Un secreto en las Highlands - Andrea López - E-Book

Un secreto en las Highlands E-Book

Andrea López

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Beschreibung

Dos polos opuestos destinados a encontrarse... Una amiga un poco loca constantemente dispuesta a meterla en líos... Un secreto por descubrir...   Martina trabaja como periodista en una revista y es el summum de la tranquilidad. Una chica serena y relajada que aborrece los conflictos y, en las situaciones más extremas, consigue siempre mantener la calma. Al menos eso piensa hasta que su mejor amiga la arrastra de improviso hasta la isla de Skye en Escocia y conoce a Cameron, un highlander tan atractivo como arrogante, acostumbrado a salirse con la suya y que parece disfrutar llevándole la contraria, haciéndola enfadar y poniéndole los nervios de punta cada vez que se cruza en su camino.   Bienvenidos a este viaje lleno de turbulencias; abróchense los cinturones y pónganse cómodos porque estamos a punto de despegar. ¡Próximo destino: isla de Skye!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023, 2024 Andrea López

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Un secreto en las Highlands, n.º 298 - junio 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410627925

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

Biografía

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Curva a la izquierda, ahora curva a la derecha, de nuevo a la izquierda, otra vez a la derecha y bache, bache, bache.

Rebotando en el asiento, resoplo y aprieto con fuerza los dedos sobre el volante mientras ruego mentalmente que a ningún incauto le dé por circular de frente en esta carretera infernal que parece conducirme a ninguna parte y no tener fin.

Hace algo más de hora y media que abandoné Fort William rumbo a la isla de Skye, uno de los lugares más mágicos, espectaculares y bonitos de Escocia, por lo que, si me fío de mis cálculos y de los de mi GPS, debería de estar a punto de llegar a mi destino. Pero de momento lo único que transcurre delante de mis ojos es una cantidad indecente de árboles, vegetación y un paisaje de ensueño cubierto de nieve que soy incapaz de disfrutar como me gustaría a causa de la tensión que me produce circular por estos estrechos y escarpados caminos.

Para colmo de males, comienza a anochecer y, además, he rechazado una y otra vez los insistentes y numerosos ofrecimientos de Skye, mi mejor amiga (que sí, se llama igual que la isla en la que me encuentro. Según me comentó en alguna ocasión, su familia desciende de uno de los clanes más antiguos e importantes de la zona y de ahí que fuese bautizada con ese nombre, en honor al lugar que la vio nacer) para mandar a alguien a recogerme a Inverness, que debí aceptar; pero no, yo me empeñé en alquilar un cochecito porque me salía genial de precio durante estas tres semanas, y así estoy… ¡Como tenga que llamarla para pedirle ayuda porque me he perdido me va a caer un vacile que va a durar hasta que me salgan canas! Lo que, por cierto, espero que no suceda hasta dentro de muchos muchísimos años.

¡Mira que me advirtió que las carreteras eran secundarias y complicadas en algunos tramos! Pero es que una cosa son las carreteras secundarias y otra, esto…

Una nueva curva cerrada a la izquierda me hace apretar con fuerza la mandíbula; hay tan poco hueco que, por un momento, contengo la respiración. Gracias a Dios, y también a mi maravilloso padre que se empeñó en enseñarme a conducir por zonas no transitadas cuando tenía dieciséis, siempre he sido una buena conductora, por lo que consigo superar el momento sin demasiado drama. Sonrío, la mar de satisfecha de mi pericia al volante, mientras giro hacia una nueva curva, esta vez al lado opuesto, y justo en el instante en que voy a dejarla atrás, tres nuevos baches me hacen elevarme en el asiento hasta terminar casi con la cabeza estampada contra el techo.

¡Dios mío! Entre tanto giro y tanto salto me siento como si estuviese en un parque de atracciones.

Mi móvil comienza a sonar y desvío la vista un segundo hacia él para averiguar quién pretende interrumpir mi accidentado avance. No suelo responder llamadas mientras conduzco, pero al comprobar que se trata de mi anfitriona, deduzco que debe de estar preocupada por mi retraso; dada su vena teatral, es muy probable que esté imaginando que mi cuerpo se despeña por un acantilado, por lo que, resoplando, deslizo la mano por la pantalla para contestar.

De inmediato su melódica y aterciopelada voz me saluda en la distancia.

—¿Dónde estás? —se interesa.

—Llevo un rato preguntándome lo mismo…. —murmuro.

—¿No te habrás perdido? —pregunta con una mezcla de preocupación y diversión.

—No entiendo qué te hace pensar eso —replico con ironía.

—Echa un vistazo al GPS y dime qué pone —solicita expectante.

Obedezco. Observo el nombre del camino en el que me encuentro y elevo de nuevo los ojos hacia la carretera, dispuesta a compartir dicha información y con la esperanza de que, gracias a ella, mi amiga pueda guiarme a mi destino. No obstante, no tengo la oportunidad de decir ni mu, pues, justo al devolver la vista a la carretera, un bulto que emerge de la nada se lanza delante del coche a tan pocos metros de donde me hallo que me veo obligada a clavar el pie en el freno. Salgo impulsada hacia delante al mismo tiempo que los latidos de mi corazón se descontrolan, un grito agudo escapa de mis labios y mis ojos se abren de forma desorbitada antes de cerrarse con fuerza para evitar presenciar el golpe, que estoy segura se va a producir, pues soy consciente de que sí o sí voy a empotrarme contra lo que sea que acaba de aparecer ante mí.

Solo han pasado un par de segundos cuando el vehículo por fin se detiene en seco; no obstante, se me han hecho más largos que una hora en el dentista, ¡y menos mal que llevaba puesto el cinturón de seguridad! Si no, para cenar tendría menú de cristales con limpiaparabrisas.

Todavía con la respiración agitada y temblando como una gelatina recién desmoldada, separo un párpado, temerosa de lo que me pueda encontrar, e inspiro con fuerza, aliviada al comprobar que delante del coche no hay nada.

La voz urgente de Skye intenta hacerme reaccionar, sacándome del estado de shock en el que me encuentro.

—¡Martina! ¡Martina! ¡¿Estás bien?! ¡¿Qué ha pasado?! ¡Martina! Responde, por favor —me apremia.

—Estoy aquí —balbuceo, paseando la vista alrededor sin comprender todavía muy bien qué es lo que ha ocurrido. ¿Cómo pretende ella que le dé una explicación si no lo entiendo ni yo?

De repente, una voz tan enfadada como profunda que vocifera palabras muy poco amables en inglés desde el lateral derecho del coche me sobresalta, haciéndome dirigir de inmediato la mirada en esa dirección.

Al hacerlo, me encuentro con el «supuesto» bulto azul que se ha cruzado en mi camino y que, para mi sorpresa, resulta ser un hombre envuelto en una especie de chubasquero que parece confeccionado con bolsas de plástico y que le cubre desde el cuello hasta las rodillas. El energúmeno, que no deja de berrear, prosigue tirado en el suelo y no parece tener la intención ni de levantarse ni de parar de despotricar.

A pesar de que cada una de sus palabras (por llamarlas de alguna forma) son dardos contra mis oídos, me siento aliviada al comprobar que ha conseguido hacerse a un lado a tiempo de evitar el choque, ya que, en caso de no haber sido así, el golpe habría sido brutal.

—¡¿Estás loca?! —brama desde su posición lanzándome miradas asesinas—. ¡Si no sabes ir en coche, ve en patinete o, mejor todavía, andando! ¡Tienes más peligro manejando un vehículo con ruedas que un niño jugando con una bomba nuclear! —Esas son algunas de las perlitas que salen de su boca y que, al instante, obran el milagro de transformar mi preocupación en indignación.

Pero ¿de qué va? ¡Si ha sido él quien se ha metido delante del coche en plena curva sin darme tiempo a reaccionar! ¡Suerte tiene de que no me lo haya llevado por delante! ¡Será estúpido!

—Martina, ¿puedes decirme qué demonios está pasando? —pregunta Skye desde el otro lado.

—Perdona, acabo de chocarme con una especie autóctona de la zona, luego te llamo —respondo mientras abro la puerta del coche, dispuesta a salir a decirle un par de cosas a ese maleducado que no deja de soltar un improperio tras otro.

—¿Una especia autóctona? —La pobre parece sorprendida—. ¡Ay, la leche! ¡¿No habrás atropellado a un ciervo rojo?!

—No, este no para de rebuznar; más que un ciervo, parece un asno —afirmo de mala gana mientras pienso que mi viaje en esta isla no ha podido empezar peor.

Primero me pierdo y ahora esto. Si nada más llegar ya me estoy metiendo en líos, miedito me da pensar qué más me puede pasar.

¡En mi casa, ahí es donde debería estar! ¡Tirada en el sofá, disfrutando de unas merecidas vacaciones! Pero claro, ¿quién puede decirle que no a su mejor amiga cuando esta le manda un billete de avión para que venga a verla porque necesita un favor?

Está claro que yo no. Sobre todo porque esa mejor amiga es la misma que se plantó en la puerta de mi casa cuando el cabronazo de mi exnovio decidió hace dos meses que la bañera de nuestra casa era el mejor lugar para tirarse a su secretaria. La que estuvo dos noches en vela ayudándome a preparar los últimos exámenes de la carrera y la que no se separó de mi lado en el hospital cuando una intoxicación de mejillones me tuvo «más pallá que pacá».

Skye y yo no podríamos ser más diferentes. Ella es la locura personificada, impredecible y extrovertida; es un culo inquieto que siempre tiene ganas de pasarlo bien y al que le chifla la improvisación. Yo soy todo lo contrario: calmada, serena y con las cosas siempre planificadas. Somos como el día y la noche, opuestas pero necesarias. Nos comprendemos, nos complementamos y sabemos que siempre siempre siempre nos vamos a apoyar.

Por ello, a pesar de que no ha querido soltar prenda y no tengo ni pajolera idea de para qué me necesita, aquí estoy. Con dos maletas, un coche de alquiler y más perdida que un pingüino en Nueva York, teniendo una discusión nada agradable con el primo chungo del enanito Gruñón.

Capítulo 1

 

Musgo

 

 

 

Martina

 

Intento mantener la calma, pero es difícil cuando «el hombre de plástico» no deja de soltar una burrada tras otra. Por eso, cada vez más alterada, indignada y con el corazón todavía martilleando con ferocidad contra mi pecho a causa del susto que me acabo de llevar, me bajo del coche dispuesta a decirle cuatro cosas al imprudente que se ha abalanzado sobre mí.

Sin embargo, durante un momento, al verlo todavía ahí tirado, la posibilidad de que esté herido y por eso no se haya levantado transforma mi cabreo en preocupación y, agobiada, me trago las palabras que estaba a punto de decirle al mismo tiempo que un ligero sentimiento de culpa se extiende por mi pecho cuando una molesta voz interior me recuerda que quizás, si no hubiese desviado la vista al teléfono, todo esto podría haberse evitado.

Voz que consigo ignorar en cuanto el personaje que tengo ante mis ojos se levanta de un salto, con una agilidad que ya quisiera yo, y prosigue con su sarta de improperios a la vez que me señala de forma amenazadora con el dedo índice, como si este fuese una ametralladora y yo un preso delante del paredón.

—¡O dejas de decir burradas o te juro que voy a terminar por lavarte la boca con jabón! —advierto cansada de escucharlo y elevando la voz para hacerme entender por encima de sus gritos.

Se ve que mi reacción no se la esperaba porque durante unos segundos (demasiado cortos para mi gusto), se queda callado, pero como por desgracia, tal y como decía mi madre, «la alegría dura poco en la casa del pobre», enseguida vuelve a empezar con sus idioteces el muy desgraciado.

—¿Lavarme la boca? ¡Lo que deberías lavarte son los ojos! ¡¿Es que acaso estás ciega?!

Por un instante me planteo la posibilidad de decirle que sí solo por ver la cara de pánfilo que se le quedaría, pero al final me contengo y me limito a decir sin dejar de sonreír:

—Mi vista es perfecta, aunque en momentos como este casi agradecería que no lo fuera.

—¡Entonces lo que pasa es que eres una insensata! ¿Dónde demonios te regalaron el carnet de conducir? —me increpa.

—¿Insensata, yo? ¡Perdona, pero el único inconsciente que hay aquí eres tú que vas por ahí tirándote delante de los coches! ¡Y por si te interesa, a conducir me enseñaron en una autoescuela, el mismo sitio donde te explican que antes de cruzar hay que mirar! —replico con sorna, alzando el mentón y cruzando los brazos sobre el pecho.

—¡¿Y el profesor sigue vivo?! ¡¿O al pobre también te lo cargaste antes de terminar la primera clase?! —bufa sacudiéndose con la mano izquierda la tierra de la especie de chubasquero/bolsa de basura que cubre su cuerpo, mientras su otro brazo permanece escondido bajo una parte del amplio plástico.

—Primero, no era profesor, sino profesora. Segundo, para tu información, sigue vivita y encantada de haberme conocido, y tercero, no sé a qué viene ese «también» cuando tú no tienes ni un rasguño —enumero entre dientes, ofendida.

El hombre aprieta la mandíbula con tanta fuerza que sus labios se convierten en una fina línea que pierde parte de su color mientras me recorre de arriba abajo con desaprobación. La intensidad de su mirada me incomoda, pero lo disimulo con facilidad y, dado que él no se molesta en ocultar el repaso que me está pegando, yo aprovecho para hacer lo mismo sin cortarme un pelo ni dejarme amilanar.

¡Vamos, hombre! Para chulo, déspota y prepotente ya tuve bastante con mi ex que, además de engañarme, intentó convencerme de que la culpa había sido mía y no suya por meter la lengua y otras cosas donde no debía. Así que si este piensa que por mirarme con esa cara de perdonavidas voy a amedrentarme, no se hace una idea de lo equivocado que está.

Tiene el pelo algo largo, alborotado y de un tono cobrizo con mil matices difíciles de diferenciar. Mal que me pese, su rostro, incluso a pesar de su evidente enfado, es atractivo. Mandíbula recta, barba de dos días y unos expresivos ojos verdes que en este momento llamean como si en sus iris se estuvieran celebrando las hogueras de San Juan.

En cuanto a su forma física, poco puedo imaginar, pues esa especie de chubasquero zarrapastroso bajo el que se esconde debe de ser, como mínimo, cinco tallas más grande de lo necesario, y eso, unido a las botas holgadas y llenas de barro que le llegan hasta las rodillas, hace que poco o nada pueda sacar en limpio sobre su complexión muscular.

En realidad, tampoco es que me importe, lo único que quiero es perderlo de vista y seguir mi camino de una buena vez, sobre todo cuando lo escucho sisear.

—Si sigo de una pieza y sin un rasguño, desde luego no es gracias a ti. ¿A dónde narices estabas mirando para no verme aparecer?

Siento cómo el rubor comienza a cubrir mis mejillas al recordar mi pequeño, pequeñísimo, casi inexistente momento de distracción con el móvil. No obstante, lejos de reconocer mi error, alzo la mandíbula manteniéndome en mis trece y suelto una mentira tan grande que haría que el mismísimo Pinocho se sintiese orgulloso de mí.

—¡Estaba mirando la carretera! ¡No es culpa mía que este camino sea como la entrada del infierno! ¡Llevo horas buscando la finca McLum House y lo único que veo son curvas, curvas y más curvas! —me defiendo, recordando el nombre de la propiedad de Skye.

Sus ojos se achican y, durante un momento, atisbo en ellos un rastro de sorpresa antes de que repita con un tono algo más relajado que parece dividido entre el enfado y la diversión:

—Turista, turista tenías que ser, no eres de aquí —proclama como si eso lo explicase todo—. Deberían quitaros el carnet de conducir en cuanto pisáis este lugar. Sois un peligro con patas.

Mi boca se abre de par en par. ¡Pero bueno! ¿Es que el género masculino en general se ha vuelto loco o es que todos los imbéciles me tienen que tocar a mí?

—Quizás sois vosotros, los lugareños, los que deberíais hacer un curso de educación vial. Igual así tendríais más cuidado antes de tiraros en plan kamikaze delante de un coche —respondo cuando consigo reaccionar.

—Hubieses tenido tiempo de sobra para frenar de haber estado pendiente del camino —me suelta en un tono condescendiente de lo más molesto.

—Dijo el energúmeno… —murmuro sin poder rebatir lo que acaba de decir.

—¿Qué me has llamado? —pregunta con un duro tono de advertencia.

—Ya me has escuchado. ¿O es que además de lavarte la boca necesitas que te lave los oídos?

—Voy a hacer como que no te he oído, o seré yo quien termine por hacerte cerrar la boca a ti —sisea dirigiendo su mirada a mis labios de tal forma que ahora sí siento la imperiosa necesidad de retroceder un paso.

Al darse cuenta de su pequeña victoria el muy… —no encuentro calificativo que le haga justicia—, sonríe muy pagado de sí mismo.

«¡No, si además de borde, déspota y maleducado ha resultado ser un creído! ¡Justito lo que le faltaba!», pienso, soltando un bufido que parece hacerle gracia.

—Para tu información, hay un buen motivo para que me «abalanzase» y cayese delante de tu coche —me informa, poniendo especial énfasis en esa palabra como recordatorio de que no está para nada de acuerdo con mi descripción del suceso.

—¿Cuál? ¿Librar al mundo de tu molesta presencia? —pregunto, dedicándole una sonrisa cargada de falsa inocencia.

—No, me temo que mi presencia en el mundo está más que justificada —contesta con retintín—. Lo hice para evitar que convirtieses a Musgo en puré.

—¿Musgo? —repito extrañada—. ¿Quién es…?

—Este es Musgo —me interrumpe, sacando del interior del chubasquero su brazo derecho sobre el cual reposa un pequeño cachorrillo de cocker spaniel que, al verse en el exterior, eleva la cabeza olfateando el aire con su graciosa naricita y me observa con curiosidad.

—Estás insinuando que casi atropello a esta preciosidad —murmuro y palidezco mientras, de repente, siento un vuelco en el estómago.

—Exacto, de no ser por este… (¿cómo me llamaste, «energúmeno»?), esta preciosidad, como tú lo has calificado, ahora sería papilla de perrito.

Sus palabras me golpean y me repito de forma mental que a partir de ahora ni siquiera voy a sacar el puñetero móvil del bolso cuando me suba al coche, pero intento mantener la compostura para que no note cuánto me afecta la posibilidad de haber podido matar o herir al pobre animal.

—Tendrías que poner más cuidado y no dejarlo suelto por ahí, podría pasarle algo —lo acuso con firmeza.

—Este terrorista se escapó del jardín, estaba siguiéndolo cuando vi que una loca iba a atropellarlo, por eso salté de mi moto y me lancé sobre él, para intentar apartarlo. Por suerte para Musgo, mis reflejos, al contrario que los tuyos, sí parecen estar en plena forma… De no ser así, no me quiero ni imaginar qué habría sido de él —afirma hurgando en la herida.

—Podrías haber intentado alertarme de alguna manera —murmuro ya con menos convicción.

—Sí, claro, disculpe usted, la próxima vez le haré una pancarta con luces de neón —contesta en un tono cargado de sarcasmo que aumenta mi mal humor. Sobre todo porque me jode mucho, pero mucho, que tenga razón.

—Con sinceridad, espero que no haya próxima vez. Toparme contigo un día ha sido más que suficiente para todo lo que me reste de vida —comento entre dientes.

Él se encoge de hombros y sonríe con desdén.

—Disfruta de la isla, forastera, e intenta no atropellar a nadie más —dice, dándose la vuelta y dispuesto a irse.

—¿Podrías por lo menos indicarme cómo llegar a la dirección que estoy buscando? —pido malhumorada.

No me hace ni pizca de gracia pedirle ayuda, pero hace mucho frío y el cielo cada vez se oscurece más, por lo que prefiero tragarme mi orgullo a quedarme aquí tirada, en medio de la nada.

—Lo haría encantado, pero elijo quedarme callado, no sea que al final decidas lavarme la boca con jabón —afirma, girándose para mirarme una última vez, y suelta una sonora carcajada que me hace temblar de rabia antes de darse la vuelta para echar a caminar en dirección a una moto vieja que permanece tirada un poco más abajo y en la que hasta ahora no había reparado.

La levanta sin esfuerzo, con un solo brazo, como si en lugar de un vehículo fuese una ramita, mete al cachorro en un transportín de tela que yace en el suelo a su lado y se sube en el vehículo arrancándolo con presteza, mientras yo, incapaz de creer que sea tan zoquete como para dejarme tirada así, sin darme ningún tipo de ayuda o indicación, tiemblo de ira, cierro los puños a ambos lados del cuerpo y grito para hacerme escuchar por encima del rugido del motor.

—¡Prefiero morir congelada que recibir ayuda de un esperpento como tú! ¡Ojalá te empotres con esa moto, especie de cromañón!

Lejos de verse afectado por mis palabras, de contestar o de dignarse siquiera a darse la vuelta, el imbécil este levanta la mano para hacerme ver que me ha escuchado y acelera para largarse dejándome ahí, plantada en medio del camino, sin saber dónde demonios estoy.

 

* * *

 

—Ma-dre-mía —murmuro alzando los ojos hacia la imponente construcción de piedra, que se eleva con aire majestuoso y regio ante mí.

¡Un castillo! ¡Un puñetero castillo! Un castillo enorme con sus almenas y sus torres. ¡Pero si hasta tiene puente levadizo y todo!

La perplejidad me impide hacer otra cosa que no sea boquear como un pez mientras, impresionada, lo contemplo una y otra vez sin dar crédito a lo que tengo delante.

Es de noche, pero, tanto la luz de la luna que brilla en el cielo estrellado como la de los faroles y los focos colocados de manera estratégica por todo el jardín delantero en el que me encuentro, lo iluminan dándole un aire solemne y un aspecto elegante y distinguido.

Como puedo, salgo del coche y me apoyo en el capó sin apartar la vista de la estructura de piedra.

—¡Martina! ¡Por fin estás aquí! —La voz de mi amiga me hace volver en mí y dirigir los ojos a la inmensa puerta de madera por la que justo en este momento Skye sale y echa a correr en mi dirección—. ¿Qué haces ahí parada? ¡Te vas a congelar!

Mi cuerpo se estremece como si al escucharla acabara de percatarse de que, al estar a principios de febrero, las temperaturas en esta zona por la noche son extremadamente bajas.

Tiene razón, estoy helada, pero estaba tan alucinada que, hasta que ella no lo ha dicho, ni siquiera lo había notado.

—¡Menos mal que has llegado, menudo susto me diste, ya te estaba imaginando despeñada por un barranco! ¿Qué demonios te pasó? —protesta abrazándome con fuerza.

Una sonrisa se abre paso en mi rostro al percatarme de lo bien que la conozco.

—Ya te lo dije, me tropecé con un asno —respondo malhumorada al recordar mi encontronazo con el impresentable que se largó dejándome tirada en medio de la nada.

—¿Un asno? Aquí no hay asnos —replica extrañada y negando con la cabeza.

—Oh, sí, créeme, sí que los hay, solo que este era bípedo y gruñía sin parar.

—¡¿Perdona?! —cuestiona contemplándome como si estuviese ante un expediente X.

—Mejor no preguntes… Además, ¿cuándo pensabas decirme que vives en un castillo? —inquiero en tono acusador, intentando desviar el tema de la conversación al tiempo que le devuelvo el abrazo.

—Te dije que mi familia paterna desciende de uno de los clanes más antiguos de la isla y que nuestra casa era grande —comenta encogiéndose de hombros mientras camina hasta el maletero y lo abre dispuesta a sacar mi equipaje.

—¿Desde cuándo «casa grande» es sinónimo de «castillo»? —protesto, llegando a su lado para ayudarla con mis maletas.

—¡Bah, no es para tanto! —dice restándole importancia—. En cuanto lleves aquí un par de días, te acostumbrarás a su tamaño y te parecerá de lo más normal.

—Permíteme que lo dude —susurro, elevando la vista hacia las torres para después fijarla de nuevo en ella.

Se la ve pletórica, sus curiosos ojos azules brillan de felicidad por tenerme aquí, lleva su melena pelirroja recogida en una coleta alta y sus mejillas, normalmente pálidas, han adquirido un agradable tono rosado a causa de la emoción. Enfundada en un abrigo largo y unas botas que parecen de lo más calentitas, da saltitos a mi alrededor mientras aplaude ilusionada antes de añadir:

—¡Pues si esto te ha gustado, verás cuando te enseñe las cuadras y el resto de las tierras! ¡Tenemos un pequeño bosque con cascada! —afirma dedicándome una cálida sonrisa.

—¡Me estás vacilando! ¿Una cascada? ¿Tienes una cascada? —repito atónita.

—Bueno, no es solo mía, pertenece a mi familia, pero te encantará, es un lugar mágico, ya lo verás —me explica a la vez que empuja con fuerza la pesada puerta de madera maciza para adentrarse en un amplio recibidor de piedra.

—¡Vaaaaya! ¡Toda mi casa cabría en esta entrada! —afirmo paseando la vista a mi alrededor.

Lo cierto es que es imponente. Es una estancia muy amplia y, tanto las paredes como el suelo son de piedra, si bien este permanece cubierto casi por completo por una preciosa alfombra en tonos azules y verdes que le confiere un toque cálido y agradable y combina a la perfección con el enorme tapiz que cuelga de la pared izquierda, decorado con lo que imagino será el escudo de la familia. Justo enfrente de él, un estandarte soporta el peso de una armadura que parece darnos la bienvenida y observarnos con atención.

Me siento intimidada, y no porque sea una persona materialista, que no lo soy. Nunca le he dado demasiada importancia a las posesiones materiales, soy de las que prefiere acumular momentos a pertenencias. Yo con tener lo necesario para poder disfrutar de una vida digna, cómoda y poder permitirme algún pequeño capricho como salir a cenar o ir al cine soy feliz.

Pero es que claro, teniendo en cuenta que lo que me encuentro en este recibidor, en lugar de un armario para los abrigos o un mueble donde apoyar las llaves, son tapices y armaduras… Esto impresionaría a cualquiera.

—Esta situación es de lo más surrealista, si de repente veo a Rapunzel descolgándose por la ventana para invitarme a tomar el té, te juro que no pienso inmutarme —comento a mi anfitriona que se carcajea por la ocurrencia y me guía hasta la escalera de madera que conduce al piso superior.

—La barandilla fue tallada a mano hace más de doscientos años —me explica con orgullo.

Acaricio con delicadeza la madera al tiempo que me fijo en el mimo y los detalles que componen su ornamentación.

—Y las alfombras que estamos pisando han sido traídas desde Irán —añade.

—Da pena pisarlas —murmuro contemplando con admiración sus hermosos motivos florales.

—¡Menuda tontería! ¡Cómo te va a dar pena pisarlas si esa es su función! —replica mi amiga echándose a reír.

—Se supone que soy tu mejor amiga, no comprendo que no me hayas comentado nada de esto antes… —refunfuño.

—Lo eres —me interrumpe con firmeza—. Si no te lo comenté, fue porque no salió el tema.

—¿De verdad pretendes decirme que durante los cuatro años que compartimos habitación en la universidad nunca encontraste la ocasión para contarme que te has criado en un puñetero castillo?

—Te hablé en muchísimas ocasiones de Escocia, de hecho, recuerdo haberte invitado a venir en las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano en cada uno de esos cuatro años que acabas de mencionar, pero tú nunca llegaste a aceptar.

—Tenía que trabajar durante las vacaciones para poder mantenerme el resto del año.

—Sí, claro, eso y que no te apetecía nada viajar.

—Eso también —admito a regañadientes.

—¿Hubieses venido si te hubiera dicho que vivía en un castillo?

—Lo más seguro es que no —reconozco después de sopesarlo durante unos instantes.

Como acabo de decir, no soy una persona a la que le impresionen los lujos. ¿Que me habría quedado impresionada al enterarme de que la casa de mi mejor amiga es un castillo? Sí. ¿Que eso me hubiese motivado a venir a Escocia? Lo cierto es que no.

Si no he venido antes es porque, en efecto, tenía que trabajar, pero también porque a mis veinticuatro años tengo más kilómetros y más horas de vuelo encima que una maleta de cabina. Mi padre es diplomático y, a causa de su trabajo, cuando era pequeña nos mudábamos a menudo. Tanto que quedé un poco hastiada de ir de aquí para allá.

De hecho, durante los primeros años de mi vida recibí educación a distancia por parte de diferentes tutores que mis padres contrataban. Eso provocó que me costase integrarme y hacer amigos cuando al fin comencé las clases presenciales durante los dos últimos años de instituto.

Sí, quedaba con gente y salía, no es que me diesen de lado ni me marginasen. Gracias a Dios nunca tuve problemas en ese sentido; no obstante, siempre sentí que no conectaba de verdad con nadie hasta que la primera semana de universidad conocí a Skye.

Esta loquita pelirroja de cabello rizado, imponentes ojos azules y un mar de pecas entró en mi vida como un huracán, poniéndolo todo patas arriba y convirtiéndose enseguida en mi mejor amiga. Mi única gran amiga en realidad.

—Pues por eso no te lo comenté, porque sabía que era una información irrelevante para ti y que no me serviría en absoluto para arrastrarte hasta esta parte del mundo —responde.

—Pero ahora estoy aquí… Y hablando de eso, ¿cuándo piensas decirme cuál es ese misterioso favor? —cuestiono.

Skye se queda en silencio y continúa avanzando por el largo pasillo del piso superior y, mientras aguardo su respuesta, me voy fijando en las espectaculares alfombras, los cuadros y las luces encastradas que ocupan las paredes que vamos dejando atrás al pasar por delante de las diferentes puertas. Entonces Skye se detiene delante de una de ellas.

—No seas impaciente, te prometo que pronto te lo explicaré todo. Ahora es tarde y, aunque me encantaría pasarme la noche entera charlando, tienes que estar cansada. Relájate y por la mañana nos pondremos al día, total, tenemos todo el tiempo del mundo —propone.

—Todo el tiempo del mundo no, tres semanas, tenemos tres semanas que es lo que duran mis vacaciones. Luego tengo que volver al periódico —le recuerdo.

—Uy, sí, a ese periódico en el que no te valoran y donde utilizan tu talento como periodista solo para llevarles los cafés —me pica poniendo los ojos en blanco—. Las dos sabemos que hace tiempo que tendrías que haberlos mandado a freír espárragos.

—Todo el mundo empieza desde abajo —rebato frunciendo el ceño.

Nos sostenemos la mirada.

Sé que en parte tiene razón. Hace algo más de un año que empecé a trabajar en el periódico y, durante todo este tiempo, más que trabajar como redactora me han convertido en una especie de chica de los recados, pero mantengo la esperanza de que, si tengo paciencia, un día llegará la oportunidad y podré demostrarles lo que valgo en realidad.

—Ya lo hemos hablado mil veces. Tendrías que centrarte en otra cosa, buscar algo que te motive de verdad y no pienso darme por vencida hasta que abras los ojos y los mandes a pasear —se reafirma ella—. Pero como soy un alma caritativa y sé que debes de estar agotada, por hoy podemos dejar esa discusión. Ahora bien —añade al verme soltar un suspiro de alivio—, ni sueñes que te vas a librar porque ya te digo que hablarlo lo vamos a hablar.

La miro con fastidio. ¡Oh, sí! ¡Seguro que lo haremos! Mi amiga es una de las personas más obstinadas que conozco y, cuando se le mete algo en la cabeza, no suele dejarlo pasar.

—Por ahora, esta es tu habitación y esa de ahí, la mía —me informa, señalando la puerta de al lado antes de apartarse para permitirme pasar a mí primero al que será mi cuarto durante las próximas tres semanas.

Miro a mi alrededor y no puedo evitar soltar un: «¡Vaya!».

—¡«Vaya» es una buena descripción! —se carcajea Skye mientras yo sigo contemplándolo todo con la boca abierta de par en par.

Es una habitación amplia en la que tanto sus paredes como el suelo son de piedra. Este, además, igual que ocurre en el resto de las zonas por las que he pasado, aparece cubierto por un tupida y mullida alfombra de pelo alto en tono verde agua.

La decoración es austera pero bonita. El armario, el escritorio y la estantería que cubre una de las paredes están tallados a juego en una preciosa madera color wengué.

El centro del espacio lo preside una inmensa cama cuyo edredón de plumas combina con las tonalidades de la alfombra, y justo frente a ella destaca lo que más me gusta y llama la atención: una preciosa chimenea de piedra en cuyo interior arden varios troncos que proporcionan una temperatura de lo más agradable a toda la habitación.

—Esa puerta da al baño, lo hemos remodelado hace poco. Te he dejado toallas limpias por si te apetece darte una ducha después del viaje, y en esa bandeja de ahí —me explica, señalando una fuente colocada sobre el escritorio—, tienes algo que Bonnie te ha preparado para cenar.

Sonrío al escucharla nombrar a la cocinera de la que tanto me ha hablado durante todos estos años. Lleva con ellos toda la vida y la quieren como si fuese una más de la familia.

—La buena de Bonnie, que siempre está en todo, supuso que tendrías hambre —comenta.

—No te haces una idea —admito, llevándome las manos al estómago.

Es cierto, hace horas que no pruebo bocado y podría zamparme una vaca entera.

—Descansa, Martina, y ya sabes: si necesitas algo, estoy a una puerta de distancia, mañana será un gran día —afirma, guiñándome un ojo antes de darme un sonoro beso en la mejilla. Después sale y cierra la puerta, dejándome sola.

Una sonrisa asoma a mi rostro cuando me dejo caer con pesadez sobre el cómodo colchón.

¡A saber lo que me tendrá preparado para mañana!

No tengo ni idea, pero, sea lo que sea, tendrá que esperar. Por el momento, lo único en lo que puedo pensar es en cenar algo, olvidar los nervios que he pasado antes y descansar…

Capítulo 2

 

Unas palomitas, por favor…

 

 

 

Cameron

 

Son poco más de las nueve de la mañana cuando echo un último vistazo al espejo de cuerpo entero que ocupa una de las puertas interiores del armario y asiento satisfecho ante la imagen que proyecta. Me dispongo a salir de la habitación.

Llevo varias horas levantado: he hecho deporte, me he duchado y, en un día normal, hace rato que habría salido hacia el trabajo; sin embargo, hoy… Digamos que me lo estoy tomado con un poco de calma porque, antes de irme, quiero ver de nuevo a Martina.

En realidad, teniendo en cuenta que nuestro primer encuentro no fue lo que se dice una fiesta, no es que arda en deseos de cruzármela de nuevo. Esa mujer a punto estuvo de atropellarme y, a pesar de ello, en lugar de mostrarse arrepentida se comportó como una auténtica desquiciada. ¿Por qué quiero verla entonces? Fácil, soy consciente de lo especial e importante que es para mi hermana y solo por ella, por lo mucho que la quiero, estoy dispuesto a olvidar lo ocurrido y volver a empezar.

Además, siendo sincero, tengo que reconocer que ya me tomé mi pequeña venganza al dejarla allí en el camino sin ayuda para llegar hasta el castillo cuando sabía de sobra que este era el lugar que andaba buscando…

Mis labios dibujan una ligera sonrisa al recordar nuestra primera conversación.

Anoche, cuando un coche casi me lleva por delante, lo que menos podía imaginarme, incauto de mí, era que la malhumorada mujer que se apeó de él, lanzándome dagas por los ojos, era ni más ni menos que la adorada amiga de la que mi hermana lleva meses (desde que volvió de la universidad) hablándome sin parar.

¿Cómo demonios iba a relacionar a esa lunática con la tal Martina cuando mi hermana siempre la ha descrito como una chica responsable, relajada, calmada y reservada, y en cambio lo que yo tenía ante mis ojos era justo lo opuesto a todo eso?

¡Ni en broma me lo hubiese esperado! Al menos hasta que comentó que se había perdido y nombró la dirección a la que se dirigía, en ese momento todo cobró sentido.

Sumido en mis pensamientos, salgo al pasillo y comienzo a bajar las escaleras en dirección al comedor principal donde estoy casi seguro de que ambas estarán desayunando ya.

Empezaremos de cero, estoy dispuesto a olvidar el incidente del coche y hacer como si nada hubiese pasado.

No tenemos que ser amigos, ni siquiera es necesario que nos llevemos bien. Nuestra interacción será escasa. Yo me pasaré la mayor parte del tiempo trabajando y ellas haciendo turismo o lo que sea que quieran hacer. Casi no coincidiremos, por lo que solo tengo que llegar, presentarme y mantener con ella una conversación civilizada durante unos minutos. Con eso bastará. «A priori parece fácil», pienso cargado de optimismo mientras abro la puerta que da paso al comedor.

«¿Qué podría salir mal?», me pregunto confiado.

La respuesta me llega enseguida en forma de chocolate caliente cuando, nada más acceder a la estancia, la mismísima Martina, esa con la que quería tener una conversación breve y civilizada, choca de frente conmigo derramándome el contenido de la humeante taza que lleva en la mano por encima.

—¡Joder! —grito al sentir el contacto del líquido ardiendo sobre la piel.

—¡Oh, Dios! ¡Lo siento! ¡Lo sien…! ¡Túúú! —grita interrumpiendo su disculpa en el instante en que, al elevar la mirada que había puesto sobre la mancha que se extiende por mi camisa, se encuentra con mi reprobatoria mirada.

—¡¿Eres tú?! ¿Quién? ¿Cómo? —balbucea negando con la cabeza, desconcertada, a la vez que retrocede un paso para observarme con detenimiento, como si intentase averiguar si soy real o solo una broma pesada de su imaginación.

—¿Os conocéis? ¿De qué conoces a mi hermano Cameron? —pregunta Skye extrañada y se levanta de la silla para acercarse a nosotros.

—¡Es el bípedo que gruñe! —me acusa Martina, señalándome con el dedo sin apartar los ojos de mí.

La estudio, extrañado, sin entender de qué demonios habla. ¿«Bípedo que gruñe»? ¿Qué narices dice esta loca?

—¿El asno? —pregunta mi hermana entre divertida y sorprendida—. ¿Mi hermano es el asno?

Su amiga, que parece incapaz de expresarse con un mínimo de lógica a causa de la sorpresa, se limita a asentir de forma enérgica sin dejar de señalarme.

—¿Asno? ¿Quién es un asno? —pregunto, entrecerrando los ojos al anticiparme a la respuesta.

—Por lo visto tú —responde Skye conteniendo a duras penas la risa.

—¿Me llamaste «asno»? Así que, no contenta con estar a punto de matarme, ¿encima tienes la poca vergüenza de insultarme? —increpo a Martina quien, aunque durante unos segundos parece algo abochornada, enseguida se recompone.

—¿Poca vergüenza? ¿De verdad tú vas a tener la cara dura de hablarme a mí de poca vergüenza? Mira, bonito, «sinvergüenza» debería ser tu segundo nombre —declara con énfasis.

—¿Y puedo saber por qué? —indago haciéndome el inocente.

—¡¿Que por qué?! ¿En serio me está preguntando por qué? —repite dirigiéndose a Skye.

—Eso parece —responde ella, encogiéndose de hombros cada vez más entretenida.

—¡Me dejaste tirada en medio de la nada! ¡Te dije que estaba buscando esta dirección y, en lugar de indicarme cómo llegar, me dejaste allí a mi suerte! —afirma elevando la voz.

—¡NOOO! —exclama mi hermana abriendo los ojos de par en par.

—¡Sííí! —asiente ella moviendo la cabeza con vehemencia en señal afirmativa, como si al hacerlo consiguiese dar más fuerza a su acusación.

—¡Ya te vale, Cam! —me reprocha Skye que se posiciona del lado de su amiga.

¡Manda huevos! Desde luego, ¡ten hermanos para esto! Yo limpiándole los mocos cuando era pequeña y, a la mínima, va y se cambia de bando.

—¡No seáis exageradas! Estabas a quinientos metros y la carretera es de sentido único, no había pérdida posible, sabía que cualquiera podría encontrar el camino, incluso tú —me defiendo.

Su mirada se intensifica y, de reojo, la veo apretar los puños a ambos lados del cuerpo.

—¿«Incluso tú»? —sisea repitiendo las palabras que yo acabo de pronunciar con un velado tono de advertencia—. ¿Podrías explicarme qué quieres decir con «incluso tú»?

Durante unos segundos sopeso mis opciones.

Este debería ser el momento de calmar los ánimos y firmar la pipa de la paz. Sobre todo porque, teniendo en cuenta que durante varias semanas vamos a compartir el espacio, lo más inteligente sería disculparme y dejarlo estar. Sin embargo, hacerla rabiar me produce una excitante diversión que hacía tiempo que no sentía y por ello no puedo parar. Me siento como si ella fuese dinamita y yo un pirómano a punto de prender la mecha para hacerla explotar.

—Es evidente que hábil, lo que se dice hábil, no eres. Tenías un GPS y te perdiste igualmente —anuncio con una ligera sonrisa pícara dibujada en mis labios.

Sosteniéndole la mirada, percibo como su cuerpo comienza a temblar y… ¡Bum! Mecha prendida y todo salta por los aires.

—¡Eres un un…! —grita enfadada.

—Si necesitas ayuda con los adjetivos, puedo regalarte un diccionario —la interrumpo muy pagado de mí mismo al ver que está tan exaltada que le resulta imposible encontrar la palabra exacta.

—¡Maleducado! ¡Eres un maleducado, un desagradable y un borde! —escupe con ira.

—Ni que tú fueses un pastelito de fresa, todo amor y dulzura, ¡no te digo! —replico con una mezcla de diversión y enfado por los bonitos calificativos que me acaba de dedicar.

—¡Cromañón, neandertal! —me acusa.

—¡Dijo la mataperros! —contraataco.

—¡Yo no he matado a ningún perro! —se defiende, apretando los puños todavía con más fuerza.

—Gracias a que este cromañón se tiró delante de tu coche —le recuerdo, señalándome a mí mismo con ambos pulgares—. Estabas en los mundos de Yupi; si no llega a ser por mí, ahora serías la Freddy Krueger de los cachorros.

—Ehhh, bueno, puede que en eso parte de la culpa sea mía; si no la hubiese llamado por teléfono, no se habría despistado y…

—¿Estabas hablando por teléfono? ¿No se supone que no apartaste la vista de la carretera en ningún momento? ¡Eres una mentirosa! ¡Estabas hablando por teléfono y por eso no me viste aparecer! —interrumpo a mi hermana repitiendo lo que Martina afirmó anoche una y otra vez, al mismo tiempo que esbozo la sonrisa triunfal de quien sabe que acaba de anotar el punto de partido.

Ella ladea la cabeza en dirección a Skye, quien le responde con un gesto de disculpa al comprender que acaba de meter la pata, y aprovecho este momento entre las dos para contemplarla con atención.

Es bonita. Tiene el pelo muy liso, por debajo de los hombros, y de un brillante color miel. Unos preciosos ojos de la misma tonalidad que el chocolate fundido rodeados de infinitas pestañas y unos labios tan rojos como las fresas maduras que contrastan con su piel, pálida, fina y delicada.

No es baja, pero, aun así, sigo sacándole una cabeza y viste de manera informal, con unos vaqueros y un jersey de lana que se adaptan a su cuerpo marcando unas curvas suaves y bien delineadas.

De repente, su mirada se desvía de mi hermana para clavarse de nuevo sobre mí y, con un suave rubor tiñendo sus mejillas y los labios apretados, afirma en tono seco y airado:

—Puede que yo me distrajese un segundo, pero tú también deberías mirar por dónde vas. ¡No puedes ir por la vida como un loco!

—¿Que yo ando como un loco? ¿Has visto cómo me has puesto? —interrogo, señalando la mancha marrón que cada vez se extiende más—. ¡Eres tú la que debería llevar incorporada una señal luminosa de advertencia encima de la cabeza! ¡Eres un peligro con patas para el resto de la humanidad!

—¡Mira, guapo, aquí el único que tendría que llevar un cartel eres tú! Uno bien grande que pusiese con letras fosforitas: «Precaución, animales sueltos». Y, por si no lo pillas, ya te lo aclaro yo: ¡lo de animal no va por Musgo, seguro que él es más listo que tú y tiene más educación!

—Ehhh, chicos… Esto se está poniendo muy interesante, pero ¿podríais darme un par de minutos para ir a por unas palomitas antes de empezar el segundo round? —interviene Skye que se lo está pasando en grande.

—¡No! —gritamos ambos a la vez girándonos hacia ella.

—¡Vale, vale! Solo era una opción… —musita encogiéndose de hombros.