Pintaré estrellas por ti - Andrea López - E-Book

Pintaré estrellas por ti E-Book

Andrea López

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Beschreibung

Convertida en trabajadora social, Arrieta es una mujer fuerte e independiente que nada tiene que ver con la niña asustada y vulnerable que un día fue. O por lo menos, eso es lo que ella piensa hasta que Ava, una niña de cinco años, triste y perdida, en la que se ve reflejada, se cruza en su camino haciéndole revivir todo aquello que creía olvidado. Desde el instante en que sus ojos se crucen con los de la pequeña, Arrieta se propondrá devolverle la felicidad que nunca debió perder, cueste lo que cueste, aunque para ello tenga que lidiar con Axel... Él es terriblemente guapo y sexy. Posee una mirada capaz de hacerla temblar de los pies a la cabeza cada vez que se posa en ella, y una sonrisa con la que derretiría el Polo Norte sin inmutarse si se lo propusiese; pero también es maleducado, insufrible, déspota, engreído y, al parecer, la única persona en el mundo capaz de hacer que Ava recupere la sonrisa. Juntos descubrirán que las cosas no siempre son lo que parecen, y cuando el pasado reaparezca en sus vidas para intentar arrebatárselo todo, Arrieta tendrá que decidir entre salvaguardar su corazón o arriesgarlo todo, al igual que una vez otros hicieron por ella. "Pintaré estrellas por ti" es la tercera novela independiente de la serie Hermanos Piagiano, escrita por Andrea López.

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Pintaré estrellas por ti

Andrea López

Copyright © Andrea López y Word Audio Publishing, 2021

Diseño portada: Marien F. Sabariego

ISBN: 978-91-80345-57-6

Publicado por Word Audio Publishing Intl. AB

www.wordaudio.se

[email protected]

Prólogo

Miro de reojo a la pequeña sentada mi lado, en la parte trasera del taxi. Mantiene la vista fija en algún punto imaginario del infinito, sin desviarla un solo instante. Parece tan perdida, vacía y carente de toda emoción que me siento sobrecogida. Con su mano derecha, sujeta un conejito de peluche rosa, cosido y recosido por todos los lados, al que no deja de acariciarle la oreja frenéticamente. Me gustaría poder hacer lo mismo con su carita para reconfortarla, decirle que todo va a salir bien, pero no me atrevo.

Imitándola, fijo mis ojos en algún punto inexistente del horizonte. Mientras, con una mano, aprieto contra mi pecho la carpeta que contiene su expediente y, con la otra, agarro por inercia el colgante en forma de estrella que hace muchos años se convirtió en mi talismán y que nunca me quito.

Minutos después, el coche se para delante de la enorme estructura en la que trabajo: el centro de protección de menores Pequeños Héroes. Pago al taxista, recojo del suelo la mochila de la niña y le doy la mano para ayudarla a salir del coche sin decir una sola palabra. Ella titubea, pero, finalmente, se deja arrastrar.

Delante de la verja de hierro nos espera Julia: trabajadora social, directora del centro y mi mejor amiga desde que hace años nos conocimos en la universidad.

—Hola, Ava —se dirige directamente a la niña, sonriéndole con ternura—. Tenía muchas ganas de conocerte —añade sin dejar de mirarla fijamente a los ojos.

La pequeña me aprieta un poco más la mano y retrocede un paso, pero no dice nada. Julia avanza, la toma de la mano y me mira. Me conoce tan bien que a veces tengo la sensación de que puede rebuscar en todos los recovecos de mi mente hasta encontrar aquello que busca, por mucho que yo me esfuerce en esconderlo.

—Arrieta, no te lo lleves al terreno personal. Ava no eres tú —me aconseja antes de darse la vuelta y echar a andar con la niña.

Esta me mira una última vez y clava sus ojitos asustados en los míos.

Una sensación de desasosiego, que conozco a la perfección pero que hace mucho que no sentía, invade cada milímetro de mi cuerpo.

—Ya, ¡como si eso fuese tan fácil! —me digo a mí misma.

Con dificultad, trago saliva y levanto la vista hacia el edificio de piedra que se alza ante mí. Si Julia tiene razón, ¿por qué me siento como si la que estuviese atravesando la puerta del hogar fuese yo?

Capítulo 1

El verano está empezando y yo debería estar comenzando mis vacaciones, un mes enterito de playa, relax y diversión, pero, en lugar de eso, aquí estoy, subiendo las escaleras de dos en dos, más nerviosa que un niño el día de Navidad. ¿La razón «oficial» para no haberlas cogido? Que quiero guardarlas para Navidad. ¿La verdad? Me ha sido imposible separarme de Ava, la pequeña que llegó al centro hace solo un par de semanas, y pasar su caso a otra persona. Veo tantas cosas que me recuerdan a la niña que yo fui en esa pequeña que necesito asegurarme de que esto saldrá bien, ¡tiene que salir bien! Por fin llego al tercero y me detengo delante de la puerta.

«Tiene que salir bien, necesito que salga bien», me repito mentalmente una y otra vez.

Tomo aire profundamente un par de veces, apoyo mi maletín en el suelo, me aliso la falda de tubo que forma parte de mi indumentaria de hoy y me infundo valor antes de llamar a la puerta. No es la primera visita a domicilio que realizo, pero esta me afecta especialmente. Necesito que todo sea perfecto. Recuerdo los ojitos tristes y temerosos de Ava clavándose en los míos y trago saliva, intentando parecer lo más profesional posible.

Espero pacientemente a que alguien me abra. Bueno, vale, pacientemente, lo que se dice pacientemente, no.

Toco el timbre nuevamente, esta vez con más insistencia, pasando el peso de mi cuerpo de un pie al otro, incapaz de permanecer quieta. ¡Nada, que aquí no hay nadie!

Me acerco un poco, apoyo las manos en la puerta y pego la oreja a la madera, intentando percibir algún sonido que provenga del interior. De repente, la puerta se abre, cogiéndome totalmente desprevenida, de modo que, como tenía todo el peso de mi cuerpo cargado sobre ella, me precipito hacia delante.

Cierro los ojos, esperando sentir el golpe contra el suelo. Sin embargo, lo que siento es muy diferente: unos fuertes brazos frenan mi caída e, instintivamente, me agarro a ellos, intentando mantener el equilibrio. Cuando lo consigo y abro los ojos, levanto la vista para verme atrapada por la mirada más azul e intensa que he visto en mi vida, la cual me observa entre sorprendida y enfadada.

Parpadeo un par de veces, incapaz de apartar mis ojos de los suyos, y me separo rápidamente de él. Siento como me sonrojo y el calor que desprenden mis mejillas. ¡Qué digo mis mejillas! ¡Todo mi cuerpo está tan caliente ahora mismo que parezco un brasero con patas! Me aliso nuevamente la falda y carraspeo, intentando disimular mi turbación con toda la profesionalidad de la que soy capaz, después del bochorno que acabo de pasar.

¿Por qué siempre me tienen que pasar a mí estas cosas?, pienso, resignada, dándome una colleja mental mientras coloco un mechón de mi melena castaña detrás de la oreja, tratando de mantener las manos ocupadas.

Observo de nuevo al hombre que me mira, frunciendo el ceño, con desconfianza.

Lleva puesto un pantalón vaquero y una camiseta gris que se adapta como un guante a su cuerpo. Está musculado y en plena forma. Ese cuerpo de delito, unido a su pelo negro, un pelín más largo de lo estrictamente correcto, junto con unos labios más que sugerentes y esa intensa mirada azul le confieren un aspecto peligroso y atrayente a la vez.

Me recorre de arriba abajo e, inconscientemente, contengo la respiración.

—No estoy interesado en comprar nada, pero estoy seguro de que mi vecino del quinto estará dispuesto a comprarte lo que sea que vendas si te tiras a sus brazos como has hecho conmigo. —Sus palabras me hacen salir del trance justo a tiempo de lanzarme contra la puerta antes de que la cierre.

¡No sé si siento más mosqueo o vergüenza, pero no estoy dispuesta a que me deje con la palabra en la boca, cerrándome la puerta en las narices!

—¡No, espera! —grito con cara de susto, mandando toda mi profesionalidad a freír puñetas—. ¿Eres Axel Cooper García? —pregunto, rezando para que, efectivamente, sea él.

De nuevo fija sus ojos en los míos, traspasándome con esa hipnótica mirada, como si intentase leerme la mente, y juro que, por un momento, me parece que lo consigue.

—No, n-no soy vendedora, soy… so-soy asistenta social. —Intento explicarme medio tartamudeando cuando él abre de nuevo la puerta, después de mi ataque frontal contra ella y de escuchar su nombre completo. Se ve que le ha podido la curiosidad.

Si antes en su mirada había desconfianza, ahora su rostro es un poema. Frunce el ceño, molesto, y se cruza de brazos, intentando disimular la tensión que siente. Pero esta es tan palpable que podría cortarse con un cuchillo.

—¿Puedo pasar? —pregunto, señalando el interior de la casa con mi mejor sonrisa.

Él dirige su mirada a mi boca. Durante un instante, parece pensárselo, pero enseguida niega con la cabeza.

—No creo que sea necesario. Lo que tengas que decir, dímelo ya. —Su voz suena tan afilada que corta.

Suspiro, frustrada. No me parece que esta sea la mejor forma de hacer esto y mucho menos pienso que el descansillo sea el mejor sitio, pero, si no me va a dar más opciones…

Me arrodillo en el suelo y abro mi maletín para sacar los documentos que necesito mientras comienzo a hablar.

—Doña Leticia Molares… —Intento que mi tono sea suave, pero, en cuanto escucha ese nombre, suelta un bufido y se pone todavía más en guardia, si es que eso es posible. Lo escucho murmurar:

—El tratamiento de doña le queda bastante grande. —Si antes su voz era afilada, ahora es un puñal.

Hago como si no hubiese escuchado sus palabras y, cada vez más nerviosa, continúo explicándole con cuidado de no utilizar ese «tratamiento» que tanto parece molestarlo. Tengo mucha paciencia, pero este tío está empezando a cansarme un pelín.

—Leticia Molares falleció hace diez días y dejó firmado ante notario que nombraba a Axel Cooper García, tutor legal de su hija Ava, así que le repito la pregunta, ¿es usted Axel Cooper García?

Escucho sus dientes rechinar con tanta fuerza que no me extrañaría verlos salir disparados en trocitos. Trago saliva y levanto la cabeza para mirarlo. Desde mi posición en el suelo, me parece más grande, más fuerte y también mucho más cabreado. Su rostro ha perdido cualquier pizca de color. Está más blanco que el papel; es más, empiezo a temer que de un momento a otro caiga desplomado.

Me pongo en pie con rapidez para estar a su altura todo lo que mi estatura me permite, teniendo en cuenta que me saca cabeza y media. Ya buscaré los papeles más tarde.

Tiene la mandíbula casi tan apretada como los puños y sus ojos destilan odio, resentimiento y puede que ¿dolor? Esto va a ser más difícil de lo que había imaginado.

—¿Y el padre de la niña? —logra preguntar casi sin separar la fina línea en la que se han convertido sus labios.

—Está en la cárcel. No puede hacerse cargo. —Intento que mi voz suene firme, pero su mirada me acobarda.

—No quiero saber nada de esa niña. —Su voz suena más dura que el cemento armado y, en cuanto escucho sus palabras, siento como si una losa del mismo acabase de caer sobre mí.

Exhalo con fuerza todo el aire que contienen mis pulmones. Me siento frustrada, enfadada y puede que un poquito desesperada.

—Pero ¡no tiene a nadie más! —protesto, alzando un poco la voz.

—Entonces, ¡no sé a qué demonios estás esperando para buscarle una familia de acogida! Ese es tu trabajo, ¿no? ¡Pues hazlo y deja de molestar! —escupe cada palabra con amargura y, sin más contemplaciones, esta vez sí me cierra la puerta en las narices.

Me quedo como un pasmarote, mirando la puerta sin comprender muy bien lo que acaba de ocurrir ante mis aturdidos ojos, mientras una terrible sensación de impotencia se apodera de mí. Pienso en Ava y un escalofrío me recorre el cuerpo de los pies a la cabeza. Recojo mi maletín del suelo y, sintiéndome derrotada y fracasada como pocas veces en mi vida me he sentido, me voy sin mirar atrás.

Capítulo 2

Golpeo las teclas del ordenador con frustración, cada vez más ofuscada. Miro la pantalla, esperando encontrar en ella la solución a todos mis males, esa solución milagrosa que me devuelva la tranquilidad y la paz que ese estúpido de ojos azules me ha robado. Pero nada, ¡no encuentro nada que no sepa ya!

—¿Se puede saber qué te han hecho las teclas de mi ordenador para que las aporrees de esa manera? —La voz de Julia me sobresalta y doy un respingo en la silla, aparto la vista de la pantalla y la dirijo hacia ella.

Julia, a diferencia de mí, no solo trabaja en el centro, también vive en él. Mi despacho es contiguo al suyo, pero sus dependencias personales están en la última planta del edificio. El resto de la plantilla la componen una psicóloga y dos educadores sociales. De todo el grupo, solamente la psicóloga y Julia viven en las instalaciones, con los niños.

La veo observándome, su mirada lo dice todo. Está apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y las cejas levantadas. No parece contenta precisamente.

—Pero ¡mira que te gusta exagerar! —la acuso—. Estoy convencida de que el mundo se está perdiendo una gran actriz contigo —añado, negando con la cabeza pese a saber que tiene razón.

—¡Ya, seguro que sí! —Se acerca y toma asiento en la silla que hay al otro lado de la mesa, justo enfrente de mí—. ¿Qué hacías? —insiste, a pesar de que estoy segura de que ya lo sabe.

La miro, resignada.

—Buscaba información en internet sobre casos parecidos al de Ava. ¡Me desespera no conseguir nada con ella! ¡Han pasado más de dos semanas y continúa sin hablar! Ni con los psicólogos, ni con los niños, ni conmigo, ni contigo, ni con nadie. Y, por si eso fuese poco, el merluzo ese, con todos mis respetos a las merluzas porque creo que tienen más sensibilidad y mollera que ese insensible que le ha tocado como tutor a la pobre niña, ¡no quiere saber nada del tema! ¡Y va el muy estúpido y me dice que haga mi trabajo! ¿Te lo puedes creer? —Bufo, enfadada.

—No lo habrás llamado otra vez, ¿verdad? —Su tono de voz me deja claro que ahora sí está cabreada. Me estoy hundiendo yo solita cada vez más y más en el fango, pero no soy capaz de cerrar esta bocaza mía que parece tener vida propia. Cuando se trata de Julia, soy incapaz de ocultar nada.

—¿Después de que me cerrase la puerta en las narices, quieres decir? —protesto, mirándola, molesta, y cruzando los brazos sobre mi pecho—. Puede que lo haya intentado alguna vez. —Intento soltar una evasiva, pero no cuela.

—Arriiieeetaaaa —pronuncia mi nombre como si fuese una niña pequeña con la que es necesario armarse de paciencia—. ¿Cuántas?

—No muchas. —Desvío mis ojos de nuevo a la pantalla del ordenador para evitar la penetrante mirada de mi amiga, que parece querer desintegrarme aquí mismo.

—¿Cuántas son no muchas?

—Alguna que otra.

—¡Arrieta! ¡¿Cuántas?! —grita, perdiendo la paciencia.

—Vale, te lo digo, pero tienes que prometerme que no te vas a enfadar —pido, mordiéndome el labio inferior. Julia me conoce tan bien que ese simple gesto hace que salten todas sus alarmas—. ¡Oh, Dios! —exclama, echándose hacia atrás para apoyarse en el respaldo de la silla.

Me pongo en pie y comienzo a pasear por la habitación, en parte, para intentar calmarme; en parte, para no tener que ver la cara de mi amiga mientras le confieso lo que he hecho.

—Lo llamé unas nueve veces, más o menos. La primera me cogió el teléfono y, en cuanto le dije quién era, me colgó. Después, el muy… No sé ni cómo describirlo… El caso es que debió grabar el número porque no ha vuelto a contestarme. Tampoco encuentro una familia de acogida que se adapte a las necesidades de Ava. Es una niña especial y necesita una familia especial. —Me quedo callada y quieta unos instantes antes de llevarme las manos a la cabeza—. ¡Me desespera verla sufriendo de esa manera y no poder ayudarla, Julia! ¡Es que me consume! —Me coloco delante de la ventana y observo cómo los niños juegan en el jardín trasero del centro.

—Pero ¡¿tú estás loca o qué te pasa?! —grita, alterada—. ¡Sabes de sobra cuál es el procedimiento! ¡Si una persona no quiere o no puede hacerse cargo de un menor cuando la nombran tutor legal, mal que nos pese, está en todo su derecho! Lo único que tiene que hacer es renunciar ante notario para que podamos buscar otra solución, pero, lo que bajo ningún concepto debemos hacer, es atosigarlo o intentar obligarlo. ¿No te parece que sería peor que accediese a hacerse cargo de la niña y que después no se ocupase de ella? ¡Por favor, Arrieta, ni que fueses nueva! ¡Te estás implicando demasiado con este caso y eso te está llevando a hacerlo todo mal! Te lo dije una vez y te lo repito: Ava no eres tú.

Julia está enfadadísima y tiene motivos, me estoy pasando el procedimiento por el forro. Pero es que Ava ha activado algo en mi interior que soy incapaz de desactivar.

Me doy la vuelta y enfrento a mi amiga.

—Lo sé, tienes razón. Prometo no insistirle más a ese melón sin sentimientos —concedo finalmente. Siento como los ojos se me humedecen, pero aprieto la mandíbula para evitar que salgan las lágrimas. Es una técnica que he perfeccionado desde la infancia y que no suele fallarme.

Julia se percata del gesto y su expresión se suaviza al instante.

—Está bien, no te preocupes. Entre las dos lo solucionaremos. Ava estará mejor en poco tiempo, ya lo verás —intenta consolarme mi amiga.

Yo asiento, pero el nudo que siento en el pecho me dice que eso no va a ser así. No sé por qué, pero tengo la sensación de que la clave de todo para ayudar a esa pequeña está en el cenutrio que me cerró la puerta en las narices y que no se ha dignado a cogerme el teléfono. Y eso me desconsuela todavía más.

Julia me mira, preocupada, y frunce el ceño, lo que significa que está maquinando algo. Sé que está agobiada no solo por la niña, sino también por mí. Tiene miedo de que este caso me afecte demasiado, pero no tiene de qué preocuparse. Al fin y al cabo, soy una profesional. Intento convencerme a mí misma de ello… Quizá es conmigo y no con ella con quien el mundo se esté perdiendo una gran actriz.

—¡Esta noche vamos a salir! —Su voz suena más animada, en un intento para distraerme un rato.

—¡Sabes que no me gusta salir de noche! —replico—. No voy a ir a ningún sitio. Todo mi plan para esta noche es llegar a casa, darme una ducha y ver una peli antes de dormirme como un lirón.

—¡No seas muermo, ha sido mi cumpleaños hace nada y todavía no lo hemos celebrado como la ocasión lo merece! —me reprocha, haciendo pucheros. Sonrío y la miro con cariño; no importa cómo de mal estén las cosas, al final, Julia siempre consigue hacerme sonreír.

—Pero ¡tendrás morro! ¡¿Cómo que no lo celebramos?! Te recuerdo que cenamos con tus padres, tu hermana, tus abuelos, tus siete tíos y tus once primos. Pero ¡si hasta vinieron mi hermana Carolina, Marco y mi sobrina! —Me río mientras la miro como si se hubiese vuelto loca.

—¡Me refiero a nosotras! ¡Todavía no lo hemos celebrado con una noche de fiesta como corresponde! ¡Veeengaaa! ¡Los veintiséis solo se cumplen una vez! —insiste, intentando poner voz de pena.

—Sí, claro, y los veintisiete, y los veintiocho, y los veintinueve… ¡Incluso los ochenta se cumplen solo una vez, que yo sepa! —Me echo a reír de nuevo. No sé ni para qué me resisto, tengo claro que al final va a conseguir liarme igual que hace siempre.

—¡Eres un muermo de amiga! —Se hace la ofendida, dándome la espalda. Está fingiendo como una bellaca, pero me hace reír y ahora mismo lo necesito.

—Está bieeen —acepto, finalmente—. Saldremos de fiesta esta noche, pero solo un rato. Algo tranquilito. —La señalo con un dedo, advirtiéndola.

—Que sí, que sí. ¡Mi abuela Constanza, de ochenta y ocho años, tiene más marcha que tú!

—Tu abuela Constanza, de ochenta y ocho años, tiene más marcha que yo y media ciudad junta —replico, poniendo los ojos en blanco.

—Eso también es verdad —reconoce ella, feliz de haberse salido con la suya—. Te recojo a las diez.

Asiento y, despidiéndome con la mano, salgo de su despacho.

***

Después de darme una ducha larga y tranquila, me visto con calma. Ya pasa un rato de la hora a la que he quedado con Julia, pero fuera del trabajo la puntualidad no es lo suyo, por lo que no me apuro demasiado. Después de pensarlo un poco, he optado por ponerme mis vaqueros preferidos, son comodísimos y me quedan de fábula; mis Converse blancas y una camiseta azul turquesa. El resultado me parece cómodo y muy aceptable. Cojo mi bolso y meto dentro las llaves de casa y el móvil justo en el momento en que suena el estridente timbre del telefonillo. El aparato lleva meses estropeado y suena como si estuviesen torturando a un pájaro. Siempre estoy pensando en arreglarlo, pero después se me olvida. Ni me molesto en preguntar quién es.

Mi apartamento es precioso, me encanta. Está ubicado en un edificio antiguo, no es muy grande, pero es muy confortable. Tiene una cómoda cocina, un aseo, la habitación principal con baño incorporado y un espléndido salón con terraza y vistas al mar.

¿Lo que más me gusta de mi hogar? El enorme ventanal que tiene mi cuarto, con vistas a la playa. De noche, si abro la ventana, me duermo con el sonido de las olas del mar. ¡Me enamoré de mi pequeño refugio en cuanto lo vi! Luca y Carolina lo compraron, lo reformaron y me lo regalaron cuando terminé la carrera. Tanto mi casa como el hogar infantil donde trabajo quedan pegados al paseo de la preciosa playa de Llevant. De hecho, no tardo más de cinco minutos andando en ir al trabajo y, por consiguiente, a casa de Julia. ¡Vamos, que todo son ventajas!

Unos segundos más tarde, abro la puerta de casa y me encuentro a Julia con la mano preparada para llamar. Como siempre, va guapísima, arregladísima, perfectísima y todo lo que acabe en «ísima». Mi amiga me mira con desaprobación y frunce el ceño. No necesito preguntarle qué le parece mi atuendo. ¡Su cara ya lo dice todo por ella! Tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no echarme a reír.

—¿No pensarás salir así? —Me señala con el dedo y arruga la nariz—. ¡Dime, por favor, que todavía no has tenido tiempo de cambiarte!

—Si quieres te lo digo —respondo, encogiéndome de hombros—, pero no tengo por costumbre mentir…

—¡Venga ya, Arrieta! —protesta mi amiga, poniendo cara de perrito abandonado, sin dejarme terminar de hablar—. ¡No seas abuela! Se supone que vamos de fiesta, a quemar la noche, ¡a darlo todo! —replica con énfasis.

—No, se supone que tú vas a quemar la noche. Yo, simplemente, te acompaño para apagar los fuegos que vayas dejando a tu paso. Venga, Julia, hoy no me apetece nada salir, ¡déjame por lo menos hacerlo cómoda! —suplico sin obtener resultados.

—Arri…, hazlo por mí. He estado de cumpleaños hace nada, eres mi mejor amiga, me lo debes. ¡Por favooor! —suplica, haciendo pucheros.

—En algún momento vas a tener que dejar de explotar eso del cumpleaños, lo sabes, ¿verdad? —pregunto, dándome por vencida. De todos modos, desde que la vi mirarme con esa cara de espanto, he asumido que esta es una batalla que no voy a ganar, así que, como dicen, si no puedes con tu enemigo…, ¡únete a él!—. Creo que a base de estar todo el día rodeada de niños, se te están pegando sus malas artes. De acuerdo, voy a cambiarme —concedo. Ella aplaude y se dirige, delante de mí, hacia mi habitación.

Quince minutos después, las dos abandonamos mi casa. Me miro en el espejo del ascensor. Ataviada con una camiseta de asas plateada, una minifalda que simula cuero negro y unos taconazos de infarto, mi indumentaria nada tiene que ver con la que vestía unos minutos antes.

Estudio mi cara. Maquillaje sutil y labios rojo intenso. Reconozco que el resultado final no está nada mal.

—¿Preparada? —pregunta, animada, Julia cuando vamos a salir del portal.

La miro, sonriente. ¿Por qué no? Las dos nos merecemos una noche para divertirnos y olvidar los problemas. Mañana será otro día. ¡Esta noche toca disfrutar!

Capítulo 3

Cuatro locales, dos mojitos y tres tequilas después, estoy mucho pero que mucho más animada; puede que incluso demasiado. No he cenado nada antes de salir y eso, unido a lo poco que mi cuerpo tolera el alcohol, no presagia nada bueno. Lo sé, hace rato que debería haber dejado de beber, pero… ¡solo quiero bailar! ¡Bailar y dejarme llevar sin pensar en nada! ¡Olvidar, aunque tan solo sea por un rato, los problemas y las preocupaciones! Contoneo mis caderas de manera sensual mientras recorro el local con la mirada, buscando a Julia, quien hace rato que se ha esfumado con el italiano al que le echó el ojo un par de locales atrás. ¡No la veo! Tampoco me sorprende, estamos en uno de los locales de moda de la ciudad y, por supuesto, está abarrotado; no cabe ni un alfiler. Me giro hacia la barra que tengo detrás para llamar la atención del camarero.

—¿Qué te pongo, guapa? —me pregunta un chico que tiene pinta de hacer pesas incluso cuando duerme.

—¡Tú! ¡Me pones tú! —suelto, echándome a reír como una posesa. Lo cierto es que no me gusta ni un poquito, pero me ha dejado la contestación a huevo y en mi estado…, me ha parecido gracioso soltarla.

Él sonríe con picardía, dándome un buen repaso. Se da la vuelta y empieza a mezclar un par de mejunjes hasta dejar delante de mí un vaso de chupito con un líquido entre rosado y malva. Lo acerco a mi nariz y lo huelo. El aroma que desprende es dulzón.

—Invita la casa. —El camarero me guiña un ojo.

Me llevo el vasito a los labios y lo bebo de un trago.

—Acabo en un par de horas, espérame y podemos…

No sigo escuchándolo. En cuanto los primeros acordes de la canción que empieza a sonar llegan a mis oídos, me pongo a saltar, aplaudiendo y gritando como una loca.

—¡Mi canción, es mi canción!

A base de mucho esfuerzo, pisotones y algún que otro empujón, consigo alcanzar, haciendo eses, una de las tres tarimas que forman parte de la ornamentación del local. Están vacías, ya que solo las utilizan los días que hay algún espectáculo y, ni corta ni perezosa, decido subirme y, no sé cómo, consigo mi propósito sin caerme de morros. ¡Parece que hoy el espectáculo va a correr a mi cargo!

Una vez arriba, me dejo llevar completamente por la música, cierro los ojos y empiezo a bailar, totalmente desinhibida. Me muevo de manera sensual mientras tarareo la letra de la canción. Me falla un pie y quedo con el culo pegado al suelo, pero, ignorando que esa sería una buena señal para bajarme de ahí, me pongo de nuevo en pie y continúo bailando como si nada. Abro los ojos y veo que la gente, en su mayoría chicos, también tengo que decirlo, han ido rodeando el pequeño espacio en el que me encuentro y no pierden detalle del numerito.

Muy lejos de desanimarme, eso parece motivarme todavía más y, con movimientos sensuales, comienzo a subir la camiseta por encima de mi barriga mientras echo la cabeza hacia atrás en un movimiento tan rápido que me marea y que, de nuevo, me hace perder estabilidad. Cuando consigo volver a enfocar la mirada, recorro las caras de la gente que se agolpa delante de mi improvisado escenario.

La mayoría sonríe. Algunas chicas, probablemente molestas por haberles robado protagonismo durante unos instantes, me miran con acritud y varios chicos se acercan más a la tarima para tocarme. Es en ese momento cuando mis ojos se encuentran con dos glaciares azules que me atraviesan, enfadados. Los distingo al instante. Es Axel, acompañado de una morena de medidas de infarto. Incluso en mi estado, puedo distinguir que tiene una cara preciosa; casi parece una ninfa, un ser irreal. La chica me sonríe con simpatía, todo lo contrario que mi imbécil preferido.

Sin saber muy bien de dónde salen, siento como unas manos agarran mis caderas con fuerza y algo duro se pega contra mi trasero. Mi espontáneo acompañante empieza a restregarse contra mí como si se tratase de un gato en celo.

—No veas cómo me estás poniendo —me susurra al oído, apretándose más contra mí. Su aliento apesta a alcohol y una arcada, que me cuesta reprimir, sube por mi garganta.

Voy a darme la vuelta y a contestarle cuando veo como Axel sube prácticamente de un salto a la tarima y, agarrándome del brazo, pega un tirón nada delicado de él para separarme del hombre, que parece cada vez más animado.

—Se terminó el baile, amigo. —Su voz suena cortante y peligrosa, tanto que por un instante parece acobardar al espontáneo.

Ahora sí me giro y le veo la cara. No es otro que el camarero. Involuntariamente, dirijo la mirada hacia la parte de su cuerpo que pegaba contra mí y una nueva arcada me invade. Trago con fuerza para controlarla.

—Pero ¡¿qué tiene ese hombre entre las piernas?! Por Dios, ¡si parece que se ha metido ahí la coctelera! —pienso en voz alta sin poder desviar la mirada del exagerado bulto.

—¿Y eso quién lo dice? —pregunta él, envalentonado tras ver a dónde se dirigen mis ojos. Probablemente, está confundiendo mi sorpresa con otra cosa.

—Lo digo yo. —Escucho la voz amenazante y segura de Axel, que, cargándome a su espalda como si fuese un saco de patatas, igual que subió de un salto, se baja de la tarima.

Comienza a andar a toda velocidad hacia la salida mientras la gente lo abuchea por haber dado por finalizado el espectáculo. La chica morena nos sigue a pocos pasos; lo sé porque distingo sus interminables piernas enfundadas en sus ceñidos vaqueros.

Comienzo a dar golpes en su espalda para que me baje, pero él parece no darse por enterado. Cuando por fin alcanzamos la calle, respiro profundamente. ¡Mala idea!

Eso, unido al movimiento y, muy probablemente, al hecho de que encontrarme cabeza abajo tampoco ayuda precisamente, hace que una nueva arcada ascienda por mi cuerpo. Esta vez, eso sí, no soy capaz de contenerla. Me arqueo y tengo el tiempo justo de apartarme el pelo de la cara para no mancharlo —o hacerlo lo menos posible—. Después, echo hasta la primera papilla sobre la espalda de Axel.

Este deja de caminar en el instante en que nota mis fluidos pringosos empapar su camiseta y resbalar por su piel, y siento como su cuerpo se contrae debajo de mí. Me baja y me pone de pie. Yo continúo vomitando. Cuando dentro de mi cuerpo ya no queda nada, acepto un pañuelo de papel que, amablemente, me tiende la ninfa, mirándome con empatía. Me limpio y le dedico una tímida sonrisa de agradecimiento.

Levanto los ojos hacia Axel, temerosa de cómo voy a encontrarlo, y lo que veo me hace abrirlos como platos. Tiene la espalda completamente cubierta de vómito y parece querer estrangularme con sus propias manos. No sé por qué, pero su cara de mala leche, junto con la descomunal borrachera que llevo encima, hace que comience a reírme a mandíbula abierta.

Él me mira, incrédulo. Debe estar pensando que estoy loca perdida. Giro la vista hacia la ninfa y la veo llevarse la mano a la boca para evitar reírse ella también.

—Dame la dirección de tu casa —me pide Axel con la voz más dura que el acero.

—¿Y si te digo que no me acuerdo? —pregunto sin parar de reír—. ¿O si te digo que ahora soy yo la que no quiere comprarte nada? —continúo, molesta tras recordar nuestro primer encuentro.

Él suspira con frustración.

—¿La recuerdas o no la recuerdas? —pregunta, enfadado.

—Puede que sí, puede que no —le vacilo, poniendo voz de pito.

Ahora sí que la ninfa no aguanta más y se echa a reír. Axel la mira con cara de reproche y ella se encoge de hombros.

Sin ningún tipo de consideración, me quita el bolso de las manos, lo abre y empieza a rebuscar en su interior.

—¡Oye! —protesto—. ¡Estás invadiendo mi intimidad! ¡Eso tiene que ser delito, estoy segura de que puedo denunciarte por ello! —aseguro. Pero una nueva arcada me ataca sin ninguna compasión y me doblo de nuevo.

—Creo que voy a correr el riesgo —responde con voz de pocos amigos.

Lo veo sacar mi móvil y buscar algo. Debe estar llamando a alguien. ¡Oh, no, mierda! De repente, siento como toda mi valentía y chulería se van con la misma rapidez con la que han venido. Por favor, por favor, por favor, que no esté llamando a…

—Hola, ¿Carolina? —Lo escucho preguntar y suspiro, aliviada—. Disculpa las horas, pero estoy con… ¿Cómo me dijiste que te llamas? —me pregunta, desviando su atención hacia mí. ¡Será capullo! ¡Estoy completamente segura de que recuerda perfectamente cómo me llamo!

Lo miro con mala cara y rechino los dientes al pronunciar:

—Arrieta.

—Pues eso —continúa él explicando por teléfono—. El caso es que Arrieta está en un estado lamentable y tanto la coherencia como el civismo me impiden dejarla sola y abandonada a su suerte. Más todavía después de ver cómo ha faltado poco para que un tío se la cepillase encima de la tarima de una discoteca, para regocijo y alegría de todos los asistentes. Por lo que, a pesar de que lo que me pide el cuerpo es dejarla aquí y largarme para perderla de vista lo antes posible, mi cabeza y mi buen juicio me impiden hacerlo.

Abro la boca de par en par sin dar crédito a lo que estoy escuchando. ¡Será cabronazo, el muy…!

—Y para hacerlo todo un poco más difícil —continúa hablándole a Carolina sin prestarme la más mínima atención—, la aquí presente parece empeñada en amargarme más la noche y no quiere darme la dirección de su casa. He buscado en sus contactos y tú eres la persona que tiene marcada para avisar en caso de emergencia. Bueno, tú y un tal Luca… Si lo prefieres, puedo llamarlo a él.

—¡No! —grito, negando con la cabeza—. ¡Luca no vive aquí! —intento justificar mi reacción, pero Axel ni se inmuta. Continúa hablando con Carolina, como si yo no estuviese presente. Directamente me ignora. ¡Será…!

—Está bien. —Lo escucho terminar la conversación.

Se gira hacia su acompañante y escucho como le habla con un tono de voz mucho más suave del que utiliza cuando habla conmigo:

—Vete a casa, voy a encargarme de que llegue bien a casa de la tal Carolina. Me ha dicho por teléfono que es su hermana. Mañana te llamo.

Ella se acerca, le da un beso en la mejilla y veo como le susurra algo al oído que no llego a entender. Él asiente y la besa en la frente.

Acto seguido, me agarra de un brazo y, prácticamente, me arrastra hasta la parada de taxi que hay a pocos metros. Tenemos suerte de que haya uno desocupado.

Me introduce dentro y entra después de mí.

—¡No puedo irme! —protesto débilmente—. ¡Mi amiga está por ahí dentro! —Intento señalar la discoteca que acabamos de abandonar.

—Tranquila, si tu amiga estuviese ahí dentro, dudo mucho que te hubiese dejado hacer el ridículo que estabas haciendo. Seguro que hace rato que se ha marchado. Eso, o va tan borracha como tú y, en ese caso, tampoco va a echarte de menos. —Me mira casi con asco, escupiendo las palabras una tras otra.

Pero ¡¿qué le pasa a este tío conmigo?! Me cuesta soportar su mirada de reproche, por lo que cierro los ojos y apoyo la cara en la ventanilla. El frío del cristal me calma y me produce una sensación agradable. Pese a estar sentado a mi lado, escucho muy lejana la voz de Axel cuando le da la dirección de mi hermana al taxista. El coche comienza a moverse y, con ese suave traqueteo, me sumerjo en un profundo y placentero sueño.

Capítulo 4

Abro lo ojos, totalmente desorientada. No tengo ni idea de dónde estoy y me siento como si el camión de la basura me hubiese pasado por encima… varias veces.

Recorro la habitación con la vista y descubro que me encuentro en casa de mi hermana Carolina. Levanto las sábanas y compruebo que ya no llevo la ropa de ayer, sino un pijama de mi hermana, justo antes de sentir otra vez ganas de vomitar. ¡Dios, me retumba la cabeza! Siento como si tuviese un grupo de música heavy dando un concierto dentro de ella.

Me levanto tan rápido que pierdo el equilibrio y me quedo quieta durante unos instantes para recuperar la estabilidad. Me llevo la mano a la boca justo cuando otra arcada me golpea sin piedad, y salgo corriendo tan rápido que, sin querer, me golpeo el dedo meñique del pie con el marco de la puerta de la habitación.

Contengo la respiración por el dolor y lanzo un gemido lastimero.

Llego al baño, me lanzo al suelo y meto la cabeza en el váter justo a tiempo de que una tercera arcada me haga expulsar cualquier pequeño resto de líquido que pudiese quedar todavía en mi cuerpo.

Unos minutos después, una vez he conseguido devolver mi respiración a su ritmo normal, me levanto, me apoyo en el lavabo y me miro al espejo.

Estoy pálida, tengo ojeras y un aspecto nada saludable. Abro el grifo del agua fría y me lavo la cara, intentando así despejarme y deshacerme de este horrible dolor de cabeza. Salgo del baño y me dirijo a la cocina. En cuanto entro en ella, el olor a comida me revuelve nuevamente el estómago.

Avanzo hacia uno de los taburetes que están situados delante de la enorme isla que ocupa el espacio central de la estancia, me siento en uno de ellos y coloco el pie lastimado en otro para masajear mi dolorido dedo mientras apoyo la cabeza en la rodilla.

Mi cuñado, que está cocinando de espaldas, se gira cuando se da cuenta de que estoy aquí.

—¡Buenos días! —me saluda alegremente Marco, clavando en mí su intensa mirada verde, cargada de recochineo.

—Serán buenos cuando los pájaros carpinteros que se han metido dentro de mi cabeza dejen de martilleármela —me quejo.

Marco se echa a reír y pone delante de mí un café, un vaso de agua y una pastilla.

Lo miro, agradecida, mientras me tomo el calmante con un sorbo de agua. Decido esperar unos minutos para tomar el café… No estoy segura de que mi estómago pueda aguantar tanto líquido de golpe.

—¿Dónde está Carolina? —pregunto, extrañada de no ver a mi hermana rondando a mi alrededor.

—Ha ido a llevar a Olivia a casa de una amiguita suya. Hoy pasará el día allí.

Olivia es mi sobrina, tiene trece años y cara de duende. ¡La adoro! Mi hermana y Marco se conocieron y se casaron en Ravello, un precioso pueblecito italiano al lado de Nápoles. Allí nació Olivia. Mi hermana es pintora y en ese pequeño pueblo abrió su primera galería de arte. Hace siete años, ella y Marco decidieron trasladarse a España para estar más cerca de mí y de la familia de Marco, que también vive en Barcelona. Yo, personalmente, estoy encantada con esa decisión y a ellos no les ha ido precisamente mal. Mi hermana mantiene su galería de Ravello, pero ha abierto otra aquí, enfocada a descubrir nuevos artistas. Marco, al igual que hacía en Italia, continúa trabajando como policía; la única diferencia es que aquí lo hace en la unidad de narcóticos.

Viven en una preciosa casita con jardín en Montjuic y están enamorados hasta las trancas. Mi cuñado me conquistó desde el momento en que lo conocí, por su sonrisa franca y abierta —con razón mi hermana lo llamaba Míster Sonrisa—, y esa intensa mirada suya, a la que no se le escapa nada. Es un hombre divertido y muy seguro de sí mismo, pero, sobre todo, es alguien con quien sabes que siempre vas a poder contar.

La voz de Marco me saca de mis pensamientos. Ha dado la vuelta a la isla de la cocina y se ha sentado en un taburete a mi lado.

—¿Qué pasó anoche? —Me mira fijamente, intentando estudiar mi rostro.

—No recuerdo mucho. Salí con Julia. Obviamente, bebí demasiado —admito.

—Eso es algo difícil de discutir. —Sonríe él—. Lo que quiero saber es por qué bebiste demasiado si tú no bebes nunca. Pero ¡si me cuesta hacerte beber una copa de vino cuando cenas en casa! —protesta, haciéndose el ofendido.

Me froto la cara con las manos.

—¡Ni siquiera recuerdo cómo llegué aquí! —respondo, intentando hacer memoria, pero nada, mi cabeza se niega a colaborar—. Lo último que recuerdo es estar en la barra del local, bebiendo tequila. Julia se había marchado con un chico… A partir de ahí, mi cabeza es una mancha en blanco.

—Te trajo un tal Axel en taxi —suelta mi cuñado, mirándome fijamente para ver mi reacción. En cuanto escucho su nombre, me giro hacia él como un resorte.

—Estás de coña, ¿verdad? —pregunto con voz lastimera.

Él niega con la cabeza.

—No. Llamó desde tu móvil a Carolina, le dijo que no estabas en condiciones para dejarte sola en la calle y le pidió nuestra dirección. Vino hasta aquí en taxi, tocó el timbre, te depositó en la habitación que Carolina le señaló, se dio la vuelta y se fue. Ni siquiera dejó que le pagásemos el taxi, parecía muy cabreado. Llevaba la camiseta empapada en vómito y nos explicó que le vomitaste encima cuando te bajó de la tarima donde y, cito palabras textuales, «estabas semiinconsciente mientras el camarero del local se lo pasaba pipa contigo».

Por segunda vez, me tapo la cara con las manos, ahora muerta de vergüenza. Quizá, no recordar nada de lo que pasó anoche sea una suerte después de todo.

—¿De qué conoces a ese chico? —me pregunta Marco.

—Ese chico es mi dolor de cabeza particular. Realmente, es la razón por la que salí a beber anoche, para intentar olvidarme de él y de su patética y egoísta existencia. ¡Manda narices que con lo grande que es Barcelona haya tenido que encontrármelo!

—Así que tu dolor de cabeza particular, ¿eh?

Marco arquea las cejas y me mira, cruzándose de brazos. Está esperando el resto de la historia. Suspiro y no me hago de rogar.

—Estoy llevando el caso de una niña de cinco años. Se llama Ava. Su padre está en la cárcel y su madre murió hace unos días. El caso es que, antes de morir, la mujer dejó ante notario a Axel como tutor legal de la pequeña. Fui a comunicárselo y el muy cretino se negó en rotundo a escucharme siquiera —explico sin esconder mi frustración—. ¡No me malinterpretes, no soy tonta! Entiendo que enterarte así, de golpe y porrazo, de que eres responsable de una criatura debe impresionar, que necesites un tiempo para hacerte a la idea o ir estableciendo contacto con la menor poco a poco… Pero es que ¡este mendrugo ni siquiera se ha molestado es escucharme o en conocer a la niña!

—Entiendo —asiente—. ¿No podéis buscarle una familia de acogida?

—Sí. Primero él tiene que renunciar oficialmente ante notario. Se le citará para que firme el desistimiento y después empezaremos el proceso para buscarle una casa a la niña. Pero ese procedimiento es mucho más largo y complicado. Si él hubiese aceptado, la niña tendría un periodo de adaptación, se iría con él y, pese a que por supuesto habría dificultades y complicaciones en el transcurso, todo sería mucho más fácil.

—Arrieta, tienes que entender que no todo el mundo quiere o puede aceptar una responsabilidad así —intenta justificarlo Marco.

Sé que tiene razón, pero me niego a verlo, me niego a aceptarlo.

—¡Es que tenías que haber visto a la niña cuando la llevé al centro! Parecía tan sola, tan perdida, tan triste… Ha dejado de hablar, Marco. No hemos conseguido que diga una sola palabra desde que la recogí del hospital el día que murió su madre. —La congoja y la tristeza me inundan la garganta y me impiden continuar hablando. Pestañeo varias veces, intentando contener las lágrimas que pugnan por salir.

—No puedes llevarte los casos al terreno personal, te lo digo por experiencia. Cuando se trabaja en lo que nosotros trabajamos, se ven cosas terribles, pero hay que intentar que te afecten lo menos posible.

—Lo sé, lo sé —admito—. Pero es que esta pequeña…

—Esta pequeña te recuerda a ti —me interrumpe él.

Una lágrima solitaria recorre mi mejilla y la seco con el dorso de mi mano. Clavo mi mirada, con desesperación, en los ojos de Marco.

—Es que estoy segura de que hay algo más… No sé lo que es, pero tiene que haber algo, Marco. Lo noté desde el momento en que hablé con Axel. No puedo explicar lo que es, pero hay algo dentro de mí que no me permite dejar esto así, como si nada.

Marco asiente y abre los brazos, en los que yo me acurruco al instante. Me acaricia suavemente la cabeza, como hace desde siempre cuando quiere calmarnos a mí o a Olivia. Lo conozco desde que tengo once años y siempre ha sido, después de Luca, un segundo padre para mí.

—Veré qué puedo averiguar de él. Pásame su nombre, sus apellidos y su número de DNI. A ver qué puedo conseguir.

Asiento, consciente de que, como siempre ha hecho, Marco estará ahí para mí.

***

Después de pasar la mañana con mi cuñado, aparco por segunda vez en pocos días delante del edificio de Axel. Miro hacia la ventana del segundo, cierro los ojos, aprieto el volante con fuerza y suspiro, resignada, intentando infundirme valor.

Venga, Arrieta, cuanto antes entres, antes acabarás con esto, me digo a mí misma.

Por un momento, me siento tentada de poner en marcha el motor y largarme a toda velocidad, pero después de lo poco que mi cuñado me ha explicado esta mañana sobre la noche anterior, me siento en la obligación de disculparme y también de darle las gracias. Total, ¿qué es lo peor que puede pasar?

Bajo del coche y me acerco al portal. La puerta está abierta, por lo que no necesito llamar al telefonillo. Por una parte, me alegro, dudo que Axel me dejase entrar; por otra…, no tanto.

Subo las escaleras con la misma energía que tendría un preso al que están conduciendo al patíbulo. Se me revuelve el estómago, dudo si por los nervios que me producen estar aquí, o si es porque todavía me quedan resquicios de la juerga de anoche. No voy a admitirlo en voz alta, pero otro de los motivos por los que estoy aquí es precisamente la necesidad de saber más sobre lo que pasó ayer. No recuerdo casi nada, tengo fogonazos. Recuerdo subirme a una tarima, recuerdo la mirada enfadada de Axel cuando me vio y poco más. ¡Nunca me había pasado algo así y necesito saber qué leches hice anoche!

Llego hasta su puerta e inspiro con fuerza antes de tocar el timbre.

Espero unos segundos, inquieta. Estoy casi decidida a darme la vuelta e irme cuando la puerta se abre de golpe.

La visión que tengo delante me golpea con fuerza. Un Axel en vaqueros, sin camiseta y con el pelo mojado aparece ante mí en todo su esplendor. En una mano sujeta una toalla con la que, probablemente, acaba de secarse. Instintivamente, mis ojos se pasean por su cuerpo y trago saliva con dificultad. Por Dios, ¡espero que no se haya notado!, pienso, sintiendo como me arden las mejillas. Intento recuperar la compostura mientras él me mira con el ceño fruncido. No parece sorprendido de verme y eso me descoloca todavía más.

—¿Qué quieres? —Su voz no suena precisamente amistosa. Meto las manos dentro de los bolsillos de un pantalón que le he cogido a mi hermana, ya que mi ropa no estaba en condiciones, para que no se note cómo me tiemblan.