme a mí misma, para encontrar mi camino, algo que consiga que mi dañado corazón vuelva a funcionar. No sé lo que estoy buscando, pero tengo que buscarlo sola.

Abro la puerta del baño y entro en la ducha. El agua caliente corre sobre mi cuerpo, me enjabono el pelo con el champú del hotel. El olor a mora y el calor que me recorren van relajándome poco a poco. Echo la cabeza hacia atrás para sentir el agua en mi cara, un estremecimiento de placer se apodera de mí y exhalo todo el aire que mis pulmones parecen llevar reteniendo una eternidad.

Al cabo de un rato, con la piel arrugada por el agua, pero mucho más relajada que cuando he entrado, salgo de la ducha y me embuto en el mullido albornoz que me espera colgado al lado de la mampara.

Me seco con cuidado, me pongo un conjunto de ropa interior, me meto en la cama, cierro los ojos y me duermo.

Cuando despierto, es ya de noche. La temperatura aún es fresca en esta época del año, por lo que me levanto y cierro la puerta de la terraza. Me visto y bajo al restaurante del hotel.

Un camarero se acerca a mí en cuanto me asomo a la puerta.

—Buenas noches, ¿mesa para uno, señorita?

—Sí, gracias.

—Acompáñeme, por favor —dice él, moviéndose entre las mesas y guiándome hasta una situada al lado de la gran cristalera que separa el restaurante de la piscina.

—Enseguida vienen a tomarle nota.

—Gracias —contesto, distraída, admirando el jardín. Si de día ya era bonito, ahora está hermoso. Luces blancas estratégicamente situadas por todo el césped lo iluminan tenuemente, el agua de la piscina cambia de color por efecto de las luces de colores instaladas en el fondo. Las mesas de mimbre rodeadas de farolillos e iluminadas con velas le confieren un aspecto íntimo y romántico.

Un par de parejas pasean abrazadas por el jardín mientras un grupo de amigos toma algo animadamente en las mesas de mimbre.

Un suspiro escapa de mis labios mientras apoyo la cabeza en mi mano. En el fondo soy una romántica, no lo puedo evitar, pero, teniendo en cuenta para lo que me ha servido en el pasado, mejor dejarme de historias.

—Buenas noches, ¿quiere que le traiga una carta?

Una voz alegre y cantarina me hace levantar la mirada y me encuentro con unos vivarachos ojos marrones que me miran con curiosidad.

—Es bonito, ¿verdad? —pregunta, señalando con la cabeza el jardín que yo observaba hace unos momentos.

—Sí, muy bonito.

—De día está bien, pero de noche se vuelve mágico. Es sin duda mi sitio preferido del hotel.

Observo detenidamente a la chica que me habla. Algo en ella me choca, no sé decir exactamente el qué, pero algo no me cuadra. No puedo decir nada malo de su aspecto, va impecablemente vestida con su pantalón negro y su camisa blanca, al igual que el resto de los camareros, pero en ella el uniforme se ve diferente.

No sabría explicarlo… Es otra cosa, como si no encajase en el ambiente que se respira en este sitio.

No es muy alta, tampoco baja, de complexión delgada. Se nota que tiene un cuerpo fibroso y trabajado. Su nariz está salpicada por unas cuantas pecas muy claritas y sus enormes ojos marrones parecen estar sonriéndote mientras te observan. Pero lo que más llama la atención es su pelo.

Creo que nunca he visto un pelo tan rizado como ese. Lo lleva largo y, aun recogido en una trenza, varios mechones rebeldes se niegan a estar quietos mientras habla conmigo.

No sé si podría considerarse una belleza, pero sin ninguna duda es atractiva e interesante de una forma poco común. Tiene una chispa y una energía contagiosas que te hacen no poder apartar tu atención de ella, y me cae bien desde el primer momento.

—No, gracias, no es necesario. ¿Qué me recomiendas?

—Veamos —dice pensando mientras se golpea con el lápiz en la boca—. Depende del hambre que tengas.

—Mucha, tengo mucha. Llevo un montón de horas sin comer nada —respondo, poniendo una mueca y echándome la mano a la barriga.

—Entonces, te recomiendo la hamburguesa especial del chef con patatas fritas. Sé que no es muy italiano, pero, si tienes mucho apetito, te va a encantar.

—Perfecto. Eso es lo que quiero. —Le sonrío.

—¿Para beber?

—Coca-Cola, por favor.

—Enseguida te lo traigo todo. —Me guiña un ojo y se aleja, tomando nota del pedido.

Es una chica simpática y debe ser más o menos de mi edad. Me ha resultado agradable hablar con ella, nunca he tenido problema para relacionarme con la gente, pero me da miedo que los últimos acontecimientos me hayan vuelto un poco desconfiada. Desde que he salido unas horas antes de París, tengo la sensación de que todo el mundo me mira.

Un matrimonio con dos niños pequeños se sienta en una mesa cercana, no deben tener más de cinco años e imagino que son mellizos. La madre les coloca una servilleta y el padre juega distraídamente con ellos. No puedo evitar pensar en mi padre.

Nunca ha tenido una palabra agradable para mí ni para mis hermanos. Por suerte, estaba muy poco en casa. La mayor parte de los días los pasaba viajando, pero, cuando estaba…, Dios, cuando estaba, le teníamos verdadero terror. Sabíamos que a la mínima habría gritos, insultos e incluso golpes. Estos últimos se los llevaban, sobre todo, Luca y mi madre.

¡Que se pudra en la cárcel! Ahí merece estar la gente como él. Donde no pueda hacer daño a nadie nunca más.

En esos derroteros me encuentro cuando vuelve la camarera simpática con mi comida.

—Aquí tienes, espero que te guste.

Miro el plato antes de contestar.

—Seguro que sí, tiene una pinta fantástica y me muero de hambre.

—¿Vas a quedarte mucho tiempo?

—No lo sé, puede, no lo tengo decidido aún —respondo, encogiéndome de hombros mientras me acerco la hamburguesa a la boca, intentando no mancharme con el jugo que suelta la carne. Está deliciosa y no puedo evitar cerrar los ojos y soltar un suspiro de placer.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Me mira, sonriendo.

—Claro.

La miro con curiosidad y veo que duda antes de decir:

—Mi compañera de recepción nos dijo que no traías equipaje.

Dejo de masticar y me quedo callada sin saber qué contestarle.

—Discúlpame —añade enseguida al ver mi reacción—. Soy una bocazas, ya sé que no es asunto mío y que no debería haber dicho nada. Solo me extraña que no traigas nada contigo si te vas a quedar unos días.

Paseo, nerviosa, la mirada por el resto de las mesas, intentando averiguar si alguien más ha escuchado nuestra conversación. Parece que no, todo el mundo sigue a lo suyo y nadie nos mira. Eso me tranquiliza. Con la hamburguesa aún entre mis manos, la miro fijamente, decidiendo qué contar y qué no.

—¿Cómo te llamas? —pregunto al fin.

—Lisa.

—Pues, Lisa, no te preocupes, no pasa nada. Entiendo que te extrañe. No me apetece mucho que lo vayáis comentando por ahí, pero no hay ningún problema en que me lo hayas preguntado. —Inspiro aire fuertemente y comienzo a explicar—. Vivía en Francia con mi novio, pero tuvimos un problema y acabamos nuestra relación ayer por la noche. Salí de casa con lo puesto y no me sentía con fuerzas para volver a por nada más después. Decidí ir al aeropuerto, cogí el primer billete de avión que encontré y aquí estoy.

—Lo siento mucho, por lo de tu novio, digo —dice Lisa, mirándome fijamente.

—No pasa nada, lo estoy asumiendo.

—Te llamas Carolina, ¿verdad?

—Sí, esa soy yo. —Intento sonreír, pero tengo un nudo en el estómago y no me sale.

—¿Por qué decidiste venir aquí, Carolina?

—Viví aquí de pequeña con mis padres y me apetecía volver. Hacía muchos años que no venía.

—¿No tienes familia o amigos aquí?

—No, mi hermanastro vive en España con su novia y con mi hermana pequeña. Mi madre murió hace un par de años y mi padre está en Londres —respondo sin querer entrar en detalles.

Lisa me mira con cara de pena y me siento incómoda. Me remuevo en la silla sin saber cómo ponerme. De pronto, su alegría natural vuelve a apoderarse de ella y, sonriéndome, me aclara:

—Mañana nos vamos de compras.

—¿Quién? —pregunto dudando, por si no la estoy entendiendo bien.

—¡Pues tú y yo, por supuesto! ¿Quién va a ser? —responde, negando con la cabeza como si fuese obvio y yo hubiese preguntado la tontería más grande del mundo—. Tú necesitas cosas nuevas y yo tengo el día libre —dice, señalándonos a ambas con el dedo—. Así que, ¿quién mejor que yo para llevarte de compras?

—No sé —contesto dudando—. No quiero ser una molestia, seguro que tienes mejores cosas que hacer.

—Pues no te creas, la verdad es que no. Además, me encanta ir de compras. Así que está decidido. Mañana te espero en la puerta de entrada del hotel a las diez de la mañana. Te recomiendo que desayunes bien porque te va a hacer falta. —Diciendo esto, se da media vuelta y se marcha, dejándome con la hamburguesa en la mano y la boca abierta, viendo cómo se aleja.