No sin ti - Andrea López - E-Book

No sin ti E-Book

Andrea López

0,0
9,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuando recién licenciada a Nora le ofrecen trabajo en una agencia de detectives en Londres, su ilusión no tiene límites... Como tampoco tienen límites los problemas de la familia que le mandan investigar. Sin saber cómo, Nora se convierte y se siente parte de de la familia. Empieza a comprobar lo difícil que es estar dentro y fuera a la vez. Llega hasta el punto donde tiene que elegir entre su trabajo y proteger a los miembros de esa atormentada familia. Una decisión que pondrá en riesgo todo, incluso su propia vida... "No sin ti" es la primera novela independiente de la serie Hermanos Piagiano, escrita por Andrea López. Una novela llena de intriga y acción, donde los protagonistas tienen que arriesgarlo todo por amor.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



No sin ti

Andrea López

Copyright © Andrea López y Word Audio Publishing, 2021

Diseño portada: Marien F. Sabariego

ISBN: 978-91-80345-55-2

Publicado por Word Audio Publishing Intl. AB

www.wordaudio.se

[email protected]

Prólogo

—¿Está seguro de que no lo va a encontrar nadie? —preguntó Gerard mientras bajaba la tablilla que protegía el pequeño agujero del suelo.

—Segurísimo, a nadie se le ocurriría mirar aquí, de hecho, nadie viene nunca a este lugar —masculló Carlo entre dientes.

—Más nos vale, si cualquiera lo encuentra, estamos acabados —musitó Gerard.

—Se supone que tu trabajo es encargarte de que eso no ocurra, no creo necesario recordarte que eres el responsable de vigilar este sitio. No quiero curiosos merodeando por esta zona, ¿queda claro? —lo amenazó Carlo, mirándolo fijamente.

—No se preocupe, yo me ocupo.

—Bien. Ahora, vámonos de una maldita vez. Déjame entrar a mí primero, espera media hora y después accede por la cocina, no quiero que nos vean juntos.

Diciendo eso, y sin esperar respuesta alguna, Carlo tomó el sendero y se alejó con una sonrisa de satisfacción dibujada en sus labios. Se sentía seguro y pletórico, estaba convencido de que allí su secreto estaba a salvo, pues en ese maldito lugar nadie lo descubriría.

1

Esa mañana, al abrir los ojos, me invadieron vagos recuerdos de la noche anterior. Estaba tumbada en mi cama con la mirada clavada en el techo y sin poder creerme todavía que de verdad me lo hubiesen ofrecido a mí.

Era una decisión importante, la más importante que había tenido que tomar en mi joven vida; sin embargo, no lo había dudado ni un momento. Sabía que aceptar supondría un gran cambio, era consciente de que estaba a punto de poner mi vida patas arriba, pero no vacilé ni un segundo.

Llevaba mucho tiempo, demasiado, haciendo cosas que no me gustaban por el miedo a decepcionar a los demás, así que, por una vez, estaba decidida a hacer algo por mí, solo por mí.

Había comenzado hacía cinco años una carrera que no soportaba, Derecho Criminalista, simplemente, para que mi padre estuviese contento. Fueron unos años largos y tediosos, llenos de clases eternas y exámenes que parecían no terminar nunca. Solo cuando Amelia Martín, una de mis profesoras, comenzó a hacer hincapié en las complejidades de los numerosos casos que por desgracia todavía continúan sin resolver, sentí despertar en mi interior un interés y una curiosidad por conocer más que crecían conforme ella se afanaba en explicarnos detalles sobre técnicas y avances que, hasta entonces, ni siquiera hubiese podido imaginar.

Amelia era una profesora de mediana edad, activa y siempre dispuesta a compartir con nosotros sus numerosas aventuras. Su alegre mirada junto con su voz serena le otorgaban una apariencia tranquila y relajada que daba gusto escuchar. Enseguida pasó a convertirse en mi profesora preferida, pues representaba todo lo que yo admiraba en una mujer. Era culta, viajada y estudiada, una persona fuerte e independiente que, antes de dar clase en la universidad, había dejado su huella como abogada, llegando incluso a trabajar en una agencia de investigación.

Eso hizo que mi admiración por ella creciese todavía más. La imaginaba recabando pruebas, atando cabos, tratando de hallar la solución a casos que nadie había conseguido resolver y no podía más que sentir cierta envidia por la vida que ella había llevado y que a mí me encantaría tener el valor de vivir.

Una tarde a principios de ese último curso, un chico, uno de esos insoportables que siempre quieren saberlo todo, le había preguntado por qué una prestigiosa abogada había renunciado a su puesto en el importante bufete al que pertenecía para ganar una miseria trabajando como detective privado. Su respuesta fue contundente: porque había cosas que eran más difíciles de probar que de juzgar.

Fue ahí, en ese preciso instante, cuando la absurda idea que hacía tiempo había comenzado a tomar forma en un recóndito rincón de mi mente se impuso como una opción de futuro clara y real.

Eso era lo que yo quería ser, ¡detective privado! Estaba segura de que mi entorno no lo aprobaría, casi podía escuchar sus palabras resonando en mi cabeza; me dirían que me dejase de leer novelas y me centrase en lo realmente importante, la carrera, me acusarían de tener demasiada imaginación, de vivir de sueños… Pero por primera vez en mucho tiempo yo estaba emocionada, ilusionada y, lo que era todavía más importante, decidida a explorar esa opción por ficticia o fantasiosa que pudiese llegar a resultar.

No voy a negar que al principio tuve dudas, no fue fácil hacerlo todo a escondidas combinando ambas cosas; sin embargo, cuanto más avanzaba el curso, más claro tenía que eso era lo que yo quería hacer: ser detective privado, por ello tomé la firme determinación de que, sin importar si llegaba a conseguirlo o no, me debía a mí misma intentarlo. Por ello, cuando solo faltaban dos meses para la graduación, armándome de valor, decidí hablar con Amelia. Le conté todo lo relacionado con el curso que estaba llevando a cabo y le confesé lo entusiasmada que estaba con la idea de dedicarme a ello de manera profesional. Fue una conversación agradable en la que me sentí comprendida, valorada y animada y, por primera vez, me permití pensar que quizás, solo quizás, mis deseos no fuesen tan descabellados.

Proseguí con el curso y lo terminé, pero después de ese día la profesora no volvió a preguntarme nada relacionado con ese tema y yo tampoco me atrevía a abordarla de nuevo. De ahí mi extrañeza cuando, dos días después de la graduación, Amelia me llamó por teléfono para citarme en su despacho esa misma tarde.

Cuando después de golpear varias veces en la puerta de su despacho entré, la encontré sentada en una pequeña mesa, situada a la izquierda de su escritorio, examinando unos papeles que tenía en una carpeta verde. Vestía como siempre, muy informal, con unos vaqueros gastados y un fino jersey de color marrón. El pelo lo llevaba recogido con esmero en una coleta alta, pero varios mechones caían desordenadamente sobre sus modernas gafas de pasta, confiriéndole un aspecto despreocupado.

—Hola, Nora.

—Buenas noches, ¿quería verme? —pregunté, algo nerviosa.

—Ha estado bien la graduación, ¿verdad? —respondió ella con otra pregunta.

—Sí, muy bien —contesté, cada vez más atacada.

—¿Qué tal te va en el curso que me comentaste? ¿Ya lo has terminado? —se interesó ella.

—Sí, lo acabé hace dos semanas —afirmé, agradecida porque hubiera tenido el detalle de preguntar.

—¿Y ya has decidido qué vas a hacer ahora? —insistió con una leve sonrisa.

—Aún no lo había pensado, la verdad —dije, encogiéndome de hombros.

—Verás —dijo ella, mirándome fijamente—, tengo un trabajo para ofrecerte, es un trabajo en una agencia de detectives…

No la dejé ni terminar la frase, mis ojos se abrieron de par en par y salté de la silla donde me había acomodado hacía escasos segundos, casi como si me acabasen de pinchar en el culo.

—¡Oh, de verdad! Es increíble, muchas gracias.

—Espera —me detuvo ella en tono firme—, no me des las gracias tan deprisa. Antes de emocionarte, creo que deberías escuchar en qué consiste.

Me volví a sentar, intrigada, pensando que no podía ser algo lo suficientemente malo como para hacerme rechazar esa gran oportunidad. Encontrar una agencia dispuesta a contratarme sin experiencia no era fácil, así que aquello me parecía maravilloso.

Ajena a mis cavilaciones, ella continuó hablando:

—Verás —dijo con lentitud, como si arrastrase las palabras, pero con seguridad—, el trabajo es en una agencia para la que yo trabajé. Es una compañía pequeña, familiar, pero muy competente. Ha llevado grandes casos, consiguiendo resolver muchos de ellos, pero hay dos pegas.

—¿Pegas? ¿Qué pegas? —cuestioné, removiéndome en el asiento.

—La primera es que es en Reino Unido, tendrías que vivir allí.

—Bueno —contesté de inmediato—, estaría dispuesta a viajar y con el idioma no tengo ningún problema…

Ella me cortó:

—La segunda pega —continúo ella, observándome con detenimiento mientras hacía una pausa y soltaba un largo y pesado suspiro— es que es un caso muy complicado. Llevan años tratando de resolverlo, ya figuraba en nuestros archivos cuando yo trabajaba para ellos y, por desgracia, nunca se ha conseguido nada. Es una situación muy delicada.

»Están investigando a Carlo Piagiano, uno de los mafiosos más importantes de Italia, o por lo menos lo era hasta hace cinco años, cuando desapareció y, supuestamente, se desvinculó de cualquier tipo de negocio turbio.

—¿Y qué es lo que buscan exactamente? —susurré, confundida, sin comprender por qué continuaban perdiendo el tiempo tras él si, tal y como decía Amelia, ese tipo había dejado su pasado criminal.

—A su historial se remontan más de ciento cuarenta delitos, pero solo han podido acusarlo una vez por tráfico de cocaína y quedó libre por falta de pruebas. Esa fue, por lo menos, la explicación oficial. Nunca se le pudo imputar ninguno de los asesinatos que, estábamos seguros, llevó a cabo, ni otros delitos, ya que tenía a parte de la policía comprada en Italia —me aclaró Amelia, dejando entrever un claro atisbo de rabia en su voz—. Así que buscan cualquier información que nos valga para abrir un nuevo procedimiento en su contra, llevarlo a juicio y conseguir meterlo entre rejas, que es donde debería estar.

»Tu trabajo sería infiltrarte en su entorno para recabar esa información, pero es arriesgado y peligroso. Por eso quiero pedirte que lo pienses bien, porque, Nora, una vez que te impliques… es complicado dar marcha atrás. Esto no es ningún jue…

—¿Cuándo empiezo? —la interrumpí, ansiosa.

Evidentemente, mi boca pronunció esas palabras antes de haber procesado la información recibida o si no, el sentido común y la cordura me habrían impedido decirlas. Pero ella, lejos de sorprenderse por mi impulsividad, sonrió, complacida.

—Esperaba que me contestases eso —aseguró, sonriendo—. Verás, la persona que ocupaba el puesto que te será asignado no ha conseguido nada en un año, no ha podido acercarse a su entorno ni ha obtenido datos dignos de mención, por lo que la agencia la ha retirado del caso. Como ya te he dicho, es muy peligroso, pero también una gran oportunidad. Si consigues una información que podamos usar para acabar con Carlo Piagiano, tendrás trabajo asegurado en este sector, en esta agencia o en la que quieras —afirmó con contundencia.

»Carlo vive ahora en un pequeño pueblecito al oeste de Londres con su familia y, aunque la versión oficial es que está limpio, la agencia está convencida de que sigue teniendo contactos y haciendo negocios ilegales.

»Se te pagará un sueldo mensual de mil quinientas libras, más todos los viajes que necesites hacer para venir a España durante un plazo máximo de un año. Si en ese tiempo descubres algo que merezca la pena, te quedas; si no, te vas.

—Entendido —dije, asintiendo con la cabeza.

Estaba asustada. La idea de perseguir a un mafioso no me encantaba, pero sí la de trabajar en una agencia y esa era mi oportunidad de hacerlo.

—Otra cosa más —añadió Amelia—, la agencia tiene unas normas que nunca, y digo nunca, bajo ningún concepto debes incumplir. Si lo haces, te echarán al momento, y te garantizo que nadie más querrá contratarte.

»La primera y más importante es que nadie en absoluto puede saber a qué te dedicas y mucho menos el caso en el que estás trabajando. Oficialmente, has ganado una beca para estudiar inglés un año. Esa es tu tapadera, incluso con tu familia. ¿Está claro?

—Clarísimo —contesté yo.

En realidad, esa cláusula no me suponía el menor problema, de ninguna manera pensaba decirles a mis padres el motivo real de mi traslado a Reino Unido, por lo que la excusa de un año practicando inglés me pareció de lo más acertada.

—La segunda es que cualquier viaje que hagas fuera de Reino Unido debe ser aprobado por la agencia y nunca debes cambiar tu ubicación sin comunicarlo antes… Es por seguridad —dijo, encogiéndose de hombros—. Tercera y última: allí tendrás un único contacto con la agencia, será la única persona con la que en principio podrás hablar, tanto para pedir información como para darla.

—Estoy de acuerdo —asentí con un hilo de voz—, y otra vez gracias.

—Dámelas cuando vuelvas sana y salva —respondió ella, guiñándome un ojo—. Si todo va bien, viajarás en cinco días, tengo que hablar con el responsable del caso en la agencia para prepararlo todo.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —pregunté de repente, rezando para que no se notase la inseguridad de mi voz.

—Por supuesto.

—¿Por qué ha pensado en mí? Quiero decir, no me entienda mal, le estoy muy agradecida por haberlo hecho, pero estoy convencida de que moviéndose en este mundillo conocerá gente mucho más preparada que yo para desempeñar este encargo —intenté explicarme de forma atropellada, moviendo las manos con nerviosismo.

—No lo sé, creo que tienes algo especial, algo que te convierte en la persona indicada para desempeñar este trabajo —confesó, cruzando los brazos sobre su pecho—, y por tu bien espero no haberme equivocado.

—No lo hará —certifiqué, tragando saliva mientras trataba de apartar de mi mente las posibles consecuencias de que ella sí se hubiese equivocado.

Ella, satisfecha por mi reacción, me tendió una carpeta verde que reposaba sobre la mesita, a su lado.

—En esta carpeta tienes toda la información que necesitas para comenzar. Al llegar a Londres, verás a tu contacto, él te llevará hasta Saint Albans, ese será tu lugar de residencia. Pero, bueno, como te digo, en la carpeta tienes toda la información. También llevas una tarjeta con mi teléfono personal. Úsalo si tienes alguna duda estos días, una vez allí tendrás que dirigirte solo a tu contacto para cualquier aclaración.

»Solo otra cosa más —añadió mientras se dirigía a la puerta y la abría—, cada uno tiene sus métodos de trabajo, así que cómo hagas para acercarte a Carlo es cosa tuya. Pero es peligroso, un tipo de mente fría, despiadado y calculador al que no le temblará la mano para deshacerse de cualquiera que pueda suponer una amenaza para él —me informó con tono preocupado—. Ten cuidado y haz caso a los consejos de tu contacto. Dicho esto, solo me queda desearte buena suerte —añadió, forzando una sonrisa.

Al salir del campus, conduje como una zombi hasta casa y me fui directa a la cama, aprovechando que mis padres estaban ya dormidos.

Diez horas después, continuaba tirada en la misma cama, despierta, pero con la sensación de no haber descansado en toda la noche y la mente aturdida por la información recibida la tarde anterior.

Pasada la adrenalina del momento, me sentía nerviosa y emocionada, pero también inquieta por la necesidad de ponerme en marcha. Sin embargo, la certeza de que una de las partes más difíciles de lo que estaba por venir tendría lugar unos metros más allá, en la cocina de mi propia casa, robaba todas mis fuerzas y me mantenía inmóvil sobre el colchón.

Al final, en un acto de valentía digno de los mejores superhéroes de Marvel, decidí levantarme y afrontar las consecuencias de mi decisión y lo que sería el comienzo de mi nueva vida. O el final de ella, según se mirase… Sobre todo, teniendo en cuenta que el primer obstáculo al que tendría que hacer frente no era ni más ni menos que el disgusto que se iban a llevar mis padres. Pero, teniendo en cuenta que, por desgracia, todavía no contaba entre mis técnicas de superespía con la habilidad de clonarme para poder estar en dos sitios a la vez, no me quedaba más remedio que apechugar con mi decisión y hablar con ellos. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a poder con un mafioso si no era capaz de enfrentarme a mi propia familia?, pensé mientras salía de mi habitación con el pijama aún puesto y cruzaba directamente a la cocina sin lavarme la cara siquiera.

Mi padre, el cual mojaba una galleta en el café, estaba serio, pero eso no era ninguna sorpresa, ya que su humor nunca era demasiado bueno por las mañanas. Mi madre, por el contrario, canturreaba alegre la estrofa de la canción que sonaba de fondo en la radio mientras calentaba leche para el desayuno. No solo su estado de ánimo por las mañanas era opuesto, físicamente también lo eran. Mi padre era alto con el pelo castaño, ojos marrones y complexión fuerte. Mi madre, sin embargo, era un poco más baja pero de silueta esbelta, con un precioso cabello rubio ondulado y unos ojos azules capaces de atravesarte si se lo propusiesen.

Yo nunca me había visto parecido con ninguno de los dos. Siempre había llevado mi color de pelo natural, castaño claro, y nunca me lo había cortado demasiado, pues siempre me había gustado la melena. Desde pequeñita siempre fui delgada pero no en exceso y de estatura media, ni alta ni baja, a día de hoy eso no había cambiado, continuaba igual. En cuanto a mi cara, era de lo más normal, su único rasgo destacable eran mis grandes ojos grises, herencia de mi abuelo materno.

—¿Tenéis un momento? —pregunté, aún apoyada en el marco de la puerta.

Los dos me miraron al instante.

—Cuando dices eso, nunca pasa nada bueno —contestó mi padre.

Me senté a la mesa y pensé cómo enfocar el tema para recibir las menos quejas posibles.

—Sabéis que ayer por la tarde me llamaron de la universidad —comenté como quien no quiere la cosa.

—¿Hay algún problema con el título? —se sobresaltó mi madre, analizándome con cara de circunstancias.

—No, no pasa nada con eso —la tranquilicé con rapidez—. Me llamaron para decirme que me han concedido una beca para estudiar inglés un año en Reino Unido —solté de golpe, dejando escapar el aire que de forma inconsciente retenía en mis pulmones.

Al escucharme, mi madre se dejó caer con pesadez en una silla y mi padre me miró mientras me preguntaba con tono acusador:

—¿Cuándo se supone que solicitaste la beca y por qué no nos lo dijiste?

—La solicité hace un par de meses y no dije nada porque no creí que me la fuesen a conceder. Pero he tenido suerte, es una buena oportunidad y es solo durante un año —expliqué tratando de sonar convincente.

—¿Estarías un año entero sin venir? Pero si nunca has estado fuera —murmuró mi madre, que, aunque intentaba disimularlo, no podía esconder el temblor de su voz.

—Sí, es una condición de la beca, pero podríais venir vosotros a visitarme —contesté, aun sabiendo que no vendrían, ya que mi madre no había viajado nunca en avión ni tenía intención de hacerlo.

—No me parece una buena idea, es un año perdido —saltó mi padre, volviendo la vista al periódico.

—No es un año perdido —repliqué yo, armándome de paciencia—, es una buena opción para mejorar mi inglés, me vendrá muy bien a nivel curricular, la beca cubre todos mis gastos y la verdad es que me apetece mucho ir.

—Para mejorar el inglés no necesitas marcharte a ningún sitio, puedes ir a una academia —afirmó mi padre, que por lo visto no pensaba dar su brazo a torcer.

Sabía que no iba a ser una conversación fácil, pero tenía la esperanza de que no me lo pusieran demasiado difícil; en ese momento, viendo la actitud de mi padre, me di cuenta de que nada más lejos de la realidad. Él no pensaba ceder, pero yo tampoco podía permitirme el lujo de hacerlo, esa vez no, por lo que, inspirando con fuerza, me dispuse a seguir discutiendo con él cuando sin previo aviso recibí ayuda de donde menos me lo esperaba.

—No es lo mismo y tú lo sabes —intervino mi madre—. Es cierto que es una buena oportunidad, además, tienes veintitrés años —añadió, girándose hacia mí—, así que, si tú estás convencida y quieres ir, a nosotros nos parecerá bien. Pero si en algún momento decides volver, aunque solo lleves una semana o un mes o el tiempo que sea, sabes que puedes hacerlo sin darnos ningún tipo de explicación. No te sientas obligada a quedarte. Y llámanos todos los días o, como sé que todos no lo vas a hacer, siempre que puedas. ¿Lo prometes? —susurró la pobre entre lágrimas, metiendo un mechón de su pelo rubio tras la oreja y manteniendo el tipo a duras penas.

—Lo prometo —asentí, acariciándole la espalda.

Las dos miramos a mi padre, que en ese momento suspiró, se levantó de la mesa y se fue.

Cuando sus pasos dejaron de escucharse en el pasillo y mi madre me apretó contra su cuerpo, lo supe: la discusión había terminado y en cuatro días yo estaría volando hacia Londres.

2

Mis padres habían salido y no volverían hasta la hora de comer, eso me daba toda la mañana para empezar a preparar mi viaje. En ese momento me acordé de la carpeta verde que la noche anterior había dejado en la mesilla de noche, al lado de la cama, y apuré lo que me quedaba de desayuno para ir corriendo a verla.

La curiosidad me hacía ir más deprisa de lo normal, pero, aun así, me obligué a pasar por el cuarto de baño a lavarme los dientes y a vestirme. Abrí el armario y cogí la primera sudadera que encontré junto con unos vaqueros. Una vez mi aspecto fue medianamente presentable, me tiré en la cama y abrí la carpeta. Dentro había un par de folletos informativos de la ciudad donde iba a vivir.

Saint Albans era una pequeña ciudad situada a treinta kilómetros de Londres. Según el folleto tenía muchos jardines, así como una abadía y una catedral, y la mayoría de sus casas debían ser unifamiliares, de una o dos plantas. Examiné los folletos con atención y para mi sorpresa y agrado comprendí que, a pesar del clima, excesivamente húmedo y frío para mi gusto, Saint Albans no parecía en absoluto un mal sitio para vivir.

Junto a los folletos encontré también mi billete de avión. Me sorprendió darme cuenta de la seguridad que tenía mi profesora en que aceptaría el trabajo, ya que el vuelo había sido comprado a mi nombre antes incluso de que ella me hiciese la oferta. Mi vuelo salía del aeropuerto a las 9:30 de la mañana y llegaría a Gatwick sobre las 11:00, apenas hora y media después, pero, a pesar de su escasa duración, pensar en el vuelo me hizo estremecer, ya que los aviones eran una de las muchas cosas a las que les tenía auténtico pánico, por lo que, decidida a no amargarme antes de tiempo, escondí el billete en el fondo de la carpeta e intenté desterrar los pensamientos relacionados con el vuelo de mi cabeza, fijando toda mi atención en el siguiente papel.

Era una hoja de libreta mal cortada, en la que solo había escrito un nombre y un número de teléfono. Imaginé que sería mi contacto. Según me había dicho Amelia, me recogería en el aeropuerto para ayudarme a instalarme y darme más información. Se llamaba Patrick Harrys, un nombre muy inglés, y según ponía allí hablaba un perfecto español.

Rebusqué en la carpeta intentando encontrar algo más, pero no había nada y no pude evitar sentirme algo decepcionada.

Tenía curiosidad por conocer más datos sobre el tal Carlo, incluso lo busqué en internet, pero no había ni rastro de él. No podía decir que me sorprendiese no hallar respuestas; si ese hombre era en realidad tan poderoso como Amelia había querido hacerme ver, él mismo se habría encargado de borrar cualquier posible rastro suyo de las redes. Por eso esperaba encontrar algo más en la carpeta, pero entendía que no sería muy prudente por parte de la agencia haberme proporcionado más datos por ese medio. Así que, por lo visto, no me quedaba otro remedio más que esperar.

Por suerte no me resultó demasiado difícil distraerme, tenía muchas cosas que hacer y poco tiempo. Me pasé toda la mañana haciendo una lista de lo que iba a necesitar e intentando encontrarlo.

Los siguientes días mi vida se convirtió en una sucesión de carreras, bolsas, compras y suspiros de mis padres acompañándolo todo, hasta que, sin darme apenas cuenta, me encontré con que era jueves por la noche y en unas horas estaría embarcando rumbo a Londres.

Las horas se me hicieron eternas. No conseguía pegar ojo porque cuando parecía que iba a quedarme dormida, imágenes de aviones estrellándose contra el suelo me hacían abrir los ojos, sobresaltada. Había estado evitando pensar en el tema del vuelo desde que había aceptado el trabajo, pero ahora ya no podía retrasarlo más. Mi respiración se aceleraba y me entraban sudores cada vez que imaginaba el momento de embarcar, mi corazón latía a tanta velocidad que en algunos momentos apenas podía respirar. Intenté inspirar despacio y, para distraerme, me puse a pensar en cómo sería el tal Patrick y en cómo me reconocería al llegar allí. Pasé la noche en vela, no dormí ni un minuto, pero por lo menos había conseguido calmarme, al menos durante un rato. A las siete de la mañana, incapaz de permanecer por más tiempo en la cama, me levanté y sin desayunar, pues a nada que metiera en mi estómago sería mi cabeza la que acabaría metida en el váter, me duché, me vestí y salí de casa con el tiempo justo para llegar al aeropuerto, ya que esa era, según los expertos, la mejor manera para que no te diese tiempo a pensar.

Ya en la terminal, mis padres daban vueltas como locos a mi alrededor, intentando averiguar qué cosas me olvidaba. Me tocó recordarles varias veces que no me iba a vivir al desierto y que allí habría tiendas.

Con trabajo, pues tenía el cuerpo completamente agarrotado y la boca más seca que una lija, me acerqué a un mostrador a facturar maletas; justo entonces un panel me avisó de que era hora de embarcar y empezó el drama.

Mi padre me abrazó visiblemente emocionado y me dio un sobre con algo de dinero que según él me haría falta «porque en Londres está todo muy caro»; mi madre se agarró a mí de tal manera que pensé que iba a romperme una costilla mientras me recordaba que debía llamarla siempre que pudiese y que estarían más que encantados de recibirme si decidía volver de manera anticipada, y mientras tanto yo me limitaba a asentir, tratando de contener las lágrimas y de apaciguar el temblor de mi cuerpo y los desbocados latidos de mi corazón. Me sentía sobrepasada por todo lo que estaba viviendo: la pena por separarme por primera vez de mis padres, la incertidumbre de comenzar una nueva vida, el miedo a meterme en ese avión…

Intentando escuchar las últimas advertencias de mi madre, la abracé con fuerza aspirando una vez más el olor de su perfume y deposité un suave beso en su mejilla.

—Os quiero —conseguí decir a modo de despedida antes de cruzar la puerta de embarque.

Fue cruzar esa fina línea y sentir como la angustia se apoderaba de mí. Una sensación pesada e inquietante se extendió por mi pecho, impidiéndome respirar, dejándome completamente bloqueada y aterrada. Trataba de controlarme, de verdad que sí, pero cuantos más pasos daba, más agitada se volvía mi respiración, hasta el punto de que comencé a transpirar y el oxígeno empezó a parecerme insuficiente. Mi corazón bombeaba sangre como si pretendiese salir cabalgando de mi pecho y para cuando conseguí subir al avión, pálida y con la vista borrosa, apenas sentía ya el suelo bajo mis pies.

Encontré mi sitio a duras penas y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejarme caer en él en lugar de dar media vuelta y salir corriendo del dichoso avión.

En cuanto me senté, llamé a una azafata y le pedí una botella de agua. Me imaginé que, un poco por la expresión de mi cara y otro poco porque no tenía nada mejor que hacer, me la trajo prácticamente al momento. Después de beber un par de sorbos, para tragar el tranquilizante que me había recetado el médico por si el pánico durante el vuelo me resultaba demasiado difícil de controlar, me obligué a cerrar los ojos y a respirar profundamente para intentar regular mi respiración. Estaba completamente empapada en sudor, y pensar que me quedaba hora y media de viaje no ayudaba nada a calmar mi estado.

En el asiento de delante se sentaron una madre y tres niños que reían despreocupadamente. Me centré en su risa y en su conversación y, aunque los nervios seguían ahí, gracias a la pastilla que comenzaba a hacer su magia y al tono alegre de los niños, conseguí mantener el tipo y calmarme un poco. Podía asegurar que fue la hora y media más larga de mi vida y que, cuando la azafata nos avisó de que íbamos a aterrizar, yo tenía todos los músculos del cuerpo tan agarrotados y sudaba tanto como si hubiese venido a Londres corriendo en lugar de volando.

Cuando al final me levanté de mi asiento, casi no notaba las piernas y tuve serias dudas de conseguir dar tres pasos seguidos. Pero las ganas de bajarme del avión hicieron que anduviese a tal velocidad que casi empujaba al resto de los pasajeros para que me abriesen camino.

***

El aeropuerto de Gatwick me pareció inmenso en cuanto puse un pie en él. Estaba dividido en dos zonas, la norte y la sur. Mi vuelo había llegado a la zona sur y desde allí podía coger un taxi o tren de cercanías para ir a Londres, que estaba a más o menos media hora de distancia.

Pese a sus grandes dimensiones, estaba completamente abarrotado de personas que no dejaban de correr de un lado a otro mirando las indicaciones o que esperaban para recoger su equipaje. Todo el mundo se movía con rapidez sin prestar atención a lo que acontecía a su alrededor. Caminé hasta la cinta por la que debían salir mis maletas y cogí un carrito para transportarlas, ya que no me apetecía cargar con ellas.

Recién había colocado la última bolsa de mi equipaje cuando alguien me tocó el hombro.

Me giré y vi a un hombre de unos setenta años, con abundante pelo blanco y un bigote respingón que le tapaba el labio superior. Sería poco más alto que yo y tenía una más que impresionante barriga. No pude evitar compararlo con Papá Noel y esbocé una ligera sonrisa.

—Buenos días, me llamo Patrick, espero que hayas tenido un buen viaje —se presentó a modo de saludo; hablaba un español perfecto pero con un marcado acento inglés.

—No ha estado mal —mentí, dedicándole una sonrisa forzada.

—Bueno, cogeremos el tren que nos lleva directamente a Londres. Luego, ya nos organizaremos —me indicó, tomando el carro donde reposaba mi equipaje para echar a andar hacia la salida de la terminal. El viaje en tren me pareció, en comparación con la experiencia del avión, un trayecto de lo más placentero, que usé para descansar y recuperar energía, intentando concentrarme en el paisaje que íbamos dejando atrás.

Patrick, que debió notar pese a mis esfuerzos por disimularlo mi agotamiento, se pasó la mayor parte del camino hablando por teléfono con alguien y, antes de darme cuenta, estábamos bajándonos del tren en la estación de Londres.

—Podría llevarte a hacer turismo, Londres tiene mucho que ver —comentó sonriendo—, pero como tendrás tiempo de sobra para descubrir todas las maravillas que puede ofrecerte esta ciudad, y me da la impresión de que ahora mismo agradecerías más una buena ducha, vamos a ir directos a mi casa y luego ya veremos.

—Muero por una ducha —confesé, agradecida.

Haciendo gala de una gran habilidad, pues los taxis eran escasos en comparación con la gente que demandaba sus servicios, Patrick consiguió hacerse con uno que nos condujo directo al centro de Londres, al tranquilo barrio residencial donde al parecer vivía mi acompañante.

La zona era preciosa, como salida de un cuento: todas las casas eran de piedra con grandes ventanas de color azul que daban a un pequeño jardín delantero, rodeado de una valla blanca de madera.

El taxi continuó su recorrido hasta detenerse delante de una casa que resultaba algo diferente a las demás, porque, a pesar de tener las mismas ventanas azules, su fachada estaba cubierta de enredaderas y musgo. El cuidado jardín delantero también era diferente, no solo porque fuese más extenso, sino porque repartidos por su verde césped podían distinguirse diferentes árboles frutales y un sendero de flores que enmarcaba el camino que conducía a la puerta principal.

Seguí a Patrick fuera del taxi y esperé mientras él y el taxista se encargaban amablemente de mis maletas. En cuanto el coche se alejó por el camino, Patrick metió la llave, abrió la puerta y se apartó para cederme el paso a un gran recibidor, cuyos únicos muebles eran un perchero y un paragüero.

En cuanto la puerta se cerró, como salida de la nada apareció ante nosotros una mujer que nos recibió con una afable sonrisa en su sonrosada cara. Iba enfundada en un vestido claro que apenas se distinguía bajo un amplio delantal.

—Esta es Rosita, mi ama de llaves y mi mano derecha dentro de esta casa —la presentó Patrick, dirigiéndole a la mujer una mirada llena de cariño.

Ambas nos observamos la una a la otra con curiosidad.

Rosita era una mujer bajita, muy bajita en realidad. Dudaba que sobrepasase el metro cincuenta. Tenía aspecto bonachón y unos simpáticos ojillos marrones que me analizaban con interés y sorpresa. Era obvio que nadie la había alertado de mi llegada.

—Buenos días —la saludé con educación.

—Buenos días, señorita —respondió ella, sonriendo con una chispa divertida iluminando sus pupilas—. Aunque no deben ser muy buenos para usted, porque parece que viene de la guerra.

Su comentario me hizo soltar una carcajada, ¡debía tener un aspecto horrible! Pero era inevitable después del viajecito que me había pegado. Creí que, si en lugar de volar en avión hubiese venido montada sobre la espalda de Superman, mi aspecto sería infinitamente más presentable.

Patrick le contestó, anticipándose a mi respuesta:

—Sí, la pobre debe haber tenido un viaje movido, así que llévala a la habitación de invitados para que pueda ducharse y descansar un poco.

—Sígame, señorita, por favor —pidió ella asintiendo.

—Llámeme Nora —le contesté yo—, y, por favor, no me trate de usted.

—Muy bien, Nora, pues dejémonos de formalismos y vamos a que te pongas cómoda —aceptó Rosita de buena gana, guiándome por una ancha escalera de madera que daba al piso superior—. Descansa y, si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedírmela —me dijo mientras abría una gran puerta de madera antes de irse otra vez hacia la escalera.

—Gracias —le contesté, a lo que ella movió la mano restándole importancia.

La habitación no era demasiado grande, pero sí muy acogedora. Una cama de buen tamaño ocupaba el centro de la estancia. En el lado derecho había una mesilla de noche con una lamparita de cristal y en el izquierdo, un gran armario de madera en tono claro. A los pies de la cama reposaba un banco de madera tapizado en verde y al lado de la ventana, que daba a la parte posterior de la casa, un escritorio enorme, que sin duda era lo que más resaltaba de toda la habitación. Al lado del armario, una puerta conducía al baño.

Llamé a mis padres para mentir por segunda vez al asegurarles que me había pasado el viaje dormida y que ya estaba instalada, y me fui al baño a darme una larga ducha. Después de vestirme con ropa limpia y peinarme, me sentí mucho mejor.

Guardé la ropa sucia en una bolsa y salí de la habitación. Al lado de la que yo había ocupado, había tres puertas más, imaginé que todas habitaciones, ya que, por el olor que subía del piso inferior, deduje que la cocina se hallaría allí.

Bajé las escaleras y Rosita me salió al paso.

—El señor está en la biblioteca, dentro de un rato vamos a comer, pero si quieres puedes pasar a verlo mientras no está todo listo. Es la segunda puerta de la derecha —me informó antes de volver a meterse en la cocina.

Toqué con los nudillos y, cuando escuché la voz de Patrick alta y clara invitándome a pasar, entré. Sin haber visto el resto de la casa, podía confirmar sin miedo a equivocarme que aquella era la habitación más increíble de todas.

Las paredes estaban repletas de estanterías de madera que llegaban hasta el techo llenas de libros, algunos de los cuales parecían muy antiguos. En el centro había dos grandes sofás marrones y al fondo, un escritorio enorme de madera de roble. Patrick estaba sentado tras él, hablando con un chico de pelo castaño que me daba la espalda.

—Nora, te presento a mi sobrino Charly. Él está al tanto de todo y es más o menos de tu edad. He pensado que podría echarte una mano, seguro que te sigue el ritmo mejor que yo, que ya estoy viejo y desgastado. De todas formas, cuando lo necesites, no dudes en acudir a mí.

Cuando terminó de hablar, Charly se dio la vuelta. Tenía unos increíbles ojos verdes que contrastaban con la palidez de su cara, cuyo único signo de color eran las numerosas pecas que cubrían sus mejillas y su nariz. Muy al estilo inglés, pensé yo. Él se acercó a mí y sin dudar me tendió la mano. Su gran sonrisa hizo que me cayese simpático al instante, además, fue agradable descubrir que hablaba un español casi tan bueno como el de su tío, por lo que estaba segura de que enseguida congeniaríamos.

—Una vez hechas las presentaciones, creo que es mejor que te demos toda la información para que puedas ir a instalarte —comentó Patrick.

Yo me limité a asentir sin demasiado entusiasmo, pues en realidad conocer más sobre Carlo hacía que algo se revolviese dentro de mí.

—La agencia está situada aquí en Londres, pero tenemos colaboradores por otras ciudades y países, como por ejemplo Amelia, tu profesora. Tú no tendrás contacto directo con la agencia. Por tu seguridad y por la nuestra solo hablarás con Charly, o conmigo en caso de considerarlo necesario.

»Nos hemos encargado de abrir una cuenta bancaria a tu nombre en la que se te ingresará la nómina cada mes. Te instalarás en la ciudad de Saint Albans, que está a media hora de aquí. En este móvil están mi número y el de Charly —explicó, tendiéndome el teléfono—. No le des este número a nadie más; si alguien lo ve y te pregunta, di que lo usas para hablar con tu familia en España. ¿Alguna duda?

—Ninguna —contesté. ¿Cómo iba a tener dudas si apenas conseguía asimilar todo lo que me estaba diciendo?

—Pues, entonces, vamos allá —prosiguió hablando él mientras yo lo escuchaba con atención.

Por lo visto, el tal Carlo Piagiano tenía cincuenta y cinco años y era considerado uno de los capos de la mafia italiana más importantes de Europa. Sin embargo, tal y como me había asegurado Amelia, nunca habían conseguido reunir pruebas contra él, pues al parecer las pruebas siempre desaparecían y los posibles testigos se esfumaban. Su lista de delitos era más larga que la carta de un niño a los Reyes Magos e incluía entre otras lindezas: extorsión, falsificación, tráfico de drogas, robo y asesinato. No obstante, en la agencia se tenía la seguridad de que nunca o casi nunca era él quien se manchaba las manos realizando los trabajos más sucios; no lo necesitaba, tenía gente de sobra dispuesta a hacerlo por él.

Otra de sus prácticas habituales era contratar sicarios de poca monta que por norma acababan muertos en cuanto los cogía la policía antes de tener la opción de declarar.

Se había mudado con su segunda mujer y con sus tres hijos a la ciudad de Saint Albans, ese fue el momento en el que oficialmente se había retirado. Sin embargo, la agencia para la que ahora yo trabajaba estaba convencida de que seguía moviendo los hilos de muchas operaciones desde la sombra.

Su segunda mujer se llamaba Cintia y con ella había tenido a sus dos hijos pequeños: Carolina, de veinte años, y Arrieta de siete.

Su hijo mayor, Luca, de veintidós, era fruto del primer matrimonio de Carlo, el cual terminó con la muerte de su mujer en un trágico accidente doméstico.

Vivían a las afueras de la ciudad de Saint Albans, en una gran casa, y como los chicos estudiaban allí, prácticamente no se desplazaban a Londres.

Patrick siguió enumerando datos más irrelevantes, haciendo especial hincapié en que podía ingeniármelas como quisiera para recabar información siempre y cuando no hiciese nada ilegal. Pues, en ese caso, la agencia se desvincularía por completo de mis actos. También me recomendó de forma encarecida que actuase con precaución sin ponerme en riesgo a mí o a los demás.

Dicho eso, me entregó una hoja con la información escolar de los tres hijos, nombre de los colegios, cursos en los que estaban matriculados… Y la dirección de la mansión de la familia.

Propuso que Charly me acompañase a Saint Albans para enseñarme el apartamento que la agencia me había asignado. Después de eso solo nos veríamos una vez a la semana para ponernos al día, a no ser que alguno de los dos concertase alguna cita extra por algún motivo específico.

Guardé con cuidado los papeles en la carpeta que Charly me tendió y me despedí de Patrick. Mis maletas ya estaban en la puerta, esperándome junto a Rosita, que me observaba con una mezcla de preocupación y simpatía.

—Ten mucho cuidado, niña —pidió mientras me entregaba una cesta repleta de bocadillos y tuppers llenos de comida cuyo apetitoso olor hizo rugir mi hambriento estómago.

—Gracias, lo tendré —aseguré, dándole un abrazo antes de caminar junto con Charly hasta su coche, un precioso BMW descapotable de color azul oscuro que brillaba reluciente al otro lado de la valla del jardín.

Me sentía extraña, emocionada y asustada a la vez, sobre todo, al escuchar el sonido del motor y sentir que me alejaba de esa preciosa casa de cuento, pues, ahora sí, eso ya no tenía marcha atrás.

3

—¿Emocionada por conocer Londres? —La voz de Charly me arrancó de mis pensamientos trayéndome de vuelta al mundo real.

—La verdad —contesté, sincera—, durante las últimas semanas he tenido tantas emociones que ya apetece un poco de tranquilidad.

—Pues igual no has escogido el trabajo más apropiado si lo que buscas es tranquilidad —sonrió, divertido—. ¿Puedo preguntarte cómo te convencieron para meterte en este lío? —se interesó, observándome de reojo.

No puedo decir que condujese mal, pero el hecho de ir por el lado contrario y con una persona con la que era la primera vez que me subía en coche me producía cierta tensión. Así que me apresuré a responder para que volviese a centrarse en la carretera.

—Esa es una excelente pregunta para la que todavía no tengo respuesta —afirmé, encogiéndome de hombros—. ¿Y tú? ¿Cómo te metiste tú en esto? —curioseé.

—Me vine a vivir aquí con mi tío cuando empecé la universidad. Empecé la carrera de Económicas, pero al poco tiempo me di cuenta de que no me gustaba. Lo que hacía mi tío me parecía interesante y le pedí que me dejase trabajar con él, pero se negó. Me dijo que era una profesión peligrosa y que mi madre lo mataría si se enteraba de que me había metido en algo así —recordó, echándose a reír—. Yo, que puedo llegar a ser bastante obstinado cuando algo se me mete entre ceja y ceja, lejos de renunciar, empecé a trabajar para otra agencia. Ya sabes, llevando cafés y poco más. Poco a poco fui ganándome la confianza del jefe y empezó a instruirme, hasta que al final mi tío, viendo que no iba a conseguir hacerme cambiar de idea, me ofreció empezar a trabajar con él. Por supuesto, yo acepté sin dudarlo y aquí me tienes.

—¿En tu otra agencia también se dedicaban a perseguir a mafiosos? —indagué, arrugando la nariz.

—No, qué va, no tenía nada que ver. Lo que más llevaban eran casos de adulterio o estafas a seguros, y me siento muy orgulloso de afirmar que resolví unos cuantos durante el tiempo que trabajé allí. Puedo decir que, durante los tres años que trabajé allí, resolví más de diez, que no está nada mal —aseguró, alzando la barbilla con orgullo.

Cuando quise darme cuenta, llevábamos media hora hablando, el tiempo se me había pasado volando y estábamos en Saint Albans.

Lo que sentí por la ciudad fue amor a primera vista. Era bonita, tranquila y agradable. Mirases por donde mirases, veías jardines y parques a montones. Las casitas eran casi todas unifamiliares, de una o dos plantas, y la mayoría de ellas contaba con un pequeño y cuidado jardín delantero al igual que la de Patrick.

Tenía que admitir que Saint Albans era un lugar acogedor, me vi a mí misma paseando por sus calles y no me costó nada imaginarme viviendo allí.

—Bueno, ¿has pensado cómo vas a hacer para acercarte a nuestro amigo? —me preguntó Charly, serio de repente, mientras me conducía hasta mi nuevo apartamento.

—Pues había pensado intentar introducirme por medio de la universidad. Los dos hijos mayores estudian allí, así que, siendo nativa, igual sería una buena idea ofrecer clases particulares de español, que creo que es una de las asignaturas optativas que tienen.

—Sí, pero dudo que les haga falta: la tienen como optativa precisamente porque los tres, tanto los dos mayores como la pequeña, hablan inglés, italiano y español.

—Caramba, qué eficientes —murmuré, asombrada y algo desilusionada.

—Pues sí, los padres de Carlo eran españoles y muchos de sus negocios se mueven allí, por eso él siempre tuvo especial interés en que sus tres hijos dominasen el idioma a la perfección —me explicó—. De todas formas, no pierdes nada por probar… —sugirió, encogiéndose de hombros—. El apartamento no es muy grande —me informó cuando llegamos al portal del mismo—, pero está bien situado y puedes llegar andando a casi todos los sitios.

Miré a mi alrededor y lo que vi me encantó; tal y como acababa de decir Charly, el apartamento estaba en una callecita peatonal del centro. Justo al lado tenía una pequeña librería y un pub; detrás había un parque grande en el que se veía a la gente disfrutando de unos rayos de sol escasos para mi gusto, pero que a ellos parecían bastarles para sacarse la ropa.

Subimos las escaleras y Charly me enseñó la distribución del piso, que, en efecto, era pequeño pero muy luminoso y acogedor. La entrada daba directa al salón-comedor, que se unía a una minúscula cocina americana. Al fondo del propio salón había dos puertas: una daba a la habitación y otra, al baño. Una vez comprobamos que todos los electrodomésticos funcionaban correctamente, llevé las maletas a la habitación y me dejé caer al lado de Charly en el sofá.

—¿Te gusta el piso? —me preguntó—. No es gran cosa, pero no está mal, ¿no?

—Es mucho mejor de lo que me imaginaba, gracias por ponérmelo tan fácil.

En ese momento, mi barriga emitió un sonido gutural que me hizo enrojecer. Charly se echó a reír, imaginé que más por mi cara de vergüenza que por el ruido en sí.

—Creo que es hora de ver qué nos ha metido Rosita para comer —anunció, levantándose para acercar, a la pequeña mesa que descansaba delante del sofá, la bolsa que la mujer nos había dado y que contenía bocadillos y una variedad exagerada de pasteles caseros que yo no había visto en mi vida.

Nos lo comimos todo sin dejar ni una miga mientras charlábamos animadamente sobre mi familia, amigos y todo lo que había dejado en España. Él me habló de su madre, que no aprobaba para nada el hecho de que hubiese dejado la carrera y que culpaba a su tío por ello, lo que hacía que las relaciones familiares no fuesen demasiado fluidas entre ellos. Al igual que yo, no tenía más hermanos y su padre los había abandonado al poco de nacer él, por lo que no lo había conocido nunca.

—¿No te duele no tener relación con tu madre? —le pregunté, imaginando lo insufrible que me resultaría a mí no hablarme con mis padres.

Él miró hacia el suelo, evitando mirarme a los ojos.

—Sí, se hace difícil, pero no iba a mantener la relación a costa de dejarla manejar mi vida. Además, sí que tengo familia. Tengo al tío Patrick y a Rosita, que es como una segunda mamá para mí. Ya verás, le cogerás cariño enseguida cuando la conozcas.

—Eso es muy valiente —admití.

—¿Valiente? ¿Eso te parece valiente? ¿Y qué es entonces mudarte de país y dejarlo todo para dedicarte a esto?

—Eso no es valentía, más bien es estupidez. Cada vez que lo pienso me da vértigo.

—Entonces, no lo pienses —afirmó con rotundidad—. Mira, ¿qué te parece si, para celebrar que estás instalada, te invito a cenar algo por ahí?

—Me encantaría, pero no quiero molestarte más, es viernes y me imagino que tendrás planes.

—No seas tonta, sería un placer. Además, tienes la nevera vacía. ¿O acaso es que no quieres pasar más tiempo conmigo? ¿Tan mala compañía te parezco?

—Para nada —contenté sonriendo, divertida—, estaré encantada de ir a cenar.

—Estupendo. Entonces, te recogeré sobre las seis.

¡Mi madre!, pensé; ya había olvidado el tema de los horarios.

Eso me iba a costar más. Cenar a las seis, ¡qué barbaridad! Charly se fue y me dediqué a deshacer las maletas.

La tarde se me pasó volando y, cuando quise darme cuenta, eran las seis y el timbre estaba sonando.

—¿Qué, tienes hambre, forastera? —me preguntó Charly.

—La verdad, ninguna. A estas horas en mi casa no estaría ni merendando —protesté—, pero más me vale ir acostumbrándome a vuestros horarios.

—Aquí lo normal es tomar la merienda a las cuatro y media y cenar a las seis o seis y media —me informó Charly mientras nos dirigíamos a un restaurante muy agradable que había doblando la esquina de mi nueva casa y que, por lo visto, según me explicó mi risueño acompañante, los fines de semana tenía música en directo.

El sitio era muy pequeñito, tenía la barra, una especie de bufet donde la gente se servía ella misma la comida y un escenario al fondo donde actuaban los grupos.

Comimos y charlamos mecidos por la agradable melodía del cuarteto de cuerda que tocaba en ese momento.

—Creo que es hora de volver a casa, estoy cansada —propuse, bostezando.

—No me extraña, con el día que llevas… —asintió él—. Eso sí, antes de irnos, cogeremos algo de comida para llevar, puedes guardarla en la nevera y así no tendrás que cocinar durante el fin de semana —propuso—. Me encantaría pasar más tiempo contigo, estos días tengo bastante trabajo atrasado, así que habrá que dejarlo para otra ocasión.

—Tranquilo, seguro que se me ocurrirá algo en lo que invertir el tiempo —repuse, convencida.

Lo había pasado bien con Charly, pero tenía ganas de quedarme sola, de empezar a conocerlo todo por mí misma.

4

Tal y como había imaginado que sucedería, el fin de semana se me pasó volando, me dediqué, sobre todo, a dormir para recuperar fuerzas y a pasear por mi nueva ciudad. Me gustó incluso más de lo que había pensado. Pese a que tenía las comodidades de una ciudad de gran tamaño, su aspecto era el de un pueblo grande, lo que le otorgaba un aire de lo más bucólico.

El parque que había detrás de mi casa se convirtió enseguida en mi sitio favorito. Era un lugar familiar, un sitio que invitaba a pasar las horas muertas bajo los árboles o a dar largos paseos, donde las parejas caminaban de la mano al lado de un pequeño lago o las familias comían en el césped sándwiches y bocadillos. ¡Me encantó!

Antes de darme cuenta era lunes y me encontré caminando hacia la universidad.

El edificio principal del campus era enorme y por algún motivo, en cuanto lo vi, me recordó a una iglesia. Al igual que el resto de la ciudad, sus instalaciones estaban rodeadas de grandes jardines y, pese a que todavía era muy temprano, por el exterior ya se apreciaba una gran actividad.

Me dirigí a una cafetería que, por supuesto, a esas horas estaba abarrotada de gente, busqué un sitio en la barra y esperé paciente hasta que se me acercó un camarero.

Le pedí mi desayuno y él se dispuso a servirme con rapidez.