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Victoria Dahl

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Beschreibung

Lori Love siempre había deseado salir de Tumble Creek, pero diez años atrás había heredado el taller de su padre y se había quedado en el pequeño pueblo. Ahora, según su amiga Molly, lo que necesitaba era algo excitante, preferentemente en forma de ardiente aventura, sin ataduras y con sexo a raudales. Lo único que Quinn Jennings tenía en la cabeza eran edificios, nada relacionado con el romanticismo o con el amor. A aquel arquitecto tan serio le encantó descubrir que Lori estaba dispuesta a saltarse el protocolo de las citas y a meterse directamente en la cama. Y ayudado por los tórridos libros que encontró en la mesilla de Lori, se encargó de satisfacer las fantasías más salvajes de ambos. Pero cuando la vida en Tumble Creek dio un peligroso giro para Lori, Quinn descubrió que ella le importaba mucho más de lo que imaginaba...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Victoria Dahl. Todos los derechos reservados.

PROVÓCAME, Nº 43 - octubre 2013

Título original: Start Me Up

Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3817-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Romance y erotismo a partes iguales con grandes dosis de humor y un toque de suspense es en resumen lo que define la última novela de Victoria Dahl, Provócame.

Lori Love, una joven mecánica que disfruta leyendo literatura erótica, le pide a Quinn Jennings, un brillante arquitecto, que haga realidad sus fantasías sexuales más secretas. Esto da lugar a una gran cantidad de escenas de sexo picante que se desarrollan en medio de ingeniosos diálogos cargados de tensión sexual que mantienen el interés del lector desde la primera hasta la última página de este relato de entretenida y fácil lectura.

Convencidos de que Provócame es una de las mejores novelas de Victoria Dahl, estamos encantados de recomendarla a todos los seguidores del género.

Feliz lectura,

Los editores

Este libro está dedicado a Bill. Con él, estoy decidida a hacerte reír a carcajadas. Pero te querré igual aunque no te rías.

Agradecimientos

En primer lugar, tengo que dar las gracias a mi familia. Muchísimas gracias por soportar a una escritora que ha estado sufriendo por los plazos de entrega durante todo un año. Lamento el desastre de casa que tenemos. El año que viene mejoraré. Estoy casi segura. Me siento muy orgullosa de vosotros.

Gracias a mi maravillosa editora, Tara Parsons, capaz de apreciar tanto un Audi como una excavadora, eso es algo que no tiene precio. Gracias por comprenderme. Y gracias también a Amy, mi agente. Sin ti, no podría haber hecho nada de esto.

Y gracias a mis maravillosamente comprensivas amigas, Jeri Smith-Ready, Farrah Rochon y Kristi Astor, por nombrar a algunas de ellas, vuestro apoyo ha sido indispensable. Jennifer Echols, ya sabes que eres maravillosa, pero quiero volver a decírtelo. Eres la mejor.

Y, por último, quiero dar las gracias también a mis lectoras. Gracias por hacer que mi trabajo merezca la pena. Me siento muy honrada.

Capítulo 1

–¡Nena, eso sí que es un buen trasero!

Lori Love ignoró aquella voz ronroneante y le dio una última vuelta al último tornillo de trasmisión del viejo Ford, apoyándose con todo su peso sobre la llave inglesa.

–¡Dí que sí! Mueve ese cuerpo, cariño.

Cuando el tornillo estuvo por fin suficientemente ajustado, Lori contoneó el trasero en cuestión y le dirigió una sonrisa a la rubia que tenía tras ella.

Molly, su mejor amiga, le dirigió una mirada lasciva y arqueó las cejas con una sugerente apreciación.

–Con ese movimiento puedes matar a cualquiera, chica.

Lori se enderezó y guardó la llave inglesa en la caja de herramientas.

–No sabía que esta imagen te excitara tanto –sonrió a Ben Lawson, que permanecía detrás de Molly mirando hacia el techo–. Deberías comprarte un mono de mecánico, Ben. Parece que a Molly le gustan.

Ben elevó los ojos al cielo.

–¿Todavía no hemos terminado de hablar del trasero de Lori?

–¡Oh, no sé! –canturreó Molly–. Es que es tan bonito y tan respingón. ¿No te hace pensar en…?

–Desde luego –la interrumpió Ben–, eres la novia más rara que he tenido nunca.

Lori asintió, mostrándose de acuerdo.

–Sí, estoy de acuerdo, pero es el precio a pagar por haber sido acogido en este pequeño pueblo. Molly, ¿has venido para mirar con lujuria mi trasero o puedo hacer algo por ti? ¿Necesitas algún lubricante, quizá?

Las dos amigas estallaron en carcajadas mientras Ben volvía a mirar hacia al techo con evidente disgusto. Era mucho más maduro que las dos juntas. Y era una suerte, teniendo en cuenta que era el jefe de policía de la localidad.

–En realidad, vengo por una razón muy diferente –contestó Molly–. Quinn por fin ha reconocido que no puede arreglar su excavadora. Necesita ayuda. Esperaba que pudieras pasarte por su casa.

Lori pensó en el hermano de Molly y frunció el ceño.

–Quinn es arquitecto. ¿Para qué quiere una excavadora? ¿Y por qué se creía capaz de arreglarla él solo?

Molly hizo un gesto con la mano.

–Ya sabes cómo son esos genios. Creen que son capaces de hacer cualquier cosa. Te conté que se estaba construyendo una casa en el puerto, ¿verdad? La excavadora no arranca y la necesita para terminar de preparar el terreno antes de que llegue el invierno. Quiere comenzar a levantar la casa en primavera.

–Espera un momento. ¿Me estás diciendo que se la está construyendo él mismo? Yo di por sentado que querías decir que se la estaban haciendo.

–Pues no. Dice que le ayuda a relajarse. ¿Quién demonios se relaja haciendo una casa? Es increíble que tenga que destacar en todo –cuando Molly parecía a punto de comenzar a exaltarse, Ben tomó uno de sus mechones rubios entre sus dedos.

–Pero no todos tenemos tus habilidades artísticas, Molly –le dirigió una sonrisa íntima con la que consiguió relajarla de inmediato.

Molly se dedicaba a escribir novelas eróticas, lo que había sido motivo de tensiones en la pareja, pero, al parecer, Ben había terminado aceptándolo. Y en muy buenos términos. Lori consiguió disimular su envidia alejándose para ordenar la caja de herramientas. Por supuesto, no tenía ningún interés en Ben. Pero le habría gustado disfrutar de una saludable vida sexual. Bajó la mirada hacia su mono a rayas y comprendió que no tenía grandes esperanzas al respecto.

–Me pasaré por casa de Quinn esta misma semana –se ofreció–. ¿Dónde está exactamente?

–El camino de entrada a su casa está justo después de entrar en el puerto por el lado de Aspen. Gira a la izquierda y la casa está a unos quinientos metros.

–Bonito lugar –musitó Lori.

A Quinn le debían estar yendo muy bien las cosas con su estudio. Apenas tenía treinta y cuatro años y ya se estaba construyendo su propia casa en la montaña con el montón de dinero que había ganado diseñando mansiones para millonarios.

Después de acordar con Molly que se verían el viernes en The Bar, Lori volvió a trabajar en el Ford. Disfrutaba arreglando coches. Era algo que le gustaba de verdad. Su padre la había puesto a trabajar en un motor con solo seis años y llevaba haciéndolo desde entonces. Pero la verdad era que jamás había imaginado que pasaría el resto de su vida trabajando en el taller de su padre, su taller ya. Cuando a los dieciocho años había comenzado a ir a la universidad, ni siquiera contemplaba aquella posibilidad.

Pero con el tiempo, todo había terminado siendo suyo: el taller, la grúa, el desguace… Todo un botín de deshechos mecánicos.

Suspiró mientras cerraba el capó del coche. La vida no era justa, pero ella ya era una persona mayor. Aunque, bueno, demasiado bajita para su gusto. Medía un metro sesenta y era una mujer de constitución pequeña, lo que podría haber representado un problema a la hora de mostrar autoridad con chóferes y mecánicos. Pero, digna hija de su padre, era una persona cabezota, realista y poco dada a las quejas. De modo que después del accidente de su padre, había dejado la universidad, había pintado de color lavanda todas las camionetas y se había hecho cargo del negocio.

Lori giró la llave en el encendido y el motor volvió a la vida, arrancándole una sonrisa cargada de tristeza. Aquel era su trabajo, se le daba bien y no había nada más que pensar.

Dio marcha atrás para sacar el coche del taller y lo dejó en la entrada. En se momento, se dio cuenta de que Ben se dirigía hacia ella. Solo.

–¡Eh! –exclamó mientras salía del coche–. ¿Has perdido a tu novia?

–No, ahora está en el mercado. En realidad, necesitaba hablar contigo sobre algo, pero puedo volver mañana si lo prefieres.

–No, ahora me viene bien, no te preocupes. ¿Qué pasa?

Alzó la mirada hacia Ben y le miró a los ojos. Ben señaló con la cabeza hacia la casa.

–¿Por qué no vamos dentro y nos sentamos?

–¿Estás de broma? –preguntó Lori con una risa.

Su padre había muerto, su madre y sus abuelos lo habían hecho mucho antes que él. Tenía un primo que vivía en alguna parte de Wyoming, pero si ella era la persona a la que Ben recurría cuando tenía un problema, su vida era incluso más triste que la suya. Alzó las manos confundida.

–¿Acabas de descubrir que choqué contra un banco? Porque en realidad eso fue hace muchos años. Travesuras de adolescentes.

Ben apretó los labios y se la quedó mirando fijamente, así que Lori se encogió de hombros y caminó hacia la casa. A lo mejor habían descubierto a uno de sus mecánicos robando coches o algo parecido. Cuando le hizo pasar al interior de la casa, Ben señaló hacia el sofá.

–¡Oh, vamos! –se burló Lori.

–Creo que deberías sentarse.

–Ben, esto es ridículo, ¡suéltalo ya!

Al final, Ben cedió.

–Muy bien. He estado investigando el caso de tu padre.

A Lori le dio un vuelco el corazón.

–¿Qué caso?

Ben volvió a desviar la mirada hacia el raído sofá, pero al final, pareció optar por la solución más práctica y abordó directamente el tema:

–La comisaría no estaba funcionando de manera muy eficiente hace diez años, cuando tu padre sufrió aquel asalto. Aunque el caso se cerró, no estaba convenientemente archivado. He estado revisando todos los archivos, intentando colocar todo en su lugar. Y el archivo con el caso de tu padre lo descubrí la semana pasada.

Deseando estar por lo menos cerca del sofá para poder apoyarse contra él, Lori se obligó a preguntar.

–¿Y?

–No estoy completamente seguro de lo que pasó aquella noche.

–Hubo una pelea en el bar –respondió Lori con firmeza–. Fue una pelea como cualquier otra de las muchas en las que se metió a lo largo de su vida. Y tuvo la mala suerte de golpearse la cabeza contra esa piedra.

Ben puso los brazos en jarras y bajó la mirada hacia el desgastado suelo de madera.

–Lori, existe la posibilidad de que fuera algo intencionado. Voy a reabrir el caso.

–¿Qué? ¡Eso es ridículo! ¿Por qué vas a hacer una cosa así?

–Tengo ciertas sospechas. El aparcamiento no estaba precisamente lleno de piedras de granito. Y si alguien agarró una piedra y le golpeó con ella a tu padre en la cabeza, eso fue un ataque con arma mortal. Y habiendo tenido como consecuencia la muerte de tu padre, puede tratarse de un homicidio o un…

Asesinato. No pronunció aquella palabra, pero Lori la oyó de todas formas. Sacudió la cabeza en una lenta negativa, fue hasta la cocina y posó las manos en el mostrador. Las magdalenas glaseadas que había hecho el día anterior resplandecían rosadas bajo la luz de la tarde como si quisieran burlarse del cambio de dirección que había tomado el día.

Ben continuó hablando. De su voz desapareció todo signo de inseguridad en cuanto retomó las maneras de jefe de policía.

–Si hubiera muerto en el momento en el que fue atacado, le habrían practicado inmediatamente la autopsia y se habrían recogido todo tipo de pruebas. Pero en aquel momento, lo importante era salvar la vida de tu padre. Aun así, en las fotografías que se tomaron no aparecen piedras en el aparcamiento. El único objeto que podría haber causado una fractura de cráneo es la piedra de granito en la que había restos de sangre. Me parece demasiada casualidad que cayera justo encima de esa piedra.

–No tenía ninguna herida en la mano que indicara que intentó defenderse. Y ni siquiera lo encontraron cerca de su camioneta, o de la puerta del bar. Es raro tener una pelea en la parte trasera del bar. Normalmente, la gente sale a pelearse a la puerta.

–Sí, supongo que sí –musitó Lori, pero, al mismo tiempo, negó con la cabeza.

–Los informes de la autopsia son poco definitivos porque se confunden las fracturas de la cabeza con las cicatrices dejadas por la operación, pero quiero enviar el informe a Denver para pedir una segunda opinión. Solo para ver si se confirma mi hipótesis.

Lori intentó reprimir las repentinas lágrimas que se le acumulaban en la garganta.

–¿Qué crees que pudo pasar?

–No estoy seguro –Ben suspiró–, pero es posible que alguien atacara a tu padre por detrás. A lo mejor fue cuando estaba alejándose después de haber tenido una discusión, o a lo mejor ni siquiera sabía que había alguien allí. En el bar, nadie admitió haber visto salir a nadie tras él. Por lo que dicen los informes, tampoco había discutido con nadie mientras estaba en el bar. Tendré que volver a entrevistar a algunas de las personas que estaban allí aquella noche, pero me gustaría hacerlo todo de la forma más discreta posible.

–Yo… Bueno, ¿qué quieres que haga yo?

–Nada –contestó Ben rápidamente–. Ahora mismo, tú no tienes que hacer nada. Como te he dicho, quiero llevar esto de forma discreta. De momento solo haré algunas averiguaciones para intentar encajar algunas piezas. Pero no quería mantenerte al margen de mis sospechas.

–Mi padre ya está muerto –musitó Lori–. Ya nada importa.

Pero, por supuesto, importaba.

Aquella noche, Lori no pudo dormir. Estuvo dando vueltas en la cama durante horas. Para las cuatro y media, se sentía ya como si estuviera a punto de explotar. Como si todos los pensamientos que daban vuelta en su cabeza pudieran arrastrarla y ¡plaf!, al final todo fuera a desaparecer. Su padre, su vida, las cosas que quería para sí misma…

Incapaz de soportarlo más, se levantó, se duchó y se dirigió al taller para cambiar la bomba de gasolina del Chevy del señor Larsen.

El aire era perfecto, limpio y fresco, pero Lori apenas abrió unos centímetros la puerta del taller. No quería arriesgarse a toparse con un oso curioso. Y menos todavía si los osos andaban en busca de desayuno.

A medida que fue trabajando, sus pensamientos comenzaron a ser más claros y ligeramente menos dolorosos.

¿Y si Ben Lawson tenía razón? ¿Y si a su padre le habían matado deliberadamente? Tenía el cráneo fracturado, el cerebro dañado, le habían arrebatado la vida incluso antes de morir. ¿Sería posible que alguien lo hubiera hecho a propósito?

Agarró un trapo viejo y se secó el sudor, o las lágrimas. Después, reemprendió la tarea.

Ella nunca se había quejado del rumbo que había tomado su existencia. Sabía que los imprevistos formaban parte de la vida. Había renunciado a la universidad, a viajar y a las citas, pero lo había hecho por su padre, lo había decidido voluntariamente. Su padre habría hecho eso y más por ella. No, no se quejaba de haber tenido que renunciar a tantas cosas.

Pero una cosa era renunciar voluntariamente y otra muy diferente que se lo hubieran arrebatado.

Sus años de adolescencia habían estado repletos de libros, esperanzas y una férrea determinación de entrar a la universidad de sus sueños. Y lo había conseguido. Había conseguido matricularse en la Boston College, para inmenso orgullo de su padre. Después, su padre había sufrido aquel accidente y ella había tenido que abandonar la universidad. Y Lori estaba comenzando a darse cuenta de que había dejado atrás mucho más que unos estudios.

Había dedicado todos aquellos años a cuidar de su padre y a mantener el negocio para poder hacerse cargo de los gastos que generaba. Su vida transcurría entre monos, botas, camisetas y vaqueros. Sus únicas aventuras amorosas habían sido breves y muy poco emocionantes.

Y últimamente, antes incluso de que hubiera llegado Ben con aquella noticia, había comenzado a sentir cierta inquietud. Sabía que no podía abandonar Tumble Creek de un día para otro. Las cosas no eran tan fáciles como montarse en un avión y matricularse de nuevo en la universidad. Eran muchas las cuentas que se habían acumulado durante aquellos años. Los cuidados para una persona que se había quedado en estado semivegetativo no eran baratos.

No, no podía marcharse y empezar desde cero. Pero podía intentar cambiar algunos aspectos de su vida y algo dentro de ella la animaba a la acción. A lo mejor era la consecuencia natural de estar acercándose a los treinta. Pero aquella inquietud inicial se había convertido en algo mucho más intenso desde la aparición de Ben.

Al advertir que la palidez rosada del cielo había sido sustituida por un sol radiante, alzó la mirada hacia el reloj. Las siete y media. Abrió completamente la puerta del taller, haciendo retumbar un estruendo metálico. Salió a la luz del sol, al canto de los pájaros, pero el crujido de la grava bajo sus botas la distrajo de la belleza de la mañana. Pensó con tristeza en el esmalte rojo con el que se había pintado las uñas de los pies el día anterior y suspiró.

A lo mejor debería intentar tener una aventura.

O, sencillamente, limitarse a pedir otra caja de libros a la editorial para la que trabajaba Molly.

En cualquier caso, después de ir a ver a Quinn esa misma noche, volvería a casa, se daría un baño caliente y leería algún cuento subido de tono. Y quizá fuera hora de empezar a pensar en salir a comprarse unos zapatos de tacón con la puntera abierta que resonaran contra el suelo con más ligereza que aquellas gruesas botas.

Corrió al interior de la casa dispuesta a llamar a Molly.

Justo en el instante en el que agarró el teléfono, sus pensamientos fueron interrumpidos por un inesperado timbrazo. Estuvo a punto de tirar el teléfono al suelo, algo que la habría irritado profundamente. De momento, ya llevaba dos teléfonos rotos en un año. Uno había caído víctima de las enormes y fuertes manos de uno de los conductores de la máquina quitanieves que peor le caía. El otro, no sabía como, había terminado dentro de un tubo de lubricante, algo que no era tan gracioso como podía parecer, por lo menos para un teléfono.

–Taller Love –contestó bruscamente al teléfono.

–¿Lori Love?

–Sí, soy yo.

–¡Hola! ¡Soy Christopher Tipton! –Chris siempre se anunciaba como si a Lori acabara de tocarle un premio de la lotería.

Lori se sentó en un taburete.

–Hola, Chris –le conocía desde que estaban en el colegio, pero tenía la sensación de que Chris no llamaba para recordar viejos tiempos–. ¿Qué quieres?

–Me estaba preguntando si habrías tenido tiempo para pensar en la venta de esa parcela de la que estuvimos hablando en febrero.

«Esa parcela». Lo decía como si aquel pedazo de tierra no hubiera sido el sueño de su padre.

–Mira, Chris. Lo siento. Han pasado solo unos meses y…

En realidad, eso ya no era cierto. Había pasado todo un año desde la muerte de su padre. ¡Dios santo! ¿Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo?

–Sé que te resulta difícil pensar en ello, y que para ti no ha pasado tiempo suficiente, pero creo que al final llegarás a la conclusión de que la oferta que te estamos haciendo desde Tipton & Tremaine es muy generosa.

–Yo solo… necesito más tiempo.

Chris suspiró.

–Lo comprendo. Solo quiero que me prometas que no considerarás ninguna otra oferta sin hablar antes comigo. Nosotros también queremos preservar la belleza de ese paisaje. No estamos hablando de levantar una urbanización. Solo queremos unas cuantas cabañas a lo largo del río.

–Sí, ya lo entiendo –musitó Lori.

Pensó en la clase de «cabañas» que normalmente construía su empresa. Cabañas enormes en las que fácilmente cabrían siete familias. O una considerablemente rica. A Lori siempre le había parecido gracioso que las familias ricas necesitaran tanto espacio para sus uno coma ocho hijos.

–Antes de considerar cualquier otra posibilidad, te llamaré.

–De acuerdo, yo…

–Adiós.

Lori colgó el teléfono y le dio una patada al travesaño que tenía frente a ella, alegrándose de no llevar los tacones en ese momento.

«Caramba», pensó Lori mientras giraba en el que Molly había llamado «camino de entrada a la casa de Quinn»; parecía poco más que un sendero. Desde luego, no era nada fácil llegar hasta allí. Ella ni siquiera habría reducido la velocidad si no hubiera sido por el letrero que había visto en el poste.

Las ramas de los árboles rozaban el techo de la cabina de la camioneta y aquella fricción avivaba el aroma de los álamos. Incluso en pleno agosto, el aire era fresco a la sombra. En invierno, el frío debía de ser insoportable. ¿Pensaría Quinn quedarse allí durante todo el año?

Cuando por fin salió de entre los árboles, experimentó una pequeña sorpresa. En realidad, no sabía que esperaba, pero, desde luego, no era aquello. Una cabaña diminuta situada al borde de un prado repleto de flores salvajes. La música del gorgoteo del agua flotaba en el aire y era audible incluso por encima del fuerte sonido del motor. Parecía más probable encontrar allí un rebaño de arces que una obra.

Pero cuando se acercó, vio la excavadora justo detrás de la cabaña, paralizada como una suerte de extraña jirafa que bajara la cabeza en señal de derrota. Lori condujo hacia allí sin fijarse siquiera en Quinn hasta que aparcó.

Este permanecía junto a una mesa de dibujo situada en el porche trasero, de cara a unos árboles bañados por el sol situados hacia el oeste. No la sorprendió que ni siquiera alzara la mirada cuando cerró la puerta de la furgoneta. Quinn tenía una capacidad especial para aislarse del mundo cuando estaba trabajando en algo que consideraba importante. Y, evidentemente, lo que estaba haciendo en aquel momento debía de serlo.

–¡Hola, Quinn! –le saludó.

–Hola –contestó Quinn, sin mirarla siquiera.

Lori sonrió, fijándose en el brillo del sol contra su pelo castaño claro.

–Vengo a ver la excavadora.

–Claro.

Frunció el ceño fijándose en el dibujo que tenía delante y comenzó a dibujar. Inclinado sobre la mesa, no parecía medir el metro ochenta que medía, pero los hombros le parecieron más anchos de lo que ella recordaba. Y sus manos… Bueno, sus manos continuaban moviéndose con aquella elegante precisión en la que Lori se había fijado incluso cuando era una adolescente empollona.

Lori sonrió al ver las manos de Quinn moviéndose sobre el papel. Una de las cosas más encantadoras de Quinn era que ella podría estar mirándole durante cerca de una hora sin que él se diera cuenta. Era un hombre adorable. No la obligaba a soportar ninguna conversación estúpida que le impidiera soñar despierta. Aun así, como no se diera prisa, se iba a quedar sin luz.

Tras colocarse un rizo de su oscuro pelo tras la oreja, Lori subió a la excavadora. Era un modelo antiguo, de un extraño color amarillo limón moteado por manchas de óxido, y con una pala curiosamente pequeña. Debía de ser una ganga que Quinn le había sacado a alguno de los constructores para los que trabajaba. ¿Y qué hombre no querría tener su propia excavadora? Lori ni siquiera la necesitaba, pero le entraron ganas de pedirle que se la prestara cuando hubiera terminado con ella. Seguramente podría encontrar algún terreno con el que jugar en el desguace que tenía detrás de la casa.

La llave estaba ya en el encendido, de modo que Lori la giró. Se oyó un ligero zumbido, pero nada más. Lori respiró al oír aquel sonido. Bien, seguramente sería de fácil arreglo. Si hubiera habido algún problema con los cilindros hidráulicos, Quinn habría tenido que recurrir a alguien bastante más caro que ella.

Volvió a intentarlo, y escuchó con más atención. Estaba prácticamente segura de que era un problema en el motor de arranque. Esperaba que aquel modelo tuviera un sistema de encendido eléctrico y no uno de esos sistemas de arranque neumáticos, porque si así fuera, tendría que derivarlo a un especialista en motores diésel. Bajó de la excavadora para echarle un vistazo.

Media hora después, se limpió las manos con un trapo y comenzó a anotar lo que iba a necesitar. Podría hacerse cargo de aquella reparación sin ninguna clase de problema.

–Quinn, voy a tener que encargar dos piezas, pero supongo que en un par de días me las enviarán. Volveré cuando las tenga.

–¡Genial! –fue la única respuesta de Quinn, aunque no tardó en añadir un rápido «gracias».

El sol continuaba brillando en el claro, dejando a Quinn entre las sombras.

Lori sacudió la cabeza. Ninguno de sus clientes se limitaría a decir «¡genial!», sin preguntar siquiera por el precio. Pero la verdad era que ella tampoco solía trabajar en aquella zona del puerto.

Se permitió dirigirle a Quinn una última mirada. Le observó deslizar el pulgar por su labio inferior, en un gesto de concentración, y después decidió regresar a casa.

Quinn Jennings parpadeó al ver interrumpidos sus pensamientos sobre ángulos, luces y sombras. Miró confundido a su alrededor y bajó después la mirada hacia el teléfono móvil que tenía en el borde de la mesa de dibujo. No, no había recibido ninguna llamada. Miró a su alrededor, preguntándose qué habría cambiado. Y entonces se dio cuenta de lo que le había distraído: el silencio.

No había nadie en la excavadora. Lori Love había estado allí, probando la máquina y haciendo ruido. Debía de haberse ido en algún momento y Quinn estaba seguro de que ni siquiera se había despedido de ella. Intentó hacer memoria, sintiéndose culpable. Lori había dicho algo sobre que tenía que encargar algunas piezas, de modo que seguramente volvería a los pocos días. Se aseguraría entonces de ofrecerle un café y de comportarse de forma civilizada con ella.

Justo en aquel momento, el sol irrumpió entre las hojas de los árboles proyectando unas sombras movedizas y discontinúas sobre el enorme peñasco que definía el extremo este del claro. Aquel era precisamente el efecto que estaba buscando, justo ese tono y esa intensidad de luz.

Quinn se olvidó por completo de Lori y comenzó a dibujar furiosamente, capturando aquella imagen para la entrada de la casa. Era consciente de que aislarse de aquella manera del mundo tenía un precio, pero, al final, siempre había conseguido lo que quería. Por lo menos, en lo relativo al trabajo. Y si se concentraba suficientemente en su pasión por la arquitectura, nunca tendría que pensar en el resto de su vida, o en su falta de vida.

Capítulo 2

El hombre, no sabía su nombre ni quería saberlo, le bajó bruscamente las bragas hasta las rodillas y la empujó de cara a la mesa.

–No digas una sola palabra.

Ella asintió y se mordió el labio con un gesto de desesperada anticipación. Cuando sintió aquellas manos callosas y tan poco familiares para ella tocando sus caderas, se sobresaltó ligeramente y jadeó. La tensión estaba llegando al límite en su interior, era como una serpiente que necesitaba liberarse.

Sujetándola con firmeza con una mano, el hombre posó el inicio de su sexo contra ella. No hubo caricias, no hubo una preparación previa. Se limitó a guiarse por sí mismo y empujó con una embestida fuerte y profunda. A ella no le importó. Ya estaba húmeda y dispuesta.

Marguerite gritó.

Lori bajó el libro y miró con expresión culpable a su alrededor. Joe todavía no había regresado con la grúa, pero se sentía mal porque estaba sentada en el taller, rodeada por las herramientas de su padre y completamente excitada gracias a un libro de literatura erótica. Sí, era sábado, pero en cualquier caso, aquella era una conducta poco profesional. Por lo menos debería haberse retirado a la casa. Quizá incluso haberse metido en su dormitorio. Miró el reloj. Quedaban tres horas para cerrar. Aunque ella era la jefa…

Sonó el teléfono, echando por tierra cualquier posibilidad de escaparse a la intimidad del dormitorio.

–¿Diga? –dejó el libro de relatos eróticos sobre la mesa de trabajo.

–Lori, soy Ben.

–Hola, Ben.

Seguramente llamaba para decirle que se había equivocado.

–Soy consciente de que lo que te dije el otro día debe de haberte causado una fuerte impresión. ¿Lo estás llevando bien?

–Sí, estoy bien –contestó, tensa, irritada y nerviosa.

–Me alegro. Todavía estoy a la espera de más información. Los casos tan antiguos como este tienen menos relevancia para el sistema estatal, por supuesto. Pero hasta que la reciba, me gustaría saber si puedes contestar a algunas preguntas.

Lori parpadeó.

–Sí, claro. Pero yo no estaba allí cuando ocurrió el acci… Cuando mi padre se dio el golpe en la cabeza.

–Son unas preguntas de carácter más general. ¿Sabes si tu padre tenía enemigos? No me refiero a mafiosos o a cosas de ese tipo. Sencillamente, alguien con quien no se llevara bien. A lo mejor el propietario de algún taller en Grand Valley al que le estuviera quitando clientes. O algún cliente que lo acusara de haberle engañado o robado.

–No, no creo.

–¿Y alguna mujer? ¿Estaba saliendo con alguien? ¿Tenía relación con más de una mujer a la vez?

Lori volvió a parpadear ante lo absurdo de aquella pregunta.

–No, que yo sepa.

–Muy bien. No es nada urgente. Solo quería que pensaras en esas preguntas. Anota cualquier cosa que se te ocurra. Cualquier motivo por el que alguien podría querer atacar a tu padre. El dinero y los sentimientos son los móviles más habituales en este tipo de situaciones.

–Sí, pero… –Lori cerró los ojos y se pasó la mano por la cara–. Ben, estoy segura de que fue una pelea sin importancia. Nadie quería nada de mi padre. ¡Mi padre no tenía nada que pudieran querer!

–Probablemente tengas razón, pero si no analizara las cosas desde todos los ángulos no estaría haciendo mi trabajo. No pretendo que todo esto te afecte…

–No te preocupes. Lo siento, Ben, no puedo decir que me esté haciendo ninguna gracia, pero significa mucho para mí que estés investigando el caso de mi padre. Te ayudaré en todo lo que pueda.

–Gracias, Lori. Llámame si se te ocurre algo, o simplemente, si necesitas hablar sobre ello.

Justo después de colgar, entró Joe en el aparcamiento con tanta brusquedad que Lori se sobresaltó. El polvo se levantaba alrededor de la grúa mientras Lori se frotaba los ojos.

–¿Era algo serio? –le preguntó a Joe con voz ronca cuando bajó de la cabina.

–Una rueda pinchada. ¿Te has fijado en que ya nadie sabe cambiar una rueda?

Sí, claro que se había fijado, y así se lo había dicho las miles de veces que se lo había preguntado. Aun así, el club automovilístico le pagaba treinta dólares por cada cambio de neumático, de modo que a Lori le iba estupendamente aquel supuesto declive de la civilización. Joe señaló el teléfono con la cabeza.

–¿Otro encargo?

–No, era una llamada personal.

Observó a Joe mientras este sacaba el pañuelo del bolsillo y se secaba el sudor del cuello y la frente. Parecía haber envejecido de pronto. Tenía unos años más que su padre, pero habían estado unidos como hermanos. Y para ella había sido como un segundo padre.

Llevaba trabajando en el taller desde antes de que Lori naciera y para ella, siempre había sido más que un empleado.

Joe había ido a buscarla al colegio en numerosas ocasiones, aplaudía sus éxitos, la regañaba por salir con chicos y la advertía de los peligros del alcohol. Lori no habría podido atender a su padre si Joe no se hubiera hecho cargo del taller. Nunca había podido pagarle lo que se merecía por dirigir el taller durante los primeros años de ausencia de su padre, pero Joe no se había quejado en ningún momento. Ni una sola vez.

Y Joe había conocido a su padre mejor que nadie.

–Joe, ¿puedo hacerte una pregunta?

Joe se encogió de hombros y se dejó caer en una silla.

–Puedes preguntarme lo que quieras. Dispara.

–Últimamente he estado pensando mucho en mi padre. Yo no estaba aquí cuando sufrió el accidente. ¿Cómo era su vida cuando yo me fui?

Joe se encogió de hombros.

–En realidad, igual que siempre. Trabajar, pescar, tomar una cerveza de vez en cuando…

–¿Estaba saliendo con alguien?

Aquella pregunta pareció sorprenderle. Joe se acarició la barbilla.

–¿Que si estaba saliendo con alguien? En realidad, nunca me comentó que hubiera nada serio. Había una camarera de Grand Valley con la que salía de vez en cuando, pero también cuando tú estabas aquí. Y una mujer de Eagle con la que quedó en un par de ocasiones. Pero era un solitario. Después de que tu madre… –la miró con los ojos entrecerrados–. Después de aquello, no volvió a tener muchas relaciones.

Lori esbozó una mueca. Su madre se había ido de casa cuando ella tenía cinco años. Los había dejado a los dos y no había vuelto jamás. Había muerto unos años atrás por una enfermedad hepática. Hepatitis C. De modo que Lori era, oficialmente, huérfana.

–Me escribió en una ocasión –dijo Joe.

La sorpresa de Lori fue tal que soltó una exclamación.

–¿Qué?

–Tu madre. Me escribió. En aquel entonces debías de tener unos quince años. Quería saber cómo estabas.

–Pero… ¿por qué te escribió a ti?

Joe se inclinó hacia delante, posó los antebrazos en las rodillas y clavó la mirada en el suelo.

–Estaba demasiado avergonzada como para escribir a tu padre. Le contesté diciéndole que eras admirable. Una chica inteligente y trabajadora. No volví a tener noticias de ella.

Lori se aclaró la garganta.

–¿Crees que se puso en contacto con mi padre en alguna ocasión?

Joe la miró a los ojos y le sostuvo la mirada durante largo rato.

–Nunca me dijo nada sobre el tema.

–Ya –Lori asintió y golpeó el suelo con la bota–. Supongo que nunca quiso volver a saber nada de él. Gracias por decírmelo, Joe.

–De nada, cariño. ¿Quieres saber algo más?

–No. Voy a pasarme por casa de Quinn. Si no hay ninguna llamada durante la próxima media hora, puedes marcharte. Y llámame al móvil si ocurre cualquier cosa –agarró el libro para dirigirse hacia la puerta, pero Joe se aclaró la garganta y la detuvo.

–Antes de que te vayas… ¿has vuelto a pensar en vender ese terreno de tu padre?

Lori tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir. ¿Qué demonios pasaba con aquel terreno? Sí, estaba al borde del río, pero no tenía un acceso directo a ninguna mina de oro. O a lo mejor, sí…

–Joe, lo siento, pero todavía no estoy preparada. Sé que ya ha pasado un año, pero mi padre estaba tan contento cuando lo compró que… Ya sabes lo que quiero decir.

Joe alzó las manos y le dirigió una sonrisa triste. La compasión que vio Lori en sus ojos volvió a ser para ella una fuente de consuelo. Joe le había hecho una oferta por aquel terreno después del accidente, cuando se había dado cuenta de que tenía problemas económicos. Si alguna vez Lori se decidía a deshacerse de aquella parcela, se la vendería a Joe. Sabía que le encantaba ir a pescar allí, aunque ya no pudiera hacerlo con su compañero de pesca.

Lori le acompañaba en alguna ocasión, y era como si su padre estuviera con ellos. Como en los viejos tiempos. Joe y su padre, sus dos personas favoritas.

Joe cerró sus dedos llenos de cicatrices sobre el codo de Lori.

–No quiero presionarte, Lori. Pero cuando estés preparada para hablar del tema, dímelo. Dime, ¿qué es ese libro que estás leyendo? –alargó la mano para agarrarlo, pero Lori lo apartó de su alcance.

–¡Nos vemos el lunes! –se despidió mientras agarraba las llaves del coche para dirigirse a la cabaña de Quinn.

Después de bajar la ventanilla y salir del taller, Lori metió un CD en la disquetera y puso la música a todo volumen. Sabía que el viento iba a hacer estragos en su pelo, pero, por una vez en su vida, no le importó. La música a todo volumen y aquel día tan hermoso alejarían todos sus fantasmas. Principalmente, porque ella quería que así fuera.

Fuera lo que fuera lo que había pasado en su vida, fuera ella quien fuera, necesitaba liberarse del pasado, aunque solo fuera durante unos minutos. Su pelo, lo único que de verdad le gustaba de sí misma, volaba al viento. La música retumbaba de forma muy sensual a través de todo su cuerpo y el aire frío coloreaba sus mejillas.

Tenía veintinueve años. Era huérfana. Una mujer soltera sin ninguna relación en el horizonte. Pero no era una persona acabada. Lo que necesitaba era distraerse.

Ben había removido sus recuerdos y como no fuera capaz de encontrar la manera de distraerse, iba a terminar viviendo entre fantasma. No tendría que ir muy lejos para llegar a encontrarse en esa situación. Vivía en la casa de su padre, conducía la camioneta de su padre y hacía su trabajo. Si no tenía cuidado, iba a terminar convertida en un hombre de cincuenta y nueve años con una barba entrecana y vello en los brazos.

Sí, necesitaba distraerse. Necesitaba ser una chica. No, una chica no, una mujer. Una aventura podía ofrecerle esa posibilidad y darle algo en lo que pensar mientras Ben le destrozaba involuntariamente la vida.

¿Pero de verdad le serviría de algo tener una aventura? Ya había tenido unas cuantas y no podía decir que hubiera visto explotar fuegos artificiales ante sus ojos. Había sentido algún petardo quizá, y un poco más abajo. Eso había sido todo. Noche de aventura acabada. ¿Qué clase de distracción era esa? Ella necesitaba algo más intenso.

Sinceramente, Lori nunca había estado tan excitada en los brazos de un hombre como cuando leía alguna de las novelas eróticas a las que Molly la había enganchado. Y a pesar de lo que se rumoreaba por los alrededores, las mujeres no le interesaban. ¿Eso qué podía significar? ¿Necesitaría quizá algo más retorcido? ¿Necesitaba un desconocido que la tratara con la misma violencia que aparecía en el libro que estaba leyendo?

–¡Dios mío, creo que no! –musitó para sí.

¿Quería que la ataran, que la azotaran, o que se la rifara una manada de hombres lobo? Porque también le gustaban ese tipo de historias. Soltó una carcajada burlona. La fantasía de los hombres lobos sería la más difícil de cumplir. Tendría que dedicarse a pasear con tacones por el bosque, rezando para que alguno de aquellos campistas desaliñados fuera una fiera sexual.

La camioneta rugió mientras subía la cuesta por la que se alcanzaba el punto más alto del puerto, pero Lori ni siquiera se fijó en la impresionante vista. Estaba demasiado ocupada analizando sus necesidades sexuales.

Nada de hombres lobos entonces, pero, ¿y todo lo demás?

No había estado durante suficiente tiempo en la universidad como para salir con más de un chico, no había tenido tiempo para experimentar y, desde entonces, apenas había tenido alguna que otra cita. Su gemido de frustración se paró en seco al pasar sobre un bache. Citas. Apenas había conocido unos cuantos hombres con los que le había apetecido acostarse, y no era capaz de imaginarse pidiéndole a alguno de ellos que la azotara.

Aunque probablemente Jean Paul supiera cómo azotar a una chica. Probablemente lo había hecho docenas de veces. A lo mejor podía llamarlo. A lo mejor…

–¡Oh, por el amor de Dios! –gruñó.

¡Ella no quería que la pegaran! Lo único que quería era tener un par de orgasmos. Quería crepitar, explotar, sentir toda esa maldita pasión.

Estaba a punto de cumplir treinta años y no tenía ninguna relación a la vista. Pero aunque no tuviera un plan para escapar de su propia vida, todavía no estaba dispuesta a renunciar. Algún día dejaría Tumble Creek, encontraría la manera de marcharse. Pero, de momento, quería… más. Cualquier excusa para no pensar en sus problemas.

En vez de preocupándose, quería estar resplandeciendo, gimiendo, jadeando. Excitada. Como las mujeres que aparecían en esos libros.

Desde luego, no iba a conseguirlo con unos zapatos nuevos, pero por lo menos era una manera de empezar. Una señal de que estaba lista y dispuesta. Y quizá, solo quizá, apareciera un perfecto extraño y la convenciera para que se quitara los zapatos. O, mejor aún, para que se los dejara puestos.

Lori pisó el acelerador y miró hacia el cielo.

–¡Hola, Quinn! –dijo una voz tras él.

A pesar de las ganas que tenía de continuar tomando notas sobre su última idea, Quinn dejó el bolígrafo sobre la mesa con un gesto decidido y se volvió hacia la recién llegada. Cuando vio aquel pelo castaño y rizado enmarcando unos ojos verdes, sonrió.

–¡Lori! –la envolvió en un abrazo.

–¡Oh! ¡Hola! –farfulló Lori.

Quinn la soltó rápidamente.

–¿Cómo estás?

–Bien… Como siempre.

Hundió las manos en los bolsillos del mono gris mientras un golpe de viento le despeinaba el pelo. Se sonrojó ante la atenta mirada de Quinn.

–Tienes un aspecto magnífico. ¿Quieres un café?

–Eh… no, creo que no. Será mejor que me ponga a trabajar. Ayer por la noche llegaron las piezas.

–¡Vamos! Tómate un café conmigo. Todavía me siento mal por cómo te traté la última vez.

–¿Qué pasó? –preguntó Lori, aunque ya estaba entrando en la cabaña.

Quinn advirtió que, al meter las manos en los bolsillos del mono, Lori tensaba la tela de la parte del trasero. Y pensó entonces que no la había visto vestida con nada que no fuera un mono en los últimos cinco años. O quizá incluso diez.

Pasó por delante de ella para conectar la cafetera que tenía enchufada a la corriente del generador. Cuando se volvió de nuevo hacia Lori, esta estaba caminando lentamente alrededor de la cabaña.

–¿De verdad vives aquí?

Quinn miró hacia la cama.

–A veces.

Las botas de Lori resonaban contra la vieja madera del suelo. Quinn la recorrió con la mirada, desde la punta metálica de las botas hasta la delicada forma de su rostro y negó con la cabeza.

Lori le miró con el ceño fruncido.

–¿Qué significa ese gesto?

–Nada. He pasado aquí la mayor parte del verano.

Lori miró con extrañeza a su alrededor.

–¿Dónde guardas tus trajes?

–En mi casa de Aspen. Voy allí todas las mañanas a ducharme y vestirme. El calentador solar no es particularmente efectivo con el frío que hace aquí por las noches.

–Me lo imagino. Me parece increíble que haga esta temperatura a mediados de agosto. En Tumble Creek hacía un día muy agradable –se estremeció y desvió la mirada hacia la cafetera.

Quinn se echó a reír y agarró una taza.

Lori miró hacia la ventana.

–Debe de haber muchos osos por esta zona.

–¿Osos? No sé.

Lori hizo un gesto con la mano, señalando a su alrededor.

–Hay osos por todas partes. Quinn, ¿por qué te sentiste mal la última vez que estuve aquí?

–Porque cuando viniste a ver la excavadora, estaba completamente absorto en mi trabajo.

–Un poco, sí –dijo Lori con una sonrisa.

–Prácticamente no me di cuenta de que estabas aquí hasta que te fuiste. Me sentí como un completo idiota.

Lori hizo un gesto, quitándole importancia.

–No seas ridículo. Te conozco lo suficiente como para no sentirme ofendida. Siempre has sido así. ¿Cómo solía llamarte tu padre? ¿Don Distraído?

–Sí –Quinn sonrió.

–Pero me alegro de que esta vez hayas descendido de tu nube durante el tiempo suficiente como para invitarme a un café –alzó la taza para darle las gracias y bebió un sorbo–. Muy rico. Creo que ya estoy en condiciones de volver a enfrentarme a ese viento terrible.

–¡Espera!

Quinn se arrodilló, buscó en una caja de madera que tenía al lado del mostrador de la cocina y sacó un gorro de lana. Se lo puso rápidamente a Lori.

–Esto te ayudará –musitó mientras se concentraba en meter dentro del gorro todos aquellos rizos.

–¡Ya basta! –Lori intentó apartarse–. No me gustan los gorros.

–Hace frío.

–Con el café me basta.

Consiguió apartarle por fin las manos, se arrancó el gorro, se levantó sacudiendo la melena en toda su gloria y le fulminó con la mirada.

–Y yo que siempre te he considerado una mujer sencilla. ¿Quién iba a pensar que fueras tan rara e irritable?

Lori elevó los ojos al cielo y se terminó el café que le quedaba.

–En tres cuartos de hora habré terminado.

–¡Espera! Ahora no te vayas a enfadar –adoptó una burlona expresión de gravedad–. Esto está saliendo peor incluso que la última vez. Siento haberte puesto ese gorro. Perdona. Ha sido un gesto inapropiado y terrible por mi parte. No sé en qué estaba pensando.

La diversión sustituyó inmediatamente al enfado en el rostro de Lori, que se echó a reír.

–Simplemente, no me gustan los gorros de ningún tipo. Y deja ya el tema.

Siempre había tenido una sonrisa magnífica. En los escasos momentos en los que, en el autobús del colegio, no iban con la cabeza metida en sus respectivos libros, Quinn la oía reír y se volvía para disfrutar de aquella radiante y enorme sonrisa. No eran sonrisas frecuentes, lo que las hacía más importantes todavía. ¿Y en aquel momento? En aquel momento, Lori era todo un misterio para él. Un misterio desconocido y completamente autosuficiente.

Pero continuaba teniendo una sonrisa maravillosa.

Fue consciente en aquel momento de lo mucho que se alegraba de verla.

–Gracias por venir a arreglar la excavadora, Lori.

–De nada, Quinn –contestó con dulzura, y comenzó a caminar hacia la puerta con sus botas enormes–. Dame una hora. Y después hablaremos de la gratificación.

Lori se apartó unos mechones de la cara mientras estudiaba el motor de la excavadora. Estaba haciendo un esfuerzo por asegurarse de parecer irritada en vez de ligeramente excitada. Aquellas manos sobre las que se había preguntado habían acariciado sus mejillas, su frente. A pesar de su aspecto elegante, los dedos de Quinn eran ligeramente ásperos, seguramente por el trabajo que hacía allí, en la montaña.

Pero había sido una caricia fraternal. Que era justo lo que tenía que ser. Quinn era el hermano de su mejor amiga. Pensaba en ella como en una hermana pequeña, o, seguramente, no pensaba jamás en ella.

–Lo más probable es eso último –musitó para sí, y se obligó a volver a trabajar.

–¿Has dicho algo?

Lori se sobresaltó y se golpeó un codo con el capó, pero Quinn no lo notó. Estaba ya preparado para volver a su mesa.

–¿En qué estás trabajando? –no pudo evitar preguntar.

Quinn alzó la mirada y parpadeó, como hacia cada vez que emergía a la superficie.

Lori repitió la pregunta.

–En los planos de la casa.

–Pero si ya has empezado a construirla.

Miró hacia las líneas de cemento que había al borde de la pradera. Ya había echado los cimientos.

–Sí, y ya tengo todos los planos. En realidad, lo tenía todo terminado, pero ahora estoy dándole vueltas a los detalles del diseño. Estoy cambiándolos constantemente –sonrió, como burlándose de sí mismo–. Hago esto a diario para otras personas, pero me resulta mucho más difícil planear una casa en la que voy a vivir durante décadas. Se me ocurre una idea brillante y al día siguiente me parece completamente absurda. Creo que estoy empezando a comprender a esos clientes que cambian continuamente de opinión.

–Supongo que eso es bueno.

Lori observó el prado, los árboles y el cielo que se extendía sobre el precipicio.

–¿Y vienes aquí en busca de inspiración?

A Quinn se le iluminó la mirada.

–¡Exacto! La luz, el color…. Las sombras y los tonos cambian de un momento a otro. Necesito que las ventanas sean perfectas, que tengan la forma y la altura exactas. Pensar en la textura de las paredes contra la luz. Necesito saber qué vistas tendré por la mañana, por la tarde y por la noche.

Acompañaba sus palabras con el movimiento de sus manos y Lori saboreaba cada arco, cada giro.

–La noche que viniste aquí –continuó diciendo–, justo después de que te marcharas, el sol comenzó a filtrarse entre las hojas de los álamos y comprendí el tipo de ventana que debería poner sobre la puerta principal. La piedra exacta que utilizaré para la chimenea en el segundo piso… Mierda, ¡lo siento!

Lori salió entonces del hechizo provocado por los ojos y la voz profunda de Quinn.

–¿Qué pasa?

–Lo siento. Sé que termino aburriendo a la mayor parte de la gente. Me temo que los ingenieros informáticos no son los únicos friquis.

–¡No, pero si a mí me parece increíble! Hablas como si estuvieras enamorado.

–¡Oh! –Quinn se sonrojó.

Aquel hombre alto y triunfador que estaba frente a una cabaña de madera con una camisa de franela se sonrojó.

–A mí me parece encantador –le aseguró Lori.

–Sí, genial. «Encantador», el mejor cumplido para un friqui.

Lori no pudo evitar una carcajada. Al verle fruncir el ceño, rio más todavía.

–Déjalo, Quinn. No pienso compadecerte. Aunque quieras convencerme de que eres un friqui, sigues siendo un hombre atractivo, rico y triunfador. Pobrecito.

Sacudió la cabeza y se puso a trabajar, sacando el antiguo motor de arranque. A lo mejor Quinn era un hombre volcado en su trabajo hasta la obsesión, pero Lori conocía a muchas chicas que cuando estaban en el instituto, antes de que Quinn hubiera ido a la universidad, le consideraban misteriosamente atractivo. Los adjetivos «estudioso y distraído» adquirían un significado muy diferente cuando el chico en cuestión era guapo y amable.

–¿Atractivo? –oyó preguntar a Quinn.

Alzó la mirada y le descubrió apoyado en el porche, observándola.

–¿Eh?

–Atractivo. Has dicho que era atractivo –mantenía una expresión seria, pero se adivinaba la risa en sus ojos castaños.

Lori sintió un intenso calor en el rostro. Le apuntó con la llave inglesa.

–Solo estaba dándole un masaje a tu ego.

–Pues has hecho un buen trabajo. Me ha gustado tu masaje.

Lori gruñó frustrada.

–Vete de ahí. No puedo trabajar si me sigues mirando.

–La última vez comentaste algo de una gratificación. ¿A qué te referías exactamente?

Su voz había adquirido un matiz ronco y juguetón que la confundía. Y la palabra «masaje» continuaba vibrando en todo el cuerpo de Lori.

–A nada –contestó bruscamente–. Solo esperaba que me dejaras la excavadora en alguna ocasión. Cuando hayas terminado la obra.

–¿Eso es todo?

–Sí. Y ahora, ¿podrías dejarme tranquila?

–Pero si eres tú la que está en mi oficina –como si quisieran confirmar sus palabras, los álamos sacudieron en aquel momento sus ramas.

–Muy bien. En ese caso, dedícate a contemplar los árboles. No me mires a mí.

–No quiero ser tan poco hospitalario.

Lori pensó entonces en su mirada recorriendo su cuerpo como en una rápida caricia, lo cual, era una tontería, teniendo en cuenta que iba vestida con un triste mono gris.

De pronto, odió ir vestida de aquella manera. Era sábado. A lo mejor debería haberse puesto una camiseta y unos pantalones cortos y haber diseñado un plan que le proporcionara miles de razones para agacharse delante de él mientras trabajaba. Por supuesto, todo eso habría sido previo a la congelación.

Lori le dio entonces la espalda.

–Muy bien. En ese caso, trabajaremos y hablaremos al mismo tiempo.

–¿Sobre qué?

Lori se encogió de hombros e intentó asegurarse de que su tono pareciera completamente natural.

–¿Cuál fue el primer país de Europa en el que estuviste? Porque estudiaste allí, ¿verdad? Háblame de ello.

Tras unos segundos de silencio, Quinn comenzó a hablar. Fue bajando la voz a medida que hablaba, como si lo estuviera haciendo para sí mismo, pero Lori absorbía todas y cada una de sus palabras y las atesoraba para pensar en ellas más adelante.

Capítulo 3

Las chinchetas de color rojo como el rubí estaban reservadas para las ocasiones especiales. Su aspecto de joya falsa hacía sonreír a Lori cada vez que las utilizaba. Giró la chincheta entre sus dedos y al final la clavó en la palabra «Córdoba».

La historia que Quinn le había contado bien se merecía una chincheta de color rubí. Había descrito los edificios de Córdoba con pasión y ojos chispeantes, reproduciendo con las manos la forma de los arcos y las puertas de aquella ciudad milenaria. Había hablado de cúpulas, chapiteles y mosaicos como otros hablaban de amor o de sexo. Y, para su enorme vergüenza, Lori se había excitado mientras le escuchaba. A lo mejor era una fetichista de la arquitectura…

En cuanto la chincheta estuvo al mismo nivel que las otras, Lori se apartó. Las chinchetas cubrían prácticamente toda Europa y se extendían más allá de sus fronteras. Azules, negras y verdes. Cada una de ellas representaba una historia que alguien le había contado o que había leído en un libro. Los diferentes colores daban la medida de su deseo de visitar un lugar. Y el rojo representaba a las ciudades que ocupaban el primer puesto.

Algún día las conocería, se prometió.

Había planeado aquella escapada desde el primer día de sexto grado, cuando su profesora les había enseñado las fotografías del viaje que había hecho aquel verano. Sesenta días recorriendo Europa con una mochila a la espalda. Lori había sentido entonces que su corazón se henchía de placer. Aquella pasión había continuado creciendo, iba alimentándola con cada libro que sacaba de la biblioteca, con cada documental de la televisión pública. La había nutrido de tal manera durante los años de instituto que ni siquiera le había dejado tiempo para pensar en los chicos. Estaba completamente concentrada en ahorrar y en estudiar para poder entrar en la Boston College.

Y lo había conseguido. Había logrado matricularse en Comercio Exterior e incluso había conseguido una codiciada beca para pasar un semestre en una universidad de Holanda durante su segundo año de estudios.

El corazón de Lori pareció tensarse, provocando espasmos de dolor contra las paredes de su pecho.

Su padre estaba tan orgulloso de ella que se había negado a admitir que se sintiera mínimamente solo durante los meses que Lori había pasado en la universidad. Y después…

–Dios mío…

Aislarse en el mundo de los recuerdos era una de las cosas que menos le gustaba. Se apartó del mapa y apagó la luz, dejando el que había sido años atrás su dormitorio a oscuras. Antes de que hubiera tenido tiempo de bajar al primer piso, oyó el timbre de la puerta y corrió a abrir.

En cuanto abrió, Molly entró en la casa y se fundió con ella en un abrazo.

–¿De verdad quieres ir de compras?

Lori se separó de ella y fijó la mirada en la revista Aspen Living, que había dejado en el sofá. Llevaba días contemplando un par de zapatos que aparecía en la contraportada, aunque, por supuesto, no podía permitírselo.

–Sí, creo que sí.

Molly desvió la mirada de la revista al rostro de Lori y asintió con aire de solemnidad.

–En ese caso, de acuerdo. Vamos a comprar unos zapatos.

–Vale. Y también… un vestido.

Molly, que se estaba volviendo ya hacia la puerta, se quedó paralizada. La miró con la boca abierta.

–¡Dios mío! ¿Lo dices en serio? Yo pensaba que solo te ponías vaqueros.

–Y así es. Pero estoy comenzando una nueva etapa. Creo.

–¡Una etapa nueva y mucho más sexy! Teniendo en cuanta lo bien que te sientan los vaqueros, creo que estás a punto de sacudir los cimientos de este pueblo. La semana pasada vi un vestido que sería perfecto para ti. ¡Nos vamos a divertir muchísimo!

Lori no pudo evitar devolverle la sonrisa.

–Seguro que sí.

–He reservado una mesa en el Peak a las nueve, así que tenemos cuatro horas enteras para nosotras. ¡Adelante!

Lori asintió.

–¡Adelante!

Una vez estuvieron montadas en el todoterreno de color cereza de Molly y dirigiéndose hacia Aspen, Molly le dirigió una mirada interrogante.

–¿Entonces?

–¿Entonces, qué?

Molly volvió a dirigirle una significativa mirada, pero Lori se limitó a encogerse de hombros, como si no entendiera lo que le quería decir.

–Entonces –volvió a decir Molly– ¿esto quiere decir que has decidido que eres una mujer que quiere renovarse? ¿O que hay un hombre que te encanta y has decidido renovarte para él?

Lori bajó la mirada hacia sus uñas y advirtió que tenía una de ellas manchada de grasa. Cerró la mano en un puño.

–Las dos cosas. No sé por qué, pero me apetece comprarme unos zapatos de tacón. Tener un aspecto más femenino. Y, además, me apetece estar con alguien.

–¿Con quién? –Molly arqueó de tal manera las cejas que estuvieron a punto de salírsele de la frente–. ¿Quién es?

–No lo sé.

–¡Ah! ¿Le conociste en The Bar? ¿En la cafetería? ¿Es uno de esos ciclistas de montaña que han venido para la carrera? A lo mejor…

–¡Eh, tranquila, escritora! En realidad, no sé con quién quiero estar. Pero me apetece estar con alguien. Con un hombre guapo, alto y fuerte.

«Con las manos bonitas», añadió una voz en su cabeza sin que ella lo hubiera pensado siquiera.

–¡Oh, Dios mío! –gritó Molly.

Por un instante, Lori temió que estuviera a punto de decir algo sobre Quinn. Pero no fue así.

–¡Lori ha decidido unirse a la diversión! –exclamó en cambio, justo antes de comenzar a cantar Super Freak a pleno pulmón.

–Mira, Molly, quiero preguntarte algo en serio. ¿Estás preparada?

Molly apretó la boca en una dura línea, aunque las aletas de su nariz continuaban delatando su diversión.