Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl - E-Book
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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten E-Book

Victoria Dahl

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Beschreibung

Lo que hacen los chicos malos Olivia Bishop no es una mujer divertida. Eso es lo que decía su exmarido, pero ella está dispuesta a rehacer su vida. Piensa dedicar su tiempo a sus amigas y no desperdiciarlo con ningún hombre. Pero cuando conoce al sexy Jamie Donovan le resulta demasiado tentador para evitarlo. Jamie no pretende ser un chico malo. Por supuesto, el aire indomable de sus traviesos ojos verdes ha seducido a muchas mujeres. Sin embargo, ha llegado la hora de madurar… Los hombres de verdad… no mienten Tenía que haber sido una aventura de una sola noche. Y después, tanto Beth Cantrell como Eric Donovan deberían haber seguido cada uno su camino. Esa había sido la única razón por la que él le había mentido sobre su nombre, haciéndose pasar por su alocado hermano pequeño. Y disimulando así su carácter conservador. Pero el deseo poseía su propia lógica, y Eric descubrió que no podía quitarse de la cabeza a la belleza de cabello castaño con quien había compartido una abrasadora noche de pasión…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 137 - octubre 2020

 

© 2011 Victoria Dahl

Lo que hacen los chicos malos

Título original: Bad Boys Do

 

© 2011 Victoria Dahl

Los hombres de verdad… no mienten

Título original: Real Men Will

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2017 y 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-950-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Lo que hacen los chicos malos

Agradecimientos

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Los hombres de verdad… no mienten

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Si te ha gustado este libro…

Lo que hacen los chicos malos

 

 

Victoria Dahl

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Quiero dar las gracias a Jennifer Echols por su conocimiento del mundo universitario y de los estudiantes de posgrado. Al no haberme doctorado, necesitaba echar un vistazo a lo que se escondía entre bastidores. También quiero agradecerle a Amy el que haya hecho todo lo posible para mantenerme cuerda durante todo este tiempo. Lamento que haya recaído sobre ti esa responsabilidad a lo largo de todo el año. Y mis más enormes gracias a Tara por su maravilloso apoyo.

Y, como siempre, familia de Twitter, sois los mejores comentaristas virtuales que una mujer puede desear. Habéis hecho una gran labor distrayéndome del estrés, por no hablar del trabajo. Pero, por una vez, también me habéis ayudado a concentrarme, así que quiero dar públicamente las gracias a todos los amigos del Twitter #1k1hr. Y gracias también a Jared por haber empezado la conversación sobre la falda escocesa.

Mi marido me ha ayudado a llegar hasta el final de esta novela, que no habría podido escribir sin él. Y, chicos, os prometo unas magníficas vacaciones para compensar los días que he pasado encerrada en mi dormitorio con el café y el ordenador portátil.

Y, en último lugar, sin que por ello sean menos importantes, quiero dar las gracias a mis lectores. Sin vosotros, yo no escribiría. Sois vosotros los que hacéis posibles mis libros.

 

Esta novela está dedicada a Amy, mi maravillosa agente. Gracias por estar siempre a mi lado.

1

 

 

 

 

 

Aquello no era un club de lectura; era una cacería.

A Olivia le costaba creer que hubiera terminado allí. En realidad… ni siquiera podía creer que se hubiera metido sin pensárselo en una cosa así. Había leído el libro recomendado dos veces. Había entresacado los temas de discusión más importantes. Había tomado notas detalladas, había marcado las páginas. Y, al final, antes de entrar en la cervecería, se había pasado diez minutos en el coche, preparándose para su primera incursión en un encuentro exclusivo para mujeres.

«Son mujeres como yo», se había asegurado a sí misma. «No tengo por qué estar asustada. Encajaré sin problemas en el grupo porque todas tenemos el libro en común».

Y allí estaba en aquel momento, sentada en la cervecería Donovan Brothers, escuchando a siete mujeres hablando de sus citas y de sus aventuras sexuales. Y Olivia, que no tenía citas ni aventuras sexuales que aportar, permanecía sentada sin decir ni mu, aferrada al libro seleccionado por el club de lectura con dedos tensos.

Y no porque no hubiera tenido amigas. Había tenido una amiga íntima en el colegio. Y otra en la universidad. Y después… después había tenido a su marido. Su ex era lo más parecido a un amigo íntimo que había tenido durante los últimos diez años y Víctor había fracasado estrepitosamente en aquel aspecto. Necesitaba amigas, y las necesitaba rápido.

Cuando Gwen Abbey la había invitado a unirse al club de lectura, Olivia se había sentido halagada y aliviada.

Pero debería habérselo imaginado. Gwen no era la clase de persona a la que le gustara hablar sobre literatura. Por supuesto, era una mujer inteligente, pero su atención revoloteaba como un colibrí después de haberse tomado un café expreso. Podía leer un libro, pero Olivia no la imaginaba pasando dos horas hablando de él.

–Me alegro mucho de que hayas venido –susurró Gwen, pasándole el brazo por los hombros y apretándola un instante–. ¿No te parece muy divertido?

–¡Sí! –contestó Olivia, sintiendo los dedos entumecidos contra la cubierta del libro.

Deseó con todas sus fuerzas no haber pegado tantas notas entre las páginas. Ondeaban como banderines azules bajo el aire del ventilador del techo.

–¿No te parece increíble lo guapo que es?

Olivia miró hacia la barra donde un hombre muy joven y muy atractivo iba llenando los vasos en el grifo de cerveza. Era Jamie Donovan, por lo que le habían dicho. Su saludo de bienvenida había desatado risitas nerviosas en toda la mesa minutos antes. A las risas les habían seguido promesas, o amenazas, sobre lo que aquellas mujeres harían si pudieran quedarse a solas con Jamie Donovan durante unos minutos. «Buscar lo que esconde debajo de la falda escocesa» había sido el referente común.

–¿Entonces él es la razón por la que quedáis en esta cervecería? –aventuró Olivia, acercándose a Gwen.

–Pues claro. No hay ningún motivo por el que no podamos disfrutar de una agradable vista mientras pasamos el rato. Además, Marie, Alyx y Carrie están casadas, así que este es un lugar seguro para divertirse coqueteando un poco. Pueden babear con Jamie y fantasear. Después sus maridos se benefician cuando vuelven a casa. ¡Así que todo el mundo queda contento!

–¡Genial! –contestó Olivia con fingido entusiasmo.

Pero estaba harta de fingir entusiasmo. ¿Por qué no podía entusiasmarse sin necesidad de fingir? Por supuesto, aquello no era lo que esperaba y a Olivia le gustaba saber en dónde se metía. Hacía planes. Listas. Creía que, en la vida, había que medir dos veces antes de cortar. Pero ni todas las medidas y prevenciones del mundo habían conseguido que su matrimonio funcionara. Necesitaba soltarse un poco.

Y, la verdad fuera dicha, se sintió mejor al saber que algunas de aquellas mujeres estaban casadas. Si de lo que se trataba era de divertirse, y no de ligar, ella también podía participar. O, por lo menos, podía intentarlo.

–Aquí viene –susurró Gwen–. Y parece que tenemos suerte…

–¡Jamie! –exclamó una de las mujeres–. ¡Te has puesto la falda escocesa para nosotras!

El atractivo camarero, un hombre de pelo rubio oscuro y despeinado, les guiñó el ojo. A todas.

–Es el primer miércoles de mes. No habréis pensado que podía olvidarme del encuentro del club de lectura, ¿eh?

Si las risas podían ser estridentes, aquellas, desde luego, lo fueron. Con toda la sutilidad de la que fue capaz, Olivia se cubrió un lado de la cara con la mano para poder ver la famosa falda y no pudo negar que le quedaba bien. Entre el dobladillo de la falda oscura y el principio de las botas quedaba al descubierto una adorable porción de pierna bronceada salpicada con el delicado brillo del vello dorado. La falda no era de cuadros. Parecía de lona negra. El pecho lo llevaba cubierto por una vieja camiseta marrón en la que apenas podía distinguirse el logo de Donovan Brothers.

Era un hombre maravilloso. Olivia no podía negarlo.

Jamie continuó avanzando desde su mesa para servir la bebida a otro grupo reunido en otra parte del bar. No hubo gritos procedentes del otro extremo del bar. Los hombres estaban concentrados en un partido de béisbol que emitían en una enorme pantalla de televisión. Ni siquiera prestaron atención a las piernas desnudas de Donovan. Por su parte, las mujeres del club de lectura estiraron el cuello sin ningún pudor. Olivia se hundió un poco más en la silla.

–¿Cuánto tiempo lleváis reuniéndoos aquí? –le preguntó a Gwen.

–Cerca de un año. Antes solíamos reunirnos en un Starbucks. La verdad es que el club estaba a punto de morir. Nadie tenía tiempo de leer y de reunirse después. Pero ahora tenemos un cien por cien de asistencia.

–¿Y la lectura? –presionó Olivia.

Pero no obtuvo respuesta porque Jamie Donovan había vuelto a aparecer con una enorme sonrisa. Su pelo le pareció más oscuro en aquel momento, pero las luces del ventilador del techo lo teñían de oro.

–¡Feliz miércoles, señoras!

Gwen sonrió de oreja a oreja.

–¿No querrás decir «feliz día de la joroba»?

–Vamos, Gwen, soy un chico educado. Deberías avergonzarte de ti misma.

–Me encantaría poder avergonzarme de mí misma. ¿Quieres ayudarme?

Por un instante, Olivia pensó que Gwen había ido demasiado lejos. Que había ofendido a aquel camarero. Él estaba trabajando. Le tocó el brazo a su amiga, intentando presionar para que se disculpara, pero Jamie soltó una sonora carcajada.

–Muy bueno –reconoció entre risas–. ¿Lo traías preparado?

–Es posible –contestó Gwen.

–Me siento halagado. ¿Os traigo lo de siempre? ¿Una jarra de India pale ale y otra de ámbar?

Todas se mostraron de acuerdo, pero cuando Jamie comenzó a volverse, Olivia se aclaró la garganta.

–Perdona, ¿a mí podrías traerme una botella de agua?

–Por supuesto –respondió, empezando a volverse, pero cuando posó en ella la mirada, se enderezó–. ¡Ah, hola! ¿Eres nueva en el club?

Al saber que su sonrisa iba dirigida a ella, Olivia enmudeció. Entreabrió los labios. De ellos no salió un solo sonido.

–Esta es Olivia –la presentó Gwen.

–Hola, Olivia.

¡Dios santo! ¿Cómo era capaz de hacer que las sílabas de su nombre sonaran como un beso? Un beso profundo, lento. Olivia se estremeció.

Jamie Donovan bajó la mirada. Y arqueó las cejas.

–¡Vaya! Mira eso.

La indignación la invadió al oír sus palabras. ¿Cómo se atrevía a mirarle los senos como si…?

Pero Jamie hizo un gesto con la mano.

–Parece que tú sí sabes cómo se supone que funciona un club de lectura. Las demás deberíais tomar nota.

El calor encendió las mejillas de Olivia mientras bajaba la mirada hacia su subrayado ejemplar de El último mohicano. Las otras mujeres comenzaron a abuchear a Jamie y a lanzarle servilletas arrugadas. Por supuesto, no estaba mirando sus senos. Ni siquiera se había fijado en ella antes de comenzar a volverse hacia la barra. Olivia se inclinó para guardar el libro en el bolso.

–Yo vi la película –comentó la mujer que estaba sentada a su lado–. Es increíble. Una historia magnífica.

–Desde luego. La verdad es que me alegro de haberla leído. Aunque no vayamos a hablar de ella esta noche –desvió la mirada hacia Gwen–. ¿Por qué me dijiste que estabais leyendo El último mohicano?

Gwen se encogió de hombros.

–Porque si te hubiera dicho que solo íbamos a tomar una copa y a pasar el rato no habrías venido, ¿o no tengo razón?

Olivia quería indignarse ante aquella mentira, pero Gwen tenía razón. Lo bueno de un club de lectura era que le proporcionaba a Olivia algo de lo que hablar. Había pensado que podría ayudarla a amortiguar la incomodidad que solían producirle las conversaciones con otras mujeres. Pero en aquel momento estaba allí y aquello era lo que se había propuesto.

–Tienes razón –contestó–, así que, gracias.

La conversación sobre El último mohicano condujo a seguir hablando de películas en las que actuaban hombres atractivos e incluso Olivia pudo hacer alguna contribución. Había estado casada, pero no ciega. Y tampoco estaba ciega cuando Jamie volvió a la mesa con las cervezas. Bastaron sus antebrazos desnudos para despertar su atención. Eran unos brazos fuertes y viriles. Todavía seguía mirándolos cuando apareció un vaso de agua ante ella.

–Su vaso, señorita Olivia –le dijo, dirigiéndose a ella como si fuera una profesora. Y lo era. ¿Sería una coincidencia o se le habría pegado el olor de los rotuladores de pizarra?–. Y también un vaso para la pinta, supongo –deslizó un vaso vacío al lado del agua.

A Olivia no le gustaba la cerveza, pero en aquel momento no podía interesarle más.

–Por supuesto –contestó, y los ojos verdes de Jamie chispearon.

¡Dios santo! ¿Sería capaz de hacer eso a voluntad? Aquella mirada era un arma letal. Olivia desvió la mirada intentando protegerse y mantuvo los ojos bajos hasta que se fue. Aquel hombre era belleza y simpatía en estado puro. Una simpatía que no discriminaba objetivos. Un rasgo divertido para chicas acostumbradas a disfrutar de aventuras de una noche, pero, desde luego, no era algo por lo que ella debiera sentirse halagada. Lo sabía por propia, y dolorosa, experiencia.

Pero sí se sentía halagada por el hecho de que Gwen se hubiera tomado la molestia de engañarla para que asistiera. Bastó aquello para hacerla sonreír mientras bebía un sorbo de la más clara de las dos cervezas. Pero aquella claridad ocultaba un sabor amargo y tuvo que disimular una mueca. A lo mejor podía convencer al grupo para que salieran a tomar un martini en otra ocasión. Sin embargo, a medida que fue avanzando la velada, fue acostumbrándose a aquel brebaje. Aquella cervecería no era como esos bares en los que los varones se agrupaban como los hombres de las cavernas. Era un espacio seguro y acogedor y Olivia descubrió que le gustaba. Incluso llegó a beberse medio vaso de aquella repugnante cerveza y, para cuando se disculpó para ir al cuarto de baño, sentía un zumbido muy agradable en la cabeza.

Aquello iba a formar parte de su nueva vida. Un club de lectura sin libros. Mujeres que disfrutaban de su compañía. Y hombres encantadores dispuestos a atenderla. Bueno, por lo menos, un hombre encantador.

De pie ante el espejo, Olivia se retocó el brillo de labios, parpadeó varias veces para humedecer las lentes de contacto y se alisó su nuevo peinado, una media melena. Había estado a punto de probar un nuevo color de pelo, pero, en aquel momento, se alegraba de no haberlo hecho. Porque aquella noche quería ser una mejor versión de sí misma. Más madura, más sabia y más segura. Algo más segura. Pero no tanto como para no sobresaltarse como un conejo asustado cuando al salir del cuarto de baño tropezó con Jamie Donovan.

–¡Ay, lo siento!

Alargó la mano como si quisiera apuntalar el barril de cerveza que se balanceaba sobre el hombro de Jamie. Pero Jamie la rodeó y dejó el barril en el suelo, detrás de la barra.

–¿Quieres otra cerveza? –le preguntó.

–¡No! –contestó ella con tanto énfasis que Jamie arqueó las cejas–. Quiero decir que no… estoy bien, gracias.

–No te gusta la cerveza, ¿verdad?

Olivia le miró avergonzada.

–No, lo siento. No pretendo despreciar tu trabajo ni nada por el estilo…

–Bueno, creo que mi autoestima sobrevivirá –aquella vez, la sonrisa de Jamie fue más natural, pero no por ello menos deslumbrante.

–El problema es que me resulta demasiado amarga. Nunca me ha gustado. Por muy suave que sea…

Jamie desvió la mirada hacia la mesa del club de lectura.

–¿Cuál has probado esta noche?

–La más clara. La India pale ale.

–Ese ha sido tu error. Una cerveza clara no siempre es sinónimo de suave. La India pale ale tiene un fuerte sabor a lúpulo. Se le añadía una dosis de lúpulo para conservarla cuando se enviaba en barco a la India, de ahí su nombre.

–¡Ah, claro!

Gwen asintió como si de verdad lo comprendiera. Pero la verdad era que había probado todo tipo de cervezas a lo largo de su vida y no le había gustado ninguna.

–Prueba la cerveza ámbar –sugirió Jamie.

–Vale –comenzó a volverse, pero Jamie alzó un dedo para detenerla.

–Toma –le sirvió un vaso muy fino que parecía como el primo mayor de un vaso de chupito. Olivia miró el líquido dorado oscuro con inquietud. En realidad, no tenía la menor intención de probar la cerveza ámbar, pero a lo mejor él se había dado cuenta.

–Adelante –insistió Jamie–. Te prometo que es más suave que la pale ale.

Encogiéndose de hombros con un gesto de resignación, Olivia tomó el vaso y bebió un sorbo. Estaba ya haciendo una mueca cuando se dio cuenta de que no estaba tan mala.

–Vaya.

–¿Lo ves? Te lo he dicho.

Una sonrisa de placer marcó las líneas de expresión de sus ojos y Olivia se dijo que el calor que fluía dentro de ella era producto de la cerveza.

–¡No, no! –protestó cuando le vio servir un vaso de cerveza de color chocolate–. De ninguna manera.

–¿No confías en mí?

No podía estar preguntándolo en serio. ¿Quién demonios iba a confiar en un hombre como aquel, con aquellos chispeantes ojos verdes? De hecho, le resultaba ofensivo que estuviera coqueteando con ella como si de verdad pretendiera hacerlo. Como si ella pudiera tragarse que un joven como él pudiera sentirse atraído por una mujer de treinta y cinco años como ella. ¿Pensaría que estaba tan desesperada como para creerse una cosa así?

Olivia alzó la barbilla y le quitó el vaso de las manos, ignorando el roce de sus dedos.

–No confiaría en ti ni en un millón de años –contestó. Aun así, bebió un generoso trago de cerveza y se sorprendió al ver que no le lloraban los ojos. La verdad era que estaba bastante… suave–. De acuerdo, no está mal.

–¿Alguna vez te he mentido?

Olivia no pudo evitar echarse a reír. Agarró los dos vasitos de cerveza y se alejó de allí. Cada mirada de aquel tipo era una mentira, pero una mentira agradable por lo menos. Aun así, sabía que no debía permitirse disfrutar de sus mentiras en exceso. Ya había caído en eso en otra ocasión. Probablemente, aquello era lo único que Jamie Donovan tenía en común con Víctor, su exmarido. Su especial encanto.

De modo que le resultó fácil dar media vuelta para regresar con su grupo de mujeres. Sin embargo, Gwen decidió ponerle las cosas difíciles.

–Vaaaya –dijo, alargando las sílabas cuando Olivia se sentó–. Se te veía muy cariñosa con Jamie.

–No es cierto. Solo estaba dándome a probar una cerveza. Eso es todo.

Gwen tamborileó los dedos sobre uno de los vasos.

–Dos cervezas.

–Sí, dos cervezas. ¿Eso significa algo? ¿Hay un código secreto relacionado con las cervezas en Donovan Brothers? ¿Es como el lenguaje victoriano de las flores o algo parecido?

Gwen se derrumbó sobre la mesa, riendo a carcajadas tan fuertes que terminó resoplando.

–Espero que no tengas que conducir.

–¡Qué va! Vivo a cuatro manzanas de aquí.

–Puedo llevarte yo a casa –se ofreció Olivia.

Gwen siempre le había caído bien, pero no habían comenzado a hablar entre ellas hasta que se había hecho público el divorcio de Olivia. Durante el año anterior, habían quedado para comer juntas una media docena de veces y Gwen le había confesado que a ella tampoco le resultaba fácil hacer amigas. Había señalado su cuerpo con un gesto que lo explicaba todo. Gwen era una rubia natural de largas piernas y atributos dignos del póster central de una revista. No era la clase de amiga que una mujer llevaba a casa para que conociera a su marido. Pero Olivia ya no tenía marido. Y prefería salir a comer con Gwen que volver a pensar en la posibilidad de una cita.

Al final, Gwen se irguió en la silla y se secó las lágrimas de los ojos.

–Deberías darle caña –dijo, señalando hacia la barra.

–Sí, claro. Seguro que soy su tipo.

–Creo que «su tipo» son las mujeres en general y tú estás dentro del grupo. Me parece que ese chico es una opción muy agradable para volver al mercado del sexo.

–Pensaba que se trataba de volver al mercado de las citas.

Gwen sacudió la cabeza.

–Tienes todo un mundo nuevo ante ti, Olivia.

–Mira, lo sé todo sobre ese mundo nuevo y no tengo ningún interés en convertirme en una asaltacunas, gracias.

–Ya has sido una esposa trofeo. ¿Por qué no probar la otra cara de la moneda?

Olivia se terminó una de las muestras de cerveza.

–Yo no era una esposa trofeo. No tengo los atributos necesarios para ello –miró los senos de Gwen arqueando una ceja con un gesto elocuente.

–Sí, pero Víctor tenía doce años más que tú, ¿verdad? Así que ahora te toca a ti ser la más joven.

Aunque negó con la cabeza, Olivia desvió la mirada hacia Jamie.

–¿Cuántos años tiene, de todas formas?

–No estoy segura. ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Todavía está en su primera juventud.

–¡Dios mío! Es solo un bebé.

Pero, al parecer, ella era la única que lo pensaba. Entre risas ahogadas, una de las mujeres se acercó al billar y metió las dos monedas que hacían falta para una partida. Olivia la miró, confundida por su exagerada alegría, hasta que la mujer, ¿se llamaba Marie?, se irguió y miró hacia la mesa con el ceño fruncido.

–¡Jamie! –gritó–. La mesa de billar está llena.

Jamie rodeó la barra, secándose las manos en un trapo de cocina.

–Se ha tragado las monedas, pero no ha salido ninguna bola –le explicó Marie.

–Bueno, será mejor que le eche un vistazo.

Se echó el trapo al hombro y se agachó y Olivia comprendió por fin de qué iba todo aquello. La falda escocesa se le levantó un poco, mostrando algunos centímetros de su musculoso muslo y, aunque a Olivia le pareció una treta de lo más infantil, ella miró como todas las demás.

Se preguntó cómo sería el tacto de aquellos muslos. Seguro que eran duros. Fuertes. Y seguro que sería una delicia saborearlos.

Jamie le dio un puñetazo al mecanismo de las monedas y tiró varias veces de él. Sus músculos se tensionaban y se relajaban con cada movimiento.

¡Dios santo!

–¡Ah! Aquí está el problema –dijo Jamie–. Has metido una moneda de cinco centavos.

–¡Ay, qué tonta!

Jamie le tendió la moneda y comenzó a levantarse, pero recorrió la habitación con la mirada hasta cruzarla con la de Olivia. Arqueó las cejas al tiempo que bajaba la mirada hacia sus rodillas desnudas.

–Nos ha pillado –susurró Gwen, mientras las dos volvían la cabeza hacia la mesa.

–Marie no debería haber hecho eso –replicó Olivia–. Y nosotras no deberíamos haber mirado.

Gwen apretó los labios para sofocar una carcajada.

–¡Estoy hablando en serio! –insistió Olivia, pero la voz de Jamie, sonando justo tras ella, la interrumpió.

–Es increíble. Cada vez sois más perezosas. Hace cuatro meses ya utilizasteis este truco. ¿Qué tal un poco de originalidad para la próxima vez?

–¡Ay, Jamie! –exclamó la mitad de la mesa con obvia decepción.

–Y procurad no romperme el billar.

Era adorable. Como un cachorro. Pero Olivia mantenía los ojos fijos en la mesa.

–¿Ya estás lista, Gwen?

–¿Para irme? Pero si son solo las ocho.

¿Las ocho? Aquellas dos horas se le habían pasado volando. Se había divertido de verdad. Pero todavía tenía que ir a la compra, poner una lavadora y prepararse para meterse en la cama a las diez y media. Se levantaba todas las mañanas a las seis y media. Sin excepción.

–Sé que soy patética, pero tengo que irme. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa? No me gusta la idea de que vuelvas andando.

–Ya encontraré a alguien que me lleve, no te preocupes. Nos veremos mañana en la universidad, ¿de acuerdo?

Olivia agarró el bolso y se levantó para no correr el riesgo de dejarse atrapar otra vez por la conversación. Y, por una vez, la posibilidad de que la atrapara era real. Aquellas mujeres eran simpáticas, amables y divertidas. Ninguna de ellas había sacado el tema del divorcio. No había sido objeto de miradas malintencionadas. Nadie le había preguntado con sarcasmo que dónde estaba viviendo. Parecía caerles bien de verdad.

De hecho, todas expresaron su decepción ante su marcha. Algunas se levantaron para abrazarla antes de que se dirigiera hacia la puerta.

–Entonces, ¿cuál será el libro del mes que viene? –preguntó Olivia, haciéndolas reír a carcajadas.

–¡El Kama-Sutra! –gritó una de ellas.

Y Olivia cedió a la tentación de enseñarles el dedo índice. Respondió con una risita a sus carcajadas de indignación y se dirigió hacia la puerta. Por supuesto, allí estaba Jamie Donovan, con la mano en el picaporte.

–Te lo recomiendo con entusiasmo –dijo mientras mantenía la puerta abierta, dejando entrar una ráfaga de aire frío–. El Kama-Sutra, quiero decir.

–Estaba de broma –le aclaró Olivia.

–Yo no.

Olivia se vio envuelta en una extraña mezcla de alegría y pura vergüenza, pero no quería limitarse a sonrojarse y pasar de largo. Así que optó por aceptar su desafío y recorrerle de los pies a la cabeza con la mirada. Estaba adorable, sosteniéndole la puerta con el brazo estirado.

–Mucho hablar, pero… –dijo mientras pasaba por delante de él con una confiada sonrisa, intentando ignorar cómo temblaban las notas del libro, sacudidas por el viento.

–Buenas noches, Olivia –gritó Jamie tras ella–. Te veré el mes que viene.

Y era muy posible que lo hiciera, se dijo Olivia.

2

 

 

 

 

 

Jamie Donovan miró receloso a su alrededor mientras cruzaba el campus. No había muchas posibilidades de que se encontrara con alguien de su familia. Su hermano y su hermana estaban trabajando en la cervecería y hacía mucho tiempo que habían terminado sus respectivas carreras universitarias. Él también se había graduado mucho tiempo atrás, pero había vuelto a la universidad y entraba en el campus a hurtadillas, como si fuera una chica que se hubiera saltado la hora de llegar a casa.

No sabía por qué se ponía tan nervioso. A nadie, y menos aún a sus hermanos, le había importado que hiciera un curso sobre el control de alimentos y bebidas. Les había sorprendido, sí, pero de forma favorable. Al fin y al cabo, él era el garbanzo negro de la familia. El único que no se tomaba nada en serio y sacaba siempre las notas raspadas. Por eso tenía tanto miedo. Si uno intentaba algo podía fracasar y Jamie tenía todo un historial de fracasos.

Consiguió encontrar la clase sin problema y sintió una ligera decepción al entrar. Esperaba encontrarse con un aula de cocina con todo tipo de electrodomésticos y amplias zonas para la preparación de alimentos. Pero aquello no era un aula de cocina y la clase tenía el aspecto de una sala de conferencias: asientos en pendiente, paredes grises, una pizarra blanca y un ordenador en la mesa del profesor. Y solo unos cuantos estudiantes hasta entonces. Miró el reloj. Todavía faltaban diez minutos. Estaba tan nervioso que había llegado muy pronto.

Decidió sentarse en la parte de atrás del aula y sacó el teléfono para revisar los mensajes recibidos. Pero no tenía nada. Cuando surgía algún problema en la cervecería, todo el mundo le consultaba a su hermano mayor, Eric. Y Tessa, su hermana, solo le llamaba cuando él se metía en líos, algo que no tenía que hacer bajo ningún concepto. Había sido bueno. Muy bueno. Mejor de lo que todo el mundo pensaba. Ni siquiera aquel desastre que había ocurrido dos meses atrás con Mónica Kendall había sido culpa suya.

Bueno, técnicamente sí había tenido la culpa, pero estaba intentando hacer las cosas bien. Aunque ni siquiera se había tomado la molestia de contarlo. No, había ido demasiado lejos como para intentar justificarse mediante explicaciones.

Necesitaba cambiar de vida y aquellas clases iban a ayudarle a hacerlo.

Miró de nuevo el reloj y abrió el ordenador portátil, preparándose para tomar notas. Esperaba con todas sus fuerzas que aquel curso fuera tan práctico como prometía su descripción. Porque si comenzaban a contarle la historia socioeconómica de los restaurantes tendría que largarse. No había reorganizado todo su horario de trabajo para comprender el lugar que ocupaba en la historia de la restauración. Tenía un proyecto que sacar adelante. Tenía grandes planes.

La puerta que tenía tras él se abrió y Jamie alzó la mirada al ver que alguien entraba. Y volvió a mirar.

No podía ser.

La sorpresa inicial dio paso a una sonrisa de placer. Era aquella mujer tan puritana del club de lectura. Amelia. No, Olivia. Sí, eso era. Aquel día parecía incluso más conservadora, con un vestido gris y una chaqueta de punto de color azul. El pelo lo llevaba tan peinado y brillante como la vez anterior, pero se había puesto también unas gafas pequeñas de montura negra. Era tan… pulcra. A Jamie le entraron unas ganas casi irresistibles de revolverle el pelo, como le había pasado la noche que la había visto en la cervecería. Comparada con las mujeres del club de lectura le había parecido fría, elegante y reservada.

Antes de que tuviera oportunidad de ceder a la tentación de revolverle el pelo, pasó por delante de él. Y fue una suerte, porque podía imaginar cómo habría reaccionado en el caso de que hubiera alargado la mano para tocarla.

Estuvo a punto de soltar una carcajada, pero le distrajo el hecho de que Olivia no se sentara en los asientos destinados a los alumnos, sino que continuara avanzando hasta la mesa que había en la parte delantera de la clase y dejara allí los papeles y el ordenador portátil.

¡Mierda! La puritana señorita Olivia era su profesora.

En realidad, no pretendía nada cuando había estado coqueteando con ella la semana anterior, pero deseó haberse esforzado más. Porque no recordaba haber vivido una situación tan excitante.

Olivia se ajustó las gafas y se alisó la chaqueta. Jamie se fijó en lo delgada que parecía con aquel vestido. No era una mujer pequeña; si no recordaba mal, tenía una altura media. Debía de andar por el uno sesenta y cinco, pero la delgadez de sus caderas y la delicadeza de sus brazos la hacían parecer más pequeña. Y no porque no fuera una mujer dura. Su mirada no había vacilado un instante cuando se había despedido de él.

Aquellos mismos ojos estaban recorriendo el aula, pero no parecieron fijarse en Jamie. Él intentó no sentirse ofendido.

–Bienvenidos al curso de Desarrollo y Dirección en Restauración –dijo con una voz que resonó con claridad en el aula–. Me llamo Olivia Bishop. Parece que tenemos una buena mezcla de estudiantes, como suele ocurrir durante los cursos de verano. Algunos de vosotros ya sois propietarios de restaurantes. Otros estáis empezando a darle vueltas a la idea de montar uno, y seguro que algunos solo venís a disfrutar del aire acondicionado.

Resonaron las risas en la habitación y el propio Jamie se descubrió sonriendo de oreja a oreja, como si, de alguna manera, también él fuera responsable del buen hacer de Olivia.

–Como esta es una asignatura abierta a estudiantes no universitarios, será bastante tranquila. Pero, por favor, recordad que cuando imparto la asignatura, no lo hago para entregar una nota. Estudiar esta asignatura os brindará una oportunidad de aumentar vuestros conocimientos y, quizá, de comenzar a trabajar en el sueño de abrir un restaurante. Más adelante, os invitaré a hablar de lo que cada uno de vosotros espera de esta sesión. Pero comenzaremos aportando información que pueda seros útil a todos. Así que, vamos a empezar, ¿de acuerdo?

Encendió la pantalla del ordenador y comenzó a exponer una estadística del número de restaurantes que había en el mundo real. Jamie se relajó. Aquello era justo lo que estaba buscando. Él tenía muchas ideas, pero necesitaba comprender hasta qué punto eran prácticas.

El hecho de que fuera Olivia la que le diera la clase iba a ser un extra.

Fue tecleando las notas en el ordenador y solo muy de vez en cuando se tomó algún descanso para alzar la mirada y deslizarla por las piernas de Olivia. Esta iba calzada con zapatos planos, pero a Jamie no le costaba nada imaginar aquellas piernas con unos zapatos de tacón y un vestido corto de color negro. ¿Se vestiría alguna vez de aquella manera? El día que había ido a la cervecería llevaba unos pantalones negros y un jersey sin mangas. No era probable que fuera muy aficionada a los vestidos ajustados. Pero había algo en aquella mujer que hacía que quisiera averiguarlo.

Cuando Olivia por fin alzó la mirada hacia él, cuando por fin le descubrió y abrió los ojos como platos, sintió una fiera punzada de interés. Y cuando comenzó a tartamudear y perdió el hilo de la clase, su interés aumentó hasta convertirse en algo más sólido. Al fin y al cabo, no era la primera vez que conseguía ponerla nerviosa.

A lo mejor Olivia Bishop no era una mujer tan fría y serena como ella misma pensaba.

 

 

¿Habría sufrido algún daño cerebral por culpa de la cerveza negra? ¿Cómo podía explicarse si no que estuviera viendo a Jamie Donovan sentado en su clase?

No era tan raro, intentó decirse a sí misma mientras tragaba con fuerza por décima vez en un minuto. Era socio de una cervecería. ¿Por qué no iba a estar allí? Pero la lógica no podía impedir que su mente saltara como un CD rayado. Y no ayudaba mucho el que Jamie estuviera sonriendo como si supiera lo nerviosa que estaba.

Debería haberse fijado en su nombre al leer la lista, pero la había repasado dos semanas atrás, antes de la excursión a la cervecería. De modo que allí estaba, enfrentándose a Jamie Donovan sin advertencia alguna.

Olivia se alisó la chaqueta. Se agarró después al delicado algodón de su vestido favorito, pero se obligó a soltarlo para no terminar arrugándolo de forma irremediable.

–Eh, bueno. Por lo que respecta al porcentaje de fracaso durante el primer año, oiréis que se arrojan muchas cifras, pero no significan nada a no ser que… eh… a no ser que estudiemos de cerca los motivos en cada fracaso.

Retomó por fin el hilo y consiguió superar los noventa minutos de clase con algunos vestigios de su dignidad intactos. Cada vez que miraba de forma accidental hacia Jamie, le veía tecleando con diligencia en el ordenador, tomándose la clase en serio, por lo menos en apariencia. Aquello la ayudó a relajarse, pero la relajación desapareció en un segundo cuando terminó la clase y Jamie comenzó a bajar las escaleras en vez de subirlas.

Gracias a Dios no llevaba falda escocesa alguna a la que asomarse. Aquel día, llevaba unos vaqueros envejecidos y una camiseta con un Correcaminos descolorido en el pecho.

–¡Hola, señorita Olivia!

–No me llames así –le pidió.

Jamie arqueó las cejas.

–Señorita Bishop entonces. Creo que me gusta. Me entran ganas de traerte una manzana.

Olivia no pudo evitar el sonrojo que le cubrió las mejillas, así que se puso a remover los papeles que tenía encima de la mesa, dejando que la media melena cayera hacia delante.

–Estamos en un curso de verano, no es una clase estrictamente académica. Puedes llamarme Olivia.

–De acuerdo, Olivia.

Al igual que la última vez, hizo que su nombre sonara como algo sensual. Olivia se aclaró la garganta.

–¿Vienes a clase por la cervecería?

–Sí, estoy intentando actualizarme un poco.

–¿Y qué te ha parecido la primera clase? ¿Te ha parecido útil?

–Ha sido genial, de verdad. Me preocupaba que fuera una pérdida de tiempo. Que terminara siendo demasiado teórica para lo que yo necesito. Eres… increíble.

Aquello la hizo alzar la cabeza.

–¿Sí?

–Sí. Llevas las riendas de la clase, pero lo haces de una forma muy sutil. Aportas mucha información, pero no eres rígida.

–Gracias.

–Y –se inclinó hacia ella–, eres, con mucho, la profesora más guapa que he tenido.

Olivia dejó caer los papeles, se enderezó en la silla y retrocedió.

–Señor Donovan.

–¿Sí?

–Eso no es apropiado.

–Lo sé –su sonrisa se convirtió en un provocativo gesto.

Olivia fingió no sentir el escalofrío que recorrió su cuerpo. Aquella sonrisa no tenía nada que ver con ella. Seguro que ya la había utilizado diez veces aquel día. Era una herramienta, aunque Oliva no estaba del todo segura de qué pretendía arreglar con ella.

–Coquetear en este contexto es de lo más inapropiado.

–¿De lo más inapropiado? Vamos, Olivia. Si apenas eres mi profesora. Ni siquiera tienes que ponerme una nota, así que eso de «lo más inapropiado» me parece una exageración. Pero si te gusta ocupar una posición de poder…

Olivia soltó un grito ahogado y alzó la barbilla.

–Sal conmigo –le pidió Jamie.

–¿Qué? ¡No! ¿Es que no has oído lo que he dicho?

–¿Y has oído tú lo que he dicho yo? Dame una buena razón por la que no podamos tener una cita.

–Eres… –señaló el cuerpo de Jamie con un gesto–. Creo que ni siquiera sería legal. ¿Cuántos años tienes?

–Veintinueve. ¿Y tú? ¿Treinta y uno?

–Treinta y cinco –contestó.

Estuvo a punto de romperse los dientes por la fuerza con la que los apretó cuando Jamie soltó un silbido. de admiración

–Treinta y cinco, ¿eh? Podría traer una nota de mi padre, pero mi padre murió hace mucho tiempo. Creo que no le parecería mal que saliera contigo.

Olivia oyó un suave gemido y se dio cuenta de que procedía de su propia garganta.

–No, gracias. Pero te agradezco el ofrecimiento. Ahora, si no te importa, tengo que cambiar de clase.

Era una mentira pura y dura, pero los momentos desesperados exigían medidas desesperadas.

Jamie se encogió de hombros con aquel cuerpo maravilloso, suelto y relajado.

–Si cambias de opinión, dímelo. Ya sabes dónde me siento.

Lo había hecho a propósito. Reconoció el brillo travieso de sus ojos antes de que se volviera para subir las escaleras.

Olivia se había creído a salvo de la tentación de comérselo con los ojos porque no llevaba la falda escocesa, pero su trasero quedó justo al nivel de sus ojos mientras subía las escaleras. Era un trasero de primera. Redondo, tenso y adorable.

Si ella fuera un poco más joven, o un poco menos prudente… Pero no lo era.

Ella solo era Olivia Bishop y estaba aprendiendo a ser feliz siendo tal y como era. No necesitaba ser otra persona. Y Olivia Bishop jamás se acostaría con un alumno. Aunque la hubiera dejado con el cuerpo temblando de excitación.

–Jamás en mi vida –musitó mientras la puerta de la clase se cerraba tras él.

3

 

 

 

 

 

Olivia pasó el resto del día cumpliendo con sus obligaciones, tal y como esperaba de sí misma. Limpió su diminuto despacho y archivó los documentos y las notas del semestre de primavera. Llamó al dentista para cambiar una cita que coincidía con una de las clases de la universidad de verano. Después, cruzó el campus para dirigirse a la biblioteca, cargada de libros y trabajos encuadernados. Hacía un día precioso, así que aquella era la única obligación que no le importó. Estaba sonriendo cuando dejó los libros y, después, en vez de dirigirse a la sección de ensayo, revisó la estantería de los últimos superventas y estuvo hojeando libros de ficción. Con el club de lectura, o sin él, le apetecía leer algo más ligero.

Pero aquella pequeña burbuja de relajación fue interrumpida por el tintineo que anunció la llegada de un mensaje de texto.

Hola, cariño. ¿Vas a ir la fiesta de despedida de Rashid esta noche?

¿Cariño? Solo su exmarido podía tener tanto descaro. La había engañado. Se había divorciado de él. Y, aun así, pensaba que podía manipularla con unas cuantas insinuaciones y unas palabritas cariñosas.

Sí, tecleó, dando por sentado que se lo había preguntado porque quería que le transmitiera algún recado. Víctor solía marcharse en cuanto terminaban las últimas clases de primavera. Y Olivia estaba disfrutando de la soleada tranquilidad del campus en verano, sabiendo que no estaba obligada a encontrarse con Víctor.

El teléfono volvió a tintinear.

¿Tienes la dirección?

Olivia dejó caer el libro que sostenía entre las manos. Clavó la mirada en el teléfono mientras el golpe sordo del libro contra el suelo retumbaba en la biblioteca. ¿Qué demonios pretendía? La única razón por la que había aceptado ir a aquella fiesta era que estaba segura de que Víctor no se presentaría allí con una de sus últimas graduadas agarrada del brazo.

No, tecleó, presionando la tecla de envío como si estuviera apretando el gatillo de una pistola mientras jugaba a la ruleta rusa. Contuvo la respiración hasta que el teléfono volvió a tintinear con delicadeza.

No importa. Llamaré a Rashid. Nos veremos allí, Olivia.

Qué canalla. ¿Qué derecho tenía a quedarse en la ciudad cuando se suponía que tenía que estar fuera? ¿Se habría quedado para asistir a aquella fiesta? No creía que fuera importante en la vida de Víctor, pero este parecía aprovechar cualquier oportunidad que tenía para entablar conversación con ella mientras le pasaba el brazo por los hombros a cualquier otra mujer.

Olivia se preguntó a quién llevaría en aquella ocasión. ¿A Allison? ¿O sería una nueva? No importaba. Ella ya no era capaz de distinguirlas.

Había sido él el que la había engañado. Olivia no entendía por qué parecía estar teniendo tantos problemas para olvidarla. Se había revuelto contra ella como si la culpa hubiera sido suya.

«No eres divertida», la había acusado, «eres una mujer aburrida. ¿Qué esperabas?». Las chicas con las que estaba saliendo Víctor, al parecer, eran como excursiones al circo: diversión constante y un comportamiento propio de los animales salvajes.

Olivia cerró el mensaje sin responder. Recogió el libro que había caído al suelo y abandonó la biblioteca con un humor muy diferente al que llevaba al entrar en ella. El camino de regreso le pareció en aquel momento de una distancia imposible.

No quería ir a aquella fiesta si también iba a ir Víctor. No soportaba verle. Ya tenía que cruzarse con él cuatro o cinco veces a la semana en el trabajo. No era justo que tuviera que verle exhibir a sus muñecas delante de ella. Ya ni siquiera estaba celosa, pero le fastidiaba que fuera tan grosero.

Ella nunca perdía la compostura. Jamás le había montado una escena. No se dejaba llevar por los impulsos. Era aburrida, como el propio Víctor había dicho. No era divertida. Y lo bueno de tener una exesposa aburrida era que no causaba problemas.

Maldijo a Víctor por aprovecharse de ello.

Con la mandíbula apretada por el enfado, cruzó con paso firme el césped y pensó en la última fiesta de la facultad. Víctor había llegado acompañado de una atractiva joven y se había paseado con ella con falsa modestia. Era un engreído y, a veces, a Olivia hasta le costaba creer que se hubiera casado con él. Lo que ella había considerado al principio de su relación un espíritu generoso y extravertido era la simple necesidad de ser siempre el centro de atención.

El centro de atención. Como Jamie Donovan. En eso podría superar a Víctor.

Olivia trastabilló hasta detenerse. Uno de los zapatos se le salió. Se quitó el otro también y fijó la mirada en las uñas pintadas de rojo asomando entre las briznas de hierba de color esmeralda.

Pero no podía hacer algo así. ¿O sí?

No estaría bien. Era atroz. Inmaduro.

Y lo disfrutaría como pocas cosas, aunque solo fuera durante unos segundos. Víctor se merecía que le diera una lección.

–No –se dijo a sí misma, mientras recogía los zapatos y continuaba andando.

La hierba estaba fresca en contraste con el calor del sol. Se preguntó por qué no se habría quitado antes los zapatos. A veces, relajarse daba buenos resultados.

–Ha sido él el que me ha pedido una cita –se susurró a sí misma.

Pero no le había pedido que le utilizara.

En cualquier caso, no tenía manera de ponerse en contacto con Jamie. Bueno, tenía la lista de clase, pero sería vergonzoso hacer algo así. Implicaría traspasar una línea prohibida. Utilizar la lista de clase para pedir una cita supondría igualar a Víctor en inmoralidad.

Así que, en realidad, no había nada que hacer. Como si no supiera en dónde trabajaba. ¡Ja!

Cuando llegó por fin al coche, Olivia se sentó en el asiento y apoyó la frente en el volante. Fijó la mirada en las motas de polvo que cubrían el velocímetro.

Por una parte, ella nunca había hecho nada parecido: acercarse al lugar de trabajo de un hombre y pedirle salir. Por otra, estaba buscando experiencias nuevas. Nuevas aventuras. Nuevos desafíos.

Pero enfrentarse a un desafío no significaba hacer una estupidez. Y la aventura no era sinónimo de engaño.

Una vez tomada la decisión, condujo hacia su casa, pero, por primera vez, advirtió que su trayecto habitual pasaba a una manzana de distancia de la cervecería Donovan Brothers. No podía verla, pero estaba allí, brillando como un faro. Tentándola.

Soltó una maldición, giró a la derecha y condujo en dirección contraria a la de su casa. Aquella dirección la llevaba hacia la cervecería, hacia Jamie, y hacia una decisión errónea que la llamaba con tanta fuerza que no podía ignorarla.

Aparcó y miró a su alrededor como si quisiera reconocer el coche de Jamie. Una estupidez. Idéntica a la de salir del coche y cruzar la puerta de la cervecería, pero eso era lo que estaba haciendo, empujada por el deseo de venganza.

Después de haber estado bajo un sol tan intenso, al principio no vio nada. Se adentró en un mundo oscuro y frío que olía a cerveza fría y a madera abrillantada. Parpadeó varias veces, preocupada por la posibilidad de que Jamie estuviera allí, siendo testigo de su caída.

Al final, la vista se le acostumbró y sintió alivio y decepción al mismo tiempo al comprobar que Jamie no estaba detrás de la barra. Había una mujer rubia con una coleta alta al lado del grifo. Colocó una rodaja de limón en el borde de un vaso, añadió el vaso a una bandeja con otras tres cervezas y fue a servir la única mesa que estaba ocupada.

–¡Hola! –saludó al pasar por delante de Olivia.

–¡Hola! –respondió Olivia con voz débil.

Una rápida mirada al local le aseguró que Jamie no estaba acechando en una de las esquinas del bar. Olivia miró las puertas abatibles por las que se accedía a la parte de atrás, pero, al igual que podía estar detrás de aquellas puertas, podía estar también a cientos de kilómetros de distancia. Aquella era la señal de que no debería estar allí. Acababa de ser salvada de la miseria y la vergüenza.

Olivia retrocedió y comenzó a volverse.

–¿Puedo ayudarte en algo?

Era de nuevo la mujer, en aquella ocasión con la bandeja debajo del brazo. Le dirigió una abierta sonrisa y Olivia se sobresaltó al reconocer el parecido. Definitivamente, aquella chica tenía algún parentesco con Jamie.

–¿Quieres una cerveza?

–¡No, no! Estaba buscando a alguien, lo siento. Yo solo…

–¿A Jamie? Hoy no está en el bar.

Olivia parpadeó. ¿Es que las mujeres se pasaban por allí cada dos por tres buscando a Jamie? Sí, por supuesto que sí.

Horrorizada, deslizó el pie izquierdo hacia el derecho.

–De acuerdo, gracias.

–¡Deberías seguir nuestra cuenta de Twitter! Siempre avisa cuando va a estar en el bar.

–Eh, claro, gracias. Lo haré –tosió y repitió–. Gracias.

Pero justo cuando estaba llegando a la puerta, las puertas abatibles se abrieron y salió Jamie.

¡Ay, Dios!

La sonrisa se le heló en los labios y abrió los ojos sorprendido al verla.

–Señorita Ol… –deslizó la mirada hacia la camarera y volvió a mirar a Olivia–. Olivia. Hola, ¿qué estás haciendo aquí?

La mujer le guiñó el ojo a Olivia y dijo:

–Parece que estaba escondido en la parte de atrás –se retiró entonces hacia la barra–. ¡Eh, Jamie! –le saludó con entusiasmo al pasar por delante de él

Jamie la ignoró y avanzó hacia Olivia. El corazón de esta se aceleró hasta alcanzar un ritmo preocupante. No podía marcharse en aquel momento. Porque, ¿qué otra razón podría tener para estar allí? Ni siquiera se le había ocurrido llevar algún material de clase o algún libro con el que justificar su presencia. Aquel era el tipo de desastre al que una se rebajaba cuando no hacía listas antes de tomar una decisión.

–Hola –graznó.

–Hola –Jamie hundió las manos en los bolsillos y esperó con la boca curvada en una sonrisa de perplejidad.

–¿Estás trabajando? –le preguntó Olivia.

–La verdad es que no. Hoy es mi día libre.

–¡Ah!

Olivia asintió, y continuó asintiendo mientras Jamie inclinaba la cabeza.

–¿Se me ha olvidado algo en clase o…?

Olivia tomó aire.

–¿Esta noche tienes algo que hacer?

Jamie se quedó boquiabierto al oírla.

–¿Qué?

–Me pediste que saliéramos y te dije que no, pero tengo que ir a una fiesta esta noche. Un profesor se jubila y…

La enorme sonrisa que asomó al rostro de Jamie la distrajo.

–¿Qué pasa? –le espetó, irritada por la velocidad a la que le latía el pulso.

–Solo estoy… sorprendido.

Olivia temió entonces que hubiera estado bromeando. Que su flirteo hubiera sido solo una broma. Era imposible que ella fuera su tipo.

–Si no quieres…

–Claro que quiero. ¿A qué hora paso a buscarte?

–Podemos quedar aquí. No hace falta que…

–Sí, vale. ¿A qué hora paso a buscarte?

Por primera vez, Olivia vislumbró la firmeza que se escondía tras aquel aterciopelado exterior.

Y a su pulso pareció gustarle mucho.

–¿A las siete y media?

–Genial. A las siete y media. Allí estaré. ¿Quieres una cerveza, un vaso de agua o…?

–No, gracias. Será mejor que…

Con el sentimiento de culpa revolviéndole el estómago, le dio su dirección y su número de teléfono y farfulló un adiós mientras él le dirigía una sonrisa.

–Te veré esta noche –dijo Jamie, haciéndolo sonar como una promesa.

Olivia caminó a trompicones hacia la puerta. La pesada puerta de madera estuvo a punto de pillarle la pierna, pero Jamie la agarró justo a tiempo. Olivia corrió hasta su coche y se desplomó en el asiento.

¿Qué demonios acababa de hacer? ¿Por qué iba a salir con un hombre acostumbrado a que las mujeres fueran al bar a preguntar por él? Aquello era una locura. Debía de parecer estúpida.

–Pero no he hecho esto por él –susurró para sí–. Lo estoy haciendo por mí.

Y era cierto. Pero no podía fingir que el encanto de Jamie Donovan no era parte de lo que quería. Aquel encanto era como un polvo mágico y dorado que alguien estuviera esparciendo sobre su piel y quería que todo el mundo viera aquel resplandor. Su marido incluido.

Después se sacudiría la magia y todo volvería a la normalidad.

Pero todavía tenía el corazón acelerado cuando llegó a su casa y aquella sensación no tenía nada que ver con los nervios.

4

 

 

 

 

 

Aquel no era el tipo de mujer con el que solía salir Jamie. Tessa lo había señalado en cuanto Olivia se había ido, pero Jamie la había ignorado. Después de haber pasado un año sin salir con nadie, ya no sabía cuál era su tipo. Y acababa de pulsar el botón de reiniciar.

Le dirigió a Olivia una mirada furtiva. Ella fijaba la mirada en el parabrisas como si estuviera conduciendo. Estaba distinta aquella noche, pero no menos tensa. Había vuelto a quitarse las gafas y le brillaban los labios. En vez de un vestido discreto, se había puesto un vestido negro. No demasiado corto, ni con mucho escote, como a él le habría gustado, pero el vestido se pegaba a su cuerpo como unas manos acariciantes.

Y olía bien. Aquel olor evocaba el frescor de una noche de verano. El de las flores refrescándose en la oscuridad.

Era agradable.

Jamie se había propuesto mantenerse alejado de las mujeres durante una temporada, pero había hecho una excepción con Olivia. Era distinta. Tranquila, madura. Responsable e inteligente. A lo mejor era buena para él. Un paso positivo en el camino que estaba emprendiendo. Desde luego, a Tessa la había sorprendido.

Todavía no se podía creer que Olivia hubiera ido a la cervecería. ¡Había sido ella la que le había pedido salir! Su rechazo inicial había sido firme. A Jamie no le había dolido. Al fin y al cabo, le había pedido una cita sabiendo que las posibilidades de que aceptara eran remotas. Pero debía haberle causado un gran impacto. Sonrió al pensar que había conseguido hacerla pensar en él.

–Tuerce a la derecha –le indicó Olivia, señalando una casa enorme situada entre los acantilados y los pinos.

La ciudad de Boulder se veía a unos ciento cincuenta metros bajo sus pies.

–Tienes amigos en las altas esferas.

–Esta no es una fiesta de amigos. Son solo colegas de trabajo.

Jamie condujo la camioneta hasta un estrecho arcén y la dejó junto a otra docena de coches.

–¿No tienes amigos en el trabajo?

–Algunos. Gwen, por ejemplo. Pero ella no estará en la fiesta. Vendrán profesores de la facultad y sus parejas. O sus citas –le dirigió una mirada que Jamie no supo cómo interpretar–. Estoy segura de que no va a ser tan divertida como las fiestas a las que vas tú.

–¿Te refieres a los botellones que organizo cada semana en el sótano de mi casa?

–Eh, sí, supongo.

–Era una broma, Olivia. Hace años que los botellones comenzaron a formar parte del pasado.

–¿Del pasado? –preguntó, recorriéndole con la mirada–. No creo que sea cronológicamente posible.

Parecía considerarse mucho más vieja que él, algo que a Jamie le resultaba curioso. Al fin y al cabo, solo tenía treinta y cinco años, y aparentaba unos treinta. Jamie salió de la camioneta y la rodeó para abrirle la puerta.

–Ten cuidado. Hay muchas piedras.

Olivia posó un pie enfundado en un zapato de tacón negro en el suelo y a Jamie se le hizo la boca agua. Estaba tan atractiva con los tacones como había imaginado. ¡Dios! Le encantaban los tacones.

–Gracias –musitó Olivia.

Jamie se obligó a alzar la mirada. Le tomó la mano y se la sostuvo con fuerza mientras ella se tambaleaba sobre los tacones. La oyó soltar una exclamación de sorpresa antes de inclinarse hacia él cuando uno de los pies se le salió del zapato.

–Creo que se ha quedado atascado el tacón entre las piedras.

–Apóyate en mí.

Se inclinó y Olivia posó la mano en su espalda para apoyarse. Jamie tiró del zapato para sacarlo de entre las piedras y sacudió el polvo del tacón. Después, le rodeó el pie con la mano. Tenía la piel muy suave y retorció el pie cuando Jamie deslizó el pulgar por su empeine. Le puso el zapato y trepó por su tobillo, envolviendo con los dedos los delicados huesos de la articulación.

–No te has hecho daño en el tobillo, ¿verdad?

–No –susurró ella en respuesta.

Jamie le bajó el pie, pero continuó sujetándole el tobillo como si necesitara algún tipo de apoyo.

–¿Estás segura? –continuó avanzando con la mano hasta abrir los dedos sobre la pantorrilla.

–Estoy segura –Olivia se aclaró la garganta como si hubiera sido consciente de lo ronca que había sonado su voz–. Gracias.

–Entonces, vamos a entrar.

Jamie le ofreció el brazo para subir por el camino de la entrada y ella lo aceptó con una sonrisa de agradecimiento.

–No tenemos que quedarnos mucho tiempo. Solo tengo que hacer acto de presencia –le aseguró.

–Estoy seguro de que será divertido.

–Me temo que te equivocas.

–¿Hay alguien de quien tenga que tener especial cuidado?

Olivia se tambaleó y él tuvo que agarrarla.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó.

–Recuérdame que venga a recogerte a la puerta cuando nos vayamos. Con tacones este camino no es nada seguro.

–De acuerdo. Por lo menos, no lo es para mí cuando llevo tacones.

Contestó con una risa tímida y nerviosa, algo que a Jamie le resultó muy atractivo en una mujer como ella.

–A lo que me refería es a que he oído decir que estas reuniones entre profesores universitarios pueden ser tensas. Quién es profesor numerario, quién no. Alguien ha conseguido una beca que pensaba recibir otro. He oído montones de conversaciones de ese tipo en el bar. ¿Hay alguien a quien tenga que hacer la pelota?

–¡Ah! Te refieres a eso. No, no tengo ningún enemigo por culpa de los presupuestos. Ni tensiones por llegar a ser profesora numeraria. Soy una simple instructora.

–¿Eso qué significa?

–No soy doctora y no me dedico a la investigación. Enseño y eso es todo.

Mantenía un tono neutral y no parecía avergonzarse de ello. Se estaba limitando a exponer los hechos.

–Eso suena mejor, de verdad.

Olivia le sonrió.

–A mí también me lo parece.

–Muy bien. Así que no hay tensiones ocultas.

–Exacto. Sí, bueno, quiero decir, no –en aquel momento parecía preocupada.

–No te preocupes –le aseguró él–. Seguro que me divertiré.

Olivia tragó saliva con tanta fuerza que Jamie pudo oírlo.

–Estoy segura de que eres la clase de hombre capaz de divertirse haciendo cualquier cosa.

Él se encogió de hombros.

–Lo intento.

–Eso sí que está bien –Olivia se detuvo ante una enorme puerta de madera y tomó aire–. Pero esto es una fiesta de profesores universitarios. Espero que esta noche estés preparado para un desafío.

Jamie recorrió su cuerpo con la mirada mientras ella llamaba al timbre.

–Claro que lo estoy –musitó.

Cuando la puerta se abrió y entraron en la casa, Jamie se alegró como nunca de haber decidido ponerse unos pantalones negros y una camisa para salir. Los vaqueros no hubieran quedado bien aquella noche. Pero, aunque había elevado el nivel de su indumentaria, se sentía fuera de lugar entre tantas esculturas y madera abrillantada. Olivia, por su parte, encajaba muy bien en aquel ambiente. Era elegante, fría y decía lo que había que decir cuando hacía las presentaciones. Las notas de la música del piano parecían flotar a su alrededor.

Y tenía razón respecto a la fiesta. Era aburrida, empezando por la lánguida música del piano, que parecía haber sido compuesta para provocar el sueño a un insomne. El tiempo transcurría muy despacio. Jamie contestó a las ocasionales preguntas sobre su nombre y su trabajo, que nunca daban lugar a una conversación más larga, y fantaseó con la posibilidad de poner las manos en la cintura de Olivia y estrecharla contra él para darle un beso. Un beso largo y profundo. Imaginó que la primera vez se iría ablandando poco a poco. Tendría que seducirla.

Hacía mucho tiempo que Jamie no ponía en práctica su capacidad de seducción y tuvo que reprimir las ganas de estirarse y crujirse los nudillos con un gesto de anticipación.

–¿Y va bien la cervecería? –le estaba diciendo alguien.

Jamie parpadeó, intentando salir de su estupor, y se encontró frente a un hombre corpulento con una copa de vino que utilizaba como un puntero. Si Jamie no se equivocaba, era un exjugador de fútbol americano.

–¿Perdón?

–Tú eres uno de los socios de la cervecería, ¿verdad? De Donovan Brothers. Me llamo Todd. He estado varias veces allí. Buena cerveza.

–Gracias.